LA CATEQUESIS EN LA TRADICIÓN PATRÍSTICA


JEAN DANIELOU, S. J.


CATE/KERYGMA KERIGMA/CATEQUESIS
La catequesis es la tradición viva del depósito de la fe a los 
nuevos miembros que se van agregando a la Iglesia. Así, pues, la 
catequesis constituye un aspecto particular del ejercicio del 
Magisterio de la Iglesia. Por un lado se distingue del kerygma: el 
anuncio a los paganos de la Buena Noticia de la Resurrección; y, 
por otro, de la homilía: la enseñanza dada a los miembros de la 
comunidad cristiana. Esto implica un doble carácter. Por oposición 
al kerygma, es algo completo: la catequesis debe instruir a los 
candidatos al bautismo en todo lo que un cristiano debe creer. Por 
oposición a la homilía, es algo elemental. Trata sólo de los puntos 
esenciales, dejando a un lado el profundizar más en los aspectos 
espirituales o especulativos. 
Sería muy interesante recordar la historia de la Catequesis 
desde sus orígenes. Es tan antigua como la misma Iglesia. 
Podríamos penetrar en su estructura por medio de las fórmulas 
más antiguas del Símbolo. Entrevemos su contenido a través de 
algunas obras, como La demostración de la predicación apostólica, 
de San Ireneo; el Tratado del Bautismo, de Tertuliano, o los 
Testimonios, de San Cipriano. 
En el siglo III, vemos que se ha convertido ya en una institución, 
con la Tradición Apostólica, de Hipólito de Roma. 
Pero la edad de oro de la catequesis es el siglo IV. En dicha 
época alcanza un desarrollo excepcional e inigualado, por el lugar 
que ocupó en la vida de la Iglesia, unido todo ello al gran número 
de bautismos de adultos que tuvieron lugar en aquella época. Las 
formas que entonces se establecieron son todavía las que rigen 
nuestro catecumenado actual. Por tanto, vamos a hablar ante todo 
de la catequesis tal como nos la presenta la historia en aquella 
época. 
Además tenemos la suerte de poseer un conjunto de 
documentos acerca de la catequesis del siglo IV, que proceden en 
gran parte de las mayores figuras de aquel tiempo. Esto nos ha 
proporcionado una documentación excepcional, lo que constituye 
una razón más por la que nos vamos a referir a este período. 
Entre esos documentos, los principales son: las Catequesis, de 
San Cirilo de Jerusalén; las Homilías Catequéticas, de Teodoro de 
Mopsuesta; los Tratados sobre los Sacramentos y sobre los 
Misterios, de San Ambrosio; las Catequesis Bautismales, de San 
Juan Crisóstomo; el Discurso Catequético, de San Gregorio 
Niceno; De Catechizandis rudibus, de San Agustín. Todos estos 
tratados, obra maestra cada uno en su género nos dan de forma 
incomparable acceso a la tradición catequética de los Padres de la 
Iglesia. 
Antes de abordar el contenido de la catequesis, debemos hablar 
de su estructura. Esta cuestión tiene además el interés de 
presentarnos la catequesis con toda la riqueza de sus diversos 
aspectos, no sólo como instrucción, sino también como iniciación a 
las costumbres cristianas y como agregación a la comunidad 
eclesial. 
La catequesis es una pastoral completa de la entrada a la 
existencia cristiana. 
Mirada desde el lado de la Iglesia y no desde el lado de los 
catecúmenos nos ayuda a ver la importancia que tiene la función 
catequética en la vida de la Iglesia, puesto que podemos 
comprobar el lugar que ocupa en la actividad de los obispos y la 
influencia que ejerce en la estructura del año litúrgico. Todo ello 
demuestra la importancia excepcional que concede la Iglesia a la 
formación de los nuevos cristianos. 
CADO/ETAPAS:En la Iglesia del siglo IV, el catecumenado 
comprendía cuatro etapas claramente diferenciadas. La primera es 
la de los candidatos o accedentes, que nos pone en presencia de 
paganos o de herejes. San Agustín los designa como personas 
rudas, es decir, todos aquellos que son todavía incultos por 
completo en las cosas relativas a la fe y a la vida cristiana. Durante 
este primer estadio, esas personas, ajenas todavía por completo a 
la Iglesia, se informan acerca de ella. Cuando ya están decididas a 
prepararse para el bautismo, deben presentarse ante la persona 
encargada de examinarlas. En Cartago se ocupaba de ello un 
diácono llamado Deogracias. Este les exponía lo esencial de la fe. 
De esto trata San Agustín en su libro De Catechizandis rudibus. Si 
se comprobaba la sinceridad de su decisión, se les admitía al 
catecumenado. Esta entrada llevaba consigo en África la signatio 
en la frente, la imposición de las manos y la sal. Para los niños de 
familias cristianas esta primera iniciación estaba asegurada por la 
familia, y el niño era considerado como catecúmeno. 
El segundo estadio es el catecumenado propiamente dicho. La 
Tradición Apostólica prescribía, en el siglo III, que este tiempo de 
prueba debería durar por lo menos tres años: era una especie de 
reacción contra los bautismos prematuros, que corresponde muy 
bien a las tendencias rigoristas del autor de la Tradición. En el 
siglo IV el problema era todo lo contrario. Los obispos tuvieron que 
reaccionar contra la tendencia a la prolongación indefinida de este 
período. Cada año, hacia la Epifanía, el obispo dirigía a los 
catecúmenos una llamada, a fin de que se inscribieran en la 
preparación inmediata del bautismo. Los catecúmenos recibían en 
Oriente el nombre de katekoumenoi, y el de auditores, en 
Occidente. Su instrucción corría a cargo de los catequistas. Así en 
Alejandría, a principios del siglo III, el encargado de la escuela 
catequética era Orígenes. Los catecúmenos tenían algunos 
derechos, especialmente el de asistir a la primera parte de la misa. 
A ellos se dirigían muchas veces los obispos y predicadores, lo 
que demuestra que constituían una parte notable de su auditorio. 
La tercera etapa estaba constituida por la preparación inmediata 
al bautismo. Es de la que tenemos más información. La víspera del 
primer domingo de Cuaresma los catecúmenos que deseaban 
recibir el bautismo daban sus nombres al sacerdote encargado de 
esta misión. A la mañana siguiente tenía lugar la ceremonia 
solemne de la inscripción. En el Diario de Eteria (número 45) 
tenemos una descripción detallada de la ceremonia, tal como se 
celebraba en Jerusalén. En presencia del obispo y del presbiterio, 
los candidatos se presentaban uno detrás de otro, los hombres 
acompañados de su padrino, las mujeres de su madrina. El obispo 
interrogaba a la comunidad para saber si eran dignos de ser 
admitidos al bautismo. Si la respuesta era favorable, el propio 
obispo les inscribía en el registro de su puño y letra. Entonces se 
convertían en los "photizomenoi", en griego, y en latín, los electi, 
o los competentes. Inmediatamente después el obispo 
pronunciaba la homilía titulada Pro-catequesis. Los ritos de esta 
solemne ceremonia presentaban algunas variantes. Todos ellos 
han sido comentados por numerosos escritores. 
Entonces comenzaba la preparación inmediata. Tenía tres 
aspectos. Por una parte, era una enseñanza. Salvo los días 
festivos, cada mañana había una asamblea presidida por el 
obispo. Durante las primeras semanas el obispo comentaba las 
Escrituras. Estas instrucciones podían tener diversas formas. En 
varios tratados de San Ambrosio tenemos ejemplos característicos, 
especialmente en el Hexamerón. Después del cuarto Domingo de 
Cuaresma (el cuarto en Oriente, puesto que allí la Cuaresma tenía 
ocho semanas), comenzaba la catequesis doctrinal propiamente 
dicha. Se iniciaba con la Traditio-Symboli. El obispo comunicaba 
a los electi el contenido del Símbolo, que es el esquema de la 
catequesis. Este acto solemne constituye realmente la tradición en 
acto, la transmisión oficial de la fe por la Iglesia a sus nuevos 
miembros. Durante las dos semanas siguientes el obispo 
comentaba los diversos artículos. Esta clase de comentarios son 
las dieciocho catequesis de Cirilo de Jerusalén y las Homilías 
catequéticas de Teodoro de Mopsuesta. Al final de estas dos 
semanas tenía lugar la Redditio-Symboli. 
Al lado del aspecto doctrinal, la preparación al bautismo tenía 
también un aspecto espiritual. Era un tiempo de ruptura con las 
costumbres paganas y de iniciación a las costumbres cristianas. 
Conservamos una Homilía de Cirilo de Jerusalén acerca de la 
conversión, que predicó uno de los primeros domingos de 
Cuaresma. Las Homilías cuadragesimales de Ambrosio tienen 
principalmente carácter moral. El candidato que se preparaba para 
recibir el bautismo debía acompañar la instrucción con una vida 
más penitente. La Cuaresma es un tiempo de recogimiento, al que 
se asociaba toda la comunidad cristiana. También tenía su lugar 
una iniciación en la oración. Las Homilías catequéticas de Teodoro 
de Mopsuesta contienen un comentario del Padrenuestro. En 
Cartago existía una traditio de la Oración dominical, seguida de 
una redditio durante la Semana Santa. 
Finalmente, tenemos que considerar el aspecto ritual. Estas 
semanas de preparación eran un tiempo de prueba, durante el 
cual el demonio trataba de conservar su poder sobre aquellos que 
estaban a punto de escapársele. En este combate contra el 
Príncipe de este mundo, el catecúmeno debía ser ayudado. A esto 
se refieren los exorcismos o scrutini que tenían lugar en Roma 
durante tres Domingos de Cuaresma (III, IV y V). Este aspecto del 
catecumenado como combate espiritual pone de manifiesto una 
tradición muy antigua. Según los más antiguos documentos 
catequéticos, como la Didaché y la Epístola de Bernabé, la 
catequesis se presenta, en efecto, bajo el aspecto de la doctrina 
de los dos caminos: el de Cristo y el de Satanás. Este esquema 
puede corresponder a un esquema judío anterior que encontramos 
en los manuscritos de Qumram. La elección del Evangelio de las 
Tentaciones de Cristo para el primer Domingo de Cuaresma se 
inspira en la misma perspectiva. La renuncia a Satanás y la 
adhesión a Cristo marcarán, ya en los umbrales del bautismo, el 
final de este combate. 
Finalmente, queda todavía la última etapa de la catequesis. 
Según la tradición antigua, la explicación de los sacramentos no se 
daba antes del bautismo, sino que constituían el objeto de las 
catequesis mistagógicas. Dadas por el obispo durante la semana 
de Pascua, la semana in Albis. Un esbozo de esta catequesis 
mistagógica dirigida a los neófitos, lo tenemos sin duda en la 
Primera Epístola de Pedro, tema central del domingo de 
Quasimodo. Conservamos documentos muy importantes de esta 
catequesis sacramental en las Catequesis mistagógicas de Cirilo 
de Jerusalén y de Teodoro de Mopsuesta, así como en De 
sacramentis y De Mysteriis, de San Ambrosio. 
Estas catequesis incluían al mismo tiempo una explicación del 
simbolismo de los ritos, una exposición de las figuras bíblicas de 
los sacramentos y una exhortación a vivir en Cristo. Diversos 
elementos que ocupaban más o menos lugar en la instrucción. Las 
Homilías bautismales, de San Juan Crisóstomo, están consagradas 
especialmente al último de estos elementos.

* * * 

A través de todas estas etapas podemos comprobar la riqueza 
de los elementos que constituyen la catequesis. Vemos también la 
libertad dejada al catequista en la organización de todos estos 
elementos. Sin embargo, se desprenden algunas líneas generales. 
La enseñanza catequética comporta tres grandes conjuntos que se 
presentan siempre en el mismo orden: una catequesis bíblica, que 
llena las primeras etapas; una catequesis dogmática, cuyo marco 
es el símbolo, y, finalmente, una catequesis sacramental. Pero a 
través de estas diversas etapas y bajo sus diferentes aspectos, la 
catequesis conserva siempre ciertos caracteres comunes. Esto nos 
permite penetrar con mayor profundidad en el contenido de la 
catequesis patrística y sacar de ella todas sus enseñanzas. 
La catequesis es, en primer lugar, una explicación. Es una 
presentación del contenido de la fe, que tiene por objeto hacer 
comprender ese contenido. En este sentido tiene un carácter 
extraordinariamente concreto. Al catecúmeno se le pone en 
presencia de un cierto número de elementos: los acontecimientos 
de la Historia Sagrada, los artículos del Credo, los ritos de los 
sacramentos. Pero todas estas realidades exigen que sean bien 
comprendidas. Por su misma esencia son realidades misteriosas. 
Se expresan por medio de palabras, de imágenes, de gestos, 
tomados de la vida corriente. Pero tienen un contenido divino. Este 
contenido divino es el que deben captar. Pero no se trata 
solamente de un conocimiento discursivo, sino de una educación 
de la fe. La catequesis es una educación de las virtudes 
teologales. San Agustín lo ha dicho de manera admirable: "Todo lo 
que les expliquéis, explicádselo de tal manera que vuestro oyente 
al escucharos crea, creyendo espere, esperando ame" (Catech., 
IV, 8).PREDICACION/FIN 
Unos ejemplos concretos. En primer lugar, en materia de 
catequesis bíblica. Agustín nos lo muestra en un admirable pasaje. 
Hay que presentar la totalidad de la Historia Sagrada, desde la 
creación del mundo hasta los «tiempos actuales» de la Iglesia. No 
hay que perderse en los detalles. Entre todas las mirabilia Dei, 
que forman el contenido de la Historia Sagrada, hay que retener 
las mirabiliola, las articulaciones esenciales. Y en estos hechos 
hay que detenerse, desarrollarlos (expandere), deducir de la 
anécdota exterior el contenido divino, lo mirabile, de forma que 
suscite la admiratio, despierte en el alma de los oyentes el 
sentimiento de lo sagrado, suscite la fe. La tarea del catequista 
está aquí definida de modo admirable. No se trata simplemente de 
exponer los hechos de la Historia Sagrada unos detrás de otros, 
de saturar la memoria con la lista de los reyes de Judá o de Israel. 
Hay que ir a lo esencial, a las articulaciones de la historia de la 
salvación, para sacar de ellas todo su contenido teológico. San 
Agustín nos ha dado ejemplo: el Diluvio, la salida de Egipto, la 
construcción del Templo, la Maternidad virginal de María, la 
Resurrección de Cristo, Pentecostés... 
La catequesis dogmática presenta también un aspecto 
analógico. Aquí no se trata de los acontecimientos, sino de las 
categorías fundamentales, de las que hay que comprender su 
sentido exacto. En este punto, Cirilo de Jerusalén nos proporciona 
admirables ejemplos. La Catequesis X, referente a Cristo, 
comienza por un tratado acerca de los nombres y de los títulos de 
Cristo en el Nuevo Testamento. Tratado que parece formar parte 
de la catequesis tradicional. Lo encontramos en el Diálogo, de 
Justino, en los Comentarios sobre Juan, de Orígenes. Constituye 
una especie de inventario concreto de los diversos aspectos de 
Cristo, anterior a toda sistematización. Pero es también la 
aclaración del sentido auténtico de algunas palabras, como Cristo, 
Hijo del Hombre, Salvador, o de símbolos, como Cordero, Piedra, 
Puerta. Es admirable cómo un exegeta moderno, como Vincent 
Taylor, rehace este tratado en su libro The Names of Jesus. De la 
misma manera, la catequesis de Cirilo sobre el Espíritu Santo 
comienza por un tratado sobre los diversos sentidos de la palabra 
"pneuma", que disipa los equívocos que la palabra espíritu tiene 
para nosotros. 
¡Cuántas confusiones subsisten en el pensamiento de muchos 
cristianos por el solo hecho de que, el sentido bíblico de la palabra 
espíritu y su radical distinción del sentido griego, no se ha 
explicado nunca con claridad! 
El mismo método encontramos en la catequesis sacramental. 
Esta se concibe esencialmente como una lección de cosas. Parte 
de los ritos de los sacramentos. Y tiene como primer objeto explicar 
el simbolismo auténtico de estos ritos. Todavía aquí la catequesis 
patrística es de una admirable actualidad. Separa los símbolos 
sacramentales de las analogías más o menos fantásticas que 
pueden suscitar en el espíritu de los hombres de nuestros tiempos. 
Si los símbolos bien comprendidos son uno de los caminos más 
fecundos de la pedagogía divina, los símbolos mal comprendidos 
son uno de los venenos más peligrosos para la fe, puesto que 
constituyen un bazar heterogéneo, en el que podemos encontrar 
juntamente la manzana de Eva, el manso cordero, la dulce tórtola, 
los lirios del Cantar de los Cantares y la purificación del bautismo y 
en el que el sentimentalismo se disputa el puesto con la 
vulgaridad. La catequesis patrística restituye a las alas de la 
paloma su significado de soplo creador; al agua bautismal, su 
simbolismo de poder de destrucción y de vivificación; al fruto del 
árbol de la vida, su valor eucarístico; al Cordero inmolado, su 
contenido redentor. 
Por consiguiente, la catequesis es, en primer lugar, una 
explicación elemental del contenido de la fe, ya se trate de 
acontecimientos, dogmas o ritos. En segundo lugar, es una 
demostración, apodeixis, según la expresión de San Ireneo. La 
catequesis tiene por objeto aportar su justificación al acto de fe. 
Esta justificación no es extraña a la propia fe. La apologética, los 
preliminares de la fe se derivan del kerygma, de la presentación a 
los paganos. La demostración de la fe es la analogía de la fe. Es 
decir, lo que fundamenta la adhesión a tal o cual aspecto 
particular, es que se refiere a otros aspectos, de manera que 
aparece así como la expresión de una realidad permanente. La 
demostración de la fe consiste en desprender las leyes de la fe, en 
conducir de lo particular a lo general, como la demostración 
consiste en desprender las leyes de la Natura!eza, en relacionar lo 
particular con lo general. Por consiguiente, es en esencia el 
establecimiento de las correspondencias entre las maneras de 
obrar de Dios en las distintas etapas de la historia de la salvación. 

Esta demostración consiste ante todo en la relación establecida 
entre el Nuevo Testamento y el Antiguo. Relación que presenta 
varios aspectos. En la catequesis dogmática, es principalmente 
profética. Este aspecto de la catequesis se remonta a los tiempos 
apostólicos y más allá, al propio Cristo. Es la de Cristo mostrando a 
los discípulos de Emaús que los acontecimientos de la Pasión y de 
la Resurrección habían sido anunciados en el Antiguo Testamento, 
partiendo de la ley y de los profetas. Es también la de Pablo, 
escribiendo a los corintios que Cristo ha resucitado, "según las 
Escrituras". Desde los primeros tiempos de la Iglesia se recogieron 
para los catequistas colecciones de Testimonia, textos del Antiguo 
Testamento en relación con los diversos dogmas cristianos. 
Poseemos una de estas colecciones, debida a San Cipriano. 
Contiene todos los textos que todavía hoy son fundamentales. 
Cada una de las Catequesis de Cirilo de Jerusalén incluye las 
profecías que se referían al artículo del símbolo correspondiente. 
Así, en la Pasión: "vamos a demostrarlo partiendo de los profetas" 
(XIII, 23). Este argumento profético conserva todo su valor si se 
comprende no como una descarnada realización de algunas 
predicciones muchas veces discutibles, sino como el cumplimiento 
total en Cristo de los acontecimientos escatológicos anunciados 
por todos los profetas. 
La demostración sacramental es esencialmente tipológica. 
Consiste en mostrar la analogía de las acciones de Dios en el 
Antiguo y Nuevo Testamento y en los sacramentos de la Iglesia. 
Esta es una de las evidencias más completas que nos presentan 
las catequesis patrísticas. Esta tipología sacramental tiene su 
punto de partida en el Nuevo Testamento. La relación entre el 
maná del desierto y la Eucaristía aparece en Juan; la de la travesía 
del mar Rojo y el bautismo, en Pablo. Tertuliano en su De 
Baptismo presenta en primer lugar las grandes figuras bautismales 
del Antiguo Testamento y después las del Nuevo: las Bodas de 
Caná, la piscina de Betsaida. Son exactamente las mismas que 
descubre un exegeta moderno, como Cullmann. Es asombroso el 
lugar tan importante que ocupa en las catequesis mistagógicas del 
siglo IV este estudio de las figuras. Por ejemplo, en Cirilo de 
Jerusalén, en Ambrosio, en Crisóstomo. Tienen considerable valor. 
Muestran en los sacramentos la continuación en el tiempo de la 
Iglesia de las magnalia Dei, alianza, Iiberación, permanencia, etc., 
del Antiguo y del Nuevo Testamento. 
Después de la explicatio y de la demonstratio viene, 
finalmente, en nuestras catequesis un último elemento, que es la 
exhortatio. Con ella termina San Agustín su tratado De 
Catechizandis rudibus. Pone en guardia al catecúmeno contra 
posibles ilusiones. Una vez bautizado, todavía está expuesto a las 
tentaciones. Más aún, corre el peligro de encontrarse con 
cristianos que le den malos ejemplos. De este modo, se apunta ya 
el problema tan delicado de la perseverancia de los neófitos, y la 
necesidad de integrarlos en una comunidad viva está ya sugerida. 
Por su parte, Cirilo de Jerusalén, a propósito de cada uno de los 
artículos del Símbolo de la Fe que va explicando, no deja de 
mostrar las consecuencias prácticas que cada uno de ellos 
representa para la vida del cristiano. La catequesis sobre Dios 
creador termina con una llamada a la admiración ante las obras de 
Dios. La de la Resurrección con la promesa de la resurrección del 
catecúmeno en el bautismo. 
El punto más importante para nosotros es que esta catequesis 
moral no aparece en el siglo IV como objeto de una enseñanza 
particular, sino en relación con la enseñanza dogmática, de la que 
constituye una aplicación práctica. También la encontramos en los 
diferentes estadios de la catequesis. En San Agustín, en la 
instrucción a los accedentes. Ocupa también un lugar importante 
en San Ambrosio, en sus catequesis bíblicas del comienzo de 
Cuaresma. Los sermones sobre Abraham, Isaac, David son en 
gran parte exhortaciones morales. San Juan Crisóstomo le 
consagra la mayor parte de sus exhortaciones a los neófitos 
durante la semana de Pascua. Vemos también que sus referencias 
son muy diversas. San Ambrosio presenta como ejemplo a los 
santos del Antiguo Testamento. San Juan Crisóstomo describe la 
vida del bautizado como un revestirse de las costumbres de Cristo. 

Esto viene a confirmar la conclusión a la que llegamos en 
nuestro estudio del marco de la catequesis. La enseñanza moral 
no aparece separada de la enseñanza doctrinal. Pero toda 
catequesis es al mismo tiempo doctrinal y práctica. No se trata 
solamente de instruir, sino de convertir. El fin de la catequesis es la 
educación del futuro bautizado en todos sus aspectos, es 
introducirle en la existencia cristiana. Así la catequesis moral 
puede muy bien partir de la Sagrada Escritura, del símbolo de la 
fe, de los sacramentos. La catequesis moral acompañará a la 
catequesis en todo su desarrollo, desde el principio de la 
conversión hasta la floración de la vida bautismal. Marcará la 
incidencia práctica de las verdades enseñadas en otra parte. 
Ya hemos hablado del marco y del contenido de la catequesis. 
Ahora nos queda por tratar la última cuestión, la de su 
presentación. Después del aspecto litúrgico y del aspecto 
dogmático, existe también el aspecto psicológico. El contenido de 
la catequesis es la tradición de la fe. Y este contenido es 
inmutable. Pero esta fe debe anunciarse a los hombres en un 
tiempo y medio determinados. Es en este campo de adaptación al 
medio donde se sitúa propiamente la búsqueda catequética, que 
depende de la pastoral y no de la teología. El catequista no tiene 
que realizar la investigación teológica. Eso es el objeto de la 
teología especulativa. El catequista debe enseñar la doctrina 
común de la Iglesia, pero haciéndola accesible a las almas. En este 
punto es donde desempeñan un importante papel la psicología en 
general, la psicología de la fe, la sociología religiosa, la pedagogía 
catequética. 
Estas preocupaciones tan modernas son también las de los 
Padres de la Iglesia. Son las que han inspirado la obra maestra de 
la pastoral catequética: De _Catechizandis rudibus. Además de 
las exposiciones propiamente dichas que hemos utilizado ya, 
contiene numerosas indicaciones concernientes a la cuestión que 
tratamos ahora. Se las puede ordenar de dos maneras. La primera 
es la de la diversidad de medios. ·Agustín-san aborda esta 
cuestión en primer lugar de una manera general. Dice que hay que 
tener en cuenta el hecho de que vaya dirigida a sabios o 
ignorantes, obreros o campesinos, muchachos o muchachas, niños 
o adultos. Una vez organizada, la catequesis debe ser al mismo 
tiempo lo bastante flexible como para poder adaptarse a 
situaciones particulares. 
Una vez dicho esto, Agustín examina algunos casos particulares. 
Si se trata de un hombre corriente sin instrucción, Agustín dice que 
en primer lugar habrá que preguntarle cuáles son los motivos por 
los que quiere hacerse cristiano. En efecto, hay que ver si 
únicamente lo desea por conseguir ventajas humanas. Puede 
tener también razones políticas, cuando se trata de una sociedad 
cristiana. También puede tener la idea de que con ello se asegura 
la protección de Dios, para conseguir un éxito terreno. Cirilo de 
Jerusalén prevé el caso del bautismo solicitado por un pagano con 
el deseo de casarse con una joven cristiana. A priori, no lo 
descarta, ya que este motivo puede ser causa de una auténtica 
conversión, pero es preciso que esta conversión se realice de 
verdad. Agustín recomienda que se les prevenga sobre la 
incertidumbre de los bienes terrenos y la necesidad de buscar los 
verdaderos bienes (XVI-XVII, 24-28). 
Respecto a los hombres cultos, San Agustín observa que no 
debemos adoptar un aire como de querer enseñárselo todo, 
porque, generalmente, si desean convertirse es después de haber 
estudiado esta cuestión. Hay que preguntarles acerca de sus 
lecturas y partir de ahí para corregir algún error, para completar 
una laguna. Hay que tratar de ver cuáles son sus dificultades. Ya 
Orígenes había visto la necesidad de una catequesis especial para 
intelectuales, cuando estaba encargado de la escuela catequética 
de Alejandría, y por ello funda al lado de ésta la Didascalia. 
Tenemos además un admirable ejemplo de catequesis adaptada a 
los intelectuales en el Discurso catequético, de Gregorio Niceno, 
que sigue el plan del Símbolo, pero aborda, a propósito de cada 
dogma, los problemas filosóficos que plantea. 
Agustín distingue, finalmente, un último grupo: el de los hombres 
que no son ni iletrados ni muy instruidos. Son los más 
pretenciosos. Imbuidos de lo que saben, podrían burlarse de la 
simplicidad de los relatos de las Escrituras. Esto es característico 
todavía hoy de esta clase de personas, con la diferencia de que en 
tiempos de Agustín la cultura era más literaria, mientras que hoy es 
más científica. Al mismo tiempo se sienten inducidos a despreciar a 
su catequista, si éste comete algunas faltas de lenguaje. Hay que 
enseñarles que la santidad es más importante que la elocuencia. 
Pero, al mismo tiempo, hay que hacer también algunas 
concesiones a su pretensión, demostrar que también se conoce la 
literatura y hacer alusiones a ella. Todo esto son cosas que 
irritarían a un hombre verdaderamente cultivado, pero que halagan 
las pretensiones de los semiletrados. Hay que enseñarles sobre 
todo a superar el plano superficial en que se mueven y hacerles 
descubrir la humildad. 
Como podemos observar, estos problemas de adaptación 
conciernen principalmente a las primeras etapas de la catequesis. 
Estas tienen un carácter bastante individual, según los medios 
originales de los candidatos al bautismo. De la misma manera que 
deben despojarse de sus costumbres antiguas para revestirse de 
las costumbres de Jesucristo, también deben despojarse de su 
mentalidad antigua, para entrar en la simplicidad de la fe. Una vez 
realizado este primer trabajo -trabajo que concierne especialmente 
al catequista-, el catecúmeno podrá recibir la enseñanza oficial 
dada por el obispo, y que reúne la totalidad de los candidatos. 
Bajo este aspecto, el desarrollo de la catequesis aparece como 
una integración progresiva de elementos humanamente desiguales 
en la unidad de la comunidad local presidida por el obispo. Y su fin 
es llevarlos a superar de una manera progresiva las diferencias 
humanas de clase, de cultura, de ambiente, consideradas como 
superficiales respecto a la unidad en Cristo. La "especialización" es 
siempre una cosa secundaria y debería tender siempre a ser 
superada. 
Al lado de la adaptación, la presentación del mensaje exige 
también lo que San Agustín llama la "hilaritas", es decir, la 
preocupación de hacer una catequesis viva. A esta preocupación 
responde principalmente el tratado de Agustín. Y las páginas que 
le consagra, llenas de experiencia pastoral, son inigualables, tanto 
por su penetración psicológica, como por su profundidad espiritual. 
Aquí no podemos anotar más que algunos rasgos. Puede suceder 
que el catequista esté por encima de sus oyentes. Tiene que 
hacerse más sencillo, explicar cosas elementales. Preferiría hablar 
de lo que le interesa, pero tiene que detenerse en cosas que le 
parecen evidentes. En esto debe imitar a Cristo que también se 
abajó, que se hizo pequeño con los pequeños. Para él no tiene 
ningún atractivo balbucir cosas que podría decir mucho mejor. 
Pero el amor le hace descubrir el interés. 
Puede ocurrir también que el catequista choque al auditorio. 
Esto puede suceder por una de estas tres causas: por haber 
expresiones desgraciadas. Esta sería ocasión de recordarles que 
el fondo es más importante que la forma. Porque ha dicho algo 
inexacto o de una manera confusa, en cuyo caso sería deseable 
una catequesis posterior, tratando de lo mismo, pero exponiendo 
las ideas con mayor claridad. Finalmente, también puede ocurrir 
que sean las propias verdades de fe que les estamos enseñando 
lo que les choca. Eso sería el mismo escándalo de la cruz. 
((Debemos consolarnos con el ejemplo del Señor. Los hombres, 
escandalizados por sus palabras, se alejaron con el pretexto de 
que eran demasiado duras» (XI, 16). Así, pues, no debemos 
minimizar en nada las enseñanzas de Cristo. La catequesis debe 
ser integral. Sería una falsa concepción de la adaptación el callar 
lo que es verdad, con el pretexto de no contrariar. Por lo menos no 
debemos añadir al escándalo esencial de la cruz el de nuestra 
negligencia en presentar el mensaje de Cristo como es debido. 
Agustín examina seguidamente el hecho de la falta de reacción 
en el auditorio. Hace notar que esto puede ocurrir porque el 
catequista los intimide demasiado, porque el auditorio no le 
comprenda o por la indiferencia ante lo que dice. Para cada una 
de estas dificultades propone un remedio. Dice que hay que tener 
en cuenta el cansancio de los oyentes, su fatiga y superarlo 
animando la explicación por medio de un coloquio. Finalmente, el 
catequista puede estar preocupado por otras tareas. Es necesario 
que recuerde que ninguna es tan importante como la catequesis.
Y, si son sus pecados los que le restan entusiasmo, debe 
recordar que la mejor manera de purificarse de ellos es el acto de 
caridad que representa la catequesis. Como puede apreciarse, de 
todas estas indicaciones prácticas, se desprende toda una 
espiritualidad del catequista. 

* * * 

Era muy difícil, en unas pocas páginas, dar una idea de la 
riqueza asombrosa de los documentos catequéticos que nos ha 
legado la tradición patrística. Lo que acabamos de decir debe 
mostrar por lo menos el interés que existe en la catequesis 
contemporánea por ponerse en contacto con estas fuentes. Casi 
podríamos decir que no parecen envejecer. En ellas encontramos 
el eco de la fe de la Iglesia en sus datos esenciales. Y los 
problemas pastorales, que siguen siendo los mismos, a través de 
las transformaciones históricas. Lo que da valor a estas 
catequesis, hay que decirlo, es que son obra de los más eminentes 
entre los grandes Doctores del siglo IV. Es muy significativo que 
precisamente ellos hayan consagrado a la catequesis una parte 
tan importante de su actividad pastoral: Prueba de la importancia 
que le concedían. Y una lección para nosotros.

J. DANIELOU
¿QUE ES LA CATEQUESIS?
CELAM-CLAF.MAROVA.MADRID-1968.Págs. 61-74