1. Relación de Dios con el mundo y del mundo con Dios.

Siendo Dios el creador de todo el mundo, éste depende absolutamente de él, y Dios es su señor. Se debe entender esto no solamente en el sentido en que decimos que poseemos una cosa, de la cual podemos disponer, o tal como un hombre domina a un hombre a quien puede ordenar algo. El señorío de Dios es mucho más profundo y fundamental, se extiende hasta los más íntimos misterios de una cosa. Es cierto que Dios lo ejerce sin privar a las cosas de la autonomía y la propiedad que les ha comunicado, aunque podría hacerlo. En los milagros suprime la marcha natural de la actividad de las cosas, les comunica fuerzas nuevas y les da otra dirección. También en los fenómenos de la revelación se pone Dios en relación directa con la conciencia humana, suprimiendo las leyes ordinarias de la naturaleza. No obstante, de ordinario Dios ejerce su señorío en y mediante el curso natural de los acontecimientos. Por eso, no hay que temer que el señorío de Dios constituya un peligro para la estructura y marcha del mundo. Él mismo nos asegura que no ejerce su señorío con intenciones destructoras. El mundo entero y todas las cosas en él son de su beneplácito. Dios no destruirá el cielo y la tierra, sino que los transformará.

CREATURA/OBEDIENCIA: Al señorío por parte de Dios corresponde la obediencia por parte de las criaturas. Las cosas infrahumanas le obedecen en cuanto que cumplen las leyes en ellas innatas, las leyes naturales y también en cuanto que en los milagros y en los procesos de la Revelación le sirven de instrumento para transmitir mensajes que no pertenecen a este mundo y son totalmente distintos de él. El hombre cumple el deber de obediencia respondiendo libremente al llamamiento divino. La obediencia no es una actitud humillante; es la única actitud objetiva y posible. La desobediencia está en contradicción con la esencia misma del hombre creado por Dios. El desobediente peca contra las leyes del ser y, en definitiva, destruye su propio ser. El hombre ha sido creado por Dios y es propiedad de Dios; la abnegación, el sacrificio y la adoración son para él el camino a seguir si quiere obrar debidamente y llegar al perfeccionamiento de su ser.

El ser del hombre, que pertenece a Dios, está abierto hacia Dios, que es el dueño y señor del hombre. Dios puede hablar en el interior del hombre, puede entrar en el hombre si éste no le cierra la puerta. Las palabras con que Dios habla en el hombre, la voz y el llamamiento divino no son cosas extrañas y desconocidas para el yo humano. El llamamiento divino proviene del mismo corazón de donde surgió la palabra que creó el mundo. Pero debido a la pecaminosidad del hombre y debido también a la inclinación del hombre a sólo escucharse a sí mismo, el llamamiento divino nos parece ser una voz extraña y desconocida (lo. 1, 11). El yo humano, cuando no está dominado por el pecado, se halla abierto hacia Dios, de modo que Dios puede hablar en él y llamarlo sin que por eso sufra detrimento alguno la esencia del hombre. Más aún, la percepción y recepción de palabras e influencias divinas, y más todavía, la entrada de Dios mismo en el hombre contribuyen al perfeccionamiento del ser humano. La Creación posee la llamada potentia oboedientialis; es decir, la capacidad de obedecer a Dios y de someterse a su influencia.

En sumo grado se ha realizado esta capacidad en la encarnación del Hijo de Dios, mediante la cual Dios ha entrado en la naturaleza humana de tal modo que no solamente ha pasado a ser su señor, sino también su yo, el yo de todo lo que hace la naturaleza humana. De un modo no tan claro, pero efectivo y perceptible, llama Dios al hombre en las acciones de la Providencia, y de un modo distinto en la revelación sobrenatural y en la concesión de la gracia y de la luz de la fe. Aquel con quien habla Dios en la revelación percibe claramente que el que habla es un ser dotado de poder extraordinario, que el mensaje viene "de arriba", que en las formas terrenas, en los gestos y signos, en los fenómenos de la conciencia humana, Dios da testimonio de sí mismo. El hombre tiene el deber de obedecer. Resulta, pues, que la fe en el Dios que se revela no es, en primer lugar, emoción, conmoción, vivencia o experiencia, sino obediencia.

CREATURA/AGTO: Agradecimiento y amor son también actitudes de la criatura frente al Creador. El mundo es una donación divina. Todas las cosas que nos rodean son presentes que Dios nos hace. El florecimiento, el crecimiento, la madurez, cosas éstas de que está lleno el, mundo, los actos del conocimiento y del amor, son regalos divinos. En cierto sentido puede decirse que son gracias que Dios nos concede. ·Agustín-SAN escribe lo siguiente en su carta al papa Inocencio (BKV X, 125 y sig.): "No cabe duda de que sin inconveniente alguno se puede hablar de la gracia en virtud de la cual hemos sido creados, teniendo en cuenta que hemos sido sacados de la nada y que no tenemos un ser como el cadáver muerto, como el del insensible árbol, como el del animal irracional, sino que somos hombres y poseemos ser, vida, sentimiento y razón, siendo capaces de dar gracias a Dios por este inmenso beneficio. Con razón podemos llamar gracia a todo esto, pues nos ha sido concedido no en virtud de anteriores acciones buenas, sino por la inmerecida bondad de Dios" (a continuación explica la diferencia que hay entre esta gracia y la gracia sobrenatural). En presencia de la Creación entera, el hombre siente la cercanía de Dios, que está en todas partes repartiendo gracias, especialmente siente la cercanía divina cuando contempla la hermosura de la Naturaleza o de las creaciones culturales o cuando el encuentro con un determinado ser humano conmueve todo su interior. No solamente las cosas que rodean al hombre son regalos divinos; de cada uno de los hombres puede decirse que es para sí mismo un regalo que Dios le hace. \a respuesta del hombre a quien Dios agasaja de esta manera es el agradecimiento. Véanse los prefacios , en los cuales se nos exige que incesantemente demos gracias a Dios. Peca contra el deber de agradecimiento la voluntad que no quiere deber nada a Dios. Hay que tener en cuenta dos aspectos. En primer lugar: Los regalos de Dios son al mismo tiempo obligaciones. El que reconoce que una cosa cualquiera es un don de Dios, siente frente a ella obligaciones más fuertes y decisivas que las que pueda sentir el hombre para quien todas las cosas no son más que productos del eterno ciclo natural. Cuanto más elevada, noble y valiosa, es una cosa de tanta más monta son las obligaciones que nos impone la voluntad de Dios. En segundo lugar: Todos los dones de Dios son signos de su amor. Dios no nos los echa como nosotros podemos dar una limosna a un pobre: sin pensar en lo que hacemos y hasta de mala gana. Con el don, Dios nos regala su amor. El amor se recibe y se paga con amor. Por eso la aceptación de un don divino, en el cual Dios nos testifica y garantiza su amor, es en el hombre abnegación amorosa. Mediante ella, el hombre entrega al tú divino el yo libre y autónomo. El hombre que comprende y afirma que todas las cosas del mundo son regalos de Dios, establece un estado de comprensión amorosa entre él mismo y Dios. Esto no es una humillación del hombre, sino la efloración de su más íntimo núcleo esencial, de sus más íntimas y vivas fuerzas.

El origen divino del mundo comunica a las cosas sus mas íntimas notas características. En su misma esencia va indisolublemente grabado el sello de su procedencia divina. Así como en el semblante de un hombre se reconoce quiénes son sus padres, así también las cosas llevan grabado un sello divino, no externamente y como por añadidura, sino internamente, como ley fundamental de su esencia y esencial determinación de todo su ser. Por eso, en todas las criaturas resplandece, de algún modo, la gloria, la verdad, la santidad, el amor y la bienaventuranza de Dios. Por eso también el anhelo de santidad, de verdad, de amor y bienaventuranza propio de las criaturas racionales está fundado en su más íntima esencia y nunca podrá ser completamente destruido.

Esto aparecerá con más claridad si tenemos en cuenta lo siguiente: El origen divino de los seres no es algo que tuvo lugar en el pasado. Acompaña a las cosas a través de los siglos y millones de siglos, lo mismo que el pasado del hombre sigue acompañándole y se convierte de este modo en perenne presente. Como veremos más adelante, la actividad creadora de Dios acompaña las cosas, dándolas forma y constituyendo su fundamento. Para que la definición de una cosa fuese verdaderamente profunda y exhaustiva, habría que tener en cuenta esta estructuración interna, este parentesco divino fundado en el hecho de la creación y que es una signatura de todo lo que existe. Para la razón iluminada por la fe, el decir que el hombre es un animal racional no es más que una definición superficial y provisoria. La definición esencial exhaustiva debería comprender también la relación con Dios. También en la definición del ser existente fuera de Dios e impersonal debería incluirse la relación con Dios y el parentesco divino que de esa relación se deriva. Entonces se vería que en tales definiciones, que traspasan los limites de nuestra experiencia, entramos en el reino del misterio y de lo inefable. Todas las cosas van marcadas por un signo divino, y son por eso un misterio: participan en el misterio de la Divinidad. En todas las cosas está presente y actúa el misterio de Dios. Esto no quiere decir que no sean inteligibles hasta en las más íntimas profundidades de su ser; solamente quiere decir que nosotros no podemos conocer exhaustivamente su sentido. Al afirmar esto no nos convertimos en defensores de un posible cansancio o comodidad de la razón. Al contrario, se exigen con ello mayores esfuerzos del entendimiento, que incesantemente ha de esforzarse por esclarecer las misteriosas profundidades de las cosas, es decir, el misterio de su ser. El misterio de las cosa es tanto más denso e impenetrable cuanto más nobles y puras son esas mismas cosas. De ahí provienen las grandes dificultades con que tropieza el hombre ordinario cuando se propone conocer cosas grandes y elevadas. Al contrario, las cosas bajas, visibles y palpables, se comprenden con más facilidad y tanto más las aprecia por eso el hombre ordinario.

Hasta qué punto la idea de que el hombre está en relación con Dios es una verdad que se impone aun al espíritu humano que carece de la luz de la Revelación, lo demuestra el hecho de que, según narra el historiador ·Eusebio (Praeparatio evangélica, lib. 1.°, cap. 8), Platón estaba convencido de que para poder conocer al hombre es preciso haber conocido antes a Dios. Eusebio refiere, además, que un sabio de la India preguntó a Sócrates en una ocasión cuál era el objeto de su filosofía. Sócrates contestó que el hombre era el tema y objeto de sus investigaciones. El sabio de la India no pudo menos de reírse del sabio de Grecia, replicando que no puede conocerse lo humano si antes no se ha conocido lo divino.

El parentesco divino de las cosas es la razón por la cual dice San Pablo (Hch/17/22-31) que en ellas se puede percibir la huella de Dios. El espíritu humano mismo está emparentado con Dios y por eso es capaz de percibir a Dios en las cosas. El parentesco divino de las cosas lo percibe como parentesco de las cosas consigo mismo. Esto explica hasta qué punto el pecado puede dificultar el conocimiento de Dios. El que se aparta voluntariamente de Dios, es decir, el que emplea contra Dios el espíritu que ha recibido de Dios, debilita en sí mismo la capacidad de conocer y de percibir a Dios. Pero ya dijimos en otro lugar que a la larga nadie puede dejar de percibir a Dios ni puede negarle, pues de otro modo tendría que dejar de percibir y tendría que negar su propia profundidad esencial. Por otra parte, el parentesco divino de las cosas, el misterio de las cosas fundado en tal parentesco, explica el hecho de que las cosas puedan ser divinizadas, puedan ser convertidas en ídolos, y explica también el hecho de que el hombre mismo pueda divinizarse. En estas depravaciones se percibe el aura misteriosa de las cosas, su carácter numinoso, pero desprendiéndolo del Dios vivo a quien hace referencia. Absolutiza el mundo creado por Dios. No obstante, los mitos de los pueblos presentan una comprensión de la Naturaleza más profunda y adecuada que las doctrinas del racionalismo. Mientras que el racionalismo sólo reconoce validez a lo experimentable y comprensible, a lo constatable y racional, las cosmologías míticas tienen el sentido de lo misterioso e inefable, aunque sus interpretaciones sean falsas.

Como resultado de su origen divino, que determina y caracteriza todo su ser, la criatura se halla en un estado de permanente relación con Dios. A su "de-dónde" corresponde un semejante "a-dónde", a su origen divino corresponde la orientación hacia Dios. En virtud de su más íntima esencia, todas las criaturas presentan una orientación hacia Dios. No existen en sí mismas, sino que existen "hacia Dios". Se trata aquí, en primer lugar, de una inclinación ontológica. Si el espíritu creado quiere comprenderse y valorarse debidamente, si quiere pensar y obrar debidamente, tiene que asumir este estado de cosas en su conciencia, en su conocimiento y en su voluntad. Al estar inclinado hacia Dios, al mero existir en la dirección de Dios, corresponde la conversión voluntaria del conocimiento y del amor. Cuando el hombre se orienta hacia Dios, libremente y con pleno sentimiento de su responsabilidad, se comporta objetivamente, de acuerdo con las exigencias del ser, en correspondencia con lo que exige su propia esencia, y llega de este modo a consumar y perfeccionar su ser. El hombre que no se comporta de este modo se opone a las exigencias del ser, violenta su naturaleza y la destruye, comenzando por destruir en primer lugar el espíritu y termina destruyendo el cuerpo mismo a través de aquél. El hombre obtiene, pues, la plenitud de su ser saliendo de sí mismo, abandonándose, dejando tras sí su propio ser, sucediendo esto no en un acto de trascendencia intramundana, sino entregándose a Dios (Pascal). El camino del hombre hacia sí mismo, hacia lo más profundo de su ser, conduce a través de la infinitud de Dios. El hombre no se encuentra a sí mismo en sí mismo, sino en Dios. Mientras no se haya encontrado en Dios la inclinación hacia sí mismo, se manifestará en su conciencia y en su corazón bajo la forma de inquietud.

Expresión de esta inquietud es la melancolía. LA melancolía no es una creación de poetas y filósofos, sino que surge del interior de las cosas. También las cosas tienen sus propias lágrimas (sunt lacrimae rerum: Virgilio. Dante habla de la "tristezza" que surge de la existencia misma. La melancolía es un anhelar lo infinitamente perfecto y valioso, lo eterno y absoluto, bajo la forma de hermosura y amor, la insatisfacción que produce lo finito, un vivo sentimiento de la caducidad. Las dos tendencias fundamentales de la existencia humana, el deseo de muerte y el deseo de plenitud, muerte o fin de la existencia precaria y finita, y plenitud otorgada por la vida infinita, adoptan en el melancólico un matiz especial y se hallan en él en dolorosa contradicción. La melancolía es un signo de que somos seres finitos y de que estamos orientados hacia Dios, hacia la hermosura y amor ilimitados y personales. Este sentimiento da testimonio de la finitud del mundo y de la infinitud de Dios. La inquietud impele al hombre a salir de sí mismo y a buscar a Dios, que da testimonio de sí mismo en la naturaleza humana. En vano trataría el hombre de calmar su inquietud entregándose a la Naturaleza, o al destino, o a otro hombre. En este caso no traspasaría los propios límites, pues la Naturaleza y el hombre son semejantes a El. El hombre no llegará jamás a encontrar la plenitud y perfección de su ser si no se encuentra a sí mismo en Dios.

Una forma especial de la inquietud es la angustia que se apodera del hombre cuando éste, por no conocer y reconocer a Dios, se muestra incapaz de descubrir el sentido último de la vida.

La relación entre el hombre y Dios adquiere una nota característica especial debido al hecho de que el hombre es imagen del Dios trino. Este aspecto de la existencia humana nos sería desconocido si Dios mismo no nos lo hubiese revelado; sólo lo conocemos en la fe y mediante la fe. Esta nueva y sobrenatural determinación no obtendría su consumación si Dios no hiciese participar al hombre en su vida trinitaria. Sólo en esa vida se encuentra el hombre a sí mismo en toda su profundidad. Tenemos, pues, que el hombre se encuentra a sí mismo en el Tú divino sólo en cuanto que Dios mismo se comunica sobrenaturalmente al hombre. La autocomunicación de Dios se realiza en Cristo.

La relación entre la criatura y Dios implica, pues, la relación con Cristo. Como ya vimos en otro lugar, en el plan de la creación iba prevista la encarnación del Hijo de Dios (si con o sin previsión del pecado, es un tema que no vamos a estudiar aquí). La creación entera ha sido querida por Dios en conexión con la naturaleza humana de Cristo. Por consiguiente. Ileva en secreto la impronta de Cristo, está en camino hacia Cristo; que lo sepa o no, está inclinada hacia El y sólo en el El puede encontrar la plenitud y consumación de su esencia. En cuanto que se asemeja a Cristo, participando de su gloria, toma parte de la gloria del Dios trino y obtiene su perfección. Que la creación está esperando la gloria de Cristo, es una verdad revelada por Dios en el siguiente pasaje de San Pablo: "Porque el continuo anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios; pues las criaturas están sujetas a la vanidad no de grado, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto" (/Rm/08/19-22). La creación entera obtendrá su forma final y definitiva cuando, liberada de la "vanidad", haya sido convertida en cielo nuevo y tierra nueva, es decir, cuando adquiera aquel estado cuyo arquetipo es el Cristo resucitado y glorificado, un estado en que Dios lo será todo en todo (1Co/15/28).

La correcta actitud del hombre con el mundo

Finalmente, la creencia en el origen divino del Universo entero constituye el fundamento de la actitud que hemos de adoptar frente a las cosas del mundo y frente a los demás hombres. a) La fe nos enseña a creer en el sentido de las cosas creadas por Dios, aunque la débil capacidad de visión de los ojos humanos no sea capaz de percibirlo. Esa misma fe nos enseña a creer en su bondad, a amarlas y afirmarlas en correspondencia con ella. El origen divino de todas las cosas, que han sido creadas por Dios, determina la forma de sus relaciones mutuas. Lo mismo que las ideas divinas, las normas y arquetipos de las cosas constituyen en Dios una unidad y son una realidad simple, así también las cosas realmente y substancialmente distintas tienen que formar una unidad de relaciones. A pesar de su diversidad y a pesar de las oposiciones y contradicciones, las cosas son un universo. Cada una participa en la existencia de todas las otras. También el hombre participa en el ser de los demás seres. EI ser del hombre es existencia dentro del mundo y coexistencia con los demás hombres. El hombre participa en el ser de todos los seres en virtud de su capacidad de conocer, obrar y amar.

Sobre todo del amor cabe decir que es la realización voluntaria y consciente de su unidad con todas las demás criaturas. No se trata aquí de un amor general e indeterminado. Lo mismo que Dios ama y quiere cada una de las cosas, el ser concreto y determinado de cada una de ellas, así también nuestro amor se ha de extender a todas las cosas y a todos los seres humanos, y ha de ser un amor de las realidades concretas y determinadas. Esto quiere decir que debemos reconocer y valorar tal como son las peculiaridades ontológicas que han recibido de Dios, que no debemos imponer las formas y finalidades que estén en contradicción con su propio ser. que debemos ayudar a todas las criaturas a que alcancen la forma y figura que Dios les ha destinado. Este amor presupone el justo y adecuado conocimiento de todo lo que es. Tenemos que esforzarnos por ver en las cosas la peculiaridad ontológica que cada una posee según la voluntad de Dios, es decir, hay que mirar las cosas con ojos puros y limpios, libres de concupiscencias egoístas y desordenadas. El verdadero amor nos enseña a ver las cosas tal como son, no como nosotros queremos que sean; nos conduce al mundo de lo que es, nos enseña a obrar y vivir en ese mundo y no en los mundos de la fantasía, del engaño, del ensueño y de la ilusión. Con ese amor en el corazón aprendemos a ver y a amar las cosas y a los hombres objetivamente, fieles a lo real, fieles a las exigencias del ser, es decir, sobriamente, con la clara mirada de la verdad y de la veracidad, o sea, a ver y a amarlo todo con los ojos de Dios. De este modo, nuestro amor no se perderá en un mundo irreal de meras apariencias, amaremos el mundo real y concreto en que vivimos y trabajamos, donde nos alegramos y sufrimos y tenemos amigos, y amaremos a los hombres reales y concretos con quienes en cada momento convivimos.

La sobriedad de la vista y del corazón frente a las cosas y los hombres no es indiferencia ni frialdad. El que cree en Dios sabe que es responsable de las cosas de este mundo, lo mismo que el hijo es responsable de la hacienda de la familia. Su sobriedad está alimentada e informada por el amor de Dios a las cosas y por el amor con que el hombre ama a Dios, es, por decirlo así, una sobriedad ebria. Se cuida de las cosas con el esmero con que el administrador cuida de la hacienda que le ha sido confiada. Para el que cree y sabe en la fe que todas las cosas y los hombres con quienes se encuentra a su paso vienen de Dios, todo lo que es reviste un aspecto de perenne novedad. Esta fe le enseña a cuidarse de todo con el mayor esmero. Y aunque el encuentro con las cosas sea cotidiano y ordinario, para el creyente las cosas no presentan nunca esa pátina gris de lo acostumbrado y cotidiano.

Las cosas y los hombres poseen una profundidad inconmensurable y misteriosa, son aún para sí mismos un misterio inescrutable. Por eso, nuestro amor a lo que existe irá siempre acompañado de un sentimiento de recato. Nuestras relaciones con las cosas y los hombres son cercanía y distancia, recato amoroso y amor informado por el recato, es decir, respeto. Todas las cosas, especialmente el yo personal, tienen un misterio que nadie puede ni debe arrancarles, ni siquiera en las relaciones de amistad y amor. Precisamente esas relaciones, cuando son auténticas, se fundan en el hecho de que los que se unen en el amor y amistad poseen un misterio inescrutable. Cuando se traspasan los límites impuestos por el respeto, el amor y la amistad quedan destruidos. EI verdadero respeto tiene su fundamento en la siguiente convicción: todo encuentro con cosas o personas es en definitiva un encuentro con el Dios vivo, que llega hasta nosotros a través de las cosas y de los hombres. De aquí se deriva la exquisita valía de las cosas cotidianas y de todo lo que hacemos día por día. La relación con Dios comunica a lo cotidiano un aura de grandeza y sublimidad. El respeto tributado a las criaturas es, en definitiva, un respeto tributado a Dios. De no ser así, se convertiría en sentimentalismo naturalista y panteísta. Con el respeto de que venimos hablando aquí está en relación el hecho de que nos sentimos responsables de todas las cosas que encontramos a nuestro paso, con un sentimiento de responsabilidad inspirado por las excelencias y valores que Dios ha comunicado a todo lo que existe. El amor se realiza en actos de abnegación y sacrificio. En esos actos se manifiesta su fuerza e intimidad. Como veremos más adelante, el yo humano en todo lo que tiene de más íntimo y característico, se deriva del amor creador divino, de modo que el hombre sólo puede existir superándose a sí mismo, saliendo de su limitación, trascendiéndose. Por consiguiente, la abnegación y el sacrificio son aspectos esenciales de la vida humana. El hombre no llega a realizar su mismidad afirmándose a sí mismo, encerrándose en sus fronteras, levantando una muralla frente al tú; la abnegación (en favor de la familia, del pueblo, de la Iglesia) es la suprema realización del yo. Sólo de este modo realiza la esencia que ha recibido de Dios, cumpliendo así, en definitiva, la voluntad divina. Mediante la abnegación y los sacrificios en favor de la comunidad, el hombre se entrega a Dios. La abnegación y sacrificio supremos del hombre y hasta del mundo entero tuvo lugar en la cruz de Cristo. La cruz resume y es la culminación del sacrificio del mundo, y está por eso en el centro del mundo y en el centro de la historia universal, humana y cósmica. Todos los sacrificios son una participación en este supremo sacrificio. Pero la abnegación no debe confundirse con la renuncia al propio ser.

b) El amor al mundo no es complacencia en las cosas de este mundo. El amor con que el cristiano ama al mundo no tiene nada de común con el placer y la comodidad. Todas las criaturas son referencias a Dios, todas nos muestran el camino hacia Dios. Si las amamos tal como son y no como nos las harían ver los ojos obcecados por la concupiscencia, tenemos que amar su significado, es decir, su referencia a Dios. Esto quiere decir que el amor a las cosas no termina en las cosas mismas, aunque afecta la unicidad concreta de las cosas y a pesar de que no las considera como mero motivo del amor a Dios; es, más bien, un amor, que trasciende las cosas y se dirige hacia el Dios que en las cosas se acerca a nosotros. En la mirada con que abarca las cosas, mira, a través de éstas, hacia Dios. Otra cosa hay que tener también en cuenta. La razón creyente sabe que el mundo de la experiencia con sus formas espacio-temporales, no posee todavía su existencia última y definitiva. Esta se halla preformada y se funda en el cuerpo glorioso de Cristo. El mundo está en camino hacia un estado en que participará de la gloria revelada del Cristo glorioso. El amor con que ama al mundo el que cree en Cristo implica este hecho. Es un amor en que se desea que el mundo sea liberado de las formas deficientes del estado actual y que participe en la existencia gloriosa de Cristo. Por eso no puede quedarse parado en la forma actual del mundo. Quiere, anhela y ansía la perfección futura del mundo. Presenta un aspecto escatológico. No obstante, en el mundo sometido al pecado, las criaturas pueden seducir al hombre, de modo que éste, deteniéndose en lo creado, encuentra ahí su complacencia y no mira hacia Dios a través de las criaturas. Cuanto mayor es la gloria, el poder, la grandeza y hermosura de las criaturas, tanto más fuerte e inminente es el peligro. También tras la numinosidad del mundo, es decir, precisamente en el parentesco divino de las criaturas, nos acecha siempre ese peligro.

C) Falla al dar el sentido verdadero de las cosas no solamente el que las diviniza, sino también el que las desprecia o hace mal uso de ellas. Continuamente nos priva Dios de bienes queridos, obrando según su voluntad y no según la nuestra, y de este modo nos protege contra el peligro de adorarlos y abusar de ellos. Así obtenemos de nuevo esos bienes, pero en un sentido superior. "EI morir para el mundo, donde de continuo tenemos que abandonar cosas queridas porque así lo quiere Dios, es una actitud esencial del cristiano" Este abandonar las cosas no debe ser confundido con la negación budista del mundo. No está inspirado por el desprecio al mundo, sino por el amor a todas las cosas del mundo. EI creyente se distancia de las cosas no porque las desprecia, sino para prevenirse contra la tentación a usarlas de un modo opuesto a la voluntad de Dios y opuesto también, por consiguiente, al ser mismo de las cosas. Se trata aquí de una actitud inspirada por el amor auténtico y verdadero. En la distancia se obtiene la verdadera unión. Muchos se sienten tan amenazados por la susodicha tentación que creen no poder llegar hasta Dios si no es renunciando completamente al mundo. Otros dejan las cosas para dar testimonio de que Dios es el Señor del mundo, del cuerpo y del alma. Su actitud es distinta de la del budista, el cual desprecia las cosas y no les reconoce valor alguno; el cristiano reconoce siempre el valor de las cosas, aunque se trate de un valor relativo, es decir, fundado en la relación con Dios y en el origen divino del mundo. Este "dejar las cosas" o abandonar el mundo es, por consiguiente, un sacrificio. Nuestra creencia en la creación nos protege, pues, contra los peligros de una complacencia en el mundo, olvidada de Dios, y contra una falsa complacencia en Dios, despreciadora del mundo. El bautismo obliga al cristiano a distanciarse de las formas de este mundo. Este sacramento asesta un golpe de muerte a la existencia mundiforme, a la existencia espacio-temporal y constituye el fundamento de la participación en la vida gloriosa de Cristo. El abandonar, amando las cosas de este mundo, se convierte de este modo en confesión de la vida gloriosa de Cristo.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA II
DIOS CREADOR
RIALP. MADRID 1959.Pág. 71-84

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2. CREACION/ECOLOGIA

La «casi total desaparición del mensaje sobre la Creación en la catequesis, la predicación y la teología». En un tiempo como el nuestro, en el que la cuestión ecológica ha alcanzado un altísimo grado de interés social y se cuidan con particular sensibilidad las relaciones del hombre con su entorno natural, ha dejado «paradójicamente» de oírse en la sociedad dicho mensaje cristiano. En una época como la actual, en la que -como señalaba el Cardenal Ratzinger en un discurso pronunciado en mayo de 1989 ante los Obispos responsables de las Comisiones doctrinales de las diferentes Conferencias Episcopales de Europa- «experimentamos el rebelarse de la creación contra las manipulaciones del hombre y se plantea, como problema central de nuestra responsabilidad ética, la cuestión de los límites y normas de nuestra intervención sobre la creación, es altamente sorprendente que la doctrina de la creación como contenido de fe haya sido en parte abandonada y sustituida por vagas consideraciones de filosofía existencial».

El mundo creado no es conocido por muchos en su más profunda verdad de ser un don amoroso hecho al hombre por Dios Creador, en el que se contiene una enseñanza sobre el Amor y la Sabiduría creadora -y, por tanto un profundo mensaje moral dirigido a la conciencia del hombre-, y la humanidad sufre a través de esa ignorancia o de ese olvido, una honda desorientación respecto del sentido de las cosas y de la propia existencia del hombre. De ahí «la urgente gravedad del problema de la Creación en la predicación actual», o bien, en frase mucho más fuerte y explícita, la necesidad de que «el mensaje sobre Dios Creador vuelva a encontrar en nuestra predicación el rango que le es debido». Es urgente, en definitiva, anunciar a los hombres contemporáneos la verdad de la Creación y, para alcanzar ese fin, reavivar ante todo en la conciencia de los cristianos la enseñanza revelada.

JOSEPH RATZINGER
CREACION Y PECADO
NAVARRA 1992. EUNSA-3. Pág. 12 s.

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3. CREACION/FIN:

La creación revela la gloria de Dios tomando parte en ella, es decir, en cuanto que es realización de la gloria de Dios fuera de Dios. Todas las cosas son manifestaciones y símbolos de la majestad, dignidad, profundidad y plenitud de Dios. Todas anuncian la gloria de Dios=(gloria externa). Pueden prestar este servicio porque poseen una gloria, dignidad y perfección derivadas de Dios y preformadas en El. Cuanto más rico es el ser de una criatura, tanto mejor puede revelar a Dios. La gloria de las criaturas nos incita a admirar y contemplar la gloria de Dios. En su grandeza y hermosura resplandece la grandeza y hermosura de Dios (Rom. 1, 20). Se mostrará más adelante que la medida en que una criatura de Dios revela su gloria no depende solamente de su esencia ontológica, sino además de su posición en los planes salvadores de Dios. La revelación de la perfección divina se denomina fin de la Creación; más exactamente, fin primario de la Creación (finis primarius). Al emplear la palabra fin no hay que pensar en una determinación externamente añadida. Indica, al contrario, una determinación y sentido propios de las cosas. Las criaturas cumplen la finalidad a que aquí nos referimos por el mero hecho de que son expresión de la voluntad amorosa de Dios. Como quiera que la revelación de la perfección divina se obtiene por el mero hecho de que las cosas mismas poseen perfección, el estar al servicio de la gloria de Dios no implica esclavitud ni servidumbre en pro de un teleologismo externo. Se trata de un acto de fidelidad a sí mismas. En cuanto que son lo que son y como son, ensalzan la gloria de Dios. Como quiera que Dios es el Señor que se comunica desbordante por los caminos del amor, las criaturas no solamente nos hablan de su amorosa bondad, sino también de su terrible majestad, no solamente de su bondad, la cual produce sentimientos de admiración y encanto, sino también de su poder y señorío, los cuales hacen que nuestro corazón se estremezca.

PODER: Nótese, especialmente, que también el poder humano es una revelación de Dios, es decir, una revelación de la omnipotencia divina. De por sí es un bien, es bueno. Más aún, por ser una participación en la soberanía incondicional y en la libertad de Dios, puede revelar a Dios de un modo especialmente eficaz. Pero tampoco se debe olvidar que en el orden actual del mundo, quebrantado por el pecado, el poder está sometido a peligros especiales, que se derivan de la impía autocracia humana. En el sector del poder puede adquirir éste las formas más desastrosas. Corruptio optimi pessima. El que cae desde la altura de una elevada cima se precipita en abismos más profundos que aquel que al caer se hallaba en un bajo montículo. Con gran dificultad y raramente suelen ver este peligro los que detentan el poder.

La Sagrada Escritura habla en diferentes lugares de los peligros a que están expuestos los que detentan el poderío terrestre. En Daniel (11, 36) el príncipe Antíoco Epifanes, que había profanado el templo introduciendo el culto de los ídolos y divinizándose a sí mismo, es descrito con las mismas palabras que emplea San Pablo (1Ts 2, 1-13) para describir al "adversario" (anticristo). Ezequiel (28, 2) condeNa al parecido tirano de Tiro. Las palabras del AT, además de su importancia en lo referente a la Historia de la Salud, hacen relaCIón al futuro. Se trascienden a si mismas, ya que ellas, como todo el AT, contienen profecías. Los reyes arriba nombrados hacen lo que en todos los tiempos se hará contra Dios. El hombre autócrata se sentirá siempre inclinado a negar a Dios la gloria y a glorificarse a sí mismo. La Historia será siempre el escenario en que se luchará por la "gloria Dei" o por la "gloria mundi". El jefe de los que buscan la "gloria del mundo" no es otro que Satanás. Dirige a todos los que odian a Dios y a los que adoran a los ídolos, pero obra ocultamente. En los poderosos de este mundo es donde mejor puede desarrollar su actividad. Cuando se rebelan contra Dios, ofrecen a Satanás una posibilidad especial para corromper el mundo. "Con gran facilidad olvida el rey terreno que no es más que un representante del Dios celestial. En tal caso olvida la comisión que ha recibido de Dios... Olvida que las armas de la política son impotentes frente a las últimas y verdaderas necesidades del hombre. En tales casos, aparece como rey redentor y salvador y se llama a sí mismo "soter". Olvida que es un hombre sometido al pecado y que en su actividad política necesita perdón y gracia. Por eso quiere ser festejado como si fuera un dios... Olvida que es un ser sometido a la muerte, cuyo trabajo político va afectado por el signo de la caducidad. En tales casos, sueña en la eternidad de su obra... Olvida la gloria de Dios y se la niega... En tales casos, la comunidad de los que sólo glorifican a Dios es para él un escándalo, la persigue con odio creciente, se convierte en adversario de Dios y en partidario de Satanás... Cuando la civitas terrena es vencida por su propio demonio en la lucha contra los demonios del caos, la misión histórica del poderío político se convierte en lo contrario. La atalaya contra el Anticristo se convierte en una atalaya del Anticristo... La civitas terrena queda convertida en una civitas diaboli" (E. Stauffer, Die Theologie des NT, 1941, 67).

Hay que observar, además, que las criaturas no son solamente revelaciones de Dios, sino también ocultamientos de Dios. Como ya se ha indicado varias veces, no obra del mismo modo que el hombre, el cual se manifiesta y representa en su obra, hasta el punto de que partiendo de la obra se puede penetrar en los más profundos recintos de su interioridad. La Naturaleza sólo nos revela el aspecto exterior de Dios, por decirlo así, y con respecto a ese aspecto exterior sólo nos ofrece una idea imprecisa e inadecuada. Aunque el mundo haya sido creado a la semejanza de Dios, es en mayores proporciones desemejante. Esta peculiaridad ha experimentado una profunda modificación debido al pecado. Frente al mundo pecaminoso se halla planteado el problema de determinar si puede ser la obra de un Dios bondadoso, en vista de sus oscuridades y entenebrecimientos, de su precariedad, de sus males y absurdidades. Resulta, pues, que no se puede encontrar con facilidad a Dios en las cosas de la Creación. Tiene que esforzarse mucho el que quiera encontrar el semblante de Dios oculto tras numerosos velamientos. Para llevarlo a cabo hay que poseer una mirada clara y un corazón dispuesto a recibir a Dios. Es necesario el esfuerzo de un espíritu empeñado en descubrir a Dios. Podemos, por eso, pasar junto a las cosas sin ver a Dios. Es un caso parecido al del que tiene en la mano el auricular y no puede oír la voz del amigo debido a los ruidos que hay en torno a él.

·Newman-CARDENAL ha descrito esta situación en su sermón sobre la Infinitud de las propiedades divinas (en Sermones del período católico): "Pero como quiera que estas propiedades son en Dios infinitas, sobrepasan por su profundidad y perfección nuestras capacidades intelectivas y sólo la fe puede comprenderlas. Bajo este respecto, las grandes fuerzas naturales que Dios ha puesto en el mundo visible sólo pueden darnos una débil idea. ¿Hay nada más cotidiano y conocido que los elementos, nada más simple y obvio que su existencia y actividad? No obstante, ¡cuán diversos son los fenómenos en que se manifiestan, qué impresión de grandeza y fuerza nos producen cuando desarrollan la plenitud de sus posibilidades! ¡Qué ameno es el aire invisible y cuán íntima es la unión que nos liga con él! Lo respiramos en cada momento y no podemos vivir sin él. Acaricia nuestras mejillas y nos rodea por todas partes; nos movemos sin esfuerzo dentro de él, que, obediente, se aparta cuando pasamos y sumiso sigue nuestros pasos cuando marchamos hacia adelante. Pero que el aire desarrolle toda su fuerza, y el mismo sereno soplo que antes estaba al servicio de nuestras necesidades o caprichos nos levanta ahora con la fuerza de un invisible ángel, nos lanza en el espacio y nos arroja repentinamente al suelo. Oíd a la fuente y podréis recoger a beneplácito en vasos y jarros de agua cuanto necesitáis. Sea mucha o poca el agua que necesitáis para calmar la sed o para limpiaros del polvo o suciedad de la tierra, la fuente os presta siempre obediente sus servicios y está siempre a vuestra disposición. Pero id a la playa, junto al mar, y veréis cómo este sumiso elemento se transforma ante vuestros ojos. En sus humildes orígenes apenas si os habéis dado cuenta de él, pero ¿quién podrá dejar de maravillarse cuando deja vagar la mirada por la infinita superficie del mar? ¿Quién no se estremecerá al oír el ronco estrépito de las olas cuando se precipitan sobre los cantiles de la costa? Y ¿quién no sentirá horror y temblor al percibir cómo se inquieta el mar, se hinche y asciende, y abre sus abismos, y, a modo de juguete, es arrojado de un lado a otro por la marea, y queda a la merced de un poder que antes parecía ser su amigo y aun esclavo? O contemplad la llama y ved cómo esparce calor y luz. Pero no os acerquéis demasiado, confiando en ella, si no queréis experimentar cómo se modifica su naturaleza. El mismo elemento que tan hermoso parece a la vista, tan resplandeciente y de movimientos tan gráciles mostrará el otro aspecto de su ser, su fuerza irresistible; el fuego atormenta, consume y convierte en ceniza las cosas que hace un momento recibían de él luz y vida.

Algo parecido sucede con las propiedades de Dios. Lo que conocemos de ellas está al servicio de nuestro cotidiano bienestar. Son para nosotros luz y vida, alimento, guía y apoyo; pero subid con Moisés al monte y dejad que el Señor pase delante de vosotros, o permaneced con Elías en el desierto, en momentos de tormenta, de terremotos y de incendios: entonces todo queda envuelto en misteriosa oscuridad. La razón queda desconcertada, la fantasía pierde su poder y queda deslumbrada, callan los sentimientos y sabemos entonces que somos meros hombres mortales y que El es el Señor, y sabemos que la silueta que de El nos ofrece la Naturaleza no es, ciertamente, una imagen perfecta, pero sí una imagen que no deja de estar en relación con la luz y sombras que le comunica, vivificándola, la Revelación."

La gloria de Dios es manifestada de distinta manera por las criaturas, según el grado de su perfección ontológica. Las criaturas irracionales, con su mera existencia y su perfección, manifiestan la grandeza y perfección de Dios. Son revelaciones de Dios (revelación "natural"). Con mayor razón, al parecer, se puede hablar de la revelación de la gloria de Dios mediante la creación irracional, si existe alguien a quien le haya sido anunciada la perfección de Dios, es decir, si existe un espíritu que puede percibir el himno de alabanza con que la Naturaleza ensalza a Dios. La Naturaleza creada, por consiguiente, hace referencia al espíritu creado, que es la corona de la creación. En este sentido puede afirmarse que Dios ha creado el mundo para el hombre y por amor al hombre. En él experimenta el hombre el poder y la grandeza, la sabiduría y la dignidad de Dios. Cuanto más estudia el mundo con sus inmensas proporciones, tanto mejor llega a conocer el misterio infinito e inescrutable de la divinidad.

"Sin confundir la Naturaleza con Dios y sin dejar de colocar la Naturaleza por debajo de Dios, el hombre consigue descubrir en la creación las propiedades divinas bajo la forma de fuerzas vivas y absolutas, las cuales ora despiertan en él sentimientos de supremo respeto, debido a su infinita sublimidad y majestad, ora sentimientos de amor, agradecimiento, de alegría santa y de confianza, debido a la infinita benevolencia, bondad, misericordia, claridad y suave poderío que en ella se manifiestan. De este modo, el espíritu pasa en la escala de los sentimientos determinados por la Creación por cada uno de los grados, desde el íntimo y pavoroso temblor del alma hasta el supremo y más profundo encanto, de modo que no hay cuerda alguna que deje de vibrar. No obstante, no se incurre en el peligro de confundir las fuerzas do Dios con las fuerzas de la Naturaleza; las manifestaciones de las fuerzas activas de la Naturaleza proporcionan una idea viva de las fuerzas de Dios, sin bien es cierto que éstas son totalmente distintas e infinitamente superiores comparadas con aquéllas. Las propiedades de Dios reveladas por la Naturaleza son las siguientes: la grandeza, la majestad, el poder y la fuerza, la sabiduría, la bondad y el amor, la gloria, la adorabilidad y la loabilidad" (-Staudenmaier, Die christliche Dogmatik III, pág. 329).

Cabe preguntar, es cierto, si el cosmos no poseerá tal inconmensurabilidad que el hombre no sea capaz de escudriñar sus abismos y la gloria de Dios que en él se manifiesta, por mucho que dure el transcurso de la Historia terrena. Efectivamente, se puede admitir que el hombre no llegará nunca a comprender exhaustivamente la grandeza del mundo, y nunca, por consiguiente, podrá captar debidamente la gloria de Dios oculta en la gloria de la creación. Más aún, cuanto mejor conoce el cosmos, tanto más incomprensible le parece. Y ahora cabría preguntar: ¿no es el mundo demasiado grande y majestuoso para poder afirmar que existe por amor del hombre, puesto que el hombre no llegará nunca a comprender la gloria de Dios que ese mundo encierra, debido al hecho de que el hombre no dispone de capacidades suficientes para percibirla y captarla?

A esta pregunta se responde de la manera siguiente: a) Aunque la inteligencia humana no disponga de capacidades suficientes para comprender la gloria de Dios que resplandece en la inmensidad del mundo, la inconmensurabilidad del universo excita al hombre de continuo a reconocer la grandeza de Dios. En ]a incomprensibilidad del mundo, el hombre puede percibir, como en un símbolo que hablase, la imponente incomprensibilidad de Dios. El hombre que sabe que no es más que un punto insignificante en la totalidad del mundo percibirá con mayor facilidad sus propias fronteras y el mundo puede enseñarle a someterse a la grandeza de Dios. Al mismo tiempo, el hombre que al contemplar el mundo experimenta la grandeza de Dios y sus propias fronteras puede formarse una idea tanto más viva del amor incomprensible con que Dios se inclina hacia él. Por otra parte, al ver el mundo el hombre descubre su propia grandeza. El hombre, en efecto, percibe que el universo, aunque cuantitativamente superior, puede ser captado por su espíritu. De este modo reconoce su superioridad y se siente inclinado a alabar a Dios, que tan elevado grado le ha señalado dentro de la creación total. Experimenta, por consiguiente, que aun su existencia natural es "una gracia" y se siente obligado a dar gracias y a alabar a Dios por ella. Además, el hombre puede darse cuenta del valor que tiene ante Dios, al considerar que en la encarnación ha tomado la naturaleza humana, mientras que el mundo no ha sido objeto de semejante benevolencia, a pesar de su cuantitativa superioridad.

b) A esta primera consideración viene a añadirse un nuevo punto de vista. Aunque el hombre no pueda llegar a comprender plenamente la gloria del mundo dentro de la Historia, puede comprenderla mejor en aquella otra forma de existencia que comienza después de la muerte. El mundo es tan poderoso, inmenso y abismático, que aun el hombre provisto de nuevas capacidades cognoscitivas podrá descubrir en él nuevos y desconocidos aspectos de Dios.

c) Quizá se podría decir también: la grandeza del mundo, que el hombre no puede comprender, puede ser comprendida por los espíritus exentos de materia llamados ángeles, de modo que la gloria de Dios que se manifiesta en el mundo y que permanece oculta para el hombre es comprendida por los ángeles. De este modo, el mundo serviría también para revelar a los ángeles la gloria de Dios. Tiene que ser muy superior a la humana, porque de otra manera no podría ofrecer mucho a los ángeles. Esta opinión puede ser defendida con tanto más fundamento cuanto más íntima sea la unión que se establezca entre el mundo y los ángeles. Sobre este punto Schell escribe lo siguiente (en su Katholische Dogmatik, 1890, volumen II, 199):

'Los ángeles son "efectivos ciudadanos del mundo". Investigan el mundo, los fundamentos y la interdependencia de las cosas; persiguen determinados intereses, en parte de finalidad opuesta, en la lucha del bien contra el mal; en parte opuestos en la elección y aplicación de los medios que han de servir a una finalidad buena, como en el caso de los ángeles patronos de las naciones; los ángeles son príncipes de los pueblos y espíritus protectores, mensajeros de Dios enviados a los hombres y defensores de éstos ante el trono del Señor del mundo. Los ángeles no poseen desde el principio un conocimiento perfecto, sino que adquieren nuevas experiencias al observar la historia del mundo; los acontecimientos les excitan, se enardecen y arden, aman y odian, se apresuran y luchan, combaten y se esfuerzan; deliberan sobre la suerte del mundo y de la historia de las naciones (Dan. 4), se aparecen y operan en el mundo, se hallan dentro de un intercambio mutuo de enseñanza y misión, su actividad está localmente limitada, han pasado por un momento de decisión histórica y debido a ella tienen una misión temporal y una historia hasta que llegue el día del Juicio final. Los ángeles son, pues, ciudadanos efectivos del inmenso reino de Dios."

d) Si fuese seguro que no sólo en la tierra, sino también en otros astros existen seres dotados de razón, se podría aducir como nueva razón que éstos descubren en el Universo aspectos de la gloria de Dios que permanecen ocultos para los habitantes de la tierra. De este modo, la creación de Dios anunciaría la gloria de Dios a los hombres en la tierra, a los bienaventurados del cielo (tanto hombres como ángeles) y a los habitantes de otros mundos.

Contra la existencia de tales seres se puede aducir el hecho de que según el estado actual de nuestros conocimientos físicos solamente la tierra posee las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida. En pro de la tesis en que se afirma que la creación está en relación con el hombre, puede aducirse el hecho de que el mundo adquiere mayor riqueza y variedad de formas según se va acercando al hombre, haciéndose cada vez más árido y monótono según se va separando de él.

De este modo, las Ciencias Naturales y los conocimientos, los descubrimientos e invenciones, nos permiten descubrir con cada progreso un nuevo aspecto de Dios. Por eso León XIII incita en su encíclica Aeterni Patris, 1879, al cultivo de las ciencias profanas. El creyente no tiene por qué temer ante los resultados de las investigaciones científicas; más aún, él debe fomentarlas y cultivarlas. En definitiva, ellas le ofrecen nuevas misivas del Creador. En la preocupación por la Revelación de Dios, en la naturaleza el creyente es incitado e impelido más fuertemente que aquel que se mueve sólo por motivos inmanentes al mundo. Es claro que este último no consigue verdaderos progresos en la ciencia, si no cultiva las investigaciones con responsabilidad, es decir, considerándolas como una respuesta del hombre a Dios, y, por consiguiente, con amor. Pío XII ha incitado en multitud de ocasiones a este cultivo responsable de las ciencias.

Es sobre todo el arte el que por medio de la palabra, del sonido y de la forma puede hacer hablar a la Naturaleza muda y puede descubrir su misterio, mostrando que también ella revela a Dios. Cualquier arte verdaderamente auténtico cumple esta misión por el mero hecho de existir. Así se comprende por qué aun fuera del sector cristiano se ha dicho de los poetas que están llenos de Dios. En sus obras redimen a la Naturaleza de su estado de mudez y pesadez y la convierten en un medio en que se transparenta la divinidad. Clemente Brentano dice:

"El arte auténtico es un precursor de la vida nueva sobrenatural, puesto que tiende, sin saberlo, hacia el Señor. También las artes son voces en el desierto; son como alfombras que se extienden bajo los pies de los particulares. Pide que el arte sea bueno; él enseña a cantar y alabar; lo mismo que la vida, está entre el cielo y el infierno y abre las puertas de ambos; la piel de los animales tiene que ser curtida para que se puedan grabar en ella letras y palabras."

A la gloria de Dios sirve la creación en cuanto que es instrumento que ejecuta la voluntad divina. Las cosas y fuerzas naturales son servidores, mensajeros y auxiliares de la voluntad divina (Staudenmaier). De este modo, la Naturaleza adquiere una importancia especial dentro de la Historia del hombre.

B. La gloria de Dios en el aspecto subjetivo.

Lo que la Naturaleza rinde por medio de su pura existencia (fin objetivo de la Creación), tanto más cuanto más rica es y cuanta mayor sea la claridad con que el espíritu creado percibe su voz, eso mismo ha de realizar conscientemente el espíritu creado (fin subjetivo de la Creación). Por una parte, el espíritu creado lo mismo que la Naturaleza irracional, son revelación de la espiritualidad y libertad, del poder y del señorío de Dios. El espíritu es de por sí una revelación de Dios. Aparece directamente como don de Dios. Por otra parte, el espíritu está obligado a afirmar conscientemente este estado de cosas. Su misión consiste en reconocer, descubrir y ensalzar la gloria de Dios en sí mismo y en la Naturaleza. Los dones de la Creación se convierten para él en obligaciones. Los dones de Dios imponen siempre obligaciones al hombre. De este modo, el servicio, la alabanza y exaltación de Dios vienen a ser una misión incondicional que han de cumplir todas las criaturas. Esta misión comunica a la Historia su más íntimo y vehemente dinamismo. En definitiva, se trata siempre en la Historia de si los hombres buscan la gloria de Dios o la gloria del mundo, que es la gloria del hombre mismo. Como quiera que aquí se trata del sentido último y profundo del mundo, surgen en torno a este problema las más acaloradas luchas que conoce la Historia.

ADORACION/QUE-ES: Adorar es, pues, la principal misión de las criaturas. No hay situación ni tiempo alguno en los cuales la adoración no sea la misión principal del hombre. En la adoración, el hombre reconoce que Dios es el señor incondicional de la vida y de la Historia. El hombre que adora se convierte en instrumento del señorío divino. Los adoradores son servidores del Reino de Dios. O para decirlo con más precisión: por medio del hombre que adora fomenta Dios el desarrollo de su señorío en el mundo. Teniendo en cuenta que Dios es la santidad, la verdad y el amor personalmente y en unión indisoluble, más aún, en absoluta identidad, el fomento y desarrollo del señorío divino son idénticos con el fomento y desarrollo del señorío de la santidad, verdad y amor personales. De ahí se deduce que la adoración no es una actividad meramente teórica y desligada de toda relación con la vida y el mundo. El fomento y desarrollo del amor y de la verdad en el mundo implican para éste la Salud, ya que el mundo sólo puede salvarse en la verdad y en el amor, es decir, en Dios, y tiene que incurrir en el caos cuando se aleja de Dios. Además, el que adora a Dios, al someterse a los mandatos de la voluntad divina, recibe los mejores impulsos para estructurar debidamente el mundo. Es preciso observar, sobre todo, que del cumplimiento o no cumplimiento de esta misión principal dependen la salvación y condenación eternas.

Dada la importancia de esta misión, se comprende que Dios mismo se cuide de su cumplimiento. Sucede esto de diferentes modos. Uno de esos modos, enigmático para el incrédulo, misterioso pero comprensible para el creyente, es el dolor que Dios envía precisamente a los que le aman. Por lo que se refiere al cumplimiento de la misión principal de la Historia, que como hemos visto consiste en la glorificación y exaltación de Dios, el hombre es responsable tanto en cuanto que es un ser individual como en cuanto que es un ser que vive dentro de la comunidad. Si dentro de una comunidad dada éste o el otro individuo no honran y glorifican a Dios debidamente, los miembros de la comunidad que conocen la necesidad y obligatoriedad de la misión se sentirán inclinados a cumplirla en nombre de los indiferentes y descuidados, a fin de que lo que necesariamente tiene que ser hecho no quede sin cumplimiento o se cumpla sólo indebidamente. Ahora bien, el dolor es uno de los medios de que disponemos para honrar a D&os en nombre de otros y para confesar que Dios es el señor del mundo. Mediante el dolor, Dios ata y encadena al hombre para que éste no pueda moverse libremente. De este modo, se convierte en llamada que excita al hombre a dejarse encadenar por Dios. El que escucha esta llamada y está dispuesto a dejarse encadenar por Dios, reconociendo que El, Dios, es el señor absoluto, honra debidamente a Dios y evita la actitud orgullosa del pecador que busca su propia gloria y no la del Señor. Sólo en Cristo y con Cristo puede llegar el hombre a adoptar la actitud debida.

El aspecto cristológico de la Creación.

a) La (objetivamente) suprema revelación de la gloria de Dios y la más pura exaltación de su honra es el Hijo de Dios encarnado. En El percibimos lo que Dios es. La Naturaleza no revela siempre adecuadamente a Dios, siendo con frecuencia causa de interpretaciones equivocadas. Todas las ideas relativas a Dios obtenidas en el estudio y observación de la Naturaleza tienen que ser corregidas comparándolas con la Revelación en Cristo. La repugnancia que pudiésemos sentir a reconocer al Dios que se revela en Cristo es un signo seguro de que nosotros preferiríamos que Dios fuese tal como nos gusta y es también un signo de que no estamos dispuestos a reconocer a Dios tal como es y como se nos manifiesta. La gloria de Dios resplandece en la existencia y en la vida y, sobre todo, en la Pasión y Muerte, en la Resurrección y Ascensión de Cristo, en el Cristo superviviente, en la Iglesia.

El Cristo glorioso es la culminación de la glorificación objetiva de Dios, ya que en la naturaleza gloriosa de Cristo se transparentan la santidad, la verdad y el amor de Dios con claridad o intensidad infinitas. En El aparece con toda claridad la forma perfecta del señorío de Dios. El Señor es el centro de la creación plenamente inundada de luz y calor divinos. La gloria de Dios manifestada por Cristo en su vida y, sobre todo, en su estado glorioso, se realiza dentro de la Historia y se concentra, a través de velos y cendales, en la Iglesia, de modo que en ésta aparece con toda claridad para el que es capaz de verla, es decir, para el creyente. Considerada desde este punto de vista, la Iglesia es la inintermitentemente actual gloria de Dios, la cual aparece en ella a través de velos y cendales.

La gloria de Dios resplandece en la oscuridad de la Historia a través de ese misterio que es la Iglesia, es decir, en la predicación eclesiástica y en los sacramentos, así como también en la actividad histórica de la Iglesia, sobre todo en sus sufrimientos, que son una participación en la cruz de Cristo, apareciendo en ellos como cuerpo "místico" crucificado de Jesucristo. Dios opera en el hombre tanto por medio de la palabra de la Anunciación como por medio de la institución de los signos sacramentales. La actividad de Dios santifica y transforma. Con los dos medios susodichos, interviene Dios activamente en la vida del hombre, sirviéndose de la Iglesia como de instrumento y fomentando su señorío. En cuanto que Dios se sirve de la Iglesia como de instrumento para aumentar su señorío, queda ésta convertida en lugar donde se manifiesta ese señorío, de modo que el hombre puede percibirlo en la Iglesia con los ojos de la fe. De un modo especial está presente la gloria de Dios en los sacramentos de la Iglesia. En ellos, como explicaremos en otro lugar, se actualizan de algún modo la Muerte y Resurrección de Cristo, ya sea en su eficacia, como enseñaba la teología medieval, ya sea en su aspecto de acontecimiento, como lo enseña la "teología de los misterios" (Casel) y, según ella, también la teología de los Santos Padres. Los Sacramentos son, pues, signos de la santidad y del amor, de la justicia y la misericordia de Dios.

La Iglesia, y con ella toda la Creación, que participan en la gloria de Cristo, aguardan la hora en que aparecerá resplandeciente la gloria de Dios, ahora oculta en el hombre redimido y en la Naturaleza (cielo, transfiguración del mundo: véase el Tratado sobre los Novísimos). Entonces, Dios aparecerá sin velos que le oculten en la conciencia del hombre y a través de la corporeidad transformada del hombre, así como a través de la materialidad transformada del mundo resplandecerá la gloria del Señor. Entonces veremos con claridad hasta qué grado de grandeza y dignidad conducirá Dios su propia obra.

b) En Cristo, Dios ha recibido la suprema adoración posible (glorificación subjetiva). En la crucifixión, Cristo se ha entregado incondicionalmente al Padre, reconociendo, de este modo, que es El el señor de la Creaci6n. De este modo ha sido definitivamente instaurado y asegurado el señorío de Dios (el Reino de Dios), aunque todavía no ha adquirido su forma definitiva.

Como acabamos de indicar, se ha cuidado de que el señorío de Dios por El instaurado, es decir, el señorío de la santidad, de la verdad y del amor personales, quede eficazmente representado a través de los tiempos hasta que llegue la hora de su perfecci6n definitiva. Ha creado para ello una autoridad especial, un pueblo de Dios, un heredero del "pueblo de Dios" del AT, la Iglesia, que es su "cuerpo místico". La Iglesia tiene la misi6n de dar a Dios, hasta el fin de los tiempos, la honra que le corresponde, tiene la misión de reconocer voluntaria y conscientemente la divina gloria que en ella se manifiesta objetivamente, de anunciarla y exaltarla. Lo que en ella se manifiesta objetivamente, la Iglesia lo realiza subjetivamente de diferentes modos, especialmente mediante la anunciación de la palabra y mediante los Sacramentos, es decir, mediante el culto, o para expresarnos de otro modo, en cuanto que asume con amor, obediencia y voluntariamente las formas que le ha confiado Cristo y en las cuales resplandece la gloria de Dios. En el culto de la Iglesia actúa y se prolonga la obra de adoración con que Cristo ha honrado al Padre. Cristo ha glorificado al Padre y la Iglesia continúa esta glorificación mediante los signos sacramentales, en los cuales, como ya dijimos, se actualizan la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Mediante los Sacramentos, la Muerte y Resurrección de Cristo están siempre presentes en la Iglesia, a fin de que ésta pueda compenetrarse con la actividad y la voluntad del Señor. La voluntad de Cristo, su amor y su obediencia, su abnegación y su adoración adquieren eficacia perenne en la Iglesia. De este modo, el culto, que es una manifestación objetiva de la crucifixión y una glorificación objetiva de Dios, se convierte en una glorificación subjetiva del Padre que está en el cielo. Del modo más eficaz sucede esto en la celebración de la Eucaristía. Dentro del culto eucarístico, la glorificaci6n de Dios se expresa con toda claridad a través de una serie de textos, por ejemplo, en el gloria, prefacio y sanctus, en la doxología, en la oración que se pronuncia al elevar el cáliz después de la Consagración.

La Creación entera glorifica a Dios en Cristo, que es la cabeza de la Creación. Dios recibirá la adoración suprema el día en que todos los bienaventurados del cielo, reunidos en torno a Cristo, su cabeza, en un cielo y tierra nuevos, glorifiquen a Dios en un acto eterno de alabanza, siendo Dios todo en todo (I Cor. 15, 28). Esta será la forma perfecta del señorío de Dios, instaurado por Cristo, eternamente asegurado y fomentado en el mundo por la Iglesia.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA II
DIOS CREADOR
RIALP. MADRID 1959.Pág. 107-119