"Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo"

 
Alejandro E. Pomar
 
Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo" (1 Tim. 2, 5)

La mediación única de Jesucristo no quita que haya otros intercesores secundarios y subordinados, los santos, y en particular la Virgen María, que prolonga así, en el Reino de su Hijo, la función que le cupo en las Bodas de Caná.

En efecto, los santos están más íntimamente unidos con Cristo, gozan de su presencia (cf.
2 Cor. 5, 8); ven a Dios cara a cara (cf. 1 Cor. 13, 12; cf. Apoc. 22, 4), "tal cual es" (1 Jn. 3, 2); reinan con Cristo en el cielo "por los siglos de los siglos" (Apoc. 22, 5; cf. Mt. 25, 21-23).

Por eso, "por Él, con Él y en Él no cesan de interceder por nosotros ante el Padre; presentando por medio del único Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús, los méritos que en la tierra alcanzaron" (Const. Dogmática Lumen Gentium, 49).

Esto lo afirma inequívoca y unánimemente la Tradición de la Iglesia. Así, por ejemplo, en un documento del siglo X, leemos: "De tal manera...veneramos las reliquias de los mártires y confesores, que adoramos a Aquel de quien son mártires y confesores; honramos a los siervos para que el honor redunde en el Señor, que dijo: El que a ustedes recibe, a mí me recibe (
Mt. 10, 40); y por ende, nosotros, que no tenemos confianza en nuestra justicia, seamos constantemente ayudados por sus oraciones y merecimientos ante Dios clementísimo..."

En efecto, creemos con la Palabra de Dios que los santos que murieron en el Señor forman "la asamblea de los primogénitos cuyos nombres están escritos en el cielo"; y nosotros debemos acercarnos a "los espíritus de los justos que ya han llegado a la perfección" (
Heb. 12, 23).

Cristo nos llama "sarmientos" de la Vid que es Él mismo (
Jn. 15, 5); por lo tanto, por su misericordia (no, por cierto, por nuestros méritos), somos asociados a su misión salvadora. En consecuencia, los que por el Bautismo nos injertamos en Cristo, ¿no compartiremos con Él, por su gracia, su misión sacerdotal, siendo que Él mismo ruega al Padre diciendo de sus discípulos "Yo les he dado la gloria que tú me diste" (Jn. 17, 22)?

Para los católicos, nuestra "única y absoluta referencia" no es la Biblia, sino la Palabra de Dios. La Palabra de Dios, el Evangelio de salvación que trajo Cristo al mundo, nos llega por dos caminos: oralmente y por escrito. Por ello, al lado de la Sagrada Escritura, pero siempre al servicio de la Palabra de Dios, está la Tradición de la Iglesia (para más precisiones al respecto puede consultar el Catecismo de la Iglesia Católica, 74 a 82).

Esto ya lo sugiere el Evangelio de San Juan cuando, en su último versículo, dice que "Jesús hizo también muchas otras cosas". Si se las relatara detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían" (
Jn. 21, 25). San Pablo lo expresa más claramente aun cuando manda: "conserven fielmente las tradiciones que recibieron de nosotros, sea oralmente o por carta" (2 Tes. 2, 15).

Por otra parte, la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro (
Lc. 16, 19-31), algunos fragmentos del Antiguo Testamento y otros textos -como los del Apocalipsis y el de la carta a los Hebreos mencionados más arriba- nos muestran que los que han muerto y viven para siempre junto a Dios están bastante más activos que lo que sugiere la expresión "dormidos en Cristo".

Por supuesto, las "estatuas de yeso" carecen de poder y no es a ellas a quienes dirigimos nuestro culto, como tampoco decimos que amamos la foto de nuestros hijos, sino a nuestros mismos hijos, representados en la foto. Si conservamos con veneración y amor una imagen de un ser querido, lo hacemos sólo en virtud del amor que tenemos por la persona representada en la imagen. Del mismo modo, al venerar una imagen de un santo, dirigimos nuestra plegaria hacia la persona representada, quien a su vez, por haber configurado su vida con la de Jesús, nos lleva a amar más al único Señor, Jesucristo, "primogénito entre muchos hermanos" (
Rom. 8, 29).