CAPÍTULO 1
Introducción
COMUNIDADES EN PELIGRO
1. ¿A quién escribía el apóstol Pablo la primera carta a los tesalonicenses? A una comunidad de la diáspora, que es aún inestable, que está asediada y en peligro; a la comunidad de Tesalónica (la actual Salónica, en Macedonia), hacia el otoño del año 51 después de Cristo. Nuestra carta es una carta apostólica; come tal, tiene algo importante que decir a toda la Iglesia y a la vida eclesial de todos los tiempos; es palabra de Dios dirigida especialmente a aquellas comunidades cristianas que tienen que vivir en medio de un ambiente no cristiano. La Iglesia primitiva estaba constituida por pequeñas comunidades fraternas, rodeadas de un ambiente pagano y esparcidas por todo d mundo, entre todos los pueblos y naciones, sin poder externo, pobres y débiles, pero llenas, interiormente, de esplendor. A estas comunidades, del pasado, del presente y del futuro, tiene algo que decirles nuestra carta: va dirigida a cristianos que viven en situación precaria, a una comunidad que (a) por ser de reciente fundación es aún pequeña e inestable, que (b) está en peligro, porque está rodeada de un ambiente adverso y que (c) padece persecución y sufre tribulación a causa de su fe.
a) La comunidad de Tesalónica era una comunidad pequeña y aún inestable, fundada pocos meses antes (tal vez en la primavera del año 51). Unos quince años después de su vocación a las puertas de Damasco (hacia el año 34), Pablo, junto con Silvano y Timoteo, se había puesto en camino para realizar un avance decidido en terreno pagano y organizar -después de Jerusalén y Antioquía- un tercer círculo misionero en la parte europea del Asia Menor, del que Éfeso sería más tarde el centro (Act 15,36-18,22). Procedente de Filipos, Pablo y Silvano, con su ayudante, Timoteo, habían puesto en Tesalónica los cimientos de una comunidad: unos pocos judíos y una gran multitud de paganos que, «temerosos de Dios», acostumbraban a frecuentar la sinagoga (Act 17,2ss), habían venido a la fe (1,6ss) y se habían convertido (1,9). Pero le faltaba a la comunidad aquello de que carecen tan a menudo nuestras comunidades de la diáspora: una instrucción fundamental y constructiva, una catequesis dirigida a aquellos que están en camino hacia una fe consciente y personalizada. Hay que completar la conversión y robustecerla con una pastoral adecuada. Pero el trabajo pastoral de Pablo y Silvano se vio interrumpido bruscamente (cf. 2,7-12), porque los judíos que no se habían convertido consiguieron movilizar contra los dos misioneros al pueblo y a las autoridades de la ciudad. Tuvieron que abandonar la ciudad por la noche (Act 17,5-10) y hasta el momento no habían encontrado ocasión de volver allá (2,18; 3,6). Por eso está Pablo seriamente preocupado por la comunidad; teme incluso que la comunidad se haya ido a pique durante los meses transcurridos desde su partida (3,5-8).
La preocupación por la comunidad atenazaba a Pablo de tal forma que no podía ya más (3,1); vivir bajo el peso de esa preocupación no era vida (3,8). Pablo sabe a cuántas deficiencias hay que acudir en los cristianos recién ganados (3,10) y cuán necesitada está de fortalecimiento (3,2.13) y de la gracia de la perseverancia (5,23s) la fe recién adquirida. Por ello, escribe su carta, lleno de preocupación pastoral, a una comunidad incipiente e inestable.
b) Los avatares de la época lanzaban a los hombres de un lado para otro. Un comercio a escala mundial y una extraña inquietud contribuían a hacer de los hombres seres vagabundos y desenraizados. Así sucedió que, pronto, en ciudades pequeñas y grandes, surgieron pequeñas comunidades cristianas inmersas en un ambiente pagano. Pero los hombres que «no conocen a Dios» (4,5) viven necesariamente según leyes vitales diversas de aquellas que guían a los cristianos, que se han convertido a Dios, «abandonando los ídolos para servir al Dios viviente y verdadero» (1,9). La exigencia fundamental que se impone a un cristiano recién convertido y rodeado de un ambiente pagano es ésta: ser diverso. Pablo sabe que el cristiano, después de su conversión y del bautismo, sigue estando en peligro. Si se le deja sin ayuda corre el peligro de recaer en su vida anterior a la conversión, en las costumbres de su ambiente. Necesita que el Señor le conforte (3,12s) y que Dios le custodie (5,23s), para no sucumbir ante tales pruebas. Pablo es plenamente consciente de que los vicios característicos del antiguo paganismo: lujuria e injusticia, siguen constituyendo, para los cristianos recién convertidos, un peligro del que hay que avisarles (4,3-8). El ambiente circundante puede adormecer de tal modo la conciencia cristiana, que lleguen a considerarse el sexto y el séptimo mandamientos como algo que ya no obliga (4,8); incluso los principios fundamentales pueden llegar a vacilar. Pablo aprovecha la ocasión que se le ofrece para advertir de este peligro.
En Tesalónica había también hermanos perezosos que preferían andar todo el día merodeando por la plaza, discutiendo, antes que ocuparse de mantener en orden su vida personal y familiar (4,11s; 2Tes 3,6-15). Hay en la comunidad individuos «inquietos» (5,14), a los que hay que amonestar continuamente; hay también hermanos «débiles» (5,14), a quienes hay que instruir y ayudar sin cesar; «tímidos» (5,14) y «tristes» (4,13; cf. 4,18; 5,11), a quienes es necesario dar ánimos. Pablo tiene en cuenta la envidia (5,12), el mal y las rivalidades (5,15), las imperfecciones en el amor (3,12). Sabe que una comunidad de la diáspora tiene deficiencias morales (3,10) y aún no ha llegado a la plenitud (3,12; 4,10; 5,23). Los cristianos siguen siendo hombres, y los cristianos que viven en la diáspora son frágiles. No hemos de idealizar la comunidad de Tesalónica, si queremos entender las exhortaciones de Pablo. Los cristianos de Tesalónica se parecen a nosotros en más de un aspecto: en su fragilidad, en sus debilidades y en el peligro que corren.
c) Pablo sabe además que la comunidad padece tribulación y está perseguida. Este fue su destino desde el principio (1,6; cf. Act 17,5-10) y tenía que seguir siendo así después de la huida de los misioneros (2,14; 2Tes 1,4). Ése es el destino de la Iglesia en este mundo, desde el principio (2,14). Pablo ve en esos aprietos la voluntad de Dios. Es la suerte de los cristianos en el tiempo final, en los últimos días (3,3s). Tras todos estos ataques está Satán; el es su verdadera causa (3,5; cf. 2,18). Por eso son tan peligrosos y por eso hay que preocuparse por la firmeza de la comunidad (3,5.8), para que sea sostenida (3,13) y custodiada (5,23). Estos ataques pueden constituir una auténtica tentación para la comunidad (3,5). Una comunidad en apuros está en grave peligro.
2. ¿Quién puede ayudar a una comunidad de la diáspora, inestable, en peligro y en tribulación, sin pastor? Del único de quien Pablo espera ayuda para que la comunidad permanezca firme en la fe es de Dios, que llevará a la plenitud la obra (5,24) que comenzó cuando los llamó al estado de cristianos (1,4; 4,7; 5.24); de Dios (4,9) y de Cristo, que hará que el amor fraterno crezca en el seno de la comunidad (3,12s), y también del Espíritu Santo, que mantiene viva la esperanza en la comunidad (5,19ss) y obra la santificación (4,8; 5,23; 2Tes 2,13). La gracia que Dios derrama en la comunidad puede resumirse en esto: fe, amor, esperanza; esto es lo que puede mantener en vida a una comunidad pobre, en peligro y atribulada (1,3; 5,8, cf. 3,6). Pablo, como pastor de almas, atiende a aquello que constituye la esencia de la comunidad; pone de relieve lo más importante.
a) Ser cristiano es, en pocas palabras, «tener fe» (cf. 3,5.7s.10). Cuando se enumeran los rasgos distintivos de una comunidad, hay que poner siempre en primer lugar la fe (1,3; 3,6). ¿Cómo es esa fe, que es capaz de suponer todas las contrariedades y de convertir en firme (cf. 3,8) a una comunidad débil?
La fe a que se refiere Pablo incluye en sí la conversión, abandonar los ídolos y convertirse a Dios (1,9). Nadie es cristiano en sentido pleno si no se vuelve hacia Dios con fe y se aparta del pecado. «El que creyere y se bautizare se salvará», dice el Resucitado (Mc 16,16). Y Pedro, en el primer sermón de pentecostés, dice lo mismo: «Convertíos y que cada uno de vosotros sea bautizado en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Act 2,38). Esa fe, que incluye una auténtica conversión, toma, al pasar a la vida, la forma de servicio; la conversión se concreta en un servicio a Dios (1,9), que abarca toda la vida. Esto se debe, en último término, a que la fe, cuando llega a su plenitud, incluye ya el amor. Por eso se la puede equiparar casi con el amor (3,10 y 3,12) y por eso se nombra siempre a ambos íntimamente unidos (3,6). Esa es la razón por la cual una fe impregnada de amor es como una «coraza» (5,8).
La fe a que se refiere Pablo es una fe ágil, siempre activa (1,3). Es una fe que es don del Espíritu de Dios, es una fe de carácter pneumático (lCor 12,9). La fe animada por el Espíritu puede mover montañas (lCor 13,2) y hace posible lo imposible: «A los que creyeren, acompañarán estos milagros: en mi nombre lanzarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, podrán tocar las serpientes y si algo venenoso bebieren no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados» (Mc 16,17s), la fe de la que habla Pablo se manifiesta en servicios espirituales (5,9-22). Es una fe «fervorosa de Espíritu» (Rom 12,11). Esa fe, que se hace servicio, edifica la comunidad (cf. 5,12s) y supera todos los obstáculos. Se llega a esa fe por el «poder del Espíritu Santo y convicción profunda» (1,5). Es una fe decidida y llena de la «alegría del Espíritu Santo» (1,6); de esa alegría brota, sin cesar, un himno proselitista.
El medio más eficaz de que dispone la fe es la palabra espiritual. Esa palabra, impregnada del Espíritu (1,5; 2,1), puede despertar la fe y contribuir a edificar la comunidad (2,7-12; 3,10; 5,12s). Gracias a su fuerza interior produce su efecto en los corazones de los fieles (2,13a). Da fuerza a los débiles y a los vacilantes (3,2; 5,14); anima a los tímidos (3,2; 4,18; 5,11.14). No hay nada mejor que la palabra de la fe, que es eficaz en el Espíritu, para dar apoyo y firmeza a los débiles y a las comunidades que están en peligro.
Si observamos lo que sucede a Pablo, caeremos en la cuenta de que la fe viva es clarividente. Pablo ve todas las cosas y todos los acontecimientos a la luz de la fe. Bajo esta luz aparece la gloria que rodea incluso a las comunidades más pobres de la diáspora, que están «en Dios Padre y en el señor Jesucristo» y representan a la Iglesia, el pueblo elegido de Dios del final de los tiempos (1,1). La fe sabe mirar tras la pantalla; no deja que las pequeñeces y las debilidades le oculten la vista de la gloria de las obras de Dios. Con la mirada de la fe uno ve a sus hermanos como amados por Dios, elegidos (1,4) y llamados (2,12; 5,24). Bajo el sol brillante de la mirada de la fe desaparece el desaliento, que sólo es capaz de prestar atención a las propias miserias. Esa mirada descubre también la lucha entre Dios y Satán. Quien no ve que Satán es quien está tras todas las persecuciones es necio y no entiende bien las cosas (2,18; 3,5). Pero la fe sabe que Dios es más poderoso que Satán (3,11) y su anticristo (2Tes 2,3.8); la fe se da cuenta de que Dios, Cristo, el Espíritu Santo, actúan en el seno de la comunidad. Dios es quien ha elegido a los creyentes desde toda la eternidad (1,4) y los ha llamado al estado de cristianos (1,4; 4,7; 5,24), quien los llama a su reino esplendoroso (2,12). Dios mismo actúa en su palabra (2,13; 4,9). Santifica a los creyentes y los custodia (5,23), dándoles el Espíritu Santo (4,8; 5,23; 2Tes 2,13). Llevará a plenitud lo que ha comenzado (5,24). Toda la plenitud de la comunidad, todo progreso en el amor, procede de Dios (3,12), que da fuerzas y custodia con su gracia (3,13). El Espíritu Santo es quien actúa en los carismas y en los servicios que se dan en la comunidad (5,19-22). Así, la comunidad, en medio de su pobreza y fragilidad, y en medio de todas las asechanzas de Satán, está circundada y empapada por el poder de la gloria de Dios y de Cristo en el Espíritu Santo. Quien mire a la comunidad con la misma mirada de fe con que la mira san Pablo, no sentirá nunca el desaliento ni será nunca tímido.
b) Una comunidad de la diáspora tiene toda su fuerza moral en el amor fraterno. El amor fraterno es lo primero que Dios, como maestro de la vida interior, enseña a los fieles en su corazón (4,9). El amor fraterno es el principio de la unidad y el orden en la comunidad. El amor fraterno se orienta siempre a la unidad; él es quien regula las relaciones de los miembros de la comunidad entre sí y con sus dirigentes (5,12ss). Él es el vínculo entre el apóstol y su comunidad (3,6.12). Él es la fuerza que arrastra a los inquietos a la penitencia y vence el pecado, la fuerza que anima a las tímidos, sostiene a los débiles, da paciencia y vence el mal con el bien (5,14s). El amor da fuerzas para ese esfuerzo penoso (1,3) que es necesario para mantener en marcha la vida de la comunidad (5,12).
El amor fraterno de la comunidad se desborda y se extiende a todos los hermanos en la fe (4,10). Así ayuda a conservar la unidad entre la comunidad y los cristianos que viven dispersos. Pero este amor no excluye a los que no creen (3,12; 5,15). El amor es el que da fuerza a los corazones; toda santidad es, en último término, amor (3,13). Una comunidad de la diáspora no tiene más remedio que ser una comunidad fraterna; en caso contrario, pronto dejará de ser comunidad cristiana.
c) Por último, está la esperanza (1,3; 2,19; 4,13; 5,8). Es una fuerza especialmente activa en una comunidad atribulada.
Pablo entiende la esperanza como una «espera» viva del Señor (1,10). La espera del Señor es una espera amorosa. Se anhela con ansia la llegada del Señor. Estar «junto al Señor» es el compendio de la bienaventuranza (4,14.17; 5,10). Lo que uno desea, lo cree de buena gana. Quien suspira con amor por la llegada del Señor espera que llegue pronto, cuenta con que está ya cerca. La proximidad con que los primeros cristianos esperaban la llegada del Señor denota mucho amor. Pero esta espera de una parusía próxima no era sólo un deseo; descansaba sobre indicios claros. Dos experiencias de fe permitían creer que el fin estaba ya próximo.
La fe muestra que el Señor, cuya parusía esperamos, ha resucitado ya como «primicia de los dormidos» (Col 1,18). La resurrección es el principio del fin; con ella «ha comenzado ya el futuro». Es ya visible la luz del último día (5,4). Los creyentes pertenecen ya al «día», a la «luz» (5,5.8). La espera cristiana de una parusía próxima está enraizada, pues, en lo que ya se ha cumplido: en la resurrección del Señor (1,10; 4,14; 5,10). Una comunidad que cree en la resurrección de Cristo es consciente de que, substancialmente, el fin está ya muy «próximo», de que, existencialmente, está ya casi tocando el fin. Dios ha comenzado ya su gran acción definitiva y la llevará pronto a plenitud. Con la resurrección de Jesús ha comenzado la nueva era. Ya no es posible representarse como «lejano» lo que ya está ahí y es, esencialmente, algo próximo. Pero también de otro modo experimenta una comunidad atribulada la proximidad del fin: por la tribulación que padece (1,6; 2,14; 3,3ss; 2Tes 1,4). Esta tribulación es un signo de los tiempos, porque «ha llegado el tiempo de comenzar el juicio por la casa de Dios» (IPe 4,17). Pablo sabe que el juicio de Dios ha comenzado ya (2,16). Así, también las dificultades temporales actuales nos enseñan a estar atentos al Señor, que está ya cerca (1,3) y «nos salvará del castigo futuro» (1,10; c£. 5,9; 2Tes 1,10). Pablo, a la luz de las palabras del Señor, ve en las persecuciones que padecen él y la comunidad la «gran tribulación» (Mc 13,24) que ha de preceder al fin. Esa tribulación ha sido para los cristianos, desde siempre, un indicio de la «proximidad» del Señor. Esa proximidad no hay que entenderla solo temporalmente, aunque sea también temporal, pues si bien es cierto que Cristo irrumpirá en el tiempo en un momento determinado, lo es también que ya ahora ilumina la historia desde más allá del tiempo y de la historia. Desde su eternidad, desde el más allá, el Señor está «próximo» a todo instante del tiempo que transcurre entre su ascensión a Ios cielos y su parusía. Esta proximidad crece a medida que aumenta la tribulación escatológica. Las épocas de persecución nos acercan a Cristo en forma especial; en ellas el Señor se acerca prometedoramente a los suyos, dándoles gracias y ayudándolos. Por eso pudo decir el primer mártir de la Iglesia: «Estoy viendo ahora l1os cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (Act 7,56). En este sentido, en cuanto dispensador de gracias, Cristo no está igualmente «próximo» a toda época. En este sentido, las épocas de persecución tienen un derecho especial a la proximidad del Señor. El testimonio que Pablo da en las cartas a los tesalonicenses es, pues, un testimonio profético que brota de la experiencia de la persecución. Es el testimonio de un hombre que, mientras padece martirio, ve los cielos abiertos y al Señor cerca. No hay duda de que Pablo entendió también temporalmente la proximidad del Señor. La posibilidad de que el Señor venga pronto nos exige «estar siempre preparados», pues «nadie conoce el día ni la hora» (Mc 13,21). Lo fundamental es que estemos siempre preparados, que mantengamos una postura de vigilancia y de serenidad (5,1-11). En la parusía del Señor hemos de presentarnos ante él «irreprochables» (3,13; 5,23); la espera del Señor constituye un poderoso acicate. La espera de la parusía próxima del Señor nos impulsa a estar siempre preparados; la espera de una parusía inmediata, en cambio, que se funda en la supuesta certeza de la inminencia de la parusía (2Tes 2,1s), es incompatible con la incertidumbre de la hora. No, nadie tiene certeza. Pero nadie podrá hacerle reproches al amor si éste no se limita a ser consciente de que el Señor, a quien ama y espera ansiosamente está ya «próximo», sino que va más allá, y espera y desea y, arrastrado por su ansia amorosa, cuenta incluso con que el Señor tal vez venga mientras aún estamos en vida (cf. sobre todo 4,15.17).
El Señor, al venir, nos traerá la plenitud de la salvación. La parusía es para los cristianos una gran fiesta triunfal (4,13-18; 2,19s; S,9ss). Entonces se hará realidad nuestra esperanza: estaremos «junto al Señor» (4,14.17; 5,10). Cuando esta esperanza es algo vivo, sobre la vida de la comunidad se derrama un caudal de fuerza, de consuelo (cf. 4,13. 18; 5,11) y, ante todo, de constancia capaz de superar todas las pruebas (1,3).
ENCABEZAMIENTO 1/01
1. REMITENTE Y DESTINATARIO (1,1a).
1a Pablo, Silvano y Timoteo...
Pablo, Silvano y Timoteo escriben esta carta conjuntamente. El Señor había enviado a sus apóstoles (Mc 6,7) y discípulos (Lc 10,1) de dos en dos, porque, según el derecho veterotestamentario (Dt 19,15), se requerían dos o tres testigos para acreditar una verdad. Una carta con tres remitentes, bien acreditada, es un escrito oficial: ha de comunicársenos algo oficialmente de parte de Dios y se nos dan garantías solemnemente. Se nos invita así a aumentar nuestra atención; no podemos limitarnos a leer la carta por encima... ¿Quién es el que nos habla? El apóstol Pablo aparece en primer lugar. A las puertas de Damasco el Señor se le había revelado directamente y le había enviado 1. Recordándolo puede escribir: «No nos proclamamos a nosotros mismos, sino que proclamamos a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús. Y el mismo Dios que dijo: "Que del seno de la tiniebla se encienda la luz", se ha encendido en nuestros corazones al resplandecer el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en Cristo» (2Cor 4,5s). Aquel día se repitió en Pablo lo que había sucedido cuando Dios creó la luz (Gén 1,3). Pablo nos habla iluminado por esta luz de la revelación; brilla en todas sus palabras. ¿Cómo podemos entender lo que dice? Sólo es posible entenderlo si brilla en nosotros la misma luz de Dios. La luz proviene de la palabra de Dios. Dios nos habla en primer lugar mediante la predicación luminosa de la Iglesia, pero nos habla también directamente, en el corazón, mediante el Espíritu Santo, mediante su luz interna, cuyo objetivo es iluminar desde dentro las verdades de la fe. Dios nos habla desde fuera y desde dentro: para entender lo que alguien nos dice iluminado por la luz divina de la revelación es preciso que esa misma luz de Dios 2 ilumine nuestro interior.
Pablo tomó a Silvano como compañero en su gran viaje misionero. ¿Por qué? Pablo no había visto los milagros del Señor ni había escuchado sus palabras, tampoco podía dar testimonio como testigo ocular, como lo dieron los primeros apóstoles3, de la resurrección al tercer día. Por esa razón debía intentar4 enlazar con Pedro y los demás discípulos del Señor y recibir de ellos lo que ellos enseñaban 5. La elección de Silvano era muy a propósito para dar testimonio de esa tradición antiquísima de la Iglesia, pues había formado parte del núcleo dirigente de la comunidad primitiva de Jerusalén, era hombre de confianza de los doce y se le contaba en el número de los primeros profetas cristianos 6. Tenía, pues, títulos especiales para enseñar e instruir. Podemos estar seguros de que lo que Silvano nos testifica procede de la Iglesia, tiene tras sí el testimonio de los primeros apóstoles, del colegio de los doce, y nos enlaza con Jesús mismo. La carta sitúa nuestra fe sobre la base de los apóstoles, sobre la misma base que soporta el edificio de la Iglesia. El mensaje de la fe nos llega de primera mano.
Ambos misioneros mencionan a su lado,
fraternalmente, a su fiel «colaborador» Timoteo 7 (Act 19,22). Entre los tres
remitentes y entre ellos y la comunidad reina una cordialidad que nada empaña.
Pablo puede prescindir de su título de apóstol; frente a los tesalonicenses no
necesita insistir en su autoridad apostólica. Únicamente el orden en que
aparecen los nombres insinúa ligeramente que la posición de los tres no es la
misma. Cuando reina el amor fraterno no es necesario poner de relieve la
posición ni la autoridad; sólo hay que insistir en la autoridad cuando las
pendencias o los falsos maestros la ponen en cuestión. Los cargos y las tareas
aparecen en la Iglesia como servicios, según la norma del Señor: «Si alguno
quiere ser el primero, hágase el último de todos, el servidor de todos» (Mc
9,35).
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1. Cf. las narraciones de Act 9,1-18;
22,5-21; 26,12-18 y también Gál 1,1.16.
2. Puesto que Pablo era apóstol, las revelaciones que le fueron hechas en el
momento de su conversión y a partir de él no tenían carácter privado, sino que
estaban destinadas a toda la Iglesia. Cuando Dios da hoy su luz, la da ante todo
para que entendamos la revelaci6n de Cristo, que ya está cerrada.
3. Cf. a este respecto Hch 1,21s.
4. Cf. Gál 1,18s; 2,1-10.
5. Cf. por ejemplo, ICor 11,24; 15,3.
6. Cf. Hch 15,22 y 15,32. Además de su nombre arameo, que en los Hechos de los
Apóstoles se transcribe, en griego, Silas, se le conocía con el nombre latino de
Silvanus, de sonido parecido. Pablo le llama por este nombre.
7. Timoteo había sido convertido tal vez en la primera expedición misionera de
Pablo a Antioquía (cf. Act 14,6-20.21). Según Act 16,1ss, Pablo tomó consigo a
Timoteo en Listra, al principio del viaje de que aquí tratamos, para que le
ayudase en su trabajo misionero. En su viaje misionero a Antioquía, Bernabé y
Pablo habían hecho lo mismo con Juan Marcos; le habían tomado como «colaborador»
(según Act 13,5).
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1b ... a la iglesia de los tesalonicenses, fundada en Dios Padre y en el señor Jesucristo.
Desde hace algunos meses existe entre los habitantes de Tesalónica una pequeña comunidad; vista desde fuera es aún débil y pobre, pero a los ojos de Pablo es grande. Ya empieza, incluso, a destacar a la vista de todos. Una comunidad de esta clase tiene una gran dignidad; no se la puede equiparar a una comunidad civil local. Está fundada en Dios Padre y en el Señor Jesucristo. Eso muestra su grandeza. Tiene una relación especial con Dios, el Padre de nuestro señor Jesucristo, que es también padre de todos nosotros, y con Jesucristo, que después de su resurrección fue elevado al trono celestial y es desde entonces Señor de la Iglesia y del cosmos. A este Padre y a este Señor de la gloria debe la comunidad cristiana su existencia y su perduración; son ellos quienes la edifican, desde el cielo. Por esa razón está íntimamente ligada a Dios Padre y al señor Jesucristo, les pertenece. El cristiano es consciente de la gran dignidad que posee toda comunidad cristiana, por insignificante que sea, y del honor que representa poder pertenecer a ella.
La palabra griega que corresponde a comunidad es «ekklesia», que significa fundamentalmente Iglesia, pero que designa frecuentemente la comunidad e incluso, muchas veces, la asamblea (en que se reúne la comunidad). ¿Cómo es posible que la palabra griega tenga tres significados? En cualquier lugar donde se forma una comunidad, hay Iglesia. Una comunidad es la Iglesia en pequeño. La comunidad surge cuando los cristianos se reúnen, sobre todo cuando se unen internamente en comunión fraterna con ocasión del culto de la palabra o de la celebración de la eucaristía. En esa asamblea, Dios reúne su Iglesia, el pueblo de Dios del tiempo final, que ha sido llamado de entre todos los pueblos. La Iglesia es, pues, una asamblea santa de Dios. Se hace visible cuando una comunidad se reúne.
¿Dónde podemos experimentar la presencia de Cristo? Sin duda, en la celebración de la eucaristía, sobre todo, y también cuando se lee la palabra de Dios y cuando dos o tres están reunidos en su nombre (Mt. 18,20) y forman una unidad. Por eso precisamente es tan importante que los cristianos se reúnan siempre que les sea posible: «Pongamos los ojos los unos en los otros, para incentivo de caridad y de buenas obras. No desertemos de nuestra asamblea.... sino, al contrario, alentémonos, tanto más cuanto más vecino viereis el día (del Señor)» (Heb 10,24s).
Esta comunidad reunida para celebrar el ágape de amor es la que Pablo tiene ante sus ojos cuando escribe la carta. Tiene presente a cada uno en particular, pero los ve a todos como comunidad reunida, como Iglesia. Aunque la palabra de Dios se dirija a cada uno en particular, le habla siempre como a miembro de la comunidad. También nosotros entendemos mejor la palabra cuando somos conscientes de ser miembros de una comunidad, de ser hermanos en el seno de una fraternidad, pues el amor enseña a comprender...
Parte primera
RECUERDOS CONMOVEDORES: EL APÓSTOL Y LOS COMIENZOS DE LA COMUNIDAD 1,2-3,13
Las cartas de Pablo son escritos pastorales
apostólicos. Su intención es instruir y exhortar y, así, robustecer la
comunidad. Pablo, hable o escriba, es siempre un predicador. Igual que la mayor
parte de los sermones, sus cartas tienen, por lo general, dos partes: primero,
Pablo recuerda lo que Dios ha hecho, la acción salvadora; a continuación, en una
segunda parte, saca de ahí consecuencias para la vida cristiana. VCR/QUE-ES:La
vida cristiana consiste, fundamentalmente, en recordar con agradecimiento la
obra salvadora de Dios y en esforzarse con amor por vivir para agradar a Dios
(4,1). En la primera carta a los tesalonicenses, Pablo se pone a meditar junto
con la comunidad: Con consideraciones fundamentales recuerda a la comunidad, en
la parte primera, cuán grande es lo que Dios ha hecho en ella (1,2-3,13) al
elegirla y llamarla; en la parte segunda (4,1-5,24) expone lo que Dios quiere de
ella y cómo deben vivir los cristianos en la comunidad. «Llevad una conducta
digna de Dios, que os llama a su reino y a su gloria» (2,12). Estas palabras,
invirtiendo su orden, podrían servir de resumen de las dos partes de la carta.
Pablo empieza de ordinario sus cartas, como aquí, con una acción de gracias 8 a
Dios mucho más amplia y profunda de lo que era usual en las fórmulas de
agradecimiento de las cartas de la época. En nuestra carta, Pablo prodiga tanto
de gracias (Col 2,7), que la acción de gracias con que comienza empapa y enmarca
toda la primera parte de la carta.
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8. Excepto la carta a los gálatas,
impregnada de irritación. En ICor 1,3-11 y Ef 1,3-14 aparece una alabanza en
lugar de una acción de gracias.
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ACCIÓN DE GRACIAS (1/02-03).
2 En todo momento estamos dando gracias a Dios por todos vosotros, recordándoos en nuestras oraciones.
Pablo misiona orando; en su oración apostólica de intercesión recoge regularmente las peticiones de sus comunidades. Pero su memento se transforma espontáneamente en acción de gracias, porque ve claramente la acción de Dios en las comunidades y en las almas. No hay duda de que Pablo percibe con mayor brillo la actuación de la gracia de Dios que las deficiencias que debe recoger en su oración de intercesión. Quien no ve más que las deficiencias es corto de vista; se asemeja a esos ciegos «cuya mente está obcecada por el dios de este mundo, hasta el punto de no captar el esplendor del glorioso Evangelio...» (2Cor 4,4).
La acción de gracias del cristiano es amplia y profunda; lo abarca todo, en el espacio y en tiempo. Responde, agradecida, a la actuación de la gracia de Dios: «Dad gracias en toda circunstancia: esto es lo que Dios desea de vuestra comunidad» (5,18). Todo hay que referirlo a Dios, todo tiende a transformarse en acción de gracias, de suerte que surja «una abundante acción de gracias para la gloria de Dios» (2Cor 4,15). Esta acción de gracias es incesante: «...dando siempre gracias por todo» (Ef 5,20). Sólo el Espíritu Santo puede encender en el corazón de los fieles esta hoguera inmolatoria de la acción de gracias total e incesante, pero debemos ser conscientes de que esa hoguera arde ya en nuestro interior y de que, por tanto, nos es posible dar gracias ya ahora. Es propio de los paganos «no glorificar a Dios, ni darle gracias» (Rom 1,21).
La acción de gracias de los cristianos culmina en la gran acción de gracias de la celebración eucarística. Así era antes y así es también hoy. Muchas de las fórmulas de acción de gracias y de alabanza que usaban las primeras comunidades en sus actos de culto han quedado glosadas en las acciones de gracias con que Pablo inicia sus cartas. Cuando Pablo escribe sus cartas tiene ante sus ojos, con viveza, la asamblea de la comunidad, y a ella se dirige. En las asambleas, los cristianos, «llenos del Espíritu», hablaban entre sí «con salmos, y con himnos, y cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro señor Jesucristo» (Ef 5,19s). «Ausente en el cuerpo, pero presente en espíritu» (c£ ICor 5,3), Pablo se une por escrito a la acción de gracias y a las alabanzas de la comunidad reunida. Eso da a sus cartas forma litúrgica y las hace aptas para ser leídas en los actos de culto.
8 Ante Dios, nuestro padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestra caridad y la constancia de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor.
Pablo da gracias sin cesar porque ve en todas partes la acción de Dios. La acción de gracias de Pablo descansa en un recuerdo vivo; recuerda sin cesar y por eso da gracias incesantemente. ¿Cómo aprende uno a dar gracias sin cesar? Aprendiendo a recordar, aprendiendo a tener siempre presentes en la memoria los grandes hechos de Dios. En la antigua alianza se alababa solamente a Dios con ocasión de las grandes fiestas de Israel en las que se recordaban, con alegría, las antiguas intervenciones salvadoras de Dios. Ahora, todos los días son festivos y, por esa razón, nuestra acción de gracias ha de ser incesante; las intervenciones salvadoras de Dios se hacen continuamente presentes en el seno de la comunidad de Cristo; lo único que tenemos que hacer es verlas y tenerlas siempre ante nuestros ojos, con fe. Pero esto sólo es posible si el Espíritu Santo capacita nuestra mirada, nos las recuerda y nos enseña a recordar.
Cuando Dios obra en una comunidad y Jesucristo actúa en ella mediante el Espíritu, hay en ella fe, caridad y esperanza. Estos tres dones dan testimonio de Dios, pues el maligno no puede dispensarlos. La fe, el amor y la esperanza son algo vivo, son visibles exteriormente: se reconoce la fe por su actividad, el amor por su esfuerzo, la esperanza por su constancia. De una comunidad así puede decir Cristo, alabándola: «Conozco tus obras, tu esfuerzo y tu constancia» (Ap 2,2).
Hay en ella, en primer lugar, fe activa. Se refiere el Apóstol a esa fe -que coloca entre los dones de Dios 9- que hace posible lo imposible y puede mover montañas (ICor 13,2). Se refiere a un hablar y un actuar «con el Espíritu Santo» y «con convicción profunda» (1,5), que se traduce en obras visibles. En las comunidades cristianas actúa una realidad que con gran fuerza interna y con empuje espiritual capacita para realizar lo que parece imposible. Se encuentra además en la comunidad el esfuerzo del amor: una preocupación cotidiana por los hermanos, una servicialidad sin egoísmo. Ese esfuerzo consiste en trabajar y socorrer a los débiles, recordando la palabra del Señor: «Mayor dicha es dar que recibir» (Act 20,35), para que nadie padezca hambre en la comunidad. Pero más importante aún es esforzarse por la «proclamación y enseñanza de la palabra» (ITim 5,17), para que todos alcancen la salvación. Todo ha de estar animado por el deseo de servir y por el amor: desde la ayuda caritativa hasta la edificación espiritual, desde la ayuda material hasta la preocupación por la salvación del hermano. El esfuerzo del amor se alza sobre toda la actividad de la comunidad, en todas sus dimensiones.
En la comunidad hay también, por último,
perseverancia paciente en la esperanza, confianza plena en medio de las
múltiples amenazas y asechanzas que el cristiano ha de soportar continuamente.
Lo que nos capacita para tener paciencia y aguantar es la esperanza viva en la
venida del Señor. En Tesalónica, esa esperanza era fuerte. Donde existe esa
esperanza, la vida de la comunidad cuenta con una gran fuente de energía.
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9. Véase ICor 12,9.
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I. OJEADA RETROSPECTIVA (1,4-2,16).
1. ELECCIÓN Y VOCACIÓN DE LOS TESALONICENSES (1/04-10).
a) Llegada de los misioneros (1,4-5).
4 Bien sabéis, hermanos amados de Dios que él os ha elegido...
Pablo está hablando con hombres amados de Dios. El Antiguo Testamento llamaba así, de vez en cuando, a grandes hombres de Dios como Benjamín (Dt 33,12), Moisés (Eclo 45,1) y Salomón (Neh 13,6). Pablo ve cómo el gran amor de Dios se derrama ahora sobre los tesalonicenses. Cuando sabemos que Dios ama a un hombre, le vemos con otros ojos; también nuestra forma de comportarnos con él es diversa. Si pudiéramos ver cómo ama Dios a nuestro prójimo, cómo le ha colmado de gracia, o cómo le persigue con amor constante...
En las dos cartas a los tesalonicenses usa Pablo la expresión hermanos más a menudo que en las demás cartas; eso es lo que da a estas cartas su carácter íntimo. Paralelamente a la fraternidad que existía en el pueblo de Dios del Antiguo Testamento, en el que todos se llamaban «hermanos» (cf. Act 2,29.37), las comunidades de los que creen en Cristo empezaron muy pronto a considerarse a sí mismas como fraternidades 10 de tipo especial: «Uno solo es vuestro Maestro, mientras que vosotros sois hermanos» (Mt 23,8). Fue el Resucitado el primero en llamar «hermanos» a los suyos (Mt 28,10; Jn 20,17). Sólo si en nuestro prójimo vemos al Señor le consideraremos «amado de Dios», podremos llamarle «hermano» y tratarle fraternalmente. El amor al prójimo sólo existe como un reflejo del amor a Dios, como una consecuencia del amor que Dios tiene a nuestro hermano.
¿En qué se conoce el amor de Dios? En último
término, en el hecho de que los ha elegido desde la eternidad, pues sólo esa
elección nos permite entender toda la profundidad del amor de Dios. Esa elección
era privilegio de Israel (Rom 11,28) y ahora se les ha concedido a los
tesalonicenses. Esto se hizo patente cuando Pablo les predicó el Evangelio y se
convirtieron. ¿Podemos deducir de la conversión seria la elección eterna? Un
cristiano, que es miembro vivo de una comunidad cristiana, ¿puede contarse por
esa sola razón en el número de los elegidos, de los que están seguros de
alcanzar la beatitud eterna? Nadie puede estar seguro de la propia salvación.
Las palabras de Pablo, sin embargo, nos animan a tener confianza, pues si Dios
ha llamado a uno en un momento determinado a la comunidad cristiana y le ha dado
gracia activa para vivir como cristiano, puede por lo menos esperar con
confianza que pertenece a los elegidos de Dios. Esa confianza no se apoya en el
propio obrar, sino en el Señor exclusivamente: «El que os ha llamado merece
confianza, y lo realizará» (5,24). También nosotros pertenecemos a esos «amados
de Dios». Saber que somos elegidos y amados de Dios puede darnos ánimo y apartar
muchas tentaciones. Una nueva vida puede empezar cuando uno cae en la cuenta de
que Dios le ama.
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10. 1P 2,17; 5,9.
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5 ...y que cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no fue sólo con palabras, sino además por obras eficaces, es decir, con el Espíritu Santo y con convicción profunda. Como sabéis, ésa fue nuestra actuación entre vosotros en provecho vuestro.
Los tres misioneros trabajaron entre los tesalonicenses con la eficacia que el Espíritu Santo comunica a sus obras y hablaron con convicción profunda, no con palabras huecas. Pablo habría podido escribir aquí lo que escribió en ICor 2,4: «Mi palabra y mi predicación no consistían en hábiles discursos filosóficos, sino en la demostración del poder del Espíritu.» Cuando uno predica impulsado por el Espíritu, a través de su palabra el oyente se pone en contacto con el Señor. Se siente su fuerza, sopla su Espíritu. La experiencia espiritual viva de la presencia del Señor, que actúa en la palabra de su enviado y aparece tras él, es más convincente que todas las razones. Quien quiere oír la palabra de Dios no debe buscar la sabiduría de este mundo, no debe ir sólo tras el pensamiento y la reflexión, sino atender al soplo del Espíritu de Cristo y buscar la presencia del Señor.
Los tres misioneros, llenos del Espíritu, predicaron con gran convicción. La fuerza de Cristo, la actuación del Espíritu Santo, no pasa por encima del predicador o a través de él sin afectarle. El Espíritu del Señor se sirve de esa seguridad personal; es la fuerza de Cristo la que se manifiesta en ella y conmueve los corazones de los oyentes. Esa convicción es la que hace del predicador instrumento especial del Señor, instrumento que acerca al Señor y lo hace patente. Así es como hay que predicar y dar testimonio, si se quiere que brote una fe viva...
Sin servicialidad y sin entrega es imposible todo obrar espiritual, pues los dones del Espíritu son activos solo en razón del amor que se ofrece, únicamente en la medida en que son auténticos servicios. Todo aconteció en beneficio de los tesalonicenses. El esfuerzo del amor fue lo que hizo posible la obra de la fe, la edificación de la comunidad de Tesalónica; ese esfuerzo y esa preocupación no dejaron descansar a Pablo de día ni de noche (cf. 2,9-12). Los dones espirituales son simples servicios, se dan «en provecho» de otros (cf. lCor 12,7), deben servir para edificación de la comunidad. Sólo cuando hay entrega servicial, compromiso personal, se liberan y derraman esos dones proporcionalmente a la entrega.
b) Acogida al mensaje (1,6-10).
6 Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la palabra, en medio de muchas tribulaciones, pero con la alegría del Espíritu Santo.
Sabemos lo que es seguir a Cristo, pero, ¿cómo puede esperar Pablo que le imitemos también a él, al apóstol? Cristo nos sale al encuentro en el apóstol. Hacerse cristiano equivale, pues, en concreto, a aceptar la forma apostólica de vida, que procede del Señor mismo. Aceptar la forma apostólica de vida incluye dos cosas: acoger la fe e imitar la vida. Junto con el ministerio de la predicación, el Señor había dado a los apóstoles santidad ejemplar; por esa razón el apóstol no debe separar meticulosamente ambos aspectos. Su ministerio, que proclama y garantiza la fe, y la vida, que da testimonio de la fe y la hace patente, constituyen una gran unidad. Los obispos, como sucesores de los apóstoles, pueden pedir aún hoy que se acepte su doctrina, pero sólo los santos, que perpetúan la plenitud apostólica ejemplar, pueden pedir que se les imite moralmente. Fijarse en los apóstoles y en los que caminan como ellos forma parte, pues, de la profesión de fe y de la profesión moral de la Iglesia, porque el Espíritu de Cristo se encarna en la Iglesia, en los que tienen un cargo en ella y en sus santos. Se nos exige un «espíritu eclesial» que nos impulse a adherirnos a los que tienen un cargo y a fijarnos en los santos. Obrando así, seguimos a Cristo.
La palabra de Dios, allí donde es predicada en toda su novedad y autenticidad, excita alegría espiritual y gozo interior. En esa alegría se reconoce la acción del Espíritu Santo, que nos impulsa a dar un sí gozoso a las verdades de fe, a asentir con alegría. Una predicación que no despierta alegría en los creyentes no es suficientemente auténtica; una fe que no produce gozo no es sana.
Esa alegría de la fe permanece incluso en medio de la tribulación y de las persecuciones. Más adelante (2,14) se toca de nuevo este punto, y en /2Co/08/02 dice Pablo, hablando de la comunidad de Macedonia: «En medio de múltiples pruebas de tribulación su abundante alegría... se ha desbordado...» En el plano natural, las calamidades deprimen; pero la alegría se alimenta de fuerzas más profundas, que en la persecución crecen, en vez de disminuir. Toda la alegría pascual es fruto de la muerte de Jesús en la cruz.
7...así llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya. 8a Desde vuestra comunidad la palabra del Señor ha resonado no sólo en Macedonia y Acaya; sino que...
La comunidad de Tesalónica, ciudad comercial de mucho tráfico, fue para toda Grecia algo así como la ciudad puesta sobre una montaña (Mt 5,14), que se ve desde lejos. Quien ha aceptado la palabra de Dios y la forma apostólica de vida es un ejemplo en el que los demás pueden ver cuál es la verdadera vida cristiana.
La vida cristiana que es realmente viva da testimonio de sí misma. La fe gozosa no puede permanecer escondida en el corazón: resuena como una canción alegre entre las montañas. Cuando la palabra de Dios se ha recibido con alegría espiritual y ha empapado el corazón, se convierte espontáneamente en un canto proselitista. La fe viva es activa; es la raíz de todo el trabajo apostólico y del éxito misionero.
8b...en todas partes vuestra fe en Dios había corrido de boca en boca, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada. 9a Ellos mismos cuentan cómo llegamos a vosotros...
La fundación de las primeras comunidades en suelo europeo había despertado gran júbilo en toda la Iglesia, aún joven. Los cristianos están siempre atentos a la actuación de Dios, y cuando le ven en acción se lo cuentan unos a otros. La actuación de Dios es el único tema digno de ser tratado. Hay muchas palabras ociosas (Mt 12,36:). Lo que realmente importa es dar cuenta a los demás, con corazón alegre, de los dones recibidos, que proclaman la actuación de Dios; la narración de esos dones produce alegría y confianza.
9b ... cómo os convertisteis a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios viviente y verdadero...
En las sinagogas solían reunirse muchos gentiles,
simpatizantes con la fe judía. Al dirigirse a ellos, Pablo debía hablarles en
forma semejante a como les hablaban los predicadores judíos, que instruían a los
gentiles sobre la existencia de un único Dios viviente y verdadero, sobre el
juicio futuro de Dios y sobre el Mesías esperado11. No se trata de enunciados
teológicos, sino de verdades fundamentales que dan a la vida una nueva
dirección. Cuando se predica al Dios viviente y verdadero, se exige una
transformación de la vida; en adelante, la vida discurrirá al servicio de Dios y
llena de confianza esperanzada. Cuando un hombre cae en la cuenta de que Dios
existe y de quién es Dios, su vida sale de su antiguo cauce y empieza a
discurrir por carriles nuevos... Una vez la conversión a Dios ha tenido lugar,
toda la vida se convierte en un servicio amoroso de Dios. Al conocer al único
Dios verdadero, el hombre pasa a ser siervo y su vida se hace servicio. Lo que
este conocimiento nos descubre no es una nueva divinidad cultual, que exige que
se le dé culto litúrgico; lo que el Dios viviente quiere es tomar a su servicio
la vida entera, con todas sus manifestaciones. Ese servicio no puede limitarse a
los actos de culto; Dios no quiere sólo los domingos; quiere también los días
laborables.
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11.Cf. tal vez Act 17,24-31.
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10 ... y vivir aguardando la vuelta desde el cielo de su Hijo Jesús, a quien ha resucitado de entre los muertos y que os libra de la ira venidera.
Quien ha conocido al Dios verdadero, que pide que se le sirva, sabe también que habrá juicio. Por esa razón la conversión cristiana incluye una segunda actividad fundamental: la confianza esperanzada, la seguridad de escapar al castigo futuro. Esa confianza sólo puede apoyarse en Jesús. El mensaje cristiano incluye la verdad siguiente: Dios juzgará «al mundo según justicia por medio de un Hombre a quien ha designado saliendo fiador suyo al resucitarle de entre los muertos» (Act 17,31). Pero lo que en este texto tiene Pablo ante sus ojos no es el juicio justo que Cristo realizará según las obras, sino el castigo del día de la ira. Será también Jesús quien castigue, pues «el Señor Jesús se revelará desde el cielo con los ángeles de su poder, cuando con llamas de fuego tome venganza de los que no conocen a Dios y no obedecen al Evangelio de nuestro señor Jesucristo» (2Tes 1,7s). A los suyos, en cambio, les trae «descanso» (2Tes 1,7); viene a ellos, como su nombre indica, como Salvador, «pues salvará a su pueblo» (Mt 1,21). Los reunirá en torno a sí, y cuando llegue el momento los arrebatará al castigo (4,17), porque Dios no nos ha destinado a un castigo, sino a la adquisición de la salvación por medio de nuestro señor Jesucristo (5,9). Por eso el creyente no espera la venida de Cristo servilmente y lleno de temor, sino con confianza esperanzada. Es claro que esto sólo puede hacerlo quien no está continuamente pendiente de sus fallos, sino que pone todas sus esperanzas en el Señor, que quiere salvarle.
Pablo no sólo ha enseñado a los tesalonicenses a poner toda su esperanza en Cristo, sino que les ha exhortado además a aguardar el retorno de Cristo igual que se espera ansiosamente a un visitante querido. Pero sólo se puede aguardar la llegada de alguien si uno espera estar presente a ella, si uno cuenta con que vendrá realmente. Nuestra fe nos dice que el Señor vendrá «como ladrón en plena noche» (5,2). Por eso se nos pide que estemos siempre preparados, porque el Señor puede llegar en cualquier momento. La venida de Jesús, además, se anticipará para cada uno en el momento de su muerte, que tampoco conoce. La prudencia, pues, nos pide que vivamos aguardando a Dios; aguardarle debe constituir el afán vital de nuestra vida.