EL N. T. Y SU MENSAJE
EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO
W TRILLING
II. NACIMIENTO E INFANCIA DE JESÚS (1,18-2,23).
1. EL NACIMIENTO DE JESÚS (Mt/01/18-25).
18 El nacimiento de Jesucristo fue así. Su madre María estaba
desposada con José y, antes de vivir juntos. resultó que ella había
concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. 19 Pero José, su
esposo, como era justo y no quería denunciarla, determinó repudiarla en
secreto.
Este fragmento informa sobre el nacimiento del niño Mesías. Es
notable en muchos respectos la manera como tiene lugar el nacimiento.
Sorprende la sobriedad y la concisión de este relato, si se compara con
la narración del nacimiento que conocemos familiarmente por san Lucas
y que se lee en las misas de Navidad. Casi no se exponen las
circunstancias más próximas, la preparación del acontecimiento y el
mismo suceso. San Mateo dirige la mirada a hechos muy distintos.
Supone que nos son conocidos los pormenores de la concepción
milagrosa y del nacimiento, que ahora se recuerdan con breves
palabras. ¿Qué quiere sobre todo enseñar el evangelista?
En primer lugar está la figura de José, que se presenta en primer
plano, así como en los relatos de san Lucas se presenta a María. Todo
se contempla desde la posición que ocupa José, que al final del árbol
genealógico fue mencionado como «esposo de María». Con esta
mención se enlaza el relato del nacimiento. María estaba desposada con
José. por eso según el derecho judío era considerada como su esposa
legitima. Sin embargo aún no habían vivido juntos. Esto significa que
José aún no había introducido en su casa a su desposada ni había
empezado la vida comunitaria del matrimonio. El relato ahora dice de
forma muy concisa que en este tiempo resultó que María estaba encinta.
José lo había notado claramente. Lo que él no sabe, nos lo dice en
seguida el evangelista interpretando y explicando de antemano: lo que
vive en ella, procede del Espíritu Santo. Nada se dice de la turbación, de
la pesadumbre, de las cavilaciones, dudas y titubeos del esposo. No se
nos cuenta lo que pasa en su alma y lo que hace madurar la decisión.
Solamente nos enteramos del resultado: José resuelve separarse de su
desposada con gran sosiego. La deshonra en que José cree que se
encuentra María, no debe ofenderla ante todo el pueblo.
JOSE/JUSTO: Se califica de justo a José, en cuya conducta se
manifiestan la consideración y los sentimientos. Justo es el hombre que
busca a Dios y que sujeta su vida a la voluntad de Dios. Justo es el
hombre que cumple la ley con todo su corazón y con intensa alegría,
como el devoto autor del salmo 118. Pero también es justo el hombre
prudente y bondadoso, en cuya vida se han mezclado y esclarecido de
una forma singular la propia madurez humana y la experiencia en la ley
de Dios. Así es como el Antiguo Testamento ve al justo. El justo es la
figura ideal del hombre en quien Dios se complace. La justicia es la más
noble corona con que puede adornarse un hombre. Lo mismo puede
decirse de José. Su vista todavía está retenida, y él no comprende el
enigma desconcertante. Pero José tampoco lo escudriña ni procura
examinarlo a fondo. Lo que hace, en todo caso es indulgente y juicioso.
Así logra que se le tribute la alta distinción de elogiarle como justo.
20 y mientras andaba cavilando en ello, un ángel del Señor se le
apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas llevarte a
casa a María tu esposa, porque lo engendrado en ella es obra del
Espíritu Santo.
Cuando José ya ha tomado la decisión de separarse de María, Dios
interviene. Un ángel, santo mensajero de Dios, le descorre el velo del
misterio. Le dirige la palabra con solemnidad: «José, hijo de David».
Fuera de este caso, solamente a Jesús se concede este título honorífico
(Mt 1,1; 9,27; 20,30s). En este tratamiento resuenan las esperanzas que
inspira esta expresión desde el vaticinio de Natán al rey: «Yo seré su
padre, y él será mi hijo, y si en algo obra mal, yo le corregiré con vara de
hombres y con castigo de hijos de hombres. Mas no apartaré de él mi
misericordia, como la aparté de Saúl, a quien arrojé de mi presencia.
Antes tu casa será estable, y verás permanecer eternamente tu reino, y
tu trono será firme para siempre» (2Sam 7,14-16). Con este tratamiento
el sencillo José es intercalado en el gran contexto de la historia divina.
Es descendiente del linaje de David, uno de sus «hijos». Lo que José
oye decir al ángel, debe oírlo como hijo de David, entonces
comprenderá. Al final de este relato leemos que en realidad sucede así:
después del mensaje nocturno, José, con sencillez y docilidad, procede
como le había encargado el ángel (1,24).
José está en primer término, pero ahora también se ilumina con mayor
intensidad la madre del Mesías. José no debe temer llevarse a casa a
María, acogerla en su casa como su mujer, porque en ella ha tenido
lugar un milagro de Dios: el fruto de su vientre no procede de un
encuentro terrenal. Con profundo respeto y con delicadeza se indica el
misterio. Son cosas divinas, que no pueden ser profanadas por la
indiscreta curiosidad del hombre ni por el lenguaje que todo lo abarca.
Sólo se nombra un hecho que puede servir de explicación: la actuación
del Espíritu Santo. A él se atribuye como última causa el milagro que ha
tenido lugar en el seno de María. Es el espíritu que expresa el poder y la
grandeza de la actuación divina; es el espíritu que llena a los profetas y
a los héroes; pero también es el espíritu que obra en silencio y que
actúa ocultamente y sin ruido. Aquí se evitan cuidadosamente todos los
pormenores. Ante la mirada de José y la nuestra sólo debe estar esta
figura: la virgen, un vaso de elección, expuesto al soplo del Espíritu de
Dios...
21 Dará a luz un hijo, a quien le pondrás el nombre de Jesús, porque
él salvará a su pueblo de sus pecados.
Ahora el mensajero habla más claramente. María dará a luz un hijo, y
José le debe poner el nombre de Jesús. Era un privilegio de la dignidad
paterna otorgar el nombre al hijo. Esto en cierto modo es un acto
creador, porque para los antiguos el nombre designa la manera de ser y
la vocación. Sin embargo en el caso de José se limita el derecho: No
solamente no tiene ninguna parte en la procreación del hijo, sino que
tampoco tiene derecho a determinar el nombre. Éste le es dado de
arriba, se anuncia de antemano: un nombre, que ya fue usado con
frecuencia en la historia del pueblo, pero que nunca proclamó la razón
de ser con tanta precisión como aquí.
J/SALVADOR ¿Qué significa el nombre de Jesús? Traducido del
hebreo, significa: Dios es la salvación, Dios ayuda y libera, Dios es
salvador. Así se llamó Josué, quien como sucesor de Moisés condujo al
pueblo por el Jordán a la vida sedentaria y a la paz del país. Este
nombre lo tuvo un sumo sacerdote, que después del regreso de la
cautividad de Babilonia participó como dirigente en la restauración del
culto y en el servicio del templo (Esd 2-5). Así también se llamaba un
maestro de la sabiduría, que pudo alabar el camino de la justicia y de la
vida con sentencias bien redactadas, Jesús, el hijo de Eleazar y nieto de
Sirac, autor del libro de Jesús Sirac o Eclesiástico (Eclo 50,29). Todos
ellos fueron, de diferentes maneras, medianeros de la salvación de Dios.
Pero Jesús traerá esta bendición con mayor amplitud que ninguno de los
que le precedieron. Así lo indica la interpretación de su nombre, que
añade san Mateo: «él salvará a su pueblo de sus pecados». No se trata
simplemente de la salvación de un país fértil, de una oblación de
sacrificios agradable a Dios o de un conocimiento adecuado, sino la
liberación de una esclavitud más grave de la que representan el
desierto, el culto idolátrico y una doctrina errónea: la esclavitud del
pecado. Con la palabra «pecado» se dice todo aquello, de lo que debe
ser liberado el hombre y la humanidad. Esta palabra designa la
oposición más viva a Dios y a su salvación.
La expresión un poco ambigua: su pueblo, indica a quién liberará
Jesús de esta servidumbre. El judío solamente conoce a un pueblo, que
tiene legítimamente este nombre en el sentido más profundo, es decir,
Israel, el pueblo de la elección. El judío diría: «nuestro pueblo» o en
labios del ángel: «vuestro pueblo», el pueblo mediante el cual el israelita
es lo que es. O se podría esperar que se dijera: el pueblo de Dios. Pero
aquí se lee «su pueblo». Desde el primer momento a este niño se le
promete un pueblo propio, y queda por completo en suspenso si este
pueblo se identifica con el Israel contemporáneo. También podría ser un
nuevo pueblo para el cual ya no tengan vigencia las fronteras de aquel
tiempo y que crezca más allá de las fronteras de Israel, un nuevo pueblo
de Dios, perteneciente a Jesús de una forma especial, y cuyo nombre
ostente...
22 Todo esto sucedió en cumplimiento de lo que había dicho el Señor
por el profeta. 23 He aquí que la virgen concebirá en su seno y dará a
luz un hijo, y lo llamarán Emmanuel, que significa «Dios con nosotros».
Lo que el ángel ha anunciado hasta ahora es significativo y
asombroso. En parte dice claramente lo que sucederá, en parte indica
grandes conexiones que conocen o adivinan los que están bien
informados como José. Mateo concluye las palabras del ángel indicando
el cumplimiento de una profecía. Finalmente ahora se hace patente
que no se trata de un acontecimiento de un día; al contrario: como en
una lente se concentran los rayos de luz, así también en la llegada de
este niño es como si se reuniesen los hilos de una obra tejida por Dios.
El hecho es significativo para el tiempo presente, en el que tiene lugar el
milagro del Espíritu Santo; para el tiempo futuro, en que este niño debe
llevar a cabo la liberación de su pueblo; y para el tiempo pasado, que
aparece con una nueva luz. En una situación apurada el profeta Isaías
había anunciado al rey Acaz una señal divina que le debía notificar la
desgracia. Ahora estas palabras del profeta se convierten en mensaje
de alegría: «He aquí que la virgen concebirá...» Las misteriosas
circunstancias que habían perturbado a José, no son tan
sensacionalmente nuevas; el profeta ya las había indicado hablando de
una «virgen», que dará a luz un hijo. El nacimiento virginal del Mesías,
por obra del Espíritu, ya está indicado en el Antiguo Testamento. El
creyente conoce la actuación de Dios en los siglos y entiende las
promesas a la luz de su cumplimiento.
Un segundo dato se da también en el profeta: un nombre que es tan
profundo y rico como el nombre de Jesús: Dios con nosotros (Is
7,10-16). Estaba arraigado en la fe de Israel el conocimiento de que
Yahveh siempre está con su pueblo. Esta es la distinción y la gloria de
Israel. Como sucedió en el tiempo pasado, así sucederá también en el
tiempo futuro, que los profetas anuncian: «No temas, pues yo te redimí,
y te llamé por tu nombre: tú eres mío. Cuando pasares por medio de las
aguas. estaré yo contigo, y no te anegarán sus corrientes; cuando
anduvieres por medio del fuego, no te quemarás, ni la llama tendrá ardor
para ti» (1s 43,1s). Dios siempre estuvo con su pueblo en las guerras de
los antepasados, en las asambleas reunidas en los sitios de culto en
tiempo de los jueces, luego especialmente en la santa montaña de Sión
y en el templo, en las unciones de sus reyes y en la misión confiada a
sus profetas, en su fidelidad y en el otorgamiento de su salvación,
también en la dispersión entre las naciones, en el cautiverio. Sin
embargo, se mantenía viva la esperanza de que Dios estaría con su
pueblo en el tiempo futuro. Era un hecho y al mismo tiempo una
promesa, se podía experimentar felizmente la presencia de Dios, y con
todo tenía que esperarse. Es evidente que debía ser un modo
enteramente nuevo de la presencia, que ya se estaba acercando.
Ahora parece que esta nueva presencia está a punto de realizarse. El
niño que ha de nacer tiene el nombre que implica esta esperanza: «Dios
con nosotros». Esta proximidad de Dios no debe realizarse en una
reunión especial, en un lugar, en una casa, sino en una persona
humana, a cuya manera de ser pertenece que Dios esté con nosotros.
En él y por medio de él Dios está presente y cercano, más próximo y
activo que hasta ahora...
24 José, cuando se despertó, hizo como le había ordenado el ángel
del Señor y se llevó su esposa a casa. 25 Y hasta el momento en que
ella dio a luz un hijo él no la había tocado, y él puso al niño el nombre de
Jesús.
José, con sencillez y naturalidad, hace lo que se le había encargado.
Con profundo y medroso respeto no se acerca a María, que
exteriormente pasa por ser su esposa. Ella da a luz al niño, y José le
designa con el nombre de Jesús. De este modo, el niño es su hijo según
la ley, que es incorporado a la línea de los padres, que va desde David
hasta José. No solamente conocemos el nombre que debe tener el niño,
y que se unió con el título de Mesías, formando el nombre doble:
Jesucristo, esto es, Jesús el Mesías. Sabemos que el nombre se
complementa con un segundo nombre que Jesús no usó: «Dios con
nosotros». La última frase del Evangelio echa una mirada retrospectiva
al principio del mismo: la proximidad de Dios en Cristo está plenamente
garantizada, y nunca más quedará en lejanía, hasta el fin del tiempo: «Y
mirad: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos»
(/Mt/28/20). Dios está cerca de nosotros en Jesucristo, siempre está
presente, nunca más estaremos solos ni perdidos, lanzados a una
existencia sin sentido...
2. UNOS SABIOS DE ORIENTE ADORAN AL NIÑO (Mt/02/01-12).
1 Después de nacer Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey
Herodes, unos sabios llegaron de Oriente a Jerusalén, 2 preguntando:
¿Donde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su
estrella en Oriente y venimos a adorarlo.
El árbol genealógico y el relato del nacimiento de Jesús quedaron en
el ámbito de la nación y del pueblo judío. Ahora la vista se amplía al gran
mundo de las naciones y de los reinos. En el árbol genealógico
habíamos ido tentando el camino de la historia hasta David y Abraham.
Sigue luego un pasaje (1,18-25) en que resuena la profecía de que un
niño hijo de una virgen será el «Dios con nosotros». Todo esto se ha
logrado con una creyente mirada retrospectiva, que se dirige al tiempo
pasado desde el tiempo presente consumado. El acontecimiento de la
adoración de unos sabios de Oriente de nuevo parece que realiza
grandes profecías, con la diferencia de que aquí sucede con una
publicidad mucho mayor, algo que antes sólo podía conocer la mirada
de la fe: la venida del verdadero Mesías.
Por primera vez, nos enteramos en san Mateo de que el nacimiento de
Jesús tuvo lugar en Belén, en el país de Judá. Ambas circunstancias
cumplen la profecía, según la cual solamente entra en consideración el
país real de Judá y una ciudad que se encuentra en este país. Ambas
indicaciones del versículo primero ya anticipan la cita del Antiguo
Testamento, que se aduce por extenso en el v. 6. El profeta Miqueas
sobre esta pequeña ciudad había hecho el oráculo de que de ella debe
salir el soberano del tiempo final, que ha de gobernar a todo el pueblo
de Israel. El lugar del nacimiento ha sido designado por el profeta, así
como el nombre del niño ha sido determinado por Dios.
Se dice en general: «En tiempos del rey Herodes», sin que
podamos conocer una determinación más próxima del tiempo. Se alude
a Herodes el Grande, que a pesar de apreciables méritos, como
extranjero (idumeo) y dependiente de los favores de Roma, ejerció el
mando arbitraria y horriblemente, sin escrúpulos y con desenfreno. Es
verdad que había arreglado suntuosamente el templo y que hizo mucho
bien al pueblo, no obstante las agrupaciones piadosas de los judíos
tienen la sensación de que es un dominador extranjero. Aunque su
poder era pequeño, usaba el título de «rey». que Roma le había
concedido. Aquí se usa muchas veces este título, en contraste con el rey
que buscan los sabios. En el Evangelio sólo dos veces se habla de
Jesús como el «rey de los judíos»: aquí en contraste con el tirano
Herodes, y hacia el fin en el proceso usan este título el pagano Pilato
(27,11), los soldados que hacen escarnio de Jesús (27,29) y la
inscripción en la cruz (27,37). Jesús respondió afirmativamente a la
pregunta de Pilatos (27,11), pero el título no era expresión de la
verdadera dignidad de Jesús ni una profesión de fe. Aquí se ha de
considerar que quien pretende ser rey de los judíos está sentado
tembloroso en el trono, y el verdadero rey viene con la debilidad del
niño.
Los sabios vienen de oriente. No se indica qué país era su patria,
tampoco se dice el número de ellos. Las circunstancias externas
permanecen ocultas ante la sola pregunta que les mueve: ¿Dónde está
el rey de los judíos que ha nacido? Son personas instruidas,
probablemente sacerdotes babilonios, familiarizados con el curso y las
apariciones de las estrellas. La notable aparición de una estrella les ha
movido a partir. A esta estrella estos sabios la llaman «su estrella», la
del rey de los judíos. Es la estrella del nuevo rey infante. Según
persuasión del antiguo Oriente los movimientos de las estrellas y el
destino de los hombres están interiormente relacionados. Pero hasta
hoy día no se han aclarado todas las investigaciones y cálculos
ingeniosos sobre esta estrella, si designa una constelación determinada,
un cometa o una aparición enteramente prodigiosa. Aquí dejamos aparte
la cuestión y solamente vemos la estrella según el significado que tiene
para aquellos sabios. También hubiera podido moverlos a emprender su
expedición otra señal. Lo que es seguro es que la aparición de la
estrella no podía explicarse de una forma puramente natural, sino que
era un suceso prodigioso (v 9). Una señal es dada por Dios, el Dios de
las naciones y del mundo. Lo principal no son las circunstancias
externas de la aparición, sino su finalidad interna.
Pero ¿qué significa la señal para la gente instruida? Para ésta el
país de los judíos es ridículamente pequeño, carece de importancia
desde el punto de vista político, desde hace siglos ya no se hace sentir
por su función independiente dentro del próximo Oriente. ¿Cómo se
explica que no les baste un mensaje, una averiguación por medio de
emisarios? ¿Por qué les estimula el deseo de ir a ver y de adorar? La
Sagrada Escritura no contesta a estas preguntas, sino que solamente
informa sobre lo que ha sucedido. Pero el asombro que nos causan
estas preguntas, nos conduce a descubrir el profundo sentido de este
relato...
Dios no solamente había elegido a su pueblo sacándolo de la
servidumbre de Egipto, sino que había elegido para sí una ciudad santa:
Jerusalén, y había escogido, por así decir, como domicilio un monte
santo: el monte de Sión. Para el comienzo de la salvación Israel no
solamente espera la llegada del Mesías y el establecimiento del reino
davídico, sino mucho más: la bendición de todas las naciones por medio
de Israel. La ciudad y el monte son la sede y el origen de la
salvación, que ha deparado Dios a las naciones. Allí resplandece la luz,
allí se tiene que adorar. El monte-Sión se convierte en el monte de
todos los montes, en el más alto y más santo de todos. En los últimos
días muchos pueblos se ponen en marcha desde los cuatro vientos y
van en romería a Jerusalén, para que Dios les enseñe sus caminos, y
anden por las sendas de Dios (cf. Is 2,2s). Allá van reyes y príncipes de
todo el mundo y llevan sus dones a la ciudad de Jerusalén iluminada por
el fulgor de la luz: «Y a tu luz caminarán las gentes, y los reyes al
resplandor de tu claridad naciente. Tiende tu vista alrededor tuyo, y
mira; todos ésos se han congregado para venir a ti; vendrán de lejos tus
hijos, y tus hijas acudirán a ti de todas partes. Entonces te verás en la
abundancia; se asombrará tu corazón, y se ensanchará, cuando vengan
hacia ti los tesoros del mar; cuando a ti afluyan las riquezas de los
pueblos. Te verás inundada de una muchedumbre de camellos, de
dromedarios de Madián y de Efá; todos los sabeos vendrán a traerte oro
e incienso, y publicarán las alabanzas del Señor» (Is 60,3-6; cf. Sal
71,10s). La peregrinación de los pueblos al fin del tiempo. ¿Tiene el
evangelista esta escena ante su mirada? ¿Ve cumplido el «fin de los
días»?
Jesús no vino al mundo en la ciudad real de David, sino en la pequeña
y mucho menos importante ciudad de Belén. ¿Cómo puede explicarse
que todos los demás indicios de la expectación señalen a Belén? ¿Y
cómo es posible que el Mesías no nazca en el palacio real de Herodes,
sino en cualquier parte, desconocido e ignorado? ¿Puede ser este niño
el verdadero Mesías? Es difícil responder a estas preguntas. La
respuesta tenía preocupada a la primitiva Iglesia, especialmente entre
los judíos. Hasta que un día el Espíritu Santo también le indicó el
camino. Todo esto también lo atestigua la Escritura. El profeta Miqueas
nombra y ensalza adrede este pueblo de Belén, que es poco importante
y pequeño, pero que es grande a causa de que de él debe salir el
dominador de Israel. San Mateo ha reproducido con alguna libertad el
texto del profeta Miqueas. El texto original dice así: «Y tú, Belén, Efratá,
pequeña entre los clanes de Judá, de ti saldrá el que ha de ser
dominador de Israel; su origen es desde tiempos remotos, desde días
muy antiguos... Y él permanecerá firme, y apacentará la grey con la
fortaleza del Señor. en el nombre altísimo del Señor Dios suyo, y ellos se
establecerán, porque ahora será glorificado él hasta los últimos términos
del mundo. Y él será paz» (Miq 5,1.3-4). Efratá era una estirpe
numéricamente pequeña de Israel, de la cual procedía David (lSam
17,12). Dios eligió una vez lo que era débil, y volverá a hacerlo en la
consumación del tiempo.
3 Cuando lo oyó el rey Herodes, se sobresaltó, y toda Jerusalén con
él. 4 Y convocando a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo,
les estuvo preguntando dónde había de nacer el Cristo. 5 Ellos le
respondieron: En Belén de Judea; pues así está escrito por el profeta: 6
y tú, Belén, tierra de Judá, de ningún modo eres la menor entre las
grandes ciudades de Judá; porque de ti saldrá un jefe que gobernará a
mi pueblo Israel. 7 Entonces Herodes llamó en secreto a los sabios y
averiguó cuidadosamente el tiempo transcurrido desde la aparición de la
estrella. 8 y encaminándolos hacia Belén, les dijo: Id e informaos
puntualmente acerca de ese niño; y cuando lo encontréis, avisadme,
para que también yo vaya a adorarlo.
Precisamente Herodes es interrogado acerca del lugar. La pregunta le
estremece, porque ahora ha de temer a un nuevo competidor, y la
pregunta estremece a la ciudad, porque tiembla por el miedo de nuevas
medidas de terror. Puesto que Herodes no sabe el lugar (¿qué sabe de
la Escritura el rey de sangre extranjera y amigo de los paganos?), tiene
que convocar un consejo de personas constituidas en dignidad: sumos
sacerdotes y escribas, para que oficialmente le den respuesta. El
lugar, pues, no lo han inventado los cristianos creyentes ni lo han
dispuesto posteriormente. Los judíos e incluso Herodes tienen que
testificar que Belén es la ciudad del Mesías.
Por la mediación de Dios la romería de los sabios no termina en
Jerusalén, sino más allá de la ciudad, en la cercana Belén. ¡Singular
providencia! Jerusalén no es la ciudad de la luz, en la que los pueblos
pueden disponer del derecho y de la salvación. Jerusalén está en
pecado, es la ciudad de los asesinos de los profetas (23,37-39), la
ciudad de la desobediencia y de la sublevación, del desprecio de la
voluntad de Dios. El Mesías no viene a Jerusalén, a no ser para morir en
ella. Entonces también sale la luz de esta ciudad, pero de una forma muy
distinta de la que se esperaba.
9 Después de oir al rey, se fueron, y la estrella que habían visto en
Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a pararse encima del lugar
donde estaba el niño. 10 Al ver la estrella, sintieron inmensa alegría. 11
Y entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre y, postrados
en tierra, lo adoraron; abrieron sus cofres y le ofrecieron regalos: oro,
incienso y mirra. 12 y advertidos en sueños que no volvieran a Herodes,
regresaron a su tierra por otro camino.
Con toda pobreza y estrechez ocurre en Belén algo de la gran
promesa: los hombres doctos encuentran al niño y a María su madre, le
presentan su homenaje y sus valiosos regalos, propios de reyes: oro,
incienso y mirra. Su alegría sobrepasa toda medida: sintieron inmensa
alegría, la alegría del hallazgo, del anhelo cumplido.
Es un comienzo, el principio de la adoración de todos los pueblos en la
presencia del único Señor. La luz no sólo brilla para los judíos; el
dominador no solamente «gobernará a mi pueblo Israel» (v. 6), los
gentiles también participan de la luz; antes que los demás, antes que un
solo judío haya logrado la fe. Mientras Herodes se queda inmovilizado
con sombríos pensamientos homicidas, estos gentiles venidos de
Oriente se arrodillan delante del niño. Se atestigua que en Jesús vino la
salvación para todo el mundo. No podía ser atestiguado de una forma
más solemne que mediante este grandioso acontecimiento. Empieza a
llegar el fin de los tiempos. Se presentan las primeras grandes señales.
Herodes no consigue su objetivo. Su intención hipócrita de ir a adorarlo
es desbaratada: con un medio fácil Dios ordena que regresen por otro
camino. Se requiere solamente una indicación, y el mal queda alejado...
EL NT Y SU
MENSAJE
EL EVANGELIO SEGUN SAN MATEO
HERDER BARCELONA 1970.Págs.
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