COMENTARIOS AL SALMO 113

 

1. SALMO 113 A

Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el Salmo 113 (A) «Maravillas del éxodo de Egipto».
 

Cuando Israel salió de Egipto,
los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,
Judá fue su santuario,
Israel fue su dominio.

El mar, al verlos, huyó,
el Jordán se echó atrás;
los montes saltaron como carneros;
las colinas, como corderos.

¿Qué te pasa, mar, que huyes,
y a ti, Jordán, que te echas atrás?
¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros;
colinas, que saltáis como corderos?

En presencia del Señor se estremece la tierra,
en presencia del Dios de Jacob;
que transforma las peñas en estanques,
el pedernal en manantiales de agua.



1. El canto gozoso y triunfal que acabamos de proclamar, evoca el éxodo de Israel de la opresión de los egipcios. El Salmo 113A forma parte de esa selección que la tradición judía ha llamado el «Halel egipcio». Son los Salmos 112-117, una especie de selección de cantos, utilizados sobre todo en la liturgia judía de la Pascua.

El cristianismo ha tomado el Salmo 113 (A) con la misma connotación pascual, pero abriéndolo a la nueva interpretación que deriva de la resurrección de Cristo. El éxodo celebrado por el Señor se convierte, por ello, en imagen de otra liberación más radical y universal. Dante, en la «Divina Comedia», presenta este himno, siguiendo la versión latina de la «Vulgata», en boca de las almas del Purgatorio: «In exitu Israël de Aegypto / cantavan tutti insieme ad una voce…» --Cuando Israel salió de Egipto/ todos cantaban unidos...»-- (Purgatorio II, 46-47). Ve en el Salmo el cántico de espera y de esperanza de quienes tienden, tras la purificación de todo pecado, hacia la meta última de la comunión con Dios en el Paraíso.

2. Seguimos ahora la trama espiritual de esta breve composición de oración. Al inicio (Cf. versículos 1-2) se evoca el éxodo de Israel de la opresión de Egipto hasta la entrada en aquella tierra prometida que es el «santuario» de Dios, es decir, el lugar de su esperanza en medio del pueblo. Es más, tierra y pueblo están unidos: Judá e Israel, términos con los que se designaba tanto a la tierra santa como al pueblo elegido, son considerados como sede de la presencia del Señor, su propiedad especial y su herencia (Cf. Éxodo 19, 5-6).

Después de esta descripción teológica de uno de los elementos de fe fundamentales del Antiguo Testamento, es decir, la proclamación de las obras maravillosas de Dios por su pueblo, el Salmista profundiza espiritual y simbólicamente en los acontecimientos constitutivos.

3. El Mar Rojo del éxodo de Egipto y el Jordán de la entrada en la Tierra Santa son personificados y transformados en testigos e instrumentos que participan en la liberación realizada por el Señor (Cf. Salmo 113A,3.5).

Al inicio, en el éxodo, aparece el mar que se retira para dejar paso a Israel y, al final de la travesía del desierto, se presenta al Jordán que sube por su cauce, dejando seco su lecho para que pueda pasar la procesión de los hijos de Israel (Cf. Génesis 3-4). En medio, se evoca la experiencia del Sinaí: en ella, los montes participan en la gran revelación divina, que se realiza sobre sus cimas. Como criaturas vivientes, como carneros y corderos, exultan y saltan. Con una personificación sumamente vivaz, el Salmista pregunta entonces a los montes y a las colinas el motivo de su entusiasmo: Montes, ¿por que saltáis como carneros? Colinas, ¿por que saltáis como corderos?» (Salmo 113A,6).

No se da su respuesta: se refiere indirectamente a través de una orden perentoria, dirigida a toda la tierra para que se estremezca «en presencia del Señor» (Cf. v. 7). La conmoción de los montes y colinas era, por tanto, como un sobresalto de adoración ante el Señor, Dios de Israel, un acto de exaltación gloriosa del Dios trascendente y salvador.

4. Este es el tema de la parte final del Salmo 113A (Cf. versículos 7-8), que introduce otro acontecimiento significativo de la travesía de Israel por el desierto, el del agua que mana de la roca de Meribá (Cf. Éxodo 17, 1-7; Números 20, 1-13). Dios transforma la roca en un manantial de agua, que se convierte en un lago: en el fondo de este prodigio se encuentra su cariño paterno hacia su pueblo.

El gesto tiene, por tanto, un significado simbólico: es el signo del amor salvífico del Señor que sostiene y regenera a la humanidad mientas avanza por el desierto de la historia.

Como es sabido, san Pablo retomará esta imagen y, basándose en una tradición judía, según la cual la roca acompañaba a Israel en su camino por el desierto, releerá el acontecimiento en clave cristológica: «todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo» (1 Corintios 10,4).

5. En este sentido, un gran maestro cristiano como Orígenes, al comentar el éxodo del pueblo de Israel de Egipto, piensa en el nuevo éxodo realizado por los cristianos. Por eso se expresa así: «No penséis que sólo entonces Moisés condujo al pueblo fuera de Egipto: también ahora el Moisés que tenemos con nosotros..., es decir la ley de Dios, quiere sacarnos de Egipto; si la escuchas, te alejará del Faraón... No quiere que te quedes en las acciones tenebrosas de la carne, sino que salgas al desierto, que llegues a ese lugar en el que no hay sobresaltos ni turbaciones del siglo, que alcances la quietud y el silencio... Cuando llegues a este lugar de tranquilidad, podrás hacer sacrificios para el Señor, podrás reconocer la ley de Dios y la potencia de la voz divina» («Homilías sobre el éxodo», Roma 1981, pp. 71-72).

Retomando la imagen de san Pablo, que evoca la travesía del mar, Orígenes sigue diciendo: «El apóstol lo llama un bautismo, realizado en Moisés en la nube y en el mar para que también tú, que has sido bautizado en Cristo, en el agua y en el Espíritu Santo, sepas que los egipcios te están siguiendo y quieren someterte a su servicio, es decir, al servicio de los que rigen este mundo y al de los espíritus malvados de los que antes fuiste esclavo. Ellos tratarán ciertamente de seguirte, pero tú échate al agua y sal indemne para que, una vez lavadas las manchas de los pecados, vuelvas a salir como un hombre nuevo dispuesto a cantar un cántico nuevo» (ibid., p. 107).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia se leyó esta síntesis y luego el Papa dirigió el saludo a los peregrinos de lengua española que aquí publicamos:]

Queridos hermanos y hermanas:

El Salmo que acabamos de proclamar evoca el éxodo de Israel de la opresión de los egipcios. El mar, el río, los montes, las colinas, los carneros, los corderos, son testigos de esta liberación. La roca transformada en manantial, signo del amor del Señor a la humanidad que avanza por el desierto de la historia, alude a otra liberación más radical y universal: Cristo, que con su redención nos salva de todas las esclavitudes.

Saludo cordialmente a los peregrinos de España y América Latina. Bautizados en Jesucristo, en el agua y el Espíritu Santo, y redimidos de todo pecado, renaced como hombres nuevos y cantad el cántico nuevo.



2. SALMO 113 B

Juan Pablo II: Con los ídolos, el hombre pierde su dignidad
Comentario al Salmo 113, B «Himno al Dios verdadero»

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 1 septiembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el Salmo 113 B, «Himno al Dios verdadero».
 

No a nosotros, Señor, no a nosotros,
sino a tu nombre da la gloria,
por tu bondad, por tu lealtad.
¿Por qué ha de decir las naciones:
«Dónde está su Dios?».

Nuestro Dios está en el cielo,
lo que quiere lo hace.
Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas:

Tienen boca, y no hablan;
tienen ojos, y no ven;
tienen orejas, y no oyen;
tienen nariz, y no huelen;

Tienen manos, y no tocan;
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta:
que sean igual los que los hacen,
cuantos confían en ellos.

Israel confía en el Señor:
El es su auxilio y su escudo.
La casa de Aarón confía en el Señor:
El es su auxilio y su escudo.
Los fieles del Señor confían en el Señor:
El su auxilio y su escudo.

Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga,
bendiga a la casa de Israel,
bendiga a la casa de Aarón;
bendiga a los fieles del Señor,
pequeños y grandes.

Que el Señor os acreciente,
a vosotros y a vuestros hijos;
bendito seáis del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
El cielo pertenece al Señor,
la tierra se le ha dado a los hombres.

Los muertos ya no alaban al Señor,
ni los que bajan al silencio.
Nosotros, sí, bendeciremos al Señor
ahora y por siempre.



1. El Dios viviente y el ídolo inerte se enfrentan en el Salmo 113 B, que acabamos de escuchar y que forma parte de la serie de los salmos de las Vísperas. La antigua traducción griega de la Biblia de los «Setenta», seguida por la versión latina de la antigua Liturgia cristiana, ha unido este Salmo en honor del auténtico Señor al precedente. Ha surgido una composición única que, sin embargo, está claramente dividida en dos textos diferentes (Cf. Salmo 113 A y 113 B).

Tras una invocación inicial dirigida al Señor para testimoniar su gloria, el pueblo elegido presenta a su Dios como el Creador omnipotente: «Nuestro Dios está en el cielo, lo que quiere lo hace» (Salmo 113 B, 3). «Bondad» y «lealtad» son típicas virtudes del Dios de la alianza en la relación con el pueblo que eligió, Israel (Cf. versículo 1). De este modo, cosmos e historia están sometidos a su voluntad, que es potencia de amor y de salvación.

2. Al Dios verdadero adorado por Israel se le contraponen después los «ídolos» de otros pueblos (versículo 4). La idolatría es una tentación de toda la humanidad en todo lugar y en todo tiempo. El ídolo es algo inanimado, nacido de las manos del hombre, estatua fría, privada de vida. El salmista lo describe irónicamente en sus siete miembros totalmente inútiles: boca muda, ojos ciegos, oídos sordos, narices insensibles a los olores, manos inertes, pies paralizados, garganta que no emite sonidos (Cf. versículos 5-7).

Después de esta despiadada crítica de los ídolos, el salmista expresa un augurio sarcástico: «que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos» (versículo 8). Es un augurio expresado de manera sin duda eficaz para producir un efecto de radical disuasión ante la idolatría. Quien adora los ídolos de la riqueza, del poder, del éxito, pierde su dignidad de persona humana. Decía el profeta Isaías: «¡Escultores de ídolos! Todos ellos son vacuidad; de nada sirven sus obras más estimadas; sus testigos nada ven y nada saben, y por eso quedarán abochornados» (Isaías 44, 9).

3. Por el contrario, los fieles del Señor saben que el Dios viviente es «su auxilio y su escudo» (Cf. Salmo 113 B, 9-13). Se les presenta según una triple categoría. Ante todo está «Israel», es decir, todo el pueblo, la comunidad que se reúne en el templo para rezar. Allí está también la «casa de Aarón», que hace referencia a los sacerdotes, custodios y anunciadores de la Palabra divina, llamados a presidir el culto. Por último, se recuerda a los que temen al Señor, es decir, los fieles auténticos y constantes, que en el judaísmo sucesivo al exilio de Babilonia y en el posterior hacen referencia a aquellos paganos que se acercaban a la comunidad y a la fe de Israel con el corazón sincero y con una búsqueda genuina. Ese será el caso, por ejemplo del centurión romano Cornelio (Cf. Hechos 10, 1-2. 22), que después sería convertido por san Pedro al cristianismo.

La bendición divina desciende sobre estas tres categorías de auténticos creyentes (Cf. Salmo 113 B, 12-15). Ésta, según la concepción bíblica, es el manantial de fecundidad: «Que el Señor os acreciente, a vosotros y a vuestros hijos» (versículo 14). Por último, los fieles, llenos de gozo por el don de la vida recibido del Dios vivo y creador, entonan un breve himno de alabanza, respondiendo a la bendición de Dios con su bendición grata y confiada (Cf. versículos 16-18).

4. De manera sumamente viva y sugerente, un padre de la Iglesia de Oriente, san Gregorio de Niza (siglo IV), en la quinta Homilía sobre el Catar de los Cantares hace referencia a nuestro salmo para describir el paso de la humanidad del «hielo de la idolatría» a la primavera de la salvación. De hecho, recuerda san Gregorio, la naturaleza humana parecía haberse transformado «en la de los seres inmóviles» y sin vida «que se convirtieron en objeto de culto», como precisamente está escrito: «que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos». «Y era lógico el que así fuera. Así como los que confían en el auténtico Dios reciben en sí las peculiaridades de la naturaleza divina, así también quien se dirige a la vanidad de los ídolos se hizo como aquello en lo que confiaba y siendo hombre se convirtió en piedra. Dado que la naturaleza humana, convertida en piedra a causa de la idolatría, fue inmóvil ante lo mejor, atenazada por el hielo del culto de los ídolos, por este motivo surge sobre este tremendo invierno el Sol de la justicia y trae la primavera del soplo del mediodía, que disuelve el hielo y calienta todo con los rayos de ese sol. De este modo, el hombre que había quedado petrificado por obra del hielo, calentado por el Espíritu y por los rayos del Logos, volvió a ser agua que mana para la vida eterna» («Homilías sobre el Cantar de los Cantares» - «Omelie sul Cantico dei cantici», Roma 1988, páginas 133-134).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. A continuación, monseñor Miguel Huguet, de la Secretaría de Estado, leyó la síntesis de la intervención del Santo Padre]

Queridos hermanos y hermanas:
Al Dios verdadero contrapone el Salmo los ídolos inanimados e inertes fabricados por los hombres, diciendo «sean igual los que los hacen y confían en ellos».

La idolatría, tentación de la humanidad en todo tiempo, priva al hombre de su dignidad. Sólo los que adoran al Señor saben que Él es «su ayuda» y «su escudo»; sobre ellos desciende la bendición divina.


3. ÍDOLOS EN MIS ALTARES

Hay un verso en este salmo que me obsesiona, Señor, y me vas a perdonar si dejo a un lado por hoy los otros muchos bellos versos que tiene este salmo (o, mejor dicho, los dos salmos que se han unido accidentalmente para formar uno) y concentro mi fe y mi oración, con la esperanza de mi propio provecho espiritual, en ese solo verso que tú proclamas aquí y vuelves a repetir, palabra por palabra, en otro salmo más adelante. Suena como un refrán del cielo, como un principio de sabiduría espiritual, como una maldición bíblica de importancia radical para un pueblo en busca de la tierra prometida y para un corazón en busca de Dios. El refrán dice así: «Quien fabrica un ídolo, será como él».

Siento un escalofrío de arriba abajo cuando oigo esas palabras. Sé que los ídolos están hechos de piedra y madera; y a piedra y madera quedan condenados, por tanto, los que los hacen. Hay fabricantes de ídolos en el sentido material de la palabra, artesanos que labran imágenes de la divinidad tal como se lo ordena la fecunda imaginación de adoradores devotos en todas las culturas y edades. Contra ellos se dirige la prohibición del salmo para reforzar el mandamiento del Señor a su pueblo de que no se hagan imágenes de la divinidad y para poner en ridículo la expresión de una piedad mal entendida en figuras sin vida.

«Sus ídolos son plata y oro, hechura de manos humanas: tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen, tienen nariz y no huelen, tienen manos y no tocan, tienen pies y no andan, no tiene voz su garganta. Como ellos serán los que los hacen, cuantos en ellos ponen su confianza».

Y luego están los fabricantes de ídolos en el sentido más sutil de la palabra, tanto más peligroso cuanto más disimulado; y aquí es donde me veo a mí mismo y siento sobre mi cabeza todo el peso de la denuncia bíblica. Yo me hago ídolos en mi propia mente, y los adoro con fidelidad escondida y sumisión obediente. Idolos son mis prejuicios, mis inclinaciones, mis gustos y preferencias; mis ideas fijas de cómo deben ser las cosas; mis principios y valores, por dignos y legítimos que parezcan; mis hábitos y costumbres; las experiencias pasadas que gobiernan mi vida presente; todo aquello que yo he supuesto, aceptado, fijado en mi mente como regla inflexible de conducta para mí y para todos por siempre.

Todo eso son ídolos. Idolos de la mente. Piedra y madera, o aun oro y plata, pero en todo caso metal inerte y sin valor ante el alma viva. Idolos mentales, ideológicos, culturales, incluso espirituales. Todo el peso muerto de una larga vida. Todo el triste equipaje del pasado. Peso y obstáculo. Esclavitud y cadenas. Penosa herencia de mi alma pagana.

Lo que me aterra es el castigo que se sigue a la adoración de ídolos. Hacerse como ellos. Tener ojos y no ver, tener oídos y no oir, tener manos y no palpar, tener pies y no caminar. Perder los sentidos, el contacto con la realidad, la misma vida. Ese es el castigo por adorar a los ídolos de la mente: dejar de estar vivo. Cesar de vivir. Vivir de cadáver. Sigo adorando a mis antiguas ideas, manteniendo mis prejuicios, postrándome ante el pasado... y pierdo la capacidad de vivir el presente. Me cargo la memoria de costumbres y rutina, y dejo de ver y de sentir y de andar. Me hago piedra y madera. Me hago cadáver. He adorado mi pasado, en busca de la seguridad y la tranquilidad, y me encuentro con la negra noche de la rigidez y la muerte. El ídolo es una idea fija, y cuando me agarro a una idea fija me quedo yo también fijo como un ídolo en piedra y madera.

A lo largo de toda tu revelación y tu trato con tu pueblo escogido, tú siempre odiaste a los ídolos, Señor. Hoy te ruego me libres de todos los ídolos de mi vida... para que vuelva a andar.

CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 217