CAPÍTULO 2
Parte segunda
VERDADEROS OBJETIVOS DE LA CARTA 2,1-3,16
I. EL ANTICRISTO Y LA PARUSíA (2,1-12).
1. UN RUEGO QUE SALE DEL ALMA (2/01-02).
1 Y ahora, hermanos, a propósito de la parusía de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, os hacemos un ruego: 2a no os desconcertéis tan pronto, perdiendo el buen sentido, no os alarméis, ...
Ahora comienza la parte principal de la carta. Ciertos abusos que se han producido en la comunidad han dado pie al Apóstol para escribir la carta. No quiere ocuparse de estas cuestiones como juez o como señor de la comunidad, sino como hermano entre hermanos. Por esto ruega a los hermanos que abandonen falsas opiniones. Pablo desea que la comunidad se decida libremente a base de un sincero acuerdo. De manera análoga escribe a Filemón: «No obstante, nada quise hacer sin tu consentimiento, para que tu beneficio no resultara como por compromiso, sino con espontaneidad» (Flm 14). En tanto hay alguna posibilidad, trata el Apóstol de resolver las dificultades en amor y confianza. El pastor de almas y servidor de la palabra deja de lado todos los sentimientos personales y naturales. Lo que le importa no es combatir una ofensa o calumnia personal; él desea más bien mantener a la comunidad en la verdad y amor de Cristo.
Circunstancias que nos son desconocidas dieron lugar en Tesalónica a gran expectación y entusiasmo en vista de la próxima venida del Señor. La sobriedad y la vigilancia -actitudes fundamentales del cristiano en el mundo- se hallan en peligro. La comunidad que suspira por el Señor será un día incorporada al cortejo triunfal del Señor en su parusía. Todos los que hayan perseverado en obediencia y amor se reunirán con el Señor y participarán en el gran cortejo triunfal al fin de los días. Así como en la vida pública los reyes y emperadores eran recibidos solemnemente a su llegada a la ciudad, así también el Señor, con su séquito y su escolta de honor, hará su ingreso en la nueva ciudad. Aquel día tendrá lugar la íntima unión, tan ansiosamente esperada, de la Iglesia con Cristo. Los tesalonicenses habían ya presenciado con frecuencia la magnificencia y el esplendor de la llegada de un rey. En tal circunstancia reinaban el júbilo y la alegría.
Corre el rumor de que está inminente el día del Señor. Este anuncio ha alarmado a muchos. Reina gran desconcierto. No se presta atención a serenas reflexiones. En la comunidad se ha producido un gozo desmesurado y extático, debido a sentimientos y excitaciones. Quizás haya que relacionar también con esto los abusos que el Apóstol ha fustigado en 3,6-16. Había quienes ya no trabajaban y se sustentaban a costa de la comunidad. Según ellos no valía ya la pena de trabajar, puesto que el Señor podía venir de un momento a otro.
En esta situación se ve el Apóstol en la necesidad de amonestar insistentemente. El estado en que se hallan las comunidades es sumamente peligroso. Aunque el cristiano suspire ardientemente por el día del Señor y tenga un vivo y ardiente deseo de unirse con Cristo, no debe, sin embargo, perder la serenidad y el buen sentido. En el desarrollo de la historia de la salud hay un orden fijado por Dios. Por esto está siempre y en todo tiempo en vigor la exhortación del Señor: «Velad, pues; porque no sabéis cuándo va a venir el señor de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que, viniendo de improviso, os encuentre dormidos» (Mc 13,35s). ¿Cómo han podido, pues, surgir tales estados de ánimo en la comunidad?
2b ... sea con motivo de una inspiración o de una declaración o de una carta que se nos atribuye sobre la inminencia del día del Señor.
Según parece, no tiene Pablo informaciones exactas sobre los antecedentes y el origen de los rumores y excesos de entusiasmo. El caso puede deberse a tres causas. Ha podido presentarse algún falso profeta asegurando haber recibido el espíritu de Dios con el encargo de comunicar a la comunidad que ha llegado ya el día del Señor. Puede tratarse también de un simple rumor. Algún miembro de la comunidad ha podido interpretar falsamente alguna frase de la tradición apostólica quizá para hacerse interesante. En efecto, nunca faltan gentes que con cálculos y reflexiones tratan de fijar el plazo de la venida del Señor. El cristiano no debe dejarse ofuscar por tales gentes que todo lo saben. Finalmente, un proceder muy del agrado de maestros del error y de «falsos hermanos» (cf. 2Cor 11,26) consiste en atribuir sus pensamientos e ideas a autoridades acreditadas de la Iglesia. De esta manera aparecen ellos mismos en la comunidad como dignos de crédito y merecedores de confianza. Entonces se extiende la opinión: Si Pablo lo ha dicho, será así. Pero al Apóstol no le importa precisamente el origen del rumor, sino el error mismo. Tiene que descubrirlo y refutarlo, con todas sus consecuencias.
2. ANTERIOR ANUNCIO DE LA VENIDA DEL ANTICRISTO (2/03-05).
El hombre tiene en lo hondo de su ser gran impaciencia por ver el fin. Quiere ver algo seguro y definitivo. Así exige la pronta conclusión de la historia. Quiere por sí mismo inducir a Dios a poner término a las cosas. En esta situación aparecen fanáticos que anuncian: Ya ha llegado el día del Señor. Pablo responde a estas gentes con un no tajante. Los espíritus exaltados en Tesalónica olvidan que antes de la venida del Señor tienen que producirse todavía otros acontecimientos. En efecto, la parusía estará acompañada de señales y acontecimientos de los que sólo tenemos noticia por alusiones. El Apóstol quiere señalar con ahinco a la comunidad el «entretanto», el espacio intermedio querido por Dios. Entre el momento presente y la venida del Señor se extiende un tiempo que hay que soportar hasta el fin con sobriedad y vigilancia. Para ello sirve de ayuda una fe que sea capaz de interpretar justamente y con serenidad los signos del tiempo.
3a Que nadie os engañe de ninguna forma.
En este mundo amenazan al cristiano muchos errores. Debe seguir por el camino recto de la verdad y del amor. Ahora bien, la mentira y el egoísmo se elevan una y otra vez en el mundo a la categoría de doctrinas. En tal situación se impone vigilancia para no dejarse arrastrar por las maquinaciones de los enemigos de Cristo. En la comunidad misma hay que procurar que nadie logre propagar doctrinas falsas sobre la venida del Señor.
3b Porque primero ha de venir la apostasía y aparecer el hombre de la impiedad, el hijo de la perdición, 4 el que se rebela y se alza contra todo lo que lleva nombre de Dios o es objeto de culto, llegando hasta sentarse en el templo de Dios, exhibiéndose a sí mismo como si fuera Dios.
Al final de los tiempos caerá sobre el mundo una gran tribulación. Sufrimientos, odio y destrucción atribularán a los hombres porque en muchos se enfriará el amor. Esta tribulación será una gran tentación incluso para los creyentes. Sólo porque el Señor abreviará este tiempo de prueba podrán resistir firmemente los santos. Muchos cristianos abandonarán la doctrina aceptada así como la nueva vida y volverán a recaer en el error y en el pecado. Revocarán su retorno a Dios llevado a cabo con obediencia de fe y abandonarán la comunidad de Cristo. La apostasía es lo contrario de la conversión, tal como la describe Pablo en la primera carta a los Tesalonicenses: «cómo, abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios viviente y verdadero, y para esperar a su Hijo cuando vuelva de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos, a Jesús, que nos libra de la ira venidera» (lTes 1,9s). Quien con desmedidas alegrías cuenta con que el Señor vuelva en el plazo mas próximo, no tiene la menor idea de la situación peligrosa y angustiosa por la que atravesarán los hombres al final de los tiempos.
La apostasía es provocada por la aparición del Anticristo. En todo tiempo han actuado ya en la historia las fuerzas y poderes del Anticristo y han inducido a los hombres a la apostasía, a la traición, a la mentira y al crimen. Pero en los últimos tiempos aparecerá el Anticristo en persona y manifestará su poder satánico.
Pablo describe al Anticristo con palabras tomadas del Antiguo Testamento (*). Daniel predijo ya del hombre de la impiedad: «Hablará palabras arrogantes contra el Altísimo, someterá a prueba los santos del Altísimo y pretenderá mudar los tiempos y la ley» (Dan 7,25). La figura siniestra de los últimos tiempos contradice radicalmente a la santa voluntad de Dios. El arrogante no de la soberbia humana tomará cuerpo en el hombre de la impiedad. Este no dado a la voluntad de Dios significa para el hombre la perdición. En efecto, el hombre se separó de Dios por su propia voluntad. El que se opone a la voluntad de Dios y deliberadamente le da un no tajante, cae en la perdición. Las maquinaciones y las acciones del Anticristo tienen por objeto oponerse al orden sacrosanto establecido por Dios en la creación. Ahora bien, como el desorden causado por el Anticristo no puede durar, él mismo sucumbirá al fin.
El Apóstol presenta en forma gráfica la naturaleza
del Anticristo mediante la descripción de sus manejos. Para ello se sirve de
nuevo de una imagen que usó el profeta Daniel aplicándola al rey impío: «El rey
hará lo que quiera, se ensoberbecerá y se gloriará por encima de todos los
dioses» (Dan 11,36) (**). La esencia del pecado del Anticristo consiste en dos
actitudes que pierden a toda criatura: Contradicci6n al orden de Dios y
complacencia propia. Así la esencia del adversario se cifra en un despotismo sin
limites. El comportamiento despótico y arrogante del adversario aparece claro en
sus maquinaciones contra Dios. Quiere derribar a Dios de su trono eterno y
constituirse él mismo en Dios. Ya en el Antiguo Testamento hubo de hablar así
Ezequiel en nombre de Dios al despótico príncipe de Tiro: «Por cuanto se
ensoberbeció tu corazón y dijiste: Soy un dios, habito en la morada de Dios, en
el corazón de los mares, yo te digo: Eres sólo un hombre, y no un dios, y te das
los aires de un dios» (Ez 28,2). Allí donde los hombres solían venerar al Dios
eterno y santo, se asienta el hijo de la perdición. Allí quiere recibir
veneración y reconocimiento de los hombres. Engreimiento, soberbia y
complacencia propia son los distintivos del hombre de la impiedad y del hijo de
la perdición. Hay que suplantar para siempre a Dios.
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* El Anticristo es una misteriosa figura
de los últimos tiempos, en la que está encarnada en forma singular el poder
hostil a Dios. El nombre de Anticristo sólo aparece en las cartas de san Juan.
Por esta figura se entienden en ellas los maestros de error de los tiempos
presentes: lJn 2,18.22, 2Jn,7; cf. 1Jn 4,3. Otros nombres de tal ser, que
dominará en los últimos tiempos, y otras descripciones de su porte y de su
acción se hallan en el Nuevo Testamento, sobre todo aquí (2Tes 2,3-12) y en las
figuras de animales del Apocalipsis (cap. 13 y 17). Toda esta representación fue
preparada o puede explicarse por textos del Antiguo Testamento (especialmente Ez
38s, Dan 7s) y por textos no canónicos afines, procedentes del judaísmo tardío.
De todos estos textos no se puede deducir una interpretación homogénea y
convincente; cada uno de ellos debe exponerse a partir de los escritos
correspondientes y de la respectiva situación e intención. Sin embargo, las
cartas de san Juan muestran ya que la idea del Anticristo podía entenderse
también en sentido histórico actual y en sentido colectivo. En san Pablo aparece
la figura del Anticristo en la temprana carta segunda a los Tesalonicenses; en
lo sucesivo no vuelve ya a utilizarla el Apóstol en la proclamación de los
últimos tiempos. Para un estudio más circunstanciado cf. J. MICHL, en J.B. BAUER,
Diccionario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1967, col 88-93; Lexikon fur
Theologie und Kirche 1, Herder, Friburgo de Brisgovia, 21957, p. 634-638 (R.
SCHNACKENBURG, K. RAHNER, H. TuCHLE), con bibliografía en ambas obras.
** En el contexto del libro de Daniel (10,1-12,13), el régimen de terror del rey
Antíoco IV Epífanes sirve de material para la representación de los
acontecimientos que preceden al comienzo de la era de la salvación.
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5 ¿No os acordáis que, cuando estaba todavía entre vosotros, os hablaba de estas cosas?
En realidad debía saber estas cosas la comunidad.
En su predicación misional había anunciado también el Apóstol la verdadera
doctrina sobre los últimos tiempos. Entonces había dicho ya que había de venir
el Anticristo y que los cristianos debían aguardar al Señor con paciencia y
vigilancia. En su predicación tuvo incluso interés en subrayar precisamente que
ningún hombre sabe la hora de la venida del Señor. Ya en la primera carta a la
comunidad había escrito en términos inconfundibles: «Acerca del tiempo y del
momento, hermanos, no necesitáis que os escribamos; porque vosotros mismos
sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá como ladrón en plena noche» (lTes
5,1-2). Ahora, sin embargo, debe amonestar a causa de sus falsas ideas a la
misma comunidad a la que poco antes había presentado como modelo de toda
Macedonia y Acaya.
3. COMPLEMENTOS NECESARIOS (2/06-12).
a) Todavía no se ha manifestado plenamente el Antricristo (2,6-7).
6 Y ahora ya sabéis lo que impide que él aparezca en su momento. 7 Porque el misterio de la impiedad está ya en acción; sólo falta que desaparezca el que hasta ahora está impidiendo.
En la memoria de la comunidad han vuelto a despertar las ideas fundamentales de la predicación misionera del Apóstol. Así puede Pablo referirse a ciertos principios de su enseñanza que sus destinatarios debían tener todavía presentes. Pero el Apóstol no vuelve a especificarlos. Así no sabemos qué es lo que impide todavía al Anticristo manifestarse definitivamente. La aparición del adversario no pertenece por tanto a la actualidad, sino al futuro, porque por el momento hay todavía algo que coarta la manifestación del Anticristo. El adversario debe, a pesar de su despotismo, obedecer a Dios. En el transcurso de la historia de la salvación tiene su tiempo el adversario. Pero sólo Dios determina en su poder el curso de la historia entera del mundo. Hasta sus mismos adversarios están en definitiva a su disposición. Así puede el cristiano vivir pacientemente en el «hoy» y hacerse perfectamente cargo del imperativo del momento. No debe perder el momento presente con devaneos por razón de sus expectativas del futuro. Todo creyente debe encuadrarse humildemente en el curso de la historia querido por Dios.
Todavía no apareció personalmente el Anticristo. Las fuerzas de destrucción del adversario están ya actuando entre nosotros. El homicida desde el principio, el padre de la mentira, vicia la atmósfera en que viven los hombres. Logrará que se apostate de Dios. Así el misterio de la impiedad está ahora ya en acción induciendo a los hombres a la apostasía.
Desde la venida de Cristo todo tiempo de la historia de la Iglesia es «tiempo final». El Evangelio se predica en todas partes, hay hombres que aceptan la palabra de la verdad y se convierten. Pero luego se dan con frecuencia apostasías; es la ruptura de la relación con Dios. En la parábola de la simiente dice el Señor que la palabra lleva fruto produciendo el ciento por uno. Sin embargo, mucha buena simiente de la palabra de Dios se echará a perder porque los hombres no aceptan radicalmente la palabra y por ello flaquean en las dificultades (cf. Mc 4,13ss).
En el tiempo final suceden siempre dos cosas: la predicación del Evangelio y la aceptación de la «ley de libertad» (Sant 2,12). «Primero tiene que ser predicado el Evangelio a todos los pueblos» (Mc 13,10). Pero luego se produce también la apostasía. Pero «el espíritu dice expresamente que, en los últimos tiempos, algunos desertarán de la fe y darán su adhesión a espíritus engañosos y enseñanzas demoníacas» (lTim 4,1). Obediencia a la fe y contradicción caen dentro de este tiempo transitorio del mundo. En toda forma de presunción y despotismo de una persona se anuncia, ya desde ahora, la acción del adversario. Este se mostrará abiertamente en el último de los tiempos hasta que el Señor lo desarme en su manifestación. El Apóstol ha indicado ya (2,6) que el Anticristo se ve todavía impedido por su contrario, por lo cual no puede todavía desplegar todo su pernicioso poder y su influencia directa. El impío es tenido a raya hasta que ]legue su hora fijada por Dios.
No tenemos noticias particulares sobre este adversario del Anticristo. Existe, sin embargo, un ser que impide al Anticristo desplegar inmediatamente y siempre todo su poder. Al fin de los tiempos será desposeído aquel que retiene -quizá con violencia- al hijo de la perdición. Entonces se agudizarán hasta el extremo los contrastes entre Dios y su adversario. Se entablará una lucha que a cada hombre exigirá una última decisión. La vida del cristiano debe ser un constante ejercicio de reconocimiento de la voluntad de Dios, a fin de que en la lucha con los poderes y fuerzas del maligno pueda permanecer al lado de Dios.
b) Aparición definitiva del Anticristo y su destrucción (2,8).
8 Y entonces aparecerá el impío, a quien el Señor Jesús destruirá con un soplo de su boca, y lo aniquilará con la manifestación de su parusía.
Luego, en el último de los tiempos podrá manifestarse el impío, porque habrá sido eliminado su adversario. Con gran énfasis dice el Apóstol: Y entonces aparecerá el impío (*). Este será el comienzo del fin. A la luz del día llevará a cabo sus maquinaciones el impío. Se impondrá. Nadie le podrá resistir. Entonces no actuará ya ocultamente contra Dios para ruina de los hombres, entonces podrá proclamar abiertamente su hostilidad contra Dios y tratará por todos los medios de hacer que los hombres se le dobleguen. Pero todo esto será una afectación pretenciosa y embustera, puesto que sólo en apariencia tendrá la plenitud del poder. El impío, que con todo su ser se alza contra Dios será vencido cuando tenga lugar la aparición del Señor. El gran tiempo del adversario en el que él se siente como Dios, tendrá un fin miserable. Cierto que, como a continuación dirá el Apóstol, hará maravillas y signos imponentes, pero será derribado, sin dificultad, por el Señor.
Con unas palabras del profeta Isaías muestra Pablo lo que ocurrirá cuando se manifieste la venida del Señor. «Herirá al tirano con los decretos de su boca y con su aliento matará al impío» (Is 11,4). El Apóstol pinta con vivos colores la aparición del Señor. Con su sola aparición convencerá ya al impío. Dios se manifiesta. Con ello es juzgada la incredulidad. Una vez que aparezca visiblemente ante todos los hombres el Señor de la vida y del mundo, no habrá ya discusión ni rebelión posible. Entonces se acabará el poder del maligno.
El más fuerte, nuestro Señor Jesús, pondrá fin al
poder desobediente, que se complace en sí mismo. Pablo, como pastor de almas,
quiere ante todo consolar; el Anticristo se hará manifiesto, pero su desastroso
dominio cesará. Y esto por la sencilla razón de que hace ya tiempo que está
quebrantado el poder de Satán, que sólo sostiene en la tierra una lucha
desesperada. Así lo vio el Señor mismo: «Yo estaba viendo a Satán caer del cielo
como un rayo» (Lc 10,18). No hay lucha entre los dos poderes. A una orden del
Señor se verá aniquilado el adversario. La palabra del Señor se demostrará de un
poder irresistible. Cuando se manifieste su venida se mostrará el Señor en su
gloria. Rodeado de luz se hará visible. La luz es el resplandor de la fuerza que
irradia. La santidad y la gloria de Dios se pondrán de manifiesto. «Su semblante
era como el sol cuando brilla en su esplendor» (Ap 1,16). Así puede el Señor en
su poder desarmar y desbaratar al adversario. Nada quedará ya del maligno y los
creyentes hallarán paz en Dios.
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* La forma de expresarse el Apóstol
subraya la intervención divina en la manifestación del impío, su aparición está
también sujeta a la disposición del Señor de la historia. En el original se usa
la voz pasiva («será manifestado»), lo cual es una forma de expresión del
judaísmo tardío, que por respeto evita pronunciar directamente el santo nombre
de Dios.
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c) Perniciosas consecuencias para los que no creen (2,9-12).
9 Aquél tendrá también su parusía bajo la acción poderosa de Satán, en forma de toda clase de poder, de signos y de prodigios mentirosos, 10 y de toda clase de seducciones de injusticia, destinadas a los que están en vías de perdición, por no haber acogido el amor de la verdad que los salvaría.
La victoria del Señor es segura. Triunfará del adversario de Dios, causante de ruina. Pero los creyentes, cuya salvación no está asegurada en el tiempo presente, deben contar con la acción perniciosa de Satán y estar preparados. Se da también la venida, o parusía, del impío. Así como Cristo aparecerá un día en poder y gloria y todos se inclinarán doblando la rodilla ante él, así también el adversario organizará una imponente aparición. Esto tendrá lugar con gran poder, pues él tiene en su apoyo a Satán. Por lo regular el Nuevo Testamento sólo habla de la gloriosa venida de Cristo Jesús exaltado y glorioso, el día del juicio. Aquí, en cambio, el Apóstol contrapone a la poderosa parusía o venida del Señor la «parusía» aparentemente poderosa del impío. El hijo de la perdición aparecerá en el poder y en la gloria aparente de Satán.
El Anticristo realizará también grandiosos prodigios con los que impondrá a los hombres. Quien se oponga o muestre una actitud crítica se verá incomprendido. El vidente de Patmos nos dejó una descripción de la poderosa manifestación del Anticristo: «Obra grandes prodigios, hasta hacer bajar fuego del cielo a la tierra en presencia de los hombres. Seduce a los que habitan sobre la tierra con los prodigios que le fue dado obrar en presencia de la bestia» (Ap 13,13s).
Signos y falsos prodigios presentarán al Anticristo como alguien que tiene poder. También los milagros de Cristo son signos. Muestran el poder salvador de Dios, que aparece claro en la acción libertadora de Jesús. Las curaciones de enfermos y las resurrecciones de muertos hacen referencia a la felicidad y gozo futuros. Así los milagros sensibilizan lo que el Señor anuncia a los hombres. Los milagros de Jesús tienen a menudo como consecuencia la fe de los testigos oculares. Los falsos prodigios y signos del Anticristo son especialmente peligrosos, porque hacen también referencia a un poder al que se puede seguir. El que se fía de estos prodigios, sucumbe a un poder aparente, que en el momento decisivo se derrumba y es la perdición para el hombre. Del cristiano se espera gran objetividad. Ha de saber distinguir entre los signos de Dios y los prodigios mentirosos de Satán. El que se fía de estos signos de poder de Satán tendrá que convencerse el día del juicio que había elegido el lado malo.
Con sus artes seductoras llamará la atención Satán y fascinará a las gentes. Todas sus demostraciones de poder, todos sus falsos prodigios y signos tienen un único fin: seducir a los hombres e inducirlos a la injusticia. Ahora bien, la injusticia por antonomasia es la oposición a la voluntad de Dios (*). Satán logrará con su poder rebelar a los hombres contra Dios. Entonces la comunidad de Dios tendrá que mostrar «la constancia y la fe del pueblo santo» (Ap 13,10).
La aparición de Cristo y la proclamación de su mensaje origina entre los hombres una separación de los campos. Frente a Cristo no pueden los hombres quedarse indiferentes: es asunto de vida o muerte. Así hay hombres que son salvados, y hombres que se pierden. Es el tiempo peligroso y trascendente de la decisión. La salvación de cada hombre en particular depende, en último término, de su posición frente a Cristo crucificado y resucitado. El mensaje del Señor despreciado y escarnecido en la cruz es para muchos espíritus fuertes una necedad más que evidente. Con confianza en sí y presunción rechazan tales hombres el mensaje de la pobreza y de la obediencia. Pero aquí está su perdición. «Realmente, la palabra de la cruz es una necedad para los que están en vías de perdición; mas para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios. Porque escrito está: Destruiré la sabiduría de los sabios y anularé la inteligencia de los inteligentes» (lCor 1,18s).
El hombre que se tiene a sí mismo por medida y criterio de todas las cosas no está ya abierto al mensaje salvífico de Dios. El padre de la mentira y homicida desde el principio -así llama la Sagrada Escritura a Satán- hace que el hombre se ensoberbezca. En esta hinchazón no presta ya atención a la predicación de la verdad salvadora. Los apóstoles están bajo el imperativo de Dios y deben anunciar este imperativo, son mensajeros de Dios que provocan una decisión y, consiguientemente, una discriminación de los hombres: «Porque aroma de Cristo somos para Dios, tanto en los que se salvan como en los que se pierden: en éstos, fragancia que lleva de muerte a muerte; en aquéllos, fragancia que lleva de vida a vida» (2Cor 2,15s). El paradero de los soberbios será la muerte. Rechazando el mensaje de salud en nuestro tiempo del mundo han repudiado la comunidad de vida con Dios por Cristo, única vida verdadera.
La realidad del amor salvífico de Dios nos viene a nosotros en la verdad del Evangelio. Amor a la verdad es amor a la buena nueva, que es, en efecto, la proclamación de Cristo, Señor e Hijo de Dios, el cual puede decir de sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). La verdad se realiza como «palabra de vida» (Flp 2,16) en el amor. Sobre esta base muestra el Apóstol cómo deben los cristianos luchar contra las falsas doctrinas: «Ya no debemos ser niños, sacudidos por las olas y llevados de acá para allá por todo viento de doctrina, cayendo en la trampa de los hombres, en la astucia que urde las artimañas del error; sino que, profesando la verdad, en amor, crezcamos en todos sentidos para él, que es la cabeza, Cristo» (Ef 4,14s). El amor a la verdad es abertura y disponibilidad para el Evangelio. El que a sabiendas se sustrae a la verdad de Dios priva a su vida de su verdadero sentido.
La aceptación de la verdad se efectúa siempre en
obediencia y humildad. Tal es la actitud de los pobres y de los niños. Cristo en
su predicación declara bienaventurados a los pobres y a los niños. Estamos
llamados a realizar esta actitud fundamental para ser así salvados.
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* Al explicar Pablo el tiempo del
Anticristo con el término de «injusticia» sigue la tradición apocalíptica del
judaísmo tardío. Esta interpreta todo el periodo que precede a la manifestación
del Mesías como «tiempo de la injusticia». Así, por ejemplo, 4Esd 4,51ss; Hen
48,7. El Mesías con su aparición será el que extirpe las raíces de la
injusticia. Cf. Hen 91,8; Salmos de Salomón 18,29.
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11 Y por esto Dios les manda una fuerza poderosa de seducción que los lleve a creer en la mentira, 12 de suerte que acaben condenados todos los que no creyeron en la verdad, sino que se complacieron en la injusticia.
La proclamación del Evangelio tiene también un reverso de la medalla. En la palabra de Dios está encerrada una fuerza poderosa que transforma al mundo. Pero al mismo tiempo provoca fuerzas contrarias. El que se opone a la fuerza de la palabra es arrastrado como por una marea por la eficaz energía del Anticristo. EL que repudia la verdad cae en el remolino de la seducción que todo lo absorbe y destruye. Cuando uno es presa de la seducción, su vida se disgrega y él se ve abocado a la muerte. En los últimos tiempos no debe uno tomar a la ligera su vida. «Mirad, pues, con cuidado cómo andáis, no como necios, sino como sabios, aprovechando bien el momento presente, porque los días son malos» (Ef 5,15s). Así Dios mismo envía la fuerza activa de la seducción, porque uno que en el tiempo de prueba no se decide por la verdad, ya está juzgado.
EL que está entregado a la seducción que se presenta y actúa en nombre del Mesías, se halla en el mundo como un navío sin brújula en alta mar. Anda errante por este tiempo del mundo y necesariamente abre sus oídos de par en par a la presunta doctrina de salvación que proviene del maligno. Ahora bien, el ser del hombre sólo puede hallar la salvación en la comunión con el Dios creador ofrecida y facilitada por Cristo. Este bien supremo es el que en definitiva se rechaza en la incredulidad y la desobediencia. A la luz de Dios es ésta la mentira que se contrapone a la verdad de Dios: «¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Mesías? Ése es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Quien niega al Hijo, tampoco tiene al Padre» (/1Jn/02/22s). EL Apóstol muestra la absurda contradicción en que se han enredado los seducidos: pretenden haber hallado a Dios y servirle, pero en realidad creen a la mentira. Con la mayor convicción siguen una doctrina errónea y se someten ciegamente a su dogma de propia fabricación.
Dios toma en serio la desobediencia de los hombres. Desestimar la invitación al amor de Dios que se nos ha hecho por el Hijo, significa condenarse uno a sí mismo. La desobediencia arbitraria del hombre se castiga ella misma. Nosotros nos hallamos ya en los comienzos del mundo nuevo. Ahora ha venido ya el juicio al mundo. En medio del tiempo del mundo lleva a cabo el Dios viviente su juicio. La consecuencia de la injusticia y del repudio de la verdad, la cual se realiza en el amor, es ya juicio. «De verdad os aseguro: quien escucha mi palabra y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna y no va a juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5,24). «El que no cree ya está condenado, por no haber creído en el nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3,18).
Para concluir contrapone el Apóstol las dos actitudes fundamentales que son posibles desde la aparición de Cristo: Creer en la verdad y gozarse en la injusticia. La humilde apertura a la verdad y al amor de Dios aseguran al hombre la salvación y, con ello, los bienes de los últimos tiempos: paz, libertad, gozo y felicidad. El repudio soberbio y pagado de sí de la oferta salvífica de Dios se convierte en condenación del injusto. Al final queda fijada su actitud. Tendrá que estar sin Dios, es decir, en eterno descontento por causa de su falsa decisión, y en eterna insatisfacción, sin gozo ni esperanza.
En estas «duras palabras» se echa de ver algo de la severidad y poder de Dios, de quien nadie se ríe. El profeta Jeremías anunció con palabras muy apremiantes la grandeza y el poder del Dios que juzga: «No hay semejante a ti, ¡oh Yahveh! ¡Tú eres grande, y poderoso es tu nombre! ¿Quién no te temerá, rey de los pueblos? Pues a ti se debe el temor y no hay entre todos los sabios de las gentes ni en todos sus reinos nadie como tú. Todos a una no son sino suma estupidez y necedad; su entendimiento, pura nada; no son más que un madero, plata laminada... Pero Yahveh es verdadero Dios, el Dios viviente y rey eterno. Si Él se enoja, tiembla la tierra, y todos los pueblos son impotentes ante su cólera» (Jer 10,6-10).
II. RUEGO POR EL VERDADERO ESPÍRITU (2, 13-3,5) .
1. ACCIÓN DE GRACIAS POR LA ELECCIÓN (2/13-14).
13 Pero nosotros debemos estar constantemente dando gracias a Dios por vosotros, hermanos amados por el Señor, porque Dios os ha escogido como primicias para la salvación por la santificación del Espíritu y por la fe en la verdad.
Después de haber presentado en forma muy seria el juicio de Dios sobre los hombres que ceden a la seducción, entona el Apóstol un gozoso himno de acción de gracias. La acción de gracias por la elección destaca más sobre el fondo obscuro de una posible sentencia de condenación y reprobación. La suerte del desobediente y la sentencia divina condenatoria hacen que resalte con más claridad la gran vocación de la comunidad. La salvación de todos los hermanos y hermanas es un motivo de gozo y de gratitud exultante del Apóstol. Éste se sirve de las mismas palabras de acción de gracias que había usado al comienzo de la carta. Pero después de lo que lleva expuesto puede explicar más profundamente por qué es «justo y necesario» dar gracias. Nuestra deuda de gratitud se hace todavía más apremiante por razón de la gracia divina que se nos otorgó sin mérito alguno de nuestra parte.
El llamamiento por gracia de Dios se expresa ya en la apremiante interpelación de que se sirve aquí el Apóstol. Emocionado presenta la situación actual con estas palabras: Hermanos amados por el Señor. El Señor nos ha otorgado su amor. Todos los que forman parte de la comunidad han acogido con humildad y obediencia esta oferta de amor y así han sido justificados en Cristo. Tal es el origen de la fraternidad. Todos los que se someten a las normas y a la voluntad de Dios son uno y forman una unidad. El amor de Dios es el vínculo que liga a todos los miembros de la Iglesia y hace que formen la familia de Dios.
Dios ha hecho a la comunidad de Tesalónica una especial demostración de gracia. Aquí fue donde, en la provincia de Macedonia se anunció y se recibió por primera vez el mensaje de salvación. Se constituyó una comunidad que fue ejemplar en su nueva vida y ofreció un modelo para la Iglesia «en todas partes» (lTes 1,8). El Señor quiere que todos alcancen la felicidad. Pero él mismo actúa en los hechos. Mediante llamamientos e impulsos especiales lleva adelante su obra salvadora. Así el llamamiento y la gracia de Dios alcanzan especialmente a ciertos hombres y a ciertas comunidades. Son elegidos y separados para un determinado servicio del testimonio o del amor. Esto se efectúa siempre con respecto a la Iglesia entera. Vocaciones especiales son gracia y a la vez encargo para particulares o para la comunidad. La de Tesalónica estaba llamada a ser un centro de irradiación de la palabra. Porque «partiendo de vosotros, la palabra del Señor ha resonado, no sólo en Macedonia y en Acaya, sino que en todas partes se ha difundido la noticia de vuestra fe en Dios, hasta el punto de no tener vosotros necesidad de explicar nada» (1 Tes 1,8). Conviene traer a la memoria el proceso de la conversión, puesto que las fuerzas de Dios están siempre en acción. Sólo el que sabe de la acción de Dios en la Iglesia, puede abrirse constantemente de nuevo a esta acción. En forma muy concisa expone Pablo los elementos fundamentales de la conversión. Contando con el conocimiento de los hechos que se tiene en esta comunidad, puede limitarse a una breve alusión.
Es fundamental para la conversión el hecho de que Dios se comunica al hombre. Entonces puede el hombre tener participación en la vida de Dios. Así el hombre que por el error y el pecado había venido a ser posesión del príncipe de este mundo, vuelve a ser propiedad de su Creador. Este hombre es una nueva creación, un hombre nuevo, que, con nuevas vestiduras, puede cantar al Señor el cántico nuevo de los redimidos. Ésta es la santificación del Espíritu. En otras cartas expuso el Apóstol por extenso este proceso: «Por medio del bautismo fuimos juntamente con él sepultados en su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva» (Rom 6,4). «De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es. Lo viejo pasó. Ha empezado lo nuevo. Y todo proviene de Dios que nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo y nos confirió el servicio de la reconciliación» (2Cor 5,17s).
La acción salvífica de Dios está en nuestro tiempo ligada al Señor Jesús. Su nombre es invocado en el bautismo; él actúa en todo el obrar de la Iglesia y da nueva forma a los hombres. La respuesta a la santificación del Espíritu es la fe en la verdad. El hombre nuevo, que ha crucificado al hombre viejo con sus vicios y concupiscencias (Gál 5,24) puede entrar con amor en la acción de Dios. En su nueva vida experimenta, con el gozo que le proporciona su acción, cuán cierta es la promesa del Señor: «El que practica la verdad, se acerca a la luz» (Jn 3,21). Cada vez más y con menos reservas se entrega a la palabra del Evangelio. El corazón se ve liberado y purificado de todo egoísmo y de toda soberbia, de modo que Dios, por Cristo, puede llenar el corazón del hombre nuevo y residir en él.
14 Para esto os llamó por medio de nuestro Evangelio: para que logréis la gloria de nuestro Señor Jesucristo.
En la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo. Éste habló a los hombres. Dio a sus apóstoles el encargo de transmitir la palabra de la verdad. «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16). Este encargo incluye para el apóstol no sólo el derecho, sino también el deber de hacer notar que su palabra obliga. El mensaje de Cristo adquiere vida en la Iglesia mediante la predicación de los apóstoles y quiere alcanzar a todos los hombres. El anuncio de la buena nueva hace que se oiga la voz de Dios. Frente a las palabras de los hombres se alza la palabra eterna y obligatoria de Dios, que debe aceptarse con fe. «Por esto, también nosotros continuamente damos gracias a Dios; porque, habiendo recibido la palabra de Dios predicada por nosotros, la acogisteis, no como palabra humana, sino -como es en realidad- como palabra de Dios, que ejerce su acción en vosotros, los creyentes» (lTes 2,13).
Mediante la aceptación de la «palabra de vida» recibe el hombre la salvación. El fin es alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo. El Apóstol preferiría, con mucho, morir y estar ya totalmente con Cristo en consumación eterna. Todo su anhelo es la unión definitiva con Cristo. Así habla constantemente de la comunión en Cristo y con Cristo, con palabras llenas de nostalgia y entusiasmo. Con la muerte y resurrección del Señor se hizo manifiesta esta obra de gracia de Dios. Cristo, el hombre humillado, al que habían perseguido y dado muerte los opresores, ha sido acogido en la gloria del Padre. Ha recibido su fuerza y su poder y es ya la cabeza y la consumada perfección del mundo. Hacia esta consumación nos dirigimos nosotros.
Éstas son palabras de gran consuelo para la comunidad de Tesalónica. Esta se halla en el período de su pasión y debe recorrer el obscuro camino de la pasión del Señor. El camino para seguir a Cristo está sujeto a leyes misteriosas que humanamente son difíciles de comprender. El Señor resucitado hubo de indicar este camino del Mesías a los discípulos de Emaús que, desalentados y malhumorados, querían volverse a casa: «¡Oh, torpes y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera esas cosas para entrar en su gloria?» (Lc 24,25s).
2. EXHORTACIÓN A SER CONSTANTES (2/15-17).
15 Así, pues, hermanos, manteneos firmes y guardad las tradiciones que habéis aprendido, ya de palabra, ya por carta nuestra.
Condenación y glorificación son las dos posibilidades que se ofrecen al hombre al final de los tiempos. En el camino de la peregrinación nadie está todavía seguro de la salvación. En un tiempo de apostasía, de inquietud y de falsas doctrinas está el cristiano constantemente en peligro. También puede recibirse la gracia en vano, como deberá comprobarlo tristemente el Apóstol (Cf. 2Cor 6,1). La salvaguarda de la nueva vida en nosotros y en nuestros hermanos está confiada a nuestra responsabilidad. Nadie puede descuidar o menospreciar en su vida la gran oferta salvadora de Dios. Cada cual debe despertar y ahondar la responsabilidad de su fe. El cristiano debe mantenerse firme y, ante todas las luchas, vejaciones y artes seductoras del mundo y del hijo de la perdición, resistir fielmente en su puesto. En este mundo deben contar siempre los hermanos con luchas, en las que deben dar prueba de constancia. «Solamente, llevad una vida digna del Evangelio de Cristo, para que, ya sea que vaya a veros, ya sea que esté ausente, oiga yo decir de vosotros que estáis firmes en un solo Espíritu, luchando a una por la fe del Evangelio, sin dejarnos amedrentar en nada por los adversarios, lo cual es para ellos indicio cierto de perdición; pero para vosotros, de salvación. Y esto procede de Dios» (Flp 1,27s).
El Apóstol describe ahora muy concretamente lo que entiende por constancia cristiana. El amor a la verdad se muestra en la fidelidad a la tradición que la comunidad tiene recibida del Apóstol. Es que la verdad transmitida por tradición no es palabra de hombres, ni tampoco opinión privada del Apóstol, sino palabra de Dios. Ahora bien, la palabra de Dios que nos ha sido transmitida no está a nuestro arbitrio, de modo que podamos quitar o añadir a nuestro talante. La comunidad debe someterse con obediencia a la palabra. Entonces se mantiene fiel al mensaje de Cristo. «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié y que recibisteis, en el cual os mantenéis firmes, y por el cual encontráis salvación, si es que conserváis la palabra que os anuncié» (ICor 15,1s). El Apóstol mismo, en su calidad de mensajero de Cristo, está totalmente obligado a la tradición: «Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí...» (lCor 15,3).
La instrucción apostólica en la tradición se efectúa en dos formas: en la predicación y en los escritos pastorales. El Apóstol llegó a la ciudad y anunció allí por primera vez el nuevo mensaje. Hubo gentes que creyeron. Así surgieron las comunidades. Con sus cartas hubo Pablo de seguir instruyendo en la fe las comunidades recién fundadas y tener a raya eventuales errores o abusos, cuando él mismo o sus colaboradores no podían visitar personalmente las comunidades. A este género de los escritos pastorales debemos nosotros el Nuevo Testamento. Éste contiene por escrito la tradición del mensaje salvador de Dios en Jesucristo.
16 Y el propio Señor nuestro Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos amó y nos dio, en su gracia, una consolación eterna y una maravillosa esperanza, 17 consuelen vuestros corazones y los afiancen en toda obra buena y palabra buena.
Ahora bien, el anuncio del mensaje de salvación no es una comunicación impersonal. Se efectúa siempre con entrega personal. Así, en el mensaje de salvación que nos transmiten los escritores bíblicos, están incorporadas también las peculiaridades personales.
Transmisión y tradición es una confesión enteramente personal de la palabra de Dios. Los escritos del Apóstol son escritos de profesión de fe. Su modo ejemplar de vivir hace creíble la buena nueva. Pablo, pastor de almas, añade inmediatamente a la exhortación a la fidelidad una oración por la comunidad. Dios mismo ha de sostener con su fuerza este empeño y la buena voluntad de la Iglesia. Un colaborador del Señor debe constantemente tener presentes en sus oraciones a las comunidades, a fin de que la obra comenzada pueda también llevarse a término.
El Apóstol presenta su oración en forma solemne. Es probable que aquí utilice un modo de hablar usado ya y consagrado en el culto de la Iglesia primitiva. Así rogaban las comunidades unas por otras. En esta forma de plegaria se halla el nombre de Jesucristo al principio de la intercesión. El Apóstol quiere subrayar aquí la economía de la salud. Sólo por Cristo llega el cristiano al Padre. Del Padre recibimos amor, consuelo y esperanza, pero esto siempre por Jesucristo. Así se sitúa él siempre entre nosotros, los hombres, y el Padre como mediador y salvador. Aquí -en una de las cartas más antiguas del Nuevo Testamento- confiesa Pablo la divinidad de Cristo. A él nunca le cupo la menor duda de que el Hijo de Dios había venido al mundo y que así podía realmente otorgar a los hombres vida y salvación.
Nuestra salvación se basa en el amor del Padre. Este amor puede experimentarlo la comunidad en toda tribulación. Lo recibimos con nuestra vocación. Luego, una y otra vez con las diferentes mociones de su gracia. El amor de Dios se manifiesta también en el hecho de que Dios se abre a los pecadores y les muestra un nuevo modo de vida lleno de sentido. Signo de verdadero amor es la buena disposición para hacerlo todo por el amado. Dios nos mostró su amor en su Hijo, que dio su vida por sus amigos. En este amor de Dios puede el hombre cobrar alientos y regocijarse.
El amor de Dios se realiza en consuelo y esperanza. Precisamente mediante la verdad transmitida por tradición recibimos fuerzas para mantenernos firmes en nuestro estado. «Todo lo que se escribió previamente, para nuestra enseñanza se escribió, a fin de que, por la constancia y por el consuelo que nos dan las Escrituras, mantengamos la esperanza» (Rom 15,4). El cristiano recibe un consuelo permanente levantando los ojos a Dios, que otorga su amor. Así cobra sentido toda su existencia. Todas las cuestiones apremiantes reciben respuesta si se miran en el sentido de Dios. El que presta oído a la palabra de la tradición ve con claridad, comprende el tiempo y sabe del futuro. Permanece en la situación presente, en medio de su dureza. Es que para él todo es sencillamente tránsito para pasar a la unión definitiva con Cristo. Todo cobra sentido si se piensa que un día tendrá lugar la reunión con Cristo. Así el «Dios de todo consuelo» (2Cor 1,3) otorga al hombre el único consuelo verdadero.
El cristiano se consuela mirando al futuro. Todo acabará bien. En la gracia y en el amor de Dios tenemos ya desde ahora una prenda de la gloria futura. Pero al fin seremos acogidos en los esplendores de su gloria. Esta mirada al futuro es la esperanza del cristiano, que lo alegra en el tiempo presente.
En el consuelo y la esperanza son fortalecidos los corazones de los creyentes. Ya no tienen por qué desanimarse. Quizá muchos hombres no entenderán esta forma de vida. Nada puede quitar en realidad la alegría al creyente, aunque, al parecer de las gentes que aprecian su vida con los criterios de este mundo, no tenga motivos para reir. En este gozo profundo era el Apóstol modelo para su comunidad. «Lleno estoy de consuelo y me desbordo de alegría en toda clase de tribulación nuestra» (2Cor 7,4).
En esta fuerza y en esta alegría que viene del Señor puede el cristiano cumplir el mandato de Cristo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Esta actitud se pone de manifiesto en la obra buena y en la palabra buena. La vida cristiana no se realiza con esfuerzos convulsos de la voluntad. El amor de palabra y de obra es más bien fruto de un corazón consolado, esperanzado y gozoso. Así el Apóstol pide primero en su oración los fundamentos de una fe auténtica, sana, y sólo después la debida actitud de palabra y de obra.