CREACIÓN Y EVOLUCIÓN

1. Gn/02/04-09 

LA CREACIÓN DEL HOMBRE

¿Qué es el hombre? Esta pregunta se plantea como una imposición a cada generación y a cada hombre en particular; pues, a diferencia de los animales, la vida no nos ha sido sin más trazada hasta el final. Lo que es el ser humano representa también para cada uno de nosotros una tarea, una llamada a nuestra libertad. Cada uno debe interrogarse de nuevo por el ser humano, decidir quién o qué quiere él ser como hombre. Cada uno de nosotros en su vida, lo quiera o no, debe responder a la pregunta de qué es el ser humano. ¿Qué es el hombre? El relato de la Sagrada Escritura nos sirve como indicador del camino que nos conduce al misterioso país del ser humano. Nos sirve de ayuda para reconocer lo que es el proyecto de Dios con el hombre. Nos ayuda a dar creadoramente la respuesta nueva que Dios espera de cada uno de nosotros.

1. El hombre, formado de la tierra

¿Qué quiere decir exactamente esto? En primer lugar, se nos informa de que Dios formó a los hombres del barro, lo que constituye al mismo tiempo una humillación y un consuelo. Humillación porque nos dice: no eres ningún dios; no te has hecho a ti mismo y no dispones del Todo; estás limitado. Eres un ser para la muerte como todo ser vivo, eres sólo tierra. Pero también supone un consuelo, pues además nos dice: el hombre no es ningún demonio, como hasta entonces había podido parecer, ningún espíritu maligno; no ha sido formado a partir de fuerzas negativas, sino que ha sido creado de la buena tierra de Dios.

Aquí resplandece algo aún más profundo, pues se nos dice que todos los hombres son tierra. Más allá de todas las diferencias creadas por la cultura y por la historia, permanece la constatación de que nosotros, en definitiva, somos lo mismo, somos el mismo. Este pensamiento que en la Edad Media, en la época de las grandes epidemias de peste, se acuñó bajo la forma de «danzas de la muerte» a causa de las horribles experiencias vividas por el gran poder amenazador de la muerte, se pone de manifiesto en que emperador y mendigo, señor y esclavo, son, en última instancia, uno y el mismo hombre, formado de una y la misma tierra y destinado a volver a ella. En todas las tribulaciones y apogeos de la historia el hombre permanece igual, como tierra, formado de ella y destinado a volver a ella.

De esta manera, se pone de manifiesto la unidad de todo el género humano: todos nosotros procedemos solamente de una tierra. No hay «sangre y suelo» de diferentes clases. Y por la misma causa no hay hombres diferentes, como creían los mitos de muchas religiones y también se manifiesta en concepciones de nuestro mundo de hoy. No hay castas ni razas diferentes, en las que los hombres posean un valor diferente. Todos nosotros somos la única humanidad, formada por Dios de la única tierra. Esta concepción del hombre es un pensamiento dominante tanto en el relato de la Creación como en la Biblia entera. Frente a todas las segregaciones y envanecimientos del hombre, con los que quiere colocarse por encima de y frente a los otros, la humanidad se explica como la única Creación de Dios, procedente de una sola tierra. Y lo que se ha dicho al principio, volverá a repetirse después del diluvio: en la gran genealogía del capítulo décimo del Génesis aparece de nuevo la misma concepción de que sólo hay un hombre en los muchos hombres. La Biblia pronuncia un No decidido contra todo racismo, contra toda división de la humanidad.

2. Imagen de Dios IMAGEN-SEMEJANZA 
Pero para que el hombre sea tal, debe acontecer una segunda cosa. La materia prima es la tierra, de ella saldrá el hombre porque al cuerpo formado con ella Dios le insufla su aliento en la nariz. La realidad divina entra en el Universo. El primer relato de la Creación, que ha sido objeto de las meditaciones anteriores, dice lo mismo con otra imagen más profunda. Dice así: El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn/01/26 y ss.). En él se tocan el cielo y la tierra. Dios entra a través del hombre en la Creación; el hombre está dirigido a Dios. Ha sido llamado por El. La Palabra de Dios de la Antigua Alianza sigue teniendo valor para cada hombre en particular: «Te llamo por tu nombre, eres mío». Cada hombre es conocido y amado por Dios; ha sido querido por Dios; es imagen de Dios. En esto precisamente consiste la profunda y gran unidad de la humanidad, en que todos nosotros, cada hombre cumple un proyecto de Dios que brota de la idea misma de la Creación. Por eso dice la Biblia: Quien maltrata al hombre, maltrata la propiedad de Dios (Gen 9, 5). La vida humana está bajo la especial protección de Dios, porque cualquier hombre, por pobre o muy acaudalado que sea, por enfermo o achacoso, por inútil o importante que pueda ser, nacido o no nacido, enfermo incurable o rebosante de energía vital, cualquier hombre lleva en sí el aliento de Dios, es imagen suya. Esta es la causa más profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana; y a ello tienden, en última instancia, todas las civilizaciones. Porque allí donde ya no se ve al hombre como colocado bajo la protección de Dios, como portador él mismo del aliento divino, allí es donde comienzan a surgir las consideraciones acerca de su utilidad, allí es donde surge la barbarie que aplasta la dignidad del hombre. Y donde sucede al contrario, allí aparece la categoría de lo espiritual y de lo ético.

Nuestro destino depende por completo de que logremos defender esta dignidad moral del hombre en el mundo de la técnica y de todas sus posibilidades. Pues en esta época técnicocientífica se está dando una clase de tentación especial. La actitud técnica y científica ha traído consigo un tipo especial de certeza, aquella que puede confirmarse a través del experimento y de la fórmula matemática. Esto efectivamente ha proporcionado al hombre una liberación expresa del temor y de la superstición y le ha dado un determinado poder sobre el Universo. Pero ahí radica precisamente la tentación, en considerar solamente como racional, y por lo tanto, serio, lo que puede comprobarse por el experimento y el cálculo. Lo cual supone, por consiguiente, que lo moral y lo sagrado ya no cuentan para nada. Han quedado relegados a la esfera de lo superado, de lo irracional. Pero cuando el hombre hace esto, cuando reducimos la ética a la física, entonces disolvemos lo característico del hombre, ya no lo liberamos, sino que lo destruimos. Hemos de distinguir de nuevo lo que ya Kant conocía y sabía muy bien: que hay dos formas de razón, la teórica y la práctica, como él las denominaba. Digamoslo tranquilamente: la razón científico-física y la moral-religiosa. No se puede explicar la razón moral como un irracionalismo ciego o como una superstición, sólo por el hecho de que se ha originado de una manera distinta o porque su conocimiento se representa de un modo no matemático. Es una y la más grande de las dos formas de razón, la que precisamente puede conservar la categoría humana de la ciencia y de la técnica y preservarlas de convertirse en la destrucción del hombre. Kant habló ya de la primacía de la razón práctica sobre la teórica, de que lo más grande, las realidades más profundas y decisivas son aquellas que la razón moral del hombre reconoce en su libertad moral. Y ahí, añadimos nosotros, está el espacio del ser-imagen-de-Dios, eso que hace al hombre ser algo más que «tierra».

Demos ahora otro paso. Lo esencial de una imagen consiste en que representa algo. Cuando yo la miro, reconozco por ejemplo al hombre que está en ella, el paisaje, etc. Remite a otra cosa que está más allá de sí misma. Lo característico de la imagen, por lo tanto, no consiste en lo que es meramente en sí misma, óleo, lienzo y marco; su característica como imagen consiste en que va más allá de sí misma, en que muestra algo que no es en sí misma. Así, el ser-imagen-de-Dios significa sobre todo que el hombre no puede estar cerrado en sí mismo. Y cuando lo intenta, se equivoca. Ser-imagen-de-Dios significa remisión. Es la dinámica que pone en movimiento al hombre hacia todo-lo-demás. Significa, pues, capacidad de relación; es la capacidad divina del hombre. En consecuencia, el hombre lo es en su más alto grado cuando sale de sí mismo, cuando llega a ser capaz de decirle a Dios: Tú. De ahí que a la pregunta de qué es lo que diferencia propiamente al hombre del animal y en qué consiste su máxima novedad se debe contestar que el hombre es el ser que Dios fue capaz de imaginar; es el ser que puede orar y que está en lo más profundo de sí mismo cuando encuentra la relación con su Creador. Por eso, ser-imagen-de-Dios significa también que el hombre es un ser de la palabra y del amor; un ser del movimiento hacia el otro, destinado a darse al otro, y precisamente en esta entrega de sí mismo se recobra a sí mismo.

J/ADAN: La Sagrada Escritura nos posibilita dar todavía otro paso adelante, si seguimos una vez más nuestra norma fundamental de que el Antiguo y el Nuevo Testamento deben leerse juntos, ya que es precisamente a partir del Nuevo de donde se entresaca el más profundo significado del Antiguo. En el Nuevo Testamento Cristo es denominado el segundo Adán, el definitivo Adán y la imagen de Dios (p. ej., 1 Cor 15,44-48; Col 1,15). Esto quiere decir que precisamente en El se pone de manifiesto la respuesta definitiva a la pregunta: ¿qué es el hombre? Sólo en El aparece el contenido más profundo de este proyecto. El es el hombre definitivo, y la Creación es en cierto modo un anteproyecto de El. Así que podemos decir: el hombre es el ser que puede llegar a ser hermano de Jesucristo. Es la criatura que puede llegar a ser una con Cristo y en El con Dios mismo. Esto es lo que significa esa remisión de la Creación a Cristo, del primero al segundo Adán, que el hombre es un ser en camino, en tránsito. Todavía no es él mismo, tiene que llegar a serlo definitivamente. Y aquí, en medio de la reflexión sobre la Creación, nos aparece ya el misterio pascual, el misterio del grano de trigo que muere. El hombre debe convertirse con Cristo en el grano de trigo que muere para poder verdaderamente resucitar, para levantarse verdaderamente, para ser él mismo (cfr. /Jn/12/24). El hombre no se comprende únicamente desde su origen pasado ni desde una parte aislada que llamamos presente. Está dirigido hacia el futuro que es el que precisamente le permite adivinar quién es él (cfr. Ioh 3,2). Tenemos siempre que ver en el otro hombre a aquél con el que yo alguna vez participaré de la alegría de Dios. Debemos contemplar al otro como aquél con el que estoy llamado a ser en común miembro del Cuerpo de Cristo, con el que yo algún día me sentaré a la mesa de Abrahán, de Isaac, de Jacob, a la mesa de Jesucristo, para ser su hermano y con él hermano de Jesucristo, hijo de Dios.

Creación y Evolución 
Podríamos concluir ahora que todo esto es hermoso y está bien, pero, al fin y al cabo, ¿no está en contradicción con nuestros conocimientos científicos, según los cuales el hombre procede del reino animal? No necesariamente. Muchos pensadores han reconocido desde hace ya mucho tiempo que aquí no se produce ninguna disyuntiva. No podemos decir: Creación o Evolución; la manera correcta de plantear el problema debe ser: Creación y Evolución, pues ambas cosas responden a preguntas distintas. La historia del barro y del aliento de Dios, que hemos oído antes, no nos cuenta cómo se origina el hombre. Nos relata qué es él, su origen más íntimo, nos clasifica el proyecto que hay detrás de él. Y a la inversa, la teoría de la evolución trata de conocer y describir períodos biológicos. Pero con ello no puede aclarar el origen del «proyecto» hombre, su origen íntimo ni su propia esencia. Nos encontramos, pues, ante dos preguntas que en la misma medida se complementan y que no se excluyen mutuamente.

Pero miremos ahora un poco más de cerca, porque precisamente el progreso del pensamiento en las dos últimas décadas nos ayuda también a considerar de nuevo esa unidad interna de la Creación y de la evolución de la fe y de la razón. A las concepciones propias del siglo XIX pertenecía el hecho de tener cada vez más en cuenta la historicidad, el desarrollo de todas las cosas. Se vio entonces que las cosas que tenemos por inmutables y siempre idénticas son producto de un largo devenir. Esto es válido tanto en la esfera de lo humano como en la de la naturaleza. Se puso de manifiesto que el Universo entero no es algo así como una gran caja en la que todo se ha introducido una vez terminado, sino que más bien hay que compararlo al desarrollo y crecimiento de un árbol vivo cuyas ramas crecen cada vez más altas hacia arriba. Esta consideración general ha sido y es expuesta, a menudo, de un modo fantástico, pero con el progreso de la investigación se perfila cada vez con más claridad el modo correcto con que se ha de comprender. Muy brevemente querría aclarar algo acerca de esto con especial referencia a Jacques Monod que nos puede servir muy bien como testigo no sospechoso; se trata, por un lado, de un científico de gran categoría, y por otro, de un luchador decidido contra toda creencia en la Creación.

Me parecen de suma importancia dos relevantes y fundamentales precisiones suyas. La primera dice: En la realidad no existe sólo la necesidad. No es posible, como pretendía todavía Laplace y como Hegel intentaba imaginar, que en el Universo todas las cosas deriven de forma sucesiva una de la otra con absoluta necesidad. No existe ninguna fórmula que permita establecer una deducción obligatoria de todo. En el Universo no existe sólo la necesidad sino también, dice Monod, el azar. Como cristianos nos permitiríamos ir más allá y decir: existe la libertad. Pero volvamos a Monod. El señala que existen especialmente dos realidades, las cuales no tienen obligatoriamente que existir: pueden existir, pero no tienen que existir. Una de ellas es la vida. Así, del mismo modo que existen las leyes físicas pudo ella originarse, pero no tuvo que hacerlo. Añade, además, que era muy improbable que esto sucediera. La probabilidad matemática para ello era prácticamente cero, de manera que también se puede suponer que solamente esa única vez, en nuestra tierra, ocurrió ese muy improbable acontecimiento de que se originara la vida (MONOD, pags. 56 ss.; 178ss.).

H/CASUALIDAD: Lo segundo que pudo, pero no tuvo a la fuerza que existir es el misterioso ser humano. Este es también hasta tal punto improbable, que Monod como científico sostiene que dado su grado de improbabilidad, sólo una vez puede haber sucedido el que este ser se originara. Somos, dice él, una casualidad. Nos ha tocado en la lotería un número premiado y debemos sentirnos como alguien que inesperadamente ha ganado mil millones jugando a la lotería (Ibidem pág. 179: «La ciencia moderna no conoce ninguna predeterminación necesaria... Esto (el origen del hombre) es otro acontecimiento único más, que sólo por eso debería precavernos de un antropocentrismo simplista. Si había algo tan singular y único como la aparición de la vida, era porque antes de producirse era igual de improbable. El Universo no llevaba en sí la vida, ni la biosfera llevaba en sí a los hombres. Nuestro número de suerte salió premiado en la lotería»). De esta manera, con su lenguaje ateo expresa de nuevo lo que la fe de los siglos pasados había denominado la «contingencia» del ser humano y lo que había llevado a la fe a orar así: Yo no tenía que existir, pero existo y Tú, ¡oh! Dios, me has querido. En el lugar de la voluntad de Dios, Monod coloca el azar, el premio que nos ha tocado en la lotería. Si esto fuera así, sería entonces muy cuestionable el poder realmente afirmar que a la vez se tratara de un premio. Durante una breve conversación con un taxista, éste me hizo la observación de que cada vez era más la gente joven que le decía: Nadie me ha preguntado si yo quería haber nacido. Y me contaba también un profesor que al tratar de hacerle ver a un niño el agradecimiento que les debía a sus padres, diciéndole: «¡Tienes que agradecerles que vives!», éste le había contestado: «Por eso no les estoy nada agradecido». No veía ningún premio en su existencia humana. Y de hecho si solamente es la ciega casualidad la que nos ha arrojado en el mar de la nada, entonces existen motivos más que suficientes para considerarlo una desgracia. Sólo si sabemos que existe alguien que no nos ha arrojado a un destino ciego, y sólo si sabemos que no somos casualidad sino que procedemos de la libertad y del amor, sólo entonces podemos nosotros, los no-necesarios, estar agradecidos por esta libertad y saber, agradeciéndolo, que no es sino un don el ser hombre.

 Vayamos ahora directamente a la cuestión del desarrollo y de sus mecanismos. La Microbiología y la Bioquímica nos han proporcionado en este aspecto descubrimientos revolucionarios. Penetran cada vez más en el misterio más íntimo de la vida, tratan de descifrar su lenguaje misterioso y de conocer qué es precisamente eso: la vida. Y han llegado al convencimiento de que son perfectamente comparables, en muchos aspectos, un organismo vivo y una máquina. Ambos tienen en común el hecho de realizar un proyecto, un esbozo pensado y racional, que en sí mismo es lógico y armonioso. Su funcionamiento descansa sobre una construcción precisa, minuciosamente pensada, y por eso reflexiva. Pero junto a estas coincidencias existen también diferencias. La primera, y no menos importante, puede describirse así: el proyecto organismo es incomparablemente más inteligente y audaz que la más refinada de las máquinas. Estas, comparadas con el proyecto organismo, están chapuceramente concebidas y construidas. Una segunda diferencia ahonda aún más: el proyecto organismo se acciona a sí mismo desde dentro, no como las máquinas que deben ser activadas por alguien desde fuera. Y. por último, la tercera diferencia: el proyecto organismo tiene la capacidad de reproducirse; el proyecto puede por sí mismo renovarse y transmitirse. Dicho de otro modo: posee la facultad de la reproducción por medio de la cual entra de nuevo en la existencia un todo vivo y armonioso (MONOD, págs. 11-31). Y aquí se nos presenta algo totalmente inesperado y muy importante que Monod denomina el lado platónico del Universo. Es lo siguiente: no existe meramente el devenir en el que todo cambia incesantemente, existe también lo estable, las ideas permanentes que iluminan la realidad y son sus principios rectores constantes. Existe la estabilidad y está creada de tal manera que cada organismo vivo transmite de nuevo exactamente su muestra, el proyecto que él es. Cada organismo ha sido construido -como expresa Monod- de una manera conservadora. En la reproducción se reproduce de nuevo a sí mismo. Monod lo formula así: en la moderna Biología la evolución no es ninguna característica de los seres vivos, sino que su característica es precisamente que son inmutables: se reproducen, su proyecto permanece (MONOD, pág. 132: «A los biólogos de mi generación les tocó descubrir la cuasi identidad de la Química celular dentro del conjunto de la biosfera. Desde 1950 se tenía la certeza de esto y cada nueva publicación venía a confirmarlo. Las esperanzas del platónico más convencido fueron más que satisfechas». Pág. 139: «El sistema entero es totalmente conservador, muy independiente y absolutamente incapaz de admitir ninguna enseñanza del mundo exterior... Es radicalmente cartesiano, no hegeliano...».).

Monod encuentra después el camino hacia la evolución, en la afirmación de que en la transmisión del proyecto puede haber un fallo. Como la naturaleza es conservadora, reproducirá este fallo cada vez que le suceda. Tales fallos pueden acumularse, y de la suma de ellos puede originarse algo nuevo. De aquí se deduce una conclusión desconcertante: todo el Universo de los vivos se ha originado de esta manera, incluido el hombre; somos el producto de un fallo casual (MONOD, pág. 140 y ss., resumido en pág. 149: «Así, parece hoy también que algunos espíritus escogidos no pueden aceptar ni tan siquiera comprender que únicamente la selección a partir de una serie de ruidos incómodos pueda haber producido el concierto entero de la naturaleza viva». Sería más fácil demostrar que las teorías del juego de Eigen, que intentan efectivamente dar su lógica a la casualidad, no introducen, en realidad, nuevos factores, y sólo encubren las teorías de MONOD, en vez de afirmarlas o confirmarlas).

¿Qué debemos decir a esta respuesta? Es asunto de la ciencia aclarar cuáles son los factores que determinan el crecimiento del árbol de la vida y la aparición de nuevas ramas. Esto no es cuestión de la fe. Pero debemos y podemos tener la osadía de decir que los grandes proyectos de la vida no son producto de la casualidad ni del error. Tampoco son producto de una selección que se arroga atributos divinos, los cuales, de manera lógica e improbable, serían un mito moderno. Los grandes proyectos de la vida remiten a una Razón creadora, nos muestran el Espíritu Creador, hoy más claro y radiante que nunca. De manera que hoy, con mayor certidumbre y con alegría, podemos decir: Sí, el hombre es un proyecto de Dios. Solamente el Espíritu Creador era lo suficientemente fuerte, grande y osado para concebir este proyecto. El hombre no es una equivocación, ha sido deseado, es fruto de un amor. Puede en sí mismo, en el atrevido proyecto que es, descubrir el lenguaje de este Espíritu Creador que le habla a él y le anima a decir: Sí, Padre, Tú me has querido.

Jn/19/05: Los soldados romanos, tras azotar a Jesús, coronarlo de espinas y vestirlo grotescamente con un manto, lo condujeron de nuevo a Pilatos. Este endurecido militar se impresionó vivamente de ver a este hombre destrozado, roto. Y reclamando compasión, lo presentó ante la multitud con las siguientes palabras: «¡Idu ho anthropos!», «Ecce homo» que nosotros generalmente traducimos: «He aquí al hombre» pero con más exactitud lo que dice el texto griego es: «Mirad, éste es el hombre». En el sentir de Pilatos esta era la palabra de un cínico que quería decir: nos enorgullecemos del ser humano, pero, ahora, contempladlo, aquí está, ese gusano ¡éste es el hombre!, así de despreciable, así de pequeño. Pero el evangelista Juan ha reconocido en estas palabras del cínico unas palabras proféticas y así las ha transmitido a la cristiandad. Efectivamente, Pilatos tiene razón, quiere decir: ¡Mirad, esto es el hombre! En El, en Jesucristo, podemos leer lo que es el hombre, el proyecto de Dios y nuestra relación con él. En Jesús maltratado podemos ver qué cruel, qué poca cosa, qué abyecto puede ser el hombre. En El podemos leer la historia del odio humano y del pecado. Pero en El y en su amor que sufre por nosotros, podemos además leer la respuesta de Dios: Sí, éste es el hombre, el amado por Dios hasta hacerse polvo, el amado por Dios de tal manera que le atiende hasta en la última necesidad de la muerte. Y en la mayor degradación continúa siendo también el llamado por Dios, hermano de Jesucristo y así llamado a participar del amor eterno de Dios. La pregunta ¿qué es el hombre? encuentra su respuesta en la imitación de Jesucristo. Siguiendo sus pasos, podemos día a día aprender con El, en la paciencia del amor y del sufrimiento, qué es el hombre y llegar a serlo.

De modo que en este tiempo de cuaresma, miremos hacia El, hacia el que nos presentan Pilatos y la Iglesia. El es el hombre. Pidámosle que nos enseñe a llegar a ser y a convertirnos de verdad en hombres. Amén. 
JOSEPH RATZINGER: CREACION Y PECADO. NAVARRA 1992. EUNSA, págs. 67-84 .......................................................................

2. TRASCENDENCIA/H:

Cuando San Agustín dice que Dios nos hizo para El y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en El; cuando Pascal explica que el hombre se trasciende infinitamente a sí mismo; cuando la escuela de Tubingen y los teólogos actuales por ella influidos enseñan que el hombre sólo en Dios llega a sí mismo; cuando Kierkegaard predica que sólo el hombre que se mantiene ante Dios se encuentra a sí mismo, mientras que el hombre maldecido de Dios se pierde también a sí mismo, siempre se trata de la misma idea fundamental: sin Dios, el hombre se queda inacabado. Sólo en El logra su verdadera y plena vida y su auténtica figura espiritual. (·SCHMAUS-7.Pág. 23) ........................................................................

3. Temporeidad y temporalidad del hombre

H/FINITUD TEMPOREIDAD/QUÉ-ES: Para explicar más en concreto cómo se realiza la autotrascendencia del hombre en Dios y cómo llega el hombre a su verdadera mismidad es de suma importancia el hecho siguiente: el hombre no se posee a sí mismo con una fuerza que resuma su plenitud, de forma que en un único volverse hacia Dios pudiera expresarse exhaustivamente. La razón más profunda de ello es que no es espíritu puro como los ángeles, sino corpóreo-espiritual. Sólo se posee por tanto en la dispersión de una multiplicidad de posibilidades que no pueden ser realizadas simultáneamente. Por ejemplo, la vida humana está dividida en juventud y vejez, en la existencia de hombre y mujer. Es imposible realizar simultáneamente estas formas de vida. Si el hombre quiere agotar sus posibilidades, si quiere realizar su ser del modo a él apropiado y llevarlo así a plenitud, necesita una multiplicidad de pasos hacia Dios. Cada autotrascendencia hacia Dios le lleva un poco más cerca de su plenitud. Pero cada orientación hacia Dios está dirigida a una nueva posibilidad de entrega hasta que con la muerte se apagan todas las posibilidades y se alcanza la figura de ser que corresponde a los esfuerzos hechos durante la vida. La entrega humana a Dios y la plenitud de la existencia que sigue a la muerte se realizan por tanto en una serie sucesiva de decisiones del corazón humano. Tampoco la muerte da todavía la figura plena. Más allá de la muerte se continúa, bajo determinadas condiciones, el proceso de maduración del hombre (purificación, crecimiento del amor, resurrección de los muertos).

Llamamos temporeidad a la circunstancia de que el hombre no puede realizar sus posibilidades de una vez, sino sólo en una sucesión continua. Por temporeidad se debe entender, por tanto, la disposición y capacidad para obrar sucesivamente. La real sucesión del obrar debe ser designada con la palabra temporalidad. En cada entrega presente a Dios el hombre se alarga ya hacia la entrega próxima para la que tiene posibilidades en sí. Cada "ahora" humano está abierto a un futuro "después" y tiende hacia él. Y viceversa, cada actual autotrascendencia está acuñada por la pasada que sigue obrando en ella. Dado que siempre se abren nuevas posibilidades ante él, el hombre no puede esperar la plenitud de su ser del momento presente, sino sólo del futuro. Es un ser que vive hacia el futuro. El futuro está ya prefigurado por el pasado que acuña al presente. El hombre es, por tanto, un ser que vive desde el pasado y por el presente hacia el futuro. No tiene ser acabado sino haciéndose. En la conciencia se manifiesta la tensión hacia el pasado y hacia el futuro como memoria y esperanza, de forma que también se puede decir: el hombre, a diferencia de Dios y a diferencia también de los animales, vive necesariamente de recuerdos y esperanzas.

(·SCHMAUS-7.Pág. 24s.)