CAPITULO III

EL HALLAZGO DEL REINO


El hombre que encuentra el Reino en su camino queda 
transformado de los pies a la cabeza. «Se ha cumplido el 
tiempo —había dicho Jesús—, y el Reino de Dios está cerca; 
haced penitencia y creed en el evangelio» (Mc 1, 15). El que 
cree en el evangelio, debe saber que ha encontrado un 
tesoro. En otras palabras, plenamente evangélicas, ese 
hombre ha entrado en el Reino; y deja que el Reino penetre 
en él, y le conquiste, en cuerpo y alma. Lo demás, en lo 
sucesivo, ya no cuenta: bienes temporales, búsqueda de una 
justicia humana, confianza en sí mismo, en sus méritos... A 
todo ello renuncia por ese bien superior que a todo lo suple 
ventajosamente.

El tesoro y la perla
(/Mt/13/44-45)

«El Reino de los cielos es como un tesoro escondido en un 
campo. El hombre que lo encuentra, lo esconde, y 
entusiasmado con la alegría de su hallazgo, marcha a vender 
todo lo que tiene para comprar ese campo. También es el 
Reino de los cielos como un mercader que busca piedras 
preciosas; y cuando encuentra una de gran valor, marcha y 
vende todo lo que tiene para adquirirla». 

No hay nada que se pueda comparar con este tesoro o esta 
perla fina. La alegría embriaga al hombre que ha logrado tal 
hallazgo. Para él, lo único que cuenta es la adquisición del 
campo del tesoro o la piedra preciosa, incomparable. 
¿Podemos observar alguna diferencia entre ambas 
parábolas? El _Talmud nos refiere algunos hallazgos 
casuales de tesoros: «Abba Judan marchó a Antioquía para 
labrar allí la segunda parte de su campo. Cuando lo estaba 
labrando, se abrió la tierra delante de él, y su vaca cayó en el 
hoyo, rompiéndose una pata en la caída. El bajó para sacar al 
animal. Entonces, Dios le iluminó los ojos y encontró allí un 
tesoro. Y dijo: Mi vaca se ha roto la pata para bien mío». Un 
tesoro se encuentra como al azar. ¿Sin buscarlo? Están los 
arqueólogos con la mirada bien ejercitada. «Sucede siempre 
que en Palestina, quizá más que en otras partes, la 
imaginación popular anda siempre obsesionada con la idea 
de descubrir tesoros. ¡Cuántas veces el campesino que labra 
su campo, o da vueltas a su jardín, hace algunos sondeos 
ansiosamente y a hurtadillas, con la esperanza en el corazón 
de tropezar con unas ánforas llenas de antigüedades!» 
(Buzy). En Qumrán se habría conservado una especie de 
guía para los buscadores de tesoros. 
En todo caso, el mercader anda a la busca de perlas 
preciosas. Su oficio es buscar. El hallazgo sigue siendo 
siempre una suerte, pero hace falta habilidad para descubrir 
una perla en un bazar oriental. 
Toda gracia del Reino participa de ambas fórmulas. 
Siempre es inesperada, incluso cuando se la está buscando; 
nunca puede uno imaginarse lo que va a ser, antes de 
haberla recibido. Y siempre es una gracia buscada, hasta 
cuando no se sabe que se la está buscando, porque en el 
fondo se tiene una buena voluntad: irriquietum est cor 
nostrum. 
Lo principal está en «encontrarla». Solamente somos 
cristianos de verdad el día en que nos percatamos de que el 
Reino lo es «todo» en nuestra vida, más indispensable que el 
pan de cada día, agua de manantial que apaga la sed de una 
vez para siempre. Toda vida religiosa profunda pasa por una 
o varias experiencias que se parecen a unas «conversiones». 
Esa es la palabra del evangelio, mensajera de alegría: «Se ha 
cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca; convertíos y 
creed en la buena noticia (el evangelio)». 
Lo que en sentido propio y riguroso llamamos 
conversiones, lo son tal vez únicamente por el elemento 
dramático que encierran. Estas conversiones nos ayudan a 
descubrir el papel de la gracia y nuestra relación con ella. 
Vale la pena detenernos en Carlos de Foucauld, por la 
calidad profundamente humana de su experiencia, su 
inquietud, su período de desasosiego, hambre de soledad, 
búsqueda de los grandes problemas de Dios o del más allá; 
«buscaba la luz y no la encontraba». Y su biógrafo continúa: 
«Pero en el alma de Carlos, la gracia subía como una marea. 
Primeramente no se sabe de dónde viene. Está prometida a 
los hombres de buena voluntad, o más bien esta buena 
voluntad les viene ya dada y es obra de la gracia. En el 
momento en que parecía estar lejos, ha invadido ya los 
fondos fangosos del alma. La gracia tiene frescura y lozanía. 
Trae consigo un rumor de pájaros y unas olas que revientan, 
una tras otra, diciendo todas lo mismo: es preciso que creas, 
que te regocijes con la alegría de Dios, que dejes a la luz 
filtrarse dentro de ti. Carlos de Foucauld sentía dentro de sí, 
cada vez con más fuerza, este impreciso movimiento, este 
deseo de la luz» (René Bazin). 
En los comienzos de este siglo se han multiplicado las 
autobiografías de convertidos: protestantes, hombres de 
acción, científicos. Albert von Ruville buscaba en la Iglesia 
católica una libertad amplia; uno se puede acercar a Dios 
todo lo que quiere, puede servirle, hacer penitencia, ofrecer 
sacrificios a su antojo: es la libertad ilimitada (de santificarse). 
Robert Hug Benson encuentra en el catolicismo la paz 
absoluta del espíritu. Más cerca de nosotros, algunos 
protestantes han llegado a la Iglesia católica atraídos por su 
liturgia o sus sacramentos. Hoy todavía se repite la aventura 
de ·Justino-San: «He estudiado sucesivamente todas las 
ciencias, y he terminado por pararme en la doctrina de los 
cristianos, aunque resulte molesta a los que arrastra el error». 
A estos convertidos podría aplicarse la observación de 
·Hilario-San: ``Es preciso un largo y penoso esfuerzo para 
llegar a la ciencia de la perla». 
Ernesto Psichari había rehusado toda disciplina moral. Y se 
impuso la disciplina militar, con una mística del desierto, en 
Mauritania. «Hombre iluminado y transparente, hombre de 
mirada pura, de corazón maravillado, tú que conoces el 
desierto y el oasis dentro del desierto, que sabes lo que es 
una tierra donde no hay nadie, y en la que no existe nada... 
Latino, Romano, Francés, heredero de las vías romanas, que 
sabes lo que es abrir un camino y asentar un campamento. 
Hacer un camino y construir un campamento. Tú que sabes lo 
que es el desierto y un viaje a lomo de camello. Y en una 
soledad de tres o cuatro meses. Y que de esa manera has 
guardado la pureza de tu alma...». Ernesto publica sus 
confesiones: «Las voces que claman en el desierto»; luego, el 
«Viaje del centurión». 
«En el fondo —dice Majencio (el centurión)—, ahí no se 
puede hacer nada. Son veinte siglos los que le separan de los 
moros. Este poder, cuya señal él lleva, es el que ha 
reconquistado las arenas a la Media Luna del Islam, y es el 
que arrastra la inmensa cruz sobre sus hombros...». 
El tesoro se le aparece en ocasiones como un espejismo 
del desierto. Un día, su guía Sidia le dice: ``Yo sé que Issa 
(Jesús) es un gran profeta, pero ¿qué decís vosotros, los 
Nazarenos, sobre este asunto?» «No dudé ni un solo minuto 
-escribe Psichari- y respondí a Sidia: Mi querido amigo, Issa 
no es un profeta, sino que es con toda verdad el Hijo de 
Dios...». Y he aquí que se detiene, con un nudo en la 
garganta y los ojos arrasados en lágrimas: «Esa admirable 
historia ¿era la mía? ¿Tenía yo derecho a apoderarme de 
ella, derecho a confesar a Jesucristo, sin creer en él?» 
Ernesto Psichari cae de hinojos. Comprende que no se 
puede luchar contra la fuerza misteriosa de la gracia, y dice 
«lentamente, como un caminante muy fatigado al terminar el 
día: ¡Dios mío, yo te hablo, escúchame! Ten piedad de mí. Tú 
sabes que no se me ha enseñado a rezar. Pero yo te digo, 
como tu Hijo nos ha mandado decirte, yo te digo con todo mi 
corazón, como en otro tiempo te lo han dicho mis padres: 
Padre nuestro que estás en los cielos». 
Esta crisis espiritual puede tomar la dirección de una 
incredulidad total. Desde la sima del descorazonamiento o de 
la desesperación, la fe aparece como el tesoro que no se 
busca, gratuito del todo, tan gratuito que es imposible hasta 
buscarlo: de lo contrario, no habría sido gratuito. La fe 
aparece como la única razón de vivir. O mejor aún: es la única 
razón de vivir. Estamos pensando en Mounier. Hay en su 
juventud unas crisis, unas dudas de tipo clásico: una religión 
que ha permanecido en su estadio infantil, y por ello resulta 
insuficiente, mientras el resto de su personalidad ha seguido 
su camino ascendente. Luego, postrado en tierra 
completamente, inmunizado para la vida por «una 
reconversión intelectual y religiosa... partiendo de cero». Con 
el fin de vivir, acepta ser lo que es: «En el fondo, un hombre 
de fe, hasta en la constitución y el temperamento... Uno de 
esos hombres que están hechos para creer... Todo les viene 
bien para construir más lejos el edificio, para aumentar la luz 
interior, no para poner el conjunto en tela de juicio, a cada 
momento... Esta hondura interior, aunque sea sensible, forma 
en mí una continuidad, una fidelidad interior que me ha 
preservado de la desesperación y de los trastornos continuos 
en mi contacto con el mundo». 
Invadido por la alegría, el hombre que ha dado con el 
tesoro se ha ido a vender todo lo que poseía. 
Los santos constituyen la categoría de los que tienen el 
valor heroico, el gozo de venderlo todo de un golpe. Pedro: 
«Señor, nosotros lo hemos dejado todo para seguirte». Pablo: 
«Cuando ha sido del agrado de Dios revelarme a su Hijo, yo 
no he escuchado ni a la carne ni a la sangre». Francisco de 
Asís vende en Foligno las piezas de tela y el caballo de su 
padre, y lo explica así: «Yo he abandonado el siglo». Psichari 
querrá «volver a coger el cáliz arrebatándolo a las manos 
infieles». Estábamos en 1914. El 22 de agosto, el teniente 
Ernesto Psichari daba su sangre a Francia, en el frente de 
Rossignol, con el rosario enrollado en las manos. 

Los Santos Padres, recogiendo una vieja fórmula judía, han 
explicado frecuentemente que el tesoro o la perla era la 
inteligencia carismática de la Escritura. Y que había que 
sacrificarlo todo por conseguirla. 

«El hombre vende lo que tiene. Compra el campo, es decir, 
despreciando las cosas temporales, adquiere el tiempo 
necesario para estudiar la Escritura (los dos Testamentos, el 
tesoro) y hacerse rico en el conocimiento de Dios» (San 
Agustín). 
«Dando vueltas alrededor del campo y escrutando las 
Escrituras e intentando comprender a Cristo, encuentra el 
tesoro que hay en él. Y una vez hallado, lo esconde, porque 
sabe que hay peligro de revelar al primero que acaba de 
llegar los pensamientos secretos de las Escrituras o los 
tesoros de sabiduría y conocimiento que hay en Cristo. Y una 
vez que lo ha escondido, marcha totalmente obsesionado por 
comprar el campo, es decir las Escrituras, para hacer de ellas 
su propiedad personal, recibiendo de Dios las palabras de 
Dios que habían sido confiadas primeramente a los Judíos. Y 
una vez que los discípulos de Cristo han adquirido el campo, 
el Reino de Dios les es arrebatado a los Judíos y se entrega a 
un pueblo nuevo que lo hace fructificar» (·Orígenes). 
«Esa perla preciosa que busca el mercader es la Ley y los 
profetas. Marción, escucha; Manes, escucha: las perlas 
preciosas son la Ley y los profetas y la ciencia del Antiguo 
Testamento. Pero hay una perla, que es la más preciosa 
entre todas: es la ciencia del Salvador y el misterio oculto de 
su Pasión y de su Resurrección. El mercader que la descubre, 
a ejemplo de san Pablo, desdeña, como barreduras, todos los 
secretos de la Ley y de los profetas. Comparada con el precio 
de aquella, cualquier otra piedra preciosa queda envilecida» 
(·Jerónimo-San). 
«Es preciso poner la predicación (la explicación de la 
Escritura) por encima de todo, y con alegría» (San Juan 
Crisóstomo). 

En cambio, la exégesis de ·Gregorio-Magno-san, el 
antiguo prefecto de Roma, que había renunciado a las sedas 
y a las piedras preciosas para consagrarse a la pobreza y a la 
obediencia bajo la regla de san Benito, está mucho más cerca 
de la letra del Evangelio. «El tesoro es el deseo del cielo; el 
campo, la disciplina del estudio de las cosas del cielo. Compra 
el campo al precio de todos sus bienes el que renuncia a los 
placeres de la carne y aplasta sus deseos terrenos con la 
observancia de la regla celestial (una observancia que le 
traerá la paz y la alegría de la vida)». 
Los ejemplos de los santos y las exhortaciones de los 
Padres pueden ser la ocasión, para una juventud generosa, 
de una gran tentación: la del «todo o nada». Se tiene la 
intención de venderlo todo, y como no se posee el valor 
extraordinario —o la gracia extraordinaria— que hace falta 
para esa renuncia total e inmediata, no se hace nada. Somos 
parecidos a esos viajeros que lo han preparado todo para 
una larga expedición, desde los abrigos de piel para afrontar 
los hielos polares hasta el más insignificante de los alimentos. 
Pero nunca acaban de ponerse en camino. Al cabo de veinte 
años, se encuentran con su comida intacta. «El hombre pasa 
toda su vida delante de la puerta abierta. ¿Por qué no entra ? 
Y lo que es absolutamente trágico es que se queda delante 
de la puerta, y es, en un cierto sentido, hombre de buena fe y 
buena voluntad. Podría muy bien volver la espalda a la puerta 
y marcharse a correr por el campo. Pero sigue toda su vida 
ante la puerta, y nadie, ni tal vez él mismo, sabrá jamás por 
qué no ha entrado. Y, sin embargo, Dios no es culpable, 
puesto que él ha abierto la puerta y no se puede hacer pasar 
al hombre a la fuerza» (Lévy). 

LUCIEN CERFAUX
MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS
ACTUALIDAD BÍBLICA 11
EDICIONES FAX. MADRID-1969. Págs. 11-104