1. UNA MORADA PARA EL SEÑOR
David tenía un corazón noble. Tenía sus fallos, sin duda, pero redimía los impulsos de sus pasiones con la nobleza de sus reacciones. No podía tolerar que el Arca del Señor, símbolo y sacramento de su presencia, descansara bajo una tienda de campaña cuando él, David, se albergaba ya en un palacio real en la Jerusalén conquistada. Cuando cayó en la cuenta de ello, reaccionó con su típica vehemencia:
«No entraré bajo el techo de mi casa, no subiré al lecho de mi descanso, no daré sueño a mis ojos ni reposo a mis párpados hasta que encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob».
Desde aquel momento, la obsesión de Israel fue encontrar una morada digna para el Arca que habían traído a través del desierto con liturgia de trompetas y fragor de batallas.
«Levántate, Señor, ven a tu mansión, ven con el arca de tu poder».
El Señor aceptó la invitación de su pueblo y escogió a Sión para que fuera su casa: «Esta es mi mansión por siempre; aquí viviré, porque la deseo».
La mansión del Señor. La gloria y el orgullo de Israel. Si el primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas, una consecuencia práctica será edificarle una morada más magnífica que todas las demás moradas. Esa es la fe que ha dado lugar a las manifestaciones más bellas del arte y la imaginación del hombre, que con su celo y su esfuerzo ha cubierto de templos todos los rincones del orbe habitado. Los edificios más majestuosos de la tierra son tus templos, Señor, y todos los creyentes sentimos la satisfacción que David sintió cuando hizo su voto. La mejor morada del mundo ha de ser la tuya. Un templo digno de ti para tu estancia en la tierra.
Lo que ahora nos preocupa, Señor, es el otro pensamiento. No el tuyo, sino el de los hombres. Tú ya tienes una morada digna en la tierra, pero muchos hombres no la tienen. Muchos de tus hijos no tienen un techo sobre sus cabezas para protegerse del calor y del frío, del viento y de la lluvia. El juramento de David pesa todavía sobre nuestras cabezas en esta su dimensión humana que nuestras conciencias han abierto ante nuestros ojos. ¿Cómo puedo dormir en una cama blanda cuando mi hermano duerme en la plaza pública bajo un cielo implacable? ¿Cómo puedo construirme una casa con madera de cedro cuando el Arca del Señor, los pobres del Señor, viven en chabolas con paredes de papel de periódico y techos de trozos de plástico, inútiles ante la lluvia?
Lo que hacemos por el más pequeño entre los hombres, lo hacemos por ti, Señor. Encontrarles morada a tus hijos es encontrártela a ti. Renuevo el juramento de David en nombre de toda la humanidad, y te ruego no nos dejes permanecer en complacencia culpable mientras nuestros hermanos sufren el azote del tiempo en su vida sin techo.
«Acuérdate, Señor, de David y del juramento que te hizo».
CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 245
2.
Benedicto XVI: La fidelidad de Dios, alegría del
creyente
Comentario a la segunda parte del Salmo 131
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 21 septiembre 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la meditación de Benedicto XVI pronunciada este miércoles durante la
audiencia general dedicada a comentar la segunda parte del Salmo 131 (versículos
11 a 18), «Elección de David y de Sión».
El Señor ha jurado a
David
una promesa que no retractará:
«A uno de tu linaje
pondré sobre tu trono.
Si tus hijos guardan mi alianza
y los mandatos que les enseño,
también sus hijos, por siempre,
se sentarán sobre tu trono».
Porque el Señor ha elegido a Sión,
ha deseado vivir en ella:
«Esta es mi mansión por siempre,
aquí viviré, porque la deseo.
Bendeciré sus provisiones,
a sus pobres los saciaré de pan,
vestiré a sus sacerdotes de gala,
y sus fieles aclamarán con vítores.
Haré germinar el vigor de David,
enciendo una lámpara para mi Ungido.
A sus enemigos los vestiré de ignominia,
sobre él brillará mi diadema».
1. Acaba de resonar la segunda parte del Salmo 131, un canto que evoca un
acontecimiento capital en la historia de Israel: la traslación del arca del
Señor a la ciudad de Jerusalén.
David fue el artífice de esta transferencia, atestiguada en la primera parte del
Salmo, que ya hemos meditado. De hecho, el rey, había hecho el juramento de no
establecerse en el palacio real hasta no haber encontrado una morada para el
arca de Dios, signo de la presencia del Señor junto a su pueblo (Cf. versículos
3-5).
A aquel juramento del soberano le corresponde ahora el juramento del mismo Dios:
«El Señor ha jurado a David una promesa que no retractará» (versículo 11). Esta
promesa solemne, en definitiva, es la misma que el profeta Natán había hecho, en
nombre de Dios, al mismo David; afecta a la descendencia davídica, destinada a
reinar de manera estable (Cf. 2 Samuel 7, 8-16).
2. El juramento divino involucra, sin embargo, el compromiso humano y de hecho
está condicionado por un «si»: «si tus hijos guardan mi alianza» (Salmo 131,
12). A la promesa y al don de Dios, que no tiene nada de mágico, debe responder
la adhesión fiel y activa del hombre en un diálogo que entrecruza dos
libertades, la divina y la humana.
Al llegar a este punto el Salmo se transforma en un canto que exalta tanto los
efectos estupendos del don del Señor como la fidelidad de Israel. Se
experimentará, de hecho, la presencia de Dios en medio a su pueblo (Cf.
versículos 13-14): será como un habitante entre los habitantes de Jerusalén,
como un ciudadano que vive con los demás ciudadanos las vicisitudes de la
historia, ofreciendo sin embargo la potencia de su bendición.
3. Dios bendecirá las cosechas, preocupándose de los pobres para que puedan
saciarse (Cf. versículo 15); extenderá su manto protector sobre los sacerdotes
ofreciéndoles su salvación, hará que todos los fieles vivan en la alegría y en
la confianza (Cf. versículo 16).
La bendición más intensa queda reservada una vez más para David y para su
descendencia: «Haré germinar el vigor de David, enciendo una lámpara para mi
Ungido. A sus enemigos los vestiré de ignominia, sobre él brillará mi diadema»
(versículos 17-18).
Una vez más, como había sucedido en la primera parte del Salmo (Cf. versículo
10), aparece en la escena la figura del «Ungido», en hebreo «Mesías», enlazando
así la descendencia de David con el mesianismo que, en la relectura cristiana,
encuentra su pleno cumplimiento en la figura de Cristo. Las imágenes que utiliza
son sumamente vivas: David es representado como un retoño que crece con vigor.
Dios ilumina al descendiente de David con una lámpara de luz intensa, símbolo de
vitalidad y de gloria, una espléndida diadema marcará su triunfo sobre los
enemigos y por tanto la victoria sobre el mal.
4. En Jerusalén, en el templo que custodia el arca y en la dinastía de David, se
cumple la doble presencia del Señor, en el espacio y en la historia. El Salmo
131 se convierte, de este modo, en una celebración del Dios-Emmanuel que está
con sus criaturas, vive junto a ellas y las ayuda, a condición de que
permanezcan unidas a Él en la verdad y en la justicia. El centro espiritual de
este himno es ya un preludio de la proclamación de Juan: «Y la Palabra se hizo
carne, y puso su morada entre nosotros» (Juan 1, 14).
5. Concluimos recordando que el inicio de esta segunda parte del Salmo 131 fue
utilizada habitualmente por los padres de la Iglesia para describir la
encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María.
San Ireneo, remontándose a la profecía de Isaías sobre la virgen que da a luz,
explicaba: «Las palabras: "Oíd, pues, casa de David" (Isaías 7, 13) indican que
el rey eterno, que según la promesa de Dios a David surgiría del "fruto de su
vientre" (Salmo 131,11), es el mismo que nació de la Virgen, de la descendencia
de David. Por ello, le había prometido un rey que nacería del "fruto de su
vientre", expresión que indica una virgen encinta. Por tanto, la Escritura… hace
referencia al fruto del vientre para proclamar que el nacimiento de quien tenía
que venir acaecería de la Virgen. Así lo testimonió precisamente Isabel, llena
del Espíritu santo, cuando dijo a María: "Bendita tú entre las mujeres y bendito
el fruto de tu vientre" (Lucas 1, 42). De este modo, el Espíritu Santo indica a
los que quieren escucharle que al dar a luz la Virgen, es decir, María, se
cumplió la promesa hecha por Dios a David: suscitar un rey del fruto de su
vientre» («Contra las herejías» --«Contro le eresie»--, 3,21,5: Già e Non
Ancora, CCCXX, Milán 1997, p. 285).
De este modo, vemos la fidelidad de Dios en el gran arco que va desde el antiguo
Salmo hasta la encarnación del Señor. En el Salmo ya aparece y resplandece el
misterio de un Dios que habita en nosotros, que se convierte en uno de nosotros
en la Encarnación. Y esta fidelidad de Dios es nuestra confianza en los cambios
de la historia, es nuestra alegría.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia general, el Santo Padre dirigió a su saludo a los peregrinos en varios
idiomas. Estas fueron sus palabras en castellano:]
Queridos hermanos y hermanas:
La parte del Salmo que hoy meditamos se refiere a la promesa que hace Dios a
David: habitar entre el Pueblo que él mismo ha elegido, bendecirlo, protegerlo
y, sobre todo, hacer surgir de la descendencia de David a su Ungido, el Mesías.
El Salmo, pues, celebra a Dios, que está junto con sus criaturas siempre que
éstas estén unidas a él en la verdad y la justicia. Es también el preludio de la
proclamación del Evangelista San Juan: «Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1, 14).
En efecto, la fe cristiana ve el cumplimiento de la promesa de Dios en Cristo,
nacido del seno de María y de la estirpe de David, que vence definitivamente el
mal.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a la peregrinación de
Osma-Soria con su Obispo, a las Misioneras Apostólicas de la Caridad y a los
sacerdotes del Colegio Mexicano en Roma, así como a los demás grupos de España,
Argentina, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dar gracias
a Dios por su maravilloso designio de llevar al género humano y a cada uno de
nosotros hacia Cristo, el Salvador.