CAPÍTULO 1
INTRODUCCIÓN
EL EVANGELIO DE PABLO
1. OBJETIVO DE LA CARTA
La carta del apóstol Pablo a los Romanos se distingue de las otras cartas paulinas por el hecho mismo de haber sido dirigida a una Iglesia que no había sido fundada por Pablo y a la que ni siquiera conocía personalmente y de forma directa. Espera, sin embargo, conocer pronto a esa comunidad, «en la voluntad de Dios» (cf. 1,10), pues estoy anhelando vivamente veros, para comunicaros algún don espiritual con el que quedéis fortalecidos» (1,11). Pablo se había ya preparado a menudo para ir a Roma, «pero hasta ahora me ha sido imposible» (1,13). Su propósito, no obstante, sigue siendo el de siempre: «proclamar el Evangelio también entre vosotros, los de Roma» (1,15), pues se sabe llamado a tal empresa. Quiere proclamar el Evangelio en Roma como lo ha hecho entre las demás naciones; o, para decirlo con las propias palabras del Apóstol, «para recoger también entre vosotros algún fruto, al igual que entre los demás gentiles» (1,13).
De acuerdo con estas observaciones preliminares de la carta podría sacarse la impresión de que a Pablo lo único que le interesa es anunciar su próxima visita. Por ello resulta sorprendente el giro que toma hacia temas esenciales. Ese giro se inicia ya en 1,16 y conduce a un amplio desarrollo de lo que constituye la predicación de la fe paulina y que se prolonga (incluidas las exhortaciones de los capítulos 12-15) hasta el final de la carta; es decir, a lo largo de quince capítulos. Sólo ya a punto de concluir, 15,22-32, vuelve el Apóstol a hablar de sus planes de viaje. Por ello es justo preguntarse qué propósito ulterior se esconde tras las amplias reflexiones del Apóstol. Pues, si sólo pretendía familiarizar de antemano a la comunidad cristiana de Roma con su Evangelio, ello bastaría ciertamente para explicar el carácter profundo de la carta; pero no su amplitud y prolijidad. ¿Cómo llega Pablo, por ejemplo, en una carta escrita a la comunidad cristiana de Roma a tratar el destino de Israel con tanto detenimiento como lo hace en los capítulos 9-11? Sorprende también a lo largo de toda la carta la evidente orientación hacia la prueba escriturística y hacia importantes condicionamientos mentales del judaísmo, como la ley, la tradición, la postura frente a los gentiles. Es evidente que Pablo cuenta con que una parte notable de la comunidad cristiana de Roma está constituida por judíos. Habla «con quienes conocen en la ley» (7,1), teniendo por lo mismo ante sus ojos la imagen de una Iglesia formada por cristianos procedentes del judaísmo y de la gentilidad. De ahí que se plantee el problema de la convivencia de ambos grupos, tal como ya lo conocía por la experiencia de otros lugares1.
La parte admonitoria o parenética de la carta (12,1-15,13) afronta este problema todavía con mayor claridad. En virtud de la «gracia que me ha sido otorgada» (12,3), exhorta a todos a que se preocupen de la unidad (12,4-8. 16; 14,19s; 15,7) y del amor (12,9s; 13,8-10; 14,15). El motivo concreto de estas exhortaciones son las relaciones que deben mediar entre los «fuertes» y los «débiles» (14,1-15, 13). Ambos grupos vienen descritos de acuerdo con determinadas cuestiones de conducta, como la permisión de comer ciertos alimentos (14,2s.21), la observancia del calendario (14,5s) y la distinción entre lo que es puro e impuro (14,14). En todos estos problemas desempeña un papel indiscutible la vinculación a las tradiciones judías. Es sobre todo a los cristianos que proceden de la gentilidad y a los cristianos que no se sienten ligados por la normativa judía (cf. 15,1), y con los que Pablo se solidariza («Nosotros, los que somos fuertes...»), a quienes va dirigida de modo particular la amonestación de que nadie se levante más alto de lo que conviene (12,3 y 16), ni juzgue o desprecie al hermano (14,3s.10.13). Son ellos precisamente quienes no deberían olvidar que han sido llamados por la «misericordia» de Dios (15,9-12).
Si con ello se comprende mejor un punto concreto de la carta a los Romanos, para nosotros no deja de resultar sorprendente que Pablo se dirija a una comunidad que él no ha fundado para exponer los rasgos fundamentales de su predicación. ¿Qué pretende Pablo con ello? ¿Es que en Roma se reconocía ya su autoridad apostólica hasta el punto de que pudiera él arriesgarse a decir una palabra definitiva sin por ello aparecer como un intruso desagradable? ¿O es que la comunidad cristiana de Roma estaba todavía en los comienzos de su constitución, por lo que Pablo podía contar que sería bien acogido como un misionero que puede ayudar? Pero frente a eso habla el hecho de que el estilo de la carta, con pretensiones teológicas, supone en los fieles una experiencia cristiana en contacto con la Escritura y una cierta familiaridad con la fe en Jesucristo.
Según 1,8 incluso se habla «en todo el mundo» de la fe de la Iglesia romana. Además, Pablo se habría opuesto a su principio fundamental misionando en la comunidad de Roma. Pues, concretamente en 15,20, el Apóstol asegura de forma explícita que ha tenido a gala «anunciar el Evangelio, pero no allí donde el nombre de Cristo ya había sido invocado, para no edificar sobre cimiento ajeno». Cosa a la que, en opinión del Apóstol, no contradice intentando ahondar más un determinado aspecto de la fe de la Iglesia. Así, al final de la carta (15,15) dice: «Os he escrito... como para avivar vuestros recuerdos.» No quiere edificar sobre cimientos echados por otro, pero sí quiere «recoger... algún fruto» (1.13) entre los cristianos de Roma.
Por lo demás, Pablo es consciente de que su misiva a los cristianos de la capital del imperio representa una cierta audacia. «Os he escrito con cierto atrevimiento» (15,15). Pero, en el fondo, para él no se trata de ninguna cuestión de competencia, sino de una consecuencia emanada del encargo que, como Apóstol, ha recibido del Señor (cf. 15,15s). «Yo me debo tanto a griegos como a bárbaros, a sabios como a ignorantes» (1.14). Como predicador itinerante quiere también llegar hasta Roma, y como tal puede esperar que será bien acogido. Dado que en el marco del Mediterráneo oriental ya no tiene campo de trabajo, ahora se siente empujado hacia Occidente. De camino hacia España querría también visitar Roma y allí espera encontrar para sus ulteriores viajes misioneros una cabeza de puente desde la que poder evangelizar cada vez más (cf. 15,22-24).
Es desde el punto de vista misional de Pablo desde donde en definitiva hay que entender la larga carta a los Romanos. No sólo le interesa predicar su Evangelio también en Roma, sino sobre todo familiarizar oportunamente a la Iglesia romana con su programa y su predicación misionera. Aun cuando las explicaciones de la carta a los Romanos puedan presentar cierto carácter sistemático y aunque Pablo haya podido tener ante los ojos, de modo muy particular, el problema de la Iglesia y la sinagoga, lo cierto es que el tono fundamental de su carta es la predicación misionera.
De ahí que la importancia de la carta a los
Romanos pueda descubrirse en el hecho de que pone de manifiesto la unidad
intrínseca entre vocación y predicación misionera. Pablo se sabe acreditado por
el Señor como Apóstol ante la Iglesia de Roma, en cuanto que expone su Evangelio
que piensa seguir predicando también en Occidente. Con ello vuelve a hacer
exactamente lo que ya había hecho, según Gál 2,2, ante la comunidad de
Jerusalén: les expone el Evangelio que predica entre los gentiles. Por ahí
debería conocer la comunidad de Roma la misión que, según Gál 2,7-9, se le había
confiado entre los «incircuncisos» 3.
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1. Recuérdese especialmente el incidente de Antioquía y su exposición en Gál
2,11-14. Puesto que Pablo sabe que la comunidad cristiana de Roma es una
comunidad constituida por cristianos procedentes del judaísmo y de la
gentilidad, aunque sin conocerla con detalle, es evidente que el Apóstol ha
debido sentirse inclinado a suponer en ella problemas y dificultades parecidos a
los que se daban en otras Iglesias mixtas del Próximo Oriente (Antioquía.
Galacia, Filipos). Así se explica que exponga también aquí, solo que en forma
más equilibrada y profunda, el mensaje de las exigencias exclusivas de la gracia
y de la libertad, que ya había expuesto por primera vez, y con ocasión de una
polémica, en la carta a los Gálatas.
3. Según Gál 2,10, entre los acuerdos de Jerusalén relativos a la misión entre
los gentiles, se le recordó tam- bién a Pablo que no olvidase a los pobres de
aquella Iglesia. Encargo que Pablo siempre consideró como un símbolo de la unión
entre las Iglesias. Es significativo en este sentido que también en Rom
15,25-28, y en conexión con sus planes misionales, aluda Pablo a la colecta «en
favor de los pobres que hay entre los santos de Jerusalén». O ¿acaso es otro el
propósito especial de Pablo en ese pasaje?
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2. EL TEMA DE LA CARTA
Siguiendo las huellas de muchos comentaristas se podría compendiar el tema de la carta a los Romanos con la expresión «justicia de Dios». En realidad tiene este concepto una importancia decisiva en la carta a los Romanos. Nos percatamos de ello con una primera mirada a 1,17 y 3,21s, dos frases que ocupan un lugar destacado en el esquema de toda la carta y que presentan el mensaje del Apóstol a modo de tesis. No obstante, tal exposición temática parece demasiado teórica y abstracta, pues que Pablo no se preocupa sólo de exponer unos conceptos teológicos abstractos.
La teología reformada del siglo XVI y de sus seguidores ha visto en la carta a los Romanos la manifestación fundamental y decisiva de la doctrina de la justificación, de aquella doctrina que dentro del protestantismo se convirtió en el articulus stantis et cadentis ecclesiae ( = artículo de fe con el que la Iglesia se mantiene o cae). No tenemos por qué exponer aquí con detalle la formación y trayectoria de la teología reformada de la justificación. Mas, para la valoración atinada de la carta a los Romanos, conviene distinguir entre el propósito inmediato de Pablo y el interés sistemático de la teología posterior sobre la famosa carta. En otras palabras, es preciso distinguir entre el mensaje de la justificación de Pablo y la doctrina de la justificación de los reformadores -en contraposición a la reforma- del concilio de Trento. No cabe duda de que con su descubrimiento de la «justicia de Dios» en la carta a los Romanos, Lutero ha visto algo que es cierto, y que a través de ese concepto ha penetrado en el meollo del Evangelio paulino. Mas, por haber transformado los reformadores el kerygma paulino en una doctrina sistemática, amenazaba el peligro de una interpretación unilateral e interesada de las afirmaciones neotestamentarias.
En la carta a los Romanos nos encontramos, pues, con el mensaje de la justificación de Pablo. Lo cual significa quo es preciso descubrir en los pasajes, en los que aparece el concepto justicia de Dios, las relaciones de dicho concepto con el Evangelio; es decir, con la predicación misionera de Pablo. En el paso de 1,16 a 1,17 esto se evidencia con toda claridad. En el v. 15 proclama Pablo su propósito de «proclamar el Evangelio también entre vosotros, los de Roma», y con ello en todo el mundo occidental. La expresión «proclamar el Evangelio» proporciona la clave para lo que sigue, pues el v. 16 reza así: «Porque no me avergüenzo del Evangelio, ya que es poder de Dios para salvar a todo el que cree: tanto al judío, primeramente, como también al griego. Efectivamente, en el Evangelio se revela la justicia de Dios partiendo de fe hasta consumarse en fe, según está escrito: El justo por fe vivirá (Hb 2,4).» Aquí es patente la conexión entre «justicia de Dios» y «Evangelio». A Pablo le interesa la predicación del evangelio para salvación de todos los hombres. Pues, así dice él: 1) es una virtud de Dios para salvar a todos, judíos y gentiles, 2) y es una fuerza de Dios para la salvación porque en él se revela la justicia de Dios.
Así, pues, la «justicia de Dios» constituye el núcleo del Evangelio. Pero no está patente de antemano; tiene primero que ser descubierta. Y esto es lo que ocurre con la predicación como ayuda para el descubrimiento de la justicia de Dios. Así se evidencia la traza general de la carta a los Romanos.
ENCABEZAMIENT0 Rm/01/01-07
El comienzo de la carta se presenta según un esquema corriente en la antigüedad. El remitente... a los destinatarios...: deseos de prosperidad. Sólo que en nuestra introducción epistolar este esquema queda totalmente rebasado mediante una serie de incisos y conceptos importantes que se insertan entro el nombre del remitente y la mención de los destinatarios. Es digno de notarse el que estas abundantes amplificaciones acompañen la mención del remitente. Evidentemente deben contribuir de forma muy particular a la presentación que hace de sí mismo el Apóstol. Es, desde luego esta notable amplificación la que merece atención especial, porque contiene en una forma muy concentrada la teología de su vocación y los rasgos fundamentales de su Evangelio.
1. REMITENTE: PABLO (1,1-6).
a) Su vocación (1,1)
1 Pablo, esclavo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, elegido para el Evangelio de Dios, ...
Pablo se presenta: es un «esclavo de Jesucristo», «llamado a ser apóstol» y, de cara a esa misión, «elegido para el evangelio de Dios». Estos tres datos no sólo se yuxtaponen, sino que además se relacionan e interpretan entre sí.
Como esclavo de Jesucristo se designa Pablo, no sólo por un sentimiento de humildad, aunque desde luego no en un sentido esclavista -lo que estaría en contradicción con su conciencia de libertad-, si no de conformidad con la idea que tiene de su apostolado: está al servicio de Jesucristo. Este giro lo ha creado Pablo siguiendo un modelo del Antiguo Testamento. En los Salmos el orante habla de sí mismo como esclavo de Yahveh, indicando así su dependencia de criatura. La expresión adquiere un valor de título en boca de famosos hombres de Dios veterotestamentarios. Esto no quiere decir que para comprender la designación paulina haya que eliminar sin más la imagen de la esclavitud antigua; pero resulta más natural pensar en la conexión interna de Pablo con las ideas del Antiguo Testamento y del judaísmo. Con valor de título utiliza Pablo la designación de «esclavo» también en Gál 1,10 y en Flp 1,1. Tal designación está en el mismo plano que servidor (diakonos)4 y apóstol (apostolos). Este último es el calificativo con que suele designarse Pablo5.
Pablo es llamado a ser apóstol, Dios lo «llamó por su gracia» (Gál 1,15). Como apóstol, Pablo se sabe al llamamiento que Dios le ha dirigido. En todo caso esa vinculación no la experimenta como una limitación de su libertad personal, y menos aún como la pérdida de esa libertad. Lo que Pablo ha experimentado en la llamada de Dios es ante todo la posibilidad nueva que Cristo le ha abierto para realizar su vida como un servicio, y con ello la posibilidad de realizar su propia vida. La nueva vida que se le otorga en Cristo, la pone, como apóstol, al servicio de los hombres. Ese es el contenido de su vocación. La vocación orientada hacia el servicio la pone de relieve de modo especial el tercer inciso con que Pablo se designa: «elegido para el Evangelio», es decir, para un servicio de predicación. La elección responde al proceso de separación y santificación de Israel como pueblo de Dios y como órgano destinado al servicio en general, proceso que está atestiguado en el Antiguo Testamento. Pero en nuestro pasaje el acento no recae en la segregación como tal, sino en la función para la que ha sido destinado. El designio de Dios por lo que hace al apóstol es el anuncio de su Evangelio.
Llamamiento y elección designan, pues, el origen y
fundamento del ministerio apostólico de Pablo. Una y otra están de antemano
referidas al Evangelio. Dios le ha destinado de modo especial para el Evangelio,
hasta el punto de que el Evangelio que Pablo anuncia puede designarse tanto
«Evangelio de Dios» como «mi Evangelio» (2,16).
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4. Cf. 1Co 3,5; 2Co 3,6; 6,4; 11,15.23;
Col 1,7.23.25; 4,7.
5. Cf. Rom 11,13; Ga 1,1; 1Co 1,1; 9,1s; 15,9; 2Co 1,1.
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b) Su Evangelio (1,2-4)
2... Evangelio preanunciado por medio de sus profetas en las Escrituras santas 3 acerca de su Hijo -nacido del linaje de David según la carne; 4 constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu santificador, a partir de su resurrección de entre los muertos-, Jesucristo nuestro Señor; ...
Con unas breves pinceladas describe Pablo el Evangelio a cuya proclamación ha sido llamado. Y concretamente el v. 2 empieza por aclarar con mayor precisión la pertenencia del Evangelio a Dios. Con ello el Evangelio de Pablo se demuestra como el «Evangelio de Dios», puesto que había sido preanunciado en el sentido de que lo vaticinado en tiempos precedentes lo proclama ahora Pablo. La referencia a los profetas «en las santas Escrituras» no hay que entenderla de una forma tan literal que debamos preguntarnos cuáles son los profetas y cuáles los escritos del Antiguo Testamento en los que Pablo piensa. El Antiguo Testamento no aparece todavía aquí como contrapuesto al Nuevo; se trata más bien del vaticinio profético hecho por Dios y que precede al acontecimiento de Cristo. Es evidente que ambas cosas son hechos de revelación. Pero no constituyen más que un hecho revelador; porque el que Dios haya hecho vaticinios en las Escrituras por medio de los profetas, sólo puede afirmarse según Pablo desde la experiencia creyente de la hora actual, y justamente desde el acontecimiento de Cristo. Así pues, el preanuncio del Evangelio no se refiere tanto a determinados vaticinios del Antiguo Testamento cuanto al origen y principio del Evangelio en Dios, con anterioridad a todo el curso de la historia. En cuanto a su contenido el Evangelio se define por Jesucristo. Los versículos 3 y 4 describen este nexo con ayuda de una confesión de fe del cristianismo primitivo 6. En ambos incisos -«nacido... constituido...»- se reconoce con toda claridad una construcción paralela En ellos se habla de Cristo desde dos aspectos: nació como hijo de David, y ahora está constituido Hijo de Dios en poder, y ciertamente que «a partir de su resurrección de entre los muertos». Esto último no significa una limitación de su dignidad de Hijo de Dios, sino que el dato «a partir de su resurrección» se refiere más bien al ejercicio pujante de su dignidad. La doble afirmación de que Jesús es hijo de David e Hijo de Dios no es una afirmación desligada, sino que el segundo miembro supone el primero, como lo evidencia la misma oposición entre «carne» y «Espíritu». Estas dos palabras describen la existencia terrena y pasada de Jesús y su existencia celestial y escatológica. Es digno de notarse que Pablo mejora y completa por su parte los títulos cristológicos contenidos en esta doble afirmación tradicional: «Jesucristo nuestro Señor.» Además a la doble afirmación hace preceder la designación «su Hijo».
Mas esta sobrecarga del período no debe llamar a engaño, porque a Pablo no le interesa una descripción lo más detallada y amplia posible de la dignidad de Jesús, sino que trata, ante todo, del acontecimiento cristiano escatológico. El verdadero contenido de toda la revelación cristiana lo constituye el hecho de que el Jesús de nuestra profesión de fe es el Cristo, en quien el mundo alcanza su salvación y que ya ahora ejerce su soberanía en medio de su comunidad creyente.
¿Cómo llega Pablo a hacer estas afirmaciones
concentradas y densas ya en las primeras lineas de su carta, cuando no deberían
ser otra cosa que un saludo a los destinatarios? Es evidente que aun en una
palabra de saludo Pablo no puede dirigirse a sus lectores más que desde Cristo.
Cristo es la única fuerza que le empuja, y no puede dejar de hablar de él. Pero
también cuenta esto para descubrir la conexión. Pablo no habla simplemente del
Evangelio, sino de su vocación al Evangelio. Al presentar el Evangelio, el
Apóstol se está presentando a sí mismo. La causa de Jesús es su causa. Por eso
no hay que ver en los versículos 3 y 4 un mero anticipo del contenido de su
Evangelio, que después desarrollará en su carta, sino un primer encuentro,
aunque muy intenso, con su Evangelio, que ha preparado con interés y que aquí
presenta de acuerdo con la profesión de fe cristiana general. De este modo Pablo
se adelanta a defender su Evangelio contra cualquier sospecha de esoterismo y
arbitrariedad.
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6. En numerosos pasajes de la carta a
los Romanos hemos de suponer tradiciones del cristianismo primitivo anteriores a
Pablo, sin que éste lo haga notar expresamente; así sobre todo, en 3,24-26;
4,24s; 10,9s.
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c) Su ministerio entre los gentiles (1,5-6)
5 ...por quien hemos recibido la gracia del apostolado, para conseguir, a gloria de su nombre, la obediencia a la fe entre todos los gentiles, 6 entre los cuales estáis también vosotros, llamados por Jesucristo, ...
Como en el v. 1, también aquí se trata de la función del apóstol. Pablo entiende su ministerio apostólico como una «gracia». Es una gracia que se le ha otorgado en vistas al servicio apostólico. Por razón de su fundamento no es otra que la gracia de la justificación y del ser cristiano, concedida al creyente, la nueva relación vivificante del fiel con Jesucristo. En Pablo desde luego esa gracia opera de modo particular en favor de su misión al servicio del Evangelio.
La «gracia del apostolado», concedida al Apóstol, fructifica de tal forma quo conduce a «la obediencia a la fe entre todos los gentiles». El anuncio del Evangelio apunta a la «obediencia» que consiste en la fe en Jesús, y en la cual se expresa la exigencia de Jesús a una entrega amorosa.
Pablo es por antonomasia el misionero de los pueblos de la gentilidad. Pero la idea no hay que entenderla en un sentido tan restringido que no incluya a los judíos que viven entre los gentiles. Esto vale fundamentalmente para la práctica misionera paulina; pero, sobre todo, hay que tener en cuenta aquí la indicación de «entre todos...» Pablo se interesa por la validez universal del Evangelio y, en consecuencia, por el vasto alcance de su apostolado. Mientras conduce a los gentiles a la obediencia de la fe, contribuye a la gloria del «nombre» de Jesucristo, no sólo en el sentido de un reconocimiento y veneración externos de Jesucristo -su «nombre» equivale aquí a su persona-, sino en el sentido del objeto mismo de la predicación. Esta predicación sólo adquiere validez y fuerza precisamente cuando se escucha a Jesús; es decir, cuando se acoge su muerte como acontecimiento salvador y se responde a su exigencia presente como Señor resucitado y glorificado. A esto ha de colaborar Pablo como apóstol.
Si Pablo ha sido destinado, de modo especial, a la predicación del Evangelio entre los paganos, tiene también algo que decir a los que están en Roma (v. 7), puesto que también ellos se cuentan entre las naciones paganas que han sido llamadas a la obediencia de la fe. Así como personalmente se presenta cual «llamado a ser apóstol», así se dirige a los cristianos de Roma como «llamados por Jesucristo».
2. DESTINATARIOS: Los ROMANOS (1 ,7a)
7a a todos los amados de Dios que estáis en Roma, llamados a ser santos.
Ya desde el v. 6 aparecen en primer plano los destinatarios de la carta. Sólo ahora, y siguiendo el estilo habitual, se les habla de forma expresa. El Apóstol los llama «amados de Dios» y «llamados a ser santos», designaciones que son corrientes en las introducciones epistolares del Apóstol refiriéndose a los cristianos. Tales epítetos representan ciertamente más que un simple adorno edificante de la dirección de la carta. «Amados de Dios» son los cristianos como tales, que por Jesucristo se han aproximado a Dios. Tampoco la expresión «llamados a ser santos» representa algo original. En un sentido fundamental los cristianos deben su ser de cristianos a la llamada que se les ha hecho. Por medio de la palabra clave «llamados», que se repite tres veces en los versículos 1-7, el Apóstol y sus destinatarios aparecen vinculados desde el comienzo.
3. BENDICIÓN (1 ,7b)
7b Gracia y paz a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
Pablo se acomoda a la forma judía del saludo
epistolar7; pero lo transforma según su modo característico. La primera palabra
del saludo subraya el acontecimiento de la gracia por el que Dios se vuelve al
hombre. A través de este acontecimiento fundamental de la gracia, que tiene
lugar en la muerte y resurrección de Jesús, se comunica la paz, precisamente
como don simultáneo «de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo». La
bendición cristiana, expresada así por Pablo, es la transmisión de los bienes
escatológicos de la salvación bajo la forma de un deseo. No se trata de un
simple deseo que a nada compromete, sino que por su origen proclama una
realidad.
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7. La fórmula del saludo judío se
encuentra, por ejemplo, en el Apocalipsis siríaco de Baruc 78,2. En el NT se ha
conservado sin contaminaciones en Judas 1,2. Y todavía se deja sentir en Gál
6,16, en que el Apóstol invoca «paz y misericordia» sobre la Iglesia, sobre «el
Israel de Dios». Véase también 1Tm 1,2; 2Tm 1,2; 2Jn 1,3.
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INTRODUCCIÓN 1,8-17
El saludo formal ha terminado. Y Pablo se dirige ahora de modo directo y en la forma más apremiante posible a los destinatarios. Debe crear todavía un lazo, y empieza por establecerlo en la forma convencional con que alaba a la comunidad cristiana de Roma: Vuestra fe es conocida en todo el mundo. Este es el fundamento de la acción de gracias a Dios; a la acción de gracias sigue la plegaria y petición. Pablo ha orado siempre porque le fuese posible ir a Roma. Los versículos 11-15 expresan desde diversos ángulos el propósito que Pablo persigue. En el v. 14 señala como verdadero fundamento la obligación misionera que le incumbe. De toda la sección que forman los v. 8-15 se saca la impresión de que Pablo busca un contacto que hasta entonces no existía.
a) Acción de gracias (Rm/01/08-10)
8 Primeramente doy gracias a mi Dios por mediación de Jesucristo respecto a todos vosotros, porque vuestra fe se publica en todo el mundo. 9 Porque Dios, a quien doy culto en mi espíritu anunciando el Evangelio de su Hijo, me es testigo de cuán incesantemente hago mención de vosotros, 10 siempre, en mis oraciones, a ver cómo, por fin, se me allana alguna vez el camino para llegar hasta vosotros en la voluntad de Dios.
El hecho de que al saludo introductorio siga una acción de gracias responde al estilo epistolar antiguo. El autor de una carta asegura al destinatario que da gracias y ruega por él a los dioses. La acción de gracias de Pablo en el v. 8 tiene casi un carácter litúrgico. Puede compararse, por ejemplo, con la forma fundamental de nuestra plegaria eucarística: acción de gracias a Dios por Jesucristo indicando la razón o motivo. Pablo habla aquí de mi Dios, enlazando así con el estilo orante de los Salmos. En cualquier caso la expresión no significa ningún exclusivismo en las relaciones religiosas con Dios, sino que de modo parecido a los que ocurre con el giro «mi Evangelio», se pone de manifiesto la conciencia singular que el Apóstol tiene de su misión. Es precisamente el Dios que le ha llamado, con quien le liga una relación especial y en la que puede introducir sin más a sus destinatarios (cf. 1,7 «Dios nuestro Padre»).
La acción de gracias de Pablo se refiere a la comunidad cristiana de Roma: «todos vosotros.» Aunque personalmente no la conoce, o sólo en una parte mínima, conoce su fe, pues ésta es ya conocida «en todo el mundo». La palabra que Pablo emplea aquí da a entender que esa fama y conocimiento es un acontecimiento anunciador. La fe a la que la Iglesia de Roma ha llegado es una fe salvadora, no sólo porque con ella alcanzan los creyentes la salvación, sino también porque la fe de los creyentes apunta a Jesús como origen de la salvación. Esa fe viene proclamada por los creyentes, o mejor, a través de su vida determinada por la fe.
Al comienzo del v. 9 hay una protesta solemne con la que Pablo expresa una vez más sus peculiares relaciones con Dios. Invoca a Dios como testigo de que en sus oraciones piensa constantemente en la comunidad romana. Dios conoce sin duda sus esfuerzos por anunciar el Evangelio. A los ojos de Pablo su ministerio de heraldo es una forma de culto en toda regla. En 12,1 utiliza este concepto para hablar de la nueva forma de culto de los cristianos en la vida cotidiana (cf. también Flp 3,3). Pablo cumple su servicio de pregonero, a través del cual la palabra de Dios quiere llegar a los gentiles, siempre como un acto de culto delante de Dios. La indicación de «en mi espíritu» o «con mi espíritu» no significa por de pronto una interiorización o espiritualización de este culto. El sentido de la expresión resultaría mucho más claro traduciendo «a través de mi persona». El ministerio que el Apóstol desempeña, lo realiza aportando toda su contribución personal.
En sus oraciones Pablo piensa «incesantemente» en la comunidad. Este pensamiento, en el que se expresa la responsabilidad y preocupación del Apóstol por «todas las Iglesias» (2Cor 11,28), se orienta ahora principalmente a lograr su deseo de visitar la comunidad de Roma. Por lo demás, Pablo sabe que esto no depende sólo0 ni en primer término de sus planes y propósitos, sino de «la voluntad de Dios». Este giro no debería entenderse de forma demasiado precipitada en un sentido edificante. Lo que aquí piensa Pablo es de naturaleza mucho más honda: si en sus viajes misioneros llega a Roma, con ello no hace más que cumplir la voluntad salvífica de Dios; pues Dios quiere que su Apóstol proclame sin cesar y por todas partes el mensaje de salvación.
b) Propósito y tema de la carta (Rm/01/11-17)
11 Pues estoy anhelando vivamente veros, para comunicaros algún don espiritual con el que quedéis fortalecidos, 12 o mejor, para que, en vuestra compañía, mutuamente recibamos aliento, por medio de la fe que nos es común tanto a vosotros como a mí. 13 No quiero que ignoréis, hermanos, que muchas veces me propuse llegar hasta vosotros, para recoger también entre vosotros algún fruto, al igual que entre los demás gentiles; pero hasta ahora me ha sido imposible. 14 Yo me debo tanto a griegos como a bárbaros, a sabios como a ignorantes; 15 así que, por lo que a mí toca, deseo vivamente proclamar el Evangelio también entre vosotros, los de Roma.
Su deseo de llegarse hasta Roma lo funda Pablo en que podría comunicar a los fieles de allí algún «don espiritual». Qué entiende en concreto por tal don, no lo dice aquí. Pero en el v. 15 habla claramente de que desearía anunciar también el Evangelio en Roma. De todos modos es en esta dirección en la que hay que buscar la imagen más precisa que el Apóstol tiene del don que quiere comunicar. Es siempre un don otorgado por el Espíritu para edificación de la Iglesia de los creyentes. A lo cual contribuye Pablo con su predicación. Mas semejante colaboración no es unilateral. Como predicador desea también su propia edificación personal a través de la fe de la comunidad. Tal propósito no debería entenderse sólo como una manifestación táctica de Pablo a fin de no aparecer demasiado importuno a una comunidad que todavía no le es familiar. En su predicación misionera Pablo se ve más bien como un recipiendario. Entre el Apóstol y la Iglesia median unas relaciones de comunicación.
El verdadero propósito de Pablo, es sin duda, el de «recoger algún fruto» en Roma al igual que entre los demás gentiles (v. 13). Con ello expone Pablo sus ulteriores propósitos misioneros. Lo que ahora le arrastra hacia Roma responde a su tarea apostólica. Pablo se debe a todos (v. 14), cualquiera que sea su procedencia, su grado de formación y la apertura a la predicación de Pablo. No depende, pues, de su capricho el ir o no ir a Roma. Está bajo la exigencia ineludible del Evangelio, a cuya disposición se pone por completo. Por lo mismo, Pablo no anuncia una visita privada, sino su futuro plan misionero que, sin duda alguna, no se limita a Roma sino que se extiende a todo el occidente del imperio (cf. 15,24). Por este camino quiere también anunciar el Evangelio en la Iglesia de Roma, no como entre gente que todavía no crea, sino a fin de ganar apoyo para su causa entre los cristianos de Roma, y desde esa comunidad avanzar hacia el mundo desconocido de los pueblos gentiles.
16 Porque no me avergüenzo del Evangelio, ya que es poder de Dios para salvar a todo el que cree: tanto al judío, primeramente, como también al griego.17 Pues, en el Evangelio, se revela la justicia de Dios partiendo de fe hasta consumarse en fe, según está escrito. «El justo vivirá de la fe» (Hb 2,4).
Pablo acaba de hablar de su propósito de anunciar el Evangelio también en Roma, y en seguida empieza con el anuncio en el v. 16; pues, así se debe entender el breve desarrollo temático de su Evangelio en estos dos versos. También la trama posterior de la carta permite conocer que Pablo quiere exponer ya ahora su Evangelio sin esperar a encontrarse en Roma. Sus fórmulas son muy concisas y de un énfasis evidente. Las distintas afirmaciones parciales del v. 16s se conjuntan en el tema «Evangelio». Lo que Pablo entiende por «Evangelio» lo desarrolla en frases sueltas: «Es poder de Dios... en el Evangelio se revela la justicia de Dios...» Este desarrollo preliminar del Evangelio paulino define el tema principal de toda la carta.
¿Por qué declara Pablo abiertamente que no se avergüenza del Evangelio? ¿Qué razón podía tener para avergonzarse del Evangelio? ¿O es que había en la Iglesia romana quienes se avergonzaban del Evangelio? Si Pablo destaca en seguida el «poder» oculto y representado en el Evangelio, es evidente que el mismo Evangelio ofrece el motivo de su desconocimiento y hasta para avergonzarse de él. Aquí hay que recordar lCor 1,18, en que define el Evangelio como «la palabra de la cruz»: para quienes se pierden es una necedad, mas para quienes son salvados es poder de Dios. Con ello se expresa la crisis que provoca el Evangelio. Ni por su contenido -que es la palabra de la cruz-, ni por su proclamación, ni por sus pregoneros, es la imponente y reveladora fuerza de Dios que arrastra al hombre a su aceptación más que a rechazarlo. Precisamente a los «griegos» y a los «sabios» (v. 14) el Apóstol debió decirles que no había que escandalizarse por un Evangelio que no es sino el mensaje de un redentor crucificado. A los ojos del hombre el Evangelio es algo débil e inerme, pero desde el punto de vista de Dios es poder y fuerza para salvar. Pablo se ha consagrado a una empresa desesperada -humanamente desesperada-, cual es que la causa de Dios se imponga realmente entre los hombres. Lo hace, sin embargo, pasando por ello como un insensato a los ojos del mundo: «Nosotros, insensatos por Cristo, vosotros, sensatos en Cristo; nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros estimados, nosotros despreciados» (/1Co/04/10). Pablo presenta su Evangelio como una causa de Dios, no como una sabiduría humana. Para escucharlo se precisa siempre la misma buena disposición que para creEr. Y se lo ofrece ahora a los romanos porque quiere anunciarles ahora el mensaje de la acción de Dios.
Al suscitar la fe en el hombre, el Evangelio se muestra como un acontecimiento salvador, y justamente como la acción poderosa de Dios para redimir a la humanidad prisionera de su pecado. Mientras el Evangelio proclama esa acción redentora de Dios, esa acción divina se realiza históricamente en el hombre para su salvación. En la fe experimenta éste la salvación como una relación nueva con Dios. Pablo entiende la fe no tanto como una condición que el hombre ha de llenar para obtener la salvación, sino como la forma con que el hombre participa al presente en la obra salvífica y escatológica de Dios. De acuerdo con esto el Apóstol sabe que todos los hombres están llamados a salvarse. El universalismo de la salvación es una consecuencia esencial de su Evangelio. Pese a una cierta ventaja de los judíos en la historia de la salvación («al judío primeramente»), ahora la llamada del Evangelio se dirige a todos por igual, judíos y gentiles. Pues, por Jesucristo, cualquier antiguo derecho a la salvación se revela como transitorio, al tiempo que queda sin vigor. Y es que la salvación se otorga a todos sólo a modo de don gratuito, sólo por la fe.
El acontecimiento de Cristo se expresa en el v. 17 y de una forma que sorprende a primera vista. No hay duda de que, para Pablo, la muerte y resurrección de Jesucristo constituyen el núcleo de la realidad del Evangelio; pero el nombre de Jesús, que en los versículos 1-8 aparece hasta cinco veces, no se menciona para nada en este contexto. No obstante lo cual, en el v. 17 habla de Jesucristo cuando hace una última referencia fundamental al Evangelio, pues la justicia de Dios se revela en él.
En la tradición veterotestamentaria y judía la justicia se entiende como el ser y el obrar adecuados del hombre delante de Dios. De importancia decisiva es la reinterpretación del concepto que ahora hace Pablo. Según ella, el hombre no puede en modo alguno exhibir ante Dios su derecho como una exigencia. Si se habla de un ser y de un obrar justos del hombre ante Dios, esa justicia y derecho no pueden ser otros que el derecho de Dios. Así pues, y para decirlo brevemente, la justicia de Dios no es más que la acción justa de Dios frente al hombre por la que crea en éste la justicia. Lo cual sucede en el acontecimiento cristiano, cuya expresión histórica ponen de manifiesto la muerte y resurrección de Jesús. Pablo desarrolla su mensaje desde la revelación de la justicia de Dios en el cuerpo de la carta, especialmente en Rm 3,21-26. Aquí, en 1,17, se trata de momento de una primera indicación sucinta del tema.
La «justicia de Dios» quiere decir, por tanto, que
en el acontecimiento salvífico proclamado por Pablo, Dios es el actor y agente
por antonomasia. Esto es lo que confirma ahora directamente con una cita de la
Escritura. Pues, si a la fe en Jesucristo hay que atribuirle ese alcance
salvador decisivo, esa fe sólo puede provenir de Dios. Por ello se remite Pablo
a la promesa divina que se encuentra en Hb 2,4b: «El justo vivirá de la fe»
Pablo argumenta con la historia de la promesa a fin de revelar el verdadero y
supremo fundamento del acontecimiento cristiano: Dios. Es Dios quien se afirma
plenamente en el mensaje del tiempo actual y, con ello, en la fe de los
creyentes.
Parte primera
EN EL EVANGELIO ACONTECE LA REVELACION DE LA JUSTICIA DE DIOS 1,18-4,25
En 1,15-17 hemos visto cómo el tema central que preocupa a Pablo es la proclamación del Evangelio y el consiguiente acontecimiento de la salvación. Y esto es lo que expone la carta, a renglón seguido, en un doble aspecto:
I. Con el Evangelio se descubre a los hombres su verdadera situación: como humanidad pecadora han incurrido en la ira de Dios (1,18-3,20).
II. Mas con el Evangelio se les anuncia también y se ofrece a todos los hombres la salvación, como salvación que Dios hace posible y otorga (3,21-4,25).
Estos dos órdenes de ideas se relacionan entre sí y constituyen una afirmación unitaria. Para nosotros es muy importante saber que los conceptos de «pecado», «impiedad» e «ira de Dios» hay que entenderlos en un sentido universal y estrictamente teológico. Según Pablo son los rasgos que caracterizan la situación de la humanidad en general antes de la revelación de la gracia de Dios en Jesucristo. Si decimos: «antes de la revelación», no debe entenderse sólo respecto del tiempo, sino también de la realidad objetiva; ello quiere decir que con ello nos referimos a todos aquellos casos en que el Evangelio no ha llegado ni ha sido aceptado de hecho. Del mismo modo las expresiones «impío», «impiedad», harto frecuentes en lo que sigue, no deberán entenderse como un juicio moral, sino como evocando un estado de cosas anterior a la revelación cristiana Más erróneo aún sería confundir estas expresiones con lo que hoy entendemos por ateísmo en sus divessas formas. Esto hay que tenerlo muy en cuenta para las perícopas que siguen si se quiere entender bien a san Pablo.
I. LA IRA DE DIOS SE REVELA SOBRE TODO PECADO (1,18-3,20)
1. PERSONALIDAD DE LOS HOMBRES (Rm/01/18-32)
18 Porque se revela la ira de Dios desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de unos hombres que injustamente retienen cautiva la verdad.
En este versículo no se puede pasar por alto el paralelismo formal que presenta con el versículo anterior. A dicha analogía con el v. 17 responde el emparejamiento de las dos «revelaciones», la de la justicia de Dios y la de la ira de Dios en el juicio. Por aquí puede ya reconocerse que tratará de esta ira como reverso de la justicia divina. Si la ira de Dios sobre el pecado de los hombres representa el tema de esta sección, en el v. 17 se le ha antepuesto de forma inequívoca el verdadero tema del Evangelio, en el que «se revela la justicia de Dios». A partir del Evangelio se detiene Pablo primeramente en el pasado de la humanidad para mostrarle el espejo en que puede reconocerse con su historia funesta. Así, la predicación de la ira de Dios no es más que un aspecto de la vasta revelación de Dios en el Evangelio, y que además sólo se comprende desde el Evangelio. Al igual que la proclamación del Evangelio, también el juicio airado de Dios acontece en el tiempo presente de los oyentes. Lo que aquí hace el Apóstol pertenece a su labor de pregonero del Evangelio: descubrir a la humanidad su verdadera situación y ponerla bajo el juicio de Dios.
La ira de Dios se ejerce sobre todas las perversidades de los hombres. A la luz de la revelación de Dios en el Evangelio, aparece el pecado del hombre en su auténtica «verdad», como la «impiedad» y la «injusticia» humanas. Que el hombre es «impío» no se echa de ver porque no reconozca expresamente a Dios. La impiedad del hombre, a la que Pablo se refiere, es más profunda. Que el hombre esté sin Dios significa que está sin el Dios viviente. La existencia del hombre «impío» es una existencia que termina en la muerte. Su hundimiento en la muerte se refleja en su conducta y, ante todo y sobre todo, en su alejamiento de Dios. Su impiedad es al mismo tiempo su injusticia, en cuanto que al separarse de Dios trastorna también el derecho. Y aquí cabría preguntar: ¿Qué derecho? ¿el de Dios o el del hombre? ¡Uno y otro! porque el derecho de Dios es también el derecho del hombre. Cuando el hombre obra lo que es justo, también Dios le da lo suyo. En Dios tiene el derecho del hombre su fundamento más profundo. El estado de cosas por lo que a la perversión del derecho se refiere, lo pone singularmente de relieve nuestro versículo: los hombres oprimen la «verdad», es decir, la verdad del ser humano, en la que se incluye también la coexistencia humana. Esa verdad, contra la que se alzan los hombres, no es en definitiva otra que la verdad personal del mismo Dios viviente. Y como el Dios viviente se muestra precisamente ahora en el Evangelio, pues su verdad aparece en éste como una instancia crítica, a la que el hombre ya no puede escapar.
19 Puesto que lo que puede conocerse de Dios está manifiesto entre ellos, ya que Dios se lo manifestó. 20 En efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, tanto su eterno poder como su divinidad, se hacen claramente visibles, entendidas a través de sus obras; de suerte que ellos no tienen excusa.
Pablo intenta ahora dar un motivo al hecho de la ira antes indicado. Para ello se remonta un poco más. Recuerda lo conocido y evidente, es decir el conocimiento general de Dios. Se supone la revelación del Creador en sus criaturas. Lo «invisible» de Dios se reconoce en su creación, concretamente su «eterno poder como su divinidad». Sin duda que en este pasaje Pablo está especialmente influido por la espiritualidad helenística de su tiempo, tanto en la selección de las palabras como en sus imágenes. Esto lo demuestra ya la misma alusión a las propiedades de Dios, su «eterno poder» y su esencia divina8. Mas no por ello puede afirmarse sin más que Pablo dependa de una doctrina griega de Dios. La idea de creación apunta más bien y simultáneamente al trasfondo veterotestamentario y judío de su predicación9.
Sin embargo, Pablo no da en nuestro pasaje una
exposición temática del problema del conocimiento natural de Dios. Piénsese
sobre todo que lo que aquí hay que demostrar es la inexcusabilidad de los
hombres. De ahí la importancia de que Dios se manifiesta de hecho, en cuanto
como Creador se ha revelado en su creación, la importancia de que este
manifestarse de Dios no haya llevado a los hombres al reconocimiento de la
verdad; es decir, de sus verdaderas relaciones con el Creador. De este modo la
manifestación de Dios se convierte para los hombres en deuda culpable.
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8. La palabra griega correspondiente a
«eterno» aparece en el NT sólo una vez más en Jd 6. En cuanto a su significado,
la pal abra griega aplicada a Dios quiere decir que Dios no tiene principio ni
fin. Tampoco en Israel faltan huellas en favor de una existencia «eterna» de
Dios; pero el concepto pone sobre todo de relieve la fidelidad y constancia de
su Dios que actúa en la historia del pueblo de la alianza.
9. Hay que referirse concretamente a textos como Sab 13,1-9; ApocBar (siríaco)
54.17-19 y Oráculos Sibilinos 3,6-10. Estos escritos, aun cuando hablan de la
cognoscibilidad del Creador por parte de su creación, permiten a su vez
descubrir la influencia que en ellos ha ejercido el helenismo contemporáneo. Por
lo mismo, será necesario entender a Pablo sobre el trasfondo de una tradición
doctrinal judía apocalíptica con influencias helenísticas.
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21 Pues habiendo conocido a Dios, no le dieron gloria como a tal Dios ni le mostraron gratitud; antes se extraviaron en sus varios razonamientos, y su insensato corazón quedó en tinieblas. 22 Alardeando de ser sabios, cayeron en la necedad, 23 pues cambiaron la gloria del Dios incorruptible por la representación de una figura de hombre corruptible, de aves, cuadrúpedos y reptiles.
Todos los hombres son inexcusables ante Dios. En pro de esta tesis aduce ahora Pablo una segunda razón más concreta: de hecho han conocido a Dios, pero no le han dado la gloria, sino que pervirtieron el culto divino en un culto a los ídolos.
Del conocimiento de Dios debía seguirse el verdadero culto. Glorificar a Dios y darle gracias es la forma natural con que el hombre realiza su humanidad delante de Dios, puesto que se debe a Dios. Mas no es éste precisamente el caso. Con su conducta los hombres se manifiestan más bien desagradecidos. Si, pese a todo, aún pueden seguir pareciendo «sabios», tal sabiduría no puede engañar a los hombres acerca de su verdadera situación. Están obcecados, sus corazones se han hundido en las tinieblas y se han hecho necios. Y esto lo evidencian con su culto a los ídolos. Pablo tiene aquí sin duda ante los ojos ciertas formas de la religiosidad pagana. Mas no la considera desde los puntos de vista de la historia de la cultura y de la religión, sino que la enfoca como una perversión culpable de la verdad. En la idolatría no ocurre sino la divinización de la criatura. Las religiones paganas no se explican, pues, como estadios preliminares del verdadero culto, ni como formas perdidas y ocultas de una relación auténtica del hombre con Dios, sino como perversión de ellas. Que se reconozca la «gloria del Dios incorruptible» y que se trueque (v. 25) es una prueba de la necedad de los «sabios». En la «gloria», el Dios creador se vuelve a su criatura. Es la gloria de Dios que otorga vida y porvenir. Los hombres ocupan su lugar, de forma caprichosa, con la representación plástica de su corrupción: hombres, aves, cuadrúpedos, reptiles.
24 Por eso los entregó Dios a la impureza, a causa de los deseos de su corazón, hasta tal punto que ellos mismos deshonraron sus propios cuerpos, 25 ya que habían trocado la verdad de Dios por la mentira, y habían reverenciado y dado culto a la criatura en lugar del Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén.
Que los hombres en su obcecación y necedad hayan abandonado al verdadero Dios y se hayan entregado a las vanidades, no es una «necedad» perdonable, sino una culpa grave. Así viene sobre ellos el juicio severo de Dios, y ya en su misma acción pecaminosa, Dios los ha abandonado; lo cual no es desde luego un signo de la resignación de Dios frente al capricho del hombre, sino expresión de su acción justiciera. El Dios al que niegan su obediencia de criaturas, al que desconocieron y rechazaron, ese mismo Dios los entrega a su propio desvarío, de tal manera que su demencia empezó a desfogarse en ellos mismos.
De hecho cabía esperar que la «impureza» y la «deshonra de los cuerpos» apareciesen en el capítulo del deber junto con el culto de los ídolos antes mencionados. Y, en efecto, según la idea corriente en el judaísmo, una y otra, la idolatría y la perversión del orden moral, principalmente el desorden sexual, aparecen unidas. Al culto de los ídolos sigue como consecuencia natural la perversión moral 10. Este estado de cosas, típicamente pagano según la concepción judía, lo denostaba el judaísmo principalmente por motivos apologéticos. Por ello se destacaban con singular énfasis la fe veterotestamentaria y judía en Dios y el comportamiento moral del «justo».
Pablo no afronta directamente esta conexión, sino que empieza por demostrar la culpa de la humanidad, y de modo concreto por la perversión de la «verdad de Dios». De ahí proceden todas las deficiencias morales. De la negativa de los hombres frente a Dios se siguen todas las otras culpas, y este continuar pecando pone cada vez más de relieve que los hombres se encuentran bajo el juicio de la ira de Dios.
El pecado radical de los hombres consiste, pues,
en haber rechazado la «verdad de Dios». Los hombres debían haber encontrado la
verdad en el reconocimiento de su verdadero Creador y en no desplazarle
caprichosamente dando su puesto a la criatura.
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10. En este contexto hay que referirse
una vez más al libro de la Sabiduría. En /Sb/14/22-31 se expone cómo los hombres
han llegado al desenfreno moral a través de la idolatría.
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26 Por eso, los entregó Dios a pasiones que envilecen: así, hasta sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza: 27 igualmente los hombres también, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en su lascivia los unos hacia los otros, cometiendo torpezas varones con varones, y recibiendo en sí mismos la debida retribución a su extravío.
Pablo empieza por repetir aquí el comienzo del v. 24 Con ello adquiere un renovado énfasis la manifestación del juicio en el hecho mismo de que los hombres hayan pervertido la creación. De una forma más detallada y categórica que antes describe ahora esa perversión como un capricho sexual de los hombres.
No es ciertamente casual que el Apóstol demuestre la perversión moral de los hombres con el ejemplo del desenfreno sexual. Sin duda que ha debido encontrar abundante material de prueba en las costumbres de su tiempo. Y Pablo intenta explotarlo para sus propósitos de predicador. Su juicio sobre los desórdenes señalados hay que entenderlo desde el trasfondo de las concepciones de su tiempo y de su ambiente. Los coetáneos del Apóstol, de formación helenística, conocían perfectamente los postulados éticos, para los que se encontraba un fundamento en una ley obligatoria, análoga a la ley natural. Pero, junto a la exigencia de vivir conforme a la naturaleza, aparecía siempre, como perfectamente compaginable, un afán individualista por alcanzar una experiencia de felicidad, y por lo mismo el placer sexual más o menos sublimado. Sin duda que en tiempos del Apóstol existía también una crítica contra los excesos de la sociedad. Pero esa crítica permanecía fundamentalmente vinculada a la idea de naturaleza. El juicio de Pablo, por el contrario, está determinado por la idea de creación. Si externamente puede decirse que sigue la crítica de la apologética judía a las manifestaciones paganas, la verdad es que no las afronta de un modo puramente ético. Pablo ve en esas manifestaciones el fundamento de toda la perversión humana: el hombre ha olvidado que Creador y criatura no pueden intercambiar sus papeles. De ahí que ahora, frente a los hombres que se han olvidado de Dios, el Creador se revele entregándolos a sus pasiones, y recibiendo éstos en sus deseos brutales la «merecida retribución». En consecuencia, Pablo ve ya operando en la historia de la humanidad la «ira de Dios» (v. 18). En el presente, y en concreto con la predicación del Evangelio, se revela la «ira de Dios» con su trascendencia escatológica.
28 Y como no se dignaron retener el cabal conocimiento de Dios, Dios los entregó a una mentalidad reprobada, a realizar lo que no deben: 29 están repletos de toda suerte de injusticia, de malicia, de codicia y de maldad; llenos de envidia, de homicidios, de riñas, falsía y mala entraña; son difamadores, 30 calumniadores, aborrecedores de Dios, insolentes, soberbios, fanfarrones, maquinadores de maldades, rebeldes a sus padres, 31 insensatos, desleales, sin afecto, sin compasión.
Una vez más recuerda Pablo los fallos fundamentales de los hombres en los que desembocan sus relaciones inadecuadas con Dios. Han reconocido ciertamente a Dios (v. 21), pero le han negado la gloria que le corresponde como a Creador, perdiendo de vista la relación esencial de su vida (eso es lo que significa el reconocimiento de Dios).
La acción judicial de Dios sobre los hombres
penetra ahora toda la conducta de éstos. Y a esa luz la humanidad entera tiene
que aparecer necesariamente como una generación perversa. Tal es el sentido del
catálogo de vicios que Pablo aduce aquí 11. Mientras unas líneas antes detallaba
las manifestaciones antinaturales de la sexualidad, ahora teje una lista de
actitudes y conducta erradas. En ellas se cumple con necesidad irremediable el
juicio de Dios. Eso es lo que Pablo quiere probar; de ahí que no se pregunte si
el hombre solamente obra mal o si sigue habiendo siempre algo bueno en su
acción. Como aquí no le interesa investigar teóricamente y resolver en ese
terreno la cuestión moral como tal, como ni tampoco la posibilidad de llevar una
vida moralmente buena, no encontraremos una respuesta satisfactoria a tales
problemas. Esa respuesta no se da ciertamente en Pablo ni en su visión
supuestamente incompleta, sino que interesa más bien a quien plantea la cuestión
en un sentido que no encaja con el del kerygma paulino. Pues, lo que aquí mueve
a Pablo es la «verdad de Dios», y ésta apunta expresamente a la posición de la
humanidad entera: delante de Dios todos son pecadores. Esto es lo que deben
decirse todos los hombres. Por eso no tiene ya sentido preguntarse si alguien es
más o menos pecador. Con esta interpretación no es necesario ya precisar y
explicar con detalle cada uno de los veintiún conceptos que forman la lista de
las deficiencias humanas. Como quiera que sea, Pablo no se preocupa aquí de dar
un cuadro completo histórico, cultural y ético de su tiempo.
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11. Catálogos de vicios parecidos se
encuentran en Rm 13.13; 1Co 5,10s; 6,9s; 2Co 12,20s; Ga 5,19-21 (al que en
5,22-23 se contrapone un catálogo de virtudes); Ef 4,31; Col 3,5.8; 1Tm 1,9-10;
2Tm 3,2-5; Tt 3,3. Catálogos de este tipo se dan también, fuera del Nuevo
Testamento, en los clásicos de la ética antigua, los estoicos. Mas Pablo no
depende directamente de ellos sino mas bien de posiciones judías en las que se
deja sentir la influencia estoica, como podemos reconocer especialmente en Sb
14,22-26; 4M 1-3 (sobre todo 1,27; 2.15) y en Filón.
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32 Los cuales, aun conociendo bien el veredicto de Dios, a saber, que son dignos de muerte los que practican tales cosas, no sólo las hacen ellos mismos, sino que hasta aplauden a quienes las practican.
Para terminar su acusatoria intenta el Apóstol darle una última condensación: todos éstos que conocen las exigencias de los derechos de Dios -lo que quiere decir, que pecan a sabiendas de que hay de por medio una sentencia capital- obran así a pesar de todo; pero no sólo actúan así personalmente, sino que además asienten y aprueban a quienes tal hacen. En esta forma de conspiración secreta o abierta contra su Creador se manifiesta finalmente la culpa de toda la humanidad. Pablo no excusa ni defiende nada de cuanto antes ha expuesto, sino que lo pone todo en el capítulo del debe.
Aquí se evidencia que el anuncio del juicio que proclama el Apóstol no es un informe desapasionado sobre el estado general de la humanidad delante de Dios. En su predicación Pablo se convierte en el abogado de Dios. Pero al propio tiempo con la proclamación de su Evangelio llega ya el juicio. Dios es juntamente acusador y juez. El Apóstol da entrada ya ahora en su Evangelio a esta doble función.