CAPÍTULO 18
VIII. EL DlSCURSO SOBRE LA FRATERNIDAD (18,1-35).
Este discurso, el cuarto de los grandes discursos del Evangelio de san Mateo, trata de la fraternidad que debe reinar en la comunidad cristiana. Este discurso está más adaptado que los otros a la situación de la comunidad y a las cuestiones de su vida interna. Como composición es asimismo una obra del evangelista sacada por él de las palabras del Señor transmitidas por tradición. La base de este fragmento instructivo lo forman los versículos 18,1-5 con la pregunta sobre la verdadera grandeza en el reino de los cielos y la respuesta que le dio Jesús. Todas las partes siguientes y las distintas instrucciones han de ser juzgadas sobre esta base. En todas ellas repercute esta ley fundamental de la verdadera grandeza.
1. LA VERDADERA GRANDEZA (Mt/18/01-05).
a) El mayor en el reino de los cielos (18,1).
1 En aquel momento se acercaron los discípulos a Jesús para preguntarle: ¿Quién es mayor en el reino de los cielos?
El discurso empieza así: "En aquel momento". Esta expresión indica un nuevo principio y al mismo tiempo la trascendencia de lo que se va a decir. Los discípulos se acercan al maestro y le proponen una pregunta, tal como los discípulos de los rabinos hacen ante su maestro. La pregunta parece muy sencilla, pero inmediatamente plantea un problema: ¿Se debe entender la expresión "en el reino de los cielos" como alusiva a la futura configuración del reino de Dios (esperada al fin del tiempo) o como alusiva a su realización actual? ¿Significa la pregunta: quién será un día el mayor en el reino consumado de Dios? o ¿quién es aquí y ahora el mayor entre los discípulos? En nuestra pregunta no se habla de atribuir, de prometer el reino de Dios a determinados grupos de hombres, como por ejemplo en las bienaventuranzas (5,3-12), sino de un orden en el reino de los cielos. Mateo en otro lugar también habla del "cielo" simplemente, como sustituto del nombre de Dios (5,34; 16,19). La pregunta, pues, apunta a los órdenes de grandeza que están en vigor aquí y ahora, entre nosotros, con respecto a Dios. San Mateo leyó en el texto de san Marcos una breve escena, que se designa como disputa sobre la precedencia: "Llegaron a Cafarnaúm. Y estando él en la casa, les preguntaba: ¿De qué veníais discutiendo en el camino? Pero ellos guardaban silencio; porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién era el mayor" (Mc 9,33s). Este incidente humillante no lo ha adaptado Mateo, sino que solamente ha hecho destacar el núcleo, la pregunta sobre el mayor. De este modo esta pregunta está desconectada de la situación histórica y se ha hecho de ella un problema fundamental. La pregunta se refiere al orden interno del reino de Dios, proclamado y traído por Jesús, con absoluta independencia del sentido en que esta pregunta es actual y del grado en que ha sido realizada. En el fondo esta pregunta quiere decir: ¿Quién es el mayor ante Dios?, ¿quién es apreciado en general por él?
b) Respuesta de Jesús (18,2-5).
2 Y llamando junto a sí a un niño, lo puso delante de ellos 3 y les dijo: Os aseguro que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
La respuesta del Señor tiene una doble forma: se da con el signo y con la palabra. Ambos se explican mutuamente. El signo es lo que acontece con el niño, las palabras en primer lugar abarcan el versículo tercero, al que se añade el versículo cuarto como explicación. El signo fija el sentido de las palabras: en medio de los hombres altos, adultos, fornidos, está el niño. Se toma la figura niño como prototipo. Hay que procurar representarse la escena en forma viva, para captar el contraste y significado de este signo: de un lado, el grupo de hombres prudentes y seguros de sí mismos, y de otro, perdido en medio de ellos y, tal vez, mirando en torno con angustia, la pequeña criatura de la calle; el grupo de los elegidos, que se dan muy bien cuenta de su rango, y entre ellos el diminuto ser que nada dice. El signo no está destinado a confundir a los que habían preguntado. Más bien es un anuncio real. La escena representa el orden en el reino de Dios. Esta relación entre la imagen y la palabra responde a una tradición profética. El signo efectuado aquí por Jesús con la máxima sencillez es un signo profético. Las palabras empiezan con énfasis profético: "Os aseguro". Además se dice con tono profético, en la conclusión de estos dos versículos: "... no entraréis en el reino de los cielos". La parte intermedia la condición a la que se vincula la entrada, consta de dos miembros y nombra dos sucesos "convertirse" y "hacerse como niño".
Convertirse designa un acontecimiento revolucionario. Toda la marcha de la vida debe interrumpirse y cambiar de dirección como una persona que durante mucho tiempo ha adelantado por un camino, y que se detiene y se vuelve atrás. En conexión con la señal profética el signo todavía dice más. El hombre debe volverse y en cierto modo desandar el trayecto ya recorrido del sendero, debe retroceder. El objetivo de este sendero es hacerse niño. Así como el niño resulta pequeño e insignificante entre los adultos, también designa el punto final de la conversión. Este cambio no quiere decir que hayamos de hacernos niños en sentido literal, no significa una regresión del ser adulto a la edad infantil. Se menciona un hecho de la vida espiritual representado en el niño entre los adultos. No está ante Dios como un hombre prudente, superior, consolidado en la autonomía, maduro, sino como un hombre deficiente y necesitado de ayuda, que se ha puesto bajo el amparo y dirección de Dios. Con esto queda indicado lo que significa hacerse como niños. No es que el niño sea modesto, por naturaleza, humilde o sin pretensiones. En las palabras de Jesús el punto de comparación no son estos sentimientos, sino la relación entre grande y pequeño, adulto y no desarrollado. Lo más típico en el niño es su actitud receptiva. EL niño depende de la ayuda ajena, por eso también la recibe. EL Señor reclama del discípulo esta manera de ser del niño cuando el discípulo está delante de Dios y pregunta por su relación con él. La conversión está necesariamente antepuesta a este cambio ulterior. Las exigencias están colocadas una después de la otra con estricta lógica: la primera es la conversión, el cambio radical; la segunda el objetivo de hacerse como niños. Ambas son condiciones indispensables para entrar en el reino de Dios.
4 Por consiguiente, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos.
Este versículo está en otro plano. Se suaviza el rigor áspero del signo y de la palabra proféticos. Se prosigue la comunicación profética por medio de una llamada, de orden ético, a los sentimientos. Es similar a la sentencia: "El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado" (23,12). Estas dos frases están unidas por la misma idea de un cambio de valores. Sólo recibirá la recompensa escatológica de ser ensalzado el que antes se haya hecho pequeño y se haya humillado. Este humillarse explica lo anterior, o sea hacerse como niños. El v. 3 indica que a la decisión espiritual debe añadirse la reforma del corazón y de la manera de pensar. El acto de la conversión debe concretarse en el pensamiento y en la voluntad. Quien así lo hace, verdaderamente es bajo, pequeño y, por tanto, humilde. Éste es, pues, el mayor en el reino de los cielos. En el orden del reino de Dios está en vigor esta ley: el grande es pequeño. y el pequeño es grande. El Señor Jesús es el ideal en que esta ley ha tomado forma corporalmente. Jesús ha proclamado y explicado el reino de Dios. Este peculiar cambio en la manera natural de pensar ha sido introducido por el hecho de la existencia de Jesús, que dice de sí mismo que es "humilde de corazón", es decir humilde en el ámbito de sus más íntimos sentimientos (11,29).
A partir de esta representación ideal ya no queda posibilidad de invertir aquel orden, que se ha implantado en oposición al orden humano "normal". Esta ley puede ser comprobada en el mismo Jesús, y este orden debe ser vivido en los sentimientos y en la vida de sus discípulos. Con lo dicho está también contestada la pregunta de quién es el mayor entre ellos y no solamente delante de Dios. Sólo puede ser mayor que otro el que se hace inferior. Sólo el ínfimo de todos puede ser absolutamente el mayor. San Mateo no ha aducido aquí las palabras del Señor, que expresan esta norma de los discípulos. Pero las presenta en otros textos destacados, por ejemplo: "El que quiera entre vosotros ser grande, sea vuestro servidor, y el que quiera entre vosotros ser primero, sea vuestro esclavo" (20,26s). Y "el mayor de vosotros sea servidor vuestro. Pues el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado" (23,11s).
5 Y quien acoge en mi nombre a un niño como éste, es a mí a quien acoge.
El último versículo sobre este tema no está estrictamente concadenado con la anterior serie de pensamientos. Habla de la acogida hospitalaria y afectuosa de los niños. Están desamparados y por tanto expuestos a especiales peligros y necesitados de asistencia, sobre todo si se piensa en los huérfanos. El que recibe en su casa o adopta uno de estos niños faltos de protección y guía, no sólo hace una buena obra, como ya la alababan y recomendaban los rabinos; si se procede en nombre de Jesús, es decir por el espíritu propio de los discípulos y por el espíritu de fraternidad, entonces el que acoge al niño, verdaderamente acoge al mismo Jesús. Porque este niño representa al inferior y pequeño. Acoge al niño como señal, como representación simbólica del orden de Dios. Porque "lo que para el mundo es débil, lo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte" (1Cor 1,27). El niño es santo en su desamparo; atrae la bondad y misericordia de Dios. Al mismo tiempo en estas palabras resuena el pensamiento que se acaba de manifestar (18,3s): lo diminuto es lo grande; el hecho en apariencia insignificante es, en realidad, lo que importa; muestra el espíritu de conversión y seguimiento el que así se inclina hacia el niño. El mismo Jesús se oculta en el más pequeño, y en él hay que encontrarlo. Dice Jesús: "Porque ¿quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como quien sirve" (Lc 22,27). Al evangelista le interesa especialmente esta ley fundamental del reino de Dios. Dios y su Iglesia tienen ante sí un frente judío consolidado en el fariseísmo y en el rabinato. Allí los títulos y los tratamientos honoríficos ocupan un sitio importante, ya que había una ambiciosa aspiración de dignidad y rango, se disputaba con viveza sobre la relación entre grandes y pequeños. "Por eso ensanchan sus filacterias y alargan los flecos del manto; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, acaparar los saludos en las plazas, y que la gente los llame rabí" (23,5b-7).
A este modo de proceder se contrapone la nueva manera de pensar. Los responsables, los dirigentes y los que ejercen cargos en la comunidad, son los primeros que han de cumplir esta ley: "Pero vosotros no dejéis que os llamen rabí; porque uno solo es vuestro maestro, mientras todos vosotros sois hermanos. A nadie en la tierra llaméis padre vuestro; porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni dejéis que os llamen consejeros; que uno solo es vuestro consejero: Cristo. El mayor de vosotros sea servidor vuestro" (23,8-11). La ley permanece en vigor hasta la decisión definitiva en el gran juicio. Los ínfimos y más insignificantes entre los hombres pasan a ser el motivo determinante de la sentencia del tribunal. Han representado al maestro como el niño. El bien que se haya obrado con uno de éstos, se obró con Cristo (cf. 25,40-45). Por tanto se trata de una ley fundamental de la Iglesia de Cristo, que la Iglesia nunca puede borrar de la conciencia. En la comunidad los diminutos son los grandes. Hacerse como niños es lo que se ha puesto ante nosotros como objetivo y como norma imponiéndonos una obligación y al mismo tiempo causando escándalo. La única posibilidad es que este objetivo solamente sea alcanzado por el amargo camino de la conversión, un cambio que constantemente debe ser pretendido y llevado a término. Cuando así sucede, la comunidad de Jesucristo puede ser presentada como pura y genuina. Entonces también se establece la relación del individuo con Dios y con el hermano en el sentido de Cristo. Puede entrar en el reino de Dios el que se hace como niño ante Dios y como servidor ante el hermano.
2. LA SOLICITUD POR LOS "PEQUEÑOS" (18,6-14).
a) Prevención contra el escándalo (Mt/18/06-09).
6 Si uno escandaliza a cualquiera de estos pequeños que cree en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de las que mueven los asnos, y lo sumergieran en el fondo del mar.
¿Quiénes son los pequeños? Por lo precedente se podría intentar ver también en ellos a los niños. Pero las palabras griegas son diferentes, el concepto de los "pequeños" está particularmente caracterizado. Ya en san Marcos está la adición explicatoria "que creen" (Mc 9,42). Así pues, son personas que han cumplido la principal reclamación del Señor, o sea, creer. Sólo san Mateo dice claramente que se trata de la fe estricta en Cristo: que creen en mí. Por consiguiente son discípulos que tienen la fe en común con todos, pero que son diferentes de algunos por ser pequeños. ¿Son personas que tienen una fe "pequeña", los hombres de "poca fe", concepto que sólo se encuentra a menudo en el Evangelio de san Mateo? (Mt 6.30; 8,26; 14,31; 16, 8). ¿O bien son los que en la relación con sus hermanos son insignificantes y están menos dotados, y los que están a la sombra de los mayores? Nada de esto parece que dé en el blanco con precisión. Las primeras palabras de la predicación, las bienaventuranzas del sermón de la montaña, iban dirigidas a los pobres, a los hambrientos e indigentes, a los desposeídos de los bienes, a los pequeños despreciados (Cf. 5,3s; Lc 6,20s.). Esta capa social del pueblo fue para la actividad de Jesús la primera tierra laborable para la semilla celestial, y así ha permanecido hasta el fin. Los pobres e insignificantes han sido buscados y amados fervientemente por Jesús. Son los pretendientes del reino por excelencia. Este pueblo sencillo, pero dispuesto para oír y creer, parece que haya sido designado ya en una de las primeras etapas con el nombre colectivo de los "pequeños". Si éstos se abren paso hasta llegar a la fe en Jesús, entonces el reino de Dios echa firmes raíces. Su fe es el comienzo cierto de la gran obra. Pero esta fe tiene también un sentido simbólico en cuanto está realizada precisamente por los que, al parecer, son los menos llamados a ello. Únicamente a partir de esto se ve la dureza de las palabras sobre el escándalo. La fe de los pequeños puede perderse por culpa de los discípulos. El medio para esta pérdida es el escándalo que tiene un aliento diabólico. Se experimenta la sensación de que el escándalo es como un poder personal que sale del fondo del abismo de lo demoníaco. Cuando uno de los hermanos viene a ser un escándalo para otro, hay algo demoníaco en acción. Las traducciones castellanas "escandalizar", "inducir a pecado", "causar escándalo" apenas están en condiciones de reproducir este sentido precisa y acertadamente. A la obscura introducción del tema corresponde la amenaza del castigo. Éste sólo es nombrado como posibilidad ("más le valdría"); sin embargo, esta posibilidad deja que la mirada penetre en la profundidad del misterio. El seductor debería ser sumergido en el fondo del mar con una rueda de molino al cuello. Lo que se sumerge en la profundidad del océano, para los antiguos desaparece para siempre, sin que pueda salvarse. El abismo es negro y sin fondo.
7 ¡Ay del mundo por los escándalos! Porque es inevitable que los haya; pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el escándalo!
El "ay" pertenece al lenguaje profético. Amenaza con la desventura a todo el mundo, o sea el mundo de los hombres vivos, el orbe habitado. El cosmos humano está perturbado por los escándalos. Infestan la tierra y estropean el primitivo orden de Dios. Es una necesidad interna inevitable que haya escándalos y que siempre actúen destruyendo. Mientras Satán ejerza su dominio, el mal tiene fuerza y poder. Se prepara el fin de este poder para el tiempo en que termine el mundo. Entonces "enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y quitarán de su reino todos los escándalos y a cuantos obran la maldad. Y los arrojarán en el horno del fuego" (13,41s). Los escándalos, que proceden del espíritu maligno, serán exterminados con los hombres que se han entregado al demonio y "obran la maldad". Hasta que llegue este día perdura la eficiencia de los escándalos y por eso son necesarios. El "ay" dirigido a todo el mundo, adquiere mayor precisión cuando se dice: ¡Ay de aquel hombre que se abre al escándalo y se convierte en su instrumento! Los poderes del espíritu que actúan de una forma invisible, necesitan del medio visible de un hombre que deje seducir su espíritu. Por tanto el castigo que se anuncia contra los escándalos, también alcanza a los hombres que se han entregado a ellos. Desde lejos resuenan las sombrías palabras dirigidas a Judas: El Hijo del hombre se va, conforme está escrito de él; pero ¡ay de ese hombre por quien el Hijo del hombre va a ser entregado! Más le valiera a tal hombre no haber nacido" (26,24).
8 Si tu mano o tu pie te escandaliza, córtatelo y arrójalo lejos de ti; mejor es para ti entrar manco o cojo en la vida, que no ser arrojado al fuego eterno, conservando las dos manos o los dos pies. 9 Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti; mejor es para ti entrar tuerto en la vida que, conservando los dos ojos, ser arrojado a la "gehenna" del fuego.
(Mateo ya había presentado esta doble sentencia en el sermón de la montaña con una redacción algo distinta: 5,29s.).
Se prosigue el tema que antes se ha iniciado. Una vez más se reduce la zona de acción del escándalo. Éste se sirve de los miembros del propio cuerpo, de la mano, del pie, de los ojos para confundir al discípulo y para hacerle descender a la baja esfera del escándalo. Aquí no se trata del escándalo que los hermanos dan a otros hermanos suyos, sino del escándalo que, para uno mismo, puede provenir de los miembros del cuerpo. Como en el primer caso, también aquí se manifiesta el peligro mortal de esta tentación. Aquí como allí se trata de la vida y la muerte, de la gloria eterna o de la perdición permanente. Los escándalos revelan así el gran riesgo que amenaza a los discípulos. Contienen toda la maldad enemiga de Dios, la cual se opone a la voluntad de Dios. La raíz siempre es la misma, las formas son variadas. Lo que está en peligro es la fe. Éste es el fundamento de la nueva vida fundada en Cristo. Además de la aparición de falsos profetas, de la traición y el odio mutuos, de la seducción y del enfriamiento del amor forma parte de los indicios del fin el escándalo (24,10-12). Es significativo que aquí se nombre el escándalo como primera señal, de la que parecen derivar todas las demás. Por eso la comunidad ahora tiene que hacer lo posible por precaver el escándalo de otros (cf. 17,27), sobre todo entre los creyentes (18,6).
b) Dios tiene en gran aprecio a los pequeños (Mt/18/10) (El versículo 11 dice así: "Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que se había perdido." Este versículo falta en la mayor parte de los manuscritos más antiguos y podría haberse introducido aquí a partir de Lc 19,10, por razón de la semejanza con la siguiente parábola).
10 Cuidado con despreciar a uno solo de estos pequeños; porque os aseguro que sus ángeles en los cielos están viendo constantemente el rostro de mi Padre celestial.
La primera frase es una advertencia, la segunda apoya la advertencia precedente con un profundo pensamiento, que Jesús manifiesta sólo aquí. Estos pequeños no deben ser despreciados. Están expuestos al desdén, precisamente porque son insignificantes y valen poco según el criterio de los hombres. Ni siquiera uno de ellos debe ser olvidado ni desatendido. Cada uno es portador del magnífico tesoro de la fe, y por esta razón ya es un "grande". Como motivo de este gran aprecio de los pequeños, Jesús menciona el hecho de que sus ángeles están viendo constantemente el rostro de Dios. Tienen mensajeros divinos, que están dedicados a cada uno de ellos. Sólo por esta causa los pequeños están tratados con distinción y son muy estimados por Dios. Y eso no es todo. Sus ángeles cuidan continuamente del servicio del trono ante la divina majestad: éste es el sentido de la expresión "están viendo el rostro". La más excelsa prestación de servicio ante Dios es contemplar su rostro. Servir y contemplar forman una unidad, la visión inspira el espíritu de servir, y el servicio se cumple en la visión. Así lo ha vislumbrado el Antiguo Testamento (Cf. Tob 12,15), y así lo revela de nuevo Jesús, el Mesías. Los ángeles contemplan temblando el rostro del Padre. No es el rostro de un ser inquietante y lejano, sino el rostro del que sabe cuándo cae un gorrión del tejado y tiene contados los cabellos de nuestra cabeza. Los mensajeros representan a los pequeños ante la faz del Padre. En los mensajeros están siempre presentes los pequeños. La fe de los pequeños ahora ya participa en la visión beatífica mediante el servicio de los ángeles. La vida terrena y la consumación celestial ya están de acuerdo, aunque los portadores todavía estén separados. Con la mirada de gloria y de amor, con la que el Padre contempla al mensajero, también ve al que está representado por el ángel. Tal es el valor de los pequeños a los ojos de Dios, tan grande es la estima que Dios tiene de ellos. ¿Cómo pueden los hermanos atreverse a despreciarlos?
c) La salvación de los extraviados (Mt/18/12-14).
17 ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le extravía una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en los montes, para irse a buscar la extraviada? 13 Y cuando llega a encontrarla, os aseguro que se alegra por ella más que por las noventa y nueve que no se extraviaron. 14 De la misma manera, no quiere vuestro Padre que está en los cielos que se pierda uno solo de estos pequeños. (Un lugar paralelo a la parábola se encuentra en /Lc/15/03-07).
En esta corta parábola se distingue entre "estar perdido" y "estar extraviado". En los escritos del Antiguo Testamento y del Nuevo no es fácil distinguir si se habla de una oveja del rebaño en realidad o con lenguaje figurado. Piérdase la oveja o se extravíe es indistinto. Otro caso es el de los discípulos, porque se puede distinguir entre un miembro que se ha extraviado, pero que se le puede ir a buscar por el interés de los hermanos, y otro miembro, que está en peligro de perderse, quizás para siempre. En la narración siempre se dice "extraviada", y en cambio en la aplicación siempre se dice "se pierda" (18,14).
El que se extravía, está en peligro de perderse por completo. El texto está ya configurado con vistas al quehacer de los pastores de almas. El pastor apacienta un rebaño numeroso, que no le pertenece, pero que le ha sido confiado; tiene que dar cuenta de cada una de las ovejas. Si una de ellas ha ido a pastar a suelos rocosos o se ha encaramado al saliente de una roca, el pastor se siente llamado por su honradez profesional. Se marcha y va en busca de la oveja, hasta que es puesta felizmente a salvo. Entonces la alegría del pastor es inmensa. Con esta oveja recuperada se familiariza con una intimidad creciente, mayor que la que tiene con las otras ovejas. El pastor ha salvado la vida de esta oveja. Todas las demás también pueden tener mucho valor para él como buen pastor, pero con todo la oveja recuperada se convierte en motivo de alegría especial. Por consiguiente en este caso concreto su alegría es mayor que en todos los demás. Esta escena cotidiana que se contempla en la vida se convierte en ocasión para hacer una advertencia. Dios también piensa como este pastor. Su mirada también está dirigida a todos, no se ha olvidado de nadie y se cuida de cada uno. Cuando alguien se aparta de la comunidad, esta desviación a Dios no le es indiferente. Dios quiere la salvación de cada uno con voluntad fuerte y sana. El más insignificante para él no lo es en grado suficiente para no ofrecerle el obsequio de su amor. Todo el pasaje es una invitación a los discípulos para que tengan esta solicitud. No se indica si el "extravío" se debe al propio descuido, negligencia o a culpa ajena, por ejemplo un escándalo. Basta el hecho solo. Con todo en el último versículo (18,14) se dice claramente que también aquí se trata de los "pequeños". A ellos debe dirigirse la solicitud del pastor. No ha de parecer que los pequeños sean demasiado insignificantes para no justificar este interés. Dios, para quien tanto valen los pequeños, quiere expresamente que ni siquiera uno solo de ellos sea desatendido. Por su misma sencillez, podrían estar quizás en un especial peligro. El pastor podría perderlos de vista y olvidarlos, porque están en la sombra y en segundo plano.
Dios se compromete especialmente con ellos y espera lo mismo de los hermanos. El Evangelio de san Mateo contiene otro texto que desarrolla más el tema de los pequeños: "Quien recibe a un profeta como profeta, recompensa de profeta tendrá, y quien recibe a un justo como justo, recompensa de justo tendrá. Y quien da de beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, sólo por ser discípulo, os aseguro que no se quedará sin recompensa" (10,41s). Aquí los pequeños están coordinados con dos muy apreciados grupos de "grandes", y en cierto modo están equiparados a ellos: los profetas y los justos. No se olvida ni siquiera la ínfima acción de amor dedicada a estos hombres. Las dos palabras "os aseguro" dan peso al versículo, deben grabarse profundamente en la comunidad. ¿Que se ha prescrito en nuestras comunidades acerca de los "pequeños"? Con respecto a ellos ¿tenemos la delicadeza de sentimientos y la conciencia despierta para evitar el escándalo? ¿Nos esforzamos por tener el alto aprecio que Dios les muestra? ¿Se dirige todo nuestro interés al único que yerra, o sólo a las otras noventa y nueve? Ciertamente, no se trata ante todo de reglas pastorales prácticas, sino de una manera general de pensar. Pero la manera de pensar del discípulo (que está contenida en la exigencia fundamental de 18,1-5), en ninguna parte se expresa de una forma tan pura como en la forma de tratar a los "pequeños" dentro de la comunidad. No sólo los pastores designados, sino toda la comunidad debería estar animada por estos sentimientos y proceder de acuerdo con ellos.
3. LA CORRECCION-FRATERNA (Mt/18/15-20)
15 Si tu hermano comete un pecado, ve y repréndelo a solas tú con él. Si te escucha, ya ganaste a tu hermano; 16 pero, si no te escucha, toma todavía contigo a uno o dos, para que todo asunto se decida a base de dos o tres testigos, 17 y si no les hace caso, dilo a la Iglesia, y si tampoco a la Iglesia hace caso, sea para ti como un gentil o un publicano.
El tercer tema del discurso podría titularse el pecado en la comunidad. Ya se habló de este tema al tratar de la solicitud por los pequeños. Con todo no se fija la mirada en este caso de una manera accesoria, sino directa. No parece que se diga que el hermano haya faltado contra mí, como dicen algunas traducciones («si pecare tu hermano contra ti») (*). En primer lugar se trata del hecho del pecado como tal. Puede atemorizar que se cuente con esta posibilidad. ¿No debería bastar para siempre la conversión que se ha efectuado y ha conducido a la fe? Aquí se fijan los ojos de una manera realista en la posibilidad del pecado. La Iglesia no es una comunidad de puros y santos.
El hermano que se da cuenta de la caída del prójimo debe dar el primer paso. Tiene que «acercarse» y reprender al pecador. En la ley del Antiguo Testamento se da la siguiente orden: «No aborrezcas en tu corazón a tu hermano, sino corrígele abiertamente, para no caer en pecado por su causa. No procures la venganza, ni conserves la memoria de la injuria de tus conciudadanos. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor» (Lev 19,17s). En este texto como en el de san Mateo debe nombrarse sin rodeos la culpa. El pecador debe llegar a comprender. El derecho de corregir es propio del hermano, porque es hermano. En la antigua alianza era el prójimo, que estaba ligado con los lazos de la sangre y de la patria común; ahora es el hermano, que está unido con la misma fe y religión. El primer paso debe darse a solas, para que la culpa permanezca lo más escondida posible y, así, se proteja el honor del prójimo. Sería magnífico que este primer paso ya condujera al éxito. Si el prójimo abre su oído, no rehúsa comprender y acepta el servicio de su hermano, entonces se ha logrado todo lo que se pretendía. Ha sido ganado. Se dice del que se ha corregido que su acción fue el fundamento del éxito. Se ha recuperado al que había caído en pecado, está de nuevo en la comunidad y es hermano como antes. A la inversa se puede concluir que el pecador antes se había colocado al margen de la comunidad. La falta tiene que haber sido grave, ya que un extravío insignificante no hubiese causado esta separación. Pero si el prójimo cierra su oído, debe hacerse una segunda tentativa. Según una antigua disposición de la ley, sólo se considera como válido un testimonio que es confirmado por dos o tres de la misma manera. «No bastará para nadie un solo testigo, cualquiera que sea el pecado y el crimen, sino que todo caso se decidirá por deposición de dos o tres testigos» (Dt 19,15).
Aquí se aplica esta disposición del procedimiento judicial para vigorizar la advertencia y evitar el último paso. Dos o tres juntos deben testificar las circunstancias del delito y hacer regresar al que yerra. Si esta tentativa tampoco tiene éxito, el caso debe presentarse a la Iglesia. Aquí la palabra ekklesia designa la comunidad de los fieles congregada en el lugar. La comunidad debe repetir la advertencia con todo el peso de su autoridad. Ante ella, el caso se hace ahora público. La comunidad ofrece el último retorno posible, después ya no habría otra oportunidad. Por otra parte, es difícil decir de qué manera hay que hablar con la comunidad y de qué modo ésta puede ser efectiva. ¿Es el presidente (¿el obispo?) o un colegio de ancianos (presbíteros) el que decide convocar una asamblea plenaria de toda la comunidad o una comisión determinada, prevista para tales casos? Estas preguntas han de quedar en suspenso, ya que el texto no ofrece ningún punto de apoyo para contestarlas. Lo único que puede decirse con seguridad es que el veredicto que se pronuncia de una u otra forma, contiene el dictamen de toda la Iglesia (local). La misma Iglesia decide, y aquí lo hace como suprema y última instancia. Aquí también se tiene en cuenta la posibilidad de que el pecador rechace la advertencia. La actitud que entonces adopta, se reviste con una expresión proverbial. Sea para ti como un gentil o un publicano. Aquí todavía no se dice que la Iglesia pronuncie y ponga en ejecución una sentencia formal (sin embargo, cf. 18,18). La idea más bien parece ser que sin este requisito ya sólo por ser pecador está fuera de la fraternidad y ahora se le considera y designa expresamente como tal. Lo que primero ha efectuado por delito propio personal, ahora también vale por parte de la colectividad. Se ha desmembrado, y luego la comunidad confirma este estado del pecador por la sola causa de que ha repelido la mano que se le ofrecía para la conversión.
Según la manera de pensar del Antiguo Testamento el
gentil no pertenece al pueblo escogido de Dios. El publicano está fuera de la
colectividad de hijos honorables de Israel, ya que según la apreciación general
ejerce un oficio inmundo y vive del pacto con el poder pagano de ocupación.
Ninguno de los dos es, en sentido pleno, hijo del pueblo santo. Los judíos los
consideran como personas que están fuera. Así como la comunidad de Israel mira a
estos dos grupos de hombres, así también debe suceder en la Iglesia. Esta
relegación del hermano pecador resulta dura. Pero la dureza queda justificada en
cierto modo si se considera la solicitud pastoral que alienta en esta medida.
Estas palabras dan a entender la magnitud de la exigencia y la elevada
conciencia de sí misma habida por la comunidad cristiana. El miembro que se
entrega al pecado y persevera en esta sujeción, ha roto el puente y ha salido de
la familia. Sólo cuando los hermanos han hecho todo lo que está en su poder,
puede cortarse el vínculo. Únicamente teniendo en cuenta el versículo siguiente
puede contestarse si la sentencia debe estar en vigor perpetuamente o sólo hasta
un retorno que se espera en un tiempo posterior. En este pasaje, se expresa con
cuánta severidad se enjuicia el pecado.
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* En muchos manuscritos importantes se
dice «contra ti», expresión que no se encuentra en otra serie de manuscritos. A
la luz de la crítica textual, no hay dificultades en admitirla como
perteneciente al texto original. La otra lectura es más difícil; este aditamento
pudo haberse deslizado por paralelismo con Mt 18,21 y Lc 17,4. Si se prescinde
de esta añadidura, el texto resulta más radical.
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18 Os lo aseguro: todo lo que atéis en la tierra, atado será en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra, desatado será en el cielo.
Estas palabras hacen que lo precedente aparezca a una nueva luz. Apoyándose en ellas, cabe afirmar que la Iglesia como tal puede dictar sentencia en virtud de la que el pecador queda privado de su comunidad con ella. La coherencia con lo precedente es tan estrecha y la conexión de la sentencia (18,18) tan íntima, que resulta forzoso admitir una transposici6n a este lugar para dar remate a los v. 15-17. Sin ella hubiese quedado aislada la sentencia y difícilmente conectable. Estas palabras tienen su paralelo en las de la promesa dirigidas a Pedro. «Te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que ates en la tierra, atado será en los cielos, y todo lo que desates en la tierra, desatado será en los cielos» (Mt 16,19). La diferencia entre los dos textos consiste en que la facultad de atar y desatar aquí se otorga a Pedro y allí a la Iglesia. Detrás está la unidad en la materia tratada. Las dos facultades proceden de Jesucristo. La Iglesia, incluso la «comunidad» reunida en el lugar, está autorizada para decidir sobre la vinculación de sus miembros. Esta decisión es de suma eficacia. La toman los hombres «en la tierra» y produce un efecto inmediato «en el cielo». La sentencia terrena es completamente igual a la del cielo, la humana es enteramente igual a la divina. No sólo de forma que una sentencia dictada por la Iglesia, posteriormente sea puesta en vigor por Dios, sino de un modo todavía mucho más inmediato: en la sentencia terrena se cumple la sentencia divina. La decisión de la Iglesia tiene autoridad divina, lo cual vale para los dos actos: declarar la vinculación de los miembros y la pérdida de la categoría de miembro. No sólo hay que atar (excomulgar) sino también desatar. De aquí se puede concluir que la exclusión del pecador no ha de ser definitiva, sino que ha de dejar abierta la posibilidad de convertirse y de reanudar las relaciones precedentes. Así, incluso en la forma más dura de la corrección, se percibe la solicitud por la salvación del hermano y el anhelo de que se convierta. ¡Cuán estrechamente enlazadas entre sí están en este texto el delito personal del individuo y la vida de toda la comunidad! El delito no queda supeditado solamente a la Iglesia «oficial», es decir, al actual sacramento de la penitencia, sino a la responsabilidad de todos los miembros. Esta responsabilidad está en primer lugar dividida y se expresa en una actividad distribuida. Primero se obliga al individuo a la corrección fraterna, luego otros deben prestar ayuda y sólo al fin se debe apelar a la última instancia. La actuación extrasacramental y la sacramental están, pues, relacionadas entre sí, pero las dos juntas se encaminan a la salvación del pecador. Para reavivar la práctica del sacramento de la penitencia se habría ganado mucho, si esta diversidad coordinada penetrara con más vigor en nuestra conciencia.
19 Os aseguro que si dos de vosotros unen sus voces en la tierra para pedir cualquier cosa, la conseguirán de mi Padre que está en los cielos.
Aquí propiamente no se habla de la oración en el nombre de Jesús. El peso recae en lo comunitario. Los hermanos deben convenir entre sí y llegar a un acuerdo sobre lo que deben pedir. El número más reducido de la comunidad, o sea dos hermanos solos ya bastan para garantizar la promesa. Entre el cielo y la tierra existe una inmediata acción recíproca. Lo que aquí se resuelve y es sostenido en común delante de Dios, podemos estar seguros de que será escuchado. Con ello no se dice que la oración privada del individuo no tenga esta seguridad, sino solamente que hay una garantía absoluta de que el Padre celestial atiende el ruego común. El que así ruega, conoce y desempeña su papel como «niño». No confía en sí, sino en la inteligencia de los hermanos en la elección de lo que piden, y en la virtud del ruego común, y juntamente con ellos confía en el poder de Dios. No se nombra lo que se pide en la oración. «Cualquier cosa» es una expresión general. Ciertamente se supone que sólo puede pedirse lo que, con espíritu de fe y de solidaridad con Dios y con Jesucristo, se conoce como importante y como digno de ser escuchado. Mediante esta práctica comunitaria resulta mayor la garantía de que se trata de una cosa digna de ser atendida. Pero aquí hay que fijarse en la conexión entre el procedimiento correccional y la oración de la comunidad. Están mutuamente conectadas la solicitud por el pecador y la oración. Las súplicas de la Iglesia por el hermano que se aparta del camino, también forman parte de lo que pide la Iglesia en la oración. Están sostenidos por la oración común todos los actos de corregir y amonestar, de hacer venir los testigos y de pronunciar la sentencia, de excluir de la comunidad y de readmitir en la misma.
20 Porque donde están dos o tres congregados por razón de mi nombre, allí estoy yo entre ellos.
El pequeño grupo que se reúne para orar, está asistido por la presencia del Señor. Jesús está presente entre ellos, si están juntos por razón de su nombre. Eso quiere decir que la comunidad entre ellos se funda en la común confesión de Jesús, el Mesías. Este es el plano en que ellos están, la fuerza aglutinante que los junta. Con el nombre se alude a toda la existencia y ser del que se nombra. Si están congregados por razón del nombre, la efectividad y el poder del Señor, entonces Jesús está presente de una forma verdadera y real. La confesión común, en cierto modo le fuerza a estar presente. Aquí también se piensa en el grupo más pequeño posible, bastan «dos o tres» para hacer patente aquí y en este momento la gloria del Señor.
SEKINA/QUE-ES: En la recopilación de los proverbios de los padres, que es una parte notable de la tradición rabínica, hay una frase que manifiesta el mismo pensamiento aplicado a la ley del pueblo de Dios: «Pero si dos están sentados juntos y se ocupan de las palabras de la torah, la shekina está entre ellos (Abot 3,2). Shekina significa «la habitación», «la presencia». En la literatura rabínica, shekina es la denominación de Dios en cuanto habita en medio de su pueblo» (H. HAAG, Diccionario de la Biblia. Herder, Barcelona, 4, 1967 col. 1812). La meditación comunitaria de las palabras de la ley, que contienen la voluntad de Dios, hacen que esté presente el mismo Dios. Ahora es el mismo Señor glorificado el que está entre los discípulos. Jesús a quien se llama la «imagen del Dios invisible» (cf. Col 1,15), que vino por mandato del Padre, de cuya voluntad dio perfecto testimonio y que «puso su morada» (cf. Jn 1,14) mucho más cerca de Yahveh que ningún otro, puede ser llamado en un sentido muy profundo shekina, la habitación de Dios en la tierra. En él está Dios presente por completo. Vive como Señor glorificado en medio de su grupo fiel, vive tan cerca, como antes vivía siendo un hombre entre los hombres. Si se mira todo el texto en conjunto (18,15-20), resplandece en él una profunda imagen de la Iglesia. Ésta tiene su firmeza en la común confesión del nombre de Jesús, del nombre sólo por medio del cual tenemos la salvación (cf. Act 4,12). En esta confesión el mismo Jesús se hace presente. Con él Dios mora entre los hombres, él es la habitación de Dios. Mediante la presencia de Jesús se encauza la oración comunitaria y se le da seguridad de ser atendida. Mediante esta presencia un veredicto de la comunidad logra también la garantía de la validez divina. Esta promesa es el motivo de la inquebrantable conciencia que la Iglesia tiene de sí misma, y de su indestructible gozo aquí en la tierra.
4. EL PERDÓN DE LAS OFENSAS (Mt/18/21-35).
a) Regla del perdón (18,22).
21 Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano, si peca contra mí? ¿Hasta siete veces? 22 Respóndele Jesús: No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Al principio del capítulo los discípulos preguntan juntos (18,1), al fin sólo pregunta Pedro. Él es el apóstol que ha sido tratado con distinción sobre todos mediante la transmisión del poder de las llaves para el reino de los cielos y del poder de atar y desatar (16,18s). En otros pasajes del Evangelio de san Mateo, Pedro habla y obra en nombre de los discípulos (Mt 14,28; 15,15; 17,4.24; 19,27). Además es el apóstol que cayó y fue perdonado por el Señor (26,69ss). De una forma significativa Pedro dirige la palabra a Jesús llamándole Señor. El que está ante él no sólo es el instructor y Maestro, sino también el Señor dotado de poder y lleno de la gloria de Dios, el Señor que ordena. Este pasaje está enlazado can el precedente (18,15-20) por el hecho del pecado. Pero aquí se dice claramente que se trata de un delito contra el propio hermano, lo cual hasta entonces no se había dicho. No se indica la clase y gravedad del delito, pero parece natural pensar en la amplia zona de las infracciones del mandamiento del amor. La pregunta se dirige a la medida del perdón. ¿Se puede esperar de un discípulo que se ejercite siempre en perdonar sin ninguna compensación? ¿Hay una norma con que se pueda medir la obligación de reconciliarse? El número siete que nombra Pedro, se dice de una forma tan típica como el siguiente número setenta veces siete. Siete es un número sagrado y ya alude a algo perfecto y total. Hasta siete veces significaría que estoy dispuesto a seguir también perdonando más allá de la única vez que ciertamente exige la obligación del amor. Aunque se repita regularmente la falta, estoy dispuesto a perdonar. Siete veces ya se dice como tope máximo. La respuesta de Jesús aún es más asombrosa que la medida por la que ya se ha preguntado. Pedro no sólo debe perdonar hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Este es un número, que alude a una ilimitada disposición para perdonar. Aquí no se da la medida que Pedro deseaba conocer. La parábola siguiente explica el porqué del trastorno de los principios de una conducta «razonable». Aunque el hermano no mejore en modo alguno y siempre recaiga en el pecado, el otro nunca debe desistir de ejercitarse en el perdón. Ni siquiera se dice, como en san Lucas, que el hermano se convierta, que lo diga expresamente y con ello solicite el perdón (Lc 17,4).
Aunque no se llegue al acto externo de reconciliarse, a la declaración oral de arrepentimiento, en el interior nunca deben tolerarse los sentimientos de enemistad y endurecimiento. El ofendido en principio con respecto al ofensor está en una situación semejante a la del deudor con respecto a su acreedor. Esto es tan sorprendente y pasmoso que se requiere necesariamente la parábola como explicación. En el libro del Génesis se transmite un antiguo canto, que Lamec, uno de los descendientes de Caín, cantó antiguamente ante sus mujeres: Ada y Sela, oíd mi voz; mujeres de Lamec dad oídos a mis palabras: Por una herida mataré a un hombre, y a un joven, por un cardenal. Caín será vengado siete veces, pero Lamec lo será setenta veces siete (Gén 4,23s).
Aquí están los dos números. Caín disfrutó de la especial protección de Yahveh, obtuvo una señal para que no pudiera matarle nadie que le encontrase (/Gn/04/15). Pero si sucediera que alguien lo matara, entonces Caín sería vengado siete veces, es decir con un castigo muchísimo más grave. En su arrogante canto triunfal Lamec intenta sobrepujar a Caín. Si a Caín le corresponde una represalia séptuple, entonces a él, a Lamec, hay que vengarle de un modo feroz y desmedido. Dios se había reservado la venganza de Caín, pero ahora el mismo Lamec la reclama. Este texto está al principio del gran desorden en la creación. Poco después que la primera pareja humana fue expulsada del paraíso, Caín mató a su hermano Abel. Unas líneas más abajo, leemos aquella perversión que lo inunda todo, consistente en la desmesura en la venganza y en la sangre. El mal se reproduce de mil formas y un pecado siempre origina otros. Jesús da su orden contra esta temible destrucción del mundo de Dios. Fundándose en este texto de Lamec se da la primera explicación del ilimitado deber de reconciliarse. Puesto que el pecado en el mundo presenta mil maneras diferentes, sólo puede ser detenido, si se le contrapone una medida igualmente grande en el bien. Puesto que el perdón siempre debe seguir siendo la última palabra, que nunca debe pronunciar el ofensor, en todos los casos el bien alcanza la victoria. Solamente así parece posible detener la marea ascendente del pecado y superarla mediante el amor libremente dispensado. San Pablo dirá: «No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal con el bien» (Rom 12,21).
b) Parábola del siervo despiadado (18,23-35).
23 A propósito de esto: el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. 24 Cuando comenzó a ajustarlas, le presentaron a uno que le debía diez mil talentos. 25 Pero, como éste no tenía con qué pagar, mandó el señor que lo vendieran, con su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que así se liquidara la deuda. 26 El siervo se echó entonces a sus pies y, postrado ante él, le suplicaba ¡Ten paciencia conmigo, que te lo pagaré todo! 27 Movido a compasión el señor de aquel siervo, lo dejó en libertad, y además le perdonó la deuda. 28 Al salir, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien denarios; y, agarrándolo por el cuello, casi lo ahogaba mientras le decía: ¡Paga lo que debes! 29 El compañero se echó a sus pies y le suplicaba: ¡Ten paciencia conmigo, que te pagaré! 30 Pero él no consintió, sino que fue y lo metió en la cárcel, hasta que pagara lo que debía. 31 Al ver, pues, sus compañeros lo que había sucedido, se disgustaron mucho y fueron a contárselo todo a su señor. 32 El señor, entonces, lo mandó llamar a su presencia y le dijo: ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné, porque me lo suplicaste. 33. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti? 34 Y el señor, enfurecido, lo entregó a los torturadores, hasta que pagara todo lo que le debía. 35. Así también mi Padre celestial hará con vosotros, si no perdonáIs de corazón cada uno a vuestro hermano.
Toda la historia parece muy inverosímil. Aunque no se cuente entre los siervos a ningún sirviente bajo, sino a altos funcionarios, resulta difícil de concebir que uno de ellos pudiera haber acumulado una deuda tan enorme (10000 talentos = unos 10 millones de dólares). Aunque se hubiese vendido al funcionario derrochador con su mujer y sus hijos, difícilmente se podría esperar que esta venta hubiese aportado tan ingente suma. El siervo, movido por la angustia, pide su libertad, y promete la devolución de la deuda. El rey por esta mera súplica se deja inducir a condonarle simplemente toda la deuda. Ni siquiera le exige una insignificante señal de buena voluntad. Además, cuando el siervo se enfrenta sin piedad con su compañero, hace que lo encierren inmediatamente en la cárcel hasta que haya reunido su exigua deuda (100 denarios = 17,5 dólares). Y finalmente el rey enojado entrega al siervo a los torturadores «hasta que pague todo lo que le debe», lo cual también excede todo lo que nos podamos imaginar. La historia ya contiene en su diseño la declaración de su sentido interno. Toda la parábola es transparente y hace que se trasluzca la majestad y misericordia de Dios.
Todo lo que se cuenta, sólo puede decirse razonablemente de Dios. No se puede decir que a todos los pormenores de la narración resulte posible atribuirles en seguida un significado religioso, pero sí puede afirmarse que, a lo largo de toda la historia, la mirada está dirigida a Dios y a su modo de proceder. En la Sagrada Escritura se tiende a representar la relación entre Dios y el hombre con la metáfora del Señor y del siervo. Sólo Dios puede perdonar una deuda tan colosal, sólo él puede pronunciar una sentencia tan terrible. El siervo que es entregado a los torturadores, tiene que pagar toda su deuda. Puesto que la deuda era inmensa y había alcanzado cifras enormes, el siervo tendrá que expiar para siempre. El pánico de la eterna reprobación relampaguea tras las palabras que nos indican el castigo. La primera enseñanza de la parábola es la advertencia contra la dureza de corazón. Si los hermanos no se perdonan mutuamente, está en peligro su eterno destino.
El Padre que está en los cielos procederá como el rey de la parábola, si alguien no perdona de todo corazón (18,35). El cuarto tema de nuestro capítulo y todo el discurso concluyen con estas palabras amenazadoras. En ellas recae la definitiva decisión sobre la vida humana. Sólo tiene perspectiva de que sea condonada su deuda el que antes hizo lo mismo con sus hermanos (cf. 6,15). Tan grande como la medida del castigo es la medida del perdón de Dios. Él es el rey que perdona la enorme deuda sólo por la simple súplica. Su clemencia es sin medida, el perdón de la culpa sobrepasa todo limite humano. Dios demuestra su omnipotencia y majestad en la grandeza de la misericordia. Pero no es esto sólo. Cada uno de los hermanos sabe que él también está obligado a tenerla si quiere subsistir ante Dios. Cada uno va acumulando pecados y se parece de algún modo al primer siervo. Si Dios le condona la deuda, está de nuevo ante Dios como siervo que vive enteramente de la munificencia y de la misericordia de su Señor. Solamente así resulta inteligible que la obligación con el hermano haya de tener validez sin limitaciones. El que recibe la misericordia con exceso, no puede encerrarla y endurecer su corazón. Para quien desempeña el papel de deudor, no hay nadie más que también pueda ser deudor con respecto a él.
La medida con que Dios nos mide es la misma con que nosotros debemos medir. La relación con los demás hermanos se regula con nuestra relación con Dios. De aquí nace la orden de estar dispuestos sin restricciones a reconciliarnos. Solamente así se mantiene la perspectiva de ser salvado al rendir cuentas en el juicio. De este modo se ha elevado a un nuevo plano la relación de los hermanos entre sí. Todos ellos están relacionados como personas que viven de la misericordia del mismo Señor. Lo que se les ha encargado es obsequiarse también entre sí con esta misericordia, que se les ha concedido con exceso. En la historia se revela la conducta de Dios con el hombre con la misma profundidad que la conducta de los hombres entre sí. El que no busca su propia gloria, sino que constantemente se da poca importancia y perdona desinteresadamente, éste es el mayor en el reino de los cielos.