EVOLUCION Y CREACIONISMO

 

1. La existencia temporal

Me siento a la mesa para cumplir con el encargo literario que supone este escrito y me encuentro, de inmediato, como hombre-en-el-tiempo, pendiente de reloj y calendario, pues plazo me han fijado. Así, emplazado desde un pasado reciente para un futuro muy próximo, experimento la temporalidad de mi empeño, no sin angustia, y nada hay en mi existencia huidiza, que va pasando, que no me remita al tiempo. Somos seres situados y fechados, que diría Gabriel Marcel, y espacio y tiempo son nuestras coordenadas vitales.

El tiempo pasa, mas no todo de manera igual. Uno es el tiempo del depresivo, cuyos instantes son pesados como gotas de plomo, y muy otro es el tiempo lúdico, más fugaz por placentero. Y si el que espera desespera, es porque a veces incluso hay que matar el tiempo o, por no soportar su lentitud, entretenerse con pasatiempos. Lo cual quiere decir que no se puede afrontar el tiempo de forma meramente mecánica, como mera sucesión de instantes que se registran en un aparato de medirlos, sino que es la vivencia del tiempo lo que marca nuestra experiencia de la temporalidad.

No será sorprendente, pues, que si las diversas personas tienen, incluso en momentos variados, distintas experiencias del tiempo, tal suceda también en las diferentes culturas. Así, en aquellas mismas de las que nosotros somos herederos directos -la hebrea y la helénico-romana-, las concepciones originales de la temporalidad resultan dispares. Ya es tópico afirmar, al menos desde Nietzsche, que los griegos vivieron enclaustrados en el mito del eterno retorno de lo mismo, mientras que los hebreos se instalaron en una concepción lineal del tiempo, si es que instalación se le puede llamar a este dinamismo que desembocó en la invención de la historia. Por supuesto que no es así de sencillo y drástico, porque también Israel experimentó el sentido circular o cíclico del tiempo, y Grecia no careció del sentido de la historia. Pero las afirmaciones iniciales -los griegos vivieron en un tiempo cíclico, los israelitas fueron el primer pueblo que descubrió la historicidad o sentido de la historia-, valen como referencia global y paradigmática.

La concepción greco-helenística es cíclica porque se elabora a partir del espacio y de los ritmos de la vegetación. El eterno retorno procede de que el hombre mítico se considera a sí mismo de un lado y, del otro, a la naturaleza y los dioses. Pero, aprendiendo a descubrir la existencia del espíritu, el griego se va considerando a sí mismo por encima de la naturaleza y se distancia de ella para escaparle al mythos y entregarse en los brazos del logos o lo racional. El fatalismo del tiempo cíclico cede ante la dimensión ética de la decisión en el tiempo.

Pero eso no va a impedir que Platón mantenga una visión negativa del tiempo, pues el devenir, para él, no deja de ser una degradación de esa eternidad que sólo se mantiene en la región altísima y eterna de las ideas. La única salvación que le cabe al ser humano es el abandono de la caducidad temporal por la muerte, pues sólo así, desechada la cárcel del cuerpo y de todo lo material, el alma inmortal, retorna al mundo eterno de las ideas. La existencia del mundo sensible es para Platón un infortunio, y su fabricación -pues de creación apenas se puede hablar- se la encargan los dioses al que Cioran llamó aciago demiurgo.

Aristóteles no sólo no se desentiende de la circularidad del tiempo, sino que la acentúa, porque de tal manera en él está ligado el tiempo al espacio, que por modelo tiene la rotación del cielo. No hay caso de establecer el origen del tiempo, que para él es redondo y perpetuo, y lo define como «número y medida del movimiento según el antes y el después». Y dado que la preocupación aristotélica era cosmológica, no religiosa como en Platón, su concepción del tiempo es mecánica, aunque para explicar el movimiento continuo tuviera que salirse fuera de él en búsqueda de un primer motor inmóvil al que denominó Dios. De esta concepción mecánica del tiempo participó Descartes, que la entendió como sucesión de instantes disueltos, discontinuos. Tal es nuestra herencia filosófica. Por eso no es extraño que, tradicionalmente, el concepto de creación u origen del tiempo haya padecido el reduccionismo de una fabricación inicial que desembocó en las afirmaciones del deísmo sobre Dios como gran arquitecto del universo, o que haya fraguado en la teología fundamental apologética e incluso en la catequesis infantil en la imagen de un relojero dándole cuerda a un mecanismo, el cosmos, cuya fabricación costó exactamente seis días: una creación cerrada y, si continúa, como en Descartes, no dinámica ni innovadora, sino como mera permanencia del fiat original. Por eso resulta elemental, antes de dar un paso adelante, aplicarle un correctivo a esta concepción del tiempo y a la correlativa de creación.

2. El enfoque correcto

Los pueblos semíticos adoraban a dioses de la naturaleza, y los hebreos no fueron excepción. Nómadas y agricultores, dependen de los ciclos naturales, del retorno de las estaciones, y no dejaron de vincular, como hicieran los griegos, el tiempo con el espacio. En efecto, el vocablo hebreo olam, originariamente tiempo o duración temporal, significa también mundo o cosmos. Sin embargo, los lugares santos de Israel llegaron a serlo no tanto por vía de la naturaleza, sino merced a sus acontecimientos históricos. Es más, las tres principales celebraciones de Israel -Pascua, Pentecostés y Tabernáculos-, en principio fiestas nómadas o agrarias, adquirieron su significación al ser historificadas, vinculadas a acontecimientos históricos de liberación.

Puede sorprender a más de uno el saber que en el llamado credo histórico del Deuteronomio (26,1-11) -que autores como von Rad consideran el núcleo originario de la tradición bíblica- no aparezca ni remotamente la fe en la creación del mundo, y esto por una razón muy elemental: esa fe todavía no existía en el primitivo Israel, que se limitaba a confesar a su Dios como salvador (político) de la nación, pues si el dios de los padres -Abrahán, Isaac, Israel y Jacob- era un dios racial, de clan, el Yahvé de Moisés no dejaba de ser un dios meramente nacional, de la federación de las doce tribus transformadas posteriormente, con David, en monarquía.

Y, sin embargo, es sintomático que la autodefinición de Yahvé -«Yo soy el que soy»- haga referencia al tiempo, concretamente al futuro, como en ello están de acuerdo los estudiosos de la Biblia: Yo seré el que seré, me manifestaré en el momento oportuno, podríamos traducir con toda legitimidad. Cada cosa tiene su tiempo oportuno, como nos dice Qohelet en el libro sapiencial del Eclesiastés (3,1ss). Si decimos que la fe yahvista está fundada por la historia -invención genial de ese pueblo singular que es Israel-, tendremos que añadir que los hebreos no tenían capacidad para enfocar abstractamente el tiempo al margen de cada acontecimiento particular. No hay tiempo, sino «tiempos», en plural: no hay acontecimiento sin tiempo ni tiempo sin acontecimiento. Pero, sin embargo, los actos históricos mediante los cuales Israel funda su comunidad son absolutos. Cuando el escritor yahvista del siglo X, probablemente en la corte de Salomón, y bajo el influjo de sabios escribas traídos de Egipto, ordena las diversas tradiciones absolutas, nace una secuencia histórica que ya empieza a preguntarse por el origen del clan humano o la creación del hombre; no todavía por la creación del cosmos, elaboración literaria que le corresponderá cuatro siglos más tarde a la escuela sacerdotal que trabaja en el exilio babilónico (siglo VI) y que da como resultado posterior el documento P o sacerdotal.

Reconozcamos, con von Rad, que el hecho de ordenar estos actos liberadores o salvíficos, celebrados por separado en el culto, constituyó un acto revolucionario. Pero tengamos en cuenta que no hubo un tiempo absoluto y único que trazara una única línea histórica, sino la fusión de tradiciones correspondientes a patriarcas que, existiendo en diversos tiempos y espacios desde 1850 aproximadamente hasta 1300 a. C., llegaron a formar una familia «histórica» por el artificio de una genealogía elaborada tras la fusión de las doce tribus, cada una con su tradición, y ya en tiempos de la monarquía.

Y ¿qué había en el origen de estas tradiciones? En el principio era la alianza. La creación no es un concepto bíblico primigenio, sino derivado. Si la Biblia lo coloca en primer lugar, esto es consecuencia de una ordenación lógica, pero eso no fue lo primero que le sucedió a Israel como pueblo, aunque sea lo primero en absoluto en la existencia del cosmos. Hace tiempo, los estudiosos andaban desconcertados por lo mucho que tardó Israel en relacionar las diversas acciones salvíficas o liberadoras de Yahvé -llamadas, justamente, creaciones, pues se utilizaba el verbo hebreo barah, de uso exclusivo para nuestra palabra crear- con la fe en la creación, cuyos textos bíblicos son tardíos. Son elementos que ilustran la fe en la promesa y en la alianza.

Con esto queremos afirmar que la fe de Israel en la creación no es una mera protología o explicación de los orígenes: no es una explicación, sino una proclamación, como aparece en los primeros documentos creacionistas, que son algunos de los salmos. Constituyen una proclamación de la bondad del creador. Y, sin embargo, la teodicea apologética que se enfrentó con el racionalismo de la Ilustración padeció el desenfoque de caer en las redes racionalistas del deísmo: renunció a la visión histórico-salvífica de la creación -ella misma presentada en la Biblia primordialmente como alianza- para derivar hacia una perspectiva cosmológica que fuese prueba de la existencia de Dios. Este se convierte en el gran ausente de la marcha de la historia, pues queda enclaustrado en el principio u origen de una creación cerrada, no abierta, para cuya explicación -no proclamación- se necesita una causalidad. A eso corresponde la preocupación del Concilio Vaticano I que, en 1870, condena como anatema al que no crea que la razón humana por sus propias fuerzas puede demostrar que Dios es creador.

Cierto es que ya la literatura sapiencial de Israel, influenciada en parte por el helenismo, había derivado, no sin peligro, hacia esa visión cosmológico-apologética para «probar» la existencia de Dios, aun manteniendo también la orientación histórico-salvífica. Pero la corriente profética que escatologizaba el pensamiento histórico, remitiéndolo al ésjaton -lo último o definitivo- era imparable.

3. Evolución y creacionismo

Pero esta visión dinámica de una creación abierta al futuro no fue la que dominó, sino todo lo contrario. Si en el mundo científico prevaleció, hasta finales del siglo XVIII, la idea de la fijeza de las especies vivas, a esto respondía en el plano religioso una concepción fixista del mundo. Pero cuando en los siglos XVIII y XIX se desarrollaron las ideas transformistas que desembocaron en el evolucionismo de Darwin (1809-1882), la ciencia y la religión entraron en hostil conflicto basado en un malentendido que en la mentalidad popular dura hasta nuestros días. A la hipótesis de la evolución de las especies, incluida la humana, se le enfrentó una visión dogmatizante de la creación que conocemos con el nombre de creacionismo.

Consistente en una visión fundamentalista y literal de la Biblia, el creacionismo profesa la creencia de la fabricación del mundo en seis días y parte de estos cinco presupuestos que considera indiscutibles: 1) Todas las cosas fueron creadas de un modo repentino. 2) Desde un comienzo, las diversas especies son permanentes, no cambian ni evolucionan. 3) El hombre tiene antepasados estrictamente humanos, distintos de los de los monos. 4) Los cambios geológicos no se explican por transformación o evolución, sino mediante catástrofes del tipo como el diluvio, que afectarían, según ellos, a la humanidad entera en tiempos de Noé. 5) La creación del mundo es reciente y su origen se remonta a no más de diez o veinticinco mil años.

Todo lo cual supone un creador que hace existir las cosas en un instante, tal como se desprende de una lectura literalista del relato del primer capítulo del Génesis, sancionada por la autoridad eclesiástica, cuyo rechazo a la hipótesis de la evolución duró casi un siglo. Todavía en 1909, con Pío X, la Comisión Bíblica afirmaba que los primeros capítulos de Génesis eran rigurosamente históricos, y sólo con Pío XII, en 1943, se abrió la puerta al pensamiento evolucionista.

Esta lectura religiosa choca contra la afirmación científica de que el universo tiene una edad de varios millones de años, ha ido sufriendo cambios inmensos en su proceso de desarrollo, durante el cual incluso surgieron nuevas estrellas y nuevas galaxias y, por supuesto, nuevas especies de vida marina y terrestre, tanto vegetal y animal como, sobre la tierra, humana. A los científicos no les cabía otra posibilidad, con estos condicionamientos, que declararse ateos y proclamar que no hay Dios, que así se veían impelidos a su peculiar dogmatismo.

Particular incidencia tuvo en la confrontación entre ciencia y religión el problema del origen del hombre. La Biblia parecía afirmar con toda contundencia que la humanidad había nacido de una única pareja -Adán y Eva- en un determinado lugar no precisado, sin embargo. El problema era doble: monofiletismo versus polifiletismo por una parte, por la otra monogenismo versus poligenismo.

El primer problema es fácil de dilucidar, puesto que lo que define esencialmente a una especie es el hecho de que sus individuos son naturalmente fecundos entre sí y, dada la posibilidad de que los humanos de diversas razas pueden fecundarse mutuamente, la unidad biológica de la especie humana, procedente de un único tronco o phylum evolutivo, está científicamente demostrada. Descartado el polifiletismo, nadie duda de que estamos ante una especie monofilética.

Más arduo resulta el segundo problema. El monogenismo parecería la única conclusión avalada por la Biblia, ya que, según la hipótesis adámica, la especie humana procedería de una única pareja original. Hipótesis que no es necesariamente anticientífica, pero sí muy improbable, ya que los biólogos abogan en general por el poligenismo, teoría según la cual la especie humana procede, no de pareja única, sino de una población de parejas que, desde un estadio inferior al humano, habrían evolucionado lentamente hacia la situación actual.

En la confrontación entre el creacionismo y el evolucionismo subyacen dos equívocos de magnitud que ahora tratamos de dilucidar. En primer lugar, en el documento J o yahvista -uno de los cuatro que están en la base de la formación de la Biblia-, elaborado en una sociedad agraria en la que la tierra de cultivo -adamah- tiene un valor singular, el autor sagrado concibe a Dios como un artista de la cerámica que crea a adam, el sacado de la tierra, el telúrico, que la tradición fue concibiendo como nombre propio, sin que en un principio significara eso. La doctrina agustiniana del pecado original, convertida en dogma católico en base a la carta de san Pablo a los Romanos (5,12), llegó a formularse como transmisión directa por medio de la generación de dicho pecado a todos los hombres, y eso parecía exigir la existencia de una pareja única inicial con nombres propios: Adán y Eva, que, sin embargo, nunca existieron como tales.

Por otra parte, el documento sacerdotal o P. cuyas raíces se hunden en el siglo VI, fue elaborado a partir de la experiencia de los teólogos israelitas que, en el exilio babilónico, mantenían entre los cautivos la esperanza del retorno a la patria. En contraste con los relatos cosmogónicos del mito babilónico de la creación, Israel forjó su propio relato calcado en el de sus adversarios, pero desmitificado. La creación sería obra de la palabra de Dios y no una teomaquia o lucha entre dioses. Y si el autor distribuyó la obra de la creación en seis días, de ningún modo se refiere al tiempo necesario para una fabricación, sino que se trata de un mero esquema litúrgico, porque lo que le interesa es el séptimo día; con el decanos sabático que Dios se toma tras su acción creadora, intentaba reforzar el día del sábado como seña de identidad israelita en pleno destierro, acaso como símbolo de resistencia frente al intento de desarraigo a que los babilonios sometían a sus vencidos. Precisamente los sacerdotes exiliados, teólogos de la esperanza, entenderán el retorno del destierro como una nueva creación.

Los relatos de la creación no son pues, como ya queda apuntado, una explicación de los orígenes del universo, sino una proclamación de la bondad no sólo de la obra creadora, sino, sobre todo, del creador. Paralelamente, la ciencia evolucionista tampoco tiene el cometido ni la autoridad para definirse sobre la existencia de Dios creador. Pero nos cumple realizar un recorrido por estos dos relatos fundamentales de la creación, exactamente para no ser víctimas de una interpretación fundamentalista de ellos.

4. Origen del clan humano

En estos relatos nos encontramos con dos estadios evolutivos de la teología de la esperanza que, no lo olvidemos, es lo primigenio en la Biblia. Estamos ante las únicas declaraciones expresamente teológicas sobre la creación en la Biblia. Cuando no se inserta en la teología de la alianza, el tema de la creación aparece de forma fragmentaria. El pacto o alianza de Yahvé con los padres o patriarcas, renovado a Moisés, remite, como promesa, al futuro, tal como corresponde al mismo nombre del dios de Moisés -Yahvé, yo seré-, que sustituye al dios del padre que tenía cada clan o tribu. Reunidas éstas en número de doce para formar un pueblo, Israel, el dios de los padres, racial, pasa a ser identificado como Yahvé y se convierte en dios nacional. Pero, andando el tiempo y con el profeta Isaías, pasa a ser Dios del universo, de las fuerzas cósmicas, como en los salmos. Hubo que esperar a las invasiones de los asirios para que naciera la idea de Yahvé Sabaot, dios de los ejércitos o de las armadas celestes, de acuerdo con las divinidades cósmicas de los invasores (año 722). La seguridad protectora de la alianza se fue proyectando sobre la imagen del mundo y sobre la relación del hombre con la naturaleza. Utilizando cosmogonías o mitos sobre el origen del mundo y del hombre a partir de la historia de los dioses de otros pueblos, elaboraron hermosas doctrinas sobre los comienzos.

En torno al año 950, en pleno reinado de Salomón, que había traído sabios escribas de Egipto para preparar cronistas en su corte de Jerusalén, el escritor o grupo de escritores que se conoce por el nombre de yahvista -documento J. porque a Dios se le invoca en él con el nombre de Yahvé- se dedica a elaborar la historia de las tradiciones y está preocupado por el origen del clan humano. Su intención expresa es la de demostrar que el reino de David y el de Salomón no hacen más que continuar aquello que Dios había prometido a los patriarcas mediante una alianza, eje alrededor del cual seguimos girando. El estilo literario es el sapiencial, como correspondía a la naciente sabiduría o reflexión de los sabios escribas. Nos encontramos, en los capítulos 2 y 3 del libro del Génesis, con la creación del hombre, pues el capítulo 1, perteneciente al documento P -del alemán Priester = sacerdote-, todavía tardará cuatro siglos en ser elaborado, a pesar de que en él se trata de la creación del universo que, lógicamente, precede a la del hombre.

El poder del Dios de la alianza y su promesa de salvación -todavía intramundana, histórica- alcanza al hombre ya desde el origen del mundo; tal es el mensaje que el yahvista va trabajando desde una tradición oral anterior a él y que tiene su fuente en documentos extraisraelitas como la epopeya babilónica del héroe Gilgamés, el hombre que va en busca de la planta de la vida; o también conoce el Atrahasis, célebre epopeya de origen sumerio cuya versión más antigua que poseemos remonta al 1700 a. C., mito que contiene una lista de reyes, una rebelión -¿pecado original?- y un relato de diluvio.

La narración del yahvista está realizada como si fuese contada por un nómada del desierto que anhela llegar a un oasis: al principio, la tierra era como un desierto, que va a ser contrapuesto a un jardín o parque que el hombre trabajará y cultivará. Estamos en pleno simbolismo, en el que se habla de un paraíso que nunca existió en la realidad, pero que el hebreo seminómada siempre soñó. Esta vez, además, regado nada menos que por cuatro ríos.

Los mitos mesopotámicos afirmaban que el ser humano había sido hecho con la sangre de un dios vencido en una lucha entre dioses, y la diosa madre -la Tellus mater o madre Tierra- había mezclado esa sangre con la tierra. Los israelitas, que creían en un Dios único sin compañera femenina y creador desinteresado -el Atrahasis presentaba la creación de los humanos como decisión para el relevo de los dioses porque estaban cansados de trabajar-, no podían aceptar el mito; pero aprovecharon la idea de la tierra, por cuya fertilidad -antiguos nómadas- sentían pasión, para hacer de Dios un alfarero que con la tierra de cultivo -adamah- forma al sacado de la tierra, a un adam o telúrico, de la Tellus mater. A eso que luego se le llamará barro o polvo, inspira Dios su aliento vital, y ese concepto genérico de adam, que no nombre propio, representa a la naciente humanidad.

Y he aquí cumplida la promesa hecha a los patriarcas -de nuevo la alianza- de darles una tierra en posesión, porque, previamente, Yahvé había creado un jardín o parque semejante a los de los señores orientales, que el autor llama edén, que significa placer, muy de acuerdo con ese estado de shalom -paz y armonía- que se seguía del cumplimiento de las cláusulas de la alianza: los mandamientos. Pero el hombre se encuentra solitario, y entonces, de lo más íntimo de su ser -quizá usando un antiguo juego de palabras, ya que en sumerio «costilla» y «vida» se escribían igual-, da vida a la compañera, y así son ya macho y hembra, ish-isha en hebreo, que algunos traducen por varón-varona, y que podríamos evocar con el juego verbal hombre-hembra. De este modo, también el sexo pasa a ser una realidad natural, desmitificada de esa concepción hierogámica o de matrimonios divinos, tal como era representado por los mesopotamios en sus mitos cosmogónicos de año nuevo.

Adán nos es presentado como un verdadero sabio, ya que conoce todas las especies botánicas y toda clase de animales, a los que les impone un nombre. Estamos en el nacimiento de la sabiduría bíblica. ¿No era también Salomón un sabio, que pasmó a la reina de Saba respondiendo preguntas y resolviendo acertijos? ¿No había sido su padre, David, un rey santo? ¿Cómo era posible que ambos cayesen en el pecado? La solución la encontró el yahvista haciendo pecar al sin embargo sabio Adán. La epopeya de Gilgamés, héroe de la ciudad de Uruk, nos lo presenta angustiado por el hecho de la muerte y buscando la planta de la vida que le dé felicidad, pero, de vuelta a su ciudad, en el camino se detuvo en una laguna de aguas frescas para bañarse. Sintiendo el aroma de la planta, una silenciosa sierpe subió del seno de la tierra y le llevó la planta de la vida, deshaciéndose de repente de su vieja piel. Gilgamés lloró tal pérdida. (Recordemos que el yahvista también habla del árbol de la vida, al cual pronto olvida para centrar la atención en el de la ciencia del bien y del mal).

La tentación mayor que por aquellos tiempos sufría Israel era la de los cananeos, con los que llevaba siglos de conflicto por la posesión de la tierra y cuyos cultos estaban dedicados a los dioses de la fertilidad del suelo y de la fecundidad de los animales, representados por la pareja divina Baal y Astarté. Yahvé, dios único y solitario, era un dios de pastores. Sin abandonarlo, ¿no podrían rendir culto a estos nuevos dioses especializados en la agricultura, como Yahvé lo estaba en el pastoreo? Se trataba de un sincretismo religioso que luego combatirían los profetas en nombre de un Dios celoso. Y el símbolo de la fertilidad era ese animal ctónico, de las profundidades, que regenera anualmente su piel simbolizando la resurrección de la naturaleza, y que ¡el mismo Moisés! había permitido venerar en el desierto: la serpiente, que sólo en el primer siglo antes de Cristo, con el libro de la Sabiduría, pasa a ser identificada con el demonio.

¿Cuál era el pecado concreto del sabio Salomón, al cual el escritor sagrado pasa por alto ambición y crueldades, en una asombrosa operación de encubrimiento del despotismo de su héroe? Su inmenso harén, señal de lujo e incluso de poder económico -700 esposas y 300 concubinas-, y no por la hazaña sexual que se le podría difícilmente suponer, sino por el hecho de que muchos de los matrimonios eran fruto de pactos políticos y las princesas desposadas tenían derecho a instalar en el palacio real -¡al pie mismo del fastuoso templo dedicado al único y celoso Dios!- sus respectivos cultos, por supuesto formados por parejas de dioses. El buen escritor yahvista, piadoso con la monarquía davídica, atribuye esta debilidad a un Salomón viejo que pierde la cabeza cuando, en realidad, los pactos políticos con tales concesiones religiosas los estableció desde un principio de su reinado. Y así nace el relato de un pecado germinal, de origen -sobre el que volveremos-, que el autor retrotrae al sabio Adán, y puesto que el yahvista no era un feminista avant la lettre, y la mujer representaba a la madre tierra, convierte a Eva en intermediaria de la caída. ¿No había claudicado el santo rey David por una mujer y al poderoso Sansón se le había «caído el pelo» por otra?

5. El relato sacerdotal

Si la cosmología del yahvista era seca, elaborada desde el ámbito mental del desierto, la del documento sacerdotal va a ser húmeda, propia de la región mesopotámica -etimológicamente, de Entrerríos, el Eufrates y el Tigris- en que fue elaborada cuatro siglos más tarde (VI), aunque colocada, en buena lógica, como primer capítulo del Génesis. Las frecuentes inundaciones catastróficas de aquella región geográfica y la necesaria lucha con la naturaleza contribuyen al pesimismo de la literatura de aquellos pueblos. En efecto, al final del invierno las aguas de ambos ríos inundaban toda Babilonia -el actual Irak-; los canales de riego, que tanto esfuerzo habían costado, eran destruidos, y los mojones que delimitaban los diversos terrenos, arrasados por las aguas, creadoras de caos y desorden. Una espesa niebla impedía percibir la separación entre tierra y cielo. ¿Qué estaba sucediendo?

Los mesopotamios encontraron una explicación mítica a este desorden: reproducía el caos inicial, retornaba a su confusión primigenia. Y esto sucedía cada año. El mundo había sido ordenado como cosmos o armonía por Marduk, dios supremo del panteón mesopotámico, y lo había realizado mediante un combate divinal -teomaquia- con Tiamat, el dios malo que representaba al océano primordial, el caos. Esta cosmogonía se basaba en una concepción cosmológica primitiva según la cual la tierra es un disco cubierto por un cielo firme o firmamento, más allá del cual, por arriba y por abajo, sólo hay enormes masas de agua sobre las que flota ese disco. Pero en un principio sólo existía ese océano primordial.

La humillación para el pueblo elegido era grande al experimentar a su Dios desplazado y acaso ridiculizado, y el ataque contra su fe, supremo, ya que a la vista estaba que Yahvé no era nadie contra el poder de Marduk. El peligro de apostasía era evidente y la desesperación una epidemia. Y en ese preciso contexto surgen los sacerdotes teólogos de la esperanza elaborando un poema paralelo al babilónico, pero totalmente desmitificado y optimista: no hay teomaquia o lucha de dioses, sino creación por la palabra, distinguiendo a un Dios soberano de una creación que ya no es parte divina, sino obra de su actuación verbal. Quiebra así el dualismo babilónico, porque tampoco el hombre es formado como consecuencia pesimista de la muerte de un dios vencido, sino que se convierte en imagen y semejanza del único Dios sin rival. La separación de las aguas primordiales -no hay lucha contra el caos, sólo palabra soberana de Dios- deviene obra de ordenación del hábitat humano y animal y, mientras que se afirma la bondad sin reservas de la creación -optimismo bíblico versus pesimismo mesopotámico-, se establece la victoria cósmica de Yahvé.

La liturgia babilónica de año nuevo se terminaba con un descanso sólo temporal: se conducía la estatua de Marduk al templo principal de la capital, el Esagil, donde el vencedor de Tiamat reposaba hasta la próxima turbulencia cósmica anual. Era el eterno retorno. Pero la fe de Israel concibió la creación como algo irreversible, no cerrada en sí misma, sino abierta al futuro. La obra de Yahvé duró «seis días», y el séptimo día, ya sin tarde como la tenían los otros, simboliza el reposo perpetuo, el sábado eterno. Desde el punto de vista teológico, el exilio de Babilonia correspondía al caos primordial y, por lo mismo, la vuelta a la patria que alentaba los corazones hebreos -estimulada en un principio por los profetas Jeremías y Ezequiel, alimentada luego por los sacerdotes-, podía ser considerada como una segunda creación. Porque, como al yahvista, también al teólogo sacerdotal le interesaba afirmar que Dios actuaba manteniendo la alianza y la promesa. Y así lo fue: una nueva creación. Pero el objetivo básico y supremo del relato sacerdotal estaba centrado en el séptimo día, recuerdo para siempre tanto de la circuncisión, que Israel adquirió como signo distintivo en el destierro -aunque el relato bíblico lo retrotrae a Abrahán-, como de la creación. El sabbat será en adelante, para los judíos, una fiesta semanal inolvidable y rigurosa, hasta nuestros días. Es el refrendo de la alianza con Abrahán, así como el arco iris, tras el diluvio, lo había sido de la alianza con Noé y la señal de paz con la naturaleza.

6. La creaturalidad

P-O/PESIMISMO: Existe un malentendido generalizado que proviene de una mala inteligencia del llamado pecado original. Tal pensamiento tiene su fuente en el pesimismo de algunos santos padres de la Iglesia, en especial el ex-maniqueo Agustín de Hipona. No habiendo superado del todo el dualismo creacional de la secta de Mani, a la que había estado adscrito, e impidiéndole su fe monoteísta atribuirle el origen del mal a un dios perverso, lo explica desde una corrupción de la naturaleza humana por culpa de un primer pecado que él acuña como original, y por una consiguiente limitación de la libertad humana. Si bien superó el maniqueísmo ontológico o metafísico, no sucedió lo mismo con el moral.

La teología católica, erróneamente convencida de la existencia histórica de Adán y Eva, y de un paraíso del que fueron expulsados, concibió a la primera pareja en un estado de perfección inicial, del cual, por supuesto, nada sabemos por las ciencias, sino todo lo contrario. Esta pareja estaría, como fruto de su integridad inicial, adornada con los llamados dones-preternaturales, entre los que se encontraría la inmortalidad.

Consiguientemente, tanto el sufrimiento como la existencia del mal en el mundo y, sobre todo, el hecho inevitable de la muerte, serían funesto fruto del pecado de origen que, según Agustín y Tomás de Aquino, se transmitiría de generación en generación: «per generationem», como canoniza el concilio de Trento. También aquí juega su papel el dualismo antropológico neoplatónico de un alma buena, en cuanto espiritual, y un cuerpo pecaminoso por material; y también influye la moral estoica del dominio de las pasiones: la concupiscencia es asimismo producto del pecado y no mera cualidad creatural. En consecuencia, la orientación ascética de la piedad cristiana, reforzada por el predominio de los monjes por varios siglos, será la impronta que reciba la espiritualidad. En definitiva, la contingencia creatural no sería venturosa naturaleza propia del ser humano, sino lamentable herida a su humanidad tras la caída.

Sin embargo, una lectura distinta, más atenta a las claves simbólicas y al dinamismo profundo de la historia salvífica, permite una visión muy distinta. El hombre, cuyo pecado de origen -mítico y simbolizado por la manducación del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal- consiste en no haber aceptado la contingencia creatural, queriendo ser tanto como Dios, tiene que aprender a encajar su creaturalidad, aprendiendo a asumirla hasta su última secuencia, que es el voluntarioso y sereno afrontamiento de la muerte. Si el autor sacerdotal va desmitificando, en el primer capítulo del Génesis, los diversos astros que eran tenidos por dioses en los pueblos circundantes, también va afirmando que todo lo que Dios crea es distinto al creador, y que por consiguiente hay que aceptar esta gran diferencia: la creatura no puede ser Dios. Por lo mismo, la creación es buena, pero no divina, porque Dios, si crea, no puede crear a Dios sino algo distinto de él, que, por tanto, resulta creatura contingente, afectada por la precariedad y por una radical menesterosidad.

Que de esta finitud se siga una labilidad que origina sentimiento de culpa, como afirma Paul Ricoeur, no indica más que esta evidencia: el ser humano se experimenta a sí mismo como don del otro, o de los otros, o del gran Otro. Está afectado por una debilidad constitucional que hace que el mal sea posible. Tal fragilidad -ese sentirse lábil- consiste en la desproporción que experimenta entre lo finito y lo infinito. Y lo que Ricoeur llama «patética de la miseria» lo lleva a una situación de culpabilidad que se refleja en la corporalidad, que es la fuente del desgaste físico y, en último término, de la muerte. El hombre es un ser insatisfecho, etimológicamente no-del-todo-hecho. Como es criatura, no procede de sí mismo, es un ser en proceso, en devenir, que, al tener conciencia de que su vida es donación, engendra el sentido de la deuda: él debe algo a alguien distinto de sí mismo. De tal in-satisfacción nace el deseo de cruzar la distancia entre lo que es y lo que no es, constituyendo eso el motor de su existencia dinámica. Deuda y deseo serán, pues, los dos ejes de nuestra existencia, que puede llegar a ser vivida de manera patológica.

Pero la culpabilidad no constituye todavía pecado y no es éste el lugar en que se ha de dilucidar en qué consiste el pecado original: esa situación de origen hoy tan estudiada como apasionantemente valorada por filósofos incluso agnósticos. Lo único que cabe decir es que el recién nacido se encuentra en las redes de un mundo insolidario expresado por el yahvista en términos simbólicos aludiendo a la arrogancia del hombre, que reside en su facultad cognoscitiva, y que el autor sagrado expresa con el mito del árbol de la omnisciencia -ciencia del bien y del mal-; ese saber todo, que quiere alcanzar sin resultado, pues su desnudez, que por vez primera experimenta, le remite a su contingencia creatural: siente vergüenza. Expulsado del paraíso, el hombre se va a reconocer como creatura, convidado a salir de su egoísmo y a abrirse a la alteridad, al altruismo. Eso es lo que san Pablo expresa con la imagen de Cristo como nuevo Adán, pues el de Tarso no se interesa tanto por el pecado de origen como por la nueva solidaridad que se abre con la inserción de la creatura en el misterio de un hombre que muere en la cruz por los demás.

7. El desafío ecológico

El hombre se ha venido situando con una actitud de prepotencia ante la naturaleza. ¿No es acaso rey de la creación, al que el mismo creador le ordena -según conflictivo texto de Génesis 1,28- someter la tierra? «Maitre et possesseur de la nature», le llama Descartes al establecer el objetivo de las ciencias exactas, y no es este filósofo el menor de los responsables de la crisis ecológica actual. Padre del racionalismo, al dividir entre la res cogitans y la res extensa, colaboró al nacimiento de ese dominador antropocentrismo que ya dura cuatrocientos años, desembocando en la furia tecnocrática y consumista que está destruyendo la naturaleza. De hecho, el hombre medieval gozaba de una sabiduría ecológica que desapareció con la Edad Moderna, al perder el contacto íntimo con la naturaleza, que para el moderno es objeto de dominio. Y nos ahorramos aquí un tremendista discurso ecológico que se presupone harto conocido, aunque no suficientemente atendido.

ECOLOGISMO: Se ha acusado a la tradición judeocristiana como responsable del descalabro ecológico, ya que, al desdivinizar a la naturaleza, favoreció esa imagen antropocéntrica. En realidad, la visión bíblica es teocéntrica, pues el fin de la creación no es el hombre, sino la gloria de Dios, y la cumbre creacional no es la aparición de la pareja humana, sino el sábado, que es la corona de la creación, y no el hombre. Como consecuencia de tal antropocentrismo, la teología se inhibiría ante la marcha triunfal y avasalladora de las ciencias de la naturaleza y, acompleiada ante el mito del progreso, se retiraría al terreno de la historia, confiando el de la naturaleza a las ciencias. Y así entramos en la crisis de dominio, en la tragedia ecológica.

Como la urgencia del asunto no da tiermpo para buscar responsabilidades históricas, apremiados como estamos en encontrar urgentes soluciones, habría que precisar algunos conceptos. Sea el primero el verificar que el hombre no es la primera creatura llamada a la vida, sino que, cuando él aparece sobre la tierra, después de cinco días de obra de Dios, y en la vigilia del sábado, ya se encuentra en el seno de una naturaleza que se le presenta como dada y de la que es encargado como administrador o mayordomo, de ningún modo dueño o rey. La Biblia no conoce, pues, ese dualismo de hombre y naturaleza que, a través de la Ilustración, pasó a la modernidad. La arrogancia del hombre frente a lo creado no se puede fundar, de ningún modo, en el texto del yahvista (Gn 2,15), en el que aparece el creador colocando al hombre «en el parque de Edén, para que lo guardara y cultivara». Y. por si lo queremos contraponer al muy citado y denostado texto del escrito sacerdotal (Gn 1,28), bueno sería no leer la afirmación que contiene sobre el dominio de forma aislada, sino en el contexto anterior del yahvista y de acuerdo con la gramática hebrea, en la que, al parecer, ese dominio equivale a edificar o conservar, fijándonos también en los muchos textos posteriores en los que el hombre aparece como simbiótico con la naturaleza. Una naturaleza que habrá que descosificar para convertirla en sujeto de derechos, pese a Descartes que la tiene por mero objeto, res extensa, considerando sujeto único a la res cogitans, el hombre, dándonos una imagen mecanicista del mundo. Al fin y al cabo, el padre del racionalismo tampoco tenía mucha mejor opinión del hombre, ya que en la antropología cartesiana hay una separación tal de cuerpo y alma, que aquél no deja de ser un mecanismo dirigido a distancia por ésta. Y sobre éste y otros dualismos pervertidores se fundó el muy ambiguo mito del progreso humano, que tanto bienestar traJo para la humanidad -sobre todo para los privilegiados-, pero sobre la ruina progresiva de la creación. Sería suficiente con leer el ya famoso informe del Club de Roma, de 1972, sobre los límites del crecimiento, a los que siguieron otros no menos alarmantes instando a los países ricos a que sacrifiquen el crecimiento cuantitativo derivando a otro cualitativo que esté hecho de respeto a la naturaleza y de justicia para con los pobres.

Hoy el ecologismo constituye un auténtico reto para las religiones y clama por una solidaridad y pacto entre generaciones, considerando el derecho de las futuras a que no les leguemos una naturaleza corrompida, inviable. Lo cual lleva a la conclusión ecológica de que la existencia de una especie no está sin más por debajo de los derechos de los hombres en particular o de los grupos humanos, gozando la defensa de la vida de prioridad sobre el crecimiento de la población. Una tierra finita y limitada no se puede explotar a expensas de las generaciones futuras, o las actuales del Tercer Mundo. Y si la naturaleza ha de ser sujeto de derechos, esto habrá de traducirse en una organización jurídica mundial que obligue a todos los pueblos y que se ejecute políticamente. Por supuesto, este derecho se aplicará también y principalmente a las especies animales, cuyo proceso de desaparición o uso indebido, y aun cruel, acusa gravemente al hombre.

Todo este espíritu ecologista, cuya sensibilidad va ganando ambientes, pero todavía minoritarios -la burla que los burgueses hacen de los verdes presupone que son gente no madura, sin otra ocupación-, no puede dejar insensible a una teología que, lamentablemente, descuidó la reflexión sobre la creación centrándola, en exclusiva, sobre la encarnación y redención, entendidas fundamentalmente como remiendo o restauración de una creación frustrada por el pecado original del hombre. Se quebró así la continuidad de la historia de salvación como continua nueva creación, y los orígenes quedaron como mera protología explicativa, desconectada del devenir histórico.

Es preciso superar esa tendencia retornando a una visión cosmológica, y a una teología no sólo de la historia, sino también de la naturaleza. He aquí el planteamiento teológico correcto, que parte del concepto de alianza: el creador pacta con el hombre la administración de la obra creada, lo cual no podrá realizar honestamente si no mantiene la integridad y conservación de la naturaleza, tarea primordial para la que necesita de dos grandes instrumentos: la justicia y la paz, pues sin ellas la amenaza ecológica es tan evidente como la actual historia de escalada armamentista y de capitalismo salvaje degradante demuestra.

El hombre, creatura entre las creaturas, no puede constituirse, con perdón de Protágoras de Abdera, en la medida de todas las cosas. Sólo será imagen de su creador si se convierte en hombre nuevo, ese nuevo Adán que Pablo de Tarso quería, en ansia exploradora -según concepción abierta, no cerrada, de la creación-, de lo que el Apocalipsis llama «un cielo nuevo y una tierra nueva» (21,1). En el pensamiento de san Pablo (Rom 8,19- 22), la creación está sometida al fracaso y frustración, y espera la liberación; es más, viene gimiendo como con dolores de parto. En el pensamiento de la escuela paulina -probablemente la carta a los Colosenses y, sobre todo, a los Efesios, no son del mismo Pablo-, se insiste en el significado cósmico de Cristo: «Hacer la unidad del universo por medio de Cristo, de lo terrestre y de lo celeste» (Ef 1,10), «porque en él quiso Dios habitar con su total plenitud, para por su medio reconciliar consigo el universo, lo terrestre y lo celeste, después de hacer la paz con su sangre derramada en la cruz» (Col 1,19-20). Y si Cristo es el primogénito de toda criatura (Col 1,5), es que una nueva creación nos aguarda.

8. La nueva creación

Con los profetas, a partir de Oseas y Amós (s VIII) aparece en Israel una nueva dimensión en la concepción del tiempo: la necesidad de extender la alianza de Dios no sólo hasta los confines de la tierra -universalismo que irá fraguando lentamente, y que se hará efectivo con la experiencia cosmopolita del exilio babilónico-, sino también hasta la consumación del mundo, pues si finito es, ha de tener un límite final. Estamos en el nacimiento de la escatología: todo lo que se refiere al más allá del final de la historia humana. TIEMPO-GRIEGO: Pero simplificaríamos si reserváramos el concepto escatológico únicamente para lo que hace referencia al final de la historia. Lo decisivo de este concepto es la verificación de una ruptura tal en el tiempo, que la nueva situación no es mera prolongación de lo anterior. Para comprender lo cual tendremos que regresar a la concepción del tiempo que elaboraron los hebreos, ya en parte tratado al principio de este escrito. Es un tiempo distinto al devenir griego, que es circular y pesimista -todo fluye, todo huye- y, por supuesto, habremos de escaparle a ese concepto mecanicista del tiempo cartesiano, que es un sucederse discontinuo de instantes. Bergson acertó mejor con el concepto de duración, y Teilhard de Chardin se acercó, al hablar de cosmogénesis, a la idea bíblica de que la creación sigue haciéndose; una creación continuada, pero no -dijimos- como Descartes la había pensado como mera permanencia de fiat original, sino como continua génesis creadora.

KAIROS: Para el hebreo, la historia no es, como para los griegos, un envejecimiento, sino una maduración. Precisamente el profeta sabe descubrir en el presente los gérmenes del futuro. Y no porque sea un adivino, sino el hombre del kairós: tiene el olfato para el tiempo creador que es el tiempo oportuno, la ocasión temporal especialmente propicia para algo: no constituye un tiempo tan continuo que resulte monótono, sino sorpresivo, porque contiene etapas, momentos privilegiados (kairoi), y la intuición profética detecta los signos de los tiempos, que dijera el buen papa Juan y, antes de él, Jesús de Nazaret (Mt 16,1-4).

La idea de que el tiempo no es homogéneo, sino que tiene momentos especiales, privilegiados, se manifiesta en expresiones temporales como las palabras día y hora. Así, en el Primer Testamento se habla del día de Yahvé como un momento de intervención repentina de Dios, para salvación o para castigo de los enemigos de Israel. Los profetas tendrán que corregir la óptica de despreocupado entusiasmo con que los israelitas acogen tal día como de salvación mágica y amenazan con ese día que les daba falsas seguridades. Ya en el Testamento cristiano, la palabra hora es usada con frecuencia para referirse al kairós de Jesús: «Ha llegado mi hora» (Jn 12,13; 17,1). Por eso hablamos de la plenitud de los tiempos, refiriéndonos a la cesura que marca en el tiempo el advenimiento o adviento -en griego parusía- de Cristo.

Pero esto nos lleva a otra división del tiempo que, además del kairós, realiza el pensamiento hebreo. Porque también existe esa extensión temporal larga que se expresa con la palabra griega aion, traducida al castellano teológico como eón. Es una duración indeterminada, pero siempre larga, como el olam hebreo. Especialmente larga si se utiliza en plural -los eones-, porque, por curioso que pueda parecer, no se registra en la Biblia un sinónimo de nuestro término eternidad: Yahvé es el dios de (todos) los tiempos. Es también ahora para nosotros el preciso momento oportuno, de recordar que Yahvé, al establecer la alianza con el hombre, entra en el tiempo, cuyo inicio es la creación y cuya médula es esa alianza y promesa de futuro inscrita en el mismo nombre del Dios de Moisés: Yo seré, es decir, la promesa realiza su anclaje en el futuro.

Pero, conscientes de su decadencia como pueblo, y ante la imposibilidad fáctica de restaurar el reino de David, los judíos fueron elaborando la idea de que existen dos eones: el presente, envejecido, que será sustituido por el eón futuro. Este dualismo apocalíptico lo asume el Testamento cristiano, pero con una visión completamente revolucionaria: el nuevo eón no se sitúa exclusivamente en el futuro, sino que se solapa con el viejo eón presente, de modo que con Jesús, el Cristo, estamos en lo que llama Dodd escatología confirmada.

Eso tiene una enorme consecuencia, porque la dinámica del tiempo adquiere una densidad tal que el que camina hacia el futuro de la mano de Yo-seré (Yahvé), se ve implicado, ya desde ahora -el reino o reinado de Dios ya está presente-, en algo humano tan radical como es la decisión, raíz de la ética cristiana. Ya estamos en los nuevos tiempos de la salvación, esa palabra demasiado espiritualizada en la tradición cristiana y que en los textos bíblicos corresponde a la liberación histórica e intramundana, política. Así lo traduce con toda corrección bíblica la teología latinoamericana de la liberación.

Por supuesto, también liberación del último enemigo, que es la muerte. La palabra latina salus expresa el doble valor de esta liberación, que es salud -con referencia al aspecto físico de los males- y salvación -eterna-, de la cual la liberación histórica es un momento interno y esencial. Así, las teologías políticas europeas y la ya mencionada de la liberación restituyen el término salvación a su contenido originario, reducido por una tradición que comienza con san Anselmo y que todavía es imperante en la Iglesia y, por supuesto, la oficial.

Y precisar esto resulta importante, porque el creyente ha de saber en qué debe consistir su decisión radical, para traducirla en actos solidarios de liberación humana y en una mística de compromiso creatural -una auténtica ética creatural-, y no encerrarse en una preocupación angustiante por la salvación individual que le conduzca por caminos de una moralidad hecha más de egocentrismo que de dinámica de servicio.

Si andamos en trance de nueva creación, entrando en la nueva alianza, en el eón nuevo, viajamos hacia la eternidad, que de ninguna manera ha de ser concebida como enfrentada con el tiempo, como si de su contrario se tratase. El tiempo de decisión es dinámico, no monótono de espera, sino de simiente y esperanza, en orden a una cosecha. La historia camina hacia una meta, hacia su consumación. La eternidad de Dios no es anterior, ni superior, ni posterior al tiempo, sino que es algo que existe para nosotros en el tiempo.

ETERNIDAD/BOECIO: La eternidad es la fuente viva que alimenta de manera permanente ese arroyo que es el tiempo. Bien la definió Boecio como «la posesión total y simultánea de una vida que nunca termina». Dios, el eterno, se da como promesa de futuro -Yahvé- y se comunica con el hombre en creación permanente, para que los humanos nos renovemos decidiendo con actitud innovadora de avanzar logrando que el porvenir se vaya haciendo ya presente; en definitiva, con espíritu profético.

(·CHAO-REGO-X._10-PALABRAS/1.Págs. 83-109)