1. Continúa nuestro itinerario a través de los Salmos de la liturgia de Laudes. Ahora hemos escuchado el Salmo 83, atribuido por la tradición judaica a "los hijos de Coré", una familia sacerdotal que se ocupaba del servicio litúrgico y custodiaba el umbral de la tienda del arca de la Alianza (cf. 1 Cro 9, 19).
Se trata de un canto dulcísimo, penetrado de un anhelo místico hacia el Señor de la vida, al que se celebra repetidamente (cf. Sal 83, 2. 4. 9. 13) con el título de "Señor de los ejércitos", es decir, Señor de las multitudes estelares y, por tanto, del cosmos. Por otra parte, este título estaba relacionado de modo especial con el arca conservada en el templo, llamada "el arca del Señor de los ejércitos, que está sobre los querubines" (1 S 4, 4; cf. Sal 79, 2). En efecto, se la consideraba como el signo de la tutela divina en los días de peligro y de guerra (cf. 1 S 4, 3-5; 2 S 11, 11).
El fondo de todo el Salmo está representado por el templo, hacia el que se
dirige la peregrinación de los fieles. La estación parece ser el otoño,
porque se habla de la "lluvia temprana" que aplaca el calor del verano
(cf. Sal 83, 7). Por tanto, se podría pensar en la peregrinación a Sión
con ocasión de la tercera fiesta principal del año judío, la de las Tiendas,
memoria de la peregrinación de Israel a través del desierto.
2. El templo está presente con todo su encanto al inicio y al final del
Salmo. En la apertura (cf. vv. 2-4) encontramos la admirable y delicada imagen
de los pájaros que han hecho sus nidos en el santuario, privilegio envidiable.
Esta es una representación de la felicidad de cuantos, como los sacerdotes del
templo, tienen una morada fija en la Casa de Dios, gozando de su intimidad y de
su paz. En efecto, todo el ser del creyente tiende al Señor, impulsado por un
deseo casi físico e instintivo: "Mi alma se consume y anhela los
atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo" (v. 3).
El templo aparece nuevamente también al final del Salmo (cf. vv. 11-13). El
peregrino expresa su gran felicidad por estar un tiempo en los atrios de la casa
de Dios, y contrapone esta felicidad espiritual a la ilusión idolátrica, que
impulsa hacia "las tiendas del impío", o sea, hacia los templos
infames de la injusticia y la perversión.
3. Sólo en el santuario del Dios vivo hay luz, vida y alegría, y es
"dichoso el que confía" en el Señor, eligiendo la senda de la
rectitud (cf. vv. 12-13). La imagen del camino nos lleva al núcleo del Salmo (cf.
vv. 5-9), donde se desarrolla otra peregrinación más significativa. Si es
dichoso el que vive en el templo de modo estable, más dichoso aún es quien
decide emprender una peregrinación de fe a Jerusalén.
También los Padres de la Iglesia, en sus comentarios al Salmo 83, dan
particular relieve al versículo 6: "Dichosos los que encuentran en
ti su fuerza al preparar su peregrinación". Las antiguas traducciones del
Salterio hablaban de la decisión de realizar las "subidas" a la
Ciudad santa. Por eso, para los Padres la peregrinación a Sión era el símbolo
del avance continuo de los justos hacia las "eternas moradas", donde
Dios acoge a sus amigos en la alegría plena (cf. Lc 16, 9).
Quisiéramos reflexionar un momento sobre esta "subida" mística, de
la que la peregrinación terrena es imagen y signo. Y lo haremos con las
palabras de un escritor cristiano del siglo VII, abad del monasterio del Sinaí.
4. Se trata de san Juan Clímaco, que dedicó un tratado entero -La
escala del Paraíso- a ilustrar los innumerables peldaños por
los que asciende la vida espiritual. Al final de su obra, cede la
palabra a la caridad, colocada en la cima de la escala del progreso espiritual.
Ella invita y exhorta, proponiendo sentimientos y actitudes ya sugeridos por
nuestro Salmo: "Subid, hermanos, ascended. Cultivad, hermanos, en
vuestro corazón el ardiente deseo de subir siempre (cf. Sal 83, 6).
Escuchad la Escritura, que invita: "Venid, subamos al monte del Señor
y a la casa de nuestro Dios" (Is 2, 3), que ha hecho nuestros pies
ágiles como los del ciervo y nos ha dado como meta un lugar sublime, para que,
siguiendo sus caminos, venciéramos (cf. Sal 17, 33). Así pues, apresurémonos,
como está escrito, hasta que encontremos todos en la unidad de la fe el rostro
de Dios y, reconociéndolo, lleguemos a ser el hombre perfecto en la madurez de
la plenitud de Cristo (cf. Ef 4, 13)" (La scala del Paradiso, Roma
1989, p. 355).
5. El salmista piensa, ante todo, en la peregrinación concreta que conduce
a Sión desde las diferentes localidades de la Tierra Santa. La lluvia que está
cayendo le parece una anticipación de las gozosas bendiciones que lo cubrirán
como un manto (cf. Sal 83, 7) cuando esté delante del Señor en el
templo (cf. v. 8). La cansada peregrinación a través de "áridos
valles" (cf. v. 7) se transfigura por la certeza de que la meta es Dios, el
que da vigor (cf. v. 8), escucha la súplica del fiel (cf. v. 9) y se convierte
en su "escudo" protector (cf. v. 10).
Precisamente desde esta perspectiva la peregrinación concreta se transforma,
como habían intuido los Padres, en una parábola de la vida entera, en tensión
entre la lejanía y la intimidad con Dios, entre el misterio y la revelación.
También en el desierto de la existencia diaria, los seis días laborables son
fecundados, iluminados y santificados por el encuentro con Dios en el séptimo día,
a través de la liturgia y la oración en el encuentro dominical.
Caminemos, pues, también cuando estemos en "áridos valles",
manteniendo la mirada fija en esa meta luminosa de paz y comunión. También
nosotros repetimos en nuestro corazón la bienaventuranza final, semejante a una
antífona que concluye el Salmo: "¡Señor de los ejércitos, dichoso
el hombre que confía en ti!" (v. 13).
2. Amor al templo de Dios
"¡Qué deseables son tus
moradas,
Señor de los Ejércitos!"
Al pronunciar esas palabras mágicas, Señor, pienso en cantidad de cosas a la
vez, y varias imágenes surgen de repente en feliz confusión del fondo de mi
memoria. Me imagino el templo de Jerusalén, me imagino las grandes catedrales
que he visitado y las pequeñas capillas en que he rezado. Pienso en el templo
que es mi corazón, en las visiones gloriosas del Apocalipsis y en cuadros
clásicos de la gloria del cielo. Todo aquello que puede llamarse tu casa, tu
morada, tu templo. Todo eso lo amo y lo deseo como el paraíso de mis sueños y el
foco de mis anhelos.
"¡Dichosos los que viven en tu casa!"
Ya sé que tu casa es el mundo entero, que llenas los espacios y estás presente
en todos los corazones. Pero también aprecio el símbolo, la imagen, el
sacramento de tu santo templo, donde siento casi físicamente tu presencia, donde
puedo visitarte, adorarte, arrodillarme ante ti en la intimidad sagrada de tu
propia casa.
"¡Vale más un día en tus atrios
que mil en mi casa!"
Me veo a mí mismo en el silencio de mi mente, en la libertad de mi fantasía, en
la realidad de mis peregrinaciones, en la devoción de mis visitas, arrodillado
ante tu altar que es tu presencia, tu trono, tu casa. Disfruto estando allí en
presencia física cuando puedo, y en imaginación siempre que lo deseo. Un puesto
para mí en tu casa, un rincón en tu templo.
"Hasta el gorrión ha encontrado una casa,
y la golondrina un nido donde colocar sus polluelos:
tus altares, Señor de los Ejércitos,
Rey mío y Dios mío."
Estar allí, sentirme a gusto junto a ti, verme rodeado de memorias que hablan de
ti, dejarme penetrar por el olor de incienso, cantar himnos religiosos que
conozco desde pequeño, contemplar la majestad de tu liturgia, inclinarme al
unísono con tu pueblo ante la secreta certeza de tu presencia...; todo eso es
alegría en mi alma y fuerza en mis miembros para vivir con plenitud de fe, esté
donde esté, con la imagen de tu templo siempre ante mis ojos.
Me encuentro a gusto en tu casa, Señor. ¿Te encontrarás tú a gusto en la mía?
Ven a visitarme. Que nuestras visitas sean recíprocas, que nuestro contacto sea
renovado y nuestra intimidad crezca alimentada por encuentros mutuos en tu casa
y en la mía. Que mi corazón también se haga templo tuyo con el brillo de tu
presencia y la permanencia de tu recuerdo. Y que tu templo se haga mi casa con
la frecuencia de mis visitas y la intensidad de mis deseos en las ausencias.
"Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor,
mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo.
¡Señor de los Ejércitos,
dichoso el hombre que confía en ti!"
CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 160