1. EL GRAN HAL-LEL
«Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor. Dad gracias al Dios de los dioses, porque es eterno su amor; dad gracias al Señor de los señores, porque es eterno su amor».
Israel canta su acción de gracias en la fiesta de la Pascua, enumerando con memoria cariñosa todas las maravillas que ha hecho el Señor, desde la creación y el rescate hasta la conquista y el cuidado diario, bajo la sagrada monotonía del mismo estribillo: «Porque es eterno su amor».
«Hizo los cielos con inteligencia, porque es eterno su amor; sobre las aguas tendió la tierra, porque es eterno su amor. Hizo las grandes lumbreras, porque es eterno su amor; el sol para dominar el día, porque es eterno su amor; la luna y las estrellas para dominar la noche, porque es eterno su amor».
Añado a la letanía oficial mis propios versos privados. El me trajo a la vida, porque es eterno su amor. Me puso en una familia buena, porque es eterno su amor. Me enseñó a pronunciar su nombre, porque es eterno su amor. Me reveló sus escrituras, porque es eterno su amor. Me llamó a su servicio, porque es eterno su amor. Me envió a ayudar a su pueblo, porque es eterno su amor. Me visita cada día, porque es eterno su amor. Me ha llamado amigo suyo, porque es eterno su amor.
Ahora continúo, en el silencio de la conciencia, rememorando aquellos momentos que sólo él y yo conocemos, momentos de intimidad y gozo, momentos de dolor y arrepentimiento, momentos de gracia y misericordia. Porque es eterno su amor.
Mi vida se hace oración, mis recuerdos son letanía sagrada, y mi historia es un salmo. Y tras de cada suceso, grande o pequeño, alegre o penoso, oculto o manifiesto, viene el verso que los une a todos y da sentido y alegría a mi vida en la dirección eterna y única de la íntima providencia de Dios. Porque es eterno su amor.
«Dad gracias al Dios de los cielos, porque es eterno su amor».
CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 250
2. Benedicto XVI: De la belleza de la creación a la belleza de Dios
Meditación sobre el
Salmo 135, «Himno pascual»
CIUDAD DEL VATICANO, 9 de noviembre de 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención que pronunció Benedicto XVI este miércoles durante la
audiencia general dedicada a meditar sobre el Salmo 135,1-9, «Himno pascual».
Dad gracias al Señor
porque es bueno:
porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Dios de los dioses:
porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Señor de los señores:
porque es eterna su misericordia.
Sólo hizo grandes maravillas:
porque es eterna su misericordia.
El hizo sabiamente los cielos:
porque es eterna su misericordia.
El afianzó sobre las aguas la tierra:
porque es eterna su misericordia.
El hizo lumbreras gigantes:
porque es eterna su misericordia.
El sol que gobierna el día:
porque es eterna su misericordia.
La luna que gobierna la noche:
porque es eterna su misericordia.
1. Acaba de entonarse «El gran Halel», es decir, la alabanza solemne y grandiosa
que entonaba el judaísmo durante la liturgia pascual. Hablamos del Salmo 135,
del que acabamos de escuchar la primera parte, según la división propuesta por
la Liturgia de las Vísperas (Cf. versículos 1-9). Reflexionemos ante todo en el
estribillo: «porque es eterna su misericordia».
En la frase resuena la palabra «misericordia» que, en realidad, es una
traducción legítima pero limitada del término originario hebreo «hesed». Forma
parte del lenguaje característico utilizado por la Biblia para expresar la
alianza que existe entre el Señor y su pueblo. La palabra trata de definir las
actitudes que se establecen dentro de esta relación: la fidelidad, la lealtad,
el amor y evidentemente la misericordia de Dios.
Nos encontramos ante la representación sintética del lazo profundo y personal
instaurado por el Creador con su criatura. Dentro de esta relación, Dios no
aparece en la Biblia como un Señor impasible e implacable, ni es un ser oscuro e
indescifrable, como el hado, con cuya fuerza misteriosa es inútil luchar. Él se
manifiesta, sin embargo, como una persona que ama a sus criaturas, que vela por
ellas, les acompaña en el camino de la historia y sufre por la infidelidad de su
pueblo al «hesed», a su amor misericordioso y paterno.
2. El primer signo visible de esta caridad divina --dice el salmista-- hay que
buscarlo en la creación. Después entrará en escena la historia. La mirada, llena
de admiración y maravilla, se detiene ante todo ante la creación: los cielos, la
tierra, las aguas, el sol, la luna y las estrellas.
Incluso antes de descubrir a Dios que se revela en la historia de un pueblo, se
da una revelación cósmica, abierta a todos, ofrecida a toda la humanidad por el
único Creador, «Dios de los dioses» y «Señor de los señores» (Cf. versículos
2-3).
Como había cantado el Salmo 18, «el cielo proclama la gloria de Dios, el
firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la
noche a la noche se lo susurra» (versículos 2-3). Existe, por tanto, un mensaje
divino, grabado secretamente en la creación, signo del «hesed», de la fidelidad
amorosa de Dios que da a sus criaturas el ser y la vida, el agua y la comida, la
luz y el tiempo.
Es necesario tener ojos limpios para contemplar esta manifestación divina,
recordando la advertencia del Libro de la Sabiduría al recordar que «de la
grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su
Autor» (Sabiduría 13, 5; Cf. Romanos 1, 20). La alabanza orante surge entonces
de la contemplación de las «maravillas» de Dios (Cf. Salmo 135,4), presentes en
la creación, y se transforma en un himno gozoso de alabanza y de acción de
gracias al Señor.
3. De las obras creadas se llega así a la grandeza de Dios, a su amorosa
misericordia. Es lo que nos enseñan los padres de la Iglesia, en cuya voz
resuena la constante Tradición cristiana. De este modo, san Basilio Magno, en
una de las páginas iniciales de su primera homilía sobre el «Hexamerón», en el
que comenta la narración de la creación según el primer capítulo del Génesis, se
detiene a considerar la sabia acción de Dios, y acaba reconociendo en la bondad
divina el centro propulsor de la creación. Estas son algunas de las expresiones
tomadas de la larga reflexión del santo obispo de Cesárea de Capacodia:
«"En el principio creó Dios los cielos y la tierra". Mi palabra cae rendida ante
la maravilla de este pensamiento» (1,2,1: «Sobre el Génesis» --«Sulla Genesi» [«Omelie
sull’Esamerone»], Milán 1990, pp. 9.11). De hecho, si bien algunos, «engañados
por el ateísmo que llevaban dentro de sí, imaginaron el universo sin un guía ni
orden, a la merced de la casualidad», el escritor sagrado, sin embargo, «nos ha
iluminado inmediatamente con el nombre de Dios al inicio de la narración,
diciendo: "En el principio creó Dios". Y ¡qué belleza tiene este orden! »
(1,2,4: ibídem, p. 11). «Por tanto, si el mundo tiene un principio y ha sido
creado, tú tienes que buscar a quien le dio este inicio y a quien es su Creador…
Moisés te previno con su enseñanza imprimiendo en nuestras almas como si fuera
un sello o una filacteria el santísimo nombre de Dios, al decir: "En el
principio creó Dios". La naturaleza bienaventurada, la bondad carente de
envidia, el objeto del amor por parte de todos los seres razonables, la belleza
más deseable, el principio de los seres, el manantial de la vida, la luz
intelectiva, la sabiduría inaccesible, en definitiva, Él "en el principio creó
los cielos y la tierra"» (1,2,6-7: ibídem, p. 13).
[Al concluir, hablando sin papeles, el Papa añadió:]
Creo que las palabras de este padre del siglo IV son de una actualidad
sorprendente cuando dice algunos «engañados por el ateísmo que llevaban dentro
de sí, imaginaron el universo sin un guía ni orden, a la merced de la
casualidad». ¿Cuántos son estos "algunos" hoy? Engañados por el ateísmo,
consideran y tratan de demostrar que es científico pensar que todo carece de un
guía y de orden, como si estuviera a la merced de la casualidad. El Señor, con
la sagrada Escritura, despierta la razón adormecida y nos dice: al inicio está
la Palabra creadora. Al inicio la Palabra creadora --esta Palabra que ha creado
todo, que ha creado este proyecto inteligente, el cosmos-- es también Amor.
Dejémonos, por tanto, despertar por esta Palabra de Dios; pidamos que despeje
nuestra mente para que podamos percibir el mensaje de la creación, inscrito
también en nuestro corazón: el principio de todo es la Sabiduría creadora y esta
Sabiduría es amor y bondad: «es eterna su misericordia».
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en diferentes
idiomas. En castellano dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
El salmo que hemos escuchado es el mismo que el pueblo de Israel cantaba durante
la liturgia de la Pascua. Tiene como centro la palabra misericordia, con la que
se expresa la fidelidad, la lealtad, el amor que define la alianza entre Dios y
su pueblo. Así, en esta alianza, Dios no aparece como un ser oscuro o impasible,
sino que se manifiesta como una persona que ama a sus criaturas, vela sobre
ellas, las sigue en el camino de la historia y sufre por la infidelidad del
pueblo a su amor misericordioso y paterno.
El salmista se detiene en primer lugar sobre la creación: los cielos, la tierra,
el agua y el sol, porque en ella se encuentra la primera revelación de esta
fidelidad amorosa de Dios y, como enseña el libro de la Sabiduría, el hombre
puede descubrir la grandeza de Dios contemplando la belleza de la creación. Así,
la oración se transforma en un himno de alabanza y agradecimiento al Señor por
su amorosa misericordia.
Saludo cordialmente a los visitantes y peregrinos de lengua española, en
particular a la Hermandad de Nuestra Señora del Valle, a las Damas de Nuestra
Señora del Pilar y al grupo de estudiantes de Barcelona, así como a los
peregrinos de Guatemala y de otros países latinoamericanos. Con las palabras del
salmista, demos gracias a Dios por todo lo que nos ha dado y hecho por nosotros,
«porque es eterna su misericordia».
Muchas gracias.
3.
Benedicto XVI: Dios se revela
a través de su acción en la historia
Meditación sobre la segunda parte del Salmo 135, «Himno pascual»
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 16 de noviembre de 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la catequesis que dirigió Benedicto XVI este miércoles durante la
audiencia general dedicada a comentar la segunda parte del Salmo 135 (versículos
10 a 26), «Himno pascual».
El hirió a Egipto
en sus primogénitos:
porque es eterna su misericordia.
Y sacó a Israel de aquel país:
porque es eterna su misericordia.
Con mano poderosa, con brazo extendido:
porque es eterna su misericordia.
El dividió en dos partes el mar Rojo:
porque es eterna su misericordia.
Y condujo por en medio a Israel:
porque es eterna su misericordia.
Arrojó en el mar Rojo al faraón:
porque es eterna su misericordia.
Guió por el desierto a su pueblo:
porque es eterna su misericordia.
El hirió a reyes famosos:
porque es eterna su misericordia.
Dio muerte a reyes poderosos:
porque es eterna su misericordia.
A Sijón, rey de los amorreos:
porque es eterna su misericordia.
Y a Hog, rey de Basán:
porque es eterna su misericordia.
Les dio su tierra en heredad:
porque es eterna su misericordia.
En heredad a Israel su siervo:
porque es eterna su misericordia.
En nuestra humillación, se acordó de nosotros:
porque es eterna su misericordia.
Y nos libró de nuestros opresores:
porque es eterna su misericordia.
El da alimento a todo viviente:
porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Dios del cielo:
porque es eterna su misericordia.
1. Volvemos a reflexionar sobre el himno de alabanza del Salmo 135 que la
Liturgia de las Vísperas propone en dos etapas sucesivas, siguiendo la
distinción de temas que ofrece la composición. De hecho, la celebración de las
obras del Señor se perfila en dos ámbitos: el del espacio y el del tiempo.
En la primera parte (Cf. versículos 1 a 9), que fue objeto de nuestra meditación
precedente (Ver texto 2), aparecían las acciones divinas realizadas con
la creación: dieron origen a las maravillas del universo. En esa parte del Salmo
se proclama la fe en Dios creador, que se revela a través de sus criaturas
cósmicas. Ahora, sin embargo, el gozoso canto del salmista, llamado por la
tradición judía «el gran Halel», es decir, la alabanza más alta elevada al
Señor, nos pone ante un horizonte diferente, el de la historia. La primera
parte, por tanto, habla de la creación como reflejo de la belleza de Dios; la
segunda habla de la historia y del bien que Dios nos ha hecho en el transcurso
del tiempo. Sabemos que la Revelación bíblica proclama repetidamente que la
presencia de Dios salvador se manifiesta de manera particular en la historia de
la salvación (Cf. Deuteronomio 26, 5-9; Génesis 24, 1-13).
2. Pasan ante los ojos del orante las acciones liberadoras del Señor que tienen
su momento central en el éxodo de Egipto, al que está íntimamente unido el
difícil viaje por el desierto del Sinaí, que desemboca en la tierra prometida,
el don divino que Israel experimenta en todas las páginas de la Biblia.
La famosa travesía del Mar Rojo, dividido «en dos partes», como desgarrado y
domado cual monstruo vencido (Cf. Salmo 135,13), da a luz a un pueblo libre,
llamado a una misión y a un destino glorioso (Cf. versículos 14-15; Éxodo 15,
1-21), que tendrá su interpretación cristiana en la plena liberación del mal con
la gracia bautismal (Cf. 1 Corintios 10,1-4). Se abre después el itinerario del
desierto: en él, el Señor es representado como un guerreo que, continuando la
obra de liberación comenzada en la travesía del Mar Rojo, defiende a su pueblo
golpeando a sus adversarios. Desierto y mar representan, entonces, el paso a
través del mal y la opresión para recibir el don de la libertad y de la tierra
prometida (Cf. Salmo 135, 16-20).
3. Al final, el Salmo se asoma a ese país que la Biblia exalta con entusiasmo
como «tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares que manan en
los valles y en las montañas, tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y
granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas
no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra donde las piedras
tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el bronce» (Deuteronomio 8, 7-9).
Esta celebración enfática, que va más allá de la realidad de esa tierra, quiere
exaltar el don divino, dirigiendo nuestra expectativa hacia el don más elevado
de la vida eterna con Dios. Un don que permite al pueblo ser libre, un don que
nace --como repite la antífona que salpica cada uno de los versículos-- del «hesed»
del Señor, es decir, de su «misericordia» de su fidelidad al compromiso asumido
en la alianza con Israel, de su amor que sigue revelándose a través del
«recuerdo» (Cf. Salmo 135, 23). En el momento de la «humillación», es decir,
durante las sucesivas pruebas y opresiones, Israel siempre descubrirá la mano
salvadora del Dios de la libertad y del amor. En el momento del hambre y de la
miseria el Señor también intervendrá para ofrecer a toda la humanidad la comida,
confirmando su identidad de creador (Cf. versículo 25).
4. En el Salmo 135 se entrecruzan por tanto dos modalidades de la única
Revelación divina, la cósmica (Cf. versículos 4-9) y la histórica (Cf.
versículos 10-25). Ciertamente el Señor es trascendente como creador y árbitro
del ser; pero se acerca también a sus criaturas, entrando en el espacio y en el
tiempo. No se queda lejos, en el cielo lejano. Por el contrario, su presencia
entre nosotros alcanza su cumbre en la Encarnación de Cristo.
Esto es lo que la interpretación cristiana del Salmo proclama claramente, como
los testimonian los padres de la Iglesia que ven la cumbre de la historia de la
salvación y el signo supremo del amor misericordioso del Padre en el don del
Hijo, como salvador y redentor de la humanidad (Cf. Juan 3, 16).
De este modo, san Cipriano, mártir del siglo III, al comenzar su tratado «Sobre
las buenas obras y sobre la limosna», contempla maravillado las obras que Dios
ha realizado en Cristo, su Hijo, a favor de su pueblo, prorrumpiendo en un
reconocimiento apasionado de su misericordia. «Hermanos queridos, son muchos y
grandes los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa de Dios Padre y
de Cristo ha realizado y realizará por nuestra salvación; de hecho, para
preservarnos, para darnos una vida y podernos redimir, el Padre mandó al Hijo;
el Hijo, que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre para
convertirnos en hijos de Dios: se humilló para elevar al pueblo que antes estaba
postrado por tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se convirtió en
esclavo para liberarnos a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó la muerte para
poder ofrecer a los mortales la inmortalidad. Estos son los numerosos y grandes
dones de la misericordia divina» (1: «Tratados: Colección de Textos Patrísticos»
- «Trattati: Collana di Testi Patristici», CLXXV, Roma 2004, p. 108).
[Dejando a un lado los papeles, el Papa añadió]
Con estas palabras, el santo doctor de la Iglesia desarrolla el salmo con una
letanía de los beneficios que Dios nos ha hecho, añadiéndola a lo que el
salmista todavía no sabía, pero que ya esperaba, el verdadero don que Dios nos
ha hecho: el don del Hijo, el don de la Encarnación, en la que Dios se nos ha
dado y con la que permanece con nosotros, en la Eucaristía y en su Palabra, cada
día hasta el final de la historia. Corremos el peligro de que la memoria del
mal, de los males sufridos, con frecuencia sea más fuerte que la memoria del
bien. El salmo sirve para despertar en nosotros la memoria del bien, de todo el
bien que el Señor nos ha hecho y nos hace, y que podemos ver si nuestro corazón
está atento: es verdad, la misericordia de Dios es eterna, está presente día
tras día.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Papa dirigió un saludo a los peregrinos en varios idiomas. En
castellano, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
El Salmo de hoy proclama la presencia del Señor en la historia de la salvación.
Con las pruebas del desierto, que representan el mal y la opresión, el pueblo de
Israel, a través del paso del Mar Rojo, recibe el don de la libertad y de la
tierra prometida, descubriendo la mano liberadora del Dios del amor. Se
entrelazan así dos modalidades de la única Revelación divina: la cósmica y la
histórica. El Señor es trascendente, pero también cercano a sus creaturas.
La relectura cristiana del Salmo indica claramente que la presencia de Dios
entre nosotros alcanza su culmen en la Encarnación de Cristo. Así lo testifican
los Padres de la Iglesia, que ven el vértice de la historia de la salvación y la
señal suprema del amor misericordioso de Dios Padre en el don de su Hijo: Cristo
salvador y redentor, que se humilló para levantarnos, se hizo esclavo para
conducirnos a la libertad y aceptó morir para ofrecernos la inmortalidad.