EL FIN DEL MUNDO

 

Introducción

TODO INDIVIDUO se halla inevitablemente situado ante dos grandes incógnitas existenciales: ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? La filosofía siempre ha intentado darles respuestas. Sin embargo, sus soluciones distan mucho de tranquilizar. ¿Qué hacer? La vivencia religiosa sale en ayuda del hombre brindándole la respuesta de la divinidad. Y es que la persona humana, al saberse incapaz de despejar una incógnita, recurre a los dioses en busca de luz. Tal constante viene atestiguada por toda la experiencia religiosa del hombre, que trata siempre de adentrarle en los arcanos de un «Más allá» inescrutable desde la razón pero quizá asible desde la fe. Idéntico fenómeno se observa en la religiosidad bíblica, sobre la que el cristianismo ancla sus convicciones de fe. Entre ellas, cabe señalar el problema del «más allá», tanto desde un punto de vista individual como colectivo. Con ello no hace el cristiano sino compartir la inquietud de cuantos ansían saber qué ocurre con cada individuo al término de su vida y qué ocurrirá, a su vez, con el mundo cuando éste llegue a su fin.

Nos interesa ahora centrarnos en el problema relacionado con el fin del mundo. Al reivindicar éste pura perspectiva futurista, el hombre -esgrimiendo categorías racionales- puede hacer cábalas o suposiciones, pero sin lograr jamás un conocimiento preciso del tema. Y es que el futuro queda fuera de su ámbito experimental. Ahora bien, siendo la inteligencia humana incapaz de fijar los horizontes del fin, ¿ocurre igual si se explotan categorías de fe? La experiencia religiosa responde garantizando al hombre que la divinidad conoce cuanto él ignora 2. Resta, pues, ver hasta qué punto resulta viable adentrarse en el horizonte del fin con la ayuda divina. El cristianismo ancla su fe en la visión bíblica de Dios, cuya humanización queda plasmada en Jesús de Nazaret. Pues bien, ¿ha desvelado el Dios bíblico las pistas necesarias para que el hombre -activando sus resortes de fe- consiga visualizar de algún modo el fin de la humanidad? Nadie ignora que pululan al respecto un sinfín de hipótesis supuestamente ancladas en la revelación bíblica. Se aducen, incluso, testimonios concretos que parecen avalar interpretaciones fatalistas o al menos alarmistas 3. ¿Qué decir? Jamás será válido cimentar una hipótesis sobre textos bíblicos aislados. Sólo situándolos en su propio marco contextual se evitará la manipulación del dato revelado, que algunos sectores presuntamente cristianos realizan con la mayor naturalidad. Tal enfoque debe ser denunciado como falso, pues convierte al dato revelado en un simple argumento para que el creyente estampe su propia convicción de fe. Y esto es un atropello que sólo la ignorancia puede justificar.

Todo ello explica que la teología actual, al abordar el tema del fin del mundo, se sepa obligada a bucear en el flujo de la revelación bíblica, en busca de las directrices necesarias para clarificar el horizonte escatológico. No en vano el cristianismo primitivo, a la hora de fijar criterios sobre este tema, buscó siempre la apoyatura del Dios que actúa, cuyo designio histórico-salvífico venía reflejado en la andadura del pueblo elegido. Así pues, sólo podrá valorarse el sentir escatológico del cristianismo primitivo si se analiza antes la postura del pueblo hebreo sobre el presunto fin de la humanidad. ¿Cuándo y cómo ocurrirá el fin del mundo? Tal pregunta es tan vieja como la propia experiencia religiosa del hombre. Y si éste esgrime categorías de fe crística habrá de cimentarlos sobre la base que la tradición bíblica brinda a los creyentes. Ahora bien, la experiencia cristiana tiene sus raíces en el proceso de la revelación veterotestamentaria. Ello indica que para asir el contenido del mensaje revelado en torno al fin de la humanidad, es preciso adentrarse en la experiencia del pueblo hebreo, para resaltar después los aspectos novedosos de la revelación cristiana 5. Y sobre toda esta base cimentar el encuadre de la teología actual.

1 El judaísmo ante el fin del mundo

LA HISTORIA DEL JUDAÍSMO, desde un punto de vista técnico, se inicia después del destierro babilónico. Sin embargo, esgrimiendo criterios más amplios, puede vincularse con toda la andadura histórica del pueblo elegido por Dios. Así pues, intentaremos examinar las diversas fases en la Especulación escatológica del pueblo hebreo. Este siempre se creyó entroncar con los antiguos patriarcas, si bien su conciencia colectiva sólo emergió tras el éxodo egipcio. Observa la crítica como la reflexión escatológica del Antiguo Testamento se fue fraguando en el curso de un milenio. Sin embargo, en orden a fijar criterios, conviene clarificar los puntos siguientes: ¿se interesó el judaísmo por el fin del mundo?; ¿no limitó más bien sus reflexiones a su destino como pueblo?; ¿consiguió romper los límites del particularismo racista y abarcar en su mirada a toda la humanidad? No resulta fácil despejar tales incógnitas. Mas al menos debe intentarse, analizando el proceso de reflexión escatológico tal como lo consignan los distintos libros veterotestamentarios.

Orígenes de la expectación del fin

LOS TESTIMONIOS más arcaicos atestiguan que el pueblo hebreo se preocupó ante todo por fijar su identidad sociorreligiosa. Aunque fraguado al calor del desierto, su instalación en Canaán exigió trocar sus valores nómadas por un espín'tu sedentario. Sólo así podría subsistir. Ahora bien, no por ello renunció a sus más ancestrales convicciones religiosas. Estas le presentaban a Yahvé como un Dios que exigía el porte de fidelidad fijado en la alianza sinaítica. Mientras el pueblo se mantuviera fiel a tales exigencias, no debía mostrar ningún temor, dado que Yahvé le defendería de cualquier adversidad o contratiempo. Tal convicción tuvo fuerza para serenar los ánimos de un pueblo en ciernes y darle garantías de futuro 7. Sin embargo, poco se tardó en constatar que el pueblo no siempre respiraba fidelidad, poniendo así en entredicho la ayuda divina. En tal caso, su futuro se presentaba del todo inseguro, por lo que comenzó a cuestionarse: ¿acaso nuestro pueblo tiene una firme garantía de subsistir? Durante la monarquía apenas se puso en duda su inviolabilidad, refrendada incluso por el templo de Jerusalén 8. No obstante, tras la escisión del reino, comenzaron a surgir dificultades, provocadas sobre todo por la actitud indolente de los monarcas y el laxismo moral de quienes antes se comprometieran a cumplir cuanto le pedía su Dios.

El ánimo de los israelitas decayó. Entonces, como de ordinario, se acordaron de los días gloriosos, cuando Yahvé intervenía milagrosamente conduciéndolos a la victoria. Así había sucedido con la caída de Jericó (Jos 7,2-5), la derrota de los amorreos (Jos 10,12) y el «día» de Madián (Jue 7). Evocaban con nostalgia el pacto del Sinaí, preguntándose: ¿ha dejado de ser Yahvé el Dios de la alianza?; ¿no había prometido protegernos y destruir a nuestros enemigos? Tales consideraciones fueron consolidando la esperanza en un futuro «día» de Yahvé, donde se pusiera fin a esa situación dramática. El efímero esplendor del reinado de Jeroboán II infundió nuevos bríos, pues el país pareció recobrar su perdida calma, llegando incluso a cierta purificación cúltica 9. Todo ello los obcecó hasta el punto de creer próximo ese «día» en que Yahvé, al igual que ocurriera en el pasado, intervendría con prodigios terribles y vengativos, aniquilando sin piedad a sus enemigos. Mas tal ilusión era vana, dado que junto a la prosperidad política se había infiltrado en Israel una alarmante corrupción moral, llegando incluso su culto a contaminarse con influencias paganizantes, lo cual implicaba una flagrante traición al compromiso sinaítico. ¿Qué derecho tenía, pues, el pueblo a albergar la esperanza en esa intervención excepcional de Yahvé?

Así es como el pueblo elegido se vio forzado a hurgar en su horizonte escatológico. Más que interesarse por el fin de un mundo que desconocía, le inquietaba su propio destino. Se sabía elegido por Yahvé, pero sin haberse mantenido fiel a la alianza sinaítica. Ello sólo podía ser presagio de desventuras a menos de deponer su actitud. En el período monárquico se vio claro que, aun siendo Yahvé el dueño de todos los imperios, el expansionismo asirio primero y el babilónico después ponían en entredicho su hegemonía. ¿Cómo podía Yahvé permitir que esos imperios paganos triunfaran, mientras su pueblo iba hacia su desintegración? La respuesta debía buscarse en la infidelidad del propio pueblo. Cierto que éste se consideraba heredero de las promesas a Abrahán (Gn 15,1-5) que hablaban de un futuro halagüeño. Mas su situación sociopolítica le impedía forjarse ilusiones. Ello lo fue metiendo en un callejón sin salida, que lo sumió en una inconsciencia lamentable. Yahvé no podía consentir esa tesitura de forma indefinida, por lo que algún día le exigiría cuentas de su infidelidad. ¿Qué sucedería en ese futuro «día» de Yahvé?. Nadie lo sabía. Pues bien, fue entonces cuando intervinieron los profetas para revelar, en nombre del propio Dios, el desenlace de tan incómodo trance.

El profetismo ante el fin del mundo

MUCHOS PUEBLOS ANTIGUOS se habían cuestionado por el fin del mundo, visto desde una perspectiva cosmogónica donde el desgaste natural y los cataclismos imponían su ley. El judaísmo jamás compartió tal enfoque. Más que interesarse directamente por el fin de la humanidad, se aferró a la idea de que Yahvé jamás le abandonaría a pesar de sus posturas aberrantes. Tal fue la tesis propugnada por el profetismo, cuyo afán se cifró en garantizar que, a causa de las infidelidades, llegaría un «día» en que Yahvé infligiría un correctivo ejemplar a su pueblo. Y ello supondría el fin del «eón» presente. Es decir, con la venida de Yahvé daría un viraje radical la historia misma del pueblo, trocando su angustia opresora en una felicidad y vivencia plena. DIA-DE-YAHVE: Amós fue, sin duda, el primer profeta en lanzar una mirada hacia ese futuro escatológico, esbozando una hermosa descripción del «día» de Yahvé, cuyo ímpetu supone acompañado de trastornos cósmicos (Am 8,8-9). Con ello no intenta, sin embargo, reflejar hechos históricos, sino simbolizar simplemente el carácter purificador de ese «día» en que Yahvé castigará a sus enemigos, imponiendo a su vez un duro correctivo a su pueblo, por haber éste traicionado su compromiso sinaítico

Vislumbra, pues, un horizonte dominado por la idea de castigo y purificación, que pondrá fin a la situación presente, donde el pueblo elegido sufre mientras los malvados triunfan. Cuando Yahvé intervenga, conmoverá los fundamentos mismos del orbe, aniquilando este «eón» presente para instaurar otro en el que sólo los fieles compartan el privilegio de la felicidad. El profetismo llega incluso a intuir que Jerusalén quedará destruida, recibiendo el pueblo con ello un golpe frontal (So 1,7-15). Los trastornos cósmicos y cataclismos afectarán a todas las naciones (Is 13,10-13), pero sin excluir tampoco al pueblo elegido (Is 38,1422; 30,8-17).

Los profetas, para mejor definir el horizonte escatológico, esbozan una teología del «resto», que asocian con la instauración del mundo nuevo ( = reino mesiánico). Aun cuando el pueblo sufra los efectos punitivos del «día» de Yahvé, siempre subsistirá un «resto» para perpetuar las promesas hechas a los patriarcas y reiteradas después a la dinastía davídica. ¿No habla logrado Yahvé en la creación del cosmos un triunfo sobre las tinieblas y el caos? Pues también en su futuro «día» someterá todas las fuerzas de la oscuridad (Is 27,1; 51,9; Am 9,3; Sal 73,13-14). Su victoria aterrará a todos los enemigos, acusando, asimismo, el pueblo elegido el ímpetu de su ira. Mas ésta tendrá carácter purificador. Tanto que, aun cuando sucumba gran número de israelitas, queda garantizada la subsistencia de un «resto» fiel en quien Yahvé cumplirá todas sus promesas. Cierto que tal «resto» debería acrisolarse con una prueba muy dura. Así lo demostró la experiencia del destierro babilónico, que los judíos interpretaron como correctivo divino. Y fue precisamente en el exilio cuando Ezequiel y Deuteroisaías fraguaron una sana teología de la esperanza, cifrada en la gran restauración liberadora (Ez 37; Is 49,16-17).

La teología del «resto» se apoyaba en la tesis de la providencia divina. Esta garantizaba que Yahvé jamás abandonaría a su pueblo, por más que no siempre cumpliese sus compromisos 16. Resultó así fácil idealizar un mundo futuro (=reino mesiánico), donde sólo tuviese cabida cuanto respiraba felicidad. No se olvide que en aquella época el pueblo judío ignoraba aún que los hombres pudieran acceder a los cielos, toda vez que éstos se suponían morada exclusiva de la divinidad. Así pues, el mundo futuro se creía instalado en la tierra, si bien ésta sufrirla antes una profunda transformación. Sólo al final del periodo veterotestamentario se llegó a intuir la posibilidad de una vida ultraterrena, conseguida en virtud de la resurrección escatológica (Dan 12,1-3). Tras la amarga experiencia del exilio, que sirvió de crisol depurador, el «resto» retornó al país con la ilusión de iniciar una nueva vida acorde con su esperanza. Sin embargo, poco tardó en constatar que el reino mesiánico seguía siendo un sueño acariciado. El destierro había servido, sin duda, para decantar actitudes, mas sin introducirlos por ello en ese anhelado mundo de paz y felicidad 17. Los exiliados vieron cómo sus esperanzas quedaban sin colmar. ¿Qué hacer? La providencial intervención de dos grandes profetas (Ageo-Zacarias) consiguió estimular a ese «resto» invitándolo a consolidar su vivencia religiosa, pues sólo así decidiría Yahvé instaurar su reino triunfal con el mesías de líder indiscutible. Con ello se abrió una nueva fase en la expectación escatológica. Los judíos no debían desfallecer, pues Yahvé acabaría interviniendo en un «día» esplendoroso, donde por fin los libraría de toda cuita, haciéndolos disfrutar de una paz paradisíaca. Es Joel quien más se adentra en esta nueva perspectiva del «día» de Yahvé 18. Lo presenta como próximo (1,15), acompañado de oscuridad y tinieblas (2,1), llegándose a estremecer la tierra entera (2,10). Tal «día» viene equiparado a una plaga de langostas, signo de exterminio y devastación (2,5-8). Joel supone que los efectos de esa plaga durarán algún tiempo, al fin del cual Yahvé, compadecido de su pueblo, le hará degustar por fin los goces de la prosperidad y abundancia (2,25-27). Todo ello irá acompañado de signos cósmicos: el sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre (3,4), viendo la tierra cómo se conmueven hasta sus mismos fundamentos (4,16). Joel, al describir las conmociones del cielo y la tierra, evoca un tema común en la literatura profética (Am 8,9; So 1,15; Is 13,10-13; Jer 4,24; Ez 32,7-8; Ha 3,ó). Mas toda la tradición asocia ese «día» escatológico con un cambio drástico en la trayectoria de Israel. Durante la restauración posexílica los imperios seguían vejando al pueblo, para quien el mundo de la opresión no habla llegado aún a su fin. Aun cuando Yahvé interviniera ya en el «día» las huestes babilónicas destruyeron Jerusalén, aquello habla sido no el fin, sino una simple advertencia. ¿Cuándo llegaría ese fin tan ansiado como temido?

El profetismo posexílico trató de ensanchar los horizontes de esperanza, vinculando la expectación con la figura del Mesías. Cuando Yahvé lo envíe para instaurar su reino, acabarán todos los infortunios del pueblo, pudiendo respirar por fin aires de plenitud. Así pues, el futuro «día» de Yahvé marcará el fin del dominio pagano y el comienzo del bienestar para el pueblo elegido. Ello no comportará el fin del mundo, sino un simple viraje en la historia del hombre 20. Tal enfoque empalmaba con el oráculo de Jeremías sobre los setenta años de cautividad (Jer 29,4-14), a los que seguiría la fase de plenitud. Los judíos habían sufrido el cautiverio, mas su retorno no fue acompañado del bienestar esperado. De hecho, su destierro había servido para acrisolarles, pero no para quebrar el poder de los paganos. ¿Qué hacer? El judaísmo posexílico quiso seguir alimentando la esperanza, buscando la forma de dar sentido al oráculo de Jeremías. La clave viene ofrecida por Daniel, que habla ya de «setenta semanas» de cautiverio 21. Con ello abre considerablemente los horizontes escatológicos, sabiéndose el pueblo invitado a seguir confiando en que Yahvé acabará liberándolo en su gran «día»

La reflexión religiosa del judaísmo no podía renunciar al apoyo de su Dios. Llegó incluso a comprender que si no conseguía sacudirse el yugo de la opresión se debía a su porte infiel, por lo que Yahvé seguía acrisolándolo. Llegaría, no obstante, el momento de terminar esa situación de angustia para instaurarse entonces una égida de paz y prosperidad en la que el pueblo elegido ejercería un dominio sobre el resto de la humanidad, acabando así su periplo de desventuras. Lo difícil era prever cuándo intervendría Yahvé para dar paso a ese mundo nuevo. El vaticinio de Daniel, que tanto eco halló en el judaísmo tardío, invitaba a hacer cábalas cifradas en fijar la fecha de tan anhelada intervención. Y con su ayuda pudo el pueblo, harto ya de infortunios y sinsabores, lanzar una mirada firme hacia el futuro con la esperanza de poner pronto fin a su dramática situación. Su vivencia religiosa le garantizaba que Yahvé acabaría con este «eón» dominado por la injusticia y opresión para instaurar un mundo nuevo en el que se respiraran sólo aires de plenitud. Tal inquietud halló gran eco en la reflexión apocalíptica del judaísmo tardío.

Aportación de la apocalíptica judía

TRAS LAS CONQUISTAS de Alejandro Magno, el judaísmo acusó el influjo de la cultura helenista. Y, aun sin perder su identidad religiosa, ésta se vio enriquecida con el aporte de las nuevas corrientes. Así lo atestiguan los libros redactados en esa época. Todo ello incidió también en la forma de entender los judíos su destino escatológico. Habían de hecho elaborado su teología del sheol, que garantizaba el triunfo de los justos en el «día» de Yahvé. ¿Qué ocurriría entonces con cuantos, encarnando el ideal del «resto», le hubiesen servido con fidelidad? Poco se tardó en hallar la respuesta: los justos recibirían como premio una futura resurrección que les permitiría disfrutar de una vida plena. Ahora bien, los autores apocalípticos envolvieron esta expectación en un marco cósmico, presentando el destino del pueblo elegido cual si afectara a toda la humanidad. Se empalmaba así con la teología profética que clamaba por el dominio absoluto de Yahvé, dada su condición de creador universal. La literatura apocalíptica asoció, asimismo, el futuro «día» de Yahvé con la instauración del reino mesiánico.

La expectación mesiánica entró con ello en una fase nueva, pues la humanidad acusaría la presencia del Mesías. El horizonte mesiánico se suponía acompañado de trastornos cósmicos, tal como insinuara ya el profetismo. Sin embargo, ahora se descubrían nuevas perspectivas gracias al afianzamiento de la doctrina resurreccionista. Esta aseguraba que los justos subsistirían tras juzgar Yahvé en su «día» a la humanidad entera, castigando a los malvados y premiando a cuantos le habían servido con fidelidad. Todo judío debía, pues, afanarse por mantener un porte digno ante su Dios, cuya justicia garantizaba un juicio imparcial. ¿Cuándo? Al final de los tiempos. Mas el judaísmo tardío jamás asoció ese final con la desintegración cósmica, toda vez que un «resto» iba a subsistir, instaurando Yahvé con él su reino eterno. Tal reino se suponía situado aquí en la tierra. Por otra parte, el concepto bíblico de eternidad no se ajusta al esbozado por la filosofía posterior 25. Para los judíos eran eternas las realidades o situaciones cuyo fin nadie podía prever. En tal sentido entendían la eternidad de ese mundo nuevo, inaugurado cuando Dios devolviera la vida a los justos.

Así pues, se pensaba que el «resto» compartiría las delicias de una vida eterna. ¿Dónde? ¡En la tierra! Por tanto, ese fin del mundo nada tenía que ver con una presunta desintegración cósmica. Al contrario, se compartía la esperanza de saborear, más allá del «eón» actual, una vida plena donde no tuviera acceso la injusticia ni la opresión. Se creía obviamente que también este mundo nuevo tendría un fin por exigirlo así su condición caduca. Mas ello no inquietaba. Bastaba alimentar la esperanza de disfrutar una vida plena (¡eterna!) donde sólo se respirara justicia y amor. Tal convicción guarda cierta afinidad con la doctrina cristiana en torno al cielo. Sólo que los judíos situaban el mundo futuro en esta tierra, creyendo, asimismo, limitada su duración. Suponían que, tras esa fase de esplendor, el cosmos se desintegraría, quedando sólo Dios. Nunca pensaron que el hombre pudiera compartir una vida sin limitación temporal. Su expectación se cifraba en la venida del Mestas, quien presencializaría el «día» de Yahvé, inaugurando una fase de plenitud que conllevaría el fin del mundo presente. El «eón» actual, preñado de injusticia e infidelidad, quedarte aniquilado en el «día» de Yahvé. Los malvados debían, por tanto, estremecerse, mientras los justos eran invitados a anhelar ese momento, pues en él recibirían el premio a su fidelidad. Así lo exigía la justicia divina.

Con este encuadre escatológico abocó el judaísmo al periodo neotestamentario. La situación sociopolitica era a la sazón del todo delicada, pues los romanos no cejaban en su empeño de explotar al pueblo, el cual se aferraba a su esperanza liberacionista para resistir así los envites del opresor. En tiempos neotestamentarios el judaísmo hervía en ansias de liberación. Recordaba, por supuesto, los vaticinios proféticos, pero llegando a enfoques desviados que daban primacía política al «día» de Yahvé. Se llegó a pensar que entonces se vería quebrado definitivamente el poder de los romanos mientras los judíos incoarían su fase de plenitud. Para lograr tal objetivo debería llegar antes el Mesías, que muchos intuían como un guerrero excepcional. Pero lo que de verdad les acuciaba era saberse por fin libres de la opresión, pues sólo así podrían disfrutar las delicias del «eón» futuro. El mundo presente se suponía a punto de consumarse, dándose con ello paso a una égida de plenitud donde los justos ­previa una resurrección escatológica­ pudieran disfrutar de una dicha eterna. Tal era la tesitura del judaísmo tardío cuando la religión cristiana hizo su aparición. Siendo los primeros cristianos de procedencia judaica, lógico es que anclaran en la doctrina judía sus reflexiones en torno al fin del «eón» presente, que ellos asociaban con la venida triunfal de Jesús, cuya resurrección le había situado ya más allá de la injusticia opresora.

2 El cristianismo ante el fin del mundo

LA GÉNESIS DE LA RELIGIÓN CRISTIANA ha de vincularse con Pentecostés, ya que entonces por vez primera un grupo de personas se supo impulsado vivencialmente por la fuerza (= dynamis) del Resucitado. En virtud de ese impacto pentecostal, los primeros cristianos ­eran de raigambre judaica­ tuvieron la certeza de fe que Jesús de Nazaret colmaba toda la expectación mesiánica. Su resurrección le presentaba, en efecto, como el Mesías esperado por el judaísmo. Así; pues, aquel «día» de Yahvé que tanto inquietara al profetismo se había realizado de algún modo al resucitar Jesús. Tal convicción hizo que los primeros creyentes se consideraran miembros del reino mesiánico. Y ello les dio tanta ilusión que llegaron incluso a olvidarse de cuantas limitaciones y contratiempos les imponía la vida ordinaria. No obstante, una vez serenados los ánimos, constataron que su experiencia resurreccionista, si bien les estimulaba a seguir luchando, no les liberaba de esa opresión angustiosa que el judaísmo siempre asoció con la vivencia del pecado. Vieron asimismo que, siendo el «día» de Yahvé portador de dicha plena para los justos, ellos continuaban sufriendo después de resucitar Jesús. Así pues, aun sabiéndose ciudadanos del reino mesiánico, era evidente que éste no habla colmado toda la expectación del profetismo. ¿Qué hacer? La comunidad despejó la incógnita lanzando una mirada hacia el futuro a la espera de que pronto llegara Jesús triunfalmente para dar a su reino el espaldarazo definitivo. Entonces quedaría implantada esa égida de plenitud tan anhelada por la tradición judía. Al convertir el cristianismo el «día» de Yahvé en el «día» de Jesús, asoció con su venida futura (parusía) el fin del «eón» presente dominado por la angustia lacerante y el comienzo de un mundo nuevo donde sólo rigieran criterios de paz y felicidad. Ahora bien, ¿cuándo haría Jesús esa irrupción triunfal, erradicando la fuerza del mal? No resultaba fácil despejar tal incógnita. Sin embargo, la comunidad cristiana lo intentó, esbozando al respecto una doctrina escatológica del todo singular, donde el fin del mundo se creía inminente.

Expectación inminente del fin

PARUSIA/INMINENTE: FALTAN DATOS para fijar los orígenes de la escatología cristiana. Es obvio, no obstante, que siendo los primeros creyentes de raigambre judía mal podrían sustraerse al influjo de las tradiciones veterotestamentarias. Y éstas, sobre todo a raíz del aporte apocalíptico, suspiraban por una pronta venida de Yahvé que, poniendo fin al dominio de los gentiles, implantara un reino con la hegemonía total del pueblo elegido. Así se explica que el cristianismo naciente esbozara un encuadre escatológico, dominado por la esperanza de que Jesús volvería muy pronto para instaurar su reino de plenitud. Ecos de tal esperanza se conservan en los recuerdos que Pablo asocia con la celebración de la Eucaristía, donde la comunidad suspiraba por la venida de Jesús: «¡maranatha!» (= ¡ven, Señor!) (1 Cor 16,22).

Se sabe, por otra parte, que los primeros cristianos se autopresentaban como la encarnación de ese «resto» fiel que el profetismo convirtiera en centro de las predilecciones divinas. Pensaban que el judaísmo sería castigado por no aceptar a Jesús como Mesías, recibiendo ellos en cambio el premio reservado a los justos. Y es que su aceptación del mesianismo de Jesús les hacía acreedores a tal recompensa. Poco tardaría Jesús en instaurar la fase de plenitud de su reino, incoada en cierto modo el día de Pentecostés. Tal era el enfoque del propio Pablo, al escribir sus cartas a los tesalonicenses. El Apóstol quiso en ellas serenar los ánimos de aquella comunidad, soliviantada al pensar que Jesús llegaría de un momento a otro. Pensando que el «eón» presente tenía contadas las horas, los tesalonicenses comenzaron a descuidar sus obligaciones. Pasaban los días mirando a las nubes con la esperanza de ver llegar a Jesús. Este porte dio al traste con el trabajo y la productividad. ¿Para qué esforzarse -así se decía- si muy pronto instauraría Jesús su reino de plenitud donde no tendría cabida el dolor ni la injusticia?

Pablo no compartía tal visión, por lo que increpó a los tesalonicenses, invitándolos a esforzarse. Lo importante era que, al llegar Jesús, los encontrase ocupados, pues sólo así tendrían opción a compartir las delicias de su reino. Ahora bien, el propio Apóstol estaba convencido de que tal momento no podía demorarse. Por eso sugiere que, al venir Jesús, los muertos resucitarán, mientras cuantos aún estén vivos -¡él cree estarlo!- serán transformados para compartir una vida sin angustia ni limitación (1 Tes 4,13-17). Al instaurarse el reino mesiánico aquí en la tierra, cada miembro de la comunidad experimentará una transformación previa que le permita remontarse a los aires para dar la bienvenida a su Señor (= Jesús) y compartir después una vida nueva con resabios de eternidad.

El Apóstol no se esfuerza por descubrir el fin del mundo. Y es que tal tema no le interesa en sí. Engarza mas bien con la tradición judía, recalcando el impacto causado por ese «día» triunfal de Jesús, que pondrá fin al «eón» presente. Lejos de conllevar la desintegración cósmica, implantará un nuevo organigrama existencial. Tal era el contenido de la expectación que el judaísmo asociara con el famoso «día» de Yahvé que, tras quebrar el poder de la muerte, inauguraría una égida de vida plena. El cristianismo naciente -Pablo es su testigo más calificado- tenía la convicción de que muy pronto se colmaría la esperanza veterotestamentaria, garantizándolo su propia experiencia pascual, al certificar que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas. Los cristianos se sabían, por lo mismo, integrados ya en un «eón» nuevo, por más que siguiesen acusando la fuerza de la injusticia opresora. ¿Cómo armonizar esta convicción de fe -hablaba de plenitud- con su experiencia colectiva -hablaba de limitación-? Resolvieron la incógnita gestando una escatología donde la propia vivencia cristiana marcaba el fin del «eón» viejo (= mundo de limitación) y el comienzo del nuevo (= mundo de plenitud). Ello hizo que la comunidad cristiana se creyese situada en un epítome histórico, donde el mundo viejo estaba a punto de trocarse por otro nuevo. Este se suponía a punto de incoarse, pues su vivencia pentecostal había puesto ya fin al proceso de preparación.

Mientras el cristianismo se aferró a este encuadre escatológico, careció del reposo necesario para elaborar una teología de las realidades presentes. Toda su obsesión se cifró en la llegada inminente de Jesús, pensando que con ella acabarían sus problemas. Dada su raigambre judaica, es posible que los primeros cristianos llegaran incluso a verse como el eje en torno al cual debía girar la humanidad entera a la espera de Jesús. Tal convicción sintonizaba de hecho con la tradición judía, si bien trocaba el «día» de Yahvé por el «día» de Jesús 34. Mientras la comunidad cristiana se ancló en estos postulados escatológicos, fue incapaz de ahondar en su reflexión cristológica. Sólo cuando la presencia del pagano-cristianismo le permitió emanciparse del cañamazo judaico, llegó a la convicción de que el «día» de Jesús no estaba tan cercano como en un principio pensara. Y entonces pudo fraguar un planteamiento cristológico más sereno y profundo, sobre el que fijó sus criterios de identidad. Tal viraje se debió sobre todo al empuje de la vivencia resurreccionista.

Desplazamiento del horizonte escatológico

EL CRISTIANISMO, conforme ahondó en su reflexión cristológica, fue desviando su atención del horizonte del fin. Cierto que la vivencia pentecostal vinculaba a cada creyente con los tiempos de plenitud. Pero éstos reivindicaban una perspectiva presente, por lo que inmergían al cristiano en un «más acá» de palpitante actualidad. Tal tesitura debía armonizarse con su fe crítica, que clamaba por la instauración de ese «eón» nuevo, donde la vida ejerciera una hegemonía absoluta. Habiendo Jesús vencido al imperio de la muerte, lógico era que sus seguidores disfrutaran las delicias de la vida inherente a su triunfo pascual. Este había modificado el concepto mismo de historia, dándole sentido de plenitud. Con él había perdido el tiempo su pura perspectiva horizontal (chronos) para adquirir la verticalidad (kairós) que le infundía la historificación de la fuerza(= dynamis) divina. Los cristianos se sabían inmersos en el kairós (KAIROS/CRONOS), es decir, en los tiempos de plenitud. Se sentían, en cierto modo, sustraídos al influjo del viejo «eón», lo que les situaba como en un «más allá» anticipado. Ello contribuyó a consolidar su vivencia crística, que cada vez iba dando más sentido a su vida. Esta se iba liberando del mundo de la opresión conforme se integraban en la dinámica liberacionista abierta por el triunfo pascual de Jesús. ¿Por qué obsesionarse, pues, ante la inminencia del fin, si ellos se hallaban ya dentro de su horizonte? Y es que los cristianos, a pesar de todas sus dificultades, se sabían respirando aires de plenitud en virtud de su vivencia crística.

Todo ello contribuyó a que la reflexión paulina asociara con Cristo el fin de toda la creación. Y ello en virtud del dominio cósmico que Cristo reivindicaba a causa de su triunfo resurreccionista (Col 1,15- 20). El apóstol llegó a suponer que la creación entera gemía con dolores de parto a la espera de su liberación (Rom 8,18-25), la cual -así lo sugiere el contexto- presuponía un triunfo sobre el pecado. Así pues, el mundo presente llegará a su término cuando el pecado quede doblegado. Y ello sólo Cristo puede hacerlo. Cierto que aún no lo ha logrado, pues la muerte sigue ejerciendo su imperio. No obstante, la propia muerte acabará siendo vencida, consumándose con ello el fin del conjunto creacional (1 Cor 15,54-56). Ante tal planteamiento, cabe preguntar: ¿se interesa el Apóstol por el fin cronológico o por el fin teológico del cosmos? Quien ahonde en su pensamiento verá como sitúa siempre a Cristo en el horizonte final, de forma que sólo cuando él ocupe su lugar en el conjunto creacional, habrá llegado el mundo a su fin (1 Cor 15,28). Pero, ¿qué mundo? La respuesta es clara: ¡el «eón» del pecado! La comunidad cristiana debía saber que sólo entonces alcanzaría esa codiciada meta de plenitud. Era, en consecuencia, necesario luchar contra el imperio del pecado, que domina el mundo con el poder tiránico de la muerte. Sólo cuando la muerte quede doblegada por la vida, el «eón» presente habrá llegado a su fin. ¿Cómo conseguirlo? ¡La respuesta está en Cristo!

Cada cristiano se supo así invitado a cristificar sus vivencias, pues cuanto mejor encarnara la dinámica de Cristo, más se aproximaría al fin de este «eón» presente donde el pecado impone su ley. Por otra parte, alejarse del mundo empecatado suponía un acercamiento al nuevo «eón» dominado por categorías de vida plena. Tal tesis teológica contribuyó a que los primeros cristianos canalizaran sus inquietudes existenciales, dejando de otear el futuro para centrar su interés en las realidades presentes. Vieron entonces cómo el creyente no debe interesarse tanto por especular sobre el fin cronológico del conjunto creacional cuanto conocer su propio destino personal.

CV/PARUSIA: Esta convicción caló tan hondo en el cristianismo que le permitió encuadrar todo el horizonte escatológico en un marco de índole vivencial, donde la cristificación se presentaba como prenda segura de realización plena. ¿No había asociado ya la tradición judía el fin del mundo con esa plenitud? Pues bien, la reflexión cristiana acababa de despejar ahora cuantas incógnitas se cernieran sobre el horizonte escatológico del pueblo judío. Y es que su vivencia crística les introducía en esa dinámica existencial que, rebasando el ámbito del pecado, les permitía vivir en plenitud. Así es cómo el fin del mundo -visto desde una óptica existencial- se iba fraguando en cada creyente conforme éste lograba consolidar su vivencia crística. Tal doctrina jamás podrá ¡repugnarse. Es de hecho cierto que para el cristiano no hay más fin que Cristo 311 . En consecuencia, quien más acrisole su vivencia crística, más se va acercando al fin del «eón» presente, dominado por el pecado. Y quien abandona el mundo empecatado sólo puede introducirse en un «eón» nuevo inspirado en criterios de vida plena.

La comunidad cristiana, una vez afianzada esta convicción, ensanchó aún más su horizonte escatológico. Así lo atestigua la tradición sinóptica, que recurre al simbolismo profético- apocalíptico para poner en labios de Jesús un mensaje cifrado en avivar la ilusión de la comunidad. Esta no debía obsesionarse por el fin del mundo, puesto que antes debía ejercer Cristo una hegemonía absoluta sobre toda la humanidad, siendo para ello necesario quebrar antes el dominio de los paganos (Mt 24-25, Mc 13; Lc 21). Es evidente que el discurso escatológico, puesto por la tradición sinóptica en boca de Jesús, quiere simplemente serenar los ánimos de la comunidad cristiana, invitándola a despreocuparse por el fin cronológico del cosmos. Este aparece arropado con una compleja imaginaría simbólica, válida para evidenciar que antes deben ocurrir muchas cosas. Así pues, más que fijar la mirada en ese futuro inescrutable, conviene adentrarse en el presente. Cuantos cataclismos cósmicos se suponen acompañar el fin del mundo no son sino eco de un simbolismo veterotestamentario carente por completo de carga histórica. Pretenden únicamente justificar que el proceso de la humanidad seguirá su ritmo mientras impere el pecado, representado por los poderes paganos (Lc 21,20-24). Así pues, en vez de otear el horizonte del fin, urge atemperar la fuerza del pecado.

Tal es el enfoque de la teología joánica que marca el culmen en la especulación escatológica del cristianismo primitivo. El cuarto evangelio, aunque a veces se interese por el fin del mundo desde una perspectiva cósmica (Jn 5,25-29), acostumbra a asociarlo con la dinámica existencial del creyente . Este queda invitado a respirar ya ahora aires de plenitud con tal que acepte a Jesús (Jn 11,25-26). La teología joánica supone, en realidad, que el mundo nuevo comienza ya ahora, si el creyente engarza con la trayectoria vivencial de Jesús, presentado como la resurrección y la vida (Jn 11,25). Si es cierto que adherirse existencialmente a Jesús equivale a vivir en plenitud, para disfrutar la vida plena no es preciso adentrarse en el «más allá». También puede lograrse en el «más acá», con tal de amoldar la propia existencia a un patrón crístico. Quien así lo hace, comparte ya la plenitud de ese «eón» donde rigen puros criterios de vida. Queda, pues, fuera del mundo -¡el presente!- dominado por el pecado y sus secuelas.

/Ap/LIBRO: Tal es, asimismo, el enfoque escatológico del Apocalipsis. Cierto que es un libro preñado de simbolismos, por lo que resulta muy difícil descifrar su contenido. Sin embargo, la crítica ha descubierto en él un intento de estimular a la comunidad cristiana en una coyuntura dramática a causa de alguna persecución. Viene aceptado, pues, como un escrito de clara perspectiva presente, por más que su ropaje simbólico vincule teóricamente su mensaje con el fin de la humanidad. Su coreografía apocalíptica tiende a resaltar cómo Cristo brinda a los creyentes cuanto éstos necesitan para acrisolar su vivencia de fe. Y haciéndolo así, se sitúan ya en un horizonte de dicha. Apocalipsis intenta, en consecuencia, más que describir el drama escatológico, mostrar cómo cuantos se adhieren vivencialmente a Cristo comparten ya esa perspectiva de plenitud que la literatura apocalíptica asociará con el fin del mundo 43. Queda así claro que éste, encuadrado en un marco existencial, debe asociarse con Cristo. No en vano él brinda al hombre la ayuda necesaria para sacudir la fuerza del pecado y situarlo en un «más allá» vivencias donde imperan criterios de vida plena. Tal visión lanza un reto al cristiano, invitándolo a fijar en Cristo todo su interés, ya que él debe catalizar -¡fuerza de su resurrección!- cuanto su especulación suponía asible sólo una vez que este mundo llegase a su fin. Con ello recibió el cristianismo el mejor estímulo para fraguar su teología de las realidades terrenas.

Teología de las realidades terrenas

LA REFLEXIÓN CRISTIANA sólo consiguió valorar las cosas presentes tras convertir a Cristo en centro de su expectación escatológica. Ello le permitió comprender que cada creyente debía despejar sus incógnitas futuras en base a una vivencia presente. Visto desde esta óptica, el fin del mundo revestía características distintas para cada cristiano. Al quedar Cristo convertido en eje de todas sus inquietudes, era obvio identificar la cristificación con la vida plena. El judaísmo siempre había creído que tal plenitud sólo podía lograrse una vez que este «eón» llegara a su fin. Ello le hizo suspirar sin tregua por aquel futuro «día» de Yahvé, convertido por el cristianismo en el «día» de Jesús. En un primer momento la comunidad primitiva pensó que ese «día» no se había realizado con la resurrección de Jesús, por lo que siguió esperando su segunda venida triunfa] (=,«parusía»). Mas acabó comprendiendo que tal «Parusía» iba presencializándose en cuantos creyentes conseguían cristificar su existencia pues, más que suspirar por una futura venida de Jesús al hombre, éste debía esforzarse por ir a Jesús. ¿Cómo? Ajustando su existencia al módulo de vida marcado por el anuncio evangélico, donde Jesús invitaba a encarnar una dinámica de entrega y amor. El la vivió, ofreciéndola al hombre como módulo existencial. Así pues, quien se adecúe al mensaje evangélico irá aproximándose a Jesús, dando forma en su vivencia personal a esa «Parusía» que el cristianismo naciente envuelve siempre en un ropaje mítico.

La fe crística atestiguaba que Jesús, tras su andadura histórica, abocó al triunfo de su resurrección. Por otra parte, el mensaje evangélico garantizaba que ya durante su vida terrena saboreó de algún modo las delicias de su apoteosis resurreccionista. Y es que Jesús, aun contactando con el «eón» del pecado, nunca se desvinculó del eón de gloria. En él confluyeron de algún modo el mundo viejo (pecado) y el mundo nuevo (plenitud), quedando ambos fusionados en el momento teológico de su resurrección. Ello sugiere que cada creyente, si sigue los pasos de Jesús, tiene la certeza de adentrarse en esa plenitud vivencial sita más allá del eón presente. Ahora bien, igual que Jesús ya en su «mas acá» tomó el pulso a la plenitud, también el cristiano puede -¡fuerza de la cristificación!- inundar con el flujo de la vida plena su existencia caduca, armonizando así su «más acá» (=eón de pecado) con su «más allá» (= eón de gloria).

Esta perspectiva desplazó el interés por el fin cronológico del mundo hacia un plano existencial, donde cada creyente se sabia invitado a explotar su vivencia crística, pues de ello dependía su acercamiento al fin . Estando el mundo presente dominado por el'pecado, Cristo le daba fuerza para sustraerse a su influjo. En el fondo el gran problema religioso del hombre siempre ha estribado en situarse más allá del ámbito de su pecado. Quien lo consiga, vivirá en un «eón» nuevo. El cristianismo, al asir la condición divina de Jesús, consideró posible que cada creyente le acompañara en su andadura celeste. De hecho, si Jesús era Dios, ¿no tenía fijada en el cielo su residencia? Tal era la mansión que el judaísmo siempre supuso reservada para la divinidad. Pues bien, la reflexión cristológica amplió los horizontes mismos de las realidades celestes. Y si Jesús, dada su condición divina, tenía fijada su residencia en el cielo, también podrían compartirla cuantos encarnaran su misma dinámica existencial.

Si la fe crística garantizaba al creyente el premio de una futura resurrección, obvio era suponer que ésta se realizaría en el cielo y no en la tierra, como siempre pensara el judaísmo 46. Con ello se había dado un paso decisivo en la doctrina escatológica. Esta asociaba con el cielo el destino de cada creyente, quien para conseguirlo debía tan sólo compartir la vivencia de Jesús tal como la formulaba el evangelio. Tan pronto como el cristianismo ubicó en el cielo el destino final del creyente, se adentró sin remilgos en las realidades terrenas. ¿Acaso el cielo no se ganaba en la tierra? Así pues, la gran inquietud del cristiano debía cifrarse en una progresiva cristificación de su existencia, pues ello le acercaba cada vez más a su meta celeste, alejándole por contra del eón empecatado. Con tales criterios logró el cristiano desviar su interés del fin cronológico del mundo, para centrarlo en su propia existencia, en orden a acercarla cada vez más a las lindes de ese «eón» presente donde el pecado impone su ley. Y es que cuando un creyente -en virtud de su cristificación- consigue frenar el ímpetu del pecado, se ha situado automáticamente más allá de este mundo.

3 La teología actual ante el fin del mundo

LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA de hoy ha ahondado suficientemente en el problema escatológico. Su inquietud se cifra casi siempre en el destino del creyente. Bucea también en el fin de la humanidad, pero relacionándolo sobre todo con la obra de Cristo. Y es que la tradición cristiana, dado su encuadre histórico-salvífico, ha de evitar las simples especulaciones filosóficas para centrar su interés en la realización existencial de los creyentes. Así lo entienden hoy los críticos más calificados, cuyo estudio de los «novísimos» suele encuadrarse en un marco antropológico. Partiendo del supuesto que Cristo es el fin de la creación (Col 1,16), cimentan sus reflexiones escatológicas sobre postulados cristológicos.

MUNDO/FIN/TES-JEHOVA: Ello no impide que algunos sectores supuestamente cristianos pongan todo su empeño en inquietar a los creyentes presentándoles la inminencia del fin del mundo como una realidad evidente. Tratan de avalar su tesis con textos sagrados, que siempre interpretan de forma literal, por más que la crítica haya demostrado cómo la tradición bíblica, al presentar el marco cósmico del fin, recurre a los simbolismos de claro cuño apocalíptico. Y éstos pretenden, no tanto hacer una descripción histórica de las realidades futuras, cuanto mostrar el ímpetu del «día» de Yahvé. Deben ser denunciadas, por tanto, como falsas cuantas teorías escatológicas apoyan en textos bíblicos concretos una especulación sobre el fin del cosmos visto en su pura perspectiva histórica. Y es que sólo Dios tiene la clave del futuro. El hombre jamás podrá conocerlo, a menos que él se lo revele. Nuestra fe atestigua que los textos bíblicos relacionados con el fin del mundo claman por una desmitificación drástica que los libere de su carga mítica, falta por completo de contenido histórico.

Quien esgrima argumentos históricos para justificar una presunta inminencia del fin, podrá embaucar a los ingenuos, pero jamás ofrecer una visión escatológica acorde con el sentir de la tradición cristiana. Por eso la teología actual considera tales enfoques producto de mentes calenturientas o fanatizadas, cuyo afán se cifra, no tanto en clarificar postulados de fe, cuanto en dar pábulo a sus intereses grupistas. La teología cristiana invita hoy a sintonizar con el flujo de la revelación neotestamentaria, si se quiere ofrecer una visión actualizada y retadora de los «novísimos», uno de cuyos temas más candentes gravita en torno al fin del mundo. ¿Cuándo llegará nuestro mundo a su fin? Tal es la pregunta que hoy muchos continúan haciendo. ¿Qué responde la teología? Para asir su postura, acaso convenga -siguiendo las pistas de la revelación neotestamentaria- establecer una clara diferencia entre visión cronológica y teológica del fin.

El fin del mundo: encuadre cronológico

CREACION/MITOLOGEMAS: LA TRADICIÓN CRISTIANA es netamente creacionista. No en vano la fe bíblica supone que el cosmos ha sido creado por Dios. Ahora bien, al estampar tal convicción, el autor sagrado (Gen 1,1-2,25) recurre a los mitologemas de la época. Y es que, dado el escaso conocimiento de los orígenes, sólo podían describirse con la ayuda del bagaje mítico. Ello era por lo demás válido, desde el momento en que aquellos autores pretendían, no tanto hacer historia, cuanto avivar la fe del hombre bíblico 49. Y éste venía invitado a aceptar que la creación entera había salido de las manos de Dios. Las formulaciones míticas sugieren que el mundo fue creado perfecto, siendo el pecado del hombre la razón de todos sus infortunios. Tal tesis sirve para encuadrar la trágica realidad del pecado, jalonada también de ropaje mítico (Gen 3,1-19). El cristianismo primitivo, a la hora de formular sus convicciones sobre este tema, se inspiró en el patrón literario del judaísmo, si bien trató a veces de desmitificarlo en base a su fe crística (Rom 5,12-21). No obstante, la revelación neotestamentaria se limita a reafirmar la tesis creacionista, sin liberarla de su molde mítico 50. Igual ocurre con la tradición cristiana siempre que muestra interés por esta problemática.

Pues bien, desde hace un siglo la ciencia invita a desmitificar el módulo creacionista en base a la nueva visión evolucionista del cosmos. Esta se acepta hoy como cierta por más que no pueda demostrarse de forma palpable. Tal enfoque abre una serie de interrogantes que la teología no puede ignorar: ¿se ajusta el proceso creacional a un módulo evolucionista?; ¿supone esto que el mundo aún no ha sido plenamente creado?¿queda el hombre inmerso también en esa dinámica de evolución?; ¿debe su pecado ser visto como realidad hecha o «in fieri»? Tales incógnitas claman por una respuesta capaz de encuadrar los datos de la revelación bíblica en el marco que brinda hoy la visión evolucionista del cosmos. Y ello incide obviamente en la forma de explicar el fin del mundo. La teología actual, aun admitiendo la visión evolucionista del mundo, no duda que éste reciba su impulso creador de Dios. Ve, no obstante, claro que Dios deja regirse al mundo por las leyes inherentes a su propia evolución 51. El conjunto creacional no puede salirse de ellas. Sólo el hombre es capaz de hacerlo, al ser el único ser dotado de libertad. Dios se la dio para que la usara, explotando así todos sus recursos creaturales. Sin embargo, la presencia del pecado atestigua que el hombre no siempre ha usado de su libertad. Por abusar de ella, ha introducido el pecado en el mundo. Y ese don de la libertad sugiere que el fin cronológico del planeta tierra puede estar en manos del propio hombre.

La ley creacional pide que el mundo llegue a su fin al culminar su proceso evolutivo. ¿Acaso no puede el hombre interrumpirlo? Su libertad le otorga en principio tal privilegio. Por otra parte, la universalidad del pecado evidencia que de hecho el hombre ha interrumpido con frecuencia el ritmo impuesto en el cosmos por su creador. ¿No quiso éste que toda su obra respirara armonía y equilibrio? Pues bien, el plan creacional se ha visto truncado por el pecado del hombre, que ha introducido en el mundo la ley del desamor. Ha sido, por supuesto, incapaz de quebrar el equilibrio cósmico, pues siempre ha chocado con las leyes de un mundo en marcha que él no podía controlar. Sin embargo, en la actual¡dad algo ha cambiado. Y es que el hombre se sabe con fuerza para interrumpir el proceso creacional, incluso a nivel cósmico. Sus misiles y artefactos bélicos le muestran capaz de desintegrar nuestro planeta. En consecuencia, el fin cronológico del mundo está hoy en sus manos. Si no abusa de la libertad que le dio Dios, la tierra proseguirá su proceso evolutivo, desintegrándose sólo cuando éste llegue a su fin. Pero el hombre puede acelerar el término de la evolución. Y si lo hace, el mundo se desintegrará.

Esta realidad es evidente y contra ella nada puede alegar la teología. Por ello, trata más bien de inculcar que el hombre, en virtud de su privilegio creacional, debe usar adecuadamente su libertad. Y mientras lo haga, no hay peligro de desintegración cósmica 53. Pero ¿dejará algún día el simple uso de su libertad para dar pábulo a un abuso de repercusiones cósmicas? La respuesta ha de darla el propio hombre. Ni siquiera Dios puede impedir ese posible abuso, pues ello supondría cercenar la libertad que él le dio. Por tanto, desde un punto de vista cronológico, el fin del planeta tierra (= mundo presente) está por completo en manos del hombre. La teología cristiana lo único que intenta hacer, al respecto, es convencerle de que el abuso de su libertad puede conllevar su propia desintegración. Mas si el hombre se empeña en provocarla, es muy libre de hacerlo. En ello no entra ni la teología ni la fe cristiana.

El fin del mundo: encuadre teológico

LA TEOLOGÍA MODERNA trata cada vez más de encuadrar su especulación escatológica en un marco antropológico. Y es que, visto desde la fe crística, el fin del mundo interesa en cuanto supone el fin de la humanidad. Ahora bien, ésta existe sólo en los individuos concretos que la integran. Apremia, pues, analizar el problema del fin en base a la vivencia personal de cada creyente. Y éste sabe -¡cómo olvidarlo!- que Cristo es el eje en torno al cual debe gravitar todo el conjunto creacional, que la experiencia le muestra salpicado con el pecado. ¿Qué hacer para situarse más allá de ese pecado que frena nuestras ansias de realización? El hombre moderno se sabe englobado en ese proceso evolutivo que afecta a toda la creación. Mas la evolución marca su ritmo tanto a nivel colectivo como individual. Por eso la misma existencia personal se traduce en un proceso evolutivo cifrado en explotar cuantos valores creaturales hemos recibido de Dios.

CV/FIN-MUNDO MUNDO/FIN/CV: Ello trastrueca todo encuadre escatológico historicista, a la vez que engarza con el sentir de la tradición bíblica. No en vano ésta siempre asoció el fin del mundo con el «día» de Yahvé que el cristianismo convirtiera en «día» de Jesús. La teología actual se limita a consignar que ese «día» no tiene perspectiva cronológica, sino vivencial, es decir, se va realizando en cada creyente conforme éste se adentra en la dinámica crística 55. La vida entera del cristiano queda convertida así en un esfuerzo incesante por acelerar la llegada de ese «día», traducido en una vivencia tan plena que Cristo ocupe el centro de su existencia. Conforme el creyente se aproxima a tal realidad, va operando ese trueque mágico, en virtud del cual libera su vida del «eón» presente (pecado) introduciéndola en el «eón» futuro (plenitud). Ahora bien, el paso de presente a futuro se realiza en categorías teológicas, por lo que el cristiano, más que romper con su dinámica existencial, ha de ajustarla al patrón que marca el proceso evolucionista. Debe, en consecuencia, cifrar su mayor afán en entronizar de tal modo a Cristo en su existencia, que toda su evolución vivencial quede canalizada por la fuerza de su resurrección, Quien alcance tal objetivo puede saberse integrado en esa dinámica evolucionista donde el fin se hace realidad presente. Y es que, en cierto modo, se sitúa en un más allá teológico, aun cuando su existencia siga recorriendo la andadura impuesta por la evolución 56.

Tal enfoque sugiere que está más cerca del fin del mundo quien mejor consigue adecuarse a las exigencias crísticas. Puede darse, por lo mismo, que un cristiano del siglo x haya vivido más próximo al fin que otro del siglo xx. Así pues, esgrimiendo estas categorías, la reflexión escatológica en torno al fin de la humanidad invita a fijarse, no tanto en el futuro, cuanto en el pasado. Y es que la resurrección de Cristo garantiza que nuestra vivencia logra su plenitud en la medida en que compartamos su triunfo pascual. La resurrección de Cristo es una realidad que nos empuja desde el pasado, invitándonos a adentramos en el futuro con el ánimo de afianzar nuestra propia dinámica crística 51 . Ello se realizará sólo tras nuestro óbito. Mas la muerte, vista desde este prisma, queda convertida en un simple paso de más acá caduco (eón de pecado) a un más allá eterno (eón de plenitud).

4 Conclusiones

ESTE ANÁLISIS somero sobre la problemática del fin del mundo invita a comprender que el hombre sólo puede saber de él cuanto Dios se haya dignado revelarle. De hecho, careciendo la experiencia humana de recursos para adentrarse en el futuro, el cristianismo intenta clarificarlo con la ayuda de la revelación bíblica. Esta se amoldó primero a la reflexión del judaísmo para culminar después en la experiencia cristiana. Y los escritos neotestamentarios muestran, al respecto, un continuo afán por descorrer el velo del más allá, pero siempre a la luz de la vivencia crística. En ello estriba su novedad respecto a la especulación veterotestamentaria. Pues bien, la reflexión cristiana, anclada en categorías crísticas, sugiere que el fin del cosmos interesa sólo en cuanto comporta el fin de la humanidad. Por otra parte, al existir tan sólo los individuos concretos, lógico es que la teología se cuestione hoy por un fin del mundo aplicado a la vida personal del creyente. Tal encuadre viene postulado a su vez por la visión evolucíonista del mundo propuesta por la ciencia moderna. Todo ello permite esbozar un planteamiento novedoso en torno al fin del eón presente. No obstante, su novedad estriba sólo en explotar la luz que brinda la hipótesis sobre el ritmo evolutivo que impera en el cosmos. Aplicando todos estos criterios, la doctrina sobre el fin del mundo acaso pudiera resumirse en los puntos siguientes:

- El profetismo bíblico, para alentar al pueblo elegido, le invitó a confiar en un futuro «día» de Yahvé, donde quedaría aniquilada la maldad imperante en el mundo. Este tocaría con ello a su fin, para dar paso a un nuevo «eón», donde el «resto» fiel disfrutase de un bienestar paradisíaco, ejerciendo a su vez un dominio universal bajo la égida del Mesías esperado.

- El cristianismo primitivo trocó el «día» de Yahvé en «día» de Jesús. Confiaba que, al llegar éste envuelto en un halo de triunfo, la comunidad cristiana (= «resto» fiel) saborearía todos los bienes del reino mesiánico. Se pensó en un principio que Jesús vendría sin demora (maranatha), pero pronto se comprendió que tal venida debía postergarse, quedando con ello cada creyente invitado a explotar al máximo las realidades presentes.

- El cristianismo llegó a intuir que el fin del mundo estaba para cada creyente en función de su vivencia crística, desde el momento en que Jesús mismo se presentaba como la resurrección y la vida. Así pues, quien deseara vivir en plenitud no tenía más que adecuarse a las exigencias crísticas. Con ello se sustraía al mundo del pecado (viejo «eón») y se introducía en el mundo de gloria (nuevo «eón»).

- La teología moderna se solidariza con tal enfoque, si bien trata de adecuarlo a las exigencias socioculturales del momento. Y ellas le sugieren que el cosmos se rige por un ritmo de evolución. Por tanto, su fin queda teóricamente vinculado con el momento en que el proceso evolutivo llegue a su término. Ahora bien, el hombre es capaz hoy de interrumpir tal proceso, por lo que tiene en sus manos la posibilidad de acelerar el fin cronológico de nuestro planeta. Mas sobre esto no se pronuncia la reflexión teológica.

- La escatología actual se ancla en criterios de índole antropológica. Interesa, de hecho, matizar cómo se acerca cada individuo al fin del «eón» presente. La fe cristiana garantiza que ello está siempre en función de su engarce con la trayectoria marcada por Jesús, cuya resurrección avala la tesitura de quien lucha por cristificar su existencia. Ello va introduciendo al cristiano en los horizontes del fin.

- Tal encuadre empalma con el sentir de la tradición bíblica, si bien sitúa el «día» de Jesús en un marco existencial. Así se desmontan todas las especulaciones futuristas que sólo dan pábulo a la cábala, mientras se consolida la convicción de que Cristo es el fin auténtico de la humanidad.

Queda, pues, clarificado cómo carecen de fundamento cuantos enfoques alarmistas invitan a prepararse ante la inminencia del fin. Es el hombre quien tiene la clave para que su mundo siga evolucionando o se llegue a desintegrar. La vivencia de fe no se adentra en este terreno. Se limita más bien a concienciar a cada individuo para que se adecúe al plan marcado por su Creador, quien le invita a explotar su libertad en beneficio propio. Y es que mientras use el don de la libertad -lo dice la fe crística- nunca trocará los planes impuestos por el creador. Encuadrado en este marco, el fin del mundo deja de ofrecer interés en su perspectiva cronológica, para ajustarse más bien a un módulo teológico, cuya tesis suena así. ¡el hombre llega a su fin conforme se adentra en la dinámica existencial que le brinda Cristo!

ANTONIO SALAS
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE
Madrid 1984, págs. 9-69

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Pongo solamente las NOTAS que hacen referencia a textos en castellano.

2. POUSSEUR, R., y TEISSIEP, J.: Dios compañero de camino. Estella (Navarra), 1983, págs. 17-24.

3. Tal es el caso de los llamados «testigos de Jehová», que tanto empeño ponen en inculcar la proximidad del fin del mundo, con lo que suscitan en los creyentes un profundo sentimiento de angustia enervante.

5. SCHMAUS, M.: El problema escatológico. Barcelona, 1964, págs. 12-20.

7. IMSCHOOT, P. VAN: Teología del Antiguo Testamento. Madrid, 1969, págs. 311-315.

8. EICHRODT, W.: Teología del Antiguo Testamento I; Dios y pueblo. Madrid, 1975, págs. 403-415.

9. BRIGHT, J.: Historia de Israel. Bilbao, 1966, páginas 267-269.

16. GRUEN, W.: El tiempo llamado hoy. Una Introducción al Antiguo Testamento. Madrid, 1981, páginas 117-128.

17. HERRMANN, S.: Historia de Israel en la época del Antiguo Testamento. Salamanca, 1979, págs. 381-392.

18. El estudio más completo sobre este tema es sin duda el de BOURQUE, J.: «Le Jour de Yahvé dans Joël» Revue Biblique, 66 (1959), págs. 5-31; 191-212. Un buen resumen de su pensamiento viene ofrecido por GEORGE, A «El juicio de Dios. Ensayo de interpretación de un tema escatológico», Concilium, 41 (1969), págs. 14-15.

20 JACOB, E.: Teología del Antiguo Testamento. Madnd, 1969, págs. 296-305.

21. SALAS, A.: Discurso escatológico prelucano. Estudio de Lc XXI 20-36. El Escorial, 1967, págs. 103-112.

25 TRESMONTANT, C.: Ensayo sobre el pensamiento hebreo. Madnd, 1962, págs. 52-63.

34. SALAS A: «Vuestra liberación está cerca» (Lc 21,28). «Dimensión liberacionista del acto redentor», La Ciudad de Dios, 189 (1976), págs. 12-19.

43. QUELLE-, C.: «¿Cuándo resucitaremos? El momento de nuestra futura resurrección», en El enigma del más allá. Reflexiones sobre el destino del hombre. Madrid, 1977, págs. 113-115.

46. SAENZ GALACHE, M.: «Hacia una formulación desmitificada del cielo», Biblia y Fe, 8 (1977), Páginas 198-200.

49. BARTHEL, M.: Lo que dijo verdadercimente la Biblia. Barcelona, 1982, págs. 27-31.

50. HULSBOSCH, A: Dios en la creación y evolución. Estella (Navarra), 1969, págs. 29-37.

51. HAAS, A: «La idea de evolución y la concepción cristiana del mundo y del hombre», en Evolución y Biblia. Barcelona, 1965, págs. 79-86.

53. RAHNER, K.: El problemci de la hominizacíón. Sobre el origen biológico del hombre. Madrid, 1973, págs. 79-84.

55. RUIZ DE LA PEÑA, J. L.: «El encuentro definitivo de Cristo y el mundo», Misíón Abierta, 69 (1976), páginas 29-32.

56. HULSBOSCH, A.: Dios en la creación y evolución. Estella (Navarra), 1969, págs. 130-132.

57. SALAS, A.: «La resurrección de Cristo, base y motivación de la esperanza cristiana», en El enigma del más allá. Reflexiones bíblicas sobre el destino del hombre. Madrid, 1977, págs. 65-67.