CAPÍTULO 08

III. MILAGROS DE JESÚS (8,1-9,34).

A las palabras les siguen las obras. Jesús proclama el reino de Dios con su mensaje oral y con sus hechos salvíficos. Ambos se corresponden y complementan mutuamente. San Mateo ha reunido los siguientes pasajes desde este punto de vista. Los milagros alternan con las controversias. Dentro de toda esta parte se destacan tres secciones (8,7; 8,18-9,13; 9,14-34).

1. PRIMER CICLO DE MILAGROS (8,7).

a) La curación de un leproso (Mt/08/01-04).

El acontecimiento tiene lugar a la vista de la gran multitud, ante la gente que acaba de oir el discurso de Jesús. Todos ellos deben también presenciar en seguida la proclamación de Jesús puesta en obra.

1 Cuando bajó del monte, lo siguieron grandes multitudes. 2 En esto, un leproso se le acerca y se postra delante de él, diciéndole: Señor, si quieres, puedes dejarme limpio.

La lepra es un azote de la humanidad, que hasta hoy día aún no ha sido eliminado del todo. Aquellas personas dignas de compasión tienen que ver en su larga enfermedad cómo se atrofia un miembro tras otro hasta que ellas mismas se van extinguiendo. Además están desechados, han sido separados de la comunidad de Israel. Con la lepra llevan el pecado en su cuerpo -según la enseñanza de los rabinos- y no pueden participar en el culto divino y en la vida social. Desde lejos tienen que llamar la atención de la gente, nadie puede tocarles o recibirles en su casa. Son impuros en el cuerpo y también lo son en el culto. Se vuelve asimismo impuro todo lo que cogen. Viven en la cárcel de un tabú celosamente vigilado. El leproso llama a Jesús con el nombre que denota dominio: «Señor». El mismo que acaba de hablar como legislador soberano, ahora es inducido a la acción soberana. La confianza es ilimitada: Si quieres, puedes dejarme limpio. El paciente cree en la virtud de Jesús para triunfar incluso sobre la enfermedad. Sólo depende de su voluntad que obre el milagro en él. Así el leproso se entrega por completo a la libertad del interlocutor, a la libertad de Dios. Jesús antes ha enseñado a orar de esta forma (cf. 7,7-11).

3 Y extendiendo la mano, lo tocó, diciéndole: Quiero; queda limpio. E inmediatamente quedó limpio de su lepra.

Jesús contesta con las mismas palabras: Quiero; queda limpio. Jesús confiesa así dos cosas: él puede realmente hacer lo que se cree que está en su poder, y también quiere hacerlo. Es la voluntad clemente y misericordiosa, que se vierte sobre aquel desgraciado, no la voluntad arrogante para manifestar la propia grandeza. El ademán («y extendiendo la mano, lo tocó») hace resaltar las palabras. Jesús no teme quedarse impuro o ser acusado por los adversarios de infracción de la ley. Su acción de extender la mano es el ademán soberano del vencedor. Al tocar al pobre enfermo lo devuelve a la comunidad.

4 Dícele Jesús: Cuidado con decírselo a nadie; eso sí: ve a presentarte el sacerdote y a ofrecer el don que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio.

Jesús le ordena que no publique el milagro, sino que con sosiego y docilidad haga lo que ordena la ley. El que aparentemente infringió la ley con libertad regia, ahora manda que se observe exactamente. La presentación ante los sacerdotes debe demostrar la integridad de su curación, el don debe expresar su gratitud a Dios, de quien proceden la curación y la nueva vida. Al mismo tiempo el don ha de servir a la autoridad de testimonio de que no ha sucedido nada ilegal. Jesús no se busca a sí mismo. Hace con sencillez el bien y es agradecido a Dios. Aquí también se prueba lo que se ha dicho en el sermón de la montaña acerca del cumplimiento de la ley y los profetas: la ley no debe ser suprimida. La cumple también Jesús; la cumple del modo más radical, a pesar de no ser ya necesaria cuando ha desaparecido la enfermedad a que se refería la ley; cuando Dios ha restablecido la vida íntegra y sana, cuyas formas decaídas debía regular la ley. La llegada del reino de Dios es un acontecimiento. Y la mirada está dirigida a la plenitud del tiempo futuro, en que toda la vida se da a todos, sin necesidad de ley.

 

b) El centurión pagano (Mt/08/05-13).

Jesús obra el milagro precedente en un israelita, que no puede estar más próximo a un gentil, lo cual es como un programa: la salvación de Dios debe llegar a Israel, pero también a los paganos. Éstos también están incluidos en la misericordia y participan en los dones del tiempo mesiánico. Al mismo tiempo se hace patente el orden que Dios ha establecido para el camino de su salvación: primero los judíos, luego los gentiles. Porque «la salvación viene de los judíos...» (Jn 4,22; cf. Rom 11, 11ss). En san Mateo el milagro mismo no se destaca mucho. El peso principal descansa en el diálogo entre el centurión y Jesús. Primero se trata de lo general y grande que tiene lugar aquí en la historia de la salvación, y sólo entonces se trata del milagro y de la salvación que se revela en él.

5 Cuando entró en Cafarnaúm, se le acercó un centurión suplicándole: 6 Señor, mi criado está en casa paralítico, sufriendo terriblemente. 7 Dícele Jesús: Yo mismo iré a curarlo. 8 Le contestó el centurión: Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; dilo solamente de palabra, y mi criado se curará.

Un oficial pagano de Herodes Antipas se acerca con franqueza a Jesús y le expone su deseo. El centurión describe discretamente el lamentable estado de su criado, sin pedir por el momento la intervención de Jesús. Jesús al instante entiende bien lo que desea, y le dice: Yo mismo iré a curarlo. La misma discreción se manifiesta en la respuesta del centurión: él podía creer que el judío quedaría impuro entrando en su casa, y reviste su consideración con su humildad personal: «Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo.» Pero cree que Jesús tiene poder para curar sin que comparezca personalmente. Basta que diga una sola palabra imperativa para que la enfermedad sea vencida.

9 Porque también yo, aunque no soy más que un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes, y le digo a uno: ¡Ve!, y va; y a otro: ¡Ven!, y viene; y a mi criado: ¡Haz esto!, y lo hace.

El centurión se imagina a Jesús como un general en jefe, a quien tienen que obedecer los poderes enemigos de las enfermedades; así como él está bajo obediencia y tiene que ejecutar las órdenes de los superiores y así como él ejerce la facultad de mandar y sus soldados obedecen a su palabra. En estas órdenes sólo se pronuncia una palabra o frase que basta para expresar la voluntad del que manda, y para conseguir su ejecución. No es preciso que el superior esté presente. También basta dar desde lejos la orden: ¡Ven! ¡Ve! ¡Haz esto! La disciplina y la eficiencia de la tropa se basa en esta obediencia. Jesús también tiene que poder quebrantar el poder de la enfermedad con una sola palabra imperiosa. El pagano se ha formado por su propia cuenta un gran concepto de Jesús.

10 Cuando Jesús lo oyó, quedó admirado y dijo a los que le seguían: Os lo aseguro: En Israel, en nadie encontré una fe tan grande.

Jesús está maravillado de lo que ha dicho el centurión. Quedó admirado. Le impresiona la sublimidad de sus palabras. Antes de contestarle dice a sus acompañantes, los hermanos en el judaísmo, una frase dura: En Israel, en nadie encontré tanta fe. Se supone que Jesús ya ha actuado durante algún tiempo, y ha tenido algún éxito entre sus compatriotas. Pero en ningún caso encontró lo que aquí atestigua el pagano: un grande y digno concepto de Jesús y la ilimitada confianza que tiene en el poder del Salvador. Jesús llama «fe» a las dos cosas juntas, es decir, al concepto del Señor y a la confianza del centurión en él. Uno podría tener un concepto sublime de Jesús y creer que tiene poca capacidad en situaciones particulares. Y otro puede tener en sus ruegos una impetuosidad impertinente y ansiosa, sin poseer un concepto esclarecido de Jesús.

11 Os digo, pues que muchos vendrán de oriente y de occidente a ponerse a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; 12 en cambio, los hijos del reino serán arrojados a la obscuridad, allá fuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.

En estas palabras ya se anuncia proféticamente que Israel no logra tener esta fe y por eso será juzgado. La realización de la vida sobrenatural se presentó a los judíos plásticamente con muchas imágenes. Una de estas imágenes es el banquete en comunidad con los padres del pueblo de Dios: Abraham, Isaac y Jacob. Los israelitas eran descendientes de Abraham, y por eso creían que en la consumación formarían parte de su familia. El Bautista había destruido ya la confianza en la filiación corporal de Abraham: «Poderoso es Dios para sacar de estas piedras hijos de Abraham» (3,9). Jesús da un paso adelante. Los verdaderos hijos de Abraham serán los que tengan una fe como la del centurión pagano. «Vendrán de oriente y de occidente.» Así lo han contemplado los profetas: la peregrinación de los pueblos paganos al final de los tiempos. Están en camino y buscan la salvación de Dios. En ellos se cumplirá la máxima promesa: la participación en el reino de Dios. ¿No están viajando muchos pueblos del mundo en esta romería, impulsados por el anhelo de paz y salvación? Los hijos del reino son los hijos de Israel según la carne. Propiamente son los herederos nativos, los pretendientes seguros del reino de Dios. Y precisamente ellos no serán admitidos a la comunidad de mesa con los padres del pueblo de Dios. La imagen que Jesús emplea para la reprobación es horrible y espantosa. Así como son expulsados de la sala los invitados groseros, así serán arrojados a las tinieblas sin límites, a las que no llega ningún resplandor de la sala iluminada festivamente. Los que han sido arrojados fuera, se reúnen en las tinieblas con lamentos quejumbrosos y con alaridos. Allí también ruge la rabia impotente de que no puedan participar en la fiesta y en el banquete: el rechinar de dientes.

13 Entonces dijo Jesús al centurión: Vete; que te suceda conforme has creído. Y en aquella misma hora se curó el criado.

Una cosa se pone aquí de nuevo en claro: Nunca puede reclamarse un derecho a salvarse por la tradición, por los méritos de los antepasados, por el mero hecho de pertenecer a una familia, a una asociación, a un pueblo. Lo que decide es una fe tan grande. Ella recibe con abundancia lo que pide y también aquello por lo cual nuestro valor, con frecuencia escaso, ni siquiera se atreve a rogar.

c) Otras curaciones (Mt/08/14-17).

14 Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, vio que la suegra de éste yacía en cama con fiebre; 15 le tocó la mano, y se le quitó la fiebre; ella se levantó, y le servía.

Pedro y su hermano Andrés vivían en Cafarnaúm, probablemente en la casita de los suegros de Pedro (Cf. Mc 1,29 y Jn 1,44). Una fiebre muy violenta y grave, quizás una enfermedad tropical, ha puesto en cama a la suegra. Jesús viene a visitarla, y la cura en seguida, sin esfuerzo y como de paso. Le coge la mano y la virtud curativa fluye hacia ella y le da la salud en un momento. Puede levantarse en seguida y servir al huésped sin molestia. La vida irradia y huye de él... Es un milagro descrito con gran discreción y comedimiento. Con todo, sopla, a través de las pocas palabras que se emplean, una corriente de calor familiar. Pedro pertenece a Jesús, y su casa le ofrece -quizás con frecuencia- un hogar acogedor y un ambiente de descanso reparador. Jesús comparte esta vida sencilla y obsequia a un familiar de su discípulo con sus dones caritativos.

16 Llegada la tarde, le presentaron muchos endemoniados; y arrojó a los espíritus con la palabra, y curó a todos los que estaban enfermos...

Por primera vez el evangelista concluye las narraciones de milagro con un resumen en un solo versículo, de una forma semejante a lo que se dijo en 4,23-25: son curados todos los endemoniados y enfermos que le presentan. Esto sucedió por la tarde del mismo día en que Jesús estuvo invitado en casa de Pedro. Nos podemos imaginar que delante de la casa se congrega un gentío. Se trae a los pacientes de todas las casas del lugar. Basta una sola palabra para despedir a los espíritus, la palabra imperativa, en que el centurión había creído con una fe tan viva (8,8). Jesús no necesita hacer exorcismos ni prácticas molestas; basta su sencilla palabra. ¿No es una gran fe ésta que empuja la gente hacia Jesús? ¿No se hace aquí patente lo que Jesús echaba de menos en Israel? El evangelista guarda silencio sobre este punto, pero este silencio probablemente quiere decir que aquella confianza acuciante en él no era la fe que conduce a la salvación. Lo que atrae a la gente es el taumaturgo. Pero Jesús no rehúsa curarlos; no apaga la mecha humeante ni quiebra la caña cascada (cf. 12,20). Aquella ansia pueril y quizás egoísta también puede llegar a ser la semilla de una fe adulta e iluminada. Tampoco no es lícito juzgar sobre este particular.

17 ... para que se cumpliera lo anunciado por el profeta Isaías, cuando dijo: Él mismo tomó nuestras flaquezas, y cargó con nuestras enfermedades.

San Mateo todavía ve más: no sólo ve los milagros que se hacen en los hombres, sino el misterio que irradia en los milagros, a saber, el misterio de la persona de Jesús. El profeta Isaías había vaticinado del siervo de Dios, que tomaría sobre sí todas las enfermedades y dolencias. Estaría dispuesto a padecer nuestro sufrimiento en sustitución nuestra. Jesús acepta las enfermedades de los demás, nuestras dolencias como suyas propias. Las quita por así decir de los demás y las carga sobre sí. Entonces las hace desaparecer. Jesús no sólo tiene paciencia y conformidad, sino la virtud de transformar y redimir. Pone sobre sí los pecados de todos, así como todo el sufrimiento, y lo cambia en bendición mediante su obediencia. Ya se anuncia el misterio de su muerte y de nuestra redención.

2. SEGUNDO CICLO DE MILAGROS (8,18-9,13).

a) El seguimiento (Mt/08/18-22).

Este pasaje y el siguiente milagro en el lago (8,23-27) están estrechamente enlazados entre sí. Primero se dan las normas para el adecuado seguimiento, luego el evangelista muestra cómo estas normas prueban prácticamente su eficacia en los acontecimientos del lago.

18 Viendo Jesús la muchedumbre a su alrededor, dio orden de pasar a la otra orilla. 19 y se le acercó un escriba para decirle: Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas, 20 y Jesús le contesta: Las zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.

Cafarnaúm está en la ribera del lago. Un día Jesús divisa la gran multitud del pueblo que le rodea, y da la orden de pasar en una barca a la orilla opuesta. De este modo se prepara la descripción de la travesía (8,23-27), y la breve escena se intercala en este contexto. Primero viene un escriba que pide ser admitido entre sus seguidores. Con profundo respeto y con corrección le llama maestro. Sabe que es rabino itinerante con un grupo de discípulos, en el que se puede aspirar a ser admitido. Más tarde, un discípulo, que conoce mejor a Jesús, elige el noble tratamiento de «Señor» (8,21).

Grande es la disposición de aquel escriba: quiere seguir a Jesús a todas partes adonde vaya. Es mucho lo que está dispuesto a hacer. Jesús no contesta con una negativa ni con una aprobación; solamente muestra lo que aguarda al que le quiera seguir. Porque llegar a ser discípulo de Jesús no solamente significa como quien dice ir a su escuela para «aprender» algo. Sobre todo significa compartir la vida propia de Jesús. El que le sigue, participa en la forma de vida del Mesías, es empujado hacia esta forma. Esto es lo primero, como lo dice san Marcos en la elección de los apóstoles: «Llama junto a sí a los que quería, y ellos acudieron a él. Constituyó a doce, para que estuvieran con él...» (Mc 3,13s).

Los hombres tenemos un hogar, o por lo menos el anhelo de llegar a tenerlo. Nos es natural buscar la seguridad en nuestra propia casa. Con todo empeño, en nuestros cambios de domicilio y emigraciones, voluntarios o impuestos, buscamos siempre una morada fija. Aspiramos a una residencia de la que ya nunca nos puedan echar. Incluso los animales tienen un sitio fijo, donde habitan, y lo construyen siempre por un instinto congénito. El caso de Jesús es distinto. Desde que se marchó de la casa de Nazaret ha renunciado al acogimiento del hogar. Es un rasgo esencial de su nueva vida no morar en ninguna casa. No sale de un lugar fijo para emprender distintos viajes, sino que vive la vida de un simple viandante. No tiene dónde reclinar la cabeza. Esto no sólo forma parte de su vocación como pregonero que quiere ir y predicar en todas partes. Forma parte de su renuncia, de la vida del siervo que se entrega y que también se abstiene del calor del hogar de la casa. A esto tendremos que estar dispuestos antes que nos decidamos. Y no llamarnos a engaño, si Jesús nos coge la palabra...

21 Otro, que era de sus discípulos, le dijo: Señor, permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre. 22 Pero Jesús le contesta: Sígueme, y deja a los muertos que entierren a sus muertos.

Después del escriba viene un discípulo, y pide a Jesús que antes de unirse con él pueda cumplir los deberes de piedad con su anciano padre. Enterrar al padre quiere decir que el suplicante quería permanecer en casa hasta que su padre hubiese muerto, hubiera sido sepultado, y quedado él libre de todas las obligaciones con su padre. Esta espera podría también durar un prolongado período de tiempo. La respuesta de Jesús parece sumamente rigurosa. El llamamiento: Sígueme se refiere a la acción inmediata, a que se junte con él sin demora. Este seguimiento es mucho más importante y urgente que cualquier obligación filial. Deja a los muertos que entierren a sus muertos. Jesús trae la vida y está de la parte de la vida. En la interpretación de estas palabras se da una superposición de significados: el entierro del padre difunto se refiere a la verdadera sepultura corporal. Pero que el entierro debe ser efectuado por los muertos hay que entenderlo solamente en sentido metafórico y espiritual.

Los que espiritualmente están muertos y no han oído el llamamiento a la vida y perseveran en el pecado, son también sepultureros de los demás. Sólo pueden llevar al sepulcro al que está agonizando o ya ha fallecido. ¿No pasa aquí el Señor insensiblemente por alto la obligación que intima el cuarto mandamiento? ¿No resulta esta omisión completamente incomprensible, siendo así que Jesús en otro pasaje recalca esta obligación y reprueba la sofistería de los escribas? (cf. 15,1-9). El motivo para una reclamación tan incisiva tiene que ser muy grave. Es el tiempo apremiante, es el plazo único determinado por Dios, que existe una vez y no se repite más; la presión del reino (que está llegando), la cual impulsa a Jesús incesantemente. No hay tiempo que perder. Esta premura del tiempo tanto tiene validez para el discípulo como para el maestro, pero tiene validez solamente ahora en este filo, en el tiempo mesiánico. No obstante la Iglesia conoce muchas almas generosas e inspiradas que se afectan tanto por el llamamiento de Dios, que todo lo demás se retira y se sumerge alrededor de ellas, y estas almas son consumidas por la llama que hirió su corazón. Estas almas las hay en todos los tiempos.

b) La tempestad en el lago (Mt/08/23-27).

23 Luego subió a la barca, y lo acompañaron sus discípulos. 24 y en esto se levantó en el mar una tempestad tan grande, que las olas llegaban a cubrir la barca. Pero él estaba dormido. 25 Se le acercaron y lo despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!

Ahora Jesús sube a la barca y sus discípulos lo acompañaron. Jesús es el primero, el que precede, los demás van detrás de él. Con el estilo del primer versículo se continúa el tema del seguimiento, y se le hace llegar al acontecimiento del lago. En medio del mar se levanta la gran tempestad, como con frecuencia se forma allí, en el lago de Genesaret circundado de montañas, y pone en peligro las pequeñas barcas de pesca, poco aptas para efectuar travesías. Las tormentas se encajonan en la hondonada, agitan profundamente el mar y hacen casi imposible el gobierno de la embarcación. Los pescadores experimentados advierten en seguida el peligro que los amenaza, mucho más cuando las olas ya saltan dentro de la barca. Jesús duerme en medio de la tormenta, en la barca que es zarandeada de un lado a otro, entre las oleadas que pasan por encima. Jesús está escondido en Dios, y no le afecta el riesgo de la vida. En recelosa inquietud y angustia mortal los discípulos dan voces al Maestro: ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos! Es un llamamiento de desesperación, pero también de confianza. La única salida que ven es el Señor, que está con ellos. Se dan por perdidos y no encuentran ayuda en su experiencia ni en las propias fuerzas. Sólo Jesús podría liberarles del peligro. La exclamación: Nos hundimos, además del significado literal, tiene un sentido más espiritual: nos vamos a pique, perecemos, estamos en un trance mortal, nuestra vida está al borde del abismo y está llegando a su fin, se ha perdido toda esperanza. Vemos el peligro de muerte de tal forma que con el riesgo exterior al mismo tiempo parece que vaya disminuyendo toda esperanza interna de la vida.

26 Pero él les dice: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. 27 Los hombres quedaron admirados y se preguntaban: ¿Qué clase de hombre es éste, que hasta los vientos y la mar le obedecen?

Una vez despertado, Jesús pregunta sorprendido a los suyos: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? La fe es todavía débil en aquel que teme. La fe disipa el temor, porque llena de Dios a todo el hombre. La luz de la fe quita de todos los rincones la sombra de la preocupación y de la angustia. Son «hombres de poca fe», es decir, la fe ya existe, de lo contrario ya no hubiesen esperado que él los ayudara; pero todavía es escasa, de lo contrario no hubiesen afirmado angustiosos que estaba perdidos. En esta situación se encuentra a menudo el discípulo de Jesús. Cree, pero no íntegramente, espera ayuda de arriba, pero no toda la ayuda; no se sabe todavía enteramente a salvo en las manos sustentadoras del Padre, como Jesús ha enseñado (cf. 6,25-34). Jesús refrena las fuerzas desencadenadas y reprime la furiosa tormenta y el mar agitado. De repente el lago se queda muy tranquilo, el tumulto parece que se ha desvanecido como un fantasma. La gente pregunta sorprendida. ¿Quienes son los que preguntan: los discípulos, o los que están en la otra orilla, o en general los hombres? No es eso lo que interesa, sino solamente la pregunta acerca del hombre misterioso: ¿Qué clase de hombre es éste? Antes la gente se asombró del mensaje propuesto con autoridad (7,28), ahora se asombra de su acción poderosa, del dominio de la tormenta y del mar. Le obedecen los elementos igual que los demonios y las enfermedades. ¿No tiene que obedecerle también el hombre, si Jesús tiene tal poder? ¿No es realmente Señor y maestro, como le llaman los discípulos? ¿No es también el Señor de mi vida? El discípulo debe seguir al maestro incondicionalmente, y contar sólo con él. Deja el recogimiento de su casa («no tiene dónde reclinar la cabeza») y de su familia («deja a los muertos que entierren a sus muertos»).

El seguimiento es una llamada para dejar los compromisos terrenos y tomar un solo compromiso, a saber, el que se toma con el Señor. Eso vino a ser el acontecimiento del lago. En él tuvo lugar un tercer desprendimiento: el desprendimiento de la confianza en las propias facultades. En el lago se experimentó lo que significa en último término el seguimiento de Jesús: él está en la barca y en el centro, él sólo basta, puede suceder en torno lo que él quiera; está oculto en Dios; sólo él nos puede liberar. Vivir de estas verdades es la incumbencia de la fe, que desde los comienzos raquíticos debe llegar a la confianza ilimitada, desde la fe escasa hasta la plenitud de la fe. Esta escena puede estar con frecuencia ante nuestros ojos, aunque todas las apariencias sean de signo contrario. Sin embargo, Jesús está en la barca...

c) La expulsión de demonios (Mt/08/28-34).

28 Cuando llegó a la otra orilla, a la región de los gadarenos, fueron a su encuentro dos endemoniados, que salían de los sepulcros, y eran tan furiosos, que nadie podía pasar por aquel camino. 29 y se pusieron a gritar: ¿Qué tienes tú que ver con nosotros, Hijo de Dios? ¿Viniste antes de tiempo para atormentarnos?

La orilla opuesta, por tanto la oriental, del mar de Galilea es el límite del territorio mixto medio pagano de las diez ciudades: la Decápolis. Gádara es una de estas ciudades, que se habían mancomunado en una alianza. Subiendo desde el lago se atraviesa un terreno montañoso escarpado, a través del cual trepan angostos senderos. Por doquiera se encuentran cavidades que se han formado en la piedra caliza, ofrecen asilo a los vagabundos o caminantes, y, en este caso, cobijan a dos endemoniados. Viven separados de los habitantes de la ciudad, quizás han sido expulsados. Han tomado posesión de ellos demonios muy desenfrenados y numerosos. La historia es algo tosca y confusa para nuestra mentalidad. Hemos de contar con la influencia de expresivos medios narrativos populares. San Mateo narra la historia de una forma muy concisa; a él le interesa sobre todo el poder de Jesús sobre los demonios. Los dos endemoniados salen al encuentro de Jesús y se ponen a gritar: ¿Qué tienes tu que ver con nosotros, Hijo de Dios? Conocen en seguida la radical enemistad, incluso la especial dignidad de Jesús. Lo que permanece oculto a los hombres, está patente a la perspicaz inteligencia del antagonista. No tenemos nada que ver contigo, déjanos tranquilos. ¿Viniste antes de tiempo para atormentarnos? Parece que sepan que se les ha señalado un plazo. Terminará su caza furtiva en la creación de Dios sin el menor estorbo. No está lejana la hora en que se ha de quebrantar el imperio del demonio. Desde la controversia en el desierto (4,1) la cercanía de esta hora hubo de quedar clara para el reino de Satán.

30 A cierta distancia de ellos, había una gran piara de cerdos paciendo. 31 Y los demonios le suplicaban: Si nos vas a echar, mándanos a esa piara de cerdos. 32 Y él les dijo: Pues id. Ellos salieron de allí y se fueron a los cerdos. Y de pronto toda la piara se arrojó con gran ímpetu al mar por un precipicio, y perecieron en las aguas.

Con astucia propia de un abogado piden los demonios un plazo. Si ya vas a acabar con nosotros, ¿por qué nos atormentas antes de que llegue el fin? Déjanos ir por lo menos a estos cerdos, para que nos podamos sosegar algo. Si hablamos con toda seriedad, esta petición de los demonios parece grotesca, y es todavía más sorprendente que Jesús acepte esta proposición. Casi se podría concebir este lance como un matiz de gran humor y soberana libertad que también puede permitirse una «excepción».

33 Los porqueros salieron huyendo y se fueron a la ciudad a llevar la noticia de todo lo ocurrido con los endemoniados. 34 Entonces toda la ciudad salió al encuentro de Jesús, y, cuando lo vieron, le suplicaron que se retirara de aquellos territorios.

Los habitantes de la ciudad se enteran horrorizados de lo que ha sucedido, y piden a Jesús que se vaya de su territorio. Lo acontecido, en su totalidad, les causa inquietud; quizás temen más perjuicios del que ya se ha causado por la pérdida de toda la piara de cerdos. Pero esto también significa que Jesús allí no puede conseguir nada. Como en su ciudad paterna, también de allí se le destierra. No se quiere saber nada de él. Sin embargo, todavía no ha llegado «el tiempo» de los gentiles. Primero Jesús tiene que actuar en Israel, porque «ha sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (15,24). A pesar de la índole fantástica de toda la historia, se sabe que la luz ya ha resplandecido durante un breve tiempo para los paganos, como un anuncio del día que se acerca. Pero todavía hay tinieblas.