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El primer mandamiento como principio de libertad y de crítica cultural
Rafael
AGUIRRE
Profesor en la Facultad de Teología
de la Universidad de Deusto
Bilbao
Lo que el judío Jesús de Nazaret llama el «mandato primero» (Mc 12,29) y «más grande» (Mt 22,38) no está muy presente en las preocupaciones de los cristianos de nuestros días, hasta el punto de que no suele aparecer en los elencos con que se examinan las conciencias. Si auscultamos la sensibilidad cultural predominante, descubrimos que este mandamiento, que pretende que el hombre centre su vida de forma radical y exclusiva en Dios y cumpla su voluntad, es visto con sospecha y desconfianza.
Se desconfía de un Dios que interpela desde fuera, e intimida su voluntad, porque destruye la autonomía humana: se prefiere una divinidad suave, detectable en la propia subjetividad, que no irrumpa con exigencias incontrolables y que se identifique más bien con una experiencia interna confortante. Pero hay más: esta afirmación de Dios como único principio absoluto de la vida es considerada fuente de intolerancia. Nos hemos hecho muy sensibles a las consecuencias funestas de las ideologías fuertes, que pretenden explicar toda la realidad a partir de un principio único. Por eso asistimos a una cierta reivindicación del politeísmo, no con el ánimo de afirmar la realidad de muchos dioses, sino como una estrategia cultural para difuminar toda instancia que pretenda gravitar sobre los humanos. Se añade que el Dios exclusivista—y la cosa se agrava si, además, se pretende único—hace de sus fieles un pueblo también exclusivista, con conciencia de superioridad y que, para defender su fe, se cierra a las influencias externas.
Tenemos que escuchar las criticas, purificar las deformaciones y profundizar en la genuina experiencia bíblica que está detrás de este mandamiento, para volver a decirlo con fidelidad y a la altura de los tiempos, pero sin ocultar su fuerte carga contracultural: el primer mandamiento conlleva una confrontación con el Dios de la fe bíblica, en absoluto reducible a la pura subjetividad, que irrumpe e interpela, que sorprende y desarbola la seguridad humana, que crea una tradición que invita a configurar la propia experiencia. Es necesario mostrar la capacidad humanizante del primer mandamiento, pero no cabe su reducción antropológica. Lo más sublime es lo que más se puede degradar. La palabra Dios es la más embarrada y manipulada del lenguaje humano, pero es irrenunciable, porque remite a una experiencia única y límite, al misterio que fascina y aberra al ser humano. ¿Qué significa hoy la radical remisión a Dios que inculca el primer mandamiento?
En la Biblia descubrimos que desde el principio este mandamiento tuvo una enorme carga critica y se fue reformulando, explicitando y buscando nueva relevancia. La formulación más arcaica dice: «no tendrás otros dioses frente a mi» (Dt 5,7; Ex 20,3). Esta fórmula se alargó pronto con la prohibición de imágenes y con la defensa del uso del nombre de Dios (Dt 5,8-11; Ex 20,4-7). Otra formulación se encuentra en Dt 6,14: «no vayáis en pos de otros dioses». Una tercera fórmula es la de Dt 6, 4-5: «Escucha Israel: Yahvé es nuestro Dios solo Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas». Esta última es la más extendida, la que utiliza Jesús en su respuesta al escriba, y formaba parte del Shema Israel, que todos los judíos piadosos recitaban cada día a la mañana y a la tarde. Este rápido apunte sobre la pluralidad de formulaciones del primer mandamiento puede ser muy instructivo para comprenderlo en el presente.
El Dios que reclama todos los derechos sobre el pueblo es «el que libera de la esclavitud» (Dt 5,6); no se combate la negación de Dios, sino el pasarse a otros dioses, cuya existencia, lejos de negarse, se presupone. Israel experimentó una terrible presión para que aceptase el dios del faraón, en cuyo nombre se construían grandes templos, se legitimaba el imperio y se esclavizaba a los israelitas. Era un dios de opresión y de muerte. La fe bíblica parte de la rebelión contra este estado de cosas, porque reivindica un Dios diferente. Era un Dios que escuchaba el clamor de los oprimidos (Ex 2,23-24) y que exigía —contra el dios del faraón, y después contra el dios de los asirios, el de los babilonios y el del panteón griego—ser el único Dios de su pueblo. Todos los mandamientos que siguen al principal sólo pretenden desarrollar la liberación y traducirla en solidaridad una vez que vivan en su tierra.
Dt/08: El capitulo 8 del Deuteronomio tiene un particular interés, porque nos encontramos con una reinterpretación del mandamiento principal en medio de una situación religiosa que tiene notables semejanzas con lo que sucede en la cultura occidental de nuestros dias. El pueblo está instalado en una tierra espléndida, llena de trigo, de cebada, de ganados y olivares, «tierra donde las piedras tienen hierro y donde no se carece de nada» (Dt 8,7-9). Hay una necesidad imperiosa de reformular críticamente el mandamiento principal, porque el corazón del pueblo se engríe y se olvida del Dios que le sacó de la esclavitud (8,14). La abundancia y el bienestar sofocan la esperanza y el ansia de justicia, y llegan a decir que «mi propia fuerza y el poder de mi mano me han procurado esta prosperidad» (8,17). El mandamiento principal de Dios, como las exigencias serias del prójimo, rebota en un corazón blindado por la prosperidad y la comodidad materiales. Cabe a lo más un dios-referente-cultural-simbólico, pero no hay sitio para un Dios-amor-celoso, a quien se acepta de verdad en la medida en que se constituye en la columna vertebral de la vida y hasta de la psicología del creyente.
Lo que repite Dt 8 es que el pueblo debe recordar su propia experiencia, y no olvidarse ni de Yahvé, el que le sacó de Egipto, ni de los mandamientos que dimanan de su voluntad de liberación (8, 2.11.14.17.18.19). Nuestro tiempo se caracteriza por la resistencia a hacer memoria; o, lo que es lo mismo, por considerar que el prototipo de la memoria es la del ordenador, la simple recuperación de datos útiles al usuario. Hoy de lo que se trata es de disfrutar al máximo del presente, sin preocuparse seriamente del futuro, que no existe, ni del pasado, que es visto como una sucesión de peldaños para llegar a nuestra situación actual, que se convierte en la cumbre de la historia. La exacerbación del presente lleva al goce depredador, insolidario y sin plazos, que caracteriza a la cultura del capitalismo.
Pero el recordar auténtico implica recuperar las posibilidades olvidadas y sofocadas; sobre todo es caer en la cuenta de los derechos pendientes de las victimas y de las injusticias sobre las que se edifica el presente. La sabiduría del pasado cuestiona nuestra situación, amplía las posibilidades e impele hacia un futuro realmente nuevo, que no sea la simple prolongación del presente. Sin memoria no hay esperanza.
En la Biblia, la memoria de lo que Dios ha hecho es la garantía de lo que volverá a hacer de nuevo; la solidaridad y la conciencia histórica exigen cultivar recuerdos que relativizan nuestros intereses y nos hacen agradecidos. Sólo un Dios que descuella absolutamente de entre todas las realidades mundanas es capaz de fundar una esperanza real que no sea la mera espera de la duración de lo que tenemos.
Una formulación genial del primer mandamiento es la de Elías, el gran profeta del celo de Yahvé (un celo que se describe con manifestaciones aberrantes a la luz de mensaje de Jesús y de la conciencia moral contemporánea: /1R/18/39-40), que quiere sacar al pueblo de la ambigüedad y de la tibieza: «¿Hasta cuándo vas a estar cojeando con los dos pies? Si Yahvé es Dios, seguidle; si Baal, seguid a éste» (/1R/18/21) Pero—continúa el texto—«el pueblo no respondió nada»: quiere escapar del dilema, no se rechaza a Yahvé, pero tampoco se quieren quemar las naves. La entrega a Dios parece una pérdida y produce vértigo. Sin embargo, es quien está dispuesto a perderse el que se gana; el grano de trigo que muere es el que da fruto; sólo cuando se penetra en la noche se descubre que es «más amable que la alborada» (san Juan de la Cruz).
2. Llamada contra la idolatría
El mandamiento principal es un aguijón permanente que impide acomodarse tranquilamente a las situaciones del mundo. Para Israel fue una tentación, por supuesto, servir a los dioses de otros pueblos, sobre todo cuando eran poderosos. Pero había un peligro más sutil y, por tanto, más grave, que era poner la confianza en el poder de los imperios o en la acumulación de dinero. En los profetas, las alianzas con las grandes potencias son condenadas como idolatría, no por las consecuencias cultuales que puedan acarrear, sino en sí mismas, porque divinizan los imperios y contravienen el primer mandamiento. Cito un solo texto a modo de ejemplo:
«Asiria no nos salvará, no montaremos a caballo, no volveremos a llamar dios a la obra de nuestras manos» (Os 14,4).
J.L. Sicre dice que «este texto tan breve es uno de los más interesantes para comprender la evolución de la idolatría, cómo los dioses del cielo dejan paso a los dioses de la tierra»2. Y es que en el siglo VIII los ídolos habían adquirido forma nueva. El profeta denuncia tanto la alianza con la gran potencia asiria, en la que se busca la salvación, como la confianza en los pertrechos militares, caballos y carros de combate, quintaesencia del poder guerrero. Lo que tiene que hacer Israel es renovar su fe primitiva en el Dios que le libró de la opresión y le acompañó por el desierto.
Es bien conocido cómo Jesús, y después varios textos del NT, consideran que el afán de dinero coloniza de tal modo la vida humana que tiene una estructura idolátrica y se opone frontalmente a la aceptación de Dios como el único Señor: «No podéis servir a Dios y al dinero», donde el verbo servir tiene el sentido de servicio y de entrega a Dios como Absoluto3. A los fariseos, que amaban las riquezas, Jesús les dice que «lo que para los hombres es más alto (hupselon: los altos idolátricos) es abominación (bdelugma: ídolo aborrecible) para Dios» (/Lc/16/15). Se pone de manifiesto el carácter idolátrico del afán de dinero y la naturaleza contracultural del mensaje de Jesús. La tradición paulina desarrolla esta línea: «la codicia es una idolatría» (/Ef/05/05; /Col/03/05): el afán de dinero no se opone a uno u otro aspecto de la fe, sino que va contra su esencia, contra el mandamiento principal (/1Tm/06/10).
IDOLATRIA/QUE-ES: La idolatría consiste en conferir un valor absoluto a una realidad creada o a una causa histórica. El Dios de la Biblia reivindica su señorío absoluto sobre el creyente para que sea libre y no se someta a nada creado. Diríase que el ser humano—si no el individuo, sí las sociedades—gravita siempre en torno a algún absoluto, y cuando Dios desaparece del horizonte, el peligro es que su lugar vacío sea ocupado por un líder, una causa o una cosa. Me voy a permitir un par de apuntes sobre nuestra situación.
- Hoy el mercado se erige en valor absoluto. Se considera que por sí mismo produce el óptimo social, y que nada debe limitar su señorío. Rige una ley, la del máximo beneficio, y un valor supremo, el económico. Es una religión que implica una fe ciega y configura una cultura. Es una idolatría, con su escatología (hay quien dice que la sociedad del mercado libre es el fin de la historia), que exige sacrificios y víctimas. Quien no acepta este culto, apostata y es arrojado a las tinieblas exteriores, donde no hay salvación.
Nos encontramos con un punto delicado. El lenguaje de los apologetas del mercado, como sus formas y ademanes, suele ser tecnocrático y muy poco «religioso», de modo que puede parecer una exageración hablar de mercadolatría. También es verdad que no pocas veces las criticas que se realizan desde sectores cristianos, y con motivación religiosa, adolecen de retórica y demagogia y carecen del mínimo rigor técnico exigible. Todo esto y otras cosas son verdad. Pero creo perfectamente legitimo tachar de idolatría esta ideología de nuestro tiempo, precisamente por su enorme capacidad de ocultar sus miserias, de deslumbrar y fascinar, y, sobre todo, por las victimas que provoca y que se presentan como tributos necesarios para la salvación.
Desacreditadas hoy otras instancias de resistencia y de critica, es quizá en la conciencia religiosa donde quedan más reservas de compasión ante las víctimas, de imaginación para pensar futuros distintos y de coraje para luchar por él. Dios, único Señor, nos libra del fatalismo del mercado, como liberó del «fatum» que angustiaba al mundo pagano. El destino de la humanidad no es aceptar el dinero como ley suprema y servirle. Es posible orientar la vida de otra forma. Es posible la aceptación de un Dios que irrumpe en la historia y la abre, desde la fe en su promesa, desde el recuerdo de lo que ha hecho con los esclavos del faraón y, sobre todo, de lo que ha hecho en Jesús.
- En Europa florecen con fuerza diversos nacionalismos. NACIONALISMO/IDOLO: No es cuestión de analizar ahora tan complejo problema, en el que, junto a legítimas reivindicaciones grupales, se esconden también corporativismos insolidarios y exacerbaciones ideológicas muy peligrosas. Pero es claro que el propio grupo, y concretamente la propia patria o nación, es una de las realidades más fácilmente idolatradas. Además, provoca un culto cuya estructura religiosa aparece con singular claridad: las emociones que suscita, las liturgias, la entrega de la vida, la división entre fieles e infieles... Escribo desde un país en el que algunos matan en nombre de la patria; donde hay gente que considera héroes a los asesinos y donde, cuando alguno de éstos muere, no son pocos los que le consideran mártir. Para algunos la patria se ha convertido en un valor absoluto, que ocupa el lugar de Dios, exige la entrega de la propia vida y, por supuesto, la de los demás. Creo que no basta con condenar los crímenes del terrorismo, ni son suficientes consideraciones morales a la luz del valor de toda vida humana. Es necesario también realizar una critica ideológica, a la luz del reconocimiento de Dios como único Señor, de un nacionalismo absolutizado y, por tanto, convertido en ídolo de muerte.
3. El mandamiento principal contra la manipulación de Dios
Muy pronto se desarrollaron dos exigencias del mandamiento principal que resultan de permanente actualidad: la prohibición de hacer imágenes de Dios4 y el mandato de no usar su nombre en vano (/Dt/05/08-11). El primer mandamiento implica una autocrítica y una purificación de la misma vida religiosa.
MDT-02: Los ejemplos de «tomar el nombre de Dios en vano» son infinitos y sangrientos. El 2 de septiembre de 1973, día en que Marcos dio el golpe de estado en Filipinas, aparecía en la televisión la imagen de Jesús con la frase: «No he venido a echar abajo la ley, sino a darle cumplimiento». Reagan daba gracias a Dios porque la riqueza de Estados Unidos probaba que eran una nación bendecida por Dios. Franco se decía «caudillo por la gracia de Dios». Las tropas nazis llevaban la inscripción «Gott mil uns» («Dios con nosotros»). En los dólares se lee «In God we trust» («en Dios confiamos»). «En nombre de Dios, los cristianos hemos organizado cazas de brujas, matanzas de judíos, cruzadas, hemos quemado vivos a los que no pensaban como nosotros... Hemos ensuciado y seguimos ensuciando el nombre de Dios, de mil modos, al usarlo en defensa de los propios ídolos. Y cuando 'usamos' a Dios en defensa de algo, ponemos ese algo por encima de Dios, convirtiendo a Dios en ídolo»5.
Un peligro especialmente grave es el de convertir en ídolo una teoría, una práctica religiosa o una institución eclesial. Las personas de Iglesia y los teólogos somos los primeros que tenemos que aplicarnos la crítica antiidolátrica del primer mandamiento. Es lo que hacía Jesús cuando acusaba a los líderes religiosos nada menos que de «no conocer a Dios». No es que fuesen unos farsantes La cosa era más seria: las mediaciones religiosas absolutizadas ocupan el lugar mismo de Dios. San Pablo dice a los judeocristianos de Filipos que «su Dios es su vientre» (Flp/03/19), es decir, les acusa de idolatría por el valor supremo que confieren a las normas religiosas de pureza alimentaria.
APOFATISMO: Dios es mucho mayor que todos los conceptos y que todas las instituciones. La teología clásica hablaba de analogía: todas las formulaciones positivas para hablar de Dios pueden ser negadas y superadas. Tomás de Aquino lo expresa con precisión y valentía geniales: «Lo más extraordinario del conocimiento humano es saber que no sabemos nada de Dios» (De Pot. 7, 5 ad 14)6.
G. Bachl fustiga la inflación verbal de cierta teología y de muchas celebraciones, con estas palabras: «en un mundo que encuentra un gran placer en la palabra sin fin, y que todo lo reduce a esto, Dios ha perecido en la locuacidad de sus testigos oficiales»7. Jesús previene contra la palabrería teológica (Mt 6,3). Mientras Job clama, interroga y protesta, sus amigos avasallan el misterio a base de encontrar explicaciones teológicas claras al sufrimiento del inocente. Hay una oración sin palabrería, silenciosa, ante el Dios «que oculta su rostro» (Dt 31,17-18; Job 13,24; Is 8,17), el «Dios escondido» (Is 45,15), que, cuando desbarata los planes y rompe los esquemas, es cuando más nos sumerge en su misterio8. Wittgenstein reflejaba lo que muchas veces es la auténtica actitud religiosa: «de lo que no se puede hablar, es mejor callarse». Respetar el nombre de Dios es mantener bien viva la conciencia de su misterio.
Pero la prohibición de hacerse imágenes de Dios nos permite ahondar más en la trascendencia característica del Dios bíblico. Y es que sí hay una imagen de Dios: el ser humano (Gn/01/27; Gn/09/06). No se trata de la imagen del ser humano, sino del hombre concreto y real. En efecto, en el encuentro con el prójimo se da la gran interpelación a salir de nosotros mismos, a trascendernos realmente, a optar por el amor; ahí se pone en juego lo más hondo de lo que somos y nos hace vivir; ahí se pone de manifiesto qué tipo de relación mantenemos con el misterio del Ser Absoluto y del Amor Infinito. La relación real con Dios no se corresponde nunca plenamente con las verbalizaciones que de ella nos hacemos, que pueden ser incluso falsas y encubridoras. D/INJUSTICIA: A Dios no se le conoce realmente cuando se le considera como un objeto. Sólo en una experiencia relacional y única se entra en contacto real con Él. Por eso lo que se opone a la verdad de Dios no es el error o la mentira, sino la injusticia (/Rm/01/18).
En Dt 4 se desarrolla la prohibición de imágenes y se da la razón: en la gran manifestación del Horeb «vosotros oíais las palabras (debarim = mandatos), pero no percibíais figura alguna; sólo una voz» (4,12). Al Dios de la Biblia «nadie le ha visto nunca», pero exhorta continuamente a escuchar. No es objeto que se vea, sino voz que invita a hacer su voluntad, a seguir su camino, a cumplir sus mandatos. El mandamiento principal quiere centrar las energías del ser humano en cumplir la voluntad liberadora y fraternizadora del único Dios.
4. «El segundo es semejante a éste...»
No se trata simplemente de afirmar el primer mandamiento, sino de hacerlo de forma recta y operativa. Hay peligro tanto de confesar a Dios desvinculado de las repercusiones éticas con el prójimo—e incluso legitimando en su nombre la barbarie moral—como de considerar que el amor de Dios es un equivalente funcional del amor al prójimo, de modo que el primer mandamiento se disolvería en una especie de antropología filantrópica. Desde ambas vertientes se puede vaciar su sentido auténtico. En el AT, el mandamiento principal es inseparable del conjunto de mandamientos que vienen después. En la respuesta al escriba, Jesús une con insólita fuerza los mandatos del amor a Dios y al prójimo. En el evangelio de Mateo afirma que ambos mandamientos son semejantes (Mt/22/39). Para Juan, si no hay amor al hermano, es imposible que haya amor a Dios (1Jn/04/20-21) 9.
A-DEO/A-H: Mateo considera el amor a Dios y al prójimo mandatos iguales e inseparables, pero no dice que sean lo mismo. El amor a Dios no se puede sustituir sin más por el amor al prójimo. Dice G. Bornkamm que «esto significarla suprimir la frontera que ineluctablemente existe entre Dios y el hombre. El que en este sentido considera ambos mandatos como la misma cosa, no tiene ningún conocimiento del derecho soberano de Dios, y convertirá muy rápidamente a Dios en un mero vocablo o palabra cifrada de la que se podrá prescindir muy pronto»10.
Este es un punto clave en la confrontación con «el espíritu de nuestro tiempo». Estoy persuadido de que hoy más que nunca la Iglesia debe dejar muy claro que lo suyo es la apertura al misterio de Dios y su celebración. Sería un tremendo error que, en vista de la notable indiferencia religiosa de buena parte de la sociedad occidental, buscase su relevancia a base del ofrecimiento de servicios sociales. Hay grupos eclesiales que parecen una ONG más. Nunca será demasiado lo que la Iglesia haga por la justicia, pero debe quedar claro que parte siempre de la experiencia de Dios y de su amor. El sacerdote tiene que ser, ante todo, un mistagogo en el misterio de Dios, y conviene decirlo cuando, por la escasez de clero, hay una tendencia manifiesta a la racionalización tecnocrática del ministerio. Más aún, el lenguaje cristológico tiene que estar siempre subordinado al teológico: el creyente no es simplemente «seguidor de Jesús»; hay que añadir que lo es por «la causa de Dios».
El amor a Dios y el amor al prójimo no son sólo inseparables. La auténtica experiencia de Dios descentra y libera, amplia el horizonte vital, crea capacidad de escucha, de acogida de lo diferente y de misericordia con el necesitado. El evangelio lo dice de varias formas: de la experiencia del amor y del perdón de Dios brota necesariamente la capacidad de amar y de perdonar. El «ama al prójimo como a ti mismo» es una invitación a amar al otro en lugar de a ti; se parte del amor que se tiene a uno mismo, no para corroborarlo, sino para corregirlo.
Todo esto es quizá ajeno a la ética filosófica, pero no es nada ingenuo. Estamos en el corazón de esa experiencia de Dios, irreductible, que nos abre al misterio que nos trasciende, que es lo que el primer mandamiento quiere salvar.
El Dios que supera todo lo creado no sólo es la garantía de la libertad humana, sino que desata posibilidades insopechadas. Es un Dios inseparable del prójimo («lo que hicisteis con uno de estos...»), pero no se identifica con él. No girar en torno a nosotros mismos nos hace más autónomos y libres. Porque nos encontramos remitidos a un Dios trascendente, creador y «juez», es posible un amor al prójimo que no sea un simple «egoísmo ilustrado», que no se base en el cálculo de nuestro interés. En nombre de Dios se han cometido barbaridades infinitas, pero posiblemente sólo en nombre de Dios se puede promover socialmente la solidaridad sin fronteras que requiere nuestro tiempo11 .
5. Primer mandamiento y sociedad neoliberal
En la sociedad neoliberal prosperan dos tendencias religiosas, que coinciden en ser funcionales al sistema: un integrismo más o menos fundamentalista y un subjetivismo culturalmente politeísta. El uno exacerba el primer mandamiento, pero al margen de la historia; el otro prescinde de él por intolerante.
- La sensibilidad religiosa que más éxito está teniendo en este momento de práctica ampliación planetaria de la modernidad es la religiosidad fundamentalista12. Sucede en sociedades muy distintas y en tradiciones diferentes (India, paises musulmanes, Latinoamérica...). Con frecuencia, personas de alta formación técnica son los más fieles adictos a este tipo de religión. Se desea aunar los logros de la modernidad y las relaciones tradicionales. Los «aggiornamentos» críticos y la espiritualidad del compromiso social resultan muy minoritarios. Los neoconservadores piensan que lo sucedido con el Vaticano II demuestra el fracaso de una Iglesia autocrítica y dialogante con la cultura. Algunos de los movimientos más prósperos del catolicismo responden a versiones suaves de este fenómeno.
Muchas cosas habria que decir; por ejemplo: ¿es viable, a la larga asumir los avances de las ciencias naturales y de la tecnología y cerrarse ante las exigencias de las ciencias humanas? Hay que subrayar que la verdad de la aceptación de Dios se mide por el amor eficaz al prójimo que desencadena. No se pueden separar las dos tablas de la ley. Pero hay que decir más. El primer mandamiento exige no identificar a Dios con sus mediaciones institucionales, culturales o dogmáticas. La afirmación radical de Dios es fuente de libertad y de capacidad crítica ante toda causa humana, pero también ante todas las expresiones de su misterio.
- RL/SUBJETIVIDAD: También prolifera en nuestra sociedad un vaga religiosidad centrada en la subjetividad, un bricolage espiritual con elementos de diversa procedencia (orientalismo, cristianismo, ecologismo, esoterismo..). Es la búsqueda de una espiritualidad que compense las tensiones y angustias, que conforte y ayude a vivir. No estamos lejos del fenómeno de la «New Age». Es una actitud integradora y relativista, que prefiere hablar de lo divino antes que de Dios, porque desconfia de un monoteísmo arbitrario y exclusivista. Este talante está magníficamente descrito por J.B. Metz:
«Vivimos una especie de crisis de Dios, que adquiere forma religiosa; vivimos, en cierto modo, en una era de la religión sin Dios. Por tanto, la frase clave podría ser ésta: 'Religión, si; Dios, no', pero sin que ese Dios se entienda a su vez categóricamente como lo entienden los grandes ateísmos. Ya no hay grandes ateísmos. La polémica sobre la trascendencia parece estar ya fuera de lugar; se ha apagado definitivamente el rescoldo del más allá. Si en los años sesenta se le trasladó, polémicamente, al futuro, vemos que ahora, en sentido terapéutico, se le traslada a la psique» 14.
Esta actitud no es tan contracultural como parece a primera vista15 porque resulta perfectamente funcional a los intereses más poderosos de la sociedad capitalista. Sin duda que la experiencia cristiana puede producir estados de ánimo de consuelo, de sosiego y de paz interior. Pero me atrevería a decir que esto no es lo definitivamente característico. Dios interrumpe lo convencional e interpela desde fuera, porque nos remite perentoriamente al prójimo que sufre. Dios «me es más íntimo que yo mismo», pero no se identifica con la subjetividad, sino que la trasciende y la deja, con frecuencia, muda ante el misterio. Este rasgo, el primero del Dios de la Biblia, es el que quiere expresar el mandamiento principal. Como dice Metz, «con Dios llega o regresa el riesgo y llega o regresa el peligro a la religión»16.
- Una última cuestión de entidad. No hay duda de que, históricamente, la afirmación radical de Dios ha generado a veces actitudes de intolerancia y de exclusivismo. Sin embargo, en la consideración adecuada del primer mandamiento está el mejor antídoto contra estas deformaciones. Ya he reiterado que la idolatría más combatida por Jesús y por los profetas es la que se esconde detrás del nombre de Dios. El amor a Dios se manifiesta en la libertad personal y en la entrega al prójimo. La afirmación de Dios como único absoluto y el reconocimiento de que nada ni nadie media de forma plena su misterio debe ser la base para la tolerancia más profunda.
Es verdad que en el capítulo 7 del Deuteronomio el reconocimiento exclusivo de Dios produce en el pueblo una conciencia nefasta de exclusividad, de segregación y de violencia contra los extraños. Es fatal cuando el reconocimiento de Dios como único Señor se traduce en conciencia de elección exclusivista. A Jesús lo mataron como blasfemo en nombre del primer mandamiento, pero él murió para cumplir la voluntad del Padre. Y es que hay que subrayar que «el Dios que no admite otros dioses frente a El» es el Padre de todos los hombres, el que derriba todas las fronteras y funda la fraternidad universal. Cuanto más se ama al Dios de un pueblo en exclusiva, o cuanto más en exclusiva se cree conocer su voluntad en la historia, tanto más peligroso se vuelve ese ídolo.
Rafael
AGUIRRE
SAL-TERRAE 1998/09 Págs. 629-641
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1. En los primeros capítulos del Deuteronomio encontramos un comentario al primer mandamiento: N. LOHFINK, Das Hauptgebot. Eine Untersuchung literarischer Einleitungsfragen zu Dt 5-11, Roma 1963; ID., «El mandamiento principal», en Valores actuales del Antiguo Testamento, Florida (Argentina) 1966, 145-168.
2. Los dioses olvidados, Madrid 1979, 49.
3. H. BALZ - G. SCHNEIDER Diccionario exegético del NT 1, Salamanca 1996, 1063.
4. Según la mayoría de los exegetas, lo que se prohíbe no es hacer imágenes de los falsos dioses lo cual es obvio y está incluido en Dt 5,6, sino de Yahvé mismo. F. GARCÍA, El Decálogo, Estella 1994. 21.
5. F. MORACHO, Los Diez Mandamientos, Bogotá 1991, 100.
6. En otros lugares Tomás de Aquino se expresa así: «No podemos comprender lo que Dios es, pero sí lo que no es y cómo los demás seres se relacionan con él» (Contra Gent. 1, 30). «El hecho de que sepamos de Dios lo que no es, sustituye en la ciencia divina al conocimiento de lo que es: porque igual que una cosa se distingue de otra por lo que es, así (en este caso) por lo que se sabe que no es» (In Boeth de Trin. 2, 2 ad 2). En palabras del Concilio Lateranense IV: «No puede afirmarse tanta semejanza entre el Creador y la criatura, sin que haya que afirmar mayor desemejanza».
7. Citado por H. WALDENFELS, Dios, el fundamento de la vida, Salamanca 1996.
8. «Es más fácil dejarse hundir en el propio vacío que en el abismo del misterio santo de Dios, pero no supone más coraje, ni tampoco más verdad» (K. RAHNER citado por F. MORACHO, op. cit., 95).
9. En nuestra cultura occidental, individualista y muy psicológica, la palabra amor sugiere, ante todo, emociones y sentimientos; en la antropología hebrea, por el contrario, amar a alguien es hacer su voluntad, cumplir sus mandatos, escuchar su voz e identificarse con su grupo.
10. Jesús de Nazaret, Salamanca 1982, 115.
11. J.B. METZ.
12. J.M. MARDONES. Nealiberalismo y religión, Estella 1998, 25.
13. Ibid., 163.
14. J.B METZ (dir.), El clamor de la tierra. El problema dramático de la teodicea, Estella 1996, 9.
15. J.M. MARDONES, Op. cit., 165.
16. Op. cit., 10