COMENTARIOS AL SALMO 20


1. EL DESEO DE MI CORAZÓN

«Le has concedido el deseo de su corazón». Estas palabras me traen la alegría, Señor. Estas palabras te definen a ti con la profundidad de la fe y el cariño que llegan a rozar tu esencia: Tú eres el que satisface los deseos del corazón del hombre. Tú has hecho ese corazón, y sólo tú puedes llenarlo. Puedes hacerlo, y de hecho lo haces, y ésa es hoy mi alegría y mi consuelo.

«Le has concedido el deseo de su corazón». Al concedérselo a «él» me estás diciendo que también estás dispuesto a concedérmelo a mí. Lo que haces por el rey de Israel lo haces por tu pueblo, y lo que haces por tu pueblo lo haces por mí. Quieres concederme el deseo de mi corazón como le concediste al rey de Israel sus victorias.

Eso me hace pensar en la seriedad de tu presencia: ¿Cuál es, en realidad, el deseo de mi corazón? ¿Cuáles son las victorias que yo anhelo? Ahora que sé que estás dispuesto a satisfacer mis deseos, quiero escudriñar mi corazón para saber lo que él desea y manifestártelo a ti para que actúes. En breve te lo digo, Señor.

Pero al empezar a escudriñar mi corazón, me quedo parado. Veo mis deseos... y ¡los encuentro tan mezquinos! ¿Cómo puedo presentarlos en serio ante ti, Señor? Lo que yo quiero de primera intención es el éxito barato, el escape fácil, la gratificación personal. Lo que busco es seguridad, comodidad y respetabilidad. ¿Puedo llamar a eso «el deseo de mi corazón» y proponerlo en tu presencia para que lo bendigas y lo concedas? No, no puedo. Déjame profundizar más.

Al profundizar más en mi propio corazón me llevo otra sorpresa desagradable. Ando a la busca de deseos «más profundos»... y veo que esos profundos deseos me resultan puramente artificiales, oficiales, académicos. Resulta que estoy pidiendo por «tu mayor gloria», «la liberación de la humanidad)), «la venida de tu Reino»; y todo eso es justo y necesario..., pero esas palabras no son mías, esas fórmulas están copiadas; los deseos sí que son míos, pero sólo en cuanto son los deseos de todo el mundo. Entiendo que por «el deseo de mi corazón» esperas algo más personal, más íntimo, más concreto. Algo de mí a ti, de corazón a corazón, en amor mutuo, confianza y sinceridad. Déjame buscar más adentro.

¡Ya lo tengo! Escucha lo que te pido con gesto de humildad (quizá un poco apresurada) y de satisfacción por haber encontrado la respuesta perfecta: Señor, te dejo a ti la elección. Tú sabes qué es lo que más me conviene, tú me amas y quieres mi felicidad; y yo me fío de ti y de tu sabiduría, de modo que lo que tú quieras para mí es lo que yo quiero para mí mismo. Ese es el deseo de mi corazón.

Bellas palabras. Pero vacías. Otra vez la escapada. Zafarme de mi responsabilidad. Tú me habías preguntado qué era lo que yo quería, y yo, en cobarde cumplido, te devuelvo la pregunta y te impongo a ti la carga de la decisión. No hago más que disimular la vergüenza de mi apocamiento con el gesto de adulación. No sé escoger yo, y cubro mi debilidad con aparente cortesía. Pérdoname, Señor. Todavía no he encontrado el deseo de mi corazón.

Mientras sigo buscando, te voy a pedir un favor, Señor, ya que veo aún estás esperando: Dame la gracia de saber qué es lo que yo mismo quiero. Ese es en este momento el deseo de mi corazón.

CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 42