CAPÍTULO 4


2. LA AMISTAD CON EL MUNDO ES ENEMIGA DE DIOS (4,1-6).

a) La causa de todas las contiendas (4,1-3).

1 ¿De dónde vienen entre vosotros las guerras y de dónde las luchas? ¿No vienen precisamente de aquí, de vuestras pasiones, que hacen la guerra en vuestros miembros? 2 Codiciáis y no tenéis. Matáis y envidiáis, y no podéis conseguir nada. Lucháis y combatís. No tenéis, porque no pedís. 3 Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastarlo en vuestras pasiones.

Ahora Santiago va en busca de las raíces de la falsa sabiduría y de sus perniciosos frutos, y las deja al descubierto sin contemplaciones. Emplea palabras apasionadas tomadas del oficio de las armas y de las costumbres de la guerra 46. Podríamos decir -usando un término algo fuerte- que ha estallado una guerra civil en las comunidades a las que se dirige la carta. Las disensiones y tensiones existentes, se deben, por lo visto, a la indigencia de la mayoría y al antagonismo social que provoca el hecho de que al lado de unos pocos ricos haya una masa de fieles pobres y miserables (cf. 2,1-9; 5,1-6). La aspiración perfectamente comprensible de estos pobres, su deseo de poseer más bienes y de vivir sin los temores y zozobras de su indigencia, se ha desviado siguiendo un camino falso. Surgen tiranteces y brotan la envidia y las desavenencias entre los cristianos, lo que demuestra que los móviles son puramente terrenales y egoístas. Se ha declarado el «estado de guerra» en las comunidades, porque el egoísmo todavía domina el espíritu y el corazón de muchos cristianos.

Toda dádiva perfecta, ya esté destinada al individuo o a la comunidad, desciende de Dios (1,17). A él, pues, debe encaminar el hombre sus afanes si la paz ha de reinar «en el propio corazón» y «en las comunidades». La paz del mundo se funda en la paz de Dios, que se infunde a los que viven según el espíritu de Dios. Pero esa paz no la lograrán los fieles a no ser que se libren del dominio de las pasiones e intenciones egoístas. La salvación del mundo sólo puede venir de dentro y de arriba. Todo lo demás es un fraude impío. Con esto Santiago está muy lejos de rechazar por completo el deseo de los que quieren mejorar su nivel de vida. Al contrario; enseña incluso el camino para poder conseguir algo: pedir a Dios con confianza que nos conceda sus dones. Hemos de pedir los bienes que nos son realmente necesarios en este mundo para la vida, para esa vida que Dios da ya en este mundo a los que confían en él y cumplen su voluntad. Porque, a fin de cuentas, lo que se desea es la vida, una vida plena, rica, segura, que ofrezca alegría y satisfacción. Eso es lo que se revela en esta codicia, envidia y discordia. Esta aspiración ha sido infundida por el Creador en el corazón del hombre. El hombre está destinado a la vida, Pero lo que es trágico en la situación del mundo distanciado de Dios es que ya no sabe ni quiere reconocer que sólo Dios tiene derecho a disponer de la vida. Cree, incluso, que puede llegar a conseguir y obtener por la fuerza la plenitud de la vida, que puede conseguirla prescindiendo de Dios y yendo contra su voluntad. Esta es la ley del hombre de este mundo desde la rebelión de su primer padre, Adán, que por sus propias fuerzas quiso ser «como Dios» (Gén 3,5).

Pero esta aspiración está condenada al fracaso; conduce a la envidia, al odio, a la discordia y, por fin, a la muerte. Esto es lo que expresan claramente las palabras escogidas por Santiago: codicia, altercado, guerra, homicidio. Sin duda hay que excluir que se haga alusión a casos reales de asesinato. Santiago emplea aquí la dura expresión «matar» para recordar la afirmación de Jesús: Quien odia a su hermano, es un homicida. Le pesa que viva y quisiera que perdiera la vida, que fue donada por Dios tanto a su hermano como a él mismo (d. Mt 5,21s; lJn 3,15). ¿Cómo pueden conducir a la vida esta tendencia y esta forma de obrar?

Pero los cristianos piden todos los días en la oración este don de la vida, piden cada día la bendición divina. ¿Cómo, pues, su miserable situación no experimenta ningún cambio? Si Dios puede disponer libremente de todas las cosas, ¿no sería para él cosa fácil contestar a las súplicas de sus fieles siervos con dones superabundantes? ¿No ha dicho Jesús, el Señor: «Pedid, y os darán» (Mt 7,7), y: «Todo el que pide, recibe» (Mt 7,8)? Santiago rechaza este reproche implícito al modo divino de proceder, y al decir: «Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastarlo en vuestras pasiones» (4,3), recuerda las palabras de Jesús. Dios es fiel, cumple las promesas de Jesús, su enviado, pero los cristianos de quienes se habla aquí no oran con el espíritu de Jesús que aparece en el padrenuestro. Sus ruegos no se supeditan enteramente a la voluntad salvífica del Padre: «Hágase tu voluntad.» No; con la ayuda de la oración pretenden que su voluntad egoísta se salga con la suya; quieren satisfacer sus apetitos puramente terrenales. Se nota, en último término, la influencia de los espíritus malos, que han conseguido dominar a estos cristianos, todavía imbuidos del espíritu del mundo. Quieren abusar de los dones de Dios para sus propios fines. Es, pues, natural que Dios no pueda atender sus súplicas, que no tienen por objetivo la vida, que procede de sus manos divinas, ni propagan en el mundo el reino de Dios.

Santiago ha puesto al descubierto un gran peligro que suelen correr los cristianos. La tentación primordial del hombre, y precisamente del hombre piadoso, es pretender adueñarse de Dios y ponerle al servicio de los propios intereses. Quien pretende esto y se enfada con Dios cuando éste no atiende sus peticiones egoístas, no ha tomado en serio su cristianismo. La fe consiste en entregarse por completo y sin condiciones a la voluntad de Dios, diciendo siempre con filial confianza: «Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú» (Mc 14,36). La oración del cristiano pone de manifiesto si el que ora está todavía contaminado del espíritu del mundo irredento o si realmente es un creyente. Si todo lo pone en manos de Dios y por consiguiente recibe de las manos divinas todo lo que Dios quiere darle, movido por su amor y por su poder salvador. Con esta norma hemos de medir continuamente la autenticidad de nuestra fe.
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46. No puede interpretarse literalmente las palabras drásticas que aquí se emplean para caracterizar una situación poco satisfactoria. Tales exageraciones son propias del estilo usado en la literatura mora! y didáctica. Desde Erasmo se ha propuesto con frecuencia corregir la palabra phoneuete (matáis) y escribir phthoneite (tenéis celos), pero esta corrección no tiene ningún punto de apoyo en la transmisión del texto hasta los tiempos de Erasmo, y además tiene que ser matizada desde eI punto de vista estilístico por carecer de fundamento.
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b) Dios quiere todo el hombre (4,4-6).

4 Almas adúlteras, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios? El que quiera ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios.

Si el cristiano se entrega al espíritu de este mundo, al espíritu del príncipe de este mundo y de sus cómplices, se aparta de Dios, pacta con el enemigo de Dios, comete adulterio. Santiago se vale de la imagen del amor conyugal que los profetas habían aplicado a la relación existente entre Israel y el Dios de la alianza 47. Igual que Pablo, aplica esta relación a la que existe entre Dios y su Iglesia, el nuevo pueblo de Dios. La Iglesia es la esposa de Dios, porque el Mesías la adquirió para sí mediante su muerte: «Os desposé con un solo marido, para presentaros como virgen pura, a Cristo» (/2Co/11/02).

Santiago utiliza esta imagen al introducir la exclamación «almas adúlteras». Los que han sido bautizados y elegidos viven en comunión indisoluble de vida y de amor con Dios. Por esa razón, quien no corresponde al amor de Dios de todo corazón, quien busca otros amantes, otro amigo -el mundo caído, enemigo de Dios-, demostrando así que, en el fondo, sólo se ama a sí mismo, rompe su comunión de amor con Dios. Estas palabras de Santiago no deben dejarnos indiferentes. Recordemos que la medianía, el nadar entre dos aguas, el flirtear y juguetear con el espíritu de este mundo, equivale a una traición. ¿Quién no percibe en esta palabra de Santiago, que nos advierte y nos acusa al mismo tiempo, el rastro de la amarga acusación: «Tengo contra ti que has dejado tu amor primero» (/Ap/02/04»?

Por tanto, «se constituye» traidor y enemigo de Dios quien tiene más aprecio del espíritu y de los hijos de este mundo que de Dios. No es posible ningún compromiso entre Dios y el «mundo» 48, dominado por el espíritu del enemigo de Dios. Quien no se subordina a Dios y no le obedece con docilidad comete adulterio y traiciona el amor de Dios. Dios no quiere migajas de nuestro amor, actos concretos, exteriormente irreprochables, de sumisión a la ley; no se contenta con que, movidos por nuestros sentimientos, le dediquemos unas horas de entusiasmo dominical o festivo. Dios quiere nuestro corazón, nos quiere enteros. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» 49.
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47. Cf. Is 1,21; Jr 3,1s; Is 57,3ss; Os 1-3; Ez 10,22
48. Cf. Jn 8,34ss; 15,18-16,4; 17,4ss.; 1Jn 2,15ss.
49. Mt 22,S7; Mc 12,30; Lc 10,27; cf. Jn 15,9-17; IJn 2,79; 3,9 24; 1Co 13; St 2,8ss.
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6 ¿O creéis que dice en vano la Escritura «Con celos desea Dios el espíritu que puso en nosotros»?

¿Qué quiere decir Santiago con estos «celos» de Dios? 50. El buen espíritu de Dios en el hombre, el nuevo yo del cristiano, no puede ser desbancado por el espíritu malo de este mundo, por los deseos mundanos. El cristiano en este mundo tiene que luchar, y esta lucha tiene lugar en su propio corazón. El nuevo yo del que ha renacido por la fe y el bautismo tiene que imponerse a todos los malos estímulos que tienen su origen en los miembros, en el yo, sometido a la tentación, del hombre que no ha sido aún plenamente redimido.

Conforta saber que Dios vela sobre su buen espíritu. Nos mueve a poner el máximo esfuerzo saber que vendrá el día en que Dios pedirá la devolución de su buen espíritu, y que ya ahora exige que este buen espíritu se emplee en el servicio divino, como una respuesta de su amor. La razón de que Dios exija el amor del hombre exclusivamente para sí, para que cumpla su voluntad, es el amor pleno de Dios, que ha querido entrar en comunión de amor con los hombres. Dios vela celosamente sobre la alianza de amor que ha concertado con todos los bautizados; pedirá cuentas a quienes pequen ligera o alevosamente contra esta comunidad de amor. ¿Cómo es posible no corresponder al amor de Dios, que nos ha infundido un nuevo yo, una nueva vida, la vida por excelencia, con un amor igualmente exclusivo? El verdadero amor, ¿no ha de estar celoso por la correspondencia amorosa de la persona amada? ¿No hemos de estar agradecidos de que el amor de Dios se preocupe tan celosamente de nuestra salvación?
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50. Esta frase no se encuentra en el Antiguo Testamento. Probablemente está tomada de una escritura, es decir, de un escrito judeo-helenistico. Es evidente que el canon de la Sagrada Escritura del Antiguo Testamento no estaba definitivamente cerrado, y por eso Santiago cita una «Escritura» que nos es desconocida, un libro que no está incluido en el canon, probablemente un libro profético, que el autor considera como «Sagrada Escritura». Cf. Jds 9s.14, donde igualmente se citan escrituras apócrifas, aunque sin la formula «dice la Escritura». En cambio la primera carta de san Clemente Romano 23,3, escrita hacia el año 95 después de Cristo, cita también una escritura profética desconocida, pero con la fórmula «dice la Escritura»; cf. A segunda carta de san Clemente Romano 11,2: «Palabra profética», en que se da la misma cita que en la primera carta 23,3.
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6 Pero él da todavía una gracia mayor. Por eso dice: «Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes» (Prov 3,34).

Dios ama a los suyos y quiere que se salven. Eso es lo que quiere decir Santiago con la prueba de la Escritura. También el celo de Dios y su acción directora están al servicio de su amor salvador. Si Dios interviene con normas y con castigos, si quiere todo el hombre, lo hace con la intención de disponer a la persona amada para recibir favores y gracias más valiosas, un amor más intenso de Dios. Quien quiere recibir un don, tiene que tender y abrir la mano; quien quiere recibir como es debido el amor de Dios, tiene que limpiar su corazón de toda egolatría y de todo extravío mundano, porque el espíritu del mundo culmina en la presunción, en el orgullo; quiere suplantar a Dios y convertirse en centro de todas las cosas. Por eso Dios resiste a los soberbios de corazón maligno y sólo da su amor a los sencillos y los humildes, porque ellos, como María, saben que todo lo bueno, todo lo grande, todo lo que tiene verdadero valor, procede de Dios.

Esta ley fundamental de la redención, que ya fue reconocida y proclamada en el Antiguo Testamento -como lo demuestra la cita-, tiene importancia primordial para nosotros. Dios envió a su Hijo, haciéndole nacer de una humilde doncella, en cuya insignificancia Dios había puesto los ojos, mientras había rechazado toda la grandeza y el orgullo de este mundo (cf. Lc 1,47ss). Su Hijo renunció a su majestad y se presentó como el siervo sufriente de Dios, hasta llegar a la máxima humillación de la ignominia de la cruz 51. Esta es la actitud que Jesús pide a sus discípulos: «Aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Dios se da sin reservas a quien se abre del todo a su amor y se entrega a su voluntad. Pero esto no es cosa fácil, porque el egoísmo se introduce en lo más íntimo del corazón y pretende poseer el amor de Dios al servicio de sus propias aspiraciones. Es necesario renunciar continuamente al egoísmo y a la propia glorificación y abrirse a Dios. Sólo apartándonos decididamente del espíritu de este mundo y convirtiéndonos a Dios podemos entrar en comunión con el.
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51. Cf. Mc 10,45; Flp 2,5-11; Hch 3,13ss; 5,29ss; Hb 5,7-10.
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3. TOMAD EN SERIO VUESTRA FE (4,7-12).

a) Convertíos a Dios (4,7-10).

7 Someteos, pues, a Dios. Resistid al diablo y huirá de vosotros.

Santiago nos exhorta a renunciar a toda mediocridad y a someternos enteramente a la voluntad de Dios. Creer significa obedecer a Dios, someter nuestra voluntad a la suya, reconocerle como Señor y guía de nuestra vida. «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,44). Para comprobar si la fe es auténtica basta ver si va acompañada de sumisión a Dios. Mediante esta sumisión el elegido se convierte en creyente, se despoja del espíritu mundano y se libera de su dominio, derriba el trono del propio ya egoísta y penetra en la zona de la influencia divina. Ama a Dios quien cumple su voluntad.

No bastan la profesión de fe ni los ejercicios externos de piedad. Con este precepto terminante, Santiago da testimonio, una vez más, de la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo (d. Mt 7,21).

A la sumisión a Dios tiene que corresponder la renuncia a Satanás. No puede concebirse un compromiso entre Dios y Satán. El hecho de ser cristiano lleva consigo necesariamente la lucha contra las incesantes tentaciones y amenazas de Satán. Nadie puede sustraerse a esta lucha, porque nadie puede servir a dos señores (Mt 6,24). O Dios o Satán. Pero quien se ha decidido por Dios enteramente y sin reservas, no está solo. Dios le asiste, le cubre con la armadura de su invencible poder 52, «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31). No solamente es invencible, sino que la experiencia le enseñará que Satán se retira, porque ante el poder de Dios tiene que reconocer el fracaso de sus intrigas y confesar su impotencia.
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52. Cf. 1Ts 5,8; Ef 6,1ss; Rm 13,14.
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8 Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; los que obráis con doblez, purificad los corazones. 9 Reconoced vuestra miseria; lamentaos y llorad. Que vuestra risa se convierta en llanto y vuestra alegría en tristeza.

También aquí es preciso precaverse de una falsa seguridad. La conversión a Dios no es tan sólo una decisión del espíritu. Tiene que manifestarse en la oración. El que quiere convertirse necesita orar, y su conversión se renueva continuamente gracias a la oración. En la oración tenemos acceso al amor de Dios; en ella nuestra entrega se traduce en confianza, en súplica, en obediencia, en acción de gracias y en alabanza. Dios responde a la oración que brota de un corazón sincero, Se acerca al creyente que incrementa continuamente su comunión de amor con Dios y experimenta con alegría y agradecimiento las riquezas de la benevolencia divina. Pero la oración tiene que brotar de un corazón puro, porque sólo el inocente, el que está sin pecado, puede acercarse al Dios santo 53. Por eso es necesario apartarse de la mediocridad y de los sentimientos mundanos. Hay que poner fin al mariposear indeciso entre Dios y el mundo, que es signo de falta de fe, y convertirse decididamente a Dios. El poder de Satán se funda en la impotencia de la oración tibia y de la fe vacilante. La lejanía de Dios se debe a la indecisión e incredulidad del hombre, no a la omnipotencia de Dios ni a su infinita superioridad sobre el mundo. Es ésta una idea interesante para quien quiera tomar en serio su fe.

Solo una consecuencia es posible: reconocer la miseria de la propia situación y arrepentirse sinceramente. Una actitud escéptica y melancólica no sirve para nada. Eso es lo que quiere significar la acumulación y la gradación de las exhortaciones a la penitencia y a la conversión. ¡Cuánta miseria se oculta con frecuencia tras la máscara de la satisfacción mundana, de la agitación! ¡Cuántas veces se llega a un vil compromiso con esa miseria, de la cual en definitiva, siendo sinceros, no se quiere de ningún modo salir! Si se quiere dejar de ser esclavo del propio yo, y sustraerse al dominio de Satán y acercarse a Dios, es preciso reconocer la propia miseria, aborrecerla y confesarla.

El advenimiento del reino de Dios presupone necesariamente la conversión y la penitencia (Mc 1,14s). Quien teme cumplir estos dos requisitos indispensables, permanecerá siempre vacilante y alejado de Dios.
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53. Cf. 3,5; Lev 21,21; Ez 40,46; Sal 24,3; Is 1,16; Eclo 38,10, Heb 12,14; IJn 3,3.
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10 Humillaos ante el Señor y os ensalzará.

Para eso es necesaria la humildad (cf. 4,6). Hay que desprenderse de sí mismo, cortar todos los vínculos que nos atan a los intereses personales egoístas y al espíritu de este mundo. Hay que reconocer la propensión al pecado, la miseria y la impotencia. Quien se conforma dócilmente a la voluntad de Dios, experimentará en su vida el principio fundamental de la redención: quien se busca a sí mismo, se pierde; quien, en cambio, se entrega a Dios, se encuentra a sí mismo (cf. Jn 12,25). Jesús expresó este principio con las siguientes palabras: «Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11).

Pero para aceptar esta inversión de valores es necesario medir con la medida de Dios. Sólo quien cree podrá experimentar y verificar esta exaltación, porque juzga con los ojos de Dios, y se ve a si mismo, su propia vida y el mundo a la luz de Dios. Sabe, además, que la exaltación definitiva no tendrá lugar antes del retorno del Señor. Desde que el Señor murió, resucitó y subió a los cielos, esa reordenación final y definitiva está ya cerca, muy cerca. El fin influye ya en forma decisiva y profunda sobre el presente, que avanza rápidamente hacia la plenitud: «el juez está a las puertas» (5,9). Por eso nadie puede retrasar su conversión. Es preciso que cuanto antes, ahora mismo, tomemos la firme resolución de darnos por entero a Dios, porque la exigencia de Dios, la oferta que nos hace y nuestra miseria no toleran ninguna dilación. No se puede abusar del amor de Dios ni traicionarlo.

b) Pero, ante todo, no juzguéis (4,11-12).

11 No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano, o juzga a su hermano, habla mal de la ley y juzga a la ley. Y si juzgas a la ley, no eres cumplidor de la ley, sino su juez. 12 Uno es el legislador y juez: el que puede salvar o perder. Pero tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?

Llega ahora Santiago al núcleo de esta perícopa: hablar mal unos de otros, juzgarse, condenarse, desacreditarse, llegando incluso a calumniar al hermano. Esta actitud puede esconderse tras una máscara de celo por la perfección del hermano y de la comunidad; pero, en realidad, brota de un corazón apegado a sí mismo, que no ama, y destruye toda comunión.

Evidentemente, hay motivo para estar preocupado y temer que este proceso de continua división, so capa de piedad, se convierta en un serio peligro para las comunidades. Santiago se esfuerza una vez más por superar este peligro (1,19-21.26s; 3,1-4.12; 5,9). Por eso designa estas habladurías, censuras, juicios y calumnias con expresiones duras: hablar mal y juzgar, lo que pretende es dejar al descubierto la verdadera intención de tales actos. Quien así procede, no presta ningún servicio a la justicia y santidad de Dios; al contrario, va contra la «ley regia», la «ley de libertad», contra el amor desinteresado y respetuoso del prójimo. Este mandamiento de Dios constituye el núcleo de todos los mandamientos, e incluye en sí todos los mandamientos de la segunda tabla (cf. 2,8-13; Dios dio a Moisés los diez mandamientos en dos tablas).

El que mira a su hermano sin amor y confiando en su propia justicia habla contra él, obra contra la voluntad de Dios y se opone a la «ley primordial» de Dios (Lv 19,15-18). Más aún, se erige en nuevo legislador, contra la ley de Dios, porque no gradúa sus juicios y sus acciones según la medida de Dios, sino según la medida de su propia justicia. Con esta presunción farisaica se desliga de la obligación fundamental de toda criatura de Dios, es decir, de la obligación de cumplir la voluntad del Señor, nuestro Dios. Niega, además, con altanería, el poder soberano que Dios tiene para determinar, con omnímoda libertad, el camino que hemos de seguir para salvarnos y para alcanzar la perfección. La vida y la muerte, la salvación o la desgracia de todos los hombres está tan sólo en manos de Dios.

Todos los que censuran los mandamientos de Dios y el camino que Dios ha trazado para salvarnos y quieren reformar la humanidad según los propios criterios, se colocan por encima de Dios. Muchos creen poder crear una Iglesia para una Iglesia de perfectos y justos utilizando como instrumentos una crítica sin miramientos, un realismo aparentemente inexorable y un radicalismo despiadado, pero chocan con la voluntad de Dios y con la voluntad de su enviado, humilde, que se entregó a la muerte por los pecadores. Todos los que fiándose de su propia justicia juzgan y condenan a los demás, en término se condenan y se juzgan a sí mismos, porque ¿quién puede ser justo ante la santidad infinita de Dios? ¿Quién puede negar sus pecados ante el divino juez? Dios juzga según la ley fundamental del amor misericordioso. ¿Y quién puede afirmar con la conciencia tranquila que ha cumplido a la perfección el mandamiento fundamental del amor al prójimo y que es realmente un «observador de la ley»? Si se aplica esta divina norma del amor al prójimo, ¿no resultan también hipócritas las conversaciones tan frecuentes entre nosotros, en que se murmura de la falta de amor, del egoísmo, del orgullo y dureza de corazón de nuestros hermanos en el cristianismo y en general de nuestro prójimo? ¿No sería mucho mejor para todos nosotros y para nuestras comunidades, si siempre que vamos a juzgar prematuramente nos preguntáramos: «Y tú ¿quién eres, que juzgas a tu prójimo?»
 

VII

CONTRA LA PRESUNTUOSA CONFIANZA EN Sf MISMO 4,13-5,6

Santiago utiliza aquí el lenguaje judicial de los profetas para atacar dos casos típicos del modo mundano de pensar y de proceder, que ya había fustigado en la precedente sección (cf. 3,15; 4,1-4): la excesiva confianza en sí mismo de los mercaderes, de miras puramente terrenales (4,13-17), y el egoísmo y la dureza de corazón de los jueces injustos (5,1-6). La exposición de los dos casos comienza con las mismas palabras: «Y ahora vosotros», que son una invitación a los interesados a someterse a Dios y a su señorío, que se manifestará en breve y los convencerá de lo estúpido de su actitud. En el trasfondo de estas amenazas proféticas hay una conciencia viva de la proximidad del juicio divino y del retorno de Cristo, pero el hecho de que esa máxima expectación del juicio final no se haya cumplido, no quita seriedad ni valor a las palabras de Santiago. Nadie que quiera tomar en serio su cristianismo, más aún, nadie que viva y actúe en este mundo, puede cerrar sus oídos a esta llamada, so pena de estrellarse contra Dios.

1. ¡AY DE LOS QUE CONFÍAN EN SÍ MISMOS! (4,13-17).

A) Sólo Dios es dueño del futuro (4,13-14).

13 Y ahora vosotros, los que decís: «Hoy o mañana iremos a tal ciudad y pasaremos allí el año; negociaremos y ganaremos.» 14 ¡Vosotros, precisamente, que no sabéis cómo será mañana vuestra vida! Sois vapor, que un momento aparece y al punto se disipa.

Los casos típicos de extravío mundano aquí citados no se refieren a individuos concretos de la comunidad, necesidados de convertirse. Lo que en realidad interesa a Santiago es mostrar en el ejemplo de estos hombres acaudalados y poderosos la insensatez del espíritu del mundo. Quien, en sus cálculos, prescinde de Dios y del carácter transitorio y efímero de la vida humana; quien hace planes sin acordarse de Dios y se siente seguro en el mundo, es un necio. No tiene en cuenta la experiencia palpable y evidente de la vida terrena: la impotencia del hombre ante el futuro. El hombre no sólo no puede disponer del futuro, sino que ni siquiera sabe lo que le traerá; no conoce el mañana. Esto es tan evidente que tras la fachada externa y aparente de seguridad se echa de ver la temeridad de sus planes y su insensatez y ofuscación. ¿Acaso el hombre por su propias fuerzas es algo más que vapor tenue, que al punto se disipa sin dejar rastro de sí? Según Santiago, no sólo es vanidad la vida en general, sino también el hombre, que hace planes para el tiempo futuro: no sois más que vapor.

A la luz de esta realidad que todo lo ilumina, hay que medir todo lo que en el mundo tiene categoría y nombre, poder y riqueza, influencia e importancia. Con esta medida podemos liberarnos de la envidia, de la codicia, de la amargura y de la falta de fe, y podemos valorar las cosas en su justo valor. Con esta medida hemos de medir también nuestros planes y objetivos, nuestra concepción de la vida. Entonces es fácil sacar la consecuencia de que sólo Dios puede dar la seguridad. Quien no cuenta siempre con Dios, es un necio, un vapor que al punto se disipa.

b) Pecado de la presuntuosa confianza (4,15-l7).

15 Debíais, por el contrario, decir: «Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello.» 16 Pero ahora os jactáis de vuestras fanfarronerias. Toda esta jactancia es mala. 17 Pues el que sabe hacer el bien y no lo hace, comete pecado.

Pero eso no es motivo para dejar que las cosas sigan su curso. Precisamente porque el tiempo futuro es incierto y misterioso, debemos poner nuestra confianza en Dios, someternos por entero a su voluntad y a su providencia. Esta sumisión humilde a la voluntad del omnisapiente Creador y Señor nos libera de la insensata confianza en nuestras propias fuerzas y de la actividad infatigable con que esperamos alcanzar la felicidad. Sabemos que estamos bien guardados por la voluntad salvífica del Padre, que vela por todo, por lo grande y por lo pequeño, por lo sublime y por lo insignificante (cf. Mt 6,25-34). Sabemos también que todas las adversidades, incluso la cruz, cooperan al bien (Rom 8,28). La frase «si el Señor quiere», se transforma paulatinamente en «como Dios quiera»; la providencia de Dios ocupa el lugar de los propios planes y objetivos. Sólo Dios puede dar la plenitud de vida, que el hombre espera para el futuro y quiere alcanzar con su esfuerzo, y la dará a los que se dejan guiar por él.

¿Por que, pues, son tantos los que, debiéndolo todo a Dios, le rehúsan su amor y quieren dominar el futuro y correr tras la vida con sus propias fuerzas? ¿Por qué somos tan propensos a atribuirnos todo lo bueno que hay en nuestra vida, a gloriarnos de nuestra habilidad, de nuestra fuerza y perspicacia, de nuestra previsión y de nuestros éxitos? ¡Como si todo esto lo debiéramos tan sólo a nuestro esfuerzo! ¿Por qué muchos piensan incluso que la piedad sólo es una forma de evasión ante la dureza del mundo, un intento de compensar la propia ineptitud y debilidad, una señal de la propia angustia y debilidad? «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes como si no lo hubieses recibido?» (lCor 4,7).

En realidad, esta presunción no es sino jactancia y, por tanto, un pecado, porque menoscaba la gloria de Dios, le niega la debida gratitud, y coloca el propio yo en el lugar de Dios, tributándole un culto, un incienso idolátrico. «Mi voluntad», «mi mérito», «mi honor», en lugar de «tu gracia», «tu voluntad», «tu honor», es el modo de hablar de las personas que Santiago declara culpables. No es de extrañar que este proceder atraiga el juicio de Dios.

Esta audacia no sólo es insensata, sino peligrosa. Está sometida al juicio. Santiago termina este grupo de versículos con una observación de carácter general: Quien obra contra su ciencia y su conciencia, peca. Con esta conclusión quiere Santiago evitar que se dé a lo anterior una interpretación torcida, como si sólo se refiriese a las personas del mundo, a los que están fuera de la Iglesia. También el cristiano está expuesto continuamente al peligro de actuar confiando excesivamente en sí mismo, de actuar temerariamente. La forma más sutil de esta altiva arrogancia es el orgullo espiritual, combatido en varios pasajes de su carta (1,9ss; 1,26; 2,1ss; 3,1s.9-18; 4,11). Una vez más se echa de ver que Santiago quiere tender un puente sobre la grieta entre la fe y la vida, quiere que la profesión de fe vaya madurando hasta convertirse en actividad inspirada por la fe. Lo único que puede salvarnos es vivir la fe, cumplir la voluntad de Dios.