CAPÍTULO 4
3. PRUEBA ESCRITURÍSTICA (4,1-25)
Lo que Pablo había simplemente apuntado en 3,21, a saber, el testimonio de la Escritura en favor de la justicia de Dios revelada en el acontecimiento cristiano, lo expone con la prueba escriturística del capítulo 4. Ciertamente que lo que aquí le interesa no es sólo el testimonio de la Escritura en favor de su tesis de la justificación, sino también y sobre todo el testimonio escriturístico para la consecuencia que saca del mensaje de la justificación en 3,27-31; es decir, en favor de la unidad de la Iglesia formada por judíos y gentiles. Es aquí donde Abraham constituye la figura clave, preparada ya por la Escritura. Esta intención de la prueba bíblica resalta todavía más en la sección que forma el capítulo 4. En 4,1-8 se empieza por exponer los principios fundamentales según los cuales es posible hablar de la justicia de Abraham por la fe, según la Escritura.
a) La justificación de Abraham por la fe (Rm/04/01-08)
1 ¿Qué diremos, pues, que obtuvo Abraham, nuestro padre según la carne? 2 Porque, si Abraham fue justificado en virtud de sus obras, tiene motivo de jactarse. ¡Pero no ante Dios! 3 En efecto, ¿qué dice la Escritura? «Creyó Abraham a Dios, y esto se le imputó como justicia» (Gén 15,6). 4 Ahora bien, al que realiza un trabajo, el salario no se le imputa como un favor, sino como algo que se le debe. 5 Por el contrario, al que no trabaja, pero tiene fe en el que justifica al impío, esta fe suya se le imputa como justicia. 6 En este sentido, también David proclama bienaventurado al hombre al que Dios imputa justicia independientemente de las obras: 7 «Bienaventurados aquellos cuyos delitos fueron perdonados, y cuyos pecados fueron cubiertos; 8 bienaventurado el varón a quien el Señor no imputará en modo alguno su pecado» (Sal 32, 1-2).
La pregunta del v. 1 intenta provocar el interés del judío. De forma expresiva se le llama a Abraham «nuestro padre», aunque el inciso inmediato «según la carne» representa una cierta limitación. Se refiere a las relaciones de los judíos con Abraham, judíos con los que Pablo aquí se identifica. El v. 2 permite descubrir más claramente la conexión con el capítulo 3. Porque «si Abraham fue justificado en virtud de sus obras...» Pablo vuelve la mirada a la tesis de 3,28, y a través de la misma retorna al mensaje de los v. 21-26. Incluso en Abraham queda excluida la propia jactancia, y desde luego que en razón de su fe. El pasaje escriturístico de Gén 15,6 se convierte en el comprobante del mensaje paulino de la justificación. «Creyó Abraham a Dios...» Ya la fe del gran patriarca muestra la oposición entre las obras de la ley y la fe, aunque no de forma explícita. En cualquier caso Pablo puede entender la cita del Génesis en el sentido de que no habla de un mérito de Abraham -así lo había entendido el judaísmo-, sino de la imputación de la justicia por parte de Dios y sobre la base de la fe. Ahora bien, la fe excluye cualquier hincapié en el propio mérito. Lo cual resulta algo inaudito para los judíos. Convencidos como están por su tradición de que Abraham está de su parte y de que tienen en él el gran ejemplo de su piedad y de su fe en el mérito, Pablo les arrebata ahora esta figura central en la historia de la salvación convirtiéndola en el testigo decisivo de su mensaje de gracia.
Los v. 4 y 5 permiten conocer la base genuina de la argumentación de Pablo. Imputar la fe, dice Pablo, no es atribuir mérito a una obra realizada, sino imputar como gracia; imputación que se hace «al que no trabaja» y, más en concreto, sólo al que «tiene fe». El creyente es quien renuncia a que su acción se le impute como un mérito. Esta renuncia a la afirmación de sí mismo es parte esencial de la fe. Por sí solo el hombre no es más que un «impío»; reconociéndolo así, el hombre da paso a la acción justificante de Dios.
En los v. 6-8 Pablo refuerza su interpretación de Gn 15,6 con un nuevo pasaje bíblico, concretamente con el Sal 32,1-2. Al lado de Moisés ( = Gén 15,6), aparece David como inspirado cantor profético del Salterio. Este orden tal vez responda al esquema de 3,21b, según el cual la revelación de la justicia de Dios está atestiguada por la ley y por los profetas. La bienaventuranza del salmo pertenece claramente, según Pablo, al hombre a quien Dios imputa justicia sin obras. Ciertamente que esto no se dice de forma directa en ninguno de los dos versículos. Se habla de la felicidad, consecuencia del perdón de los pecados, y con tal motivo aparece el verbo «imputar»; ésta ha sido la palabra clave para Pablo. Dios no imputa el pecado. Esto, según el Apóstol, sólo puede entenderse en el sentido de su mensaje sobre la gracia, justo porque no se imputa nada según mérito sino según gracia, es decir, sin obras de por medio. Ya se ve que el camino de la argumentación no deja de presentar rodeos; pero eso no es nada extraño para Pablo.
b) Abraham, padre de todos los creyentes (4,9-17a)
Pablo esgrime diversos argumentos en pro de la paternidad universal de Abraham. No sólo cuenta respecto de los judíos, sino también -incluso sobre el fundamento del testimonio escriturístico- y de forma real respecto de cuantos creen como Abraham. La paternidad universal del gran patriarca se funda, pues, en su fe que le fue imputada como justicia. El testimonio de la Escritura corroborando la validez universal de tal paternidad lo desarrolla Pablo desde dos puntos de vista: por una parte, mostrando la primacía temporal y objetiva de la fe sobre la circuncisión (4,9-12); por otra, mostrando que la fe ha precedido a la ley en el tiempo (4,13-17a). La justicia no se imputa a la circuncisión sino a la fe, y a la fe se han hecho las promesas, no a la Ley.
La paternidad de Abraham se funda en la fe (Rm/04/09-12)
9 Ahora bien, esta declaración de bienaventuranza ¿es para los circuncidados o también para los no circuncidados? Porque decimos: «A Abraham se le imputó la fe como justicia.» (Gén 15,6). 10 Pero ¿cómo se le imputó? ¿Estando ya circuncidado o todavía sin circuncidar? No después de la circuncisión, sino antes de ser circuncidado. 11 Precisamente recibió la señal de la circuncisión como sello de la justicia de la fe que tenía antes de circuncidarse, para que así fuera a la vez: padre de todos los creyentes no circuncidados, a quienes se imputaría su fe como justicia 12 y padre de los circuncidados, no sólo porque están circuncidados, sino también porque caminan tras las huellas de la fe de nuestro padre Abraham cuando aún era incircunciso.
Después que Pablo en los v. 1-8 ha hecho hablar a la Escritura con ayuda de dos pasajes, que para él son decisivos, de tal modo que el propio libro santo afirma la justificación por la fe excluyendo las obras como base de la salvación, ahora la figura de Abraham alcanza un mayor relieve, y sobre todo de cara a la tesis fundamental de Pablo de la unidad de judíos y gentiles en la fe.
Con la mayor naturalidad introduce Pablo en el v. 8 la citada bienaventuranza y la afirmación de la justicia de Abraham por la fe. Y puede hacerlo porque no aduce una prueba de crítica histórica, sino una prueba escriturística. Esto a su vez supone que la Escritura afirma una única verdad a través de los distintos autores. La Escritura aporta su verdad como confirmación de la nueva realidad que se ha abierto paso con el acontecimiento cristiano. Al trabajar con la Escritura, Pablo se interesa ahora por un nuevo desarrollo de la realidad central de la justificación.
La entrada para este desarrollo la proporciona el v. 9: lo que la Escritura afirma ¿vale sólo para los circuncidados o también para los no circuncidados? Aquí vuelve a aparecer de modo directo el problema, siempre actual en la Iglesia de Pablo, de las relaciones entre judíos y gentiles. A nosotros, desde un punto de vista histórico, no nos parece singularmente convincente el que la verdad de la universalidad de la salvación se demuestre por la cuestión de si Abraham estaba o no circuncidado cuando se le aplica la palabra de la Escritura, citada en Gén 15,6. Pero con tal planteamiento del problema, Pablo puede sacar de la Escritura lo que la fe le presenta como realidad cristiana y a cuya realización se sabe llamado. Pablo no desarrolla ninguna prueba escriturística de tipo histórico sino teológico. La exégesis actual, que argumenta con la historia en la mano no se sorprenderá de que Pablo utilice para su propósito los medios exegéticos que ya empleaba el judaísmo de su tiempo. Razón de más para que nosotros atendamos sobre todo al propósito que guía a Pablo en sus afirmaciones, sin que debamos anotar todos los pormenores de su argumentación zigzagueante.
Ese propósito que preside las afirmaciones de Pablo aparece claro en la doble frase final de los v. 11b-12; el versículo 11b se refiere a los incircuncisos, mientras el 12 alude a los circuncidados. Sobre la base de la Escritura hay que considerar a Abraham como «padre de todos los creyentes no circuncidados». El acento recae aquí sin duda alguna sobre el «todos». El que «todos» ellos crean no siendo circuncidados se agrega apuntando directamente a los judíos: creen como creyó el Abraham incircunciso, y su fe «se le imputa» como justicia. Lo mismo ocurre ahora con los creyentes.
Entre ellos se cuentan también los judíos, por cuanto creen. Eso es lo que afirma el v. 12: Abraham es «padre de los circuncidados», del que gustosamente alardean los judíos, pero no en el sentido de que desciendan simplemente de la circuncisión, sino en cuanto que siguen las huellas del Abraham que creyó estando todavía sin circuncidar. Pues, sólo así es realmente «nuestro Padre», como agrega Pablo al final. Sin duda que el Apóstol piensa aquí en los judeocristianos que se ufanan como auténticos judíos de su origen abrahamita, pero esta descendencia de Abraham, que desde un punto de vista puramente natural Pablo no discute, no puede tener valor a sus ojos desde el aspecto más transcendente de proporcionar la salvación. Si algo cuenta Abraham, no sólo delante de los hombres sino también delante de Dios, se lo debe a su fe y no a la circuncisión. Se anula, pues, la pretendida ventaja del judío por motivo de la circuncisión que le liga como pueblo a Abraham. Lo cual no deja tampoco de expresarse en el hecho de que los incircuncisos (v. 111b) precedan a los circuncidados (v. 12).
Con lo cual resulta -resultado bastante grotesco para el judío- que el camino de la incircuncisión, visto desde Abraham, es el camino verdadero, no ciertamente del simple hecho de no estar circuncidado, sino de la fe, que Dios reconoció en la incircuncisión de Abraham, y que ahora en razón del acontecimiento cristiano lo descubren también los incircuncisos como el camino general del hecho de la salvación. Con ello no es que la incircuncisión pase a ocupar el puesto de la circuncisión, sino que las pretensiones anejas a esta última han caducado. Ahora la circuncisión se considera igual que la incircuncisión. Por ello puede Pablo proclamar en Gál 5,6; «En Jesucristo no cuentan ni la circuncisión ni la incircuncisión; sino la fe, que actúa a través del amor.»
La promesa no se funda en la ley sino en la fe (Rm/04/13-17a)
13 Pues no fue por medio de la ley como le vino a Abraham y a su descendencia la promesa de que él iba a ser heredero del mundo, sino mediante la justicia de la fe 14 Porque, si quienes heredan son los que proceden de la ley, la fe ha quedado vacía, y la promesa sin efecto; 15 ya que la ley acarrea el castigo, mientras que donde no hay ley, tampoco hay transgresión. 16 Por eso la promesa es por la fe, para que lo sea según gracia y así la promesa quede firme para toda la descendencia, no sólo para los que proceden de la ley, sino también para los que proceden de la fe de Abraham, que es padre de todos nosotros, 17a como escrito está: «Te he constituido padre de muchos pueblos» (Gén 17,5)...
Con el v. 13 reanuda Pablo su demostración. La nueva palabra clave es la promesa. El contenido de la promesa hecha a Abraham viene descrito en conexión con un pasaje como Gén 18,18. Allí se dice: «Abraham será un gran pueblo y en él serán benditos todos los pueblos de la tierra.» Asimismo oímos repetidas veces que tendrá una descendencia innumerable. Pablo explica esta promesa en el sentido de que él «o su descendencia» serán los «herederos del mundo». Por «descendencia» de Abraham pueden entenderse aquí los creyentes en general; pero según Gál 3,16 es sobre todo Jesucristo el «heredero del mundo».
Pablo enfrenta aquí la ley a la justicia de la fe, y desde luego que con la mirada puesta en Abraham. Dado que la ley de Moisés sólo llegó después de Abraham, puede dar beligerancia a esta oposición con una cierta naturalidad. Pero el judío no aceptaría la consecuencia que aquí saca Pablo; pues, para el judío Abraham participó de la promesa justamente en razón de sus méritos, promesa de la que son partícipes asimismo los judíos en cuanto descendientes de Abraham. También aquí vuelve Pablo a interesarse por reclamar a Abraham para la Iglesia universal de judíos y gentiles; y ahora de cara a la promesa recibida por Abraham y cumplida en Cristo.
El v. 14 indica claramente que Pablo parte de la presente situación de la fe. Pero ¿qué pretende decir cuando afirma que la fe ha quedado vacía, si los herederos son «los que proceden de la ley»? ¿Significa esto que no puede ser lo que no debe ser? En un cierto sentido se podría pensar así. Pero hay que considerar la cuestión más despacio. La fe habría quedado ya vacía de contenido, si los judíos fuesen realmente los «herederos». Pero puesto que la fe ha llegado de hecho, lo que se ha demostrado, por el contrario, es que las pretensiones judías eran unas pretensiones hueras. Al creyente como creyente ya se le ha hecho partícipe de la promesa. Pablo puede partir de esta situación.
En el v. 15 Pablo intenta reforzar su argumentación de los dos versículos precedentes. Lo que tiene que probar de hecho es que la ley cubre exactamente el espacio de tiempo que media entre la promesa a Abraham y la realización de esa promesa en el acontecimiento cristiano de la hora presente. Y ese período es el tiempo huérfano de salvación, el tiempo del pecado y de la cólera de Dios. Con una idea marginal toca también brevemente el período anterior a la ley: donde no hay ley tampoco hay transgresión.
El v. 16 ofrece el punto capital de la argumentación. Brevemente se establece la correspondencia entre la fe de Abraham y la eficacia de la gracia de Dios al presente. Sigue inmediatamente, a modo de conclusión -y como en los v. 11b y 12-, el resumen de cuanto precede, en forma de oración final: así la promesa debía ser firme para toda la descendencia. Una vez más se expresa la validez universal de la presente realidad salvífica.
Pero ¿qué significa en concreto «toda la descendencia» o, literalmente «toda semilla»? La ampliación «no sólo para los que proceden de la ley, sino también para los que proceden de la fe de Abraham», es sorprendente. Pues, parece que aquí deberían identificarse judíos y cristianos. Mas ¿cómo puede ser esto posible cuando Pablo acaba de excluir en el v. 14 del derecho a la promesa a «los que proceden de la ley», es decir, a los judíos, más aún, cuando ha afirmado que la promesa está ligada a la fe y no a la ley? Si fe y ley se oponen mutuamente ¿cómo pueden estar aquí relacionadas entre sí? Sin entrar por el momento a discutir ese problema, es preciso establecer en todo caso que los judíos no quedan, por serlo, excluidos de la promesa. También ellos se cuentan entre los hijos de Abraham, aunque sólo en razón de la fe a la que está reservada, según Pablo, la genuina filiación de Abraham.
Al final del v. 16 se dice una vez más, sin dejar el menor resquicio a la duda, cuál es el verdadero tema de Pablo: Abraham que es padre de todos nosotros. La paternidad universal de Abraham, que Pablo reclama, responde a la misma Escritura, tal como se expone en el v. 17a citando un pasaje de Gen 17,5. Lo que, según dicho texto, se le prometió a Abraham fue esto: «Te he constituido padre de muchos pueblos»; promesa que ahora se cumple en la única comunidad de salvación que es la Iglesia.
En la sección de 4,13-17a queda claro que Pablo argumenta en favor de la unidad de judíos y gentiles, que se realiza en la única Iglesia fundada por Cristo, y lo hace teniendo en cuenta el punto de vista de los judíos de su tiempo, punto de vista que en parte compartían aún los judeocristianos. Es precisamente contra los judíos que él utiliza como el argumento más convincente la figura de Abraham, figura central en la historia de la salvación. Pero en Abraham no se manifiesta la continuidad histórica de la acción salvadora divina antes y ahora con un material histórico fehaciente, sino la unidad de la voluntad salvífica de Dios, que opera la justificación en el presente de la fe al igual que en Abraham. El patriarca es testigo del alcance de la fe en Cristo en el ámbito universal de la Iglesia. Que la fe cristiana del presente no es otra que la fe de Abraham, lo prueba Pablo en el resto del capítulo, en los versículos 17b-25.
c) La fe de Abraham, ejemplo para nuestra fe (Rm/04/17b-25)
17b Delante de Dios, en quien creyó, de Dios que da la vida a los muertos y llama al ser las cosas que no existen. 18 Esperando contra toda esperanza creyó; y así vino a ser padre de muchos pueblos, según aquello que se le había dicho: «Así será tu descendencia» (Gén 15,5).
Con más vigor aún que en la sección precedente aparece ahora la figura de Abraham en el primer plano, y concretamente por su ejemplaridad en la fe. Mientras en los v. 1-17a estaba en litigio la importancia teológica de la fe de Abraham, Pablo penetra ahora con mayor fuerza en su estructura interna. A causa de la esperanza «contra toda esperanza» la fe de Abraham se convierte en ejemplo para la fe cristiana; más aún, en cierto sentido la fe del patriarca se manifiesta como una fe cristiana, toda vez que Abraham creyó ya en el que resucita a los muertos. En esta correspondencia intrínseca entre la fe de Abraham y la fe cristiana culmina la prueba escriturística de Pablo, pues con ello queda demostrado que Pablo tiene realmente la Escritura de su lado.
El tema de la reflexión lo proporciona el v. 17b: fe en Dios que da vida a los muertos y llama al ser las cosas que no existen. Con el «delante de Dios» se explica cómo hay que entender las afirmaciones precedentes. Cuanto se ha dicho sobre la paternidad de Abraham, no cuenta por sí mismo, sino que se ha dicho teniendo ante los ojos los designios de Dios. Así es como quiere Pablo enjuiciar a Abraham, justamente desde los planes divinos. «Delante de Dios» es, pues, el supuesto hermenéutico para la interpretación de Pablo. Tal era ya el caso de 3,30 en que se invocaba a Dios como fundamento último de la unidad de la Iglesia. Ahora se reconoce a Dios como el Dios de Abraham y de la Iglesia; porque uno y otra, Abraham y la Iglesia, creen en el Dios que resucita a los muertos. Este atributo de Dios aparece en forma similar en 2Cor 1,9, donde se nos exhorta a confiar «en el Dios que resucita a los muertos». Ya en el judaísmo se reconocía a Dios como el que resucita a los muertos. La oración de las dieciocho bendiciones (shema), dice así en un verso de la segunda bendición: «¡Alabado seas, Yahveh, ...tú que resucitas a los muertos!» La fórmula de Pablo está tomada evidentemente de la tradición judía. Pero ¿cuál es su pensamiento concreto en 4,17? ¿Piensa acaso en el rejuvenecimiento milagroso del poder fecundante de Abraham? Tal vez habría que referirse mejor al v. 5, donde Dios viene descrito como «el que justifica al impío». En la justificación del impío tiene lugar la vivificación de los muertos. Es con este nuevo acto creador con el que Dios llama «al ser las cosas que no existen» 18.
FE/PARADOJA: El v. 18 desarrolla la afirmación
creyente del v. 17 mirando a la estructura esperanzada de la fe. Abraham creyó
«esperando contra toda esperanza». Pablo toca aquí justamente la paradoja de la
fe. La fe consiste en esperar cuando no hay esperanza. La fe es suscitada por
Dios. Es el resultado de una acción divina vivificante. La fe se apoya en la
llamada de Dios que suscita la vida y que se escucha en el Evangelio. Abrazar el
Evangelio como la oferta generosa de salvación que Dios hace es una fe en
esperanza contra toda esperanza. La fe de Abraham le llevó a convertirse en
«padre de muchos pueblos»; esa misma fe «contra toda esperanza» adquiere todo su
vigor en el presente cristiano. Ahora la Iglesia de judíos y gentiles es la
«descendencia» de Abraham suscitada por Dios.
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18. Tampoco esta exposición deja
de tener sus precedentes en el judaísmo. ApBar (sir.) 48,8 se dice de Dios: «Tú
llamas a la vida, por tu palabra. a lo que no existe».
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19 Y no flaqueó en su fe, aunque se dio perfecta cuenta de que su propio cuerpo estaba ya sin vigor -pues tenía casi cien años-, y de que el seno de Sara estaba igualmente marchito. 20 Ante la promesa de Dios no titubeó ni desconfió, sino que fue fortalecido por la fe y dio gloria a Dios; 21 y quedó plenamente convencido de que poderoso es Dios para realizar también lo que una vez prometió. 22 Por eso, precisamente, se le tomó en cuenta como justicia.
Los versículos 19 y 20 describen ahora la fe de Abraham explotando los materiales de su historia. Pero, al igual que en los v. 3ss, la cita está acomodada a la doctrina que se trata de exponer. Pablo enlaza con Gén 17,17 en que Abraham recibe de Dios la promesa de un hijo: «Entonces Abraham se postró sobre su rostro y sonrióse diciendo en su corazón: ¿Conque a un viejo de cien años le nacerá un hijo, y Sara, de noventa, ha de parir?» Como quiera que se expliquen las risas de Abraham y de Sara en este pasaje y en Gén 18,12-15, es evidente que el texto no habla de la fe de Abraham sino más bien de su duda. Pablo, en cambio, acentúa la natural decrepitud del cuerpo como condición preliminar de la acción divina. Y hasta fuerza un poco las cosas, pues es evidente que según los datos de la Biblia no se puede hablar de una esterilidad absoluta, toda vez que, según Gén 25,1.2, Abraham aún engendró más tarde seis hijos con otra mujer llamada Guetura. La cuestión se explica perfectamente, no tildando a Pablo de inexactitud o de olvido, sino atribuyéndole el propósito no de narrar la historia bíblica sino de explotarla, y sin duda alguna que desde los puntos de vista que le ha proporcionado la presente experiencia de la realidad de la fe. En consecuencia, lo que aquí Pablo describe sirviéndose del ejemplo de Abraham es la fe cristiana. La fe cristiana es la que Dios ha suscitado de un estado de muerte y a la que mantiene firme en la promesa divina contra cualquier clase de duda; es la fe consciente de que el poder de Dios da cumplimiento a la promesa (v. 20). Todo esto puede Pablo presumirlo en Abraham, cuando en la Escritura se dice que «se le imputó como justicia». Naturalmente que Pablo no dice esto último ni en ese orden, sino en el orden inverso: Porque Abraham fue así, por eso se dice en la Escritura... (v. 22).
23 Ahora bien, eso de que se le imputó no se escribió en favor de Abraham sólo, 24 sino también en favor de nosotros, a quienes la fe se nos imputará, pues creemos en aquel que resucitó a Jesús nuestro Señor de entre los muertos, 25 el cual fue entregado por causa de nuestras faltas y fue resucitado por causa de nuestra justificación.
Finalmente, los versículos 23 y 24 expresan con toda claridad adónde quería llegar Pablo con su reflexión sobre Abraham: a los creyentes de su tiempo. En ellos se cumple la Escrituras o mejor, la acción de Dios testificada por la Escritura. Lo que en la sección anterior se describía de modo velado como fe de Abraham, se desvela ahora como fe cristiana en Dios que ha suscitado a Jesús, nuestro Señor, de entre los muertos. La afirmación cristológica todavía se desarrolla en el v. 25 brevemente con ayuda de una confesión de fe formal y se cierra de este modo, no sin referirse a «nuestra justificación», en la que el poder de Dios, que resucita a los muertos, alcanza su objetivo.
Lo que significa creer hay que descifrarlo, según Pablo, en la persona de Abraham. Creyó «esperando contra toda esperanza». Por consiguiente, la fe no es, en primer término, una opinión humana en un caso determinado, sino la entrega a Dios, provocada por un llamamiento divino. La fe es lo contrario de la propia afirmación; es el abandono del hombre en Dios que resucita a los muertos. Esta es justamente la fe que se alaba en Abraham. El patriarca se convierte así en el modelo y prototipo del cristiano, quien cree ciertamente en el Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos para nuestra justificación. Existe, pues, una correspondencia entre la fe de Abraham, padre de todos los creyentes, reconocido por Dios, y la fe del cristiano. Por ello, la realidad cristiana se demuestra sobre el fundamento de esta única fe como la realidad querida y establecida por Dios. A demostrar esto se encamina la prueba escriturística de Pablo.