CAPÍTULO 01
La palabra «Evangelio», que nos resulta tan familiar, etimológicamente significa
buena noticia, buena nueva. En primer lugar es el mensaje de Dios, transmitido
por Jesucristo. Pero eso también se podría decir de los hombres de Dios de la
antigua alianza, especialmente de los profetas. Se trata, sin embargo, de algo
más: Dios habla de manera única, porque por medio de Jesús dice su última
palabra, a la que ya no ha de añadir ninguna más. Este mensaje sobre todo es
incomparable, porque Jesús es el Hijo de Dios. Jesús es la palabra viviente del
Padre, hecha carne, y que éste no solamente pronuncia con los labios, sino con
toda su existencia, con su vida y su actuación. Por tanto el Evangelio es
simultáneamente buena nueva de Dios y de Jesucristo.
La antigua alianza, la historia del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, se mueve en sucesivas oleadas hacia la salvación de Dios. Como el flujo y el reflujo, esta historia es movida misteriosamente por el Dios invisible y que, sin embargo, actúa con tanto poder. Pero esta historia no es una mera repetición constante de lo mismo, con el ritmo monótono de apostasía y conversión, ira y gracia, sino que con fuerza interior, como con dolores de parto, exige la plena revelación, la salvación perfecta, la unión de Dios y el pueblo: «Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,28). Todos los anhelos se acumulan (tanto más cuanto más cerca está su venida) en el único Salvador prometido, en el ungido por antonomasia, en el Mesías. El debe llevar a cabo la última obra, unir a su pueblo con Dios, en beneficio de Israel y de todas las naciones.
San Mateo muestra mejor que los otros Evangelios que la historia del pueblo desemboca en la obra de Jesús, y que este Jesús de Nazaret es, de hecho, el esperado. El acontecer de Dios, en sus distintas secciones, se había depositado en los libros del Antiguo Testamento. Estos muestran imágenes reflejadas y descubren su significado divino. Las Sagradas Escrituras patentizan casi en cada página la pujanza interna del acontecer, que se dirige hacia un fin radical. En estos escritos, sobre todo, la figura del Mesías toma perfiles cada vez más claros. La fe en que Jesús era el Mesías hace verlo todo de forma nueva y transparente. Se mira y considera a Jesús con los ojos del Antiguo Testamento. Entramos en un mundo inmensamente rico. No es una árida enumeración de hechos acontecidos, no es la descripción de la vida de un grande hombre, sino todo el acontecer de que Dios ha sido causa desde el principio del mundo, y al que Dios ha dicho «sí» y «amén» en Cristo (cf. 2Cor 1,19s). Así hay que ver los muchos pasajes en que el evangelista señala el cumplimiento de una palabra particular del Antiguo Testamento, o en general se refiere a una palabra o acontecimiento del Antiguo Testamento. Se traza una rica imagen del mesías Jesús. Jesús es el profeta, como los antiguos profetas, es el último de los profetas. Su mensaje es un llamamiento de Dios, una llamada a la conversión y una promesa de la misericordia de Dios (4,17). Jesús también experimenta el destino de los antiguos profetas: es mal interpretado, perseguido, combatido e incluso matado. Jesús es el maestro del pueblo. No solamente pronuncia palabras decisivas, adaptadas a una hora y a una situación determinadas, sino que enseña el verdadero camino de la justicia (5,20). Se sienta como los maestros de la ley para hacer una exposición instructiva (5,1), utiliza la manera de hablar de un maestro de la sabiduría, reúne alrededor de sí un grupo de discípulos. Forman armazón del Evangelio de san Mateo los grandes discursos del Señor, a los que se puede designar como piezas maestras. En estos discursos se recopilan los temas de la doctrina de Dios con una sucesión ordenada y con una estructura fácil de comprender.
Jesús es el siervo de Dios, en quien Dios ha puesto su Espíritu, para que proclame el derecho de Dios y lo conduzca a la victoria. Cumple dócilmente la voluntad del Padre celestial y obra el bien con sosiego y humildad: cura a los que tienen el corazón quebrantado, y a los enfermos y desgraciados en el cuerpo. Jesús no quiebra la caña cascada ni apaga la mecha humeante (cf. 12,18-21). Es manso y humilde de corazón (11,29); lleno de mansedumbre entra en la ciudad santa montado en un asna (21,5). Mediante la humillación sigue su camino hacia el ensalzamiento. Jesús es el Hijo de Dios en un sentido único. Antes ya se llamó así ocasionalmente al rey o incluso a todo el pueblo. Pero nunca pudo decirse: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo» (11,27).
Dios ha levantado a la más alta dignidad a Jesús, que sufrió la más grave ignominia: Dios le ha dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (28,18). En la obra de Jesús no solamente se manifiesta de forma definitiva el tiempo pasado, también llega a su objetivo la historia de Israel. En la obra de Jesús también se contiene una novedad: el verdadero pueblo de Dios está formado por todos los pueblos. El alumbramiento de un tiempo nuevo es un nacimiento para todo el mundo. La salvación de todos los pueblos y tiempos está resuelta en Jesucristo. El portador de la salvación es el pueblo del Mesías, la Iglesia. Este pueblo, que tiene su origen en una insignificante semilla, el grupo de los discípulos, ahora sostiene el destino del mundo: la buena nueva, las fuentes de la gracia y el poder del Señor ensalzado. «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizadlos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñadles a observar todo cuanto yo os he mandado» (28,19s). Por tanto esta «historia de Jesús» da al mismo tiempo la llave de la antigua y de la nueva alianza. Esta historia muestra la fuerte unidad que forman Cristo y la Iglesia, el verdadero pueblo de Dios y la Iglesia.
No se puede leer el Evangelio como un libro de narraciones referentes a algunos acontecimientos del tiempo pasado. La palabra no es menester que la «traduzcamos» del tiempo pretérito al tiempo presente, ni es preciso que hagamos una aplicación artificiosa a nuestra propia vida. La palabra se dirige a nosotros, porque es la palabra de la Iglesia, que hoy día también está dotada de vida; en el fondo, porque el mismo Jesucristo pronuncia esta palabra por medio de la Iglesia. Esta palabra no quiere contar, sino dar voces. «La palabra de Dios es viva y operante, y más tajante que una espada de dos filos: penetra hasta la división de alma y espíritu, de articulaciones y tuétanos, y discierne las intenciones y pensamientos del corazón» (/Hb/04/12). La palabra de Jesús quiere infiltrarse en lo más profundo de nuestro corazón y de nuestra alma como rocío restaurador, quiere hacer fecundas y activas nuestras mejores fuerzas, y sobre todo quiere nacer de nosotros en la acción. Por tanto la palabra del Evangelio es palabra de vida en un doble sentido: engendra vida en nosotros, porque es la palabra de Dios, santa y santificadora y nace de nuevo para la vida mediante nuestra actividad en pos de esta palabra, para gloria del Padre celestial y testimonio en favor de los hombres.
Parte primera
LOS ANTECEDENTES DEL MESÍAS Capítulos 1-2 San Mateo empieza su Evangelio con unos antecedentes, como también hace san Lucas, sin embargo, los dos escritos son muy distintos entre sí, por el estilo y por los acontecimientos que refieren. En san Lucas, encontramos narraciones amplias y extensas, en cambio en san Mateo encontramos fragmentos redactados de forma más escueta y muy arrebañados desde un punto de vista teológico. Al principio está el árbol genealógico de Jesucristo (1,1-17), la primera demostración de la mesianidad. Siguen a continuación una serie de secciones más breves (1,18-2,23), entre las cuales se describe más detenidamente la adoración de unos sabios de Oriente (2,1-12). Todas las partes reunidas forman un conjunto narrativo continuado hasta el establecimiento en Nazaret. Sorprende que el estilo sea tan sobrio, casi como si fuera una crónica. Es característico de todas las partes que se indique el cumplimiento de los vaticinios del Antiguo Testamento. Estas citas del cumplimiento son, en cierto modo, el hilo rojo que se ha hecho pasar por la tela y que solamente tiene una finalidad. Los primeros acontecimientos de la vida del Mesías también están dispuestos maravillosamente por Dios y corresponden a la expectación del Antiguo Testamento.
I. ÁRBOL GENEALÓGICO DE JESUCRISTO (Mt/01/01-17). Par: Lc/03/23-38
J/GENEALOGIA San Mateo construye el portal de su obra con imponentes sillares. Una genealogía, un árbol genealógico, conduce a través de los siglos hasta la plenitud del tiempo. Desde la vuelta del destierro de Babilonia tales genealogías eran muy apreciadas entre los judíos. En medio de la mezcla de pueblos de estos siglos el judaísmo se mantuvo firme con tenacidad. Para tomar posesión de cargos públicos y de dignidades superiores, el aspirante tenía que demostrar que su árbol genealógico era intachable. Lo mismo se exigía a los sacerdotes. Es natural que fuera un honor singular pertenecer a una de las antiguas y apreciadas estirpes o estar enlazado con la ramificada familia real, que tiene su origen en David. Porque en esta familia se había de cumplir la promesa, de esta familia se esperaba el vástago real, que no solamente estaba ungido, como lo estaban antes los reyes, sino que se llamaba el Ungido por antonomasia, el Mesías.
1 Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham. 2 Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos. 3 Judá engendró, de Tamar, a Farés y a Zará. Farés engendró a Esrom, Esrom engendró a Aram, 4 Aram engendró a Aminadab, Aminadab engendró a Naasón, Naasón engendró a Salmón, 5 Salmón engendró, de Rahab, a Booz, Booz engendró, de Rut, a Jobed, Jobed engendró a Jesé, 6 y Jesé engendró al rey David. David engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón, 7 Salomón engendró a Roboam, Roboam engendró a Abías, Abías engendró a Asaf, 8 Asaf engendró a Josafat, Josatat engendró a Joram, Joram engendró a Ozías, 9 Ozías engendró a Joatam, Joatam engendró a Acaz. Acaz engendró a Ezequías, 10 Ezequías engendró a Manasés, Manasés engendró a Amós. Amós engendró a Josías, 11 Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos cuando la deportación de Babilonia. 12 y después de la deportación de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, 13 Zorobabel engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliaquim, Eliaquim engendró a Azor, 14 Azor engendró a Sadoc, Sadoc engendró a Aquim, Aquim engendró a Eliud, 15 Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Matán, Matán engendró a Jacob, 16 Jacob engendró a José, esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. 17 Por consiguiente, todas estas generaciones suman: de Abraham hasta David, catorce; de David hasta la deportación de Babilonia, catorce, y de la deportación de Babilonia hasta Cristo, catorce.
Mediante un milagro único en su género tuvo lugar la concepción y el nacimiento de Jesús, como se lee en la próxima sección. ¿Hizo este milagro que Jesús careciera por completo de los vínculos naturales de la familia y del pueblo, y en cierto modo fuera solamente un enviado por Dios a nuestra historia y a nuestro mundo, como un cometa, que corta el espacio aéreo de la tierra? De ninguna manera. Por medio de José, que ante la ley es su padre, Jesús entra en la sucesión de las generaciones. De este modo la Sagrada Escritura atestigua en primer lugar que Jesús es un verdadero hombre; no uno de aquellos seres celestiales (de los que hablan los mitos), que descienden de las esferas del cielo, se hacen visibles aquí en la tierra, para regresar al mundo inmaterial y celeste. Jesús es realmente «nacido de mujer» (Gál 4,4).
Pero hay todavía algo más: la familia en que Jesús aparece en un lugar determinado, es una regia familia, la familia de David, en la que ha de cumplirse la promesa mesiánica. Y así la primera aposición de Jesucristo es: hijo de David. Es una expresión atrevida. Jesús es en sentido pleno y con validez jurídica descendiente de David, miembro de la familia real y heredero del trono de David (cf. 2Sam 7,1-16; Lc 1,32). ¿Habría podido Jesús ser también Mesías sin este parentesco? No podemos dar la respuesta, ya que Dios dispuso los acontecimientos de tal forma que su Hijo eterno fuese «nacido del linaje de David según la carne» (Rom 1,3). Una cosa es segura: si no se hubiese podido demostrar el origen davídico, se habría dificultado mucho a los judíos la fe en que este Jesús era el Mesías. La segunda aposición todavía llega más lejos: hijo de Abraham. No solamente concluye en Jesús la línea real, no solamente se cumplen en él las promesas del trono y del reino permanente. Se hace remontar la sucesión de antepasados nada menos que hasta Abraham, que es el fundador de todo un pueblo, no solamente de una estirpe. A Abraham es a quien se hizo sobre todo la promesa todavía más antigua y amplia: «Bendeciré a los que te bendigan, y maldeciré a los que te maldigan, y serán benditas en ti todas las naciones de la tierra» (Gén 12,3). El pueblo formado por sus descendientes debe ser fuente de bendiciones para todo el género humano. Este pueblo transmite la bendición a través de los siglos como un don valioso, hasta que la bendición se pose en el único vástago del linaje que trae la bendición para todo el mundo: «Las promesas fueron hechas a Abraham y a su descendencia». La Escritura no dice «y a sus descendencias», como si fueran muchas; sino como si fuere una sola: «Y a tu descendencia. es decir, a Cristo» (Gál 3,16).
La expresión «hijo de David» nos resulta familiar y estamos habituados a oírla. ¿Podemos decir lo mismo de la expresión «hijo de Abraham»? La historia del género humano, que Dios empezó de nuevo con Abraham, avanza hacia su fin. El arco de la historia se extiende desde el patriarca de Israel hasta el fundador de un nuevo Israel... No es perfecto el árbol genealógico del evangelista desde Abraham hasta José. Faltan muchos miembros intermedios. Sólo en parte conocemos las fuentes de que se forma el árbol genealógico. Las dos primeras secciones hasta la cautividad de Babilonia, podrían estar tomadas de los textos bíblicos 3. Desconocemos por completo las fuentes de los nombres de la tercera sección. Tampoco es posible examinar la exactitud del árbol genealógico. Finalmente es raro que el árbol no termine en María, que era la madre corporal de Jesús, sino en José, que sólo era su marido según la ley. Todo esto nos ayuda a entender este texto como conviene. Si Jesús era el hijo de José según la ley, se le podía clasificar con pleno sentido en la descendencia de los antepasados de José y, por tanto, en la sucesión davídica.
San Mateo no da tanta importancia a la exactitud científica como a la disposición y a la lógica internas. Esta disposición está claramente indicada en el versículo final, que es el 17: siempre son catorce generaciones las que llenan los tres lapsos de tiempo transcurridos entre Abraham. David. el cautiverio de Babilonia y Cristo. Catorce es el doble de siete, número sagrado4. En los mismos números se revela a la inteligencia creyente algo de la ordenación del plan de Dios en la historia. El nacimiento de Jesús es una parte de los planes divinos, y a través de siglos y generaciones Dios ha dirigido los acontecimientos hacia este nacimiento, que ha tenido lugar exactamente en el tiempo predeterminado. Para san Mateo y para los que leemos su Evangelio este descubrimiento es una indicación de la sabiduría con que Dios conduce la historia. Este último pensamiento también se expresa con otra peculiaridad del árbol genealógico, a saber en la mención de cuatro mujeres. Siendo así que sólo se tiene en cuenta la línea masculina, sorprende que se mencionen mujeres, y aún sorprende más, si tenemos en cuenta que las mujeres no son ilustres y célebres esposas de los patriarcas, como Sara y Rebeca, Lía y Raquel, sino cuatro que permanecen en la sombra. Una de ellas es Tamar (v. 3), a quien Judá rehúsa el derecho a la descendencia, pero ella con insolente astucia consigue su derecho (cf. Gén 38,1-30). Otra es Rahab (v. 5), que engendra a Booz; es una prostituta cananea, que prestó gran ayuda al pueblo elegido (Jos 2; 6,15ss). Luego se nombra a Rut,(v. 5), que no tiene ninguna mancha moral, pero que era gentil, una moabita, y que fue bisabuela del rey David (cf. Rut 4,12ss). No se designa a la cuarta mujer con su nombre, sino como mujer de Urías. También ella, una extranjera, llamada Betsabé, esposa de un heteo, está relacionada de modo inusitado con el pueblo de la promesa: David cometió adulterio con ella, del cual procedió su hijo y sucesor Salomón (2Sam 11s). Lo desacostumbrado y extraordinario es común a todas estas mujeres. A pesar de su sangre extranjera o de su indignidad se ha llevado a término el plan de Dios. Nada podía hacer que se rompiera la línea de la bendición, todos los caminos laterales y todos los rodeos fueron aprovechados y dirigidos hacia el único objetivo, hasta que del pueblo «viniera la descendencia a la que se hizo la promesa» (Gál 3,19).
El
nombre y el destino de estas mujeres muestra una sola cosa: el camino de Dios
con frecuencia es el rodeo, pero no por ello decae su fidelidad. Su voluntad
firme e inflexible de salvar siempre se abre paso. También eso debe considerarse
cuando se oigan contar las inusitadas circunstancias del nacimiento de Jesús.
Ninguna sombra recae sobre María, pero el camino de Dios está lleno de
misterios, y en el tiempo pasado y en el presente siempre es muy distinto de los
caminos de los hombres. En los últimos versículos se habla por dos veces del
Mesías. De María nació Jesús, «llamado Cristo» y «de la deportación de Babilonia
hasta Cristo, catorce» generaciones. La finalidad propia de la genealogía es
demostrar la verdadera mesianidad de Jesús. En el primer fragmento del Evangelio
se expresa lo que enseña todo el libro: Jesús es verdaderamente el Mesías
prometido. Por otra parte se hace llegar el árbol genealógico hasta Abraham. ¿No
se indica ya de este modo que el Mesías no debe ser considerado sólo como
vástago real e hijo de David, y menos como figura política? Jesús reúne en sí
todas las promesas, no sólo las que se refieren a una dinastía escogida, sino
también las que van dirigidas a todo un pueblo consagrado a Dios. Desde un
principio el concepto del Mesías es mayor que el concepto que se diluyó en la
sucesión real. Aquí se trata de la vocación de Israel, del encargo que se le ha
confiado, de la bendición o maldición para todo el mundo. Para quien sabe que
este Jesús es el Mesías, la historia de todo el mundo hasta la llegada de Jesús
se deshoja y queda al descubierto como un plan inteligente y prometedor de Dios
5.
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3. Versículos 2-6: 1Cro 2,1-15; cf. Rut
4,18-22; versículos 7-12: 1Cro 3,5-16.
4. En realidad en el último período solamente hay trece miembros. Esto
precisamente demuestra que el texto es estructurado, así como la fuerza
probatoria de la lista, que descansa sobre esta estructura.
5. Sólo san Lucas tiene un árbol genealógico semejante (3,23-38), pero con una
sucesión invertida. La novedad de san Lucas es que sobrepasa el limite de
Abraham y llega hasta Adán y, por tanto, ve a Jesús como fundador no sólo del
nuevo pueblo, sino también de una nueva humanidad.
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II. NACIMIENTO E INFANCIA DE JESÚS (1,18-2,23).
1. EL NACIMIENTO DE JESÚS (Mt/01/18-25).
18 El nacimiento de Jesucristo fue así. Su madre María estaba desposada con José y, antes de vivir juntos. resultó que ella había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. 19 Pero José, su esposo, como era justo y no quería denunciarla, determinó repudiarla en secreto.
Este fragmento informa sobre el nacimiento del niño Mesías. Es notable en muchos respectos la manera como tiene lugar el nacimiento. Sorprende la sobriedad y la concisión de este relato, si se compara con la narración del nacimiento que conocemos familiarmente por san Lucas y que se lee en las misas de Navidad. Casi no se exponen las circunstancias más próximas, la preparación del acontecimiento y el mismo suceso. San Mateo dirige la mirada a hechos muy distintos. Supone que nos son conocidos los pormenores de la concepción milagrosa y del nacimiento, que ahora se recuerdan con breves palabras. ¿Qué quiere sobre todo enseñar el evangelista? En primer lugar está la figura de José, que se presenta en primer plano, así como en los relatos de san Lucas se presenta a María. Todo se contempla desde la posición que ocupa José, que al final del árbol genealógico fue mencionado como «esposo de María». Con esta mención se enlaza el relato del nacimiento. María estaba desposada con José. por eso según el derecho judío era considerada como su esposa legitima. Sin embargo aún no habían vivido juntos. Esto significa que José aún no había introducido en su casa a su desposada ni había empezado la vida comunitaria del matrimonio. El relato ahora dice de forma muy concisa que en este tiempo resultó que María estaba encinta. José lo había notado claramente. Lo que él no sabe, nos lo dice en seguida el evangelista interpretando y explicando de antemano: lo que vive en ella, procede del Espíritu Santo.
Nada se dice de la turbación, de la pesadumbre, de las cavilaciones, dudas y titubeos del esposo. No se nos cuenta lo que pasa en su alma y lo que hace madurar la decisión. Solamente nos enteramos del resultado: José resuelve separarse de su desposada con gran sosiego. La deshonra en que José cree que se encuentra María, no debe ofenderla ante todo el pueblo. Se califica de justo a José, en cuya conducta se manifiestan la consideración y los sentimientos. Justo es el hombre que busca a Dios y que sujeta su vida a la voluntad de Dios. Justo es el hombre que cumple la ley con todo su corazón y con intensa alegría, como el devoto autor del salmo 118. Pero también es justo el hombre prudente y bondadoso, en cuya vida se han mezclado y esclarecido de una forma singular la propia madurez humana y la experiencia en la ley de Dios. Así es como el Antiguo Testamento ve al justo. El justo es la figura ideal del hombre en quien Dios se complace. La justicia es la más noble corona con que puede adornarse un hombre. Lo mismo puede decirse de José. Su vista todavía está retenida, y él no comprende el enigma desconcertante. Pero José tampoco lo escudriña ni procura examinarlo a fondo. Lo que hace, en todo caso es indulgente y juicioso. Así logra que se le tribute la alta distinción de elogiarle como justo.
20 y mientras andaba cavilando en ello, un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas llevarte a casa a María tu esposa, porque lo engendrado en ella es obra del Espíritu Santo.
Cuando José ya ha tomado la decisión de separarse de María, Dios interviene. Un ángel, santo mensajero de Dios, le descorre el velo del misterio. Le dirige la palabra con solemnidad: «José, hijo de David». Fuera de este caso, solamente a Jesús se concede este título honorífico (Mt 1,1; 9,27; 20,30s). En este tratamiento resuenan las esperanzas que inspira esta expresión desde el vaticinio de Natán al rey: «Yo seré su padre, y él será mi hijo, y si en algo obra mal, yo le corregiré con vara de hombres y con castigo de hijos de hombres. Mas no apartaré de él mi misericordia, como la aparté de Saúl, a quien arrojé de mi presencia. Antes tu casa será estable, y verás permanecer eternamente tu reino, y tu trono será firme para siempre» (2Sam 7,14-16).
Con este tratamiento el sencillo José es intercalado en el gran contexto de la historia divina. Es descendiente del linaje de David, uno de sus «hijos». Lo que José oye decir al ángel, debe oírlo como hijo de David, entonces comprenderá. Al final de este relato leemos que en realidad sucede así: después del mensaje nocturno, José, con sencillez y docilidad, procede como le había encargado el ángel (1,24). José está en primer término, pero ahora también se ilumina con mayor intensidad la madre del Mesías. José no debe temer llevarse a casa a María, acogerla en su casa como su mujer, porque en ella ha tenido lugar un milagro de Dios: el fruto de su vientre no procede de un encuentro terrenal. Con profundo respeto y con delicadeza se indica el misterio. Son cosas divinas, que no pueden ser profanadas por la indiscreta curiosidad del hombre ni por el lenguaje que todo lo abarca. Sólo se nombra un hecho que puede servir de explicación: la actuación del Espíritu Santo. A él se atribuye como última causa el milagro que ha tenido lugar en el seno de María. Es el espíritu que expresa el poder y la grandeza de la actuación divina; es el espíritu que llena a los profetas y a los héroes; pero también es el espíritu que obra en silencio y que actúa ocultamente y sin ruido. Aquí se evitan cuidadosamente todos los pormenores. Ante la mirada de José y la nuestra sólo debe estar esta figura: la virgen, un vaso de elección, expuesto al soplo del Espíritu de Dios...
21 Dará a luz un hijo, a quien le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
Ahora el mensajero habla más claramente. María dará a luz un hijo, y José le debe poner el nombre de Jesús. Era un privilegio de la dignidad paterna otorgar el nombre al hijo. Esto en cierto modo es un acto creador, porque para los antiguos el nombre designa la manera de ser y la vocación. Sin embargo en el caso de José se limita el derecho: No solamente no tiene ninguna parte en la procreación del hijo, sino que tampoco tiene derecho a determinar el nombre. Éste le es dado de arriba, se anuncia de antemano: un nombre, que ya fue usado con frecuencia en la historia del pueblo, pero que nunca proclamó la razón de ser con tanta precisión como aquí.
¿Qué significa el nombre de Jesús? Traducido del hebreo, significa: Dios es la salvación, Dios ayuda y libera, Dios es salvador. Así se llamó Josué, quien como sucesor de Moisés condujo al pueblo por el Jordán a la vida sedentaria y a la paz del país. Este nombre lo tuvo un sumo sacerdote, que después del regreso de la cautividad de Babilonia participó como dirigente en la restauración del culto y en el servicio del templo (Esd 2-5). Así también se llamaba un maestro de la sabiduría, que pudo alabar el camino de la justicia y de la vida con sentencias bien redactadas, Jesús, el hijo de Eleazar y nieto de Sirac, autor del libro de Jesús Sirac o Eclesiástico (Eclo 50,29). Todos ellos fueron, de diferentes maneras, medianeros de la salvación de Dios. Pero Jesús traerá esta bendición con mayor amplitud que ninguno de los que le precedieron. Así lo indica la interpretación de su nombre, que añade san Mateo: «él salvará a su pueblo de sus pecados». No se trata simplemente de la salvación de un país fértil, de una oblación de sacrificios agradable a Dios o de un conocimiento adecuado, sino la liberación de una esclavitud más grave de la que representan el desierto, el culto idolátrico y una doctrina errónea: la esclavitud del pecado.
Con la palabra «pecado» se dice todo aquello, de lo que debe ser liberado el hombre y la humanidad. Esta palabra designa la oposición más viva a Dios y a su salvación. La expresión un poco ambigua: su pueblo, indica a quién liberará Jesús de esta servidumbre. El judío solamente conoce a un pueblo, que tiene legítimamente este nombre en el sentido más profundo, es decir, Israel, el pueblo de la elección. El judío diría: «nuestro pueblo» o en labios del ángel: «vuestro pueblo», el pueblo mediante el cual el israelita es lo que es. O se podría esperar que se dijera: el pueblo de Dios. Pero aquí se lee «su pueblo». Desde el primer momento a este niño se le promete un pueblo propio, y queda por completo en suspenso si este pueblo se identifica con el Israel contemporáneo. También podría ser un nuevo pueblo para el cual ya no tengan vigencia las fronteras de aquel tiempo y que crezca más allá de las fronteras de Israel, un nuevo pueblo de Dios, perteneciente a Jesús de una forma especial, y cuyo nombre ostente...
22 Todo esto sucedió en cumplimiento de lo que había dicho el Señor por el profeta. 23 He aquí que la virgen concebirá en su seno y dará a luz un hijo, y lo llamarán Emmanuel, que significa «Dios con nosotros».
Lo que el ángel ha anunciado hasta ahora es significativo y asombroso. En parte dice claramente lo que sucederá, en parte indica grandes conexiones que conocen o adivinan los que están bien informados como José. Mateo concluye las palabras del ángel indicando el cumplimiento de una profecía. Finalmente ahora se hace patente que no se trata de un acontecimiento de un día; al contrario: como en una lente se concentran los rayos de luz, así también en la llegada de este niño es como si se reuniesen los hilos de una obra tejida por Dios. El hecho es significativo para el tiempo presente, en el que tiene lugar el milagro del Espíritu Santo; para el tiempo futuro, en que este niño debe llevar a cabo la liberación de su pueblo; y para el tiempo pasado, que aparece con una nueva luz. En una situación apurada el profeta Isaías había anunciado al rey Acaz una señal divina que le debía notificar la desgracia. Ahora estas palabras del profeta se convierten en mensaje de alegría: «He aquí que la virgen concebirá...»
Las misteriosas circunstancias que habían perturbado a José, no son tan sensacionalmente nuevas; el profeta ya las había indicado hablando de una «virgen», que dará a luz un hijo. El nacimiento virginal del Mesías, por obra del Espíritu, ya está indicado en el Antiguo Testamento. El creyente conoce la actuación de Dios en los siglos y entiende las promesas a la luz de su cumplimiento. Un segundo dato se da también en el profeta: un nombre que es tan profundo y rico como el nombre de Jesús: Dios con nosotros (Is 7,10-16). Estaba arraigado en la fe de Israel el conocimiento de que Yahveh siempre está con su pueblo. Esta es la distinción y la gloria de Israel. Como sucedió en el tiempo pasado, así sucederá también en el tiempo futuro, que los profetas anuncian: «No temas, pues yo te redimí, y te llamé por tu nombre: tú eres mío. Cuando pasares por medio de las aguas. estaré yo contigo, y no te anegarán sus corrientes; cuando anduvieres por medio del fuego, no te quemarás, ni la llama tendrá ardor para ti» (1s 43,1s).
Dios siempre estuvo con su pueblo en las guerras de los antepasados, en las asambleas reunidas en los sitios de culto en tiempo de los jueces, luego especialmente en la santa montaña de Sión y en el templo, en las unciones de sus reyes y en la misión confiada a sus profetas, en su fidelidad y en el otorgamiento de su salvación, también en la dispersión entre las naciones, en el cautiverio. Sin embargo, se mantenía viva la esperanza de que Dios estaría con su pueblo en el tiempo futuro. Era un hecho y al mismo tiempo una promesa, se podía experimentar felizmente la presencia de Dios, y con todo tenía que esperarse. Es evidente que debía ser un modo enteramente nuevo de la presencia, que ya se estaba acercando. Ahora parece que esta nueva presencia está a punto de realizarse. El niño que ha de nacer tiene el nombre que implica esta esperanza: «Dios con nosotros». Esta proximidad de Dios no debe realizarse en una reunión especial, en un lugar, en una casa, sino en una persona humana, a cuya manera de ser pertenece que Dios esté con nosotros. En él y por medio de él Dios está presente y cercano, más próximo y activo que hasta ahora...
24 José, cuando se despertó, hizo como le había ordenado el ángel del Señor y se llevó su esposa a casa. 25 Y hasta el momento en que ella dio a luz un hijo él no la había tocado, y él puso al niño el nombre de Jesús.
José, con sencillez y naturalidad, hace lo que se le había encargado. Con profundo y medroso respeto no se acerca a María, que exteriormente pasa por ser su esposa. Ella da a luz al niño, y José le designa con el nombre de Jesús. De este modo, el niño es su hijo según la ley, que es incorporado a la línea de los padres, que va desde David hasta José. No solamente conocemos el nombre que debe tener el niño, y que se unió con el título de Mesías, formando el nombre doble: Jesucristo, esto es, Jesús el Mesías. Sabemos que el nombre se complementa con un segundo nombre que Jesús no usó: «Dios con nosotros». La última frase del Evangelio echa una mirada retrospectiva al principio del mismo: la proximidad de Dios en Cristo está plenamente garantizada, y nunca más quedará en lejanía, hasta el fin del tiempo: «Y mirad: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (/Mt/28/20). Dios está cerca de nosotros en Jesucristo, siempre está presente, nunca más estaremos solos ni perdidos, lanzados a una existencia sin sentido...