CAPÍTULO 3

3. PETICIÓN DE ORACIONES (3/01-02).

1 Por lo demás, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra del Señor siga su carrera y sea glorificada, como sucede entre vosotros, 2 y para que podamos así vernos libres de los hombres malvados y perversos; pues no todos tienen la fe.

Pablo propone a la comunidad dos intenciones para la oración. La primera es la proclamación de la palabra. Que la palabra siga su curso sin tropiezos. La palabra de Dios no está ligada ni depende de sus predicadores. Sin embargo, los servidores de la palabra encomendados a las oraciones de la comunidad. En la oración se abre la comunidad, llena de confianza, al Señor, que guía a su Iglesia. El Apóstol desea estar seguro de que la oración de la Iglesia le sostiene en su ministerio.

A la oración del Apóstol por su comunidad debe seguir la oración de la comunidad por el Apóstol. La Iglesia es, en efecto, una fraternidad en la que los unos deben velar por los otros. No ha de ser una asociación necesitada de cuidados, guiada por uno especialmente capacitado para ello. Cada hermano debe preocuparse también por la acción de los apóstoles. Nunca debe faltar en la comunidad la oración por los ministros de la palabra. Si falta la oración de la Iglesia, también la palabra apostólica corre peligro de convertirse en palabra humana y así perder su eficacia. En efecto, los apóstoles no proclaman la palabra por su propia cuenta, con su propia responsabilidad. Son más bien «colaboradores de Dios en el Evangelio de Cristo» (lTes 3,3).

El Apóstol hace un ruego que parece un tanto peregrino: Que la palabra de Dios siga su carrera. ¿Es la palabra una entidad independiente de los apóstoles? Jesucristo mismo toma la palabra en la predicación de los apóstoles. Pero él es el Señor, siempre invencible. Los predicadores de la palabra de Dios pueden ser perseguidos y cargados de cadenas. No obstante, la palabra de Dios sigue su curso con gran poder. Esto puede atestiguarlo el Apóstol en su prisión: «Por él (por el Señor) soporto el sufrimiento, incluso el de las cadenas, como si fuera un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada» (2Tim 2,9). Grandes quehaceres aguardan todavía a la misión. Pablo ve ante sus ojos Europa entera. A todas partes debe correr todavía la palabra. Este encargo han recibido del Señor él y sus colaboradores. Todas las comunidades deben tener participación en el celo misionero del Apóstol, orando por los pregoneros de la palabra.

La palabra de Dios, que como un fuego recorre toda la tierra, topa en todas partes con los hombres y los fuerza a tomar partido. Ahora que han oído hablar de Cristo, tienen que decidirse. Por todas partes en el mundo pone la palabra de Dios a los hombres en crisis. Si halla aceptación entre los hombres, entonces se someten éstos en obediencia.

Experimentan su fuerza vivificadora y purificadora. Redimidos y liberados de las tinieblas en que vivían en otro tiempo, prorrumpen en cánticos de alabanza como respuesta a la palabra de Dios. Así la palabra de Dios se ve alabada y glorificada. Esta glorificación es siempre a la vez profesión de fe: Señor, tu palabra es verdad, luz y vida. ¡Creemos en ti!

Efectivamente, en Tesalónica se ha verificado en forma ejemplar la glorificación de la palabra de Dios. Los cristianos se apartaron de los ídolos y se volvieron al Dios viviente. Pasaron por la feliz experiencia de la conversión. Gozosos alabaron la palabra de Dios. Ahora los estimula el Apóstol a orar por los otros. La comunidad que ha aceptado y experimentado la fuerza de sanar, propia de la palabra de Dios, ha de orar ahora para que también en otras ciudades, a las que tiene que dirigirse el Apóstol, haya tal apertura y buena disposición para recibir la palabra de Dios.

ORA/MISIONERA:El que ha sido redimido y liberado por la palabra, debe orar por todos los hermanos, los hombres, para que también ellos reciban la luz del Evangelio. La fe no debe ser una posesión tranquila, sino que debe pugnar por comunicarse en las formas más variadas. La oración de intercesión en favor de los hombres es colaboración en la proclamación de la palabra.

Dado que la palabra induce a crisis y exige de los hombres conversión y obediencia, irrita a los hombres malvados y perversos que no quieren renunciar a su orgullo y a su pecado. Los apóstoles están expuestos a constantes peligros por todos lados, en los sentidos más variados. San Pablo tuvo que sufrir persecuciones y odios por parte de los judíos y de los gentiles. Proclamaba decididamente y sin ambages la salud en Jesucristo. Con ello provocó la oposición de los «enemigos de la cruz». Especialmente doloroso fue para el Apóstol ver que los judíos, sus «hermanos según la carne» (Rom 9,3) no cejaban de perseguirle. Con frecuencia pudo experimentar que los paganos escuchaban con buena voluntad el nuevo mensaje, mientras que los judíos soliviantaban al pueblo y a las autoridades contra él, atribuyéndole motivos inconfesables. Esto hubo de sentirlo particularmente en Tesalónica (Cf. ITes 2,15s).

El más grande misionero de la Iglesia pudo comprobar con sereno realismo que en nuestro tiempo no es posible una total conversión del mundo. La palabra de Dios tropieza con la repulsa de gentes que no quieren abrirse a la fe. No todos tienen la fe; la fe no es cosa de todos. Ante la palabra de Dios se dividen los espíritus. La predicación de los apóstoles no quiere ni puede forzar a los oyentes. La decisión en favor de la fe tiene que producirse siempre en la mayor libertad. En último término es el hombre quien da en lo más íntimo de su ser un sí a Dios y a su acción salvífica. El amor no puede imponerse. Sólo puede ser aceptado o rechazado. La predicación del Apóstol es en todo caso una solicitación al amor de cada hombre en particular, que ha de abrirse al amor de Dios y darle la debida respuesta. Pablo tuvo con frecuencia ocasión de comprobar la división de los espíritus: «Él (Pablo) les exponía (a los judíos de Roma) el reino de Dios, dando solemne testimonio de él y tratando de persuadirles sobre Jesús a partir de la ley de Moisés y de los profetas, desde la mañana hasta por la tarde. Y unos asentían a lo que decía; pero otros rehusaban creer» (Act 28,23s).

4. RENOVADO FORTALECIMIENTO DE LA FE (3/03-05).

3 Pero el Señor es fiel, y él os fortalecerá y os guardará del Malvado.

Los hombres son con frecuencia infieles. No permanecen en su relación con Dios y vuelven a separarse de su Creador. Aunque la fe no es asunto de todos y muchos no llegan a la fe, sin embargo, el cristiano no tiene el menor motivo de inquietarse, porque el Señor es fiel (*).

Dios no comienza una obra para luego despreocuparse de ella. Donde quiera que haya hombres que tengan y conserven buenas disposiciones para con Dios, él les tenderá su mano fuerte para que en medio de su flaqueza puedan seguirle más adelante. Y así «tengo esta confianza: que el que empezó entre vosotros la obra buena, la llevará a su término hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1,6). Nuestra existencia cristiana es una realidad que se halla en peligro. Constantemente corremos riesgo de sucumbir. Para los cristianos que viven su fe en el mundo conscientemente y con fidelidad, es la fidelidad de Dios el fundamento seguro sobre el que pueden apoyarse. Sin embargo, también a ellos se les puede aplicar la advertencia preocupada del Apóstol: «El que crea estar seguro, mire no caiga» (lCor 10,12).

Los pecadores deben saber que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que viva. Al que con culpa y pecado no suelta la mano de Dios, sino que pide perdón, le es otorgado el perdón. Dios no rehusará a nadie el don de la fe con tal que haya buena disposición para recibir el mensaje de salvación. También en esto se muestra la fidelidad de Dios. Sin embargo, Dios no se impone a nadie contra su propia voluntad. Cada vez comprendemos mejor por qué el Apóstol da gracias a Dios con palabras de tanta emoción por el vigor de la fe de los hermanos.

El Malvado trata de destruir la obra de Dios. Pero Dios se presenta como guardián ante la obra de sus manos y rechaza todos los asaltos del adversario. El Apóstol implora la preservación ante el Malvado recordando las cosas que ha dicho anteriormente a la comunidad. Los falsos prodigios y los grandes hechos del Malvado pueden tentar al creyente exponiéndolo a sucumbir.

Por esta razón debe el Apóstol estar siempre lleno de cuidados y rogar que Satán no haga irrupción en la comunidad.

Mirando al futuro puede decir el Apóstol que el Señor seguirá también en adelante fortaleciendo y preservando a su comunidad. La asistencia del Señor no se restringe a una única situación apurada, como lo es quizá la presente. Siempre puede contar la Iglesia con su constante asistencia. El Señor es fiel en todos los tiempos y situaciones en que vive la Iglesia. Si los suyos se mantienen a su lado, entonces puede la Iglesia superar todas las asechanzas. Esto puede decirlo el Apóstol a la comunidad en la virtud del Señor. Así habla el Señor una y otra vez a la Iglesia por medio de sus testigos y la consuela.
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El Apóstol gusta de hablar con frecuencia de la fidelidad del Señor; cf. 1Cor 1,9; 10,13; 2Cor 1,18; 1Tes 5,24.
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4 Con respecto a vosotros, confiamos en el Señor que también guardáis y seguiréis guardando nuestras recomendaciones.

El Apóstol cierra su acción de gracias y su exhortación a cobrar ánimos con un ruego confiado y con unas palabras en que expresa sus buenos deseos. Con ello quiere a la vez preparar el terreno para pasar a la última parte de la carta, en la que tiene que censurar y amonestar. Procura presentar el modelo de Dios y de Cristo, para que la comunidad, con amor y paciencia, quiera conocer, reconocer y suprimir los abusos que existen en su seno. Quiere crear en los corazones de los creyentes un amplio margen de sinceridad y franqueza a fin de que estén en buenas disposiciones para no rechazar inmediatamente la severidad que se impone.

Antes de recurrir al cauterio quiere el Apóstol preparar la atmósfera para sus amonestaciones. No se trata, en efecto, de una polémica, sino de una crítica amable que ha de aprovechar en adelante a la comunidad. Sabe que tiene razón de confiar en la comunidad, pues al fin y al cabo es su padre. Ellos han aceptado su Evangelio. Con este mensaje les transmitió el Apóstol la comunión con Cristo. Así, pues, también ahora tiene derecho a seguir guiando la vida de la comunidad y a corregirla si es necesario. Aunque el Apóstol es servidor de la comunidad y solicita fraternalmente su confianza, también puede esperar obediencia. En su calidad de predicador del mensaje de salvación debe velar también por su realización en la vida de los particulares y de las comunidades. No pocas veces los errores y la pérdida de fe se dejan sentir en la vida antes que en las doctrinas y en las palabras... El que realmente ha aceptado la fe, debe en el presente y en el futuro mantenerse fiel a la palabra de vida. Vivir en la fe significa aceptar voluntariamente un vínculo.

El pastor de la comunidad debe poder contar con que los miembros de la misma estén dispuestos a cumplir las obligaciones contraídas. Su vida no está ya a su arbitrio, sino que la ponen en manos del Señor. Con ello reciben gozo, libertad y salvación. En la economía de la salud se ha producido una inversión de todos los valores: «El que ama su vida la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga; y donde yo esté, allí estará también mi servidor» (Jn 1 2,25s) .

5 ¡Que el Señor dirija vuestros corazones al amor de Dios y a la perseverante espera de Cristo!

Con estilo solemne, que una vez más se inspira en el Antiguo Testamento (*)1, ruega el Apóstol por la comunidad. El Señor guía y dirige los corazones de los hombres. Como creador de todos los corazones, puede dirigirlos rectamente. El fin de esta dirección de Dios es un conocimiento de Dios y una comunión con Cristo cada vez más profundos. En esta confianza implora el Apóstol el amor de Dios. De una vez para siempre hemos recibido su amor en el bautismo. «Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos dio» (Rom 5,5). Ahora somos templo del Espíritu Santo. ¡Que esta realidad de fe se haga cada vez más tangible en la comunidad! Los creyentes deben abrir los ojos y preparar sus corazones para poder reconocer la constante acción amorosa de Dios. La munificencia del amor del Padre culmina en la entrega de su Hijo. «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Esta abundancia del amor de Dios la tiene experimentada el Apóstol. En esta fuerza hace él su obra. Quiere llevar a todos los hombres al conocimiento del amor de Dios. Así, con este entusiasmo, puede reconocer la acción de Dios en la historia y sacar de su obra salvífica la siguiente conclusión: «¿Qué diremos, pues, a esto? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que ni siquiera escatimó darnos a su propio Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó, ¿cómo no nos dará gratuitamente también todas las cosas en él?» (Rom 8,31s).

Pero el parabién, la bendición del Apóstol tiene también por meta que nosotros seamos capacitados en el Espíritu Santo para amar al Padre. El que ha recibido el amor de Dios, sólo puede responder con amor. Amar a Dios es la cosa más natural para quien sabe que ha sido agraciado con el amor del Padre. Quien se hace accesible a la exigencia del Padre en Cristo, ama a Dios y es amado por él.

La segunda parte de la bendición se refiere muy en particular a la situación actual de la comunidad. Miembros impacientes de la comunidad han causado inquietud en toda ella. Han hecho que se produzca un entusiasmo sin freno, como si Cristo estuviera a punto de llegar. La falta fundamental de este proceder está en la impaciencia. No quieren tomar sobre sí las molestias que acompañan a los peregrinos y forasteros en un mundo hostil a Dios. Así su expectativa de Cristo está marcada por una impaciencia humana. Calculan plazos y crean inquietud.

Cristo no fue impaciente en su vida terrena. Instruyó con paciencia a los apóstoles y a las multitudes. Cargó con persecuciones, con sufrimientos y con la cruz. El Padre le había prefijado su hora, y así El no quiso anticipar esta hora. Dijo: «No ha llegado todavía mi hora» (Jn 2,4). Cuando entró en su pasión, siguió la voluntad del Padre: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti...» (Jn 17,1). También la imitación de Cristo significa aguardar con paciencia y perseverancia la hora que el Padre ha señalado a cada uno. Esto exige la disposición para cumplir la voluntad del Padre en cada momento, aquí y ahora. La comunidad necesita la auténtica actitud de la paciencia ahora, en este momento en que se está leyendo la carta. En efecto, Pablo va a tener que atacar abusos. El Señor mismo, que nos dio en su vida ejemplo de paciencia, capacitará ahora a la comunidad para soportar la corrección. Los hermanos están en comunión viva con Cristo. De esta comunión con el Señor dimanan a los suyos todos los dones con que dirige sus corazones. Los impacientes necesitan por el momento urgentemente el don de la paciencia de Cristo.
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* Cf.
1Cro 29,18. Las palabras se hallan en medio de un himno de alabanza a Dios (ICro 29,10-19).
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III. PELIGROS DE LA PEREZA (3/06-16).

El Apóstol ha hecho lo posible por preparar la comunidad a recibir una seria amonestación. Ahora designa el mal por su nombre sin ambages. Comienza dando una orden. Los hermanos deben retraerse de todos los holgazanes en la comunidad (3,6). El Apóstol puede referirse a su propio ejemplo. Él mismo no consintió en ser sustentado por otros, sino que trabajó con sus propias manos cuando estaba en Tesalónica (3,7s). Con esto quería dar expresamente a la comunidad un ejemplo para su propia vida (3,9). El deber del trabajo es un factor de la vida cristiana. Recaer en la holgazanería es una falta muy lamentable (3,10). Por esto debe el Apóstol volver a inculcar con gran resolución el deber del trabajo especialmente a los holgazanes (3,11s). Estas amonestaciones van seguidas de algunas instrucciones para toda la comunidad. La comunidad no debe cejar en el amor. Si alguno no está dispuesto a reformar su vida, deberá sr excluido de la comunidad. No obstante, no deja de ser hermano para los creyentes, por lo cual no se le debe despreciar con una arrogancia nada cristiana (3,13-15). Sigue un deseo de paz (3,16) destinado a mantener viva y fomentar en la comunidad la comprensión y la benevolencia.

1. APARTARSE DE LOS CRISTIANOS QUE REHUYEN EL TRABAJO (3,06).

6 Hermanos, en nombre del Señor Jesucristo, os ordenamos que os mantengáis a distancia de cualquier hermano que ande por ahí dando vueltas, y no según la tradición que recibisteis de nosotros.

El Apóstol da una orden en nombre del Señor Jesucristo. El Señor y su Apóstol forman una unidad viva. Con autoridad sentencia Pablo sobre los abusos que se han introducido. Del Señor recibe él la orden que tiene que transmitir a la comunidad. Así la comunidad debe obedecer. Hay una autoridad propia del ministerio apostólico. Con esta autoridad puede impartir órdenes a los que quieren vivir en obediencia a Dios. Se demuestra una fe genuina si el que es censurado y reprendido acepta con humildad la orden y reforma su comportamiento. El Apóstol, sin embargo, no se excede. Ni un solo momento olvida que todos son hermanos amados por el Señor. Por eso, aun aquí, que tiene que hacer uso de la autoridad de su ministerio, da a los fieles el afectuoso nombre de hermanos.

Notoriamente irritado prohíbe el Apóstol a la comunidad el trato con los holgazanes. No tienen nada que hacer sino matar el tiempo. Quizá estos hermanos holgazanes se dejaban todavía sustentar por la comunidad, hallándose siempre presentes dondequiera que se podía sacar algo. Esto puede irritar a cristianos de buen corazón, dispuestos a servir al prójimo.

Pablo, no obstante, sigue considerando a los holgazanes como hermanos. A pesar de sus deficiencias, son hermanos amados por el Señor. Forman parte de la gran comunidad de Cristo. Así, pues, los cristianos que se encuentran con los que han faltado en la comunidad no deben tratarlos con frialdad arrogante. No obstante, el Apóstol da instrucciones precisas sobre lo que se debe hacer con tales personas. Se las debe evitar, a fin de que entren dentro de sí. No se trata de una medida punitiva, sino más bien de un procedimiento educativo. Excluyendo temporalmente de la comunidad a los desobedientes se les estimulará a recapacitar y a corregirse.

La holgazanería en la comunidad cristiana es cosa especialmente grave. En efecto, uno de los puntos principales de la predicación del Apóstol es que cada cual debe atender normalmente a su trabajo. Con esto se combate una opinión arrogante bastante propagada, según la cual el trabajo es sólo cosa de esclavos. Contribuir a la transformación del mundo y trabajar para ganarse el pan no es nada vergonzoso, sino sencillamente el cumplimiento del encargo dado por Dios en la creación. Así, pues, los holgazanes están en abierta contradicción con la tradición apostólica. La predicación de este mensaje la apoyó Pablo con su propio ejemplo durante su estancia en Tesalónica. «Recordad, si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas: trabajando, día y noche, a fin de no ser una carga para ninguno de vosotros, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios» (lTes 2,9). Por esto puede el Apóstol a continuación invocar su propio ejemplo.

2. EL EJEMPLO DEL APÓSTOL (3,7-9).

7 Porque bien sabéis vosotros de qué manera debéis seguir mi ejemplo: pues no anduvimos dando vueltas entre vosotros, 8 ni comimos gratis el pan en casa de nadie, sino que con nuestros esfuerzos y sudores trabajamos día y noche para no servir de carga a ninguno de vosotros.

Pablo motiva su severa orden con un reproche. Precisamente en Tesalónica no habría debido producirse tal abuso. Él les había mostrado con suficiente claridad cómo debe comportarse un cristiano en la vida de todos los días. Y no sólo había vivido él ejemplarmente en su ciudad, sino que incluso les había explicado su estilo de vida. El Apóstol tiene que reconocer desengañado que precisamente en Tesalónica, donde ha puesto el mayor empeño en dar ejemplo de vida cristiana, la comunidad no ha respondido. Cuando estaba Pablo en la ciudad de los tesalonicenses había renunciado deliberadamente a todo apoyo material. Había que anunciar la doctrina de Cristo con toda claridad y pureza. El Apóstol quería evitar dar la sensación de que quería enriquecerse personalmente con la predicación del Evangelio. No se entregó al ocio. En las familias que lo habían hospedado había pagado por su mantenimiento hasta el último céntimo. Así pudieron experimentar los tesalonicenses su integridad. Ahora no pueden hacerle el reproche que el Apóstol mismo hacía a otros predicadores de la buena nueva: «Algunos, es cierto, proclaman a Cristo por envidia y rivalidad... los de la rebeldía, anuncian a Cristo, no noblemente, creyendo que suscitan tribulación a mis cadenas» (Flp 1,15.17).

El oficio de fabricante de tiendas, que Pablo ejercía en Corinto (Cf. Act 18,3), proporciona trabajo y fatiga. Para dedicarse a este duro trabajo se requiere mucho dominio personal y mucho espíritu de sacrificio. El griego libre estimaba que el trabajo corporal era incompatible con su dignidad humana. Un cristiano no se avergüenza de su trabajo, pues con ello confiesa al Creador, cuya obra entera es buena. Por tanto sería volver a recaer en el paganismo si uno renunciara al esfuerzo y fatiga del trabajo y viera en el ocio la vida digna de un hombre libre. Pablo debía, en efecto, viviendo en ambiente griego, contrarrestar la falsa idea de que él era sencillamente un nuevo maestro de sabiduría que esperaba verse bien remunerado por sus discípulos.

Pero si el Apóstol se procuró su sustento con su propio esfuerzo, lo hizo también por consideración con las personas y por delicada sensibilidad y comprensión. La mayoría de los cristianos de Tesalónica eran gente pobre, que con grandes esfuerzos y fatigas lograban procurarse su sustento. Recurrir a ellos habría equivalido a aumentar su carga y a agravar su situación. La fina sensibilidad y el delicado tacto del Apóstol se destaca como una buena obra frente a la falta de miramientos de los perezosos. La raíz de esta sensibilidad tan despierta está en el amor que se sacrifica.

Este renuncia incluso a cosas que podría exigir legítimamente, y es una protesta callada, pero eficaz, contra todo egoísmo, que sin el menor reparo formula exigencias incluso cuando se halla notoriamente en deuda.

Con estas palabras quiere mostrar el Apóstol que el trabajo es también una forma de practicar el amor cristiano del prójimo. El que atiende tranquilamente a su trabajo penoso y monótono de todos los días, no tiene necesidad de molestar a otras personas. Siendo, como es, parco y modesto, puede incluso socorrer donde hay verdadera necesidad, pues «Dios ama al que da con alegría» (2Cor 9,7). Son, en cambio, desvergonzadas las personas que -quizá incluso por motivos religiosos- son una carga para los cristianos que trabajan honradamente.

9 Y no porque no tengamos derecho, sino que os quisimos dar en nosotros un ejemplo que imitar.

El Apóstol, después de haber explicado su comportamiento en la comunidad, examina a fondo la situación. No es cosa natural que el predicador del Evangelio tenga que dedicarse a trabajos manuales. Más bien debe estar libre para predicar la buena nueva. Por esto debe también la comunidad contribuir a su sustento. Cristo mismo dio a sus discípulos esta pauta: «Permanecer, pues, en aquella casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan; porque el obrero merece su salario» (Lc 10,7). Pablo renunció a un derecho legítimo cuando trabajaba en Tesalónica. Como buen pastor tenía interés en ser modelo para los suyos. Nunca reivindicó su derecho, sino que con su acción dio a la comunidad una pauta para la vida cristiana de todos los días en el mundo. Como trabajador entre los trabajadores esperaba hacer mejor efecto entre las gentes sencillas y trabajadoras. Los testigos de Cristo renuncian a sus derechos si de esta manera se predica mejor y más luminosamente a Cristo. En otra situación insistirá el Apóstol con ahínco en el hecho de que también el apóstol rinde algo cuando proclama el mensaje de salud. Por esto le corresponde con derecho su recompensa. «¿No sabéis que los que se ocupan de las funciones sagradas comen de lo ofrecido en el templo, y que los que sirven en el altar participan de las ofrendas del altar? De la misma manera, el Señor dispuso que quienes anuncian el Evangelio, del Evangelio vivan» (lCor 9,13).

3. INSISTENCIA EN LA PRECEDENTE EXHORTACIÓN (3,10-12).

10 Pues incluso cuando estábamos entre vosotros, os dábamos esta norma: el que no quiera trabajar, que no coma. 11 En efecto, nos han llegado noticias de que entre vosotros hay algunos que van por ahí dando vueltas sin hacer nada y metiéndose en todo. 12 A estos tales les ordenamos y exhortamos en el Señor Jesucristo a que, sin perturbar a los demás, trabajen y coman de su propio pan.

Cuando el Apóstol predicaba en Tesalónica, habló también de la concepción cristiana del trabajo. Entonces les propuso una norma que es de suponer que no hayan olvidado todavía los tesalonicenses: el que no quiera trabajar, que no coma. Este dicho también formaba parte de la sabiduría popular. Hay estrecha conexión entre voluntad de trabajar y el derecho al sustento. Por eso, al que no quiera hacer nada, no se le debe tampoco dar de comer. Con esta medida educativa no tardará en verse forzado a ganarse algo. La buena nueva del Evangelio no suprime las normas fundamentales y obvias de la convivencia humana. El Señor apareció en medio de este mundo. No quiso segregar a los suyos del mundo y prescribirles una existencia anormal y extraña. El cristianismo se realiza en la vida de todos los días.

Pablo ha tenido noticia de que en la comunidad hay algunos holgazanes y vagabundos que exasperan a los creyentes y perturban la vida de la comunidad. Se dedican a matar el tiempo y no sirven para nada. Cierto que de momento son sólo algunos los que viven así. Pero unos pocos que dan mal ejemplo pueden muy pronto acabar por disolver a la comunidad entera. Esto se aplica también a la comunidad cristiana. Estos gandules hacen su aparición hoy aquí, mañana allá y se meten quizás a hablar donde no se les pregunta. De vez en cuando hacen también algo si les viene en talante. Trabajos fatigosos, eso no, sino que se buscan ocupaciones que cuesten poco. Así no hacen sino haraganear y perturban la vida pacífica de la comunidad, pues exasperan a los hermanos.

No consta claramente por qué razones tales gentes se entregaron a esa vida de holgazanería. Es posible que volvieran a su antiguo estilo de vida pagano, que con arrogancia despreciaba el trabajo manual. Es posible también que debido a las fantasías sobre la próxima venida del Señor hubieran abandonado el trabajo. Si el Señor ha de venir de un momento a otro, ¿para qué se ha de trabajar? Es posible que pensaran así. Con esta manera de pensar creían a lo mejor ser incluso más religiosos y creyentes que los otros, que no obstante los rumores de la próxima venida del Señor seguían trabajando como antes. Las fantasías religiosas y la holgazanería son cosas que van muy de la mano. El Apóstol tiene que intervenir con la mayor energía con el fin de impedir que en la comunidad y en la opinión pública surjan falsas ideas sobre la vida cristiana. Falsas ideas sobre la organización cristiana de la vida son un gran impedimento para la proclamación de la verdad. Por esta razón, en virtud de su autoridad en nombre del Señor Jesucristo, imparte una orden severa a los ociosos. No habla para la comunidad. A estos vagabundos hay que llamarlos por su nombre. Quiere inculcarles seriamente su deber de trabajar. Aun en este caso en que debe dar órdenes con la mayor severidad no olvida el Apóstol que en ninguna situación deja la Iglesia de ser una fraternidad. En la Iglesia no se debe dar nunca una sentencia dura y áspera. Por esto, a la orden añade inmediatamente la exhortación paternal. No sólo deben obedecer su mandato, sino que al mismo tiempo deben aceptar consciente y voluntariamente su amonestación. Como padre y como hermano ordena y amonesta en el Señor Jesucristo.

La amonestación del Apóstol es muy enérgica y sólida. Tienen que vivir razonablemente y trabajar como es debido. Sólo así volverán a poner en orden su vida. Vivirán en paz consigo mismos y con el mundo. El que trabaja tranquilamente se integra con responsabilidad y humildemente en la sociedad humana. No pide tratos especiales ni privilegios. Con ello contribuye a un desarrollo pacífico de la comunidad y de la vida comunitaria. Una vida tranquila, ordenada y sosegada es también el mejor presupuesto para una fe viva y sana. A su colaborador Timoteo invita el Apóstol a orar por todos los que tienen cargos de responsabilidad, a fin de que pueda garantizarse esta vida tranquila: «Ante todo, recomiendo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los que ocupan altos puestos, para que podamos llevar una vida tranquila y pacífica con toda religiosidad y dignidad. Esto es cosa excelente y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador» (lTim 2,1-3).

Si se adopta esta actitud, tampoco los holgazanes, que ahora viven a costa de otras gentes, tendrán ya necesidad de molestar a nadie. Se hallarán en condiciones de vivir sin preocupaciones de lo que ellos mismos hayan ganado. La caridad cristiana se apoya en la justicia. Las gentes que son demasiado perezosas para trabajar, pero recurren a la caridad cristiana para recibir asistencia, faltan contra la justicia. Cada cual tiene el derecho y el deber de comer el pan que él mismo se ha ganado. Así es como los cristianos podrán vivir en buena armonía.

4 ALGUNAS INSTRUCCIONES PARA LA COMUNIDAD (3,13-15).

13 Y vosotros, hermanos, no os canséis de hacer el bien.

Ahora se interpela de nuevo a la comunidad entera. Con ocasión de los abusos que se habían introducido tuvo que tratar el Apóstol cuestiones fundamentales. Con toda claridad ha estigmatizado y calificado de culpa el comportamiento de algunos miembros de la comunidad. El Apóstol espera que los interesados vuelvan a entrar dentro de sí y emprendan de nuevo una vida razonable. Con todo, es posible que se haya producido malestar en la comunidad. Quizás han dicho ya algunos que han sido explotados por tales vagabundos. Pablo acaba de darles razón. Esto podría confirmarlos en su opinión e inducirlos a retraerse de los otros. Han llegado a la amarga convicción de que no es posible la caridad cristiana. Con fe en nuestro Señor Jesucristo se hacen las buenas obras. Otros ven la buena voluntad y se aprovechan de ella. Esta convicción podría inducir a una conclusión: es inútil hacer nada bueno. Debido a los desengaños podrían los buenos cristianos cansarse de practicar el amor al prójimo. Pero con ello perdería la comunidad su fuerza de irradiación. Por esto debe el Apóstol advertir a los buenos para que no pierdan los ánimos.

Si los holgazanes se hallan en aprietos debido a su actitud desacertada, la comunidad ha de seguir ayudándolos hasta que puedan de nuevo vivir de lo suyo. La comunidad no debe rehusarles este apoyo si se echa de ver la buena voluntad de los culpables. Precisamente en el momento de la conversión debe el amor desinteresado del discípulo de Cristo seguir ayudando al convertido sin considerar sus pecados pasados. Con esta sinceridad y naturalidad se siente estimulado el convertido y se le hace más fácil volver al buen camino. De tal bondad y suavidad es modelo el comportamiento del Señor mismo, que dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. Id, pues, y aprended qué significa: Misericordia quiero y no sacrificio: porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,12s).

14 Si alguno no acepta las instrucciones que en esta carta os damos, señaladlo expresamente para no tener trato con él, a ver si le da vergüenza.

Puede suceder que algunos de los holgazanes no hagan caso de las amonestaciones que ha hecho Pablo en esta carta. La vida de la entera comunidad depende del comportamiento de estas gentes, por lo cual deben ponerse en práctica las instrucciones del Apóstol. Se ve obligado a prescribir algunas medidas disciplinarias. Dado que los holgazanes perturban la vida comunitaria, deben tenerse alejados de la comunidad en tanto no modifiquen su comportamiento.

Sin embargo, a tales miembros recalcitrantes de la comunidad no deben los cristianos dejarlos abandonados. La solución más cómoda sería despreciar por flaqueza o por mal humor a esos que no hacen nada y seguir tranquilamente la vida comunitaria. La entera comunidad es responsable de todos los cristianos, incluso de los ciudadanos molestos. El Apóstol prescribe cómo debe proceder la comunidad con los hermanos recalcitrantes. A estas gentes hay que darlas a conocer. La comunidad debe saber quiénes son los que no quieren obedecer a las instrucciones del Apóstol. En efecto, éstos son perjudiciales para la vida de la comunidad, por lo cual no deben pasar desapercibidos. Incluso para la práctica caritativa de la comunidad tiene importancia saber quién pide apoyo sin necesitarlo. Los que perjudican a la comunidad tienen que sentir en su propia persona que su comportamiento es perjudicial también para ellos mismos.

Otra importante medida pedagógica es también excluir a tales gentes del ágape comunitario. En efecto, a este ágape debía aportar cada uno algo según sus posibilidades. Probablemente los holgazanes acudían siempre puntualmente sin contribuir por su parte. Esto exasperaba a los cristianos de buena voluntad. Excluir del ágape a los culpables es una medida apropiada para avergonzarlos. Les será penoso verse descartados cuando quieran participar en el ágape comunitario, precisamente porque no pueden contribuir con el pan ganado por ellos mismos. Viéndose avergonzados, es posible que en la próxima reunión se hallen en condiciones de aportar algo del fruto de su propio trabajo, que habrán vuelto a reanudar.

15 Sin embargo, no lo tratéis como a enemigo, sino aconsejadle como a hermano.

Pese a todas las amonestaciones y a todos los castigos, no deben olvidar los fieles que, con todo, deben seguir siendo hermanos de aquellos que incurren en faltas. La comunidad no debe en ningún caso transgredir los límites fijados por la voluntad de Dios. El culpable fue un día admitido en la comunidad mediante la fe y el bautismo. Los malos humores en la comunidad podrían inducir a polémicas nada cristianas. Con esto no se contribuiría a una vida comunitaria buena y sana. Sentimientos demasiado humanos y odios vulgares pueden originar acciones que desdicen de redimidos. Entonces podría también producirse una tremenda inversión de los frentes. Si los «buenos» despreciaran y odiaran a los holgazanes, como se hace con los enemigos, entonces su culpa sería más grave y más profunda que la de los holgazanes. El pecado contra la fraternidad es peor que la culpa de los holgazanes. Los hombres que provocan odios y enemistades en una comunidad son traidores a la obra redentora de Cristo: «¿Cómo eres capaz de decirle a tu hermano: Déjame que te saque la paja del ojo, teniendo tú la viga en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga del ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano» (Mt 7,4s).

5. DESEO DE PAZ (3,16).

16 Y el mismo Señor de la paz os dé la paz siempre y en todas formas. El Señor esté con todos vosotros.

Con un deseo de paz cierra el Apóstol su discusión con los holgazanes. No quiere, en efecto, tener razón por encima de todo ni imponer su opinión. Quiere abrir los corazones a la paz, que sólo Dios puede dar. Ahora bien, sólo tienen la verdadera paz los hombres y la comunidad que se abren a Dios y a su obra salvadora. Quiera, pues, Dios capacitar «siempre y en todas partes» para esta paz a la comunidad. Dios, en cuanto creador y conservador, puede indicar al hombre el debido orden de vida; por esto él, único que puede dar la paz, es el Señor de la paz (*)19. Su Hijo Jesucristo, como enviado del Padre hizo una paz definitiva con nuestro mundo. El que se pone bajo la cruz de Cristo y experimenta y acoge su poder salvífico, puede vivir en perfecta paz ya en este mundo. «Pues él es nuestra paz, el que de los dos pueblos hizo uno, derribó el muro medianero de la separación, la enemistad, y en su carne abolió la ley de los mandamientos formulados en ordenanzas, para crear en él, de los dos, un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a unos y a otros, en un solo cuerpo, por medio de la cruz, matando en ella la enemistad» (Ef 2,14-16).

Los ataques del Apóstol contra los perturbadores de la paz sólo quieren servir a la paz de la comunidad. Esto no debe olvidarlo la comunidad. Así él, pastor amoroso de las almas, quiere, al final de sus exhortaciones e instrucciones, encarecer sus buenas intenciones mediante el deseo de paz.

El Apóstol está para terminar su carta. Saluda a toda la comunidad con el saludo cristiano, que es a la vez un deseo de oraciones. En la comunidad reunida para el culto está especialmente presente el Señor. En efecto, aquí vuelve a proclamarse su Evangelio por boca de los apóstoles y de los discípulos, aquí puede él de nuevo aparecer como Señor y Maestro. Ya al comienzo de la carta había hecho el Apóstol alusión con toda claridad al hecho de que el Señor está presente en su comunidad. Este saludo, «El Señor esté con vosotros», aparece aquí por primera vez por escrito en el Nuevo Testamento. Seguramente estaba ya en uso en la comunidad -por lo menos en el culto- y durante todos los siglos seguirá siendo una pieza estable del culto cristiano.

El Apóstol añade unas palabras en que realiza ya lo que ha ordenado a la comunidad. También los holgazanes siguen perteneciendo a la comunidad, son y siguen siendo hermanos. Así desea el Apóstol que el Señor quiera permanecer con todos ellos, con los buenos y diligentes, pero también con los perezosos y negligentes. Cuando se trata de la salud de los hombres, la oración se aplica a todos sin excepción, sin distinción de personas y de práctica moral.
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La expresión «el Dios de la paz» es una designación de Dios registrada repetidas veces, que el Apóstol gusta de poner en la bendición con que termina sus cartas: Rom 15,33; 2Cor 13,11; Flp 4,9; 1Tes 5,23.
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CONCLUSIÓN DE LA CARTA 3/17-18

I. SALUDO DE PUÑO Y LETRA DEL APÓSTOL (3,17).

17 El saludo es de mi propia mano: Pablo. Esta es la contraseña de todas mis cartas; así es como escribo.

Pablo dictaba sus cartas. Esto explica también su estilo a veces desigual. Cierto que sus cartas están penetradas de tal tensión, que las pobres formas de la gramática no pueden captar la plenitud de su pensamiento. En las cartas del Apóstol podemos asistir con bastante frecuencia a su forcejeo por dar respuestas apropiadas.

Con su firma personal quiere el Apóstol asegurar la autenticidad de su carta, pero también añadir un saludo fraternal. Hasta la última línea de la carta se transparenta la actitud fundamental de fraternidad. El Apóstol, el pastor de almas, el padre y el hermano ama a sus comunidades y a los hermanos y hermanas, que como él viven «en el Señor». Pero esta vez la firma personal del Apóstol tiene una finalidad muy especial. Parece, en efecto, que hay gentes que ponen en circulación cartas atribuidas falsamente a Pablo. Así logran que sus errores sean aceptados en las comunidades. Pablo, a su vez, se ve desacreditado por estas maquinaciones. Por eso tiene que insistir en que él escribe así. Tal es su escritura personal. Otros escritos revelan la mano de los falsificadores y deberán ser repudiados por la comunidad. La comunidad debe estar muy alerta sobre todo en la lucha con los «falsos hermanos» (2Cor 11,26), que contrariamente a la tradición apostólica propagan un Evangelio bastardeado y sofisticado. Pablo recibió la revelación, por lo cual puede proclamar el mensaje en forma valedera. Quien diga otra cosa es mentiroso. «No es que haya otro (Evangelio); sino que hay gentes que os están perturbando y quieren tergiversar el Evangelio de Cristo. Pero aun cuando nosotros o un ángel del cielo os anunciara un Evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gál 1,7s).

2. BENDICIÓN (3,18).

18 La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros.

La carta pastoral del Apóstol de una de las más antiguas comunidades en suelo europeo se cierra con una bendición fraternal. Con análogo saludo comenzó el Apóstol la carta y de la misma manera la cierra también. A fin de cuentas, toda nuestra vida depende de la gracia de nuestro Señor Jesucristo. Sin Cristo no podemos hacer nada. Él nos guía, dirige y fortalece en todas las situaciones de nuestra peregrinación en este mundo. Su gracia es para nosotros consuelo en todas las tribulaciones que pueden sobrevenirnos de parte de los opresores. Por la gracia del Señor nos reuniremos un día con él y seremos liberados del juicio y de la có1era venidera. Pero la gracia del Señor indica también constantemente a la comunidad el camino recto, fortalece a los fieles, induce a los pecadores a conversión. Sólo ella puede conferir a los corazones de los hombres la verdadera paz. Así, en todas partes ejerce su influjo el poder y la riqueza del Señor.

Una vez más insiste el Apóstol en sus votos de que la gracia se halle realmente en todos los hermanos y hermanas. Con su saludo fraternal desea despejar todas las dudas, como si sus censuras se hubieran debido a irritación humana. Lo único que le interesa es abrir las puertas a la gracia del Señor.