CAPÍTULO 10


2. LA PROPIA JUSTICIA (Rm/10/01-03)

1 Hermanos, el anhelo, de mi corazón y mi oración a Dios por ellos es para que alcancen salvación. 2 Pues doy testimonio en favor de ellos: tienen celo por Dios, pero no en conformidad con un verdadero conocimiento. 3 Pues no reconociendo la Justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se sometieron a esa Justicia de Dios.

Israel como pueblo ha rechazado la fe en la salvación aparecida en Cristo. A pesar de todo, o mejor, precisamente por ello, son más apremiantes los deseos y oraciones de Pablo por la «salvación» de todo Israel. Pues, por su propia experiencia puede testificar en favor de sus hermanos israelitas que tienen «celo por Dios», es decir, seriedad religiosa y adecuada disposición para hacer cuanto exige la ley en orden a obtener la justicia delante de Dios. Este testimonio del Apóstol en favor de sus compatriotas nos amonesta a no juzgar con demasiada precipitación la observancia supuestamente hipócrita de la ley y las prácticas piadosas de los judíos. Lo que nosotros queremos rechazar muchas veces como farisaico, a saber, una mera exterioridad en lugar de la exigible conducta interna frente a Dios y frente a los semejantes, aparece según el testimonio del Nuevo Testamento como la actitud fundamental del judío sin más precisiones. Ciertamente que en los Evangelios aparecen precisamente los fariseos y los doctores de la ley junto con la nobleza sacerdotal de la nación como los enemigos declarados de Jesús. Mas no podemos olvidar que en la actitud repulsiva de las clases dirigentes del pueblo judío frente a Jesús se manifiesta la postura de la humanidad entera frente al hecho de la revelación que ha tenido lugar en Cristo. Sin embargo, no se puede negar que la esforzada práctica religiosa de los judíos produce precisamente la impresión de una exteriorización legal y que amenazaba con endurecerse en la satisfacción de sí mismo.

Pablo caracteriza el celo de Israel, definiéndolo como un celo sin el discernimiento adecuado. Israel confió en la ley y creyó estar suficientemente informado por medio de la ley para conocer la voluntad de Dios (cf. 2,17s). Esta voluntad de Dios, reconocible por medio de la ley, creyó que tenía que observarla para obtener la justicia. Pero de este modo «no reconoció la justicia de Dios», que se le había ofrecido en Jesucristo. Esa es la culpa de Israel. Pues, desconocer la justicia de Dios y no doblegarse a la oferta de la salvación divina que se nos hace en Cristo de un modo vinculante y definitivo, equivale a negar a Dios el honor y a aferrarse a la propia justicia, lograda por las fuerzas personales. Como «justicia de Dios» (cf. 1,17; 3,21s) aparece Jesucristo en persona. Hay que decidirse por él y hay que obedecerle en la fe. Todo lo demás, cualquier forma de negativa y excusa, equivale a la propia justicia, o, lo que es lo mismo, equivale a establecer la soberanía del propio yo. Porque si es el yo quien condiciona el modo con que Dios tiene que revelarse, es evidente que, en tal caso, ya no es Dios quien se impone, sino que el yo del hombre pasa a ocupar su lugar y el de su revelación escatológica. Esta afirmación del hombre mismo se deja sentir también, y de modo muy particular, hasta en la pretendida lealtad a las promesas divinas de la alianza. Si la fidelidad de Israel consiste únicamente en la lealtad a la tradición y a la promesa hereditaria como una tradición, Israel corre el peligro de desconocer la revelación escatológica de Dios y de enfrentarse a ella en una postura de desobediencia. Israel ha fallado precisamente en esa buena disposición para salir al encuentro de Dios tal como él se ha revelado en el presente y quiere revelarse en el futuro.

3. LA NUEVA JUSTlClA (Rm/10/04-13)

4 Porque el final de la ley es Cristo, para justificar a todo el que cree. 5 Efectivamente, Moisés escribe acerca de la justicia procedente de la ley que «el hombre que la practique vivirá por ella» (Lv 18,5). 6 Pero la justicia procedente de la fe habla así: «No digas en tu corazón. ¿Quién subirá al cielo?»(Dt 30,12), es decir, para hacer descender a Cristo; 7 O «¿Quién bajará al abismo?» (Sal 107.26), es decir, para hacer subir a Cristo de entre los muertos. 8 ¿Qué dice, pues? «La palabra está cerca de ti, en tus labios y en tu corazón» (Dt 30,14), es decir, la palabra de la fe que proclamamos.

Israel, que tanto valor otorgaba a la «justicia» delante de Dios, se ha alejado de la justicia. La justicia nueva, que se ha revelado a cada uno en Cristo y se le ha hecho así accesible por la fe, exige del Israel histórico la entrega incondicional de su propio afán hacia la justicia. Por tanto, exige de él la postergación de la ley y la confiada entrega a Cristo. Y así, en una frase muy breve y precisa, aparece Cristo como el final de la ley, del camino legalista seguido hasta ahora por Israel y de su justicia levantada por tal medio. Cristo representa, por lo mismo, el final del antiguo Israel, que vivía y se entendía por la ley; Cristo es el fundamento del Israel nuevo, que se presenta como el Israel de Dios ya ahora a través de la Iglesia universal de los creyentes, en la que entran judíos y gentiles. En este Israel nuevo y universal, que es ya una realidad en Cristo, tiene que insertarse el Israel antiguo. Por consiguiente, en el problema de Israel se enfrentan dos tipos de justicia: la justicia «procedente de la ley» (v. 5), y la justicia «procedente de la fe» (v. 6). Una y otra se contraponen, no como dos posibilidades entre las que cabría elegir, toda vez que la justicia procedente de la ley ya no representa una auténtica posibilidad, sino que resulta imposible por la justicia procedente de la fe. Así, el testimonio de Moisés sacado de Lv 18,5, alude a la justicia procedente de la ley, que late en el fondo del camino legalista, y en modo alguno se refiere a la posibilidad presente del camino legal. Ese testimonio indirecto se convierte -porque de hecho ningún hombre cumple la ley ni puede cumplirla- en un testimonio en favor de la nueva justicia, que no procede de las obras de la ley sino de la fe en Cristo. Éste, empero, no puede ser suplantado por ninguna pretensión humana; o dicho con otras palabras, no se le puede «hacer descender» del cielo (v. 6), ni «hacerle subir» del «abismo» (v. 7). Las citas veterotestamentarias, que Pablo explota aquí, van provistas en cada caso de una ampliación exegética, que pone claramente de relieve cómo la interpretación paulina de la Biblia está referida a Cristo.

También la cita del v. 8 -tomada de Dt 30,14- presenta la justicia nueva como la verdadera, única y genuina posibilidad. Esa posibilidad se nos brinda en la palabra de la predicación. En el Evangelio, y sólo en el Evangelio, se nos revela ciertamente la justicia de Dios (cf. 1,17). Por ello, le interesa a Israel aceptar el Evangelio y hacerse creyente. Pero Israel ya ha desperdiciado al presente la palabra de Dios que salió y llega con el Evangelio. Pese a todo, éste es el único camino que le queda.

9 Porque, si confiesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo. 10 Pues creerlo con el corazón conduce a justicia, y confesarlo con los labios conduce a salvación. 11 Por eso dice la Escritura: «Ninguno de los que creen en él quedará defraudado» (Is 28,16).

En el centro de la proclamación de la fe por parte del Apóstol, que «primeramente» se dirige a Israel (d. 1,16), se encuentra Jesucristo. Con unas fórmulas confesionales y evidentemente en estrecha conexión con una confesión de fe anterior, presenta el Apóstol la fe en Jesús como una fe salvadora. La cita final de la Escritura en el v. 13 confirma la fe cristiana universal por el testimonio de la alianza de Israel.

CREER/QUE-ES: La confesión de fe se centra en Jesús como Señor. Creer significa reconocer a Jesús como Señor y someterse de forma permanente a su soberanía. Que esto sea una exigencia que abarca la vida entera, ya nos lo ha demostrado Pablo en el capítulo 6. Pero la fe apunta, además, a una confesión del Señor Jesús expresamente formulada en este hecho concreto: que «Dios le resucitó de entre los muertos». La resurrección de Jesús es el hecho fundamental y, bien entendido, la raíz de la confesión de fe cristiana Pues, en Cristo y con Cristo, Dios nos ha suscitado para vivir la vida que ya poseemos ahora, en fe, en una fe esperanzada, aunque todavía no con una contemplación manifiesta (cf. 8,24s). Con la resurrección de Jesús de entre los muertos, Dios ha demostrado su fuerza creadora, y es precisamente esta potencia divina que vuelve a crear, a la que hay que someterse con fe, a fin de que la salvación aparezca como una creación nueva de Dios.

12 Pues no hay diferencia entre judío y griego, ya que uno mismo es el Señor de todos, que prodiga sus riquezas para con todos los que lo invocan; 13 y «todo el que invoque el nombre del Señor, será salvo» (11 3,5).

Con toda la claridad deseable subraya el Apóstol una vez más el carácter universal de la nueva justicia que se abre en Cristo. Esto lo hace refiriéndose al valor universal de la soberanía de Dios: uno mismo es el Señor de todos. Para alcanzar la plenitud, esta soberanía universal de Dios en Cristo tiene que comprender también a Israel. Bajo esa soberanía ya no hay «diferencia» entre judíos y gentiles. Éste es ciertamente el aspecto histórico-salvífico del problema, que es el mismo Israel; pues, como pueblo elegido de Dios, siempre debía tener ante los ojos lo que le diferenciaba del mundo pagano. De otro modo ¿dónde se manifestaba el hecho de la elección? En Cristo resulta patente que la elección encuentra precisamente su manifestación en el hecho de que todas las esperanzas humanas, incluso las esperanzas e ideas de Israel sobre la justicia, vienen superadas por Dios mismo, y en que Dios llama a todos los hombres sin distinción alguna. La igualdad de cara a la salvación obtenida supone la igualdad en el pecado; supone que «todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (3,22s). De ahí que también a Israel interese volverse hacia ese Señor.

4. ISRAEL ES INEXCUSABLE (Rm/10/14-21)

14 Ahora bien, ¿cómo podrían invocar a aquel en quien no tuvieron fe? ¿Y cómo podrán tener fe en aquel de quien no oyeron hablar? ¿Y cómo van a oír, sin que nadie lo proclame? 15 ¿Y cómo podrán proclamarlo, sin haber sido enviados? Como está escrito: «¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian cosas buenas!» (1s52,7). 16 Pero no todos aceptaron el Evangelio. Ya lo dice Isaías: «Señor, ¿quién ha prestado fe a nuestro mensaje? (Is 53,1). 17 Así que la fe viene de la predicación escuchada, y esta predicación se hace en virtud de la palabra de Cristo.

Se trata de la palabra de Dios que se nos ha dirigido y nos sigue llegando en el Evangelio. Esa palabra hay que escucharla. Con la escucha y aceptación creyente del Evangelio, la causa de Dios logra su objetivo. Por ello, de cara a Israel hay que preguntarse si es que no ha tenido lugar allí el acontecimiento de la palabra del Evangelio. En caso negativo, Israel no sería ciertamente culpable. Mas Pablo puede partir de la base de que el Evangelio también ha sido anunciado a los judíos, y además «primeramente» (1,16). El énfasis con que ahora expone el hecho de la predicación del Evangelio, pone de relieve una vez más la inexcusabilidad de Israel.

La predicación, la escucha, la fe y la llamada con su relación intrínseca aparecen como un acontecimiento encadenado, cuyos actos aislados enlazan unos con otros. Mediante este ordenamiento causal del hecho de la palabra conduce Dios a la salvación. Esto es lo que también Israel debe reconocer. Y ante todo y sobre todo tiene que aprender a escuchar. En la predicación del Evangelio escucha a aquel a quien debe volverse con fe, al Dios precisamente que ahora cumple sus promesas a Israel en Cristo y por Cristo. Es el mismo Dios el que sale fiador de todo este acontecimiento, desde la predicación hasta la llamada a la profesión de fe. Incluso envía a los anunciadores de la palabra, pues el predicador forma parte del acontecimiento salvífico de la palabra divina. Como tal se entiende a sí mismo el Apóstol. Su ministerio apostólico es un eslabón imprescindible en el acontecimiento de la salvación. Pero es justamente un servicio, bajo el cual está el encargo de Dios y que se manifiesta en la predicación que suscita la fe de los oyentes. El ministerio en la Iglesia no puede tener otro fundamento que su destino esencial como un servicio a la salvación. En el acontecimiento de la palabra salvífica de Dios, el Apóstol presta al Evangelio su palabra articulada; pero como una palabra que merece un crédito consistente.

Pero verdad es que «no todos aceptaron al Evangelio» (v. 16). Más aún, Israel como pueblo en general se ha cerrado a la palabra salvadora de Dios en la hora presente. Y esto es lo que angustia al Apóstol de forma opresiva. Por eso puede referirse aquí con toda razón a la palabra del profeta: «¿Quién ha prestado fe a nuestro mensaje?» Entra, pues, en el destino del mensajero el no encontrar fe ni el ser recibido en todas partes con los brazos abiertos. En esta experiencia descorazonadora del mensajero se pone mejor de manifiesto que es obra y mérito de Dios cuando la palabra acaba por conducir a la fe. Mas, por lo que hace a Israel, el Apóstol no puede permanecer tranquilo pensando que la conducta de su pueblo corresponde a la palabra del profeta. Si en la presente proclamación de la palabra opera el Dios de las promesas, el Dios que según el testimonio de la Escritura ha vinculado sus promesas a Israel, es evidente que Israel no puede quedar ahora al margen sin más.

18 Pero pregunto: ¿Es que no oyeron? ¡Claro que sí! «Por toda la tierra se difundió su voz, y hasta los confines del mundo llegaron sus palabras» (Sal 19,5).

Israel oyó, puesto que el Evangelio ha resonado «por toda la tierra». Las palabras del salmo citadas aquí no hablan ciertamente, en su sentido original, del Evangelio como «palabra de Cristo» (v. 17), sino de las obras de la creación en las que Dios se manifiesta. Pero el Apóstol puede aplicar este acontecimiento revelador, cantado en el salmo del Antiguo Testamento, a la predicación del Evangelio, sin intentar hacer violencia al texto. Pues, todas las palabras de Dios ya pronunciadas encuentran en el Evangelio su verdadero y definitivo alcance. Por ello afirma Pablo del Evangelio que sus ecos han resonado por toda la tierra. Ha sido proclamado para todo el mundo y con el anuncio del Apóstol está corriendo por todo el planeta, hasta llegar a Roma y aún más allá. Pese a todo, Israel no ha alcanzado la fe, y eso es lo que constituye su culpa delante de Dios.

19 Pero sigo preguntando: ¿Acaso Israel no se enteró? Moisés primeramente afirma: «Yo os haré tener celos de un pueblo que ni siquiera lo es, con un pueblo insensato os provocaré a enojo» (Dt 32,21). 20 Luego Isaías se atreve a decir: «Fui hallado por los que no me buscaban, me hice visible en quienes no preguntaban por mí» (Is 65,1). 21 En cambio, dice refiriéndose a Israel: «Todo el día estuve con las manos extendidas hacia un pueblo indócil y rebelde» (Is 65,2).

¿Qué le falta aún a lsrael para escuchar el Evangelio? ¿Le falta sólo el reconocimiento? Pero precisamente Israel debería haberlo reconocido antes que nadie, puesto que se jacta de conocer la voluntad de Dios y aquello que más interesa en las relaciones con Dios (cf. 2,18). Pero, evidentemente, el hombre no alcanza la fe mediante ese pretendido conocimiento sino gracias al Dios que llama. Así lo demuestra la vocación de los gentiles, que han sido llamados siendo un «pueblo insensato» y que, por lo mismo, no contaban con ninguna disposición para ese reconocimiento.

De este modo ha quedado anulada la prioridad de Israel en la historia de la salvación. Dios se ha revelado a un «pueblo que ni siquiera es pueblo», a «los que no me buscaban... a quienes no preguntaban por mí». Todo esto lo ha hecho Dios para hacer «tener celos» al pueblo de Israel. Pues, ni aun ahora ha olvidado Dios a Israel ni le ha abandonado sin más. «Todo el día» -lo que se extiende también al presente- Dios extiende sus manos «hacia un pueblo indócil y rebelde». La elección de Israel no es algo puramente casual, puesto que ahora mismo el Dios de la elección sigue actuando en ese sentido. El camino de «los celos» o de la emulación bien puede ser en definitiva el camino por el que Israel recupere lo que de hecho ya ha perdido.