CAPÍTULO VIII

LA VENIDA GLORIOSA DE JESÚS


La escatología cristiana está caracterizada por una esperanza: 
Jesús volverá glorioso al final de los tiempos. 
«Y entonces —dice el Apocalipsis sinóptico— se verá al Hijo del 
hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con gran poder y gloria» 
(Mc 13, 26; Mt 24, 30; Lc 21,27). El cristianismo primitivo, de manera 
particular san Pablo, da testimonio de esa espera, a veces febril, 
que enardecía a los discípulos de Cristo. «Veo los cielos abiertos 
-exclamaba Esteban en el momento de su martirio- y al Hijo del 
hombre de pie a la diestra de Dios» (Hech 7, 56). San Pablo enseña 
a sus cristianos a «esperar del cielo al Hijo de Dios, que nos libró de 
la ira venidera» (1 Tes 1, 10). Y describía con vivos colores, 
extraídos del ceremonial de la entrada triunfal de los soberanos, la 
bajada del Señor desde el cielo, con el brillante aparato de los 
apocalipsis. 
Esta unanimidad de todo el cristianismo prlmitivo, esta 
antigüedad, este arcaísmo de las expresiones serían difícilmente 
explicables, si Jesús mismo no hubiera anunciado que «iba a venir 
sobre las nubes». Por otra parte, la tradición evangélica ha 
conservado algunas de estas palabras marcadas con el sello de la 
autenticidad. «En verdad os digo, algunos de los que están aquí no 
gustarán la muerte, antes de ver al Hijo del hombre venir en su 
Reino» (Mt 16, 28 y lugares paralelos). «Veréis al Hijo del hombre 
sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 
26, 64 y lugares paralelos). 
Estas fórmulas nos ponen en la pista del capítulo 7 de Daniel. El 
pueblo de los santos del Altísimo está en él representado por un 
«Hijo del hombre», que viene sobre las nubes para recibir de las 
manos del juez el reinado y la gloria: «Y he aquí que venía sobre las 
nubes del cielo como un Hijo de hombre...» (Dn 7, 13). El juicio está 
en candelero, y tan pronto como la tradición judía personalizó esta 
figura enigmática del «Hijo del hombre», se le atribuyó, entre los 
atributos divinos, el de juzgar a los vivos y a los muertos. 
¿Nos vamos a extrañar de volver a encontrar en este momento 
esta influencia del Libro de Daniel, que hemos hecho notar ya al 
comienzo de nuestro estudio a propósito del Reino de los cielos? 
Nuestro Señor, para expresar la antítesis que rige la historia del 
Reino, había expuesto su pensamiento sirviéndose de unas 
imágenes sacadas del apocalipsis más leído en el ambiente 
palestinense (los manuscritos del Mar Muerto le atribuyen 
particularmente el término «misterio»). Cuando el drama de su vida 
le llevó a prever, más allá de su vida mortal, un futuro intemporal, 
¿no era totalmente normal que continuara enunciándolo con las 
formulas del Apocalipsis de Daniel? 


Los talentos
(/Mt/25/14-30; cf. /Lc/19/12-27)

«Es como un hombre que, al emprender un viaje, llama a sus 
criados y les entrega su fortuna».

Así comienza la parábola. Es la situación de los cristianos 
después de la muerte de Jesús. La ausencia de toda alusión a la 
resurrección con la atención fija únicamente en el regreso de ese 
señor, debería avivar la prudencia de los exegetas. Jesús mismo, 
más bien que uno u otro jefe de la comunidad, exhorta a los 
discípulos que se dispersarán, después de la muerte del «pastor», 
como ovejas de un rebaño que se ha quedado sin su pastor.
El comienzo de la parábola de las minas, en san Lucas, ha 
coloreado la historia —pero la historia real— de recuerdos de los 
pequeños reinos helenistas de aquella época: «Un hombre de alta 
alcurnia—un príncipe real—marchó a un país lejano—uno piensa 
en Roma que hace y deshace los reyes—, para recibir allí el reino y 
volver en seguida» (Lc 19,12).
Fuera de algunos detalles, los comentaristas recientes prefieren 
la versión de la parábola de san Mateo. Es la que seguimos 
nosotros. 
El hombre que emprende un viaje llama a sus criados y les confía 
su hacienda. A ellos les corresponde hacerla producir durante su 
ausencia. 
El hombre es rico, muy rico, como corresponde a un príncipe. 
Entrega cinco talentos a uno de los criados, dos a otro, uno al 
tercero y se marcha. Los dos primeros criados hacen producir el 
dinero; el último lo esconde en la tierra. Cuando regresa el dueño, 
pide cuentas. Ellos conocen su generosidad y su severidad. 
El personaje central de esta parábola, el que acapara toda la 
escena, es el dueño. Tiene toda la majestad, la autoridad soberana, 
absoluta, sin apelación, de Dios. Es también Nuestro Señor, pues 
ha marchado para un viaje largo. En el primer acto, el de la 
distribución de las riquezas, campea el señor con su generosidad y 
su autoridad. El acto segundo sucede en ausencia del señor. Pero 
se trata de una ausencia que pesa sobre la conducta de los 
criados. Tercer acto: reaparece el señor. Este señor une la 
severidad con la generosidad. 
Acabamos de aludir al carácter del dueño: generosidad, 
autoridad, severidad. El siervo malo, de todos esos aspectos, ha 
cogido únicamente su severidad: está ansioso de ganancias, siega 
donde no ha sembrado, recoge montones de haces que no ha 
esparcido (Mt 25, 24). En otras palabras, es un amo difícil de servir. 
Se parece mucho, si es que no es el mismo, a aquel de que nos 
habla san Lucas: cuando vuelve el criado rendido de cansancio, 
después de haber trabajado todo el día, le dice el señor: Prepárame 
la cena y sírveme primero; luego comerás y beberás tú. No tiene 
con él ningún miramiento. Cuando vosotros hayáis hecho todo lo 
que se os había mandado, decid: somos siervos inútiles, hemos 
hecho lo que debíamos hacer (Lc 17,7-10). 
Es autoritario y personal. ¿Por qué razón distribuye sus riquezas 
con esta desigualdad desenfadada: a uno cinco talentos, al 
segundo dos, y al tercero uno? Se nos dice muy bien: según su 
propia capacidad. Pero ¿qué representa esta capacidad? El único 
que juzga de ella es el señor, y sus criterios nos siguen siendo 
desconocidos. Por otra parte, el mismo señor, a la hora de pagar a 
sus obreros, no tendrá en cuenta el trabajo hecho. Les pagará 
como él lo entiende: el mismo precio por un día de trabajo duro que 
para una hora de tarea.
Todo esto no sería nada. Es un señor que parece desinteresarse 
completamente de sus criados. Ha marchado. El viaje es largo y 
tarda en volver. Y tarda tanto, que uno se pregunta si realmente 
piensa volver. No ha fijado ninguna fecha para su regreso. 
Realmente, cuando se está sirviendo a un señor así, la situación 
no es nada cómoda. Es angustiosa por ese contraste entre la 
severidad y una aparente renuncia de autoridad. Ante esta 
situación paradójica que se nos presenta, un señor severo y muy 
personal, un señor que se desinteresa, que está muy lejos, son 
posibles dos actitudes. 
El siervo malo, humanamente, actúa con prudencia. ¿De qué es 
culpable? Se le ha confiado una suma de dinero. Tiene miedo a 
perderla y la esconde como se esconde un tesoro precioso. Ahí 
está su fallo. Esconder el dinero de su señor es rehusar el riesgo de 
hacerlo producir. Ahora bien, el dinero es, por su misma naturaleza, 
productivo. En lugar de entregarse sin reflexionar a su tarea, el 
criado cree que así se sitúa al abrigo de posibles tropiezos. 
Escondido el tesoro en la tierra, no piensa más en él. Puede no 
pensar más en él. Y tiene tiempo para sí mismo. Ha eludido el 
servicio completo que le pedía el señor, el que Dios pide. Ha 
calculado mal. Al contrario, los criados buenos comprenden la 
situación, confían y trabajan. 
Algunos comentaristas están en camino de cometer el error del 
siervo malo, imaginándose que los talentos de la parábola son las 
cualidades naturales del cuerpo o de espíritu, que hay que hacer 
rendir. Esta exégesis, de tinte pelagiano, ha sido tan corriente que 
ha contribuido a la formación del idioma, en algunas lenguas. 
Nuestra palabra «talento», con su sentido de aptitud, capacidad, 
conjunto de dones naturales, etc., está influenciada por esta 
parábola. 
Esta exégesis responde admirablemente a la tendencia de 
nuestra época. Uno se introduce en la masa con sus talentos 
naturales. El hombre entrega a la humanidad todas las reservas de 
vida, con las que está dotado. La santidad es una floración 
espontánea, amor y alegría. Hace algunos años, la revista La Vie 
Spirituelle dedicaba un número especial a esta pregunta: «¿Hacia 
qué tipo de santidad caminamos?» El P. Plé resume la encuesta con 
estas palabras: «Si nos atenemos al conjunto de las respuestas, lo 
que se espera de la santidad, en nuestros días, es la exaltación del 
hombre: el santo es un hombre perfecto, un logro humano. La 
santidad es la presencia de Dios en el hombre, en el cual, por esa 
razón, se encuentran todas las riquezas no disminuidas ni 
sacrificadas, sino realizadas y sublimadas». 
Dios no lee las encuestas, pues sigue haciendo sus santos como 
él entiende que debe hacerlo. Es posible que no todos gusten, 
como a aquella jocista que no daba el visto bueno a san Juan de la 
Cruz «porque tiene una santidad inhumana», que «parece ir contra 
la parábola de los talentos». (Por fortuna, todavía quedan cristianos 
para quienes san Juan de la Cruz es su santo preferido: así el 
oficial, antiguo jefe de maquis, que, en la misma encuesta, cree 
absolutamente necesario el despojo total, el «nada, nada, nada», 
sobre el que descansa toda su doctrina, «de manera muy singular 
en nuestro tiempo, en que los excesos de todo género, tanto en el 
plano material como en el plano espiritual, privan al hombre de ese 
importante vacío, de ese silencio interior y exterior necesario para la 
penetración normal del Espíritu Santo. Particularmente en el plano 
intelectual y en el terreno de la educación, el abuso de saber 
enerva los espíritus».) 

Y con todo, el sentido de la parábola está muy claro. El señor 
reparte entre sus criados sus propios bienes. ¿Qué son estos 
bienes más que los bienes espirituales? Los Padres lo afirman 
unánimemente. Cristo llama a sus criados, es decir. por ejemplo, a 
los que premia con el honor del sacerdocio, y entrega las gracias 
espirituales, según las disposiciones y la capacidad de cada uno 
(San Cirilo de Alejandría). Para san Hilario y san Jerónimo, la 
parábola habla de la predicación del Evangelio. La enormidad de la 
suma que el señor confía a su gente, esas personas que nunca han 
tenido en su bolso más que cuatro perras gordas, está 
demostrando, si fuera necesario, que se trata aquí de una moneda 
totalmente distinta. 
Sin embargo, en la parábola queda insinuado un problema: el 
señor ha distribuido sus bienes según la capacidad, al menos 
presunta, de sus criados. Observación preliminar y que tiene mucha 
importancia: este problema no ha preocupado nunca a los santos. 
Ni san Pablo, el teórico de la cruz, que emplea al máximum, 
afirmando enérgicamente que son inútiles, sus dotes de pensador, 
de hombre de acción, de tribuno y de escritor. Ni san Agustín, que 
predica a sus provincianos de Hipona en el lenguaje de los más 
elegantes estilistas. Ni san Francisco de Asís que, sin embargo, ha 
hecho un derroche de ingenio, poético y humano, para servicio de 
su Señor. 
Los santos emplean sus talentos naturales, sin escrúpulo y sin 
pensar en ello, porque tienen clavada su atención en Dios. Su 
inteligencia y sus dotes de acción son como unos canales por los 
que fluyen los dones de Dios. Dios es el manantial; las facultades 
humanas, los talentos naturales, dejan pasar el agua del manantial, 
sin saber siquiera que el agua está pasando. Lo que importa es que 
los dones de Dios se derramen por el mundo. 
Frecuentemente ellos han logrado a viva fuerza esa victoria de la 
gracia sobre sus actividades humanas. En su conversión, un día 
hicieron añicos sus talentos naturales al pie del crucifijo; y entonces, 
les han sido devueltos. Pero ya no son suyos. Los tienen prestados. 
Son en realidad los talentos de la parábola. 

Los buenos criados, absortos en la confianza del Señor, se 
entregan sin reservas a la obra de Dios, fijos en el ideal que ellos 
vislumbran. 
No sabemos exactamente lo que nuestro dueño exige de 
nosotros, fuera de que nunca estará satisfecho hasta el día en que 
vuelva. En el Antiguo Testamento estaba fijada la tarea. Uno 
conocía los días de descanso, los sábados y las neomenias, los 
días de ayuno. Se sabía qué animales podían comerse y de cuáles 
había que abstenerse. Se sabía qué sacrificios había que ofrecer: 
cuándo el holocausto, cuándo el sacrificio pacífico, cuándo el de la 
vaca roja. La tarea podía ser complicada. Pero estaba claramente 
determinada, se sabía a qué atenerse. No había que rebasarla. En 
el Nuevo Testamento, ya no sabemos a qué atenernos. Los tipos de 
los buenos criados son los santos: unos hombres que trabajan 
demasiado barato. ¿Cómo quieres cumplir tu oficio de criado, 
cuando tienes ante ti no solamente un santo canonizado, sino un 
simple candidato como Carlos de Foucauld? Impresionado por una 
palabra del sacerdote Huvelin: «Nuestro Señor ha cogido el último 
sitio de manera que nadie se lo ha podido arrebatar», no ambiciona 
el último lugar, porque ya está cogido, pero sí el penúltimo. Y se 
hará trapense, pero en una trapa alejada, la de Akbés, en Siria, 
para estar más olvidado, más pobre, más cerca de la tierra en que 
ha sufrido y trabajado Jesús, donde pueda hundirse cada día más 
en la abyección; son sus propias palabras. Y nunca se sentirá 
bastante sumergido en la abyección, hasta el día en que concluya 
su dura existencia, «asesinado por esos hombres por los que ha 
rezado tanto, y tanto ha caminado por caminos de arena y de 
piedras, y tanto calor y sed ha soportado, y tantos días y noches ha 
estudiado, y tanta soledad ha aceptado, y tanto se ha molestado en 
su cuerpo y en su espíritu». 
Para el antiguo oficial francés había terminado la parábola. Al 
final, tomaba la palabra Jesús: 
«Enhorabuena, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, yo te 
pondré al frente de lo mucho. Entra en el gozo de tu Señor». 


Las diez vírgenes
(/Mt/25/01-12)

El Reino de Dios será también como diez vírgenes invitadas a ir 
en el cortejo de una boda. Deben llevar consigo sus lámparas, 
porque el cortejo se hace por la noche. Las vírgenes están 
esperando en casa de la esposa. Aquí tiene que venir a buscarla el 
esposo para llevarla a su propia casa, donde tendrá lugar el 
banquete de la boda. 
En la parábola de los talentos, había que entendérselas con un 
dueño severo, que exige trabajar a manos llenas. Aquí es una boda, 
la fiesta por excelencia en un pueblo de Galilea. La tensión de 
nuestra vida cristiana hacia la venida de Cristo glorioso está 
marcada por la alegría. El cielo y la tierra se juntan; la gloria, como 
una nube luminosa, se inclina sobre nuestras existencias terrenas. 
Por medio de la fe vislumbramos la Jerusalén celestial hacia la cual 
vamos caminando. 
Pero entre las diez vírgenes, nos encontramos con cinco 
prudentes y cinco atolondradas, carentes de previsión. Estas 
últimas han estado muy inquietas con sus adornos, con peinarse el 
pelo y perfumarse. Tampoco han olvidado sus lámparas, o el 
vestido de bodas; lo llevan con elegancia. Pero no han pensado 
que lo prudente era tomar una provisión de aceite. Las vírgenes 
prudentes, al mismo tiempo que han cogido sus lámparas, han 
tomado aceite en sus alcuzas. 
Todas están en vela, esperando al esposo. El esposo tarda en 
llegar; ellas se adormecen y se duermen. El sueño de las vírgenes 
prudentes es ligero. Sueñan que oyen la señal. Ellas están a punto. 
Las otras duermen con un sueño pesado. ¿Seguirán sabiendo para 
qué están ahí? 
Alguien ha salido y ha oído, allá a lo lejos, el rumor de la alegre 
pandilla: «¡Que viene el esposo! ¡Salid a su encuentro!». 
En este momento vuelven en sí las vírgenes necias. Se dirigen 
atolondradas a las prudentes: «Dadnos de vuestro aceite, que se 
apagan nuestras lámparas». 
Desgraciadamente, lo propio de las personas previsoras es que 
les falte una fácil generosidad. Pensemos en la hormiga del 
fabulista. 
«Id más bien a los que lo venden y comprad lo que os haga 
falta». 
Cuando llega el esposo, faltan las vírgenes necias. Ya ha 
marchado el cortejo, ya brillan las lámparas con todo su resplandor 
en la sala del banquete. Las necias han estropeado su alegría. Lo 
han estropeado todo, pues el esposo revela su identidad, cuando 
llaman a la puerta cerrada: «En verdad os digo que no os 
conozco».

Reaparece aquí el señor de la parábola de los talentos, duro y 
severo en su justicia. 
Por no haberse tomado una precaución elemental, las vírgenes 
faltan al llamamiento. Sólo habían pensado en sus bagatelas de 
mujeres, desde la invitación. Por un detalle de cortesía muy 
comprensible, la liturgia reserva a las «vírgenes cristianas», las 
prudentes, una aplicación privilegiada de la parábola (desde el 
Sacramentario Gelasiano: «Que esperen -se les dice- al esposo del 
cielo, con sus lámparas encendidas, provistas del óleo de la 
espera»). Pero en realidad, la parábola nos afecta a todos 
nosotros. En el momento de nuestro bautismo, al entregarnos un 
cirio encendido, se nos dice: «Recibe esta lámpara encendida, y 
guarda intacto tu bautismo; observa los mandamientos de Dios a fin 
de que, cuando venga el Señor para las bodas eternas, puedas ir a 
su encuentro con todos sus santos, en el cortejo celestial». 
En las liturgias orientales, donde se conservan fielmente las 
viejas tradiciones, y donde se mira la Misa como el preludio de la 
venida del Señor, los fieles piden a Dios: «Prepáranos también a fin 
de que, permaneciendo inocentes, con nuestras lámparas 
encendidas, vayamos al encuentro de tu Hijo único». Nos 
acordamos de los muertos «que están invitados a las bodas y 
esperan ardientemente al esposo celestial». 
Los Padres se sirven de este hermoso tema en sus exhortaciones 
a los fieles. «Hoy estamos atribulados -exclama san Agustín- y la 
llama de nuestras lámparas vacila azotada por el cierzo de este 
siglo, por las tentaciones. Sin embargo, hagamos que arda cada día 
más ardiente y más fuerte, y que el viento de la tentación avive su 
fuego en lugar de apagarlo». 
Todo esto lo encontramos quizá muy anacrónico. Efectivamente, 
no hay muchos temas que parezcan tan poco usuales dentro del 
cristianismo, como el tema del retorno de Cristo. Pero sucede así 
casi desde el comienzo de la Iglesia. Algunos rasgos de la parábola 
recuerdan que el esposo tarda en llegar, y las vírgenes se 
adormecen. Seguramente estos rasgos son los que la tradición se 
ha preocupado de precisar, de cara a la situación de la segunda 
generación cristiana que se impacientaba con la tardanza y el 
retraso. 
San Pablo esperaba, dudaba, trabajaba. «Nuestra salvación está 
ahora más cerca que lo estaba en el comienzo de nuestra 
conversión», escribe a los Romanos (Rm 13, 11). Al mismo tiempo, 
pone en guardia a los Tesalonicenses contra una impaciencia que 
les había arrebatado el gusto del trabajo. Su pensamiento era que 
había que despachar los asuntos corrientes de este mundo, 
esperando al otro mundo. Más tarde, brincaba de alegría con el 
pensamiento de su muerte y el próximo encuentro con su Señor, 
antes de su retorno. 
El P. Teilhard de Chardin, que se ha preocupado a su manera, 
pero más que cualquiera, del fin del mundo, o más bien del 
nacimiento de la Tierra Nueva —lo cual no es enteramente igual—, 
ha escrito una página sobrecogedora acerca de la espera de «la 
consumación del medio divino»: «Sería inútil especular, ya nos lo 
advierte el Evangelio, acerca de la hora y las modalidades de este 
formidable acontecimiento. Pero debemos esperarlo... 
Históricamente, la esperanza no ha dejado nunca de guiar, como 
una antorcha, los progresos de nuestra Fe... ¡Ay!, la prisa un poco 
infantil, unida al error de perspectiva, que habían hecho creer a la 
primera generación cristiana en un retorno inminente de Cristo, nos 
han dejado desengañados y nos han hecho desconfiados. Las 
resistencias del Mundo al Bien han venido a desconcertar nuestra 
fe en el Reinado de Dios. Un cierto pesimismo, sostenido tal vez por 
una concepción exagerada de la caída original, nos ha llevado a 
creer que decididamente el Mundo es malo e incurable... Entonces, 
hemos dejado disminuir el fuego en nuestros corazones 
adormilados. Indudablemente, vemos, con más o menos angustia, 
aproximarse la muerte individual. Sin duda, también rezamos y 
actuamos concienzudamente «para que llegue el Reino de Dios». 
Pero, de verdad, ¿cuántos hay entre nosotros que realmente se 
estremezcan, en el fondo de su corazón, con la esperanza loca de 
una refundición de nuestra Tierra?... ¿Quién es el cristiano en el 
que la nostalgia impaciente de Cristo llegue, no digo ya a anegar 
(como debería ser), sino solamente a equilibrar, las preocupaciones 
del amor o de los intereses humanos?» 

¿Está encerrada la teología de la historia en el tesoro de las 
parábolas? El movimiento actual del mundo no es seguramente 
rectilíneo, ni va siempre en la dirección de los valores espirituales. Y 
estos valores son los que nos conciernen antes que nada: «Cuando 
venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» Es una 
exhortación a reavivar incesantemente nuestra fe, en un amor 
intenso a Cristo y a la Verdad. Este amor a la verdad, dentro de la 
cual está incluido el progreso del mundo, es suficiente para infundir 
todo su entusiasmo a nuestra fe y a nuestra esperanza. 

Por razón de la gran esperanza cristiana, y en la medida en que 
ésta se toma en serio, la vida se parece a un destierro. Las 
vírgenes han oído el grito en la noche: «¡Que viene el esposo! 
¡Salid a su encuentro!» El tema es viejo como el mundo. Y ha vuelto 
a ser colocado en lugar preeminente por la literatura bíblica y 
litúrgica contemporánea, ya bajo la forma del Exodo, ya bajo la 
forma de la Pascua. 
CR/PEREGRINO: En /Gn/14/13, los LXX, antes de traducir 
Abraham «el hebreo», escribieron Abraham «el emigrante». 
Abraham, el padre de los creyentes, de los cristianos, de la raza 
nueva, es esencialmente un viajero, un peregrino, un emigrante, el 
que se destierra: «Sal de tu tierra, de tu patria, de la casa de tu 
padre, hacia un país que yo te mostraré, y en ti serán bendecidas 
todas las familias» (Gn 12,1). Abandonar su tierra, renunciar a las 
tradiciones de su raza, a la dulzura de una casa hogareña, viajar, 
plantar su tienda en Betel, marchar, acampar en el desierto, bajar a 
Egipto, volver a Canaán..., ésa es la vida de Abraham, el viajero 
perpetuo, el emigrante. 
Abraham es la imagen de los que se exilian, para enriquecerse 
espiritualmente. Filón de Alejandría ha titulado uno de sus tratados 
«Sobre la emigración de Abraham». Comienza por el texto «Sal de 
tu tierra», que interpreta como «abandonar el cuerpo, la sensación, 
el razonamiento». Enseña que los Hebreos son la raza que pasa de 
las cosas sensibles a las cosas espirituales; que en la Biblia hay un 
libro titulado el Exodo, la Salida; que la Pascua significa paso, etc. El 
filósofo judío está todavía bajo la nostalgia de la vida nómada. 
El tema ocupa buen lugar en la carta a los Hebreos: «Por la fe, 
Abraham, obedeciendo al llamamiento, salió hacia la tierra que 
había de recibir en herencia, y marchó sin saber adónde iba. Por la 
fe, moró en la tierra prometida como en un país extranjero, viviendo 
en ella en tiendas como Isaac y Jacob, herederos con él de la 
misma promesa. Porque él esperaba la ciudad dotada de cimientos, 
de la que Dios es el arquitecto y el constructor». Por eso nos 
exhorta san Pedro: «Amadísimos, os ruego que viváis como 
extranjeros y peregrinos, absteniéndoos de los apetitos carnales 
que militan contra el alma» (1 P 2,11). 
Y ·Clemente-Romano-san escribe: «Mis queridos hermanos, 
abandonando la tierra de este mundo, hagamos la voluntad de Dios 
que nos ha llamado y no tengamos miedo a salir de este mundo... 
Sabed, hermanos, que nuestro destierro en este mundo de la carne 
es breve, que la promesa de Cristo es grande y maravillosa, el 
descanso del Reino futuro y de la vida eterna. ¿Qué haremos para 
alcanzarla, si no es vivir santa y justamente, y estimar este mundo 
como extranjero, y no apetecer las cosas de este mundo? Nadie 
puede a la vez servir a dos señores». 

En aquel tiempo, estas fórmulas no eran unos trabajos vulgares. 
La ciudad de los cristianos se construía en el cielo. En la ciudad 
terrestre, los cristianos eran unos proscritos, unos fuera de ley. De 
grado o por fuerza, ellos fueron una raza de héroes, de apóstoles, 
de mártires.. «El que no lleva su cruz y me sigue, no puede ser mi 
discípulo» (Lc 14,27). Entonces se trataba de hacer de su vida 
cristiana una fortaleza, no una villa de recreo. 
·Basilio-san escribía al prefecto del emperador Valente: «La 
confiscación no puede alcanzar al que no tiene nada..., ni el 
destierro puede asustar al que no pertenece a ningún lugar y en 
cualquier parte de la tierra se considera como peregrino, ni la 
tortura ni la muerte pueden acobardar al que está impaciente por ir 
a Dios». 
Cuando los monjes y los cenobitas pueblan el desierto, no se 
sabe si han huido ante la persecución, o si les apasionaba la 
soledad. Más tarde, ha proseguido entre los cristianos el ideal 
nómada. No siendo ya peregrinos por obligación, algunos santos lo 
fueron por libre elección. Toda la cristiandad vibraba entonces 
estremecida por los santos lugares, Roma, Santiago de 
Compostela, Jerusalén. A los pies de los Alpes o de los Pirineos, 
uno descubre con emoción esos refugios de peregrinos, cuya 
capilla es siempre venerada por los pastores y los labriegos. Y 
muchos cristianos buenos, se han consagrado, en esta época, al 
estado de peregrinos y han encontrado en él la santidad; después 
de san Alejo, san Roque: y más cerca de nosotros, uno de los 
últimos, san Benito José Labre. 
Hay en la peregrinación, en la vida eremítica, una «consagración» 
a la pobreza, al abandono total de la patria, de la familia, de las 
comodidades, a veces del decoro, que pone el cuerpo y el alma en 
estado de renunciamiento, de permanente salir de sí mismo. El 
verdadero peregrino busca a Jesús y lo encuentra. Uno va lejos, lo 
más lejos que puede, porque el paraíso está todavía más lejos. «El 
alma de estos peregrinos no tiene semejante con la de los otros. 
Ellos son los que caminan, los que quieren morir por su idea. 
¿Cómo iban a parecerse a los otros, a los que se quedan situados, 
encerrados en un ensimismamiento monótono e infecundo?» 
Vuelvo a mirar el fresco del Hospital de san Marcos, en Florencia. 
En un tímpano de la puerta están los dos peregrinos de Emaús. 
Cristo está con ellos, vestido también de peregrino, con la túnica de 
viaje, el bastón, unas medallas al cuello. Los dos peregrinos 
levantan hacia él una mirada perdida, en la cual se contempla el 
mundo nuevo. 


EPILOGO 

En el momento en que sus discípulos comienzan a penetrar el 
sentido de las parábolas, dice Jesús: «Todo escriba que se ha 
instruido en la doctrina del Reino de los cielos es semejante al 
dueño de casa que saca de su tesoro lo nuevo y lo añejo» 
(/Mt/13/52). Esto se refiere a todo discípulo, a cada cristiano, pero 
especialmente al que tiene el encargo de enseñar. 
El dueño de la casa ha encerrado en sus cofres y armarios los 
trajes vistosos de su familia y unos vestidos nuevos, en toda la 
gama de telas preciosas; y de ellos se sirve a medida de las 
circunstancias. Así los cristianos poseen hoy las parábolas en sus 
tesoros. Cosas nuevas, porque son la enseñanza del Maestro que 
no ha querido coser la tela nueva en un vestido viejo; cosas 
antiguas, porque aunque es cierto que ha renovado toda la Ley, no 
la ha cambiado en su esencia, y todo cristiano acata en ella la 
voluntad de Dios. Vestidos tan viejos como las profecías del Antiguo 
Testamento, pues Jesús ha heredado de los Profetas las imágenes 
con que reviste su pensamiento para manifestar los secretos 
eternos a la vez que ocultan el resplandor de la luz. 
Las parábolas son verdaderos tesoros: contienen el Reino de los 
cielos. 

Hemos tomado en serio la palabra que Jesús dirigía a los Doce: 
«A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino de 
los cielos». Hablando en parábolas, tenía conciencia de construir un 
mundo espiritual aún desconocido. Las profecías se hacían 
realidad; las cosas ocultas desde la creación del mundo se 
desvelaban (Mt 13, 35). Primeramente fue la manera inimaginable 
como Dios fundó su Reino, sobre una Palabra venida del cielo y 
aceptada en lo secreto del corazón, con el contraste entre la 
humildad del comienzo y las grandezas del futuro. Luego fue la 
transformación de la «religión» por la revelación de la 
«misericordia», de la cual iba a nacer una «justicia» proporcionada. 
Todo lo cual tendría como consecuencia la rehabilitación de los 
hombres despreciados por los jefes religiosos del judaísmo y el 
traslado de los privilegios del pueblo elegido a un pueblo que diera 
los frutos del Reino. 
Unas parábolas sancionan la ruptura de Jesús y de su comunidad 
embrionaria con el judaísmo. En adelante, el pensamiento de Jesús 
va a referirse más expresamente al futuro reservado a su obra. Una 
nueva sociedad sucede a la antigua sociedad religiosa. La Iglesia, 
sin dejar de ser el pueblo elegido, se presenta al mundo como el 
signo de la novedad del plan divino. 
Las diversas parábolas de las semillas dejan ya entrever, entre la 
sementera del Reino y la cosecha escatológica, un período de 
crecimiento de duración indeterminada; es cosa de Dios el 
concretar el momento en que esté madura la mies. Esta idea se 
precisa en las parábolas del banquete y de los viñadores. Los 
primeros invitados al banquete mesiánico han rehusado ese honor; 
en lugar suyo, unos invitados improvisados, reclutados en todas 
partes, incluso del paganismo, disfrutan de los bienes del Reino de 
Dios. El banquete dura mil años, según unos cálculos del judaísmo. 
Bajo una imagen distinta, los labriegos a los que el dueño de la viña 
había confiado el Reino, no le han dado los frutos que él esperaba; 
serán castigados, se les quitará la viña y se les dará a «otros». 
Según un logion de cuño arcaico, esos otros constituyen un 
«pueblo». Se abre así un período terrestre, cuya duración sólo Dios 
conoce. 
Jesús sabe cuál será su propio destino en ese drama que se 
abate sobre el judaísmo. Participará de la suerte de Juan Bautista, 
la de los justos, la de los profetas; y su misma comunidad se verá 
envuelta en la tormenta. Sin embargo, un arco iris domina la 
tempestad. En el momento decisivo, Dios hará avanzar sobre las 
nubes del cielo al Hijo del hombre, el representante del pueblo de 
los santos del Altísimo, y le entregará el Reino, el señorío del 
mundo y toda su gloria. Esta gran esperanza la ha condensado 
Jesús en una afirmación solemne conservada por la tradición: «¡El 
Hijo del hombre vendrá sobre las nubes!») 
Las profecías y recomendaciones apocalípticas de Jesús 
ayudarán a los hombres apostólicos a dirigir la barca de la Iglesia 
en medio de las tempestades: el equilibrio cristiano se establecerá 
sobre las tradiciones del Señor. Cuando, en los primeros años, la 
espera se hacía demasiado ansiosa e intranquila, los apóstoles, san 
Pablo particularmente, la calmaban apoyándose «en la palabra del 
Señor» (1 Tes 4,15). Más tarde, ante la tardanza de la parusía, 
reavivaban la espera del día en que Cristo iba a dar su corona de 
gloria «a todos los que desean su venida». «Vigilad y orad -repetían 
los apóstoles- porque no sabéis a qué hora vendrá el Señor». 
¿No es otra vez la fidelidad a las palabras de Jesús, guardadas y 
explicadas por la tradición, la que, a través de todas las vicisitudes 
de una Iglesia bamboleada entre las persecuciones y las gracias 
espirituales, salvará a los cristianos de las ilusiones y de las 
desilusiones? La Iglesia sabe que es extraña al mundo. Pero sabe 
también que es la luz de ese mismo mundo y la sal de la tierra. Nada 
hay que pueda aturdirla o confundirla en su fe y su esperanza. 
Como el seno de la madre espera el nacimiento del hijo, la Iglesia 
alimenta las almas y las prepara para la verdadera vida, la que 
comienza en la eternidad. Custodio de las enseñanzas de Jesús, la 
Iglesia es el terreno firme sobre el que descansan nuestras vidas 
efímeras. 
El sermón de la montaña lo concluía Jesús con esta parábola: 

«El que escucha estas palabras que acabo de decir y las pone en 
práctica, puede compararse a un hombre prudente que edificó su 
casa sobre la roca. Cayó la lluvia, vinieron las riadas, soplaron los 
vientos y azotaron la casa. Pero la casa no se desplomó, porque 
estaba cimentada sobre la roca. 
Y el que escucha estas palabras que acabo de decir y no las 
cumple, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su 
casa sobre la arena. Cayo la lluvia, vinieron las riadas, soplaron los 
vientos y dieron contra la casa. Y la casa se desplomó, y fue grande 
su ruina» (Mt 7, 24-27). 

Se percibe todavía, a través de estas estrofas, el 
desencadenamiento de las tempestades de Palestina, el ruido de 
los torrentes de agua y el estruendo de casas derrumbadas. A 
nosotros nos corresponde cimentar nuestras casas sobre esa roca 
a la que nada puede reemplazar, sean cualesquiera los huracanes 
de este mundo. 

LUCIEN CERFAUX
MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS
ACTUALIDAD BÍBLICA 11
EDICIONES FAX. MADRID-1969. Págs. 177-234