CAPÍTULO 3
c) ¿Superioridad del judío? (Rm/03/01-08)
1 ¿Cuál es, pues, la superioridad del judío o cuál la utilidad de la circuncisión? 2 Mucha, desde cualquier punto de vista. Ante todo, porque a ellos les fueron confiadas las palabras de Dios. 3 ¿Pues qué? si algunos no fueron fieles, ¿acaso su infidelidad anulará la fidelidad de Dios? 4 ¡Ni pensarlo! Antes bien, Dios quedará siempre por veraz, aunque todo hombre sea mentiroso, según está escrito: «Para que seas declarado justo en tus palabras y salgas triunfante cuando te lleven a juicio» (Sal 51,6).
Enlazando con la sección precedente Pablo empieza por afrontar una vez más la cuestión de la superioridad del judío y del valor de la circuncisión. Con ello se evidencia de nuevo que a Pablo no le resulta nada fácil pasar por alto el «primeramente» (2,10) de los judíos frente a los gentiles en la historia de la salvación, como podría dar la impresión una lectura sobre el capítulo 2. Pese a toda la igualdad delante de Dios (cf. 2, 11), persiste y se mantiene una ventaja objetiva de los judíos. En esa ventaja cuentan sobre todo las palabras de Dios, es decir, las promesas hechas a Israel. Pablo respeta esta ventaja de Israel frente a los gentiles. Pero ¿qué significa que en el pasado Dios haya hablado a Israel? La peculiar elección de que el pueblo israelita ha sido objeto ¿representa una posesión inamovible? Pablo no da al respecto ninguna respuesta definitiva, Como tampoco termina la enumeración iniciada aquí. Pero, de acuerdo con el pensamiento del Apóstol, hay que establecer que hasta «las palabras de Dios» confiadas a Israel en el pasado, quedarán anuladas si Israel no acoge al presente la palabra de Dios en el Evangelio, como su revelación a todos los hombres.
Lo que Pablo no hace más que iniciar en el v. 2 lo continúa en 9,4, dentro de un contexto distinto. Allí se replanteará, y de forma más detallada, la cuestión de la posición especial de Israel.
«Las palabras», alusión a las promesas de Dios, dan motivo a Pablo para afrontar en el v. 3 el problema de la fidelidad de Dios a sus promesas. Como en el capítulo 2 queda establecido explícitamente que los judíos han sido infieles, toda vez que han violado la ley ¿podrá su deslealtad invalidar la fidelidad de Dios? Pablo escribe a propósito: «Si algunos no fueron fieles...» ¿Supone esto una limitación? La idea no es ciertamente de que en el pasado algunos miembros del pueblo de Israel hayan pecado, mientras que los demás no tengan nada que reprocharse. En este sentido puede servir de ayuda una mirada a 11,25. Como allí puede decir Pablo que «el encallecimiento ha sobrevenido a Israel parcialmente» señalando con ello la negativa obstinada frente a la oferta de salvación escatológica que tiene lugar en el Evangelio, así también habla en nuestro pasaje y en el mismo sentido de que «algunos no fueron fieles», pues el «resto» ha obedecido de hecho al Evangelio en la hora presente.
La conexión objetiva entre fidelidad de Dios e infidelidad de los judíos, supone la idea de alianza que conoce el Antiguo Testamento. De acuerdo con ella la conducta desleal al pacto de los judíos podía representar en el pasado un desligarse Dios de la palabra dada como firmante del pacto. Mas Pablo rechaza esta idea. Lo que debe prevalecer, por el contrario, es la veracidad de Dios, mientras que todos los hombres son mentirosos, por decirlo con el Salmo 116,11. Sigue la prolongación de la misma idea con la sentencia bíblica: «Para que seas declarado justo en tus palabras, y salgas triunfante cuando te lleven a juicio» (Sal 51,6).
La conducta de los judíos desleal al pacto y contraria a Dios, se expone aquí por lo mismo como un pleito forense. No puede caber duda alguna del sentido que tiene la victoria lograda al respecto. El triunfo de Dios consiste precisamente en la revelación de su justicia.
5 Pero, si nuestra injusticia pone más de relieve la justicia de Dios, ¿qué vamos a decir? ¿No será Dios injusto cuando descarga su ira? (estoy hablando a la manera humana). 6 ¡Ni pensarlo! Porque, si así fuera, ¿cómo podría Dios juzgar al mundo? 7 Pero, si la verdad de Dios, gracias a mi mentira, salió ganando más para su gloria, ¿por qué también yo voy a ser juzgado todavía como pecador? 8 ¿Y por qué -como se nos calumnia y como algunos dicen que afirmamos nosotros- no hemos de obrar el mal para que venga el bien? Los que dicen esto son condenados con justicia.
La infidelidad del judío queda de manifiesto en un pleito con Dios. El resultado de este proceso no sólo es la demostración de la culpabilidad del judío y de la inocencia de Dios, de su veracidad, sino la prueba asimismo de la justicia de Dios en el sentido de una acción salvadora y redentora.
En la premisa del v. 5 aparece de forma categórica el vasto alcance que tiene la culpa del judío. Éste se encuentra en un proceso judicial frente a Dios, no sólo como representante de su pueblo sino de toda la humanidad. De cara a la justicia de Dios la humanidad entera no puede ciertamente hacer otra cosa que demostrar su injusticia profundamente enraizada.
Mas ahora Pablo puede llegar a formular un principio contrario, como lo demuestra el tenor literal del v. 5. Frente a la justicia de Dios no sólo resulta una pura injusticia cualquier pretensión de la humanidad de llevar razón, sino que además las injusticias de los hombres ponen de relieve la justicia de Dios. Esta fórmula no es lo bastante confusa como para poder sacar la consecuencia de que Dios lleva razón; eso es lo que importa. Incluso suena a exagerada la fórmula de que sólo se trata de la manifestación de la verdad de Dios en el extravío humano (v. 7), de la manifestación de su gracia en el pecado general de los hombres (v. 8). Pablo rechaza de su mensaje de la gracia esta consecuencia extremosa. Al anunciar la justicia de Dios se trata de salvar al pecador perdido en su desvarío. Del derecho de Dios no le nace al pecador ningún derecho para aceptarse como pecador, y ni siquiera para permanecer en el pecado apartándose así de Dios para siempre.
Al abordar Pablo estas cuestiones en los v. 5-8 desarrolla en estilo forense, una disputa entre Dios e Israel con independencia de la cita del Salmo que aparece en el v. 4. Las conclusiones de los v. 5-8 no se refieren sólo al judío, sino que atañen al hombre en general y muestran fundamentalmente el callejón sin salida en que se halla quien intenta liberarse de Dios. De modo particular se alude la situación del pecador que pretende enfrentarse con la ira de Dios en el juicio, con el Dios de las promesas. Con ello lo que hace es ponerse una trampa a sí mismo; demuestra su insensatez y no comprende que el Dios juez es también el Dios de la fidelidad y de la acción salvadora. Contra eso precisamente se rebela el hombre acusado por Dios, sin que sepa que no hace sino cerrarse a su propia salvación.
Dios alcanza al hombre en el último aprieto en que éste se mete y no precisamente como alguien que está bien dispuesto a recibir la salvación. Pablo quiere decir que eso es lo que ha ocurrido de hecho en la historia del hombre con Dios. Este aprieto del hombre como tal sólo puede comprenderse de modo adecuado desde el acontecimiento cristiano. A esa situación desesperada apunta ahora el Evangelio y dentro del Evangelio la acción salvadora de Dios. Pero de esta concepción no se puede sacar ningún principio cómodo de salvación que pueda manejarse a capricho. En contra de tal teoría se alza expresamente el v. 8.
Sin duda que reparos parecidos se habían hecho a la predicación misionera de Pablo, como citando palabras textuales: ¿No se sigue de tu predicación que hemos de obrar el mal para que venga el bien? ¿No haces tú, Pablo, que la acción de la gracia dependa precisamente de que se haya obrado mal? Aquí se echa de ver de dónde procede la agitación que late en los interrogantes de los v. 5-7, y de suyo difíciles de entender. Son preguntas que llevan ad absurdum. Pero al formular tales preguntas tiene ya Pablo ante los ojos las objeciones que se hacen a su predicación misional y que él conoce muy bien. Con ello reprueba el Apóstol una interpretación de su doctrina sobro la gracia según la cual sería posible obrar el mal de propósito o al menos permanecer voluntariamente en el pecado a fin de provocar el desbordamiento de la gracia de Dios. En todo este contexto Pablo trata de la perdición del hombre en el pecado. Aquél, en cambio, que ha sido liberado del pecado puede practicar la nueva obediencia de cara a Dios. Esto lo va a desarrollar Pablo de forma explícita en el capítulo 6.
d) Prueba escriturística del estado universal de pecado (Rm/03/09-19)
9 Entonces ¿qué? ¿Tenemos nosotros ventaja? ¡De ninguna manera! Porque acabamos de probar que todos, tanto judíos como griegos, están bajo pecado, 10 según está escrito: «No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo; 11 no hay quien tenga recto sentido, no hay quien busque a Dios. 12 Todos se desviaron, se pervirtieron juntos. No hay quien practique el bien, no hay ni siquiera uno solo» (Sal 14-3). 13 «Sepulcro abierto es su garganta, de sus lenguas se sirven para engaño» (Sal 5,10). «Veneno de áspides tienen en sus labios» (Sal 140,4). 14 «Su boca está llena de maldición y de amargor» (Sal 10,7). 15 «Veloces son sus pies para derramar sangre, 16 de ruina y de miseria siembran sus caminos, 17 y nunca conocieron la senda de la paz» (Is 59,7s). 18 «No hay temor de Dios ante sus ojos» (Sal 36,2).
La cuestión de la primacía del judío, planteada ya en el v. 1, reaparece aunque sólo de paso, para recibir, frente al v. 2, una respuesta negativa. Incluso si entendemos que la respuesta de Pablo no constituye una negación pujante, resulta forzoso admitir que se percibe cierta tensión respecto al v. 2. Pablo afirmaba la ventaja de los judíos como portadores de las promesas; pero al mismo tiempo ve anulada esa ventaja en el estado universal de pecado en que se encuentran los hombres y en el Evangelio de la acción salvadora y escatológica de Dios, proclamado para todos los hombres. Aquí, en el v. 9, Pablo se remite sólo a la culpabilidad universal, tanto de judíos como de griegos. Ahora compendia las explicaciones precedentes, y éste es el resultado: los judíos son culpables a una con los gentiles. En la sección que ahora termina (1,18-3,20) Pablo nos ha presentado a todos como incriminados; lo cual significa que todos están bajo el pecado. Que los hombres se encuentran en su totalidad sujetos al poder del pecado, a cuyo dominio se han sometido con su propia conducta, es lo que ahora, al final de esta sección, vuelve a demostrar Pablo una vez más de forma impresionante por la necesidad que los hombres tienen de redención.
Una serie de pasajes escriturísticos subraya como remate y de forma acumulativa el hundimiento del hombre en el pecado. En su mayor parte se trata de textos sacados de los Salmos, con la excepción de Is 59,7s, citado en los v. 15-17. Todas estas citas están unidas con el mismo hilo: el lamento por la impiedad de los hombres. De tal modo que esta composición de citas, prevalentemente de los Salmos, viene a constituir a su vez una especie de salmo, y hasta casi una lamentación.
Las citas escriturísticas terminan poniendo de relieve una vez más de modo claro y sobrecogedor que es Dios el que en 1,18-3,20 se presenta como acusador de toda la humanidad. La palabra de la Escritura está aquí como su palabra acusadora.
19 Pero sabemos que cuanto dice la ley, para aquellos que están bajo la ley lo dice, a fin de que toda boca enmudezca y el mundo entero se sienta reo de culpa ante Dios.
Si bien Pablo ha establecido en el rosario de citas -v. 10-18- la culpabilidad general de todos los hombres, todavía quiere referirse de modo especial al judío. Para él precisamente se ha dicho esto: «A fin de que toda boca enmudezca». Todavía en 3,1-8 se ha mostrado que es especialmente el judío el que en definitiva tiene siempre algo que alegar contra la acción salvífica de Dios. Pero si la Escritura -que aquí aparece como «ley»- ha dirigido la palabra de Dios precisamente a «aquellos que están bajo la ley», es decir, a los judíos, y este hecho no sólo es un motivo de orgullo sino también una acusación, toda boca rebelde debe quedar reducida a silencio y todo el mundo ha de encontrarse reo de culpa delante de Dios.
e) Resultado: por las obras de la ley no hay justificación (Rm/03/20)
20 Porque por las obras de la ley nadie será justificado ante él, ya que la ley sólo lleva al conocimiento del pecado.
Pablo formula aquí una de las tesis fundamentales de su predicación. Junto con el inmediato v. 21 esto representa la tesis fundamental de su mensaje sobre la justificación. En el v. 20 Pablo se refiere de primera intención al Salmo 143,2: «Porque ningún viviente es justificado delante de ti.» Esta afirmación del orante veterotestamentario la aplica el Apóstol ahora a la apurada situación de la humanidad entera antes del Evangelio. No puede afirmarse sin más que el salmista tuviese en su mente algo parecido. En el judaísmo podían coexistir perfectamente la afirmación de la culpa y la conciencia de ser el pueblo elegido, sin que por ello el reconocimiento de culpabilidad indujese necesariamente a una humillación insincera. Mas para Pablo ya no pueden darse juntamente este reconocimiento de la propia culpa y la conciencia de elección. Lo que se excluye es precisamente esta conciencia judía que se manifiesta en la insistencia de que el judío posee la ley. Y esto es lo que Pablo enuncia rápidamente en su tesis del v. 20 al citar el salmo y añadir el pequeño inciso interpretativo de «por las obras de la ley».
Es en «las obras de la ley» en las que se pone de manifiesto la impotencia de esa misma ley. La Ley exige, pero no posibilita el cumplimiento de sus exigencias. Lo cual no significa que no pueda cumplirse la ley, sino que de hecho no se cumple. Por las «obras de la ley» nadie se justifica. Semejante afirmación debía impresionar naturalmente al judío en lo más profundo, en su mismo ser. Y con ello Pablo ataca la posición especial que el judío afirmaba ocupar en la historia do la salvación. Y la ve suprimida por lo que ahora resulta perfectamente posible: la justificación por la fe. A este respecto, cf. sobre todo el texto de Gál 2,16, en que Pablo desarrolla por primera vez su tesis de la justificación. Así las cosas, por lo que respecta a la pregunta del judío acerca de la ley sólo cabe una respuesta categórica: la ley sólo ha traído el conocimiento del pecado.
II. LA JUSTIFICACIÓN LLEGA AL HOMBRE POR LA FE EN JESUCRISTO (3,21-4,25)
En 1,18-3,20 Pablo ha presentado la situación de la humanidad sujeta al dominio del pecado. La culpabilidad delante de Dios afecta a todos los hombres. Por lo que al judío se refiere, Pablo ha puesto singular empeño, porque el judío pasa por ser precisamente el tipo de hombre que siempre cree tener razón; razón no sólo frente a los gentiles, sino incluso delante de Dios. Pablo abate las pretensiones inveteradas del judío, hasta llegar a la tesis de 3,20: por las obras de la ley, nadie será justificado ante Dios. De acuerdo con esta afirmación, la ley, que constituye el máximo timbre de orgullo para el judío, no produce justicia alguna.
Sorprende que en este pasaje -inmediatamente antes de la sección en que se expone de forma positiva el anuncio de la salvación- se apostrofe con tanta energía al judío y su punto de vista en el problema de la salvación. En el fondo, a lo largo de toda la exposición de 1,18-3,20 el peso de las razones gravitaba sobre el judío y no sobre el pagano. Es evidente que Pablo ha considerado especialmente necesario exponer y combatir el punto de vista judío ante la comunidad cristiana de Roma. Con ello, el problema judío adquiere una importancia ejemplar. A propósito del mismo demuestra Pablo la cuestión fundamental de la salvación de la humanidad entera. Para el mensaje de Pablo sobre la gracia, el judío debía resultar un tema de singular interés, justo por su posición jurídica aparentemente asegurada delante de Dios y por su supuesta única y verdadera religión.
Esto nos lo confirma de modo directo el paso del v. 20 al 21. La exposición positiva del mensaje se logra justo en contraste con el punto de vista judío que Pablo acaba de compendiar y definir: «Pero ahora, independientemente de la ley, ha quedado manifiesta la justicia de Dios.» En el ejemplo judío debe resultar claro el contenido del mensaje sobre la acción salvadora de Dios en favor de todos los hombres. No se trata sólo de la justificación del judío operada por Dios, sino de la justificación de todo el género humano, en cuanto por la fe se somete a la acción salvadora de Dios. De todos modos conviene advertir que el ejemplo judío aparece como norma en la explicación paulina del mensaje de la salvación que constituye la sección siguiente. Toda la exposición supone una forma de pensar judía, y más en concreto, judeocristiana.
En 3,21-26 empieza Pablo por proclamar el acontecimiento revelador que ha tenido lugar en Cristo, y lo hace en parte con ayuda de una fórmula confesional tomada de la tradición judeocristiana (v. 25s). La transcendencia del mensaje de la justificación para la unidad de judíos y gentiles en la misma Iglesia, constituye el tema de 3,27-31. Finalmente, el capítulo 4 corrobora con una prueba escriturística el alcance de la tesis paulina de la justificación.
1. REVELACIÓN DE LA JUSTICIA DE DIOS (Rm/03/21-26)
21 Pero ahora, independientemente de la ley, ha quedado manifiesta la justicia de Dios, atestiguada por la ley y los profetas, 22a justicia de Dios que, por medio de la fe en Jesucristo, llega a todos los que creen.
«Pero ahora...» No se trata precisamente de un «ahora» intemporal y suprahistórico, sino el «ahora» decisivo de este momento en que nos alcanza la palabra de Dios. Con ello Pablo pone en claro que no están pensando en una hora histórica pasada al hablar del acontecimiento cristiano; piensa en el momento presente en que se anuncia y se escucha el Evangelio. Pues, con el Evangelio llega la revelación de Dios a los hombres, de tal forma que la hora del Evangelio se convierte en la hora de Jesucristo y de su acción salvadora. El presente, en que se proclama a Jesucristo como salvación de todo el mundo, es la hora decisiva en la historia de la salvación. Ciertamente que no se debe olvidar que el presente salvífico, proclamado aquí como una realidad en el único acontecimiento cristiano, se centra en la muerte y resurrección de Jesús.
¡«Pero ahora...»! Esta notificación salvífica afecta a la humanidad hundida en la culpa hasta lo más profundo. Por parte del hombre, el Evangelio no supone preparación alguna si no es la de dejarse prender por Dios en su necesidad de redención.
El acontecimiento cristiano se realizó como revelación de la justicia de Dios. La muerte y resurrección de Jesús adquieren su auténtica dimensión en profundidad como acontecimiento salvífico. En la entrega que Jesús hace de su vida por los hombres se revela «la justicia de Dios». Este concepto define la obra de Jesús, en cuanto que, con ella, Dios actúa para salvar al hombre. Lo que el hombre experimenta en su encuentro con el Señor que muere y resucita, es una acción divina, la acción del Dios que se ha acercado en Jesús. De ahí que su «justicia» no pueda entenderse en el sentido occidental de norma decisiva. La «justicia-de-Dios» no designa un ser justo de Dios en sentido ético, sino su estar en razón frente a la humanidad culpable, su recto obrar con ella, de tal modo que el derecho de Dios se convierte en el derecho del hombre. La revelación divina invita al hombre al reconocimiento del derecho de Dios, y así encuentra el hombre su estar adecuado delante de Dios. Esto ocurre «ahora», en Jesucristo, en quien Dios se manifiesta. Por medio del Evangelio, por el que se ha hecho patente la «justicia de Dios», se proclama la fecundidad de la muerte y resurrección de Jesús, que se brindan a los hombres. Frente a la eficacia salvadora, revelada ahora en Jesucristo, necesariamente tiene que aparecer toda la acción de la ley, es decir, todos los esfuerzos del hombre por operar su salvación personal, como una «obra» de autosuficiencia y, por lo mismo, contraria a Dios. La salvación llega ahora independientemente de la ley, sólo por Jesús, sólo por la gracia; lo cual pone definitivamente en claro que la ley pertenece a las cosas pasadas. Se demuestra como una realidad del tiempo pasado, del tiempo que se caracterizó por el dominio del pecado.
El que la salvación se realice «independientemente de la ley», no excluye que la justicia venga «atestiguada por la ley y los profetas». Si bien es verdad que su testimonio como tal sólo se deduce con claridad desde el presente, desde Cristo. Es el reverso del testimonio que Pablo ha tejido principalmente en 3,10-18, a base de citas escriturísticas para demostrar la necesidad de redención de todos los hombres.
La «justicia de Dios» se define de modo más preciso mediante el concepto de fe. Apunta a la fe, por cuanto que todos los hombres se salvan por la fe en Jesucristo. El nuevo pueblo universal de Dios se constituye «por medio de la fe en Jesucristo». Ese es el objetivo que persigue la revelación de la justicia de Dios. Lo cual significa a su vez que la nueva realidad creada por la acción justa de Dios, es una realidad en la fe. Pero es una realidad ya de ahora, porque la acción salvadora de Dios tiene lugar «ahora», en el tiempo de la fe. La referencia a la fe no pretende, pues, encarecer por ejemplo el cumplimiento de unas condiciones para la salvación que sustituyan a la ley; por el contrario, se trata más bien de poner ante los ojos la universalidad de la salvación que no está limitada por ninguna condición ni preparativo alguno.
Por tanto, Pablo proclama la «justicia de Dios» como el acto salvífico de Dios que se ha manifestado en el acontecimiento de «ahora», el acontecimiento cristiano; acto por el que Dios se vuelve a toda la humanidad y en el que, por la fe en Jesucristo, se integran todos los hombres.
22b Pues no hay diferencia, 23 ya que todos pecaron y están privados de la gloria de Dios. 24 Pero, por la gracia de él, quedan gratuitamente justificados mediante la redención realizada en Jesucristo.
Una vez más subraya Pablo la transcendencia universal del acontecimiento cristiano y de la fe, y ello revocándose a las afirmaciones de 1,18-3,20. Todos han sido afectados, tanto por el pecado como ahora por el acontecimiento cristiano. No hay diferencia: todos pecaron, todos están necesitados de la redención, hacia todos se vuelve Dios en Jesucristo, a todos se les abre la generosidad con la fe. Si Pablo vuelve a subrayar que no hay diferencia alguna, no hace más que evidenciar una vez más su decidida intención de hablar a los judíos. Pues, es precisamente el judío el que de modo especial tiene que despojarse de sus privilegios para poder participar en las nuevas relaciones con Dios, que se manifiestan ahora como las verdaderas relaciones sobre el fundamento de la fe en Jesucristo.
Dios se vuelve hacia todos, porque «todos están privados de la gloria de Dios». Simultáneamente, y de modo indirecto, se abre con ello una nueva visión de la «justicia de Dios»: la comunicación de la gloria de Dios. El hombre carece de ella como consecuencia del pecado, pero se devuelve al pecador en forma de justificación 14. Y aunque el justificado la posee ya como una realidad, continúa siendo, sin embargo, un bien en esperanza que hay que alcanzar 15.
A la afirmación del pecado sigue en el v. 24 -como
algo inmediato- el anuncio de la justificación. Uno y otro están antitéticamente
relacionados, sin que Pablo subraye la antítesis como tal. Al hecho de la
justificación se le da un fundamento cristológico de forma más clara que en los
v. 21 y 22: la justificación del hombre pecador es consecuencia de «la gracia»
que actúa «mediante la redención en Jesucristo». El hecho de acentuar el
carácter gratuito de la justificación responde al «independientemente de la ley»
del v. 21 y al «por las obras de la ley» del v. 20. El versículo siguiente
desarrolla aún más el hecho redentor puesto con la muerte de Jesús.
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14. Cf. 8,30; 2Cor 3,18.
15. Cf. 5,2; 8.18.
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25 Dios lo ha puesto como propiciación en su propia sangre, mediante la fe, a fin de mostrar su justicia al pasar por alto los pecados cometidos anteriormente 26 en el tiempo de la paciencia divina, y a fin de mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y el que justifica a quien tiene fe en Jesús.
Dios opera la «redención» (v. 24) en Jesucristo y por Jesucristo. «Dios lo ha puesto como propiciación...» Se piensa aquí en la propiciación que Jesús ha cumplido con la entrega de su vida; por ella se opera la propiciación para los pecados de los hombres. No es preciso desarrollar más dicha idea en este lugar, cuando Pablo no lo hace. En todo caso, de esta frase no se puede deducir una teología del sacrificio propiciatorio que presenta a Dios como exigiendo y aceptando una propiciación y que presenta la muerte sangrienta de Jesús como el sacrificio expiatorio ofrecido como satisfacción por nosotros o en lugar nuestro. Lo que sí es decisivo es que la propiciación que Jesús ha llevado a término con la entrega de su vida, la haya operado el mismo Dios. Lo que este pasaje afirma realmente no es que Dios exija una expiación, sino que la otorga. Ésa es la auténtica doctrina expiatoria de este pasaje. Es, pues, Dios quien interviene personalmente, sin esperar a que los hombres le ofrezcan el sacrificio expiatorio debido. Él mismo procura la expiación y con ella la redención de los pecados. El v. 25 contiene al final una referencia al resultado de esta redención proyectada por Dios. Toda la obra redentora se cumple «al pasar por alto los pecados cometidos anteriormente». Los pecados cometidos antes del decisivo acontecimiento salvador, para los judeocristianos, a los que se dirigen evidentemente estas fórmulas, son los pecados cometidos durante la alianza antigua con Dios. Ocupan, pues, el primer plano las relaciones de alianza de Dios con Israel. Con la entrega que Jesucristo hace de su vida esas relaciones de alianza con Dios se recuperan y restablecen.
Todo ello parte de Dios «a fin de mostrar su justicia». ¿No habrá que pensar aquí en la justicia punitiva de Dios que exige una satisfacción? La idea parece plausible a primera vista. Mas Pablo no piensa así. La justicia de Dios aquí como en los v. 21s, es su acción salvadora gratuita. Una cierta discrepancia frente al significado de los v. 21s se explica por el hecho de que en los v. 25 y 26a Pablo hace suyo un principio de fe conocido en las comunidades judeocristianas, que entiende la justicia de Dios sobre todo como su fidelidad a la alianza. Por lo demás, Pablo interpreta el principio perfectamente comprensible desde la idea judeocristiana de alianza, de tal modo que la «propiciación» en la sangre de Cristo sólo tiene eficacia «mediante la fe».
Por eso, puede Pablo resumir toda la perícopa en el v. 26b con la afirmación de que en la obra redentora de Jesucristo Dios se muestra a la vez «justo y el que justifica». Dios es justo significa propiamente que justifica, y en concreto al pecador mediante la fe en Jesucristo.
¿Por qué motivo se sirve Pablo de la idea de la justificación cuando quiere anunciar el Evangelio? Una primera respuesta a la pregunta nos la proporciona el texto que nos ocupa. En 3,21-26, al igual que en el contexto precedente, el judío sigue ocupando el primer plano. Frente a él tiene Pablo que subrayar la anulación del punto de vista legal. El judío sabe, por su tradición, de las relaciones jurídicas con Dios que estableció la alianza. Sabe de los fallos de Israel y de la constante renovación de las relaciones de alianza con Dios. De ahí que experimente la justicia de Dios como su fidelidad a la alianza y como su postura justificante en el juicio. De cara al judío, Pablo enlaza con esta concepción veterotestamentaria y judía de la justicia y de la justificación para superarla y trascenderla mediante el anuncio del acontecimiento cristiano como revelación de la justicia de Dios. Pero ¿quién es en concreto ese judío? Ese judío no es sólo el Israel histórico y el pueblo de aquella época, sino que el propio Pablo se entiende a sí mismo como judío, de acuerdo con su pasado religioso y con su nacionalidad. La idea de la justificación se despliega, por tanto, sobre el horizonte de las experiencias del propio Pablo. Sólo que el Apóstol no piensa aquí únicamente desde su pasado personal judío, sino que habla teniendo en cuenta el punto de vista judío ya superado en su momento, y desde luego superado por los judeocristianos de Roma. En ellos, tal vez también en una postura concreta y determinada de los cristianos judíos de Roma, ve Pablo la ocasión de anunciar su Evangelio como un mensaje de justificación; mensaje que desde luego no ha podido resultar tan comprensible para los cristianos procedentes del gentilismo como para los judeocristianos.
2. LA JUSTIFICACIÓN SOLO LLEGA POR LA FE (Rm/03/27-31)
27 ¿Dónde está, pues, la jactancia? Quedó eliminada. ¿En virtud de qué ley? ¿La de las obras? De ninguna manera; sino mediante la ley de la fe. 28 Porque sostenemos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la ley.
En el párrafo anterior había expuesto el Apóstol,
con una fórmula teológica muy concentrada, su mensaje de la justificación. Ahora
presenta de nuevo al judío su motivo de jactancia: ¿Qué ocurre ahora, frente al
acto escatológico de Dios, con ese gloriarte tuyo en la ley? ¿Qué pasa con tus
privilegios, si todo deriva de Jesús? Cualquier pretensión delante de Dios ha
quedado excluida por el acontecimiento cristiano. Esa es la «ley» -que sólo
puede entenderse como una paradoja- por la que queda excluido cualquier motivo
de jactancia. El judío fundamenta en la ley mosaica y en las «obras de la ley»,
su afirmación, contraria a Dios. Y son precisamente aquellas obras las que,
según recuerda Pablo en el v. 28, no tiene Dios en cuenta su declaración
justificante. Cuando no se pierde de vista este contexto, la tesis de 3,28
adquiere su verdadero significado como recordatorio de cuanto Pablo ha expuesto
y desarrollado fundamentalmente ya en 3,21-26. Que el hombre sea justificado por
la fe es algo que no resulta evidente por sí mismo, sino que se sabe a partir
del encuentro con el acontecimiento cristiano. En este sentido hay que entender
el «sostenemos» 17. La afirmación de Rom 3,28 tiene el carácter de un principio
doctrinal. La traducción de «por la fe» está también objetivamente justificada.
Aunque no hay que darle los acentos polémicos y tajantes de la reforma. Lo que
Pablo quiere poner de relieve no es un principio de fe contrapuesto a un
principio de obras, sino la exclusión de las obras de la ley. Que con ello no
pretenda discutir la necesidad de una colaboración creyente y cristiana, se
deduce claramente de sus constantes advertencias y amonestaciones para un
comportamiento cristiano.
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17. Cf. Ga 2,16: «Sabiendo... hemos
creído...»
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29 ¿Acaso Dios lo es de los judíos solamente? ¿No lo es también de los gentiles? ¡Sí! También lo es de los gentiles. 30 Pues no hay más que un solo Dios, el cual justificará en virtud de la fe a los circuncidados, y por medio de la fe a los no circuncidados. 31 Entonces, ¿anulamos la ley por la fe? ¡Ni pensarlo! Al contrario: damos a la ley su propio valor.
En estas frases continúa, como en las dos precedentes, el enfrentamiento con el judío, planteado ya en 2,1-3,20. Ahora lo que importa es romper las limitaciones del particularismo salvífico de los judíos y tal vez también de los judeocristianos. ¿Es que Dios no es también Dios de los gentiles? Si no hay más que un solo Dios, afirmación a la que el judío otorga un valor dogmático, esa unidad de Dios se manifiesta precisamente también en el único acto justificador de Dios y en la unidad de la fe de judeocristianos y de cristianos procedentes de la gentilidad.
«¿Acaso Dios lo es de los judíos solamente?» Que Dios lo es de los judíos aparece como un principio evidente por la tradición del Antiguo Testamento y del judaísmo. Pero con ello no se discute que Yahveh sea también el Dios de los gentiles. Es verdad que el Dios judío puede presentarse sólo como el Dios aliado de Israel. Mas Pablo subraya que un solo Dios lo es de los judíos y de los gentiles. La única realidad de la salvación por la fe en Cristo abraza por igual a judíos y a gentiles, y precisamente a los gentiles que están sin ley. Esta única realidad de la salvación está profundamente enraizada en la unidad y unicidad de Dios, que es uno solo y no dos, en cuanto justifica por la fe a los circuncidados y, mediante la misma fe, a los incircuncisos. A la unidad de Dios corresponde una sola fe para judíos y gentiles.
No cabe duda que el fondo común de todo ello es el monoteísmo judío. El monoteísmo era la idea misionera de los judíos. Mas, por el contexto del capítulo 3, es evidente que Pablo lo emplea en el sentido opuesto. No son los gentiles quienes deben convertirse al Dios de los judíos, sino que son éstos los que deben convertirse al Dios de los gentiles, al Dios que justifica a los incircuncisos. Este es precisamente el problema que Pablo considera decisivo a lo largo de la carta a los Romanos, y desde luego que no sólo porque se refiere a los judíos y su salvación, sino porque se refiere sobre todo a la unidad de la Iglesia. La única realidad salvífica instituida por Dios, en la que están unidos judíos y gentiles, se presenta históricamente justo en la Iglesia que Pablo describe en 12,4-5, y sobre todo en lCor 12 como «un cuerpo».
La unidad de la Iglesia, formada por judíos y gentiles, es la consecuencia concreta del mensaje de la justificación. Y esto es precisamente lo que el judío ha de reconocer. Cuando acepta esta nueva realidad, que significa el fin de su historia peculiar, y cuando ha logrado un puesto dentro de la fe en Jesucristo, entonces y sólo entonces la ley superada alcanza una importancia sin precedentes; a saber, la de testimonio de la universalidad de la voluntad salvífica de Dios. Con el v. 21 anticipa Pablo la prueba escriturística del capítulo 4. Esta prueba es una demostración sacada de la fe de Abraham según Gén 15,6. Con la fe de Abraham da ya la ley un testimonio en favor de la única Iglesia forzada por judíos y gentiles.
En 3,27-31 Pablo argumenta contra la pretensión judía de tenerse por justo y simultáneamente contra cualquier actitud humana que ponga limites a la universal voluntad salvífica de Dios en Cristo. Dios se muestra en Cristo como el único Dios de todos. En esta perícopa de 3,27-31 se echa de ver la importancia actual del mensaje de la justificación, tanto para la comunidad de Roma como para la Iglesia de nuestros días. Ahí se pone de manifiesto que la justificación por la fe no ha de considerarse, o no sólo, como una pura doctrina, como una enseñanza abstracta, sino como la fundamentación teológica del proceder cristiano y eclesial.