CAPÍTULO VIII
LA VENIDA GLORIOSA DE JESÚS
La escatología cristiana está caracterizada por una esperanza:
Jesús volverá glorioso al final de los tiempos.
«Y entonces —dice el Apocalipsis sinóptico— se verá al Hijo del
hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con gran poder y gloria»
(Mc 13, 26; Mt 24, 30; Lc 21,27). El cristianismo primitivo, de manera
particular san Pablo, da testimonio de esa espera, a veces febril,
que enardecía a los discípulos de Cristo. «Veo los cielos abiertos
-exclamaba Esteban en el momento de su martirio- y al Hijo del
hombre de pie a la diestra de Dios» (Hech 7, 56). San Pablo enseña
a sus cristianos a «esperar del cielo al Hijo de Dios, que nos libró de
la ira venidera» (1 Tes 1, 10). Y describía con vivos colores,
extraídos del ceremonial de la entrada triunfal de los soberanos, la
bajada del Señor desde el cielo, con el brillante aparato de los
apocalipsis.
Esta unanimidad de todo el cristianismo prlmitivo, esta
antigüedad, este arcaísmo de las expresiones serían difícilmente
explicables, si Jesús mismo no hubiera anunciado que «iba a venir
sobre las nubes». Por otra parte, la tradición evangélica ha
conservado algunas de estas palabras marcadas con el sello de la
autenticidad. «En verdad os digo, algunos de los que están aquí no
gustarán la muerte, antes de ver al Hijo del hombre venir en su
Reino» (Mt 16, 28 y lugares paralelos). «Veréis al Hijo del hombre
sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt
26, 64 y lugares paralelos).
Estas fórmulas nos ponen en la pista del capítulo 7 de Daniel. El
pueblo de los santos del Altísimo está en él representado por un
«Hijo del hombre», que viene sobre las nubes para recibir de las
manos del juez el reinado y la gloria: «Y he aquí que venía sobre las
nubes del cielo como un Hijo de hombre...» (Dn 7, 13). El juicio está
en candelero, y tan pronto como la tradición judía personalizó esta
figura enigmática del «Hijo del hombre», se le atribuyó, entre los
atributos divinos, el de juzgar a los vivos y a los muertos.
¿Nos vamos a extrañar de volver a encontrar en este momento
esta influencia del Libro de Daniel, que hemos hecho notar ya al
comienzo de nuestro estudio a propósito del Reino de los cielos?
Nuestro Señor, para expresar la antítesis que rige la historia del
Reino, había expuesto su pensamiento sirviéndose de unas
imágenes sacadas del apocalipsis más leído en el ambiente
palestinense (los manuscritos del Mar Muerto le atribuyen
particularmente el término «misterio»). Cuando el drama de su vida
le llevó a prever, más allá de su vida mortal, un futuro intemporal,
¿no era totalmente normal que continuara enunciándolo con las
formulas del Apocalipsis de Daniel?
Los talentos
(/Mt/25/14-30; cf. /Lc/19/12-27)
«Es como un hombre que, al emprender un viaje, llama a sus
criados y les entrega su fortuna».
Así comienza la parábola. Es la situación de los cristianos
después de la muerte de Jesús. La ausencia de toda alusión a la
resurrección con la atención fija únicamente en el regreso de ese
señor, debería avivar la prudencia de los exegetas. Jesús mismo,
más bien que uno u otro jefe de la comunidad, exhorta a los
discípulos que se dispersarán, después de la muerte del «pastor»,
como ovejas de un rebaño que se ha quedado sin su pastor.
El comienzo de la parábola de las minas, en san Lucas, ha
coloreado la historia —pero la historia real— de recuerdos de los
pequeños reinos helenistas de aquella época: «Un hombre de alta
alcurnia—un príncipe real—marchó a un país lejano—uno piensa
en Roma que hace y deshace los reyes—, para recibir allí el reino y
volver en seguida» (Lc 19,12).
Fuera de algunos detalles, los comentaristas recientes prefieren
la versión de la parábola de san Mateo. Es la que seguimos
nosotros.
El hombre que emprende un viaje llama a sus criados y les confía
su hacienda. A ellos les corresponde hacerla producir durante su
ausencia.
El hombre es rico, muy rico, como corresponde a un príncipe.
Entrega cinco talentos a uno de los criados, dos a otro, uno al
tercero y se marcha. Los dos primeros criados hacen producir el
dinero; el último lo esconde en la tierra. Cuando regresa el dueño,
pide cuentas. Ellos conocen su generosidad y su severidad.
El personaje central de esta parábola, el que acapara toda la
escena, es el dueño. Tiene toda la majestad, la autoridad soberana,
absoluta, sin apelación, de Dios. Es también Nuestro Señor, pues
ha marchado para un viaje largo. En el primer acto, el de la
distribución de las riquezas, campea el señor con su generosidad y
su autoridad. El acto segundo sucede en ausencia del señor. Pero
se trata de una ausencia que pesa sobre la conducta de los
criados. Tercer acto: reaparece el señor. Este señor une la
severidad con la generosidad.
Acabamos de aludir al carácter del dueño: generosidad,
autoridad, severidad. El siervo malo, de todos esos aspectos, ha
cogido únicamente su severidad: está ansioso de ganancias, siega
donde no ha sembrado, recoge montones de haces que no ha
esparcido (Mt 25, 24). En otras palabras, es un amo difícil de servir.
Se parece mucho, si es que no es el mismo, a aquel de que nos
habla san Lucas: cuando vuelve el criado rendido de cansancio,
después de haber trabajado todo el día, le dice el señor: Prepárame
la cena y sírveme primero; luego comerás y beberás tú. No tiene
con él ningún miramiento. Cuando vosotros hayáis hecho todo lo
que se os había mandado, decid: somos siervos inútiles, hemos
hecho lo que debíamos hacer (Lc 17,7-10).
Es autoritario y personal. ¿Por qué razón distribuye sus riquezas
con esta desigualdad desenfadada: a uno cinco talentos, al
segundo dos, y al tercero uno? Se nos dice muy bien: según su
propia capacidad. Pero ¿qué representa esta capacidad? El único
que juzga de ella es el señor, y sus criterios nos siguen siendo
desconocidos. Por otra parte, el mismo señor, a la hora de pagar a
sus obreros, no tendrá en cuenta el trabajo hecho. Les pagará
como él lo entiende: el mismo precio por un día de trabajo duro que
para una hora de tarea.
Todo esto no sería nada. Es un señor que parece desinteresarse
completamente de sus criados. Ha marchado. El viaje es largo y
tarda en volver. Y tarda tanto, que uno se pregunta si realmente
piensa volver. No ha fijado ninguna fecha para su regreso.
Realmente, cuando se está sirviendo a un señor así, la situación
no es nada cómoda. Es angustiosa por ese contraste entre la
severidad y una aparente renuncia de autoridad. Ante esta
situación paradójica que se nos presenta, un señor severo y muy
personal, un señor que se desinteresa, que está muy lejos, son
posibles dos actitudes.
El siervo malo, humanamente, actúa con prudencia. ¿De qué es
culpable? Se le ha confiado una suma de dinero. Tiene miedo a
perderla y la esconde como se esconde un tesoro precioso. Ahí
está su fallo. Esconder el dinero de su señor es rehusar el riesgo de
hacerlo producir. Ahora bien, el dinero es, por su misma naturaleza,
productivo. En lugar de entregarse sin reflexionar a su tarea, el
criado cree que así se sitúa al abrigo de posibles tropiezos.
Escondido el tesoro en la tierra, no piensa más en él. Puede no
pensar más en él. Y tiene tiempo para sí mismo. Ha eludido el
servicio completo que le pedía el señor, el que Dios pide. Ha
calculado mal. Al contrario, los criados buenos comprenden la
situación, confían y trabajan.
Algunos comentaristas están en camino de cometer el error del
siervo malo, imaginándose que los talentos de la parábola son las
cualidades naturales del cuerpo o de espíritu, que hay que hacer
rendir. Esta exégesis, de tinte pelagiano, ha sido tan corriente que
ha contribuido a la formación del idioma, en algunas lenguas.
Nuestra palabra «talento», con su sentido de aptitud, capacidad,
conjunto de dones naturales, etc., está influenciada por esta
parábola.
Esta exégesis responde admirablemente a la tendencia de
nuestra época. Uno se introduce en la masa con sus talentos
naturales. El hombre entrega a la humanidad todas las reservas de
vida, con las que está dotado. La santidad es una floración
espontánea, amor y alegría. Hace algunos años, la revista La Vie
Spirituelle dedicaba un número especial a esta pregunta: «¿Hacia
qué tipo de santidad caminamos?» El P. Plé resume la encuesta con
estas palabras: «Si nos atenemos al conjunto de las respuestas, lo
que se espera de la santidad, en nuestros días, es la exaltación del
hombre: el santo es un hombre perfecto, un logro humano. La
santidad es la presencia de Dios en el hombre, en el cual, por esa
razón, se encuentran todas las riquezas no disminuidas ni
sacrificadas, sino realizadas y sublimadas».
Dios no lee las encuestas, pues sigue haciendo sus santos como
él entiende que debe hacerlo. Es posible que no todos gusten,
como a aquella jocista que no daba el visto bueno a san Juan de la
Cruz «porque tiene una santidad inhumana», que «parece ir contra
la parábola de los talentos». (Por fortuna, todavía quedan cristianos
para quienes san Juan de la Cruz es su santo preferido: así el
oficial, antiguo jefe de maquis, que, en la misma encuesta, cree
absolutamente necesario el despojo total, el «nada, nada, nada»,
sobre el que descansa toda su doctrina, «de manera muy singular
en nuestro tiempo, en que los excesos de todo género, tanto en el
plano material como en el plano espiritual, privan al hombre de ese
importante vacío, de ese silencio interior y exterior necesario para la
penetración normal del Espíritu Santo. Particularmente en el plano
intelectual y en el terreno de la educación, el abuso de saber
enerva los espíritus».)
Y con todo, el sentido de la parábola está muy claro. El señor
reparte entre sus criados sus propios bienes. ¿Qué son estos
bienes más que los bienes espirituales? Los Padres lo afirman
unánimemente. Cristo llama a sus criados, es decir. por ejemplo, a
los que premia con el honor del sacerdocio, y entrega las gracias
espirituales, según las disposiciones y la capacidad de cada uno
(San Cirilo de Alejandría). Para san Hilario y san Jerónimo, la
parábola habla de la predicación del Evangelio. La enormidad de la
suma que el señor confía a su gente, esas personas que nunca han
tenido en su bolso más que cuatro perras gordas, está
demostrando, si fuera necesario, que se trata aquí de una moneda
totalmente distinta.
Sin embargo, en la parábola queda insinuado un problema: el
señor ha distribuido sus bienes según la capacidad, al menos
presunta, de sus criados. Observación preliminar y que tiene mucha
importancia: este problema no ha preocupado nunca a los santos.
Ni san Pablo, el teórico de la cruz, que emplea al máximum,
afirmando enérgicamente que son inútiles, sus dotes de pensador,
de hombre de acción, de tribuno y de escritor. Ni san Agustín, que
predica a sus provincianos de Hipona en el lenguaje de los más
elegantes estilistas. Ni san Francisco de Asís que, sin embargo, ha
hecho un derroche de ingenio, poético y humano, para servicio de
su Señor.
Los santos emplean sus talentos naturales, sin escrúpulo y sin
pensar en ello, porque tienen clavada su atención en Dios. Su
inteligencia y sus dotes de acción son como unos canales por los
que fluyen los dones de Dios. Dios es el manantial; las facultades
humanas, los talentos naturales, dejan pasar el agua del manantial,
sin saber siquiera que el agua está pasando. Lo que importa es que
los dones de Dios se derramen por el mundo.
Frecuentemente ellos han logrado a viva fuerza esa victoria de la
gracia sobre sus actividades humanas. En su conversión, un día
hicieron añicos sus talentos naturales al pie del crucifijo; y entonces,
les han sido devueltos. Pero ya no son suyos. Los tienen prestados.
Son en realidad los talentos de la parábola.
Los buenos criados, absortos en la confianza del Señor, se
entregan sin reservas a la obra de Dios, fijos en el ideal que ellos
vislumbran.
No sabemos exactamente lo que nuestro dueño exige de
nosotros, fuera de que nunca estará satisfecho hasta el día en que
vuelva. En el Antiguo Testamento estaba fijada la tarea. Uno
conocía los días de descanso, los sábados y las neomenias, los
días de ayuno. Se sabía qué animales podían comerse y de cuáles
había que abstenerse. Se sabía qué sacrificios había que ofrecer:
cuándo el holocausto, cuándo el sacrificio pacífico, cuándo el de la
vaca roja. La tarea podía ser complicada. Pero estaba claramente
determinada, se sabía a qué atenerse. No había que rebasarla. En
el Nuevo Testamento, ya no sabemos a qué atenernos. Los tipos de
los buenos criados son los santos: unos hombres que trabajan
demasiado barato. ¿Cómo quieres cumplir tu oficio de criado,
cuando tienes ante ti no solamente un santo canonizado, sino un
simple candidato como Carlos de Foucauld? Impresionado por una
palabra del sacerdote Huvelin: «Nuestro Señor ha cogido el último
sitio de manera que nadie se lo ha podido arrebatar», no ambiciona
el último lugar, porque ya está cogido, pero sí el penúltimo. Y se
hará trapense, pero en una trapa alejada, la de Akbés, en Siria,
para estar más olvidado, más pobre, más cerca de la tierra en que
ha sufrido y trabajado Jesús, donde pueda hundirse cada día más
en la abyección; son sus propias palabras. Y nunca se sentirá
bastante sumergido en la abyección, hasta el día en que concluya
su dura existencia, «asesinado por esos hombres por los que ha
rezado tanto, y tanto ha caminado por caminos de arena y de
piedras, y tanto calor y sed ha soportado, y tantos días y noches ha
estudiado, y tanta soledad ha aceptado, y tanto se ha molestado en
su cuerpo y en su espíritu».
Para el antiguo oficial francés había terminado la parábola. Al
final, tomaba la palabra Jesús:
«Enhorabuena, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, yo te
pondré al frente de lo mucho. Entra en el gozo de tu Señor».
Las diez vírgenes
(/Mt/25/01-12)
El Reino de Dios será también como diez vírgenes invitadas a ir
en el cortejo de una boda. Deben llevar consigo sus lámparas,
porque el cortejo se hace por la noche. Las vírgenes están
esperando en casa de la esposa. Aquí tiene que venir a buscarla el
esposo para llevarla a su propia casa, donde tendrá lugar el
banquete de la boda.
En la parábola de los talentos, había que entendérselas con un
dueño severo, que exige trabajar a manos llenas. Aquí es una boda,
la fiesta por excelencia en un pueblo de Galilea. La tensión de
nuestra vida cristiana hacia la venida de Cristo glorioso está
marcada por la alegría. El cielo y la tierra se juntan; la gloria, como
una nube luminosa, se inclina sobre nuestras existencias terrenas.
Por medio de la fe vislumbramos la Jerusalén celestial hacia la cual
vamos caminando.
Pero entre las diez vírgenes, nos encontramos con cinco
prudentes y cinco atolondradas, carentes de previsión. Estas
últimas han estado muy inquietas con sus adornos, con peinarse el
pelo y perfumarse. Tampoco han olvidado sus lámparas, o el
vestido de bodas; lo llevan con elegancia. Pero no han pensado
que lo prudente era tomar una provisión de aceite. Las vírgenes
prudentes, al mismo tiempo que han cogido sus lámparas, han
tomado aceite en sus alcuzas.
Todas están en vela, esperando al esposo. El esposo tarda en
llegar; ellas se adormecen y se duermen. El sueño de las vírgenes
prudentes es ligero. Sueñan que oyen la señal. Ellas están a punto.
Las otras duermen con un sueño pesado. ¿Seguirán sabiendo para
qué están ahí?
Alguien ha salido y ha oído, allá a lo lejos, el rumor de la alegre
pandilla: «¡Que viene el esposo! ¡Salid a su encuentro!».
En este momento vuelven en sí las vírgenes necias. Se dirigen
atolondradas a las prudentes: «Dadnos de vuestro aceite, que se
apagan nuestras lámparas».
Desgraciadamente, lo propio de las personas previsoras es que
les falte una fácil generosidad. Pensemos en la hormiga del
fabulista.
«Id más bien a los que lo venden y comprad lo que os haga
falta».
Cuando llega el esposo, faltan las vírgenes necias. Ya ha
marchado el cortejo, ya brillan las lámparas con todo su resplandor
en la sala del banquete. Las necias han estropeado su alegría. Lo
han estropeado todo, pues el esposo revela su identidad, cuando
llaman a la puerta cerrada: «En verdad os digo que no os
conozco».
Reaparece aquí el señor de la parábola de los talentos, duro y
severo en su justicia.
Por no haberse tomado una precaución elemental, las vírgenes
faltan al llamamiento. Sólo habían pensado en sus bagatelas de
mujeres, desde la invitación. Por un detalle de cortesía muy
comprensible, la liturgia reserva a las «vírgenes cristianas», las
prudentes, una aplicación privilegiada de la parábola (desde el
Sacramentario Gelasiano: «Que esperen -se les dice- al esposo del
cielo, con sus lámparas encendidas, provistas del óleo de la
espera»). Pero en realidad, la parábola nos afecta a todos
nosotros. En el momento de nuestro bautismo, al entregarnos un
cirio encendido, se nos dice: «Recibe esta lámpara encendida, y
guarda intacto tu bautismo; observa los mandamientos de Dios a fin
de que, cuando venga el Señor para las bodas eternas, puedas ir a
su encuentro con todos sus santos, en el cortejo celestial».
En las liturgias orientales, donde se conservan fielmente las
viejas tradiciones, y donde se mira la Misa como el preludio de la
venida del Señor, los fieles piden a Dios: «Prepáranos también a fin
de que, permaneciendo inocentes, con nuestras lámparas
encendidas, vayamos al encuentro de tu Hijo único». Nos
acordamos de los muertos «que están invitados a las bodas y
esperan ardientemente al esposo celestial».
Los Padres se sirven de este hermoso tema en sus exhortaciones
a los fieles. «Hoy estamos atribulados -exclama san Agustín- y la
llama de nuestras lámparas vacila azotada por el cierzo de este
siglo, por las tentaciones. Sin embargo, hagamos que arda cada día
más ardiente y más fuerte, y que el viento de la tentación avive su
fuego en lugar de apagarlo».
Todo esto lo encontramos quizá muy anacrónico. Efectivamente,
no hay muchos temas que parezcan tan poco usuales dentro del
cristianismo, como el tema del retorno de Cristo. Pero sucede así
casi desde el comienzo de la Iglesia. Algunos rasgos de la parábola
recuerdan que el esposo tarda en llegar, y las vírgenes se
adormecen. Seguramente estos rasgos son los que la tradición se
ha preocupado de precisar, de cara a la situación de la segunda
generación cristiana que se impacientaba con la tardanza y el
retraso.
San Pablo esperaba, dudaba, trabajaba. «Nuestra salvación está
ahora más cerca que lo estaba en el comienzo de nuestra
conversión», escribe a los Romanos (Rm 13, 11). Al mismo tiempo,
pone en guardia a los Tesalonicenses contra una impaciencia que
les había arrebatado el gusto del trabajo. Su pensamiento era que
había que despachar los asuntos corrientes de este mundo,
esperando al otro mundo. Más tarde, brincaba de alegría con el
pensamiento de su muerte y el próximo encuentro con su Señor,
antes de su retorno.
El P. Teilhard de Chardin, que se ha preocupado a su manera,
pero más que cualquiera, del fin del mundo, o más bien del
nacimiento de la Tierra Nueva —lo cual no es enteramente igual—,
ha escrito una página sobrecogedora acerca de la espera de «la
consumación del medio divino»: «Sería inútil especular, ya nos lo
advierte el Evangelio, acerca de la hora y las modalidades de este
formidable acontecimiento. Pero debemos esperarlo...
Históricamente, la esperanza no ha dejado nunca de guiar, como
una antorcha, los progresos de nuestra Fe... ¡Ay!, la prisa un poco
infantil, unida al error de perspectiva, que habían hecho creer a la
primera generación cristiana en un retorno inminente de Cristo, nos
han dejado desengañados y nos han hecho desconfiados. Las
resistencias del Mundo al Bien han venido a desconcertar nuestra
fe en el Reinado de Dios. Un cierto pesimismo, sostenido tal vez por
una concepción exagerada de la caída original, nos ha llevado a
creer que decididamente el Mundo es malo e incurable... Entonces,
hemos dejado disminuir el fuego en nuestros corazones
adormilados. Indudablemente, vemos, con más o menos angustia,
aproximarse la muerte individual. Sin duda, también rezamos y
actuamos concienzudamente «para que llegue el Reino de Dios».
Pero, de verdad, ¿cuántos hay entre nosotros que realmente se
estremezcan, en el fondo de su corazón, con la esperanza loca de
una refundición de nuestra Tierra?... ¿Quién es el cristiano en el
que la nostalgia impaciente de Cristo llegue, no digo ya a anegar
(como debería ser), sino solamente a equilibrar, las preocupaciones
del amor o de los intereses humanos?»
¿Está encerrada la teología de la historia en el tesoro de las
parábolas? El movimiento actual del mundo no es seguramente
rectilíneo, ni va siempre en la dirección de los valores espirituales. Y
estos valores son los que nos conciernen antes que nada: «Cuando
venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» Es una
exhortación a reavivar incesantemente nuestra fe, en un amor
intenso a Cristo y a la Verdad. Este amor a la verdad, dentro de la
cual está incluido el progreso del mundo, es suficiente para infundir
todo su entusiasmo a nuestra fe y a nuestra esperanza.
Por razón de la gran esperanza cristiana, y en la medida en que
ésta se toma en serio, la vida se parece a un destierro. Las
vírgenes han oído el grito en la noche: «¡Que viene el esposo!
¡Salid a su encuentro!» El tema es viejo como el mundo. Y ha vuelto
a ser colocado en lugar preeminente por la literatura bíblica y
litúrgica contemporánea, ya bajo la forma del Exodo, ya bajo la
forma de la Pascua.
CR/PEREGRINO: En /Gn/14/13, los LXX, antes de traducir
Abraham «el hebreo», escribieron Abraham «el emigrante».
Abraham, el padre de los creyentes, de los cristianos, de la raza
nueva, es esencialmente un viajero, un peregrino, un emigrante, el
que se destierra: «Sal de tu tierra, de tu patria, de la casa de tu
padre, hacia un país que yo te mostraré, y en ti serán bendecidas
todas las familias» (Gn 12,1). Abandonar su tierra, renunciar a las
tradiciones de su raza, a la dulzura de una casa hogareña, viajar,
plantar su tienda en Betel, marchar, acampar en el desierto, bajar a
Egipto, volver a Canaán..., ésa es la vida de Abraham, el viajero
perpetuo, el emigrante.
Abraham es la imagen de los que se exilian, para enriquecerse
espiritualmente. Filón de Alejandría ha titulado uno de sus tratados
«Sobre la emigración de Abraham». Comienza por el texto «Sal de
tu tierra», que interpreta como «abandonar el cuerpo, la sensación,
el razonamiento». Enseña que los Hebreos son la raza que pasa de
las cosas sensibles a las cosas espirituales; que en la Biblia hay un
libro titulado el Exodo, la Salida; que la Pascua significa paso, etc. El
filósofo judío está todavía bajo la nostalgia de la vida nómada.
El tema ocupa buen lugar en la carta a los Hebreos: «Por la fe,
Abraham, obedeciendo al llamamiento, salió hacia la tierra que
había de recibir en herencia, y marchó sin saber adónde iba. Por la
fe, moró en la tierra prometida como en un país extranjero, viviendo
en ella en tiendas como Isaac y Jacob, herederos con él de la
misma promesa. Porque él esperaba la ciudad dotada de cimientos,
de la que Dios es el arquitecto y el constructor». Por eso nos
exhorta san Pedro: «Amadísimos, os ruego que viváis como
extranjeros y peregrinos, absteniéndoos de los apetitos carnales
que militan contra el alma» (1 P 2,11).
Y ·Clemente-Romano-san escribe: «Mis queridos hermanos,
abandonando la tierra de este mundo, hagamos la voluntad de Dios
que nos ha llamado y no tengamos miedo a salir de este mundo...
Sabed, hermanos, que nuestro destierro en este mundo de la carne
es breve, que la promesa de Cristo es grande y maravillosa, el
descanso del Reino futuro y de la vida eterna. ¿Qué haremos para
alcanzarla, si no es vivir santa y justamente, y estimar este mundo
como extranjero, y no apetecer las cosas de este mundo? Nadie
puede a la vez servir a dos señores».
En aquel tiempo, estas fórmulas no eran unos trabajos vulgares.
La ciudad de los cristianos se construía en el cielo. En la ciudad
terrestre, los cristianos eran unos proscritos, unos fuera de ley. De
grado o por fuerza, ellos fueron una raza de héroes, de apóstoles,
de mártires.. «El que no lleva su cruz y me sigue, no puede ser mi
discípulo» (Lc 14,27). Entonces se trataba de hacer de su vida
cristiana una fortaleza, no una villa de recreo.
·Basilio-san escribía al prefecto del emperador Valente: «La
confiscación no puede alcanzar al que no tiene nada..., ni el
destierro puede asustar al que no pertenece a ningún lugar y en
cualquier parte de la tierra se considera como peregrino, ni la
tortura ni la muerte pueden acobardar al que está impaciente por ir
a Dios».
Cuando los monjes y los cenobitas pueblan el desierto, no se
sabe si han huido ante la persecución, o si les apasionaba la
soledad. Más tarde, ha proseguido entre los cristianos el ideal
nómada. No siendo ya peregrinos por obligación, algunos santos lo
fueron por libre elección. Toda la cristiandad vibraba entonces
estremecida por los santos lugares, Roma, Santiago de
Compostela, Jerusalén. A los pies de los Alpes o de los Pirineos,
uno descubre con emoción esos refugios de peregrinos, cuya
capilla es siempre venerada por los pastores y los labriegos. Y
muchos cristianos buenos, se han consagrado, en esta época, al
estado de peregrinos y han encontrado en él la santidad; después
de san Alejo, san Roque: y más cerca de nosotros, uno de los
últimos, san Benito José Labre.
Hay en la peregrinación, en la vida eremítica, una «consagración»
a la pobreza, al abandono total de la patria, de la familia, de las
comodidades, a veces del decoro, que pone el cuerpo y el alma en
estado de renunciamiento, de permanente salir de sí mismo. El
verdadero peregrino busca a Jesús y lo encuentra. Uno va lejos, lo
más lejos que puede, porque el paraíso está todavía más lejos. «El
alma de estos peregrinos no tiene semejante con la de los otros.
Ellos son los que caminan, los que quieren morir por su idea.
¿Cómo iban a parecerse a los otros, a los que se quedan situados,
encerrados en un ensimismamiento monótono e infecundo?»
Vuelvo a mirar el fresco del Hospital de san Marcos, en Florencia.
En un tímpano de la puerta están los dos peregrinos de Emaús.
Cristo está con ellos, vestido también de peregrino, con la túnica de
viaje, el bastón, unas medallas al cuello. Los dos peregrinos
levantan hacia él una mirada perdida, en la cual se contempla el
mundo nuevo.
EPILOGO
En el momento en que sus discípulos comienzan a penetrar el
sentido de las parábolas, dice Jesús: «Todo escriba que se ha
instruido en la doctrina del Reino de los cielos es semejante al
dueño de casa que saca de su tesoro lo nuevo y lo añejo»
(/Mt/13/52). Esto se refiere a todo discípulo, a cada cristiano, pero
especialmente al que tiene el encargo de enseñar.
El dueño de la casa ha encerrado en sus cofres y armarios los
trajes vistosos de su familia y unos vestidos nuevos, en toda la
gama de telas preciosas; y de ellos se sirve a medida de las
circunstancias. Así los cristianos poseen hoy las parábolas en sus
tesoros. Cosas nuevas, porque son la enseñanza del Maestro que
no ha querido coser la tela nueva en un vestido viejo; cosas
antiguas, porque aunque es cierto que ha renovado toda la Ley, no
la ha cambiado en su esencia, y todo cristiano acata en ella la
voluntad de Dios. Vestidos tan viejos como las profecías del Antiguo
Testamento, pues Jesús ha heredado de los Profetas las imágenes
con que reviste su pensamiento para manifestar los secretos
eternos a la vez que ocultan el resplandor de la luz.
Las parábolas son verdaderos tesoros: contienen el Reino de los
cielos.
Hemos tomado en serio la palabra que Jesús dirigía a los Doce:
«A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino de
los cielos». Hablando en parábolas, tenía conciencia de construir un
mundo espiritual aún desconocido. Las profecías se hacían
realidad; las cosas ocultas desde la creación del mundo se
desvelaban (Mt 13, 35). Primeramente fue la manera inimaginable
como Dios fundó su Reino, sobre una Palabra venida del cielo y
aceptada en lo secreto del corazón, con el contraste entre la
humildad del comienzo y las grandezas del futuro. Luego fue la
transformación de la «religión» por la revelación de la
«misericordia», de la cual iba a nacer una «justicia» proporcionada.
Todo lo cual tendría como consecuencia la rehabilitación de los
hombres despreciados por los jefes religiosos del judaísmo y el
traslado de los privilegios del pueblo elegido a un pueblo que diera
los frutos del Reino.
Unas parábolas sancionan la ruptura de Jesús y de su comunidad
embrionaria con el judaísmo. En adelante, el pensamiento de Jesús
va a referirse más expresamente al futuro reservado a su obra. Una
nueva sociedad sucede a la antigua sociedad religiosa. La Iglesia,
sin dejar de ser el pueblo elegido, se presenta al mundo como el
signo de la novedad del plan divino.
Las diversas parábolas de las semillas dejan ya entrever, entre la
sementera del Reino y la cosecha escatológica, un período de
crecimiento de duración indeterminada; es cosa de Dios el
concretar el momento en que esté madura la mies. Esta idea se
precisa en las parábolas del banquete y de los viñadores. Los
primeros invitados al banquete mesiánico han rehusado ese honor;
en lugar suyo, unos invitados improvisados, reclutados en todas
partes, incluso del paganismo, disfrutan de los bienes del Reino de
Dios. El banquete dura mil años, según unos cálculos del judaísmo.
Bajo una imagen distinta, los labriegos a los que el dueño de la viña
había confiado el Reino, no le han dado los frutos que él esperaba;
serán castigados, se les quitará la viña y se les dará a «otros».
Según un logion de cuño arcaico, esos otros constituyen un
«pueblo». Se abre así un período terrestre, cuya duración sólo Dios
conoce.
Jesús sabe cuál será su propio destino en ese drama que se
abate sobre el judaísmo. Participará de la suerte de Juan Bautista,
la de los justos, la de los profetas; y su misma comunidad se verá
envuelta en la tormenta. Sin embargo, un arco iris domina la
tempestad. En el momento decisivo, Dios hará avanzar sobre las
nubes del cielo al Hijo del hombre, el representante del pueblo de
los santos del Altísimo, y le entregará el Reino, el señorío del
mundo y toda su gloria. Esta gran esperanza la ha condensado
Jesús en una afirmación solemne conservada por la tradición: «¡El
Hijo del hombre vendrá sobre las nubes!»)
Las profecías y recomendaciones apocalípticas de Jesús
ayudarán a los hombres apostólicos a dirigir la barca de la Iglesia
en medio de las tempestades: el equilibrio cristiano se establecerá
sobre las tradiciones del Señor. Cuando, en los primeros años, la
espera se hacía demasiado ansiosa e intranquila, los apóstoles, san
Pablo particularmente, la calmaban apoyándose «en la palabra del
Señor» (1 Tes 4,15). Más tarde, ante la tardanza de la parusía,
reavivaban la espera del día en que Cristo iba a dar su corona de
gloria «a todos los que desean su venida». «Vigilad y orad -repetían
los apóstoles- porque no sabéis a qué hora vendrá el Señor».
¿No es otra vez la fidelidad a las palabras de Jesús, guardadas y
explicadas por la tradición, la que, a través de todas las vicisitudes
de una Iglesia bamboleada entre las persecuciones y las gracias
espirituales, salvará a los cristianos de las ilusiones y de las
desilusiones? La Iglesia sabe que es extraña al mundo. Pero sabe
también que es la luz de ese mismo mundo y la sal de la tierra. Nada
hay que pueda aturdirla o confundirla en su fe y su esperanza.
Como el seno de la madre espera el nacimiento del hijo, la Iglesia
alimenta las almas y las prepara para la verdadera vida, la que
comienza en la eternidad. Custodio de las enseñanzas de Jesús, la
Iglesia es el terreno firme sobre el que descansan nuestras vidas
efímeras.
El sermón de la montaña lo concluía Jesús con esta parábola:
«El que escucha estas palabras que acabo de decir y las pone en
práctica, puede compararse a un hombre prudente que edificó su
casa sobre la roca. Cayó la lluvia, vinieron las riadas, soplaron los
vientos y azotaron la casa. Pero la casa no se desplomó, porque
estaba cimentada sobre la roca.
Y el que escucha estas palabras que acabo de decir y no las
cumple, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su
casa sobre la arena. Cayo la lluvia, vinieron las riadas, soplaron los
vientos y dieron contra la casa. Y la casa se desplomó, y fue grande
su ruina» (Mt 7, 24-27).
Se percibe todavía, a través de estas estrofas, el
desencadenamiento de las tempestades de Palestina, el ruido de
los torrentes de agua y el estruendo de casas derrumbadas. A
nosotros nos corresponde cimentar nuestras casas sobre esa roca
a la que nada puede reemplazar, sean cualesquiera los huracanes
de este mundo.
LUCIEN
CERFAUX
MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS
ACTUALIDAD BÍBLICA 11
EDICIONES FAX. MADRID-1969. Págs. 177-234