«NO TENDRÁS OTROS DIOSES ADEMÁS DE MÍ»

El texto bíblico completo del primer mandamiento, según la versión del libro del Éxodo, es el siguiente: «No tendrás otros dioses además de mí. No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, y tengo misericordia por mil generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos» (Ex/20/03-06). La versión del libro del Deuteronomio sólo presenta ligeras diferencias con respecto a este texto y no parece necesario transcribirlas aquí (cfr. /Dt/05/07-10).

a) La intención original

La traducción más usual -...otros dioses «además de mí»- no consigue mostrar toda la intención del significado original. No pretende únicamente decir «además de mí», sino «contra mí». Dicho de otro modo: Cuando hayas comprendido lo que yo significo para mí mismo, entonces no rezarás -contra mí- a otros dioses, porque sabrás que otros dioses no harán otra cosa sino esclavizarte. Entendido de este modo el mandamiento, se llega a la conclusión de que no es sino una consecuencia lógica del acontecimiento del Éxodo.

La intención original de este mandamiento apunta a la preocupación de Yahvé en el sentido de que Israel «se mantenga firme» en la Alianza liberadora. A este respecto, Israel corría un especial peligro, como se muestra con toda evidencia en las narraciones mismas del Éxodo. Apenas el pueblo ha probado la libertad, cuando ya no está seguro de si realmente merece la pena afrontar la fatiga y el esfuerzo que conlleva la libertad. En cuanto ésta empieza a ser demasiado pesada, surge la añoranza de «las ollas de Egipto» y se dejan oír los amargos reproches contra Moisés y contra el propio Yahvé. Aun antes de la promulgación de la Ley en el Sinaí, ya ha infringido Israel el primer y fundamental mandamiento, según la descripción que la Sagrada Escritura hace de la danza en torno al «becerro de oro». El relato subraya el peligro que corre Israel en este momento decisivo, y de ahí la importancia del mandamiento (cfr. Ex 32s., Dt 9, 7-21).

El motivo del «becerro de oro», que aparece en la Biblia en repetidas ocasiones (cfr. 1 Re 12, 28; Neh 9, 18- 1 Cor 10 7), es, ante todo, una caracterización un tanto sarcástica de un asunto muy serio. Israel desea tener una imagen que de algún modo evoque a Yahvé, y para ello elige la imagen de un vigoroso toro (todo lo contrario, por cierto, de un ternerillo). Pero la fabricación de tal imagen va fundamentalmente en contra de la relación de Israel con Yahvé. Por eso la referencia a la prohibición de las imágenes resulta tan detallada.

El autor de los Salmos vierte su sarcasmo acerca de este comportamiento de los recién salvados: «En Horeb se fabricaron un becerro, se postraron ante un metal fundido y cambiaron su gloria por la imagen de un buey que come heno» (/Sal/106/l9s.). Este motivo fue una y otra vez actualizado a lo largo de la historia, por lo general referido a «los ídolos», de los que también trataremos. Con respecto a la intención original del mandamiento, lo primero que hay que resaltar es lo siguiente:

El mandamiento no impugna la existencia y el poder de otros dioses; al contrario: cuenta con ellos. Pero su razón de ser es la preocupación de que Israel no vuelva a perder, entregándose a la idolatría, la libertad que le ha sido dada. Para expresar claramente esta preocupación, la Biblia emplea expresamente el lenguaje del amor: Yahvé celoso, insiste en que el pueblo debe pertenecerle exclusivamente a él: «porque yo Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso» (Ex 20, 5; cfr. Dt 4, 24; Num, 11; 2 Cor 11, 2).

b) Profundización ulterior

La controversia acerca de los ídolos es una constante histórica. Los ídolos son «hipervaloraciones y absolutizaciones» de lo que es importante para los hombres. Pueden ser muy distintos, según las diversas situaciones históricas. En la Alemania de un pasado aún muy reciente, los ídolos eran el Estado, el Pueblo y la Raza. A fin de cuentas, todas las idolatrías se reducen a tres factores: el poder, la propiedad y el placer. Es sumamente normal, que se presenten con pretensiones de exclusividad y que su veneración vaya unida a la intolerancia y al fanatismo.

IDOLATRIA/ESCLAVITUD: El motivo del «becerro de oro» habría que relacionarlo, pues, a lo largo de la historia, no sólo con las altas estructuras religiosas, sino aún más con la propiedad, el dinero, el capital y el poder económico, lo cual, en principio, no tiene nada que ver con la narración del «becerro de oro»; pero resulta realmente llamativo comprobar con qué énfasis denuncian y desenmascaran esta clase de idolatría los profetas del Antiguo Testamento (cfr. por ej., Is 5, 8-12; Jer 22, 13-19; Am 6, 1-7; Hab 2, 6-20). Y también en el Nuevo Testamento se refiere a ello Jesús cuando afirma que Mammon es el más peligroso de los ídolos (Mt 6, 24). En la cuestión de los «ídolos» se trata al fin y al cabo, de lograr una más profunda- es decir la más correcta- relación con Dios. Porque una relación falsa (una relación muerta) con Dios es la raíz de muchos comportamientos equivocados que dañan o destruyen la libertad y la dignidad del hombre. En este sentido podrá entenderse por qué, en el terreno de la fe bíblica, se señala una y otra vez la increencia como el auténtico pecado (cfr. por ej., Is 7, 9b), puesto que pone en peligro la libertad, ya que en realidad la increencia es tanto como «no querer reconocer que sólo Dios da la libertad».

Por otro lado, desde esta perspectiva resulta muy claro hasta qué punto el adorar al Dios «filantrópico» -en su más profundo sentido antropológico- es saludable, liberador y necesario. El hombre tiene necesidad de trascenderse a sí mismo en el misterio absoluto, porque ello le afirma en su propio ser. Sólo así puede ser auténtica persona. Adorar al Dios liberador produce amplísimos efectos (y el hecho de resaltar todo esto no significa en absoluto que la adoración se efectúe con una finalidad). Pero es lo cierto que allí donde se adora a falsos dioses se están sobrevalorando religiosamente valores mundanos y se está adjudicando poder divino a los hombres o a otras criaturas. Y según toda experiencia, esto actúa de forma esclavizadora. Por el contrario. cuando se adora al «Dios-con-nosotros» se está poniendo continua y fundamentalmente en cuestión el ejercicio del poder por parte de los hombres, al tiempo que se comprueba si sirve de manera eficaz a la libertad y a la dignidad humanas.

Desde esta perspectiva es desde donde brota la crítica de los profetas veterotestamentarios al ejercicio de la monarquía en Israel (cfr. 1 Sam 8, 1-18), así como la advertencia de Jesús a sus discípulos acerca del comportamiento autoritario. Después de haber expuesto la manera tan opresora con que suelen comportarse los señores de este mundo, dice Jesús a sus discípulos: «... pero no ha de ser así entre vosotros» (Lc 22, 25s.).

c) Concreción actual IDEOLOGIA/ESCLAVITUD 

Allí donde las ideologías adquieren un influjo prepotente, ya no está Yahve, el «Dios con nosotros», en el centro del pensamiento, sino que su lugar lo ocupa un ídolo. Porque, al fin y al cabo, las ideologías divinizan valores creados. Y de ese modo los ídolos reducen sistemáticamente la humanidad de sus adoradores, a quienes acaban destruyendo. «No pueden mantener la promesa de dar una finalidad y un sentido a la existencia humana, sino que, por el contrario, obstruyen las vías de acceso a una existencia libre y abierta». Desde ahí tal vez pueda también entenderse por qué en la enseñanza oficial de la Iglesia actual se previene constantemente acerca de la adhesión incondicional a las ideologías, no porque éstas vayan demasiado lejos, sino porque se quedan demasiado cortas. Así, Pablo VI prevenía contra la ambigüedad de las ideologías sociales, porque ponen a los hombres en peligro de alienarse (Cfr. PABLO VI, Octogesima adveniens (1971), n. 27).

Por su parte, Juan Pablo II, en su primera encíclica (Redemptor hominis) declara: «Dado que lo que los distintos sistemas, y también los hombres en particular, ven y propagan como libertad no se corresponde totalmente con la verdadera libertad del hombre, tanto más la Iglesia, en virtud de su misión divina se hace custodia de esta libertad, que es condición indispensable y básica de la verdadera dignidad de la persona humana» (n. 12).

En un capítulo expresamente titulado «Evangelización e ideologías» (nn. 535-557), los obispos reunidos en Puebla en 1979 se ocuparon de la tendencia de las ideologías a absolutizar los valores que representan (n. 536). Esto se concretiza en el liberalismo capitalista (n. 542), en el colectivismo marxista (nn. 543-546) y en la llamada «doctrina de la seguridad nacional» (nn. 547-549). Y citan los obispos el discurso inaugural del Papa, donde éste declara que «la Iglesia no necesita recurrir a sistemas ni a ideologías para amar la liberación de los hombres, defenderla y ayudar a su realización: en el centro del mensaje que la Iglesia defiende y anuncia públicamente, encuentra la motivación para abogar por la fraternidad, la justicia y la paz y para luchar contra todos los sistemas basados en la dominación, la esclavitud, la discriminación y la violencia...» (n. 552).

Es especialmente significativa a este respecto la siguiente declaración: «Fuera de Dios, nada hay santo y digno de adoración. El hombre cae en la esclavitud cuando diviniza o absolutiza la riqueza, el poder, el Estado, la sexualidad, el placer o cualquier otra obra de Dios. Dios mismo es la fuente de la completa liberación de todas las formas de idolatría... Al derribar a los ídolos, el hombre se sitúa de nuevo en el ámbito esencial de la libertad. Dios, que es libre en el más auténtico sentido de la palabra, desea dialogar con un ser libre que esté en condiciones de decidir por sí mismo y de responsabilizarse como individuo y como miembro de la sociedad» (n. 491).

ECONOMIA/IDOLATRIA: Todo esto es análogamente válido para nuestra sociedad industrial europea; y es preciso decirlo con toda claridad. Porque el dios secreto de nuestra sociedad es el crecimiento económico. Y la religión que aboga por el culto a este dios raras veces se presenta como tal religión; pero es, sin duda, la religión más poderosa del mundo occidental. Su liturgia es la publicidad; sus seguidores se encuentran tanto en la derecha política como en la izquierda. Al crecimiento económico se sacrifican los hombres, la naturaleza y el futuro. Esta «religión» sólo puede ser contrarrestada por una fe más fuerte.

SER/TENER: Otros ídolos de nuestro tiempo, a los que se inmolan grandes dosis de felicidad humana, son el éxito visible, el ascenso profesional y el progreso técnico, a los que no se les echa en cara sus posibles repercusiones en los seres humanos. Para muchos es el dinero, de una u otra forma, el más auténtico, fascinante y supremo bien, el único que puede dar contenido y sentido a la vida. Pero allí donde se absolutiza el «tener», se destruye el «ser» del hombre. El adorar al dios-dinero acaba llevando inevitablemente a las más diversas formas de explotación de los económicamente más débiles y dependientes.

Isidore d'Souza, teólogo africano, en un debate público acerca del tema «Evangelización en un mundo secularizado», celebrado en Mainz en 1981, llamaba la atención acerca del hecho de que toda secularización en el sentido de secularismo , es decir, de rechazo decidido de todo tipo de religión y de fe (Puebla, nn. 434-436), lleva consigo una sacralización en forma de dioses de recambio, como son el éxito, el placer, el poder y el prestigio. Muchas veces, sólo cuando ya es demasiado tarde, se percibe hasta qué punto estos dioses de recambio oprimen y destruyen a los hombres (no sólo al que «sirve a los ídolos», sino también a los que tienen relación con él). No obstante, las prevenciones contra los diversos ídolos, por muy justificadas que sean, no deben llevarnos al extremo de considerar sospechosos por lo general todos los valores creados. Lo creado es importante y valioso. Pero sólo quien es capaz de ver su carácter de creado, es decir, de limitado y relativo a Dios, podrá verse preservado de su hechizo esclavizante. No se pretende, pues, restar importancia a lo creado sino des-divinizarlo, des-idolizarlo y des-encantarlo; y precisamente en interés de la libertad.

d) Sobre la prohibición de las imágenes

1. La prohibición 

Muchas veces se considera la prohibición de fabricar imágenes como una peculiaridad israelita e islámica. Los cristianos han solido contemplar esta prohibición como si no fuera con ellos y la han desobedecido continuamente. Sin embargo, también es importante para ellos. Por de pronto, pretende hacer patente que Dios no se deja sujetar, que a Dios no se le puede encerrar en una imagen, en una definición o en una institución. Algunas representaciones plásticas de Dios, como, por ejemplo, la del anciano de larga y ondulante barba blanca -ciertamente propiciada por la descripción de Daniel (7, 9) y del Apocalipsis de Juan (1. 14)-, no han contribuido precisamente a crear una idea adecuada de Dios. Porque Dios no es viejo, sino que es infinitamente joven, más joven que cualquiera de nosotros (S. Agustín). Dios es «el futuro en persona».

Todo cuanto podamos decir sobre Dios no pasará de ser un balbuceo. A lo sumo, podremos mostrar «aspectos» aproximados. Porque se trata del «Deus semper maior», el Dios-siempre-más-grande, al que, por una parte, no es posible acabar de conocer y, por otra, cuanto más se avanza en su conocimiento, más sorprendente y estremecedor resulta éste y más se amplían los horizontes. De este modo se contrarrestan y pierden fuerza todas las elaboraciones a las que tan aficionados son lo s teólogos.

La prohibición de las imágenes exige, pues, de los creyentes una elevada capacidad de crítica de la religión: una continua y autocrítica purificación de su imagen de Dios.

La propia Biblia muestra cuán necesario ha sido siempre hacer saltar las representaciones inadecuadas de Dios; y lo que en la Biblia se muestra con enorme coherencia, se refleja en la vida de cada individuo que busca a Dios. Con una generosidad realmente despreocupada, Dios se contenta inicialmente con las formas más primitivas de conocerle, las cuales, sin embargo, van resultando progresivamente insuficientes y necesitan ampliarse infinita- mente: Dios es siempre más grande que cualquier; representación que de él podamos hacer.

El significado de la prohibición de las imágenes es no obstante, aún más profundo. Las imágenes que los hombres han hecho y siguen haciendo de Dios, en las distintas religiones, son «condensaciones» de las fuerzas vitales intramundanas que inciden decisivamente en el hombre. El toro, por ejemplo, es una impresionante imagen de la poderosa sexualidad experimentada como algo amenazador, de un modo parecido a como los numerosos símbolos fálicos de diversas religiones pretendían representar la idea de que la «fuerza vital» de su semen debía verterse para que la vida se desarrollase. En las citadas imágenes se veneran esas fuerzas vitales de los dioses y abandonándose a ellas, el hombre se pone a su servicio muchas veces bajo formas cúlticas y de fervor extático en estrecha relación con la música, la danza y el vino. En la antigüedad existían los correspondientes lugares de culto para ello: una montaña, un árbol determinado, una fuente. un bosque... Hoy día, los lugares de culto de esta clase de religiones pueden encontrarse en otros muchos sitios. La ley fundamental de este tipo de idolatría dice: el hombre se sumerge en la vorágine de la vida y la muerte y se deja arrastrar por la corriente de la vida, en lugar de crecer en la verdad acerca de sí mismo y, de este modo, tomar parte en la libertad de Dios.

Frente a esto, en Israel se subraya: Tu Dios no es una condensación de las fuerzas de la naturaleza, sino que es Señor de esas fuerzas y es libre frente a ellas. Se vuelve hacia quien quiere volverse; y lo hace cuando, donde y como quiere hacerlo (cfr. Ex 33, 19). Y cuando el hombre creyente se vuelve hacia este Dios se hace libre.

Dicho de otro modo: en el culto a las fuerzas de la naturaleza, a los «ídolos», el hombre hace de sus propias fuerzas y posibilidades -en relación con el mundo en que vive y le rodea- un ídolo. En el fondo, se adora a sí mismo con pasión narcisista. Por el contrario, el adorar al Dios verdadero lleva al hombre a la auténtica libertad.

2. La imagen que el propio Dios nos ha dado de sí mismo H/IMAGEN-SEMEJANZA-D Yahvé nos ha prohibido fabricar una imagen de él porque él mismo ya la había hecho: el hombre es su imagen (cfr. Gn 1, 26s.), y especialmente el hombre pobre y desvalido, con ~quien Jesús se identifica inequívocamente (cfr. Mt 25, 31-46). Por otra parte, en el Nuevo Testamento se subraya que la imagen que Dios nos ha dado de sí mismo es Jesucristo (2 Cor 4, 4.6; Col 1, 15).

El hecho de que el hombre sea la única imagen legítima de Dios significa para él una importante protección. El culto a las personas representa, sin duda, la peor forma de idolatría; pero al mismo tiempo hay que subrayar que constituye la manera más perfecta de dar culto a Dios cuando se considera al prójimo como la imagen fiel del propio Dios. Dado que el hombre es imagen de Dios, no se le puede someter a ninguna finalidad espúrea; porque el hombre no es un medio para llegar a un fin, sino que es fin en sí mismo y en relación a Dios.

Si se toma en serio esta relación, entonces se deduce que no puede uno hacerse una imagen definitiva del hombre. Porque ello supondría manipularlo y, consiguientemente, impedirle llegar a ser él mismo. El amor se comporta con el hombre de otro modo: comprendiendo el inamovible carácter misterioso de cada hombre, pero también, al mismo tiempo, su absoluta apertura a Dios, el cual es la auténtica garantía de la singularidad de cada ser humano (1). 

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1. Este tema, en su significado antropológico, es especialmente abordado una y otra vez por Max Frisch. Y así, en su Tagebuch 1946-1949, por ejemplo, dice: «Es realmente notable que el hombre al que amamos sea precisamente al que menos podemos describir. Sencillamente, le amamos... El amor hace innecesario todo retrato. Y esto es lo verdaderamente excitante, atrayente y cautivador: que nunca conseguimos abarcar del todo al ser humano al que amamos, porque le amamos mientras le amamos... Es inabarcable el hombre a quien se ama, porque en él todo es posible y caben en él todos los misterios...» (Frankfurt a.M. 1950), p. 31.

ADOLF EXELER
LOS DIEZ MANDAMIENTOS
VIVIR EN LA LIBERTAD DE DIOS
EDIT. SAL TERRAE
COL. PRESENCIA TEOLOGICA, 14
SANTANDER 1983.Págs. 97-106