LAS PASIONES DE LOS HOMBRES Y LA PASIÓN DE DIOS

La revelación de Dios en los Profetas


PROFETAS/D/A-H: Uno de los mejores conocedores de los profetas 
en el ámbito del judaísmo contemporáneo, Abraham ·Heschel-A, 
considera que el rasgo fundamental de la predicación profética es la 
revelación del pathos, de la pasión de Dios hacia los hombres. Con 
demasiada frecuencia, para los hombres Dios es únicamente el 
«objeto» de su fe, de su adoración, de sus esperanzas o de sus 
miedos. El profeta-palabra que indica literalmente «el que habla en 
nombre de Dios»- es quien nos aproxima a Dios como «sujeto», la 
subjetividad de Dios para con el mundo. Nos hace ver el mundo como 
Dios lo ve, lo juzga y lo condena; pero también -y sobre todo- como 
Dios lo ama y lo quiere recuperar. Por eso el juicio y la «ira» de Dios 
sobre lo que pasa en el mundo, por una parte, y por otra el amor y la 
fidelidad con que Dios quiere «recuperar» y rehacer el sentido del 
mundo, son los dos temas centrales de la predicación profética. 

«Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la 
herida y sanaré a la enferma». (Ez 34,16; vid. Mc 2,17; Lc 15,1-31). 

«Los pobres volverán a alegrarse en Yahvé, y los hombres más 
pobres se regocijarán en el Santo de Israel» (Is 29,19). 

El pathos de Dios es la atención y el interés que El tiene por su 
obra, su preocupación por los hombres, lo que Heschel llama el 
«antropotropismo» de Dios. MAL/NEUTRALIDAD 
INDIFERENCIA/MAL:

«Hay un mal que la mayoría de nosotros perdona y del cual hasta 
somos culpables: la indiferencia al mal. Permanecemos neutrales, 
imparciales, y no nos conmovemos fácilmente por las injusticias que se 
hacen contra los demás. La indiferencia al mal es más insidiosa que el 
mal en sí: es más universal, más contagiosa y peligrosa. Una 
justificación silenciosa hace posible que el mal que surge como 
excepción se convierta en una regla, y que sea a su vez aceptado... 
Dios no es indiferente al mal. Siempre está preocupado, está afectado 
personalmente por lo que el hombre hace al hombre. El es un Dios de 
pathos. Este es uno de los significados de la ira de Dios: el fin de la 
indiferencia» (1). 

Los profetas representan el juicio de Dios -y el designio salvador de 
Dios- sobre la situación concreta que había resultado cuando el 
pueblo quedó definitivamente establecido en la tierra prometida. Se 
había consolidado una organización política en cada uno de los dos 
reinos; muchos israelitas habían logrado una buena situación 
económica con la posesión de tierras o la práctica del comercio; había 
habido lo que ahora diríamos una notable mejora del «nivel de vida» 
de muchos, con introducción de lujos y refinamientos de los que 
gozaban los pueblos vecinos más prósperos; se había consolidado un 
sistema religioso, con fiestas y ceremonial espléndidos. Pero Yahvé 
declara que toda esta prosperidad y esplendor no le gustan, porque 
han sido construidos sobre la insolidaridad y la injusticia, o porque -en 
definitiva- se trata de una prosperidad conseguida por unos pocos a 
costa de la expoliación y la miseria de los otros. La nueva sociedad ya 
no está cimentada en la solidaridad e igualdad de todos bajo el 
respeto a la alianza de Yahvé, sino que ahora mantiene un equilibrio 
precario entre las diversas codicias individualistas y la imposición de 
los más poderosos. Estas codicias tienen nombres concretos, los de 
siempre: prestigio social, poder, riqueza... El profeta lo ve claro: 

«No se alabe el sabido por su sabiduría, 
no se alabe el valiente por su valentía, 
ni se alabe el rico por su riqueza. 
Mas en esto se alabe quien se alabare: 
en tener seso y conocerme, 
porque yo soy Yahvé, que hago merced, 
derecho y justicia sobre la tierra, 
porque en esto me complazco... 
Así habla Yahvé: no os acostumbréis 
al camino de las naciones... 
porque las costumbres de las naciones son vanidad». 
(Jer 9,22ss). 

Dios y la violencia de los hombres 
La lectura de los libros históricos de la Biblia parece como una 
bárbara historia inacabable de guerras, crueldades, asesinatos, robos 
y venganzas. Una historia que convertiría en inocentes nuestros más 
duros «telefilms» de violencia. A veces, los mismos autores bíblicos, 
que frecuentemente reflejan sólo el sentir común del pueblo, podría 
parecer que sugieren que es Dios quien aprueba y sanciona las 
atrocidades que se hacen en su nombre. Con todo, los profetas inician 
una nueva forma de reflexión y de discernimiento de lo que realmente 
es querido por Dios. Dios no quiere la violencia ni la crueldad. 
Amós, el más antiguo de los grandes profetas clásicos, empieza su 
profecía con un juicio de Dios contra las naciones que devastan la 
tierra con crueles prácticas bélicas: «ruge Yahvé desde Sión, desde 
Jerusalén alza su voz» ...contra Damasco, «por haber machacado con 
trillos de hierro a Galaad»; contra Gaza, «por haber deportado 
poblaciones enteras para entregarlas a Edom»; contra Tiro, «por 
haber entregado poblaciones enteras de cautivos a Edom, sin 
acordarse de la alianza fraterna»; contra Edom, «por haber 
perseguido con espada a su hermano, ahogando toda piedad, por 
mantener por siempre su cólera y guardar incesante su rencor»; 
contra los Amonitas, «por haber reventado a las mujeres en cinta de 
Galaad, para ensanchar su territorio»; contra Israel, «porque venden 
al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; son los que 
pisan la cabeza de los débiles y tuercen el camino de los humildes» 
(Am 1,3-2,7). Y todavía continúa: «Congregaos contra los montes de 
Samaría y ved cuántos desórdenes en ellos, cuántas violencias en su 
seno. No saben obrar con rectitud... amontonan violencia y despojo en 
sus palacios» (Am 3,9-10). Con pinceladas rápidas e insuperables, 
quedan así condenados los horrores de unas guerras atroces, que 
siguen siendo -aunque más refinados- los horrores de las guerras de 
nuestro tiempo, moderno e ilustrado. El estado de guerra no justifica la 
crueldad indiscriminada y extrema. Los hombres no podrán «ahogar 
nunca el sentido de la piedad»: el Dios que ama a todos los hombres 
no lo puede consentir. 

«Escuchad la palabra de Yahvé, hijos de Israel, 
que tiene pleito Yahvé 
con los habitantes de esta tierra, 
pues no hay ya fidelidad ni amor 
ni conocimiento de Dios en esta tierra; 
sino perjurio y mentira, asesinato y robo, 
adulterio y violencia, sangre y más sangre» (4,1-2). 

El poder de los poderosos PROFETAS/INJUSTICIAS 
INJUSTICIAS/PROFETAS:
La ocupación de Canaán y la organización de la monarquía habían 
cambiado la estructura social del pueblo de Israel. De una estructura 
comunitaria, basada en la solidaridad del clan, se pasa a una 
sociedad competitiva e individualista, basada en el tener y el poder. 
Surge la codicia de tierras y la codicia de aprovecharse en el comercio 
interior o exterior, que ya desde los tiempos de Salomón se practicaba 
en gran escala y con toda clase de productos de lujo (maderas y 
metales preciosos, caballos y carros, marfil...). Surge una clase de 
poderosos funcionarios reales (militares, administrativos, judiciales) 
que obtienen de los reyes grandes ventajas en dinero, tierras y 
regalos en especie, y que, sobre todo, pueden ser sobornados con 
regalos y pueden abusar de su poder para expoliar a los súbditos. 
Aparece un riguroso sistema de impuestos y contribuciones (lRe 5,2-8; 
2Cron 17,5-14, etc.), requeridos para financiar la burocracia y las 
iniciativas bélicas o suntuarias de la corte, pero que extorsionaban y 
extenuaban a los súbditos más pobres. Las dos monarquías -del Norte 
y del Sur-, con momentos de aparente prosperidad y esplendor y 
momentos de aguda crisis interna y externa, se sostienen gracias a 
guerras costosas y con el mantenimiento de un ejército y un 
funcionariado que se aprovechan de los más necesitados. Yahvé 
condena este sistema social, que sólo se mantiene a costa de la 
injusticia y la expoliación de muchos. 
El Salmo 122 cantaba la utopía de Jerusalén como ciudad de paz y 
de prosperidad en la justicia. Pero el profeta Miqueas nos describe la 
realidad de una falsa prosperidad a costa de sangre e injusticias: 

«Escuchad, jefes de Jacob, 
notables de la casa de Israel:
Vosotros que detestáis el bien y amáis el mal, 
que arrancáis la piel a la gente 
y la carne de sus huesos. 
Cuando hayan comido la carne de mi pueblo, 
hayan arrancado la piel de encima de ellos 
y quebrado sus huesos, 
cuando los despedacen como carne en caldera, 
como vianda dentro de una olla, 
entonces clamarán a Yahvé, pero El no les responderá... 
Sión está edificada con sangre, 
y Jerusalén con maldad. 
Sus jefes juzgan por soborno, 
sus sacerdotes enseñan por salario, 
sus profetas vaticinan por dinero, 
y se apoyan en Yahvé diciendo: 
Yahvé está con nosotros, 
no vendrá sobre nosotros ningún mal. 
Por vuestra culpa Sión será un campo que se ara, 
Jerusalén se hará un montón de ruinas, 
y el monte del templo un otero silvestre» (Miq 3,1-12). 

El caso de la viña de Nabot, adquirida con un crimen por la reina 
Jezabel (lRe 21,1-16), viene a ser un modelo de cómo los poderosos 
utilizan su poder para extorsionar a los débiles. El profeta Isaías hará 
sobre esto un juicio generalizador. 

«¡Ay, los que juntáis casa con casa 
y anexionáis campo a campo, 
hasta ocupar todo el sitio 
y quedaros solos en medio del país...! 
¡Han de quedar desiertas muchas casas, 
grandes y hermosas, 
pero sin moradores! 
Porque diez yugadas de viña darán sólo una medida, 
y una carga de simiente producirá una medida» (Is 5,8-10). 

La queja de Yahvé es profunda: le han tocado lo que es más suyo, 
su viña, su heredad. 

«Vosotros habéis incendiado la viña, 
tenéis en vuestras casas lo robado al pobre. 
¿Qué sacáis de machacar a mi pueblo 
y de moler el rostro de los pobres?» (Is 3, 14-15). 

Jeremías condena los gastos suntuarios. Parece ser que fue a 
propósito de la megalomanía del rey Joacaz. 

«¡Ay del que edifica su casa sin justicia 
y sus pisos sin derecho! 
Se sirve de su prójimo de balde 
y no le paga su trabajo.
El que dice: voy a edificarme una casa espaciosa, 
y pisos ventilados, 
y le abre sus correspondientes ventanas, 
pone paneles de cedro y los pinta de rojo. 
¿Eres acaso rey por tu pasión por el cedro?» (Jer 22,13-15). 

Una de las formas de abuso de poder es la manipulación de la 
justicia, que ya no está al servicio de los derechos de los 
desamparados, sino sólo de los intereses de los poderosos. La 
literatura profética está llena de invectivas contra la justicia corrupta: 

«Preparan trampas para cazar hombres. 
Como jaula llena de aves, 
así están sus casas llenas de fraudes. 
Así se engrandecieron y se enriquecieron, 
engordaron, se alustraron. 
Pisan los intereses del amigo, 
no juzgan según justicia, 
no defienden la causa del huérfano, 
ni sentencian el derecho de los pobres» (Jer 5,27-28). 

También los salmos se hacen eco del problema de la corrupción en 
la administración de justicia. Dios no lo puede tolerar: 

«Dios se levanta en la asamblea divina 
para juzgar a los que de él tienen la autoridad: 
-¿Hasta cuándo daréis sentencia injusta, 
poniéndoos de lado del culpable? 
Al desvalido y al huérfano tenéis que proteger; 
haced justicia al humilde y al necesitado, 
defended al pobre y al indigente, 
arrancándolos de la mano del injusto» (Ps 82,14). 

«Yahvé está cerca del que sufre» (Ps 33,19) 
El egoísmo y la insolidaridad de los hombres se traducen en 
estructuras sociales desniveladoras y opresoras que los privilegiados 
procuran cohonestar y justificar; pero sus consecuencias las sufren 
los débiles y desvalidos. Los profetas declararán que Dios está 
ofendido sobre todo por este pecado, que viene a frustrar todo su 
designio sobre la creación. La literatura sapiencial lo recogerá 
sintéticamente: 

«El que oprime al débil hace ultraje a su creador, 
...mientras que el que muestra ternura para con el pobre 
hace resplandecer su gloria» (Prov 14,31; 17,5). 

Por eso Dios se constituye en protector del pobre y del desvalido. 
De una manera más concreta -para que no quede todo en un nivel 
abstracto y etéreo- se constituirá sobre todo en protector del 
huérfano, de la viuda y del extranjero: tres categorías de personas 
particularmente expuestas al abuso y a la expoliación. 
La imparcialidad de Dios para con todos sus hijos, por la que quiere 
que todos disfruten igualmente de los dones que gratuitamente les ha 
dado, se convierte así en parcialidad para con los desposeídos y 
explotados. Podríamos decir nosotros que Dios ha hecho su «opción 
por los pobres» contra los ricos. Sólo aduciré tres testimonios, 
escogidos de tres estratos muy diferentes de la tradición bíblica: 

«No maltratarás al forastero, ni le oprimirás, pues vosotros fuisteis 
forasteros en el país de Egipto. No vejarás ni a viuda ni a huérfano. Si 
le vejas y clama a mí, no dejaré de oír su clamor, se encenderá mi ira 
y os mataré a espada» (Ex 22,20-23). 

«Porque Yahvé vuestro Dios es el Dios de los dioses y el Señor de 
los señores, el Dios grande, poderoso y temible, que no hace 
acepción de personas y no admite soborno; que hace justicia al 
huérfano y a la viuda y ama al forastero, a quien da pan y vestido. 
Ama, pues, al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en el país 
de Egipto» (Dt 10,17-19). 

«Porque el Señor es juez, y no cuenta para él la gloria de nadie. No 
hace acepción de personas contra el pobre, y escucha la plegaria del 
agraviado. No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando 
derrama su llanto. Las lágrimas de la viuda ¿no bajan por su mejilla, y 
su clamor contra el que las provocó?... La oración del humilde 
atraviesa las nubes; hasta que no llega a su término, no se consuela 
él. Y no desiste hasta que vuelve los ojos al Altísimo, hace la justicia a 
los justos y ejecuta el juicio» (Ecle 35,12-18). 

Paradójicamente, la imparcialidad de Dios, padre amoroso de todos, 
se convierte en parcialidad en favor de los pobres. Conviene 
recordarlo a los bien-pensantes que se escandalizan cuando se habla 
de «opción por los pobres», pretendiendo que Dios ama a todos -ricos 
y pobres- por igual. Cierto que Dios ama a todos, pero su amor para 
con el rico, que acapara bienes injustamente, ha de traducirse en 
juicio y rechazo de su pecado. Mientras que su amor al pobre se 
convierte en solidaridad y exigencia de justicia. D/OPCION-CLASE 
D/NO-NEUTRAL 
Dios se revela a los hombres en una situación que no es 
humanamente neutral, sino en una situación de injusticia profunda y 
chocante, en una situación en que unos son ricos precisamente 
porque otros son pobres. Ahora bien, si en una tal situación Dios se 
revelara como el Dios de todos, entonces resultaría que no era el Dios 
de todos, sino el Dios de los favorecidos y de los privilegiados... Por el 
contrario, Dios se revela como el Dios de los pobres, para poder 
proclamar a ricos y pobres que El es el Padre de todos. Y porque es el 
Padre de todos, no quiere ni consiente que unos dominen a otros, o 
sea, no quiere que haya ricos ni pobres» (2). 

No es, pues, extraño que éste sea un tema constante de la literatura 
profética: 

«Escuchad esto los que pisoteáis al pobre 
y queréis suprimir a los humildes de la tierra 
...achicando la medida y aumentando el peso,
falsificando balanzas de fraude, 
comprando por dinero a los débiles 
y al pobre por un par de sandalias, 
para vender hasta el desecho del grano. 
Yahvé lo ha jurado por el orgullo de Jacob: 
Jamás he de olvidar todas sus obras» (Am 8,4-7). 

No el culto, sino la conversión a la justicia CULTO/JUSTICIA 
JUSTICIA/CULTO:
Los pensadores modernos no han descubierto nada nuevo cuando 
hablan del carácter alienante que puede tener la religión. Los autores 
bíblicos ya lo habían dicho exactamente y por boca del mismo Dios. 
Dios no quiere una religión que no lleve a dar sentido a la vida de 
todos los hombres de la tierra. Por eso el primer acto de la religión es 
la conversión a la justicia. «Porque quiero misericordia, que no 
sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos», dirá Oseas en 
una palabra que recordará Jesús a los que anteponían las 
observancias rituales al amor al prójimo (Mt 9,13; 12,7). La 
consecuencia es que no hay «conocimiento de Dios» donde no se le 
reconoce como el que exige justicia y compasión hacia el pobre. 
Ya he citado el texto de Jeremías que decía que la única gloria del 
fiel de Yahvé es reconocerle como el Dios que hace «misericordia y 
derecho y justicia sobre la tierra» (9 ,23). Cualquier otra identificación 
de Dios que no le reconozca como exigencia de justicia y compasión, 
es engañosa. El mismo Jeremías clamará contra Joacaz, hijo de 
Josías: 

«Tu padre si que hacía justicia al pobre y al desvalido, y le fue bien. 
¿No es eso conocerme?, dice Yahvé» (Jer 22,15-16). 

No conoce realmente a Yahvé quien no hace justicia ni respeta al 
prójimo. Un Dios que se contenta con que los hombres le rindan 
homenaje verbal y cultual, pero que no tiene ojos para ver las 
injusticias que cometen, es un ídolo, un falso Dios, que los hombres se 
hacen a la medida de sus intereses. 

«No diremos más "Dios nuestro'' a la obra de nuestras manos, oh 
tú, en quien halla compasión el huérfano» (0s 14,4). 

Reconoce a Yahvé, único Dios verdadero, quien le reconoce como 
el que

«guarda lealtad por siempre, 
hace justicia a los oprimidos,
da el pan a los hambrientos; 
Yahvé suelta a los encadenados, 
Yahvé abre los ojos a los ciegos, 
Yahvé endereza a los encorvados, 
Yahvé protege al forastero, 
sostiene a la viuda y al huérfano, 
Yahvé ama a los justos, 
pero tuerce el camino de los impíos» (Ps 146,6-9). 

«El Señor hace justicia, no tiene consideración por el prestigio de 
los hombres, no se deja influir por nadie contra los pobres; escucha la 
plegaria del agraviado; no desdeña la súplica del huérfano, ni a la 
viuda cuando derrama su llanto. El Señor recibe benévolamente a los 
que le honran, el clamor de estos hombres llega al cielo, el grito de 
auxilio de los desvalidos penetra más allá de las nubes, y no se 
consuelan hasta que llega a término, no desisten mientras el Altísimo 
no intervenga para hacer justicia en favor de los inocentes. El Señor 
no se entretendrá, no tardará en salir a favor de ellos» (Ecle 35,15b1 
7.20-22a). 

Por eso los profetas rechazarán enérgicamente aquellas formas de 
religiosidad que ponen el exacto cumplimiento de las prescripciones 
legales y cultuales por encima de las exigencias de la justicia y de la 
solidaridad con los desvalidos. Es una detestable perversión de la 
religión y un ultraje a Dios que, por desgracia, se irá repitiendo a lo 
largo de la historia religiosa de los hombres. Los textos proféticos son 
muy conocidos, y bastará poner un par de ellos como muestra: 

«Yo detesto y desprecio vuestras fiestas, 
y no me gusta el olor de vuestras reuniones. 
Si me ofrecéis holocaustos, 
no me complazco en vuestras oblaciones, 
ni miro a vuestros sacrificios 
de comunión de novillos cebados. 
...No quiero oir la salmodia de tus arpas... 
¡Que fluya el juicio como agua, 
la justicia como un torrente inagotable!» (Am 5,21-24). 

«¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero?, 
dice el Señor: 
desatar los lazos de maldad, 
deshacer las coyundas del yugo, 
dar la libertad a los oprimidos 
y arrancar todo yugo. 
¿No será partir al hambriento tu pan, 
y a los pobres sin hogar recibir en casa? 
¿Que cuando veas a un desnudo le cubras 
y no te apartes de tu semejante? 
Entonces brotará tu luz como la aurora, 
y tu herida se curará rápidamente, 
te precederá tu justicia, 
la gloria de Yahvé te seguirá» (Is 58,6-8; 1,11-17; 48.23-24).

La nueva creación PROFETAS/CREACIO-NEA 
CREACION-NEA/PROFETAS:
Los profetas ven nuestro mundo como un mundo de caos, de falta 
de sentido, provocado por los pecados de los hombres y por el 
desconocimiento de la verdadera realidad de Dios y de su designio 
sobre la creación. Parece como si se hubiera roto la vinculación entre 
Dios y el mundo y como si a Dios mismo le resultara extraña su propia 
obra. El profeta expresa el enojo de Dios, la ira de Dios ante esta 
situación de perversión universal. Estamos ante un momento 
importante, esencial, de la predicación profética. Dios no puede 
aceptar el mundo tal como los hombres lo hacen: 

«La historia es el lugar donde se desafía a Dios, donde se vence a 
la justicia... Hubo un momento en el que Dios miró el universo que 
había creado y dijo: "es bueno''. Pero no hubo ningún momento en el 
que Dios pudiera mirar la historia hecha por el hombre y pudiera decir: 
"es buena"» (3). 

Hay momentos en que parece que a Dios no le queda otra 
posibilidad que destruir total y definitivamente su obra, volviendo a la 
nada original: 

«borraré a los hombres de sobre la haz de la tierra» 
(Sof 1,3). 

Esto sería el fracaso definitivo de Dios. Pero Dios, si es Dios, no 
puede fracasar. Por eso, más allá del enojo y la ira de Dios, la 
predicación profética habla de «misericordia» o «compasión» 
benevolente (hesed) y de fidelidad» (emet) a su designio originario y a 
sus promesas, como atributos más esenciales y específicos de 
Yahvé-Dios. 

«He aquí que convocaba al juicio por el fuego 
el Señor Yahvé;...
cuando yo dije: "¡Señor Yahvé, cesa, por favor!, 
¿cómo va a resistir Jacob, que es tan pequeño?" 
Y se arrepintió Yahvé de ello: 
"Tampoco será esto", dijo el Señor Yahvé» (Am 7,4-6). 

«Los cielos como humareda se disiparán, 
la tierra se gastará como un vestido 
y sus moradores morirán como mosquitos. 
Pero mi salvación permanece para siempre 
y mi justicia no tendrá fin...
¡No temáis las injurias de los hombres, 
y no os asustéis de sus ultrajes! 
Porque, como un vestido, se los comerá la polilla, 
y como la lana los comerá la tiña. 
Pero mi justicia no tendrá fin, 
y mi salvación por generaciones de generaciones» 
(Is 51,6-8; vid. también Jer 4,23). 

El pathos de santidad y justicia de Dios enciende su ira y su juicio 
de condenación. Pero por encima de éste, el pathos de misericordia y 
de fidelidad mueve a Dios a «recuperar lo que se había perdido», a 
rehacer o «restaurar» la creación, a hacer una grandiosa ostentación 
de un nuevo tipo de justicia «re-creativa» y misericordiosa de Dios, en 
la que Dios no dará a los hombres lo que ellos merecen, sino lo que 
pide su propia gloria y el honor de su Nombre. 
La salvación del mundo no vendrá de la justicia de los hombres, 
sino del don de Dios, de la nueva justicia misericordiosa y gratuita que 
procede de su bondad y fidelidad. Será como una «nueva creación» 
que él quiere hacer sobre las ruinas de la antigua. Toda la doctrina 
paulina de la salvación por la fe en el Dios que justifica gratuitamente 
al que se le confía, está ya esbozada y anunciada en la predicación 
profética: 

«¿No os acordáis de lo pasado 
ni caéis en la cuenta de lo antiguo? 
Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: 
ya está en marcha, ¿no lo reconocéis?» (Is 43,18-19). 

Lo que el hombre había deteriorado con sus obras perversas, lo 
que ya no podría conseguir con sus propias fuerzas, Dios se lo dará 
como don (pero como un don que deberá ser acogido y amado 
responsablemente). Quien no puede dejar de exigir que su pueblo sea 
puro (Is 1,16), él en persona lo purificará con una nueva agua 
purificadora. Quien no puede soportar un corazón corrompido, dará a 
los suyos un corazón nuevo y un espíritu nuevo: 

«Por eso, di a la casa de Israel: Así dice el Señor Yahvé: No hago 
esto por consideración a vosotros, casa de Israel, sino por mi santo 
nombre, que vosotros habéis profanado entre las naciones donde 
fuisteis. Yo santificaré mi gran nombre profanado entre las naciones, 
profanado allí por vosotros. Y las naciones sabrán que yo soy Yahvé 
-oráculo del Señor Yahvé- cuando yo, por medio de vosotros, 
manifieste mi santidad a la vista de ellos. Os tomaré de entre las 
naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. 
Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; os purificaré de 
todas vuestras manchas y de todos vuestros ídolos. Y os daré un 
corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de 
vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. 
Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis 
preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Habitaréis la tierra 
que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré 
vuestro Dios. Os libraré de todas vuestras inmundicias, llamaré al trigo 
y lo multiplicaré, y no os someteré más al hambre. Multiplicaré los 
frutos de los árboles y los productos de los campos, para que no 
sufráis más el oprobio del hambre entre las naciones. Entonces os 
acordaréis de vuestra mala conducta y de vuestras perversas 
acciones, y sentiréis asco de vosotros mismos por causa de vuestras 
culpas y de vuestras prácticas abominables. No hago esto por 
vosotros -oráculo del Señor Yahvé-, sabedlo bien. Avergonzaos y 
confundís de vuestra conducta, casa de Israel. 

Así dice el Señor Yahvé: el día en que yo os purifique de todas 
vuestras culpas, repoblaré las ciudades, y las ruinas serán 
reconstruidas» (Ez 36,22-33). 

Se abre así la gran promesa de los tiempos mesiánicos, que supera 
todas las promesas antiguas. Los poderosos e interesados, cegados 
por su propio poder y por sus intereses, lo entenderán todo al revés. 
Esperarán el cumplimiento de las promesas de Dios como 
confirmación de su poder y de sus intereses sociales, políticos, 
religiosos... Pero éstos no serán los caminos de Dios. Sus caminos 
serán los caminos de liberación, de justicia «re-creativa», el «tiempo 
de gracia» para los pobres y los humildes: 

«Un vástago saldrá del tronco de Jesé 
y un retoño brotará de sus raíces... 
...juzgará con justicia a los débiles 
y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra. 
Herirá al hombre cruel con la vara de su boca, 
con el soplo de sus labios matará al malvado.
Justicia será el ceñidor de su cintura, 
verdad el cinturón de sus flancos» (1S 11,1-5). 

«En sus días florecerá la justicia, 
y dilatada paz hasta que no haya luna. 
...Porque él liberará al pobre suplicante, 
al desdichado y al que nadie ampara. 
Se apiadará del débil y del pobre, 
los salvará de la muerte; 
les rescatará de la opresión de los violentos 
estimando sus vidas como un tesoro» (Ps 72,7-14).

«Yo te desposaré conmigo para siempre, 
te desposaré conmigo en justicia y equidad, 
en amor y compasión, 
te desposaré conmigo en fidelidad, 
y tú conocerás a Yahvé» (Os 2,21-23). 

Queda abierto el camino para el Mesías, el Ungido de Dios, que 
proclamará e instaurará el nuevo «Reino de Dios», la «Nueva 
Creación». El evangelista Lucas lo vio con claridad cuando puso en 
boca de Jesús, en su primera predicación programática en la sinagoga 
de Nazaret, las viejas palabras del profeta Isaías. 
Todo el sentido de lo que será y de lo que hará Jesús está 
vinculado a la antigua predicación profética. Los judíos 
autosatisfechos no lo entendieron, pero los pobres a quienes iban 
dirigidas esas palabras sí que lo captaron: 

«El Espíritu del Señor está sobre mí, 
porque me ha ungido. 
Me ha enviado a anunciar a los pobres 
la Buena Noticia, 
a proclamar la liberación a los cautivos 
y la vista a los ciegos, 
para dar la libertad a los oprimidos 
y proclamar un año de gracia del Señor» 
(Lc 4,16ss; Is 61,1ss; 58,6). 

Para dar sentido a la obra creadora, Dios, a través de Jesús y por la 
fuerza de su Espíritu, se hará un nuevo Israel y un nuevo pueblo, el 
pueblo de los que se acojan al «tiempo de gracia del Señor». «El 
Reino de Dios está cerca» (Mc 1,15): es el Reino de la solidaridad de 
Dios con los pobres y humildes a través de Jesús, su Hijo. El Reino de 
la solidaridad y fraternidad entre los hombres que siguen los pasos de 
Jesús.

JOSEP VIVES
SI OYERAIS SU VOZ
EXPLORACION CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS
Sal Terra.Col. Presencia Teológica, 48
SANTANDER 1988.Págs. 95-109