Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los
hombres: Jesucristo" (1
Tim. 2, 5)
La mediación única de Jesucristo no quita
que haya otros intercesores secundarios y subordinados, los santos, y en
particular la Virgen María, que prolonga así, en el Reino de su Hijo, la
función que le cupo en las Bodas de Caná.
Por eso, "por Él, con Él y en Él no cesan
de interceder por nosotros ante el Padre; presentando por medio del único
Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús, los méritos que en la tierra
alcanzaron" (Const. Dogmática Lumen Gentium, 49).
Esto lo afirma inequívoca y unánimemente
la Tradición de la Iglesia. Así, por ejemplo, en un documento del siglo X,
leemos: "De tal manera...veneramos las reliquias de los mártires y confesores,
que adoramos a Aquel de quien son mártires y confesores; honramos a los
siervos para que el honor redunde en el Señor, que dijo: El que a ustedes
recibe, a mí me recibe (Mt.
10, 40);
y por ende, nosotros, que no tenemos confianza en nuestra justicia, seamos
constantemente ayudados por sus oraciones y merecimientos ante Dios
clementísimo..."
En efecto, creemos con la Palabra de Dios
que los santos que murieron en el Señor forman "la asamblea de los
primogénitos cuyos nombres están escritos en el cielo"; y nosotros debemos
acercarnos a "los espíritus de los justos que ya han llegado a la perfección"
(Heb.
12, 23).
Cristo nos llama "sarmientos" de la Vid
que es Él mismo (Jn.
15, 5); por lo tanto, por su
misericordia (no, por cierto, por nuestros méritos), somos asociados a su
misión salvadora. En consecuencia, los que por el Bautismo nos injertamos en
Cristo, ¿no compartiremos con Él, por su gracia, su misión sacerdotal, siendo
que Él mismo ruega al Padre diciendo de sus discípulos "Yo les he dado la
gloria que tú me diste" (Jn.
17, 22)?
Para los católicos, nuestra "única y
absoluta referencia" no es la Biblia, sino la Palabra de Dios. La Palabra de
Dios, el Evangelio de salvación que trajo Cristo al mundo, nos llega por dos
caminos: oralmente y por escrito. Por ello, al lado de la Sagrada Escritura,
pero siempre al servicio de la Palabra de Dios, está la Tradición de la
Iglesia (para más precisiones al respecto puede consultar el Catecismo de la
Iglesia Católica, 74 a 82).
Esto ya lo sugiere el Evangelio de San
Juan cuando, en su último versículo, dice que "Jesús hizo también muchas otras
cosas". Si se las relatara detalladamente, pienso que no bastaría todo el
mundo para contener los libros que se escribirían" (Jn.
21, 25). San Pablo lo expresa
más claramente aun cuando manda: "conserven fielmente las tradiciones que
recibieron de nosotros, sea oralmente o por carta" (2
Tes. 2, 15).
Por otra parte, la parábola del hombre
rico y del pobre Lázaro (Lc.
16, 19-31),
algunos fragmentos del Antiguo Testamento y otros textos -como los del
Apocalipsis y el de la carta a los Hebreos mencionados más arriba- nos
muestran que los que han muerto y viven para siempre junto a Dios están
bastante más activos que lo que sugiere la expresión "dormidos en Cristo".
Por supuesto, las "estatuas de yeso"
carecen de poder y no es a ellas a quienes dirigimos nuestro culto, como
tampoco decimos que amamos la foto de nuestros hijos, sino a nuestros mismos
hijos, representados en la foto. Si conservamos con veneración y amor una
imagen de un ser querido, lo hacemos sólo en virtud del amor que tenemos por
la persona representada en la imagen. Del mismo modo, al venerar una imagen de
un santo, dirigimos nuestra plegaria hacia la persona representada, quien a su
vez, por haber configurado su vida con la de Jesús, nos lleva a amar más al
único Señor, Jesucristo, "primogénito entre muchos hermanos" (Rom.
8, 29).