CAPÍTULO 8


IV. LA LIBERTAD DE LOS HIJOS DE DIOS (8,1-39)

Del capítulo 7 se deduce con singular claridad por qué Pablo no puede renunciar a sus exhortaciones a emprender una nueva vida. Cierto que el pasado pecaminoso del hombre ha sido fundamentalmente superado «en Cristo». El hombre «en Cristo» es en realidad una nueva criatura, y ha pasado de la muerte a la vida. Pero el cristiano no se ha distanciado de su pasado pecaminoso hasta el extremo de que éste no se le pueda presentar ahora una vez más como su posibilidad negativa. Por ello es preciso exhortar al cristiano a comportarse de un modo nuevo. La nueva vida no produce sus frutos de forma automática, sino que el hombre ha de responder continuamente a sus exigencias.

En el capítulo 8 se pone especialmente de relieve que la exhortación del Apóstol sólo puede comprenderse de modo adecuado desde la base de su mensaje de libertad. De ahí que recuerde ante todo el acto liberador de Cristo, para apelar inmediatamente a la libertad de los manumitidos y que ahora caminan según el Espíritu: son los hijos de Dios y por lo mismo también «herederos» de su gloria futura. Como tales tienen que conservar al presente la libertad otorgada.

Sobre el trasfondo del capítulo 7 puede Pablo exponer con detalle y de forma apremiante el presente salvífico de los cristianos. De acuerdo con ello, la vida cristiana se entiende como una vida «según el espíritu», no «según la carne», pues el espíritu otorgado por Cristo se mantienen en la libertad de los hijos de Dios. Pero, al mismo tiempo, Pablo pone en claro que la salvación presente sólo se conserva como una vida vivida y acrisolada en la esperanza. Esa vida, que es simultáneamente realización en Cristo y promesa del futuro de Dios, permite que los cristianos se alegren de hecho y proclamen, con agradecimiento a Dios, la salvación que se les ha dado, como demuestra la misma conclusión jubilosa del capítulo 8. Este acento fundamental, claro y alegre no es ciertamente la última razón de que siempre se haya considerado el capitulo 8 como el vértice más alto de toda la carta.

1. LIBERTAD POR EL ESPÍRITU (Rm/08/01-11)

1 Así pues, ahora ya no pesa ninguna condena sobre quienes están en Jesucristo. 2 Porque la ley del Espíritu, dador de la vida en Jesucristo, me liberó de la ley del pecado y de la muerte. 3 En efecto, lo que era imposible a la ley, por cuanto que estaba incapacitada por causa de la carne, Dios, enviando su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como víctima por el pecado, condenó al pecado en la carne, 4a fin de que lo mandado por la ley se cumpla en nosotros, los que caminamos, no según la carne, sino según el espíritu.

La oposición del v. 1 al grito desesperado de 7,24 es total y categórica. «Ahora...» la mirada se vuelve desde la situación desgraciada del hombre bajo la ley y el pecado hacia la hora presente. En este presente determinado por Cristo ya no hay «ninguna condena» para quienes están en Jesucristo. Pues, con Cristo la vieja soberanía de las potencias maléficas ha llegado a su fin y se abre la nueva vida, que ahora puede llamarse vida con toda verdad. De ahí que quienes están en Cristo hayan sido arrancados al juicio que pende sobre el pecado. Este tono fundamental condiciona todo el capítulo. Es la certeza de la salvación de los cristianos, que sólo la tienen en Cristo y sólo la conservan con una vida según el Espíritu.

Siguen los v. 2-4 describiendo la liberación, de la que los cristianos han sido hechos partícipes, como un acto universal de salvación que Jesucristo y Dios han llevado a término, de tal modo que el anuncio y proclama del v. 1 no hay que separarlos de su prueba teológica. De hecho la exposición del acto liberador aparece como una confirmación posterior de 7,1-6 desde el campo de la teología y soteriología del Apóstol.

La liberación de la «ley del pecado y de la muerte», se describe en el v. 2 ante todo como una «ley» contraria a dicha ley. Es la ley que ha sido dada por el «Espíritu», no por el espíritu humano, sino por el Espíritu que se manifiesta como «vida en Jesucristo». En definitiva no es otro que el Espíritu de Jesucristo, que se comunica a los creyentes y para quienes viene a ser una nueva ley. Pablo, sin embargo, no proclama algo así como una ley cristiana en lugar de la vieja ley mosaica. Lo que él tiene que proclamar como nuevo es el Evangelio, y esto no puede llamarse realmente ley en un sentido estricto, cual si se tratase de la sustitución de otra ley. Pablo utiliza aquí unas fórmulas antitéticas, y sólo en el sentido de esta antítesis puede presentarse el Evangelio como una «ley» que proclama y trae la libertad.

El proceso de liberación no se da sin la obra de Cristo Jesús, y por lo mismo tampoco sabe pensarla sin la iniciativa de Dios. Pues lo que la ley no pudo -en lugar de conducir a la vida lo que hizo fuera arrastrar al pecado y, en consecuencia, a la muerte- lo ha logrado Dios por medio de su Hijo. A él lo envió 33 en la «semejanza» de nuestra existencia carnal, condicionada por el pecado. En la formulación de este pensamiento se echa de ver, por una parte, cómo el Apóstol se esfuerza por presentar al Hijo de Dios como hecho hombre y asumiendo plenamente las condiciones históricas y concretas de la existencia humana, indicadas aquí a través del concepto de «carne» dominada por el pecado; pero, por otra parte, Pablo tampoco quiere presentar el ser humano del Hijo de Dios como una realidad personalmente pecaminosa. Ha venido pensando en la humanidad pecadora para encontrarse con el pecado en su propio campo de operaciones, «en la carne». Pablo piensa aquí en el acontecimiento de la salvación en cuanto vinculado a la muerte en cruz de Jesús. En la entrega de su vida por nosotros, es decir, en lugar nuestro y en nuestro favor, la misión del Hijo de Dios alcanza su meta. Jesús sufre en su muerte el juicio de Dios contra el pecado, y representa así a todo el género humano que se encuentra bajo el pecado.

El v. 4 sirve ya de introducción al cambio de vida «según el espíritu». Lo que Jesús ha hecho de una vez, lo ha hecho por nosotros. El giro que representa su acto liberador ha encontrado ahora su repercusión en nuestra vida nueva, como un cambio de la carne al espíritu, y ahí tiene que seguir repercutiendo de forma continua. Con el cambio de vida «según el espíritu» llega incluso a cumplirse «lo mandado por la ley», en razón precisamente del cumplimiento que representa el acto liberador de Jesucristo de una vez para siempre. Verdad es que el hombre regido por el Espíritu de Cristo ya no recibe lo mandado por Dios como una «ley» -este concepto en sentido estricto queda reservado a la vieja ley nefasta-, sino como la exigencia del propio Espíritu, que no sólo fomenta el nuevo modo de vida, sino que además lo hace posible.
...............
33. Cf. Ga 4,4.
...............

5 En efecto, los hombres según la carne, anhelan las cosas de la carne; los hombres según el espíritu, las del espíritu. 6 Pero el anhelo de la carne termina en muerte; mientras que el anhelo del espíritu, en vida y paz. 7 Pues el anhelo de la carne es enemistad para con Dios, ya que no se somete a la ley de Dios ni siquiera tiene capacidad para ello, 8 y quienes viven en lo de la carne no pueden agradar a Dios.

CARNE/QUE-ES: Las posibilidades del hombre desde su propio ser han quedado superadas. ¿Qué es el hombre? ¡Por sí solo nada más que «carne»! Eso es lo que el capítulo 7 ha puesto bien en claro. «Carne» es la existencia terrena y presente del hombre en contraste con su destino que es obtener la vida. Pero en el presente de la fe se demuestra que la vida sólo la otorga el Espíritu. Es preciso dejarse conducir por este Espíritu , y sólo en la medida en que el hombre corresponde al don y a las solicitaciones del Espíritu, se convierte en «hombre según el espíritu».

No hay que olvidar que Pablo ve al hombre única y exclusivamente por Cristo y por su obra salvadora. Por ello no hay que esperar una reflexión sobre el hombre en sí mismo. Ciertamente que para Pablo existe el hombre en sí mismo, es decir el hombre que se cuida de sí mismo y trabaja para sí, que comete el pecado, que no deja de hecho que Dios se cuide de él y que en el fondo no espera la salvación de Dios, sino de sí mismo, porque confía en sí mismo y para él el bien es procurarse la vida. Pero en realidad lo único que encuentra es la muerte y, desde la perspectiva de Dios, su existencia aparece como una enemistad divina. Pablo no deja la menor duda de que la única posibilidad del cristiano de responder a la voluntad de Dios es precisamente la vida regida por el Espíritu.

9 Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, puesto que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, este tal no pertenece a Cristo. 10 En cambio, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por causa del pecado, pero el espíritu es vida por causa de la justicia. 11 Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo dará vida también a vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros.

Pablo habla directamente a los cristianos como a quienes están «en el espíritu». La realidad que fundamenta este nuevo ser es «el Espíritu de Dios... en vosotros». «Espíritu de Dios» y «Espíritu de Cristo» son la misma cosa. Lo decisivo es que se experimenta el «Espíritu» como la realidad que define el presente, y desde luego en la vida de cada uno de los creyentes lo mismo que en la universalidad y comunión de los creyentes, es decir, en la comunidad. Tal vez no habría que considerar un hecho casual el que Pablo se dirija aquí en plural a los hombres que están «en Cristo», de forma distinta que a los hombres anteriores a Cristo y privados de él (capítulo 7). El Espíritu, que ha sido dado al creyente, es siempre el Espíritu comunicado a la Iglesia de Jesucristo. Pero en la comunidad de los creyentes se manifiesta también la fuerza determinante del Espíritu como una nueva vida de cada uno. «En el espíritu» experimentamos la vida que ese espíritu produce. Y esa vida afecta al hombre entero, al igual que el espíritu determina la realidad de todo el hombre. Ni es otro el contenido de la fórmula dialéctica relativa al «cuerpo» que «está muerto por causa del pecado» y del «espíritu» que «es vida por causa de la justicia» (v. 10). Una y otra cosa, «cuerpo» y «espíritu» indican la totalidad del hombre, aunque desde una perspectiva distinta. El «espíritu» es aquí el fundamento de la nueva vida que penetra por completo al hombre, hasta el punto de que éste ahora está «muerto» para el pecado.

El Espíritu otorga la vida, que significa la vida de la resurrección. La vida que el creyente vive en la hora actual es la vida de Cristo resucitado de entre los muertos, y por lo mismo es ya un anticipo en la resurrección futura de nuestros «cuerpos mortales», gracias precisamente al Espíritu que habita en nosotros. La posesión actual del Espíritu nunca debe conducir a un desconocimiento del auténtico don del Espíritu, es decir, la vida del futuro que Dios nos ha prometido y de la que nosotros no podemos disponer.

2. LA VIDA EN EL ESPÍRITU (Rm/08/12-17)

12 Por consiguiente, hermanos, deudores somos: pero no de la carne, para vivir según ella. 13 Pues si vivís según la carne, tendréis que morir; pero si con el espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. 14 Porque todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, éstos son hijos suyos. 15 Y vosotros no recibisteis un espíritu de servidumbre, que os lleve de nuevo al temor, sino que recibisteis un espíritu de adopción, en virtud del cual clamamos: «¡Abbá!, ¡Padre!» 16 El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. 17 Y si hijos, también herederos: herederos de Dios, y coherederos de Cristo, puesto que padecemos con él y así también con él seremos glorificados.

Como quienes están «en el espíritu» (v. 9) y viven ahora según la norma del espíritu, ahora somos libres gracias a la acción liberadora de Dios. Y por ello, precisamente en cuanto libres, somos «deudores», aunque nunca deudores de la «carne». Pues, la vida de quien confía en su «carne», es decir, en sí mismo, conduce necesariamente a la muerte. Por el contrario, nos oponemos a ella cuando, «con el Espíritu, dais muerte a las obras del cuerpo». La idea que aquí late es la práctica pecaminosa en la que el «cuerpo» -o, lo que es lo mismo, el yo del hombre- encuentra siempre placer. Tal práctica debe ser muerta por el Espíritu, que nos capacita y nos guía hacia una nueva práctica cristiana (v. 14).

En el v. 13, la muerte y la vida aparecen como las dos posibilidades que se presentan al cristiano. Pero ¿se le brindan realmente a su libre elección, de tal modo que pueda decidir entre ambas? Si puede darse la libertad psicológica de elección o de decisión, ello se debe a que esta libertad está ya intrínsecamente condicionada de forma bien explícita por el poder del Espíritu que guía al cristiano en la fe. Todo lo que ahora le interesa es mantenerse en la libertad que le ha otorgado el Espíritu. Así pues, la elección que el cristiano debe hacer de conformidad con todo ello, consiste en adherirse al Espíritu, en dejarse guiar por el Espíritu. Si no se mantiene firme ahí, necesariamente sucumbirá al impulso mortífero del pecado.

Puesto que somos libres, somos realmente hijos de Dios (v. 14). Pues, el espíritu que hemos recibido no es el «espíritu de servidumbre», sino el de «adopción», con el que nos otorgan nuevas relaciones como hijos adoptivos de Dios (v. 15). Al acto liberador del Hijo de Dios (v. 24) responde el nuevo estado de liberados como hijos de Dios, que por la acción salvífica divina han entrado en posesión plena de sus derechos de hijos adoptivos (v. 16s)34. Pablo recuerda estas nuevas relaciones con Dios, que los cristianos han obtenido, para referirse una vez más a la libertad refrendada por Dios como base de la nueva práctica de vida cristiana.

Así como la adopción de los cristianos lograda en el Espíritu se funda en el acto del Hijo de Dios, así también éstos le dan una respuesta adecuada en su vida, por lo que se refiere al padecer con él en el presente como a la glorificación con él en el futuro. Es curioso que Pablo, de cara a la salvación, defina el presente como un «padecer con él», que tiene asegurada la promesa de la gloria futura. Por lo que hace a la glorificación de los hijos de Dios, en su nueva vida ellos sólo la experimentan de momento como un «todavía no» dentro de «lo que ya han logrado». Lo cual no equivale precisamente a una ilusión, sino a una promesa y esperanza. Pues, es justo el conocimiento seguro de la promesa de Dios en la experiencia del Espíritu lo que no solamente hace que nos mantengamos firmes frente a los trabajos del presente, sino que además nos mantiene esperanzados. Por todo lo cual el caminar según el Espíritu hace que no despreciemos con un entusiasmo exaltado la existencia en el mundo transitorio, sino que nos la presenta a una luz completamente nueva y llena de sentido.
...............
34. Cf. Ga 4,4-7.
..........

3. CERTEZA DE LA ESPERANZA (Rm/08/18-30)

18 Efectivamente, yo tengo para mí que los sufrimientos del tiempo presente no merecen compararse con la gloria venidera que en nosotros será revelada.

El llamamiento del Apóstol a los fieles para que sean conscientes de su nueva dignidad de hijos de Dios se cerraba al final del v. 17 con la promesa de que los que ahora «padecemos» «seremos glorificados» en el futuro. Con ello apunta ya el tema que domina los próximos versículos, a saber: la esperanza futura de los cristianos. Este tema es de una importancia capital. De ahí que el desarrollo objetivo del Evangelio en la segunda parte de esta carta no desemboque casualmente en la promesa del futuro que Dios tiene reservado a los justificados por la fe.

La promesa cristiana del futuro tiene su fundamento en Dios y en su acción liberadora por medio de la muerte y resurrección de Jesús. De la «gloria venidera» sólo puede hablarse desde ese fundamento que ha sido puesto con Cristo. Por eso cuando el cristiano contempla el futuro desde la nueva vida planteada en él e intenta alcanzar ese futuro «lanzándose hacia por lo que está delante» (Flp 3, 13), no es una aspiración audaz de la propia suficiencia, sino la verdadera tarea que le incumbe al cristiano en la hora presente. La nueva vida, que ahora ya se le ha otorgado al creyente, reclama por su misma naturaleza la consumación en la «gloria». La fe, por la que hemos sido justificados, comporta la promesa de la gloria futura. Por eso, el cristiano sólo vive de la fe en cuanto que permite la vigencia de la promesa del futuro. Una fe estrecha y que por lo mismo, aportaría un consuelo precipitado, que sólo mirase hacia atrás, hacia la redención operada una vez por Cristo, renunciaría a una de sus características esenciales; concretamente, a la perspectiva de la gloria futura y a un impulso decisivo para la acción cristiana en el presente.

El presente se define desde luego por los «sufrimientos». Son los sufrimientos del tiempo final, los sufrimientos que se le derivan al cristiano de la época mundana que pasa, de sus deficiencias, de sus fallos y desarrollos, que todavía no permiten ver claramente a la «nueva creación» (2Cor 5,17; Gál 6,15) que ha irrumpido con Cristo. A esa categoría no pertenecen sólo los sufrimientos y necesidades de cada uno de los creyentes, sino también las situaciones sociales embarazosas de toda la humanidad, cuya cambiante expresión histórica solicita constantemente a los creyentes a una conducta liberadora y con visión de futuro. La consideración de la gloria futura no puede dejar a quienes creen en modo alguno inoperantes de cara a los sufrimientos presentes, sino que los fieles, recordándose de la dinámica revolucionaria de la esperanza, deben dar testimonio de la «nueva creación» incluso en la práctica cristiana.

19 Porque la anhelante espera de la creación aguarda con ansiedad la revelación de los hijos de Dios. 20 La creación, en efecto, no por propia voluntad, sino a causa del que la sometió, fue sometida a la vaciedad, pero con una esperanza: 21 que esta creación misma se verá liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios.

La salvación de Dios afecta a toda la creación. De ahí que pueda Pablo describir la situación presente de las criaturas en general como una «anhelante espera». También la creación en general existe por la promesa. Y será asumida en la «revelación de los hijos de Dios», en la glorificación de éstos y asimismo liberada de su propia «vacuidad», para alcanzar la «libertad de la gloria de los hijos de Dios». Aunque se supone claramente que la gloria futura corresponde, en primer término y en sentido estricto, a los «hijos de Dios», no se excluye, sin embargo, que la creación entera pueda ser glorificada con ellos. Al ser llamados por Dios, los hombres no se aíslan del resto de la creación, sino que más bien son llamados precisamente para convertirse en una «nueva creación» (2Cor 5,17; Gál 6,15) 35. La visión esperanzada que el Apóstol tiene del futuro no deja nada que desear por lo que hace a su universalidad y amplitud.

Por lo demás, esta visión amplia de toda la creación redimida no deja indiferentes a los cristianos en la hora actual. Si la creación aguarda la «revelación de los hijos de Dios», quienes ahora pueden ya denominarse hijos de Dios, y que lo son en realidad, tienen que asumir de forma nueva y seria su responsabilidad frente a la creación. En todo caso no responde al pensamiento cristiano abandonar la creación a su propio destino permaneciendo inactivos. El paso de la creación es un paso cargado de salvación, un paso en la forma más salvífica que Dios le ha dado. Por eso, este mundo, que camina hacia su salvación, tiene ciertamente un futuro, que los cristianos deben proclamar en toda su realidad.

22 Pues lo sabemos bien: la creación entera, hasta ahora, está toda ella gimiendo y sufriendo dolores de parto. 23 Y no es esto sólo; sino que también nosotros mismos, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos igualmente en nuestro propio interior, aguardando con ansiedad una adopción, la redención de nuestro cuerpo. 24 Pues con esa esperanza fuimos salvados. Ahora bien, esperanza cuyo objeto se ve, no es esperanza. Porque ¿quién espera lo que ya está viendo? 25 Pero, si estamos esperando lo que no vemos (todavía), con paciencia lo aguardamos.

El v. 22 subraya una vez más que la creación entera se halla vinculada estrechamente con nosotros. Es solidaria de lo perecedero que en ella impera por una necesidad transida de esperanza, pues es en este mundo perecedero donde surgirá la «nueva creación». Mas no solamente la creación en su conjunto, «también nosotros... gemimos». Cosa tanto más sorprendente cuanto que ya hemos recibido al «Espíritu» como «las primicias» de la gloria futura. Esta posesión del Espíritu no preserva de semejante solidaridad en la indigencia con la creación entera. Y es en esta indigencia y transición así como en la confirmación del Espíritu en medio de este mundo transitorio en que aparece la «adopción» más bien como un bien futuro, si bien ya ahora hemos entrado de hecho en posesión de los derechos de «hijos de Dios» (v. 15-17). Aguardamos esa adopción como un bien salvífico futuro, en cuanto que significa la «redención de nuestro cuerpo» precisamente de la caducidad de esta creación transitoria. De acuerdo con esto, el presente cristiano es algo bien distinto de una existencia triunfal, es más bien la existencia de un hombre en la necesidad en que el propio Espíritu le pone, y que continuamente se experimenta como una tensión entre la creación vieja y la nueva.

Así, la frase «en esta esperanza fuimos salvados» puede sonar de primeras como una limitación: solamente o únicamente en esperanza. Pero aquí Pablo no piensa en semejante limitación cuando habla de que hemos sido salvos. Nuestra redención, que hemos obtenido en Cristo y cuya victoria es don del Espíritu, la proclama Pablo sin duda alguna como una redención ya lograda. Pero, si es una redención en esperanza, en este anuncio se descubre la promesa inherente a nuestra redención de que en el futuro se manifestará lo que ahora está oculto y que es ya como una realidad anticipada. La redención futura, que aguardamos con paciencia, no es una redención distinta y posterior de la que ya hemos alcanzado en Jesucristo, sino que será la manifestación de «lo que ahora no vemos (todavía)» (v. 25). La paciencia que nosotros los cristianos debemos desplegar a este respecto, consiste precisamente en que no corremos tras ninguna otra cosa, tras ninguna otra promesa, que puede parecer más fácil y apremiante, pero que en realidad no haría más que desviar nuestra mirada de la llegada de la verdadera promesa. La esperanza de los cristianos aguarda la llegada del Señor, que vendrá en su gloria.
...............
35. Véase Is 65,17: «Pues, he aquí que yo creo un cielo nuevo y una tierra nueva.»
...............

26 De igual manera, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. Porque no sabemos qué hemos de pedir para orar como es debido; sin embargo, el Espíritu mismo intercede con gemidos inexplicables. 27 Pero aquel que escudriña los corazones sabe cuál es el anhelo del Espíritu, porque éste intercede, según el querer de Dios, en favor de los santos.

¿No podemos engañarnos en nuestra esperanza? ¿Cómo sabemos que nuestra esperanza no nos induce a error, cuando esperamos «lo que no vemos»? (v. 25). La respuesta no puede reducirse simplemente a que no hacemos más que esperar y aferrarnos a un futuro, a cualquier futuro. Si confiamos en el Espíritu, que nos guía (v. 14), nuestra esperanza no carece de dirección, sino que es «según el querer de Dios» (v. 27). Es precisamente esa confianza en el Espíritu, que se nos ha dado como «Espíritu de adopción» (v. 15), como «primicias» (v. 23), lo que se nos reclama, por cuanto «no sabemos qué hemos de pedir para orar como es debido», pues «el mismo Espíritu intercede» (v. 26).

Ello no quiere decir que la oración del cristiano sea superflua, sino que adquiere una mayor hondura en el sentido de una confianza en el Espíritu. En la plegaria podemos presentar ante Dios los anhelos y necesidades de nuestra existencia; nuestra fe nos alienta a esperarlo todo de Dios y de su gracia. Pero el hecho de que incluso en nuestra oración, en nuestros anhelos y esperanzas dejemos que Dios sea totalmente Dios, que nos entreguemos de lleno con nuestras aspiraciones más caras a ese Dios que justifica y otorga la salvación y el hecho de que no recurramos a ningún otro dios sustitutivo, requiere el concurso del Espíritu que «viene en ayuda de nuestra debilidad» y que «intercede con gemidos inexplicables», en los cuales no sólo se incluyen el gemido y el anhelo de la creación sino hasta sus mismas esperanzas no siempre plenamente conscientes. Es así, con el apoyo del Espíritu de Dios, como nuestra esperanza adquiere su certeza peculiar.

28 Sabemos además que todas las cosas cooperan al bien de quienes aman a Dios, de quienes son llamados según su designio. 29 Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que éste fuera el primogénito entre muchos hermanos. 30 Y a los que predestinó, también los llamó, y a los que llamó, también los justificó, y a los que justificó, también los glorificó.

La certeza de nuestra esperanza nos permite soportar con paciencia «los sufrimientos del tiempo presente» (v. 18). Por lo que hace a la parte que nos afecta de esos sufrimientos sabemos con esa certeza que «todas las cosas cooperan al bien» nuestro. Lo cual no significa que para los cristianos todo resulte más fácil de como puede aparecer desde una consideración meramente naturaL ni que les resulten más llevaderos que a los demás sus padecimientos y penalidades. Por el contrario, los sufrimientos son siempre sufrimientos, aun cuando se integren en la esperanza del cristiano. La esperanza cristiana no permite superarlos tan fácilmente como una y otra vez han creído erróneamente los carismáticos exaltados. Por consiguiente, Pablo no predica una indiferencia estoica frente a las experiencias penosas de la vida, sino la certeza de la esperanza en todos los sufrimientos. Esta certeza encuentra en el v. 28 un mayor relieve desde un doble aspecto. Es la certeza de quienes «aman a Dios» y que han sido «llamados» según el decreto misericordioso de Dios. Que nosotros amemos a Dios no es mérito nuestro ni tampoco producto de nuestro esfuerzo; no es fruto de nuestra inclinación y buena voluntad, sino que es «el amor de Dios... derramado en nuestros corazones» (5,5), el amor con que Dios «viene en ayuda a nuestra debilidad» (8,26) y que en nosotros se convierte en la postura de los «hijos de Dios», (8,16s) que todo lo supera. Quienes aman a Dios no son ciertamente distintos de aquellos a los que Dios ha llamado en su voluntad salvífica precedente y universal. Cómo Dios ha trazado esta vocación y cómo la ha llevado a término lo exponen los versículos 29-30 en una especie de eslabonamiento.

Cada uno de los eslabones de esta cadena 36 está unido a los otros de tal modo que desarrollan la única acción salvífica de Dios en favor de los hombres en sus diversos aspectos. Se parte de la vocación que Dios ha hecho llegar a los hombres por medio de Jesucristo (v. 28 y 30). Es la llamada que se escucha y a la que se responde con la fe de los cristianos y con la conducta según el Espíritu. La vocación de Dios es universal como también es universal la fe, en cuanto los hombres aceptan de hecho esa llamada que se les dirige y llegan así a la fe.

Desde esta orientación, universal por esencia, de la acción de Dios que llama a la salvación no hay que esperar que los eslabones de la cadena mencionados en los v. 29 y 30, al igual que los anteriores y los siguientes, expresen una limitación de la salvación a determinados hombres o grupos de hombres, que han podido aportar ciertos requisitos para obtener esa salvación. Por el contrario, las primeras expresiones sobre la presciencia y la predestinación atribuyen a Dios de tal manera la acción salvífica y vocacional, que en definitiva la vocación experimentada en la fe sólo puede entenderse como un acontecimiento salvífico que no está en la mano del hombre sino quo depende sólo de Dios. Pero al hablarse en este contexto de la predestinación, se puede entrever en ella de modo especial el objetivo de la acción salvífica de Dios de cara a la imagen cristiana de la salvación. Dios ama a los creyentes como a hijos suyos, y por lo mismo también como a hermanos de Cristo.

En la llamada que Dios hace a los creyentes están incluidas la justificación y la glorificación de éstos (v. 30). Pues por la fe a la que hemos sido llamados por Dios, y sólo por medio de esa fe, somos justificados (cf. 3,27.28; 5,1). Resulta sorprendente que el despliegue de la acción salvífica de Dios sobre los creyentes abarque también la glorificación, y de tal modo que aquí esa glorificación aparece ya como realizada, en tanto que 5,2 y 8,18 la prometen como futura. Pero en el pensamiento del Apóstol el bien futuro de la gloria de Dios se les comunica ya ahora a los creyentes inicialmente, junto con «las primicias del Espíritu» (v. 23) y, lo que viene a ser lo mismo, con la justificación del pecador ya realizada. Es precisamente esta inclusión la que permite poner en claro cómo el futuro esperado no nos aporta un bien salvífico distinto del que ya se nos ha otorgado por medio de Jesucristo, y cómo Dios, según afirma el v. 32, de hecho nos lo «ha dado todo» al darnos a su Hijo.
...............
36. En la exposición de los padres de la Iglesia esta serie de actos salvíficos de Dios viene valorada como la «cadena de oro». La especulación dogmática posterior se interesó de modo especial por las afirmaciones del Apóstol sobre la predestinación y elección divinas, cayendo en su búsqueda de una pretendida doctrina paulina de la predestinación en el peligro de desconocer la afirmación central y constante del Apóstol acerca de la causalidad del único acto salvífico de Dios, que no puede deducirse con criterios humanos y morales.
...............

4. CONCLUSIÓN NOSOLÓGICA (Rm/08/31-39).

31 ¿Qué diremos, pues, a esto? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? 32 El que ni siquiera escatimó darnos a su propio Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó, ¿cómo no nos lo dará también todo con él?

La certeza de la fe y de la esperanza alcanza en el v. 31 los acentos de un grito jubiloso de triunfo. «¡Dios está por nosotros!» Con este grito parece haber olvidado el Apóstol el recuerdo de «los sufrimientos del tiempo presente» (v. 18) y las exigencias de una vida en esperanza. Pero de hecho ambas cosas no se excluyen. Pues el que nosotros amemos a Dios y respondamos así a la llamada que nos ha dirigido, no se puede concebir y menos llevar a efecto sin Dios, sin el Dios que precisamente se ha manifestado como un «Dios por nosotros» y que por amor ha entregado a su Hijo por todos nosotros. El grito de victoria de «Dios por nosotros» ha dado origen con frecuencia a deformaciones y abusos egoístas. ¿Qué guerra «santa» no se ha remitido al «Dios por nosotros»? No obstante, el «Dios por nosotros» es el Dios de quienes esperan con paciencia (v. 25). Esta exclamación polémica sólo puede dirigirse al espíritu de negación, que siempre tiene algo que objetar ante Dios y, en el fondo, se opone a su obra de salvación tratando de oponer Dios al propio Dios. Pero no hay más que un Dios solo, el Dios que «está por nosotros».

33 ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. 34 ¿Quién podrá condenar? ¡Jesucristo, el que murió, mejor aún, el resucitado, es también el que está a la diestra de Dios, el que además intercede por nosotros!

La acusación contra los «elegidos de Dios» queda anulada en Dios mismo. Que los cristianos tengan conciencia de ser «elegidos de Dios» responde por lo demás al cuadro de la salvación que nos ofrece todo el capítulo. Como aquellos que han obtenido de hecho la salvación, que han recibido el «espíritu de adopción» (v. 15) y que ahora son «hijos de Dios», que disponen de la promesa de la gloria futura, a quienes Dios se «lo dará también todo» en el Cristo muerto y resucitado por ellos, como quienes ahora han empezado a amar a Dios, los creyentes tienen que llamarse «elegidos de Dios». Sólo cuando se realiza y cumple toda esta conexión puede la conciencia cristiana de elección mantenerse libre de todo orgullo y suficiencia farisaicos y demostrar así su legitimación por medio de la esperanza que tiene en cuenta la acción salvadora de Dios en favor de todo el género humano.

Se enfoca aquí una vez más, como fundamento de nuestra certeza sobre la salvación, la obra justificante de Dios, que supera la acción deletérea del pecado. A esta pregunta sigue en el v. 34 el silencio de quien podría presentar una acusación. Mas ese silencio viene roto por el grito de «¡Jesucristo!» Y es éste un grito de socorro, la llamada al redentor frente a la acusación condenatoria del enemigo de la salvación. Jesucristo, es decir, el que ha muerto por nosotros, el que ha resucitado, está sentado a la derecha de Dios e intercede en favor nuestro. Jesucristo no es, por ende, un pasado, sino el presente y el futuro para nosotros.

35 ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo»? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? 36 Conforme está escrito: «Por tu causa somos entregados a la muerte todo el día, fuimos considerados como ovejas para el matadero» (Sal 44,23). 37 Sin embargo, en todas estas cosas vencemos plenamente por medio de aquel que nos amó. 38 Pues estoy firmemente convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principios, ni lo presente ni lo futuro, ni potestades, 39 ni altura ni profundidad, ni ninguna otra cosa creada podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Jesucristo, Señor nuestro.

De este modo la profesión de fe en Jesucristo permite al final una vez más -y echando una mirada a todos los «sufrimientos del tiempo presente», cuya descripción adquiere singular relieve con la cita del Salmo 44,23- cantar en forma de himno la certeza de la salvación presente y futura. Es una alabanza al amor de Dios, que él nos ha demostrado en Jesucristo y en cuyo amor sabe el Apóstol que se sostiene y funda la salvación del mundo. Manteniéndonos inconmovibles en ese su amor, nuestra existencia quedará vencedora por encima de todo, pues a través del acuerdo de nuestra existencia creyente con el amor de Dios, y sólo así, pueden superarse todas las fuerzas y potencias que le ponen trabas. Mientras mantengamos firmes esa unión con Dios, se afianzará nuestra libertad para la que hemos sido liberados (cf. 8,2), como libertad de la servidumbre del pasado y alcanzamos de hecho «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (8,21).

El tema principal de la parte primera de la carta a los Romanos es, pues, la revelación de la justicia de Dios en el Evangelio y como Evangelio (1,17). Que Pablo trate de la justicia de Dios para proclamar la acción salvífica en Cristo a favor de la humanidad pecadora y para interpretar esa acción en forma de mensaje, hay que atribuirlo en buena parte al enfrentamiento del Apóstol con la tradición judía y restablecimiento de ésta en el cristianismo naciente. Al final del capítulo 8 aparece el concepto de amor de Dios, que a primera vista podría descubrir una tensión contradictoria con el concepto de la justicia divina. Pero, lejos de ver una oposición entre ambos conceptos, Pablo descubre su correspondencia y unidad objetiva. La justicia de Dios que redime y crea la salvación no es más que su amor a nosotros. De este modo -y no por primera vez en el capítulo 8, sino ya antes en 5,5.8- el concepto de «amor de Dios» se convierte para nosotros en un desarrollo singularmente luminoso y en una aclaración cargada de promesas de lo que a lo largo de toda la carta se describe como la justicia de Dios que se ha manifestado en Cristo.