«Mirad qué amor tan grande nos tiene el Padre»
Invitación a la experiencia del amor de Dios
Juan
MARTÍN VELASCO
Director del Instituto Superior de Pastoral
Madrid
1. El amor de Dios es la primera maravilla de la creación
La proclamación del amor de Dios como mandamiento de la vida cristiana constituye una maravilla única, una fuente inagotable de asombro para la persona. Sólo la costumbre y la rutina que genera el haberlo convertido en un tema más de la doctrina y la moral cristianas explica que escuchemos esa proclamación sin experimentar ninguna conmoción interior y hasta que tengamos que hacer esfuerzos de reflexión para que suscite algún interés. Como cuando el hecho de existir nos pasa desapercibido y nos deja indiferentes el que haya algo y no más bien nada. Más aún, la proclamación del primer mandamiento y el hecho sobre el que descansa es un motivo de admiración más hondo que el hecho de existir, el que haya algo y no más bien nada. Porque, sin el amor como sustancia y raíz de la existencia, ésta correría el riesgo de convertirse en un hecho bruto, ajeno a cualquier valor e incapaz de suscitar la admiración o el aprecio que suscita en cualquier ser humano consciente de la dignidad de su condición.
Que el amor de Dios sea objeto del primer mandamiento significa, además, que el amor, es decir, lo más eminente, lo más valioso, lo único indiscutible de la vida—e incluso más indiscutible que la vida misma, porque sin el amor la vida se torna indiferente y hasta insoportable—, constituye el principio y fundamento de la religión. Ésta ya no consiste, por tanto, en ritos extraños, en creencias ajenas a la vida, en una u otra forma de pertenencia institucional. La religión ya no corre el peligro de convertirse en algo esotérico, paralelo, superpuesto a la vida. Si el primer mandamiento cristiano es amar, entonces la religión está en el centro de la vida, coincide con lo mejor de lo humano y tiene necesariamente que despertar un eco en el corazón de las personas, ya que el corazón es justamente «el órgano» del amor.
La existencia del primer mandamiento parece, pues, asegurar la conveniencia, la credibilidad, la amabilidad del cristianismo. Su proclamación asegura a la presentación del cristianismo el interés de sus destinatarios. Porque, sea cual sea la situación de una sociedad o el clima de una cultura, nada estima tanto el ser humano, nada valora tanto, como el amor.
2. Preocupados muchas cosas, pero indiferentes al amor
LETRA-MUERTA: Pero basta una mirada a la situación religiosa de nuestras sociedades occidentales y a la conciencia colectiva de las Iglesias cristianas para ver que, aunque la letra del primer mandamiento haya resistido a todos los intentos desmitificadores y permanezca intacta en las síntesis doctrinales y morales vigentes del cristianismo, su efecto no es el que cabría esperar. Al contrario, para muchos de nuestros contemporáneos, y en buena medida para no pocos cristianos, la religión se presenta como un yugo, una imposición que se acepta en muchos casos por inercia, por tradición o por lo que pueda pasar. Para otros, que se han atrevido a romper con esos vínculos tradicionales o, sin siquiera una elección personal, se han encontrado liberados de ellos, la religión cristiana se está tornando insignificante; incapaz de despertar la menor motivación; reducida a la condición de valor que no suscita el menor aprecio. Porque eso significa, en definitiva, el hecho de la creciente indiferencia religiosa.
¿Qué razones explican una situación tan paradójica, tan contraria a lo que cabría esperar? Y, dejando de lado las razones que puedan aducirse desde la situación socio-cultural en la que están inmersas las Iglesias, ¿qué ha podido suceder en el cristianismo, en el interior de las Iglesias, para que una luz como la que representa la existencia del primer mandamiento haya dejado de iluminar, una sal tan viva como la que representa, haya dejado de sazonar la vida social y personal?
En primer lugar, cabe responder, el primer mandamiento existe, pero no es vivido y no es proclamado. Ha caído en desuso y se ha convertido en letra muerta. De las dos tablas de la ley, la segunda, desarrollada en una minuciosa relación de normas, ha pasado a ocupar el primer lugar. Y cuando se mantiene la referencia a la primera, es sólo para decir que su valor se limita a fundamentar una conducta regida por los preceptos morales atribuidos a la segunda tabla, que ocupan el centro de la enseñanza moral de las Iglesias.
Además, el primer mandamiento, como todo lo relativo a la fe en Dios, a la experiencia de su presencia, a Dios mismo, se da por supuesto en muchas presentaciones de la vida cristiana. Y ni es afirmado con pasión, ni es confesado con convicción, ni es objeto de iniciación, ni introducido en procesos de verdadera educación cristiana permanente. Así, falto del impulso místico que le otorgada la recuperación de la experiencia de la primacía absoluta de Dios, el cristianismo languidece en las personas y en las Iglesias; las normas, las creencias y las obligaciones institucionales pasan a primer plano, y se tornan para muchos, incluso cristianos, un fardo insoportable que las circunstancias actuales invitan a arrojar de las propias vidas.
Por último, y sobre todo, aunque la naturaleza y la condición humana estén, como veremos, llenas de huellas del amor de Dios, muchas cosas en nuestro mundo eclipsan la evidencia del amor. Vista la historia a la luz de la mera razón, no hay teodicea posible que evite el escándalo del mal; y apenas damos pasos para mirar la realidad desde su verdadera perspectiva: para introducir, con nuestra lucha contra los males evitables y con nuestra compasión y nuestro acompañamiento de los que sufren el mal no evitable, esa luz de la cruz de Cristo que hace brillar, aunque sólo sea bajo la forma de la esperanza, alguna luz en la noche del mal.
Pero no creo pecar de optimista si añado que ya somos bastantes los cristianos que vivimos el problema y lo experimentamos como fuente de un serio malestar. ¿Por qué no damos pasos más decisivos para superarlo? ¿Qué esta pasando en la Iglesia para que, a pesar de todos los años prejubilares, demos la impresión de que estamos extinguiendo el Espíritu? Durante algunos años, bastantes de nosotros hemos buscado una respuesta a esta situación en el hecho de que las autoridades oficiales parecen más interesadas en multiplicar las normas exteriores, las llamadas al orden, la imposición de la disciplina, que en crear el clima de libertad, de comunión recíproca—hay que recurrir a la redundancia para que no se confunda la comunión con la sumisión de los otros, de los de siempre—de atención al Evangelio y al Espíritu que permitiría el recentramiento de la Iglesia en lo esencial. Hoy ya sabemos que, aunque todo esto siga siendo un hecho doloroso, y cada día un poco más palpable, no nos exime de buscar las raíces de nuestras propias deficiencias, de nuestra incapacidad para recuperar la pasión de Dios, a la que nos remite el primer mandamiento. Y vamos cayendo en la cuenta de que ese primer mandamiento, por ser tan central, por estar tan inmediatamente referido al corazón, sólo se percibe en la experiencia. No se transmite como las normas y los mandamientos, justificándolo por otra cosa que él mismo: «haz tal cosa, evita tal otra, para no padecer tales consecuencias negativas o incluso nefastas»; recurriendo a otros motivos que la fuerza de atracción y de convicción que en él anida; o condensándolo en formulaciones conceptuales para transmitirlo a todos sin necesidad de pasar por la experiencia de cada uno.
Hemos caído en la cuenta de que la verdad de este mandamiento sólo se percibe haciendo la experiencia de su contenido. Porque sólo la experiencia del amor de Dios aporta al sujeto la verificación de que en él reside lo único necesario, y que él, ese amor de Dios, vale la pena de la entrega del propio corazón. O, con otras palabras, hemos descubierto, estamos descubriendo, que sólo la experiencia personal permite escuchar, captar y aceptar el valor del mandamiento del amor de Dios. Pero este descubrimiento está siendo vivido por no pocos de nosotros bajo la forma de un círculo en cuyo interior nos está resultando imposible penetrar. Sólo la experiencia enseña: «gustad y ved qué bueno es el Señor». Pero para tener acceso a la experiencia se requiere algún tipo de iniciación que oriente, anime a dar al menos los primeros pasos. Y parece que faltan maestros, propuestas sencillas de procesos, cauces realistas que nos despierten la conciencia a la maravilla del primer mandamiento y nos adelanten algo del sabor de su contenido.
La evangelización, nueva o antigua, la presentación del cristianismo hacia dentro y hacia fuera, el anuncio del evangelio a nuestra generación, tiene en este punto su dificultad fundamental y su más radical posibilidad. Éste es hoy punctum stantis aut cadentis Ecclesiae, el punto en el que se juega la supervivencia del cristianismo en los países de tradición cristiana, que por cansancio propio, por decepción y por hastío hacia las Iglesias, están a punto de romper con ella. Las reflexiones que siguen se proponen ayudar a formular este problema y dar alguna pista hacia su respuesta.
3. El amor procede de Dios
El amor de Dios, objeto del primer mandamiento, tiene ciertamente que ver con el amor tal como lo entendemos y lo vivimos los hombres, pero no se confunde sin más con él. La realidad a la que se refiere, Dios, le impone unas peculiaridades que no limitan su contenido, sino que lo radicalizan, convirtiendo la actitud que lo realiza en una actitud enteramente nueva. En esto, como en todas las perfecciones que atribuimos a Dios a partir de las perfecciones creadas, solemos proceder tomando como punto de partida la realización mundana o humana de la perfección y sometiéndola a no sé qué transmutaciones analógicas, para afirmarla también de Dios y creer que con ello sabemos algo de su naturaleza. Sin darnos cuenta de que la verdad de la analogía radica, más bien, en que la realidad de Dios, presentida en la experiencia que el hombre hace de sí mismo, ilumina su visión de la realidad creada y le permite verla a esa luz como el reflejo del Ser, el Bien y la Verdad que tienen en Dios su fuente.
A-D/QUE-ES: «Amor de Dios» constituye, según la nueva perspectiva, un genitivo subjetivo: se refiere al amor que es Dios y que procede de él, y gracias al cual sabemos algo del amor, por el hecho, insospechado, inimaginable si no fuera por eso, de sabernos amados por él. «El amor —dice con toda precisión la Primera Carta de san Juan—procede de Dios» y consiste, «no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos ha amado primero» (1Jn/04/07-10). En esto, como en todo lo que tiene que ver con Él—la pregunta por Dios, el conocimiento, la búsqueda, incluso el deseo de Dios—,tenemos que partir, si no queremos malentenderlo todo, de la precedencia absoluta de Dios, de que Dios es de verdad y absolutamente lo primero.
Por eso el amor de Dios, antes de ser objeto de una necesidad o de una obligación, es para nosotros objeto de un anuncio que somos invitados a escuchar y acoger como dirigido personalmente a cada uno, y para cuyo descubrimiento sólo a partir de ese anuncio encontramos indicios, huellas y razones en nosotros. Ése es para mí el sentido último de que el amor de Dios pueda revestir para nosotros la forma de un mandamiento, del mandamiento primero. No que sea objeto de una obligación expresada en un mandato (un amor obligado dejaría de ser amor), sino que tiene su origen más allá de nosotros mismos, y en relación con él no tenemos la iniciativa, estamos a merced de él, se nos ofrece como un don que suscita incluso la posibilidad de la respuesta. «Mirad qué amor tan grande nos ha dado el Padre...» (1Jn/03/01). El comienzo de la experiencia del amor de Dios es recibir de él la llamada, la invitación a prestar atención a ese amor que nos precede, para después, como dice la Escritura, «creer en el amor que Dios nos tiene».
Pero ¿hacia dónde tenemos que dirigir nuestra mirada para percibir el amor de Dios? Sin duda, como siempre, hacia el «lugar» en el que el amor de Dios, en el que Dios mismo, brilla para nosotros de la forma más inequívoca y más definitiva: hacia Jesucristo, enviado por Dios «como Salvador del mundo», »para librarnos de nuestros pecados», en quien «nos ha dado su Espíritu» (1 Jn 4,10; 13,14).
Sólo que, para que podamos reconocer en Jesucristo la imagen del amor de Dios, Dios ha puesto en nosotros el reflejo de esa imagen suya que brilla en el Hijo. Por eso en nuestra propia condición llevamos la huella de Dios, que nos mueve a creer en su amor. Por eso, el «mirad qué amor tan grande nos ha dado el Padre» nos invita también a volver la mirada a nuestro interior, a nuestra propia condición, y a descubrir en ella la imagen en la que se refleja para nosotros el amor de Dios.
4. Rastrear en nosotros las huellas del amor de Dios
Pero todos sabemos por experiencia que, siendo la imagen de Dios lo mejor de nosotros mismos, no aparece sin más a una mirada cualquiera; que entre nuestros ojos y la realidad de nuestro verdadero ser se interponen demasiados obstáculos; que nuestra mirada se ha vuelto excesivamente superficial; que nuestra infidelidad ha distorsionado demasiado en nosotros la huella de la mano creadora de Dios.
Por eso miramos a nuestro interior, miramos a nuestra vida y no creemos encontrar en ella rastros de algo que merezca el nombre verdaderamente santo del amor de Dios. ¿Tendrán que ver con el amor de Dios esas caricaturas del amor verdadero que son la pasión voluptuosa, el eros en búsqueda constante de objetos, aunque sean personas, que sacien nuestra necesidad, y que está orientando a la posesión, a la consumición de lo poseído? ¿Tendrá que ver con el amor de Dios el deseo referido ya a los otros sujetos, pero mendigando de ellos un reconocimiento centrado todavía en nosotros mismos y que los convierte en medios, en instrumentos orientados a nuestra autorrealización? ¿Tendrá que ver con el amor de Dios la búsqueda de valores que den algún sentido a una vida demasiado estrecha: búsqueda de la verdad a través de la incansable actividad de nuestro conocimiento; búsqueda de la belleza, perseguida en el cultivo de nuestra dimensión estética; búsqueda de la justicia añorada o promovida a través de compromisos de solidaridad?
Yo estoy convencido de que todas estas acciones y pasiones humanas conservan no pocos rasgos del amor con que Dios nos ha regalado al crearnos para ser sus hijos. Pero creo que necesitamos una mirada atenta, profunda, al interior de nosotros mismos para ver brillar y actuar en nosotros el amor de Dios y estar en condiciones de consentir a la invitación que constituye para nosotros el primer mandamiento.
5. Parábolas de amor
Porque ¡llamamos amor a tantas cosas...! Pero necesitamos un esfuerzo de clarificación para descubrir a través de todas ellas la nostalgia, la añoranza, la tensión, el deseo, la aspiración, la generosidad, la preferencia, el aprecio, el afecto... a través de los cuales se insinúa, en el interior de nuestro ser personal y en el proyecto de nuestra vida, la llamada del amor de Dios.
A-D/A-H: Para introducirnos en esa clarificación, comencemos por identificar esa forma de amor, estrechamente vinculada con el amor de Dios, que es el amor del prójimo, y en el que se nos ha asegurado que se revela. Lo primero que necesitamos es prescindir por un momento —sin que esto suponga que las neguemos o reprimamos—de las connotaciones puramente emocionales, afectivas, sentimentales que comporta el amor, pero que ciertamente no pueden constituir su esencia. La parábola del buen samaritano nos ha enseñado de forma definitiva que el amor del prójimo no consiste, en su esencia, en experimentar en relación con él esos sentimientos gratificantes en grado sumo que encierra la forma de amor que llamamos amistad y que vive del gozo que procura la sola existencia, la sola presencia del amigo. Amistad podemos mantener sólo con unas pocas personas, en las que han de darse condiciones que no está en nuestra mano predeterminar. Siguiendo el modelo de la parábola, el amor al prójimo supone ciertamente algo más que el respeto a su condición de persona. Más allá de la amistad no está solo el respeto ético. Está también el amor del prójimo, y este amor comporta prestar atención a la situación del otro y dejarse afectar por ella, no por lo que aporta o deja de aportar a mi vida; ni tampoco, exclusivamente, por el hecho de que el no hacerlo atentaría contra mi condición de sujeto ético: me haría sentir lesionada sin remedio la conciencia de mi dignidad, aunque esto interviene sin duda en el verme afectado por su situación. El «verse afectado» del que trató al herido como prójimo comporta, además, haber tenido compasión de su situación y poner manos a la obra para ayudarle a salir de ella hasta reintegrarle, con la instalación en la posada, en el del mundo del que los bandidos le habían excluido.
Dejemos pendiente por ahora qué ha venido a intervenir en esta relación, diferente de la amistad y de la sola conciencia ética, para hacer aparecer una nueva forma de amor que el cristianismo emparenta con el amor de Dios. Es éste el que ahora nos interesa identificar. ¿No existirá en los Evangelios alguna parábola que sirva de modelo simbólico, de paradigma de comprensión del primer mandamiento, como la parábola del buen samararitano lo es del segundo? Me atrevo a pensar que sí. Y por partida doble. Los escritos de Juan muestran a Jesús y su vida como manifestación-revelación del amor de Dios. Ahí tenemos, pues, una primera parábola en ejercicio del amor que Dios nos tiene. Del amor descendente de Dios. Además, dos brevísimas y hermosísimas parábolas evangélicas revelan, con la luminosidad concentrada de los mejores símbolos, la naturaleza de nuestro amor a Dios: «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, hallándolo un hombre, lo ocultó y, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo. Asimismo es semejante el reino de los cielos a un mercader que busca perlas preciosas y, habiendo encontrado una de gran valor, se fue a vender cuanto tenía y la compró» (Mt 13,44-46).
Incapaz de «explicar» unos símbolos tan elocuentes que no necesitan ni soportan una explicación, los tomo como punto de partida para una reflexión que nos permita descubrir en nuestro interior las huellas, la imagen de ese amor de Dios que queremos identificar. Con un lenguaje sumamente preciso, pero que por eso mismo puede resultar un poco arduo para los no familiarizados con textos filosóficos, Max Scheler ha escrito páginas esenciales en relación con el amor. De ellas voy a servirme libremente para una clarificación inicial del amor de Dios y su presencia en el ser de la persona.
6. Ordo amoris. El mundo ordenado por el amor
Reducido a su esencia, el amor es la tendencia o el acto que trata de conducir—y de hecho conduce, mientras no se interponga algo que lo impida—cada cosa hacia la perfección de valor que le es peculiar. Una especie de impulso de ser—de conatos essendi—habita y penetra la totalidad de lo que existe. Un impulso orientado. La fuerza del impulso y su orientación la procura el amor. «El amor mueve el sol y las otras estrellas», cantó el poeta. «Quien mira en torno a sí, ve cómo edifica el amor», añadió el clásico. La dirección de esa orientación la señala la imagen dejada por el creador en el interior de la creación. Por eso el amor es la aspiración al Bien. Todo amor es amor de Dios. El amor es el núcleo del orden del mundo como orden divino.
Pero dejemos de lado las visiones cósmicas. Centremos nuestra mirada en la persona humana. También ella está habitada por un impulso de ser. Es el resultado en ella del amor creador. Se ha dicho: «Pienso, existo»; mejor sería decir: «Soy amado, amo, existo». Amor meus, pondus meum, decía san Agustín. El amor es mi fuerza de gravitación. En él se concentra y actúa la imagen de Dios que dinamiza toda la existencia humana hacia la semejanza, hacia el asemejamiento—para dar a la imagen divina en el hombre todo su dinamismo—de Dios. La riqueza de la realización de una vida depende de la calidad y la riqueza del amor que anima el corazón de la persona, si tomamos el corazón como el órgano del amor. Pero el corazón del hombre es demasiado vasto, decía Pascal. San Agustín había dicho antes de la conciencia humana que es «un inmenso, un infinito santuario», y san Juan de la Cruz resumirá que el deseo del hombre—su corazón en acto, de alguna manera—es un deseo abisal, un deseo sin fondo. Aquí tenemos la medida sin medida de la imagen de Dios en el hombre; en el vaciado que reproduce en negativo las dimensiones de la infinitud de Dios. Por eso el amor del hombre es pondus in altum, fuerza gravitatoria que aspira al hombre hacia el infinito de Dios. El movimiento del corazón del hombre, del órgano del amor, está definido por la invitación de la liturgia: sursum corda. Orienta al hombre hacia lo alto, hacia Dios.
De esta raíz surgen todas las formas que adopta el amor del hombre. A esta estructura responden. El eros, la mera tendencia voluptuosa, orientado a la satisfacción irrealizable de la necesidad, se ve forzado a saltar de objeto en objeto permanentemente, ante la imposibilidad de que ninguno de ellos ni la suma de todos ellos llene una capacidad de infinito. También en él se manifiesta, pero a su pesar, el amor de Dios, la fuerza gravitatoria del hombre. Si éste se reduce a esa forma de amor, el objeto de la necesidad sustituye al término de la orientación y estanca sin realizarla la aspiración infinita, condenando al hombre, a la vez, a la decepción y a la esclavitud. Es Ia lógica de la idolatría.
Para estar a la altura del amor de Dios, el hombre tiene que operar una conversión de la actitud, que reproduce en su orden el que opera la fe. Tiene que transfigurar el deseo en generosidad, sin eliminar el deseo, pero insertándolo en el dinamismo superior que pone en el hombre la imagen de Dios, la aspiración de infinito. De esta transformación han hablado, con la competencia de los expertos, los místicos de la vía afectiva. Pocos lo han hecho con la claridad y el calor con que lo hace san Bernardo. No todo lo que se presenta como amor de Dios está a la altura de sus exigencias. Hay un amor de esclavo que se mueve por el temor. Su defecto fundamental es que la adhesión al movimiento que le atrae no es libre; le es arrancada por el miedo. Hay el amor del asalariado que se mueve por la recompensa. Su defecto radica en que, al terminar en lo que Dios da y no en Dios mismo, el impulso se detiene sin llegar a su final. No está a la altura ni de su origen ni de su término. Y hay, finalmente, el amor del Hijo. Este ama a Dios por Dios mismo. Aquí la gratuidad del acto del hombre le permite coincidir con la gratuidad del amor que procede de Dios. La identificación con el impulso originario es perfecta. El hombre es divinizado. Hemos dicho: «finalmente». Pero esto no significa que el hombre pueda mientras viva llegar al final del amor de Dios. Poner un final al amor de Dios seria limitar la realidad cuya naturaleza es no tener fin: cuius regni non erit finis.
7. La experiencia del amor de Dios
Descripciones como ésta, de las que está llena la historia de las religiones, el pensamiento y la espiritualidad cristiana, nos invitan a iniciar el camino hacia la experiencia del amor de Dios. Tal experiencia es indispensable para poder, no cumplir el primer mandamiento, tarea sencillamente imposible de realizar y que siempre estará abierta como un ideal para la vida, sino orientar la vida desde su aceptación cordial y organizar el desarrollo de todas las tareas desde el único centro válido, desde lo único verdaderamente necesario, desde la única opción radical conforme con nuestra condición y a la altura de la vocación con que hemos sido agraciados.
Ahora sabemos en qué consiste la perla de gran valor, el tesoro escondido en el campo de nuestra vida; y sabemos que, una vez descubierto, permite romper con la fuerza de atracción de los bienes finitos que se disputan la orientación de nuestro corazón, organizarlos en torno al centro que los orienta también a ellos y recuperar la verdadera alegría. Ahora percibimos que el amor de Dios no consiste, en su esencia, en experimentar los sentimientos gratificantes que comporta la amistad humana, sino en la preferencia efectiva de lo que de verdad es absolutamente preferible y preferente. Ahora entendemos que la mejor fórmula del amor de Dios no sea el recurso al lenguaje equivoco de los sentimientos, del enamoramiento o de fórmulas semejantes, sino decir con verdad: ¡Creo en un solo Dios!; y que amar a Dios sobre todas las cosas es poder orar diciendo, como santa Teresa, como san Francisco: ¡Sólo Dios basta! ¡Dios mío, todas mis cosas! Porque es verdad que muchos místicos han cantado con acentos conmovedores como los del Cantar de los Cantares el itinerario de su amor hacia Dios. Pero una correcta interpretación de la mística muestra que ésta no consiste en los sentimientos que en determinados momentos puedan embargar al alma, sino en la experiencia de Dios en la más pura fe, experiencia que en determinadas circunstancias puede repercutir sobre la dimensión afectiva de la persona, pero siempre en el interior de una noche nunca superable del todo.
Naturalmente, para comprender lo que esto significa lo decisivo es iniciar la experiencia. ·Blondel-M escribió a este propósito una reflexión muy valiosa: «El hombre generoso... el que ha practicado esa experiencia metafísica que es el sacrificio, sabe que la caridad es superior al egoísmo, y eso sin necesidad de razonamiento. Hay incluso que decir que, si no hubiera aprendido a saberlo de esa manera, jamás habría llegado a saberlo de forma abstracta».
Entrar personalmente en esta experiencia permite poner orden en la vida. Vivir en consonancia con la armonía que el ordo amoris, el orden del amor de Dios, instaura. Vuelta la mirada en la dirección justa, se perciben las cosas como de verdad son. Hecho en nosotros, por la aceptación del amor de Dios el hueco en las velas de nuestra vida, el Espiritu sopla en ellas y la conduce en la buena dirección. El primer resultado de esta conversio cordis, conversión del corazón—como llama san Bernardo a la fe y como podríamos llamar a la caridad—a la aceptación del amor de Dios, es la creación de la disposición que hace posible el amor a los hermanos. Éstos, identificados a esta luz como destinatarios del amor de Dios, como imagen de su presencia, pasarán a la condición de preferibles, como Dios mismo, a todos los otros bienes, como valor que vale más allá de lo que me aporte, como partícipes conmigo del mismo Bien que compartimos pero no agotamos, como «nosotros» dotado de la misma dignidad.
La iniciación, por modesta que sea, en la práctica, en el ejercicio del amor de Dios, permite finalmente salir al paso de una dificultad que las visiones sólo teóricas de la cuestión plantean. Si sólo se ama a Dios con todo el corazón, ¿quedará corazón para amar a los demás, para amar esa creación, llena de incontables bienes, que Dios mismo ha puesto a nuestro servicio? Si «sólo Dios basta», ¿no secará el amor de Dios las fuentes del amor humano en todos los demás niveles y privará a la vida del creyente de todos los encantos?
La experiencia del amor de Dios es el ejercicio constante y progresivo de la coincidencia con lo que es el centro dinámico, el impulso y la fuerza gravitatoria de la vida. Dar con él, consentir a él, no es cegar la fuentes de la vida. Es, por el contrario, coincidir con el orden que pone cada cosa en su lugar y le permite desplegar sus posibilidades y colaborar así al esplendor, la belleza y la armonía de la vida. Eliminado el afán meramente posesivo que cree poner al hombre en el centro, pero termina poniendo en el centro las posesiones; superado el apego del corazón a lo finito, que, incapaz de acallar su tensión infinita, no puede más que estancarla, lo finito se engalana con la belleza misma del infinito del que participa, y la refleja a su forma y medida.
Eso explica que el san Juan de la Cruz de todas la negaciones pueda, tenga que cantar más tarde: «Mi amado, las montañas / los valles solitarios nemorosos». Manteniendo con vigor, según la imagen de Bonhoeffer, el cantus firmus del amor de Dios, puede desplegarse con toda libertad y en toda su belleza la maravillosa polifonía de la vida.
Conclusión: sólo el amor habla bien de Dios
Al final de la reflexión nos vemos remitidos a las preocupaciones del principio. ¿Por qué no es apreciado el amor? Sólo en el amor de Jesucristo entregando su vida por amor —«nadie tiene amor mayor que el que entrega su vida por los amigos»—tenemos una revelación definitiva del amor de Dios que nos permite interpretar correctamente las huellas del amor de Dios que comporta nuestra condición de creados a su imagen. Probablemente, sólo las vidas de las personas cuya entrega por los demás deje transparentar el amor de Dios que los anima, harán significativa, creíble y amable en nuestro mundo la maravilla del amor de Dios. La Escritura nos ha desvelado la relación entre la falta de amor y la increencia: «el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (/1Jn/04/08). Sólo el amor efectivo en la vida de los creyentes manifestará creíblemente al mundo su fe, dará testimonio efectivo de que conocen a Dios y han creído en su amor.
Juam
MARTÍN-VELASCO
SAL-TERRAE 1998, 9 Págs. 615-627