AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS:
UNA INVITACIÓN A TODOS

No es una «inflación» de Dios en menoscabo del hombre lo que estaría amenazando a nuestro mundo, sino todo lo contrario: un supuesto interés por el hombre y el mundo en menoscabo de Dios. La amenaza no sería ya Dios, sino el hombre sin Dios. No sería extraño que al terminar la lectura de este número sobre el primer mandamiento, "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas», muchos lectores llegaran a la conclusión de que ésa es la tesis principal que se desprende de sus cinco artículos, su línea argumental de fondo. Pues bien, tal vez no les falte razón. Con muchos matices, por supuesto, que hagan plausible y no sectaria una afirmación tan radical.

Una primera pregunta es, necesariamente, ésta: ¿qué nos ha sucedido a los creyentes para que hayamos aparcado hasta tal punto el tema del amor a Dios y, tal vez, con el tema la experiencia misma de ese amor? ¿No existe ya para nosotros el primer mandamiento? Una pregunta así es susceptible de diversos acercamientos. Podemos acercarnos a ella dando razones de por qué la cosa es así, y este número es rico en ese tipo de análisis. Nos atreveríamos a decir, sin embargo, que su virtualidad mayor va en otra dirección: la de ser un alegato múltiple, apasionado incluso, en favor del primer mandamiento y de su centralidad en la vida humana y cristiana. Y ello por muchas razones, a través de muchas posibles y necesarias recuperaciones, que convergen todas ellas en una invitación a entrar decididamente en la experiencia del amor de Dios y del amor a Dios:

—porque, cuando la vida humana se vacía del Dios-Amor, otros dioses perversos vienen enseguida a ocupar su sitio;

—porque los amores han de mirarse en el Amor de Dios, del que son imagen, para transfigurar su deseo en generosidad, sin dejar de ser deseo;

—porque tal vez para amar bien a todos y a todo haya que amar a Alguien sobre todas las cosas y con todo el corazón;

Por esas razones y otras muchas más, el tema del amor de Dios y del amor a Dios se convierte, como dice uno de los autores, en el «punctum stantis aut cadentis Ecclesiae», en lo que hace estar de pie o morir a la Iglesia.


AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS:
UNA INVITACIÓN A TODOS

Maria Clara LUCHETTI BINGEMER
Teóloga. Río de Janeiro

El principio de toda experiencia religiosa tiene un denominador común en el deseo seducido, en la inclinación fascinada e irresistiblemente atraída por el misterio del Otro, que envuelve, seduce y apasiona con su belleza y su «diferencia», que provoca el impulso incontrolable de aproximación, abrazo y unión 1. No se trata, por tanto, de una experiencia intelectual, sino de una experiencia afectiva, que habla al corazón. El misterio de ese Otro a quien llamamos Dios no propone contenidos que haya que aprender acerca de Su persona, sino que se revela a quienes se aproximan a Él en cuanto Misterio de Amor. Y como tal quiere ser conocido y experimentado 2.

Sin embargo, este misterio, que atrae y seduce, no deja de amedrentar y provocar un distanciamiento reverente y trémulo, lleno de humildad pobre e impotente, como se verifica ya en la experiencia fundante del pueblo de Israel (cf. /Ex/03/06-07): «Y Moisés se cubrió el rostro, porque no se atrevía a mirar a Dios». Es la violencia misma de la atracción amorosa, que somete y se asemeja a un caudaloso y pavoroso torrente o a un «fuego devorador» que devora y consume, pero que a la vez embriaga y deleita, lo cual hace que sea experimentada tan radicalmente amenazadora e inexorable como la propia muerte, a pesar de que su secreto sea la fuente de la Vida 3.

En este articulo vamos a intentar detenernos ante ese acontecimiento divino, ante esa Palabra que rompe el silencio eterno de la Trascendencia e irrumpe en la historia humana desde mucho más allá de lo que llamamos «sagrado». Se trata de Alguien que muestra Su rostro y entrega Su nombre al proponer una Alianza, y que está empeñado en ser amado sobre todas las cosas. Ésta es la experiencia que el pueblo de Israel hace de su Dios. Ese Dios al que más tarde Jesús de Nazaret, con amorosa familiaridad, llamará «Abba, Padre». En primer lugar, examinaremos algunas características de la experiencia de Dios en cuanto experiencia gratuita y no lógica, lo cual nos permite experimentarla y entenderla como experiencia de amor. A continuación, consideraremos los rasgos del rostro de ese Dios tal como se revela en la Sagrada Escritura, fuente por excelencia de la Revelación judeo-cristiana. Finalmente, trataremos de describir, con las palabras de la Teología, algo del contenido nunca agotado de la formulación del Primer Mandamiento de la Ley de Dios: Amar a Dios sobre todas las cosas.

Dios: misterio de deseo y de gratuidad

Es un hecho en toda experiencia religiosa, y muy especialmente en la experiencia bíblica, que el eros divino se presenta siempre como más fuerte que el ser humano, venciendo sus resistencias, atrayéndolo e imponiéndose con Su majestad. Bajo el influjo a la vez suave y violento de ese amor, el profeta inclina su cabeza y se rinde, exclamando: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir. Fuiste más fuerte que yo y me venciste» (Jr/20/07). Al sonido de su llamada apasionada y fiel, que se sobrepone a todas las infidelidades, la esposa infiel vuelve sobre sus pasos, abandona a sus amantes y se deja conducir dócilmente al desierto, a la desnudez y al despojo del primer amor de juventud (cf. Os 2, 1 6ss).

Al mismo tiempo, sin embargo, con su irresistible poder de atracción, y una vez conquistado y «herido» el corazón humano, el Otro amado se esconde, sustrayéndose a la posibilidad de ser alcanzado por aquel o aquella en quien ha encendido la llama inextinguible del deseo. De este modo, se revela como el Inmanipulable, sobre quien el ser humano no tiene poder, sino que, por el contrario, deja muy claro que es el propio ser humano el que debe vivir bajo Su dependencia. El Dios así deseado y experimentado no se rinde a las frenéticas impaciencias del hombre ni a su anhelante ansiedad, sino que, soberanamente libre, va a llenar con su plenitud, cuando y como Él quiera, la pobreza expectante y humilde que no deja de desearlo y buscarlo allí donde Él se deja encontrar, para recibir de Él la salvación y la vida 4.

Por tanto, para el hombre que atrae hacia Sí, Dios es objeto de deseo y no de necesidad; pertenece al orden de lo gratuito y no de lo necesario, de lo inteligible, de lo controlable o de lo mensurable. Incomparable y no «identificable» con lo que se ha dado en llamar «las necesidades básicas» del ser humano: comer, beber y todo aquello sin lo que la vida biológica desfallece y muere. Y a pesar de esa «inutilidad» fundamental, el eros divino tiene sobre la totalidad de lo humano—corporeidad animada por el espíritu—un poder de atracción y seducción que despierta el deseo hasta el paroxismo, pudiendo llevar a los gozos más inefables, así como también, e inseparablemente, a los despojos más radicales y a las renuncias más heroicas, en nombre de la posibilidad entrevista y presentida de participar en su vida divina y experimentar la unión propuesta por Él, aunque no dure más que un minuto 5.

D/INUTIL: La experiencia progresiva del hombre bíblico es que Dios es «inútil», que no alarga para nada la vida biológica, que no promete el éxito ni la longevidad ni el placer sensible. Por el contrario, para entregarse, Dios exige el despojo de los bienes más sensibles y palpables e incluso de los vínculos más legítimos del corazón humano (tierra, morada, familia, amistad, etc.). Celoso, exclusivo, único, Dios no tolera ser superado por ninguna otra realidad, so pena de no dejarse alcanzar y de dejar intacta y no saciada la sed de amor del corazón humano.

Y a pesar de sus terribles exigencias, hoy como siempre, incluso después de todo el proceso de secularización de la modernidad y de las afirmaciones categóricas de los «maestros de la sospecha» sobre la religión, todavía nos encontramos con personas capaces de pasarse horas y horas rindiéndole culto, realizando celebraciones y ceremonias de alabanza; personas capaces, en nombre de su amor a ese Dios «inútil», de entregar sus vidas en un sacrificio que hace estremecerse a nuestros cuerpos y a nuestros espíritus modernizados y ávidos de confort y de consumo; personas capaces de ir al encuentro de la muerte en un estado de feliz exaltación, y de considerar como una gracia inmensa el ser despojadas de todo cuanto procura bienestar y dulzura a la vida humana, y ello por amor a ese «invisible» e «inútil» objeto de deseos.

En un momento en que parecía que los ritos y ceremonias habían sido expulsados incluso de la convivencia familiar, parece que tiende a aumentar el número de personas dispuestas a encauzar todo su potencial afectivo y la casi totalidad de su tiempo, de sus energías, de su creatividad y de sus recursos celebrando rituales religiosos en los que se cantan himnos de alabanza; o participando en asambleas donde la oración colectiva, buscada como terapia y cura corporal y espiritual, ocupa largas horas; o incluso postrándose durante horas interminables en contemplación ante el sagrario o ante la naturaleza, o rumiando prolongadamente algún versículo bíblico, una pequeña plegaria incansablemente repetida o los cinco misterios del rosario. Personas, en fin, capaces de hacer explícita y patente su intención y su deseo de «amar a Dios sobre todas las cosas». Lo que es cierto es que, al igual que en los tiempos de la constitución y formación del pueblo de Israel o en cualquier otra época, hoy sigue habiendo hombres y mujeres que continúan experimentando el drama de sentirse limitados y frágiles y, sin embargo, hechos para la unión con el Sin-límites. Y en el fondo más profundo de sí mismos se perciben habitados por el deseo ardiente e incontrolable de entrar en comunión con esa incomprensible realidad personal—que no por ser incomprensible es experimentada como menos real—que irrumpe en la historia humana desde los más insondables abismos de la eternidad; el deseo de tocar y ser tocados por la Belleza Infinita; el deseo de estremecerse de amor sintiéndose poseídos por la santidad divina, por el Misterio Invisible que atrae y seduce y cuya vida llama a participar y a integrarse. Este misterio de Alteridad no se mantiene a distancia, sino que les propone la comunión profunda en la gratuidad, exigiendo ser lo primero en sus vidas. El amor pasa entonces a regir sus existencias y a transformarlas según la inexorabilidad y la radicalidad de Su curso y de Su voluntad.

La identidad de Israel: «Amarás al Señor tu Dios...»7

Desde muy pronto, el pueblo de Israel comprenderá su identidad en estrecha relación con el amor de su Dios. La oración con que el israelita justo y piadoso formulará su profesión de fe fundamental tiene ya como pórtico de entrada el amor de ese Dios, que es el que va a permitir el conocimiento, el amor y la perennidad de la Ley. El amor de Dios es lo que abre los oídos del pueblo y de cada uno de sus hijos, que repiten varias veces al día: <<¡Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el Unico Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus tuerzas» (Dt/06/04-05). Dios, el Dios de Israel, es un Dios que ama y quiere ser amado con toda la humanidad del ser humano. Es, por tanto, el Dios al que se debe y se puede no sólo temer, sino también amar, cosa que, sin duda, nadie se había atrevido a afirmar antes del Deuteronomio 8.

Este amor se expresa en el compromiso total de la persona, evocado por la triple formulación: «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas». En muchos otros pasajes se encontrará exigido, afirmado y reafirmado ese amor, aunque no siempre con la formulación triple, sino con una formulación doble: «con todo tu corazón y con todo tu ser» (10,12; 30,6).

Pero en otros pasajes de este libro, tan fundamental para la comprensión de la experiencia del pueblo, se encuentran también otras palabras diferentes de amar, para indicar la relación del pueblo con Dios: buscar a Dios (4,29); servir a Dios ( 10,12); practicar y guardar los mandamientos (26,16); escuchar al Señor (30,2); volverse al Señor (30,2.10)... Con estos diferentes verbos evoca el autor bíblico las infinitas formas concretas que el amor a Dios puede y debe adoptar, así como el amor de Dios al pueblo que Él ha elegido y a aquellos que Le son queridos.

El amor de Dios es algo dinámico y radical, perpetuamente en movimiento, e introduce en ese movimiento infinito y sin retorno a quien se adhiere a él. Se trata de algo que nunca será adquirido de una vez por todas, sino que debe ser constantemente buscado, practicado y escuchado para obedecer, y al cual hay que retornar siempre que se produzca algún distanciamiento. Se trata de algo que exige todo el corazón, todo el ser, todas las fuerzas, sin excluir ni dispensar ninguna de las dimensiones de la persona. Por tanto, si algo puede decirse del pueblo de Israel, es que, sin dejar por un solo momento de ser el pueblo de la Ley, es el pueblo del amor. El pueblo que vive bajo el imperativo del amor. Amor a un Dios que quiere ser amado sobre todas las cosas: «Amarás al Señor tu Dios». Y es este amor el que va a configurar la vida del pueblo, su camino y su proyecto de existencia. El amor a Dios será el criterio por el que se mida la estatura de las personas y del propio pueblo.

El modelo del líder del pueblo será alguien que «ama al Señor», como el justo y sabio rey Salomón (cf. I Re 3,3). Así también en diversos pasajes del Antiguo Testamento se encontrarán diferentes metáforas para significar el amor al Señor, que apuntan a las mediaciones en las que El revela más intensamente Su presencia (cf. Sal 119,97.165): «¡Cuánto amo tu Ley, Señor!»; o también las palabras que I Cro 29,3 pone en boca del rey David: «...porque amo la Casa del Señor, doy a la Casa del Señor el oro y la plata que poseo». Los Salmos abundan en exclamaciones de ese intenso amor con el que el salmista alaba a su Dios, a quien se dirige con las denominaciones más diversas de afecto, adoración y alabanza: mi Fuerza, mi Canto, mi Roca, mi Escudo, etc.

A-DEO/JUSTICIA: Sin embargo, toda la experiencia de amar y ser amado que caracteriza el camino del pueblo de Israel, así como las exigencias ineludibles y exclusivas de ese amor, van a mostrarse desde muy pronto como algo no sólo afectivo y sensible. En efecto, ese amor de Dios tiene una dimensión muy concreta y real que va a exigir, como demostración de fidelidad a Su persona, la práctica de la justicia y del derecho para con todos, y en especial para con los más desprovistos de fuerza, de voz y de prerrogativas: el huérfano, el pobre, la viuda, el extranjero... Dios, que quiere ser amado sobre todas las cosas, indica al pueblo que no quiere ser amado ni alabado más que en sus pobres 9. Es de esta manera de amar a Dios de la que va a ocuparse el libro del Levítico cuando proclame y describa la Ley de Santidad, es decir, el conjunto de preceptos que tienen como denominador común la santidad de Dios, la cual debe traslucirse en todos los actos y en todas las circunstancias de la vida del pueblo consagrado (qadosh) al Dios santo (qadosh), y que se resume en el precepto «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18) 10. El «ethos» del amor a Dios sobre todas las cosas se erige en exigencia primordial, revelada en el rostro del otro, del prójimo, en relación al cual el pueblo deberá practicar ese amor que le es gratuitamente otorgado por su Dios.

La persona y el seguimiento de Jesús: la exigencia de amar hasta el fin

El mandamiento de amar al prójimo como a si mismo (Lv 19,18), combinado con el de amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas (Dt 6,5), será retomado por Jesús para expresar lo esencial de la Ley de Moisés (cf. Mt 22,37-39) 11. Al revelar como su Padre al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, que exige ser amado sin condiciones ni restricciones, Jesús propone algo semejante a sus discípulos. El Sermón del Monte (Mt 5,1-47), carta magna del proyecto del Reino de Dios, arroja una nueva luz sobre el modo propio de amar que debe distinguir a los discípulos de Jesús.

La misma configuración que Jesús da a su enseñanza sobre el amor es verdaderamente única. No sólo interpreta el AT, como hacen los doctores y sabios de su tiempo, sino que lo supera. Dice algo nuevo basándose únicamente en su propia autoridad (cf. Mc/01/22/27ss, Mt/05/21-22/27-28ss): «Habéis oído que se dijo a los antiguos...; pero yo os digo...» Se trata de una palabra al lado o más allá de «lo que se dijo a los antiguos» por el propio Dios.

El «pero yo os digo» de Jesús pretende ser la palabra definitiva de Dios. A diferencia de los profetas, que jalonan sus discursos con la referencia explícita al Dios de Israel para dejar claro en nombre de quién hablan («así habla el Señor...»; «oráculo de Yahvé»...), Jesús no distingue su palabra de la palabra de Dios. Al contrario, se comprende a sí mismo y es comprendido como la boca de Dios que habla, como la voz misma de Dios. Lo que se propone al cristiano es, pues, una conducta activa: soportarlo y permitirlo todo, amar activa y dinámicamente a todo ser humano, incluido el que te hace daño. El principio (vv. 43-44) no es otro que ir más allá del precepto de amar al prójimo tal como es enunciado en el Antiguo Testamento, tal como fue dicho a los antiguos. Tal precepto, según la Ley, conserva todavía un sentido restrictivo, y la mención del enemigo expresa la antítesis sugerida por la frase con que se inicia (v. 44): «Amad a vuestros enemigos». Ahora bien, ¿de qué clase de amor se trata? Ciertamente, no tiene nada que ver con una ternura espontánea, hecha de afinidad, la cual, por lo demás, sería imposible en la mayoría de los casos. El término griego empleado para expresar la clase de amor de que se trata, el verbo agapan, muestra que este amor se deriva de un querer no impuesto por la violencia que el hombre tiene que hacerse cuando se trata de los enemigos. Más aún, es preciso salir del campo puramente psicológico, porque el amor cristiano—la caridad—debe ejercerse en forma de bondad activa y plasmarse en efectos y beneficios concretos.

La enseñanza, gracias a una palabra técnica—«enemigo»—, se generaliza, abarcando toda situación en la que el cristiano se vea maltratado e incluso expuesto a la muerte por causa de su fe. Como lo confirma la oposición siguiente (v. 46) entre el «hermano» y el «enemigo», éste no es ni el adversario personal dentro de la comunidad religiosa, ni el enemigo de la nación, en el sentido político y militar sino el perseguidor de la fe, el enemigo de la comunidad mesiánica constituida por los primeros cristianos.

A/ENEMIGOS  HIJO-DE-D/QUIEN-ES: La motivación en la que insiste el evangelista para sustentar tal amor y tal exigencia es buscada fuera del mundo de las criaturas. El motivo capaz de sustentar tal conducta es la imitación del propio Dios, el deseo de comportarse como hijo de Dios. Para Jesús de Nazaret, según el evangelio de Mateo, uno se hace hijo de Dios a partir del momento en que empieza a practicar el amor a los enemigos, a imitación de ese Dios que dispensa sus gracias y beneficios a todos los hombres sin distinción. La condición de hijo de Dios se «prueba» en la fidelidad y en la obediencia. Y esa conformidad con el querer divino se expresa ya en la ética judía como imitación de la conducta divina en línea directa con la convicción de que el hombre es imagen de Dios 12.

El cristiano debe ir más allá de esa conducta que prescribe amar al prójimo como a uno mismo; más allá de la justicia de los escribas y fariseos. Debe hacer «más» de lo que hacen las categorías de pecadores (publicanos, gentiles) mencionadas a modo de comparación por el evangelista. Dios en persona, con su ejemplo soberano, le llama a una superación constante y sin limites: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Jesús, el Hijo de Dios, arrastra a sus discípulos a límites insospechados, pues no se limita a proponer un arte de vivir en este mundo, sino una obligación positiva, un ministerio de amor universal. En este sentido, va mucho más allá del propio deber de perdonar: a pesar de incluirlo, la exigencia de Jesús de amar a los enemigos va aún más lejos, rechazando lo que todavía pueda haber de condescendencia en el perdón, llegando incluso a olvidar, para no pensar ya sino en el don generoso de sí, sin ningún resentimiento ni intención oculta.

Se trata, simplemente, de amar, sin ceder a pensamientos estratégicos de mantenimiento de una paz utilitaria con fines de política eclesiástica, ni de captación de benevolencia con vistas a una propaganda para la conversión. Es, por tanto, sin lugar a dudas, un amor más divino que humano 13. Sería inhumano, en realidad, para quien no tuviera el valor de creer en el primer mandamiento: Amar a Dios sobre todas las cosas y, por su causa, «perderse» a sí mismo para «ganar a Cristo» (cf. Flp 3,8) y alcanzar—con él, por él y en él—la semejanza divina. La propuesta de Jesús a sus discípulos es una invitación a no conocer ni poner límites cuando se trata de amar. Por tanto, a amar sobre todas las cosas, porque así es como ama el propio Dios.

La persona de Jesús, síntesis perfecta de lo humano y lo divino, va a ser, pues, el referencial de los discípulos para percibir que ese amor no es imposible a los seres humanos habitados por el Espíritu de Dios. Al final del evangelio de Juan, el que se encuentra a un paso de la Pasión dirá a los suyos a modo de testamento: «Os doy un nuevo mandamiento: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, os améis también los unos a los otros. Si os amáis los unos a los otros, todos reconocerán que sois mis discípulos» (/Jn/13/34-35) 14.

El Dios de Jesucristo como condición de posibilidad del amor

La revelación bíblica ve en el encuentro humano con el Dios único, con el Incondicional históricamente revelado, el fundamento de la normatividad universal de su ethos 15. La fe cristiana afirma que el encuentro con ese Dios en Jesucristo constituye la experiencia de un sentido radical del existir, una teonomía fundante de la libertad y la responsabilidad personales, un enraizamiento experiencial de la persona en el Incondicionado que le asegura al mismo tiempo la libertad y el límite 16.

El término empleado para designar ese amor de Dios es agapé, que suele traducirse como «amor», pero que intenta significar una concepción del amor para la que no parecen adecuados ni idóneos los verbos y sustantivos más usados en la lengua griega, como eros, filía, storgé... En el amor/agapé destacan la generosidad desinteresada y oblativa—sin otro interés o posibilidad de gozo y satisfacción que no sea su propio ejercicio—y la disponibilidad a salir de sí en dirección al otro. La alteridad no profanable de Dios es el punto de partida de esa donación de sí que tiene su raíz en un Ser personal y trascendente, donador y don a la vez. Se trata de un Dios que se revela y es percibido y adorado como amor. Como lo expresa con deslumbradora claridad la primera carta de Juan, «quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (I Jn 4,8). La condición de posibilidad efectiva de amar a Dios sobre todas las cosas se encuentra, por tanto, en el propio Dios. Ese Dios que exige ser amado sobre todo y sobre todos, ama incondicionalmente, por encima de todo, a la creación y a la humanidad, permitiendo así a sus criaturas embarcarse en la aventura de un amor que puede llevarlas por un camino sin final y sin retorno.

Los textos neotestamentarios proclaman esta verdad con las más afectivas y entrañables afirmaciones: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn 3,16); «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos graciosamente con él todas las cosas?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo?... En todo esto salimos vencedores, gracias a Aquel que nos amó... Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm. 8,31-39).

Por eso afirma la Primera Carta de Juan: «Amemos porque Dios nos amó primero» (/1Jn/04/19). Y nos amó sin restricciones, sin condiciones, hasta el final. La dinámica amorosa en la que ese Dios nos hace entrar, por consiguiente, tiene también que estar libre de toda restricción y condición y no puede estar sometida a ningún otro imperio ni prioridad. Es sobre todas las cosas. Es verdad que los pensamientos, palabras y obras de los seres humanos a menudo no muestran ningún rasgo de fidelidad para con la Revelación del Dios-agapé, que estableció una alianza con el pueblo de Israel y que, en Jesús de Nazaret, radicaliza y clarifica la revelación del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Pero no por ello se apaga la Luz que ilumina la vida iluminada por el amor de ese Dios. La misma Luz de la que el prólogo del evangelio de Juan nos dice que brilla en las tinieblas, sin que las tinieblas la recibieran (Jn 1,5).

Esa Luz que brilló desde toda la eternidad se hizo Palabra, oída y obedecida en la historia expresada en el primero de los mandamientos del Antiguo Testamento: «¡Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el Unico Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). R. Guardini nos recuerda esta simple verdad: un santo es alguien a quien Dios ha concedido la gracia de tomarse perfectamente en serio este mandamiento, de «comprenderlo en toda su profundidad y de empeñarlo todo para hacerlo realidad» 17.

LUCHETTI BINGEMER
SAL-TERRAE 1998, 9 Págs. 602-614 

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1. El Diccionario Petit Robert define respectivamente 1) seducción y 2) deseo como: 1) acción para seducir (desviar del camino), corromper, arrastrar, pero también atraer, encantar. fascinar; 2) toma de conciencia de una tendencia hacia un objeto conocido o imaginado.

2. Esto lo decimos de todas las religiones. Aquí, sin embargo, nos detendremos más en la experiencia religiosa propia del judeo-cristianismo.

3. A-D/PASION: Es así como la esposa del Cantar de los Cantares, herida de amor por la visión del Amado, gime, «languidece de amor» (Ct 2,5) y exclama: «el amor es fuerte como la muerte, y la pasión violenta como el abismo» (/Ct/08/06). San Juan de la Cruz, en el punto más alto de la unión mística y de la inefable experiencia unitiva con Dios, juega con las palabras muerte-vida para intentar describir la experiencia, a la vez gozosa y dolorosa, que el amor de Dios permite vivir.

4. Cf. al respecto Dictionnaire de Spiritualité, t. XCI, col. 38, «Sacré».

5. Cf. las vidas de santos, místicos y, especialmente, mártires, así como toda la inmensa bibliografía que investiga este fenómeno en la tradición cristiana; ver DS t. X. col. 727-728, Martyre, del verbo que se refiere a la experiencia del martirio como experiencia de unión profunda e identificación con Cristo. Cf. A.J. FESTUGIERE, La sainteté, PUF, Paris 1949, donde el autor hace una investigación comparativa entre el héroe griego y el santo cristiano.

6. En palabras de G. BATAILLE, «lo que en realidad revela la experiencia mastica es una ausencia de objeto. El objeto se identifica con la discontinuidad. y la experiencia mística... introduce en nosotros el sentimiento de la continuidad. El erotismo sagrado, presente en la experiencia mística, sólo exige que nada perturbe al sujeto de la experiencia». Nos permitimos mostrar nuestra disconformidad con el autor en lo referente a la experiencia mística cristiana, puesto que consideramos que en ella se da una presencia «real, completamente presente» y «visible» del objeto del deseo: Jesús en su humanidad.

7. Las citas bíblicas están tomadas de la Traducción Ecuménica de la Biblia, Ed. Loyola. Sao Paulo.

8. Cf. la nota c de la Traduction Oecuménique de la Bible (TOB).

9. Cf. las brutales y airadas invectivas del profeta Amós y otros sobre los sacrificios que se ofrecen y que no tienen como contenido la práctica de la justicia. Tales sacrificios, según el profeta, «estragan» el estómago de Dios (cf. Am 5,1ss).

10. Cf nota I de la TOB a Lv 19,1.

11. El Nuevo Testamento añade un elemento más a la lista del Deuteronomio: el entendimiento. Amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con todo el entendimiento (cf. Mt 22,37).

12. Cf. Lv 19-20: «Sed santos, porque Yo soy santo».

13. Cf. SAN BUENAVENTURA, Vita mística 11, 39.

14. El amor fraternal entre las personas, fundado y hecho posible por el propio Jesús, es el signo por excelencia de la presencia del amor de Dios en la vida de los hombres.

15. Cf H. KUNG, Proyecto de una ética mundial, Trotta, Madrid 1992, p. 75.

16. Cf. G. MATHON, en Catholicisme hier, aujourd'hui et demain (61 (1992) p. 704. Cf. también A.J. FESTUGIERE, La sainteté, PUF, Paris 1949, obra estructurada en torno a la comparación entre el héroe griego y el santo cristiano.

17. Cf. R. GUARDINI, «Der Heilige in unserer Welt», en (K.J. Kuschel [org.]) Lust an der Erkenntnis. Die Theologie des 20 Jahrhunderts. Piper Verlag, Zürich 1986. p. 419; cit por R. BARTHOLO Y M.C. BINGEMER «Para maior gloria de Deus», en Mística e Política, Ed. Loyola 1994, Sao Paulo, p. 75.