CAPÍTULO 12


b) Parábola de los viñadores homicidas (Mc/12/01-12).

1 Y comenzó a hablarles en parábolas. «Un hombre plantó una viña, y la rodeó de una cerca, cavó un lagar y construyó una torre; luego la arrendó a unos viñadores y se fue lejos de su tierra. 2 A su tiempo envió un criado a los viñadores, para percibir de ellos los frutos de la viña que le correspondían. 3 Pero ellos le echaron mano, lo apalearon y lo despidieron con las manos vacías. 4 De nuevo les envió otro criado; pero a éste lo descalabraron y llenaron de ultrajes. 5 Todavía envió a otro; pero a éste lo mataron. Después, a muchos otros, a quienes apalearon o mataron. 6 Todavía le quedaba alguien: un hijo muy querido; lo envió, pues, a ellos en último lugar, pensando: "A mi hijo lo respetarán." 7 Pero aquellos viñadores se dijeron unos a otros: "Éste es el heredero. Vamos a matarlo y la heredad será nuestra." 8 Y echándole mano, lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña. 9 ¿Qué hará el dueño de la viña? Volverá, acabará con aquellos viñadores y arrendará la viña a otros. 10 ¿Ni siquiera habéis leído este pasaje de la Escritura: La piedra que rechazaron los constructores, ésa vino a ser piedra angular; 11 esto es obra del Señor y admirable a nuestros ojos?» 12 Ellos intentaban arrestarlo, pero tuvieron miedo al pueblo; pues se habían dado cuenta de que por ellos había dicho esa parábola. Lo dejaron, pues, y se fueron.

La verdadera respuesta de Jesús al gran consejo es la parábola de los malos viñadores; pues, en la conexión redaccional (12,1) se dice expresamente que Jesús empezó a hablarles en parábolas, a ellos, que son los mismos interlocutores que en 11,27-33. Si sigue sólo una parábola, quiere decir que el giro «hablar en parábolas» designa simplemente el lenguaje de las parábolas como tal, que debe descubrir y enseñar algo, pero que produce un efecto distinto en los oyentes (cf. 4,10s). Según la observación final, redaccional asimismo, los delegados del consejo conocieron que la parábola la había dicho contra ellos (v. 12); de hecho la parábola es tan transparente que parece excluir cualquier equívoco. De ahí que la peculiaridad del lenguaje «en parábolas» no pueda consistir en que sea ininteligible (cf. 4,33), aun cuando en él exista algo de oscuro en un sentido mucho más profundo: en los hombres insensibles produce una obcecación (4,12) o endurecimiento del corazón (cf. también 4,33). Esto es lo terrible: aunque la parábola sea racionalmente inteligible, no por ello conduce a la verdadera inteligencia, conocimiento y conversión, sino que endurece a aquellos hombres en su actitud malévola y hace que aquellos a quienes afecta no queden realmente afectados. Los dirigentes judíos, a quienes con los malos viñadores se les pone ante los ojos una imagen de su propia conducta, escuchan la advertencia (v. 9), pero no le prestan atención. Se reafirman en la actitud en que han sido presentados y querrían deshacerse inmediatamente de la persona de Jesús; sólo que temen al pueblo (v. 12). Es la idea de Marcos, que ya pudimos reconocer en el capitulo 4, y según la cual el lenguaje parabólico de Jesús ejerce una función crítica provocando inmediatamente la salvación o la condenación. Pero ¿pronunció Jesús esta parábola en tal situación histórica? Desde hace largo tiempo se han formulado en contra algunas observaciones críticas que tienen un notable peso. Se advierten evidentes rasgos alegóricos: la viña que aquel hombre planta es Israel, como lo podía comprender cualquier oyente judío de acuerdo con el célebre cántico de la viña de Is 5,1-7. El cuadro, según el cual el dueño plantó la viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar y construyó una torre -es decir, una casa rural con su atalaya-, coincide literalmente con Is 5,1s según la Biblia griega. El repetido envío de criados alude inequívocamente a los profetas que, según otras palabras de la tradición, fueron perseguidos y muertos (cf. Mt 5,12; 23, 31.37 y par Lc). El Hijo único y amado no puede ser otro que el propio Jesús; pero ¿se ha dado Jesús a conocer de una manera tan abierta, casi sin velos, ante sus enemigos y en público como el Hijo amado de Dios? Todo esto, se dice, se explicaría más fácilmente admitiendo que se trata de una formación de la comunidad cristiana, que ha querido exponer en esta parábola la misión y destino de Jesús a la luz de la historia de la salvación. Otros exegetas suponen que la Iglesia primitiva, y respectivamente los evangelistas, construyeron y explicaron alegóricamente un relato más sencillo en su origen y que establecía una relación más velada entre el comportamiento de los malos renteros y el de los dirigentes judíos. La parábola narrada por Marcos, y que él ya encontró en esa forma, delata ciertas ampliaciones secundarias, especialmente en el v. 5. Pues, según una regla que puede observarse frecuentemente, un narrador se atiene al número tres, de tal modo que en su origen se trataba seguramente sólo de tres envíos. De hecho el Evangelio copto de Tomás, descubierto recientemente (Logion 65), presenta esa forma de parábola más simple: un hombre importante tiene una viña y la entrega a unos labradores para obtener de ellos unos frutos. Primero les envía un criado, al que los viñadores golpean hasta casi matarlo; luego a otro que corre suerte parecida, y finalmente a su hijo, que es el único que muere. Así la historia pierde también una buena parte de su inverosimilitud interna; pues, en la redacción de Marcos el dueño de la viña actúa de un modo increíblemente necio y a la ligera cuando, después del asesinato de numerosos criados expone también al peligro a su propio hijo. Mientras que en el relato más breve no está desprovista de fundamento la suposición de que los renteros respetarían a su hijo. El raciocinio de los viñadores, para nosotros incomprensible, de que con el asesinato del hijo y heredero podrían apropiarse de la viña, se explica por las disposiciones legales de aquel tiempo, según las cuales cualquiera podía ocupar y apropiarse de un bien, incluso de una propiedad raíz, que no tuviese dueño. «La aparición del hijo les hizo suponer que el dueño había muerto y que el hijo venía para tomar posesión de la heredad» (J. Jeremías). Admitiendo esta interpretación, Jesús habría expuesto una parábola clara, que ponía ante los ojos de los dirigentes judíos su maldad y les amenazaba con el juicio de Dios. A sí mismo Jesús sólo se habría indicado de un modo indirecto como el último enviado de Dios, pues en una verdadera parábola -a diferencia de lo que ocurre en una alegoría- los oyentes no tienen que interpretar de un modo literal todos y cada uno de los detalles de la narración. La hipótesis de que la Iglesia primitiva hubiese inventado la parábola -y precisamente en forma de alegoría- presenta también sus dificultades: prescindiendo de la gran fantasía creadora que se le atribuye, sorprende que presentase a Dios como a un señor que se marcha al extranjero y que deje el destino de su Hijo en el más completo desamparo (la cita bíblica del v. 10s se encuentra ya fuera de la parábola). Si la comunidad cristiana conocía ya una parábola de Jesús del tipo indicado, su forma actual tendría una explicación satisfactoria: describe la viña, imagen que Jesús habría elegido ciertamente con la mirada puesta en Israel, según el tenor literal (griego) de Is 5,1s, relaciona los criados con los profetas, califica al Hijo de único y «amado» conforme a la voz celestial de 1,11 y 9,7; al hablar de los «otros» a los que pasará la viña piensa en los paganos, y, sobre todo, mediante la cita escriturística final de la piedra angular pone de relieve la transcendencia de su Señor. A juzgar por las citas bíblicas se podría incluso llegar a decir que esto lo han hecho los judíos helenistas convertidos al cristianismo. Marcos pudo adoptar esta versión alegórica para sus lectores. Mateo ha penetrado todavía más en el terreno alegórico, pues en su redacción el dueño de la viña envía por dos veces a un gran número de criados, que son injuriados, muertos o lapidados, igual que se dice en la sentencia sobre Jerusalén: «¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que fueron enviados a ella! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos... !» (Mt 23,37). Tanto él como Lucas hacen morir al hijo fuera de la viña, tal vez con el pensamiento puesto en la crucifixión de Jesús ante las puertas de Jerusalén (cf. Heb 13,12s). Si entramos de este modo en la elaboración de la Iglesia primitiva y de los evangelistas, aprenderemos con ellos a ver en el tenebroso suceso un acontecimiento divino, preparado ya en el plan divino de la historia de la salvación. La reflexión de la Iglesia primitiva se pone de manifiesto principalmente en la cita final del Sal 118 (117) 22s. Procede literalmente de la versión griega del Antiguo Testamento y es un pasaje que pertenecía al núcleo de la interpretación escriturística que hacía la Iglesia primitiva, referida a Jesucristo. En Act 4,11 viene introducida en conexión con la muerte en cruz y resurrección de Jesús: «a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó» (v. 10), subrayando después la importancia decisiva para la salvación de esa piedra angular: «y no hay salvación en otro nombre alguno» (v. 12). Seguramente que ésta es también la interpretación que late en el fondo de Mc 12,10s. En lPe 2,7 se aduce asimismo este pasaje bíblico, aunque completado con otros dos textos sobre «la piedra», a saber: la piedra preciosa y angular, puesta en los cimientos de Sión (Is 28,16); y la «piedra de tropiezo y de escándalo» (Is 8,14). La misma piedra que sirve al creyente de apoyo firme, se trueca para el incrédulo en tropiezo y ruina. Merece la pena tratar de aclarar el contexto del mencionado pasaje del /Sal/118/22s en el Antiguo Testamento. Es el mismo salmo del que proceden el Hosanna y las aclamaciones de la entrada en Jerusalén (cf. comentario a 11,9); se trata, por consiguiente, de una liturgia de acción de gracias para los peregrinos que entran en el templo. No pocas veces la Iglesia primitiva ha utilizado determinados salmos o capítulos de los profetas con distintas aplicaciones cristológicas. Los dos versículos aducidos después de la parábola de los viñadores se insertan en una acción de gracias por la liberación de una grave necesidad e intentan describir -bajo una imagen que tal vez era proverbial- el cambio imprevisto de la desgracia a la salvación. El orante está persuadido de que debe agradecer su liberación a Dios sólo, pues visto humanamente es un milagro. A propósito de la imagen de la piedra, que los constructores desechan y que ahora ocupa un lugar destacado, se discute si se trata de una piedra angular puesta en el fundamento o de la clave de bóveda que corona el edificio (*). Aquí encaja mejor esto último: si los constructores ya están a la obra y el edificio va subiendo, donde la piedra desechada puede ocupar un lugar más importante es en la cúspide. La imagen de Is 8,14s y 28-16 es distinta: y tampoco el simbolismo de la piedra es uniforme en el Nuevo Testamento. Resulta más interesante saber que ya en el judaísmo el salmo 118 se había aplicado a Abraham, a David y tal vez también al Mesías, el Hijo de David. Para la comunidad cristiana la piedra desechada por los constructores, los jefes de Israel, y convertida por Dios en piedra angular o en clave de bóveda, es su Mesías Jesucristo. La manera en que este pasaje bíblico viene aducido y citado hace suponer que Marcos ya encontró este final de la parábola de los viñadores. La cita, aunque el propio Jesús la tome en sus labios, sobrepasa el marco de la parábola de los viñadores. La mirada se desvía de los malos renteros al Hijo asesinado, del que ahora se afirma el milagro de su exaltación divina, es decir, su resurrección y su carácter permanente y decisivo para la salvación. La comunidad no se contentaba con la mirada al pasado ni descansaba en la muerte violenta del Hijo, sino que daba a la parábola una conclusión que afianza su fe sobre el fundamento de lo que entretanto ha sucedido por obra de Dios y que proclama el significado permanente y decisivo de Jesucristo.
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En favor de la piedra de remate que se ponía sobre el pórtico, véase especialmente J. JEREMÍAS: «Jesús ve preanunciado su destino en la palabra del salmo: de parte de los hombres será desechado como una piedra inútil para la construcción, pero Dios hará de él la clave de bóveda; sin metáforas: le ensalzará a "rey y Señor"».
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c) La cuestión del tributo al César (Mc/12/13-17).

13 Luego le envían algunos fariseos y herodianos para cazarlo en alguna palabra. 14 Llegan, pues, y le dicen: «Maestro, sabemos que eres sincero y que nada te importa de nadie porque no te fijas en las apariencias de las personas, sino que enseñas realmente el camino de Dios. ¿Es lícito pagar tributo al César: sí o no? ¿Debemos pagarlo o no debemos pagarlo?» 15 Pero él, sabiendo bien su hipocresía, les dijo: «¿Por qué me tentáis? Traedme un denario para verlo.» 16 Se lo llevaron y él les pregunta: «¿De quién es esta figura y esta inscripción?» Ellos le respondieron: «Del César.» 17 Entonces Jesús les dijo: «Pagad lo del César al César, y lo de Dios a Dios.» Y quedaron admirados de él.

La famosa escena de la moneda del tributo no pretende mantener una situación altamente peligrosa para Jesús y políticamente explosiva, de la que él ha salido con una mayor sagacidad. Sin duda que también quiere mostrar su superioridad sobre los enemigos falsos y pérfidos, que quieren «cazarlo» -como si se tratara de parar una trampa a algún animal salvaje- en alguna expresión imprudente. Pero no es la situación histórica, bastante imprecisa, sino la respuesta de Jesús que servirá de norma a la comunidad, el verdadero fin de la perícopa transmitida. El evangelista ha encontrado seguramente una colección de cuatro diálogos (12,13-37), con temas muy diversos pero todos importantes. También en el judaísmo era frecuente presentar a un rabino cuestiones parecidas. Se distinguían en tales planteamientos las cuestiones relativas a la exposición de la ley, cuestiones sarcásticas, cuestiones fundamentales para el comportamiento moral y cuestiones que se referían a las contradicciones aparentes entre dos pasajes bíblicos. También las cuatro perícopas de 12,13-37 podrían seguir este esquema. En todo caso Jesús viene presentado como el maestro que resuelve magistralmente problemas difíciles y que da respuestas insuperables de un valor permanente. Marcos ha insertado esta temprana composición en el marco de los enfrentamientos de Jesús con los círculos dirigentes de Jerusalén. Para él eran probablemente «controversias», aun cuando esta clasificación no responde en su origen a los cuatro fragmentos, y ni siquiera ahora conviene a todos (cf. 12,28-34). Pero sirviéndose de este material, Marcos quiere mostrar también cómo los miembros del gran consejo trabajan contra Jesús para terminar con él (cf. 14,1). Así el evangelista enlaza la sección precedente con la nueva escena mediante la observación de que los mismos miembros del consejo que se retiran derrotados (v. 12), le envían algunos fariseos y herodianos para que le sorprendan en alguna palabra. Estos dos grupos, mutuamente enfrentados, aparecieron ya juntos en 3,6; también entonces -históricamente demasiado pronto- se reunieron en consejo para ver el modo de perder a Jesús. Los herodianos, partidarios del gobernante de la casa de Herodes, dependiente de Roma -véase el comentario a 6,14-, eran, pues, auténticos colaboracionistas; los fariseos rechazaban en principio la soberanía de Roma como potencia extranjera, aunque se doblegaban bajo la idea de que también los gobernantes paganos han recibido el poder de Dios para proteger el orden, y habrán de rendir cuentas ante Dios. Sólo los zelotas querían rechazar por la fuerza el yugo extranjero, porque únicamente Dios debía ser el rey de Israel. Dada la distinta postura de los grupos judíos, la cuestión que le proponen a Jesús era entonces de la máxima actualidad; pero lo era también para la Iglesia primitiva, que debía tener ideas claras acerca de su postura frente al Estado pagano. Fariseos y herodianos quieren inducir a Jesús a una manifestación que les permitiese acusarle ante los romanos como amotinador del pueblo. Si, por el contrario, se decidía en favor del pago del tributo, perdería las simpatías del pueblo, aunque difícilmente podían contar con ellas quienes planteaban la cuestión. Con sus palabras aduladoras de que sabían que Jesús enseñaba el camino de Dios sin acepción de personas, quieren evidentemente empujarle a una declaración en contra del tributo. Todos los judíos eran uno en la fe de que Israel, el pueblo escogido de Dios, sólo debía someterse a la soberanía divina. ¿No iba Jesús a sumarse a esa fe y a rechazar, en consecuencia, las pretensiones del Estado pagano? Con la doble pregunta se apunta a algo que es fundamental: ¿se debe pagar el tributo al César reconociendo así su soberanía sobre Israel? Pues según la concepción antigua general, uno se sometía al régimen en el poder mediante el pago de tributos e impuestos. El tributo personal al César romano era en sí pequeño -un denario, como 0,25 dólares-; pero tenía un significado fundamental y por ello resultaba extremadamente odioso a los judíos. De ahí que los fariseos pregunten de una forma bien concreta: ¿Es lícito -pese a la repugnancia interna- pagar el tributo al César? Quieren forzar a Jesús a una declaración precisa. Jesús penetra su malicia y, al igual que en la cuestión de su autoridad, les obliga a quitarse la máscara. Eso es exactamente lo que persigue su comportamiento: ellos mismos tienen que mostrarle una moneda del tributo y reconocer así que se sirven del dinero del César. Ellos mismos deben confesar que la moneda lleva la imagen e inscripción del César. Tales monedas del César Tiberio, que entonces imperaba, se nos han conservado («Tiberio, César, hijo del divino Augusto, Augusto»). Con ello ya se han desenmascarado: se doblegan a la soberanía romana. Si pretenden seducirle para que dé otra respuesta, eso sólo puede deberse a mala voluntad. Pero Jesús no rehuye tomar posiciones. El César debe percibir aquello a lo que tiene derecho; derecho que subraya el vocablo griego -«devolver»-: hay que darle lo que le es debido, pagar el tributo y, como indica la formulación general, cumplir todos los deberes con el Estado. Jesús, sin embargo, no se contenta con esta respuesta, sino que añade por su propia cuenta: «Y lo de Dios a Dios.» Ahí carga todo el acento: mucho más importantes aún son los deberes para con Dios. De este modo Jesús va más allá de la pregunta centrando la mirada en lo que para él es lo más decisivo: dar a Dios lo suyo, ponerse por completo a su disposición. El Estado con su ordenamiento y sus pretensiones no es lo supremo; Dios tiene sobre el hombre un derecho más antiguo y superior. La importancia de estas palabras iluminadoras de Jesús no es fácil de comprender, y se ha discutido en la exégesis (*). Sin duda que Jesús no quiere establecer dos órdenes separados, uno humano y terreno y otro divino, que nada tendría que ver con las cosas de la tierra. Dios reclama al hombre también en el campo social y estatal; pero no hay que dar al Estado un valor absoluto, pues no tiene sino un valor limitado. Ya en la misma posición judía frente al Estado pagano pueden advertirse algunas reservas: la autoridad estatal no debe ofender el honor divino, pisotear sus mandamientos ni prohibir su culto; no debe divinizarse a sí misma poniéndose en el lugar de Dios; ha de servir a la justicia y bienestar de los hombres y dar cuenta de la administración de sus poderes. Pero Jesús formula además de modo positivo la supremacía de Dios indicando que el Estado es sólo una realidad dependiente y transitoria. Para Jesús las fuerzas terrenas del orden están en el lugar histórico que Dios les ha señalado, y la historia se encamina hacia la meta a la que Dios quiere conducirla: su reino escatológico de paz y de salvación. Así, esta palabra de Jesús tiene el mismo sentido que su invitación a buscar primero el reino de Dios (Mt 6,33). Jesús rechaza tanto un radicalismo político -el zelotismo- como el recluirse en la pura interioridad y alejamiento del mundo. Su palabra es tan decisiva y tan abierta que conserva toda su vigencia en las más diversas circunstancias y situaciones históricas, aunque en cada caso requiera nuevas aplicaciones y decisiones. Ya la Iglesia primitiva en las circunstancias cambiantes de su vida histórica hubo de decidir en cada caso su postura y encontrar su camino. Pablo exigió una actitud positiva frente al Estado romano como fuerza de orden (Rom 13, 1-7), y de igual modo otros autores han inculcado la obediencia frente a las leyes y obligaciones cívicas (IPe 2,13-17; Tit 3,1s). Pero el Apocalipsis de Juan, en un tiempo en que los Césares ambicionaban para sí honores divinos y afirmaban la omnipotencia estatal, consideraba los poderes terrenos como encarnación del poder satánico y como rivales de Dios (Ap 13), y pensaba que era necesario resistirse a tales pretensiones hasta soportar la persecución sangrienta. La situación histórica actual ha cambiado una vez más. Es verdad que la Iglesia se presenta en todas partes abogando por la libertad y los derechos de los hombres, especialmente de los socialmente postergados y oprimidos. Pero su misión específica no es de tipo político; debe proclamar el mensaje y exigencias de Dios sobre los individuos y sobre la sociedad. Lo cual significa una misión incorruptible de alertamiento moral, una actuación libre de cualquier oportunismo y que sólo se preocupa del bien y de la desgracia de los hombres. Si en el mundo de hoy, la Iglesia quisiera retirarse al terreno «religioso», a su culto y a la solicitud por la salvación de las almas, no habría entendido adecuadamente la palabra de Jesús: «Y dad a Dios lo que es de Dios.» La resolución apolítica de Jesús encierra, no obstante, una exhortación insoslayable a la actuación responsable en favor de la sociedad humana de acuerdo con la voluntad de Dios.
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* R. VOLKL dice atinadamente «No puede hablarse de que aquí vengan equiparados el César y Dios, pues el Estado puede exigir lo que necesita para su existencia, mientras que Dios demanda al hombre entero, el hombre debe entregársele por completo».
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d) El problema de la resurrección de los muertos (Mc/12/18-27).

18 Después vienen a él unos saduceos -los cuales afirman que no hay resurrección- y le preguntaban: 19 «Maestro, Moisés nos dejó escrito que, si un hermano muere dejando mujer sin hijos, otro hermano suyo debe tomar esa mujer, para dar sucesión al hermano difunto. 20 Pues bien, eran siete hermanos; el primero tomó mujer, pero murió sin dejar descendencia. 21 También el segundo se casó con ella, pero murió sin dejar descendencia: y lo mismo el tercero; 22 y ninguno de los siete dejó descendencia. Al final de todos, murió también la mujer. 23 En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer.» 24 Jesús les contestó: «¿No estáis en el error, precisamente por desconocer las Escrituras y el poder de Dios? 25 Porque, cuando resuciten de entre los muertos, ni los hombres se casarán ni las mujeres serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos. 26 Y en cuanto a que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, cuando aquello de la zarza, cómo le dijo Dios: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? 27 Él no es Dios de muertos, sino de vivos. Estáis completamente en el error.»

Los saduceos, que son los inmediatos interlocutores de Jesús, rechazaban la fe en la resurrección de los muertos, que el judaísmo de entonces admitía en general. Este grupo, formado principalmente por los círculos sacerdotales, mantenía una postura teológica conservadora y sólo admitía como válida la ley del Antiguo Testamento sin las explicaciones posteriores de la Escritura, la «tradición de los antepasados», cf. Mc 7,3. La negación, pues, de la resurrección de los muertos no se debía, o al menos no predominantemente, al espíritu helenista y liberal, sino al aferramiento al tenor literal de la Escritura, en la cual sólo Dn 12,2s afirma de un modo claro y formal la fe en la resurrección de los muertos. Los saduceos postulaban, sin embargo, un fundamento en el Pentateuco, lo cual explica la prueba bíblica que Jesús les brinda al final de nuestra perícopa. El problema de la resurrección de los muertos constituía la diferencia esencial entre los puntos doctrinales de fariseos y saduceos, como se desprende también del testimonio del apóstol Pablo en Act 23,8; Pablo utiliza hábilmente la oposición entre fariseos y saduceos para dividirlos. El historiador judío Flavio Josefo expone la doctrina de los saduceos de modo que el alma perece con el cuerpo; pero dice también que contaban con muy pocos seguidores (Antigüedades Judías XVIII, § 16s). De los fariseos, que después de la guerra judía se adueñaron por completo del poder, sabemos que intentaban probar la resurrección de los muertos con numerosos textos bíblicos (*), aunque no con el que aduce Jesús. En tiempos de Jesús ya había arraigado entre el pueblo esta fe, que en la época de los Macabeos ofrecía grandes ejemplos de consuelo y esperanza con sus martirios sangrientos (cf. 2Mac 7), y que Jesús confirma. En este punto, como en muchos otros, Jesús estaba cerca de los fariseos. El problema de la resurrección de los muertos lo llevan los saduceos a un caso extremo. Según un recurso estilístico, habitual entre los rabinos, es una «pregunta sarcástica», que desde luego no pretende burlarse de la fe, sino poner de relieve sus dificultades y conducir ad absurdum. Se presupone el llamado levirato, prescrito en Dt 25,5ss. El cuñado (levir), el hermano soltero de un hombre que moría sin dejar descendencia varonil, venía obligado por lo mismo a casarse con su cuñada; los hijos así nacidos se consideraban del primer marido. La prescripción tenía su razón de ser en el antiguo estado de cosas socioeconómicas, y concretamente de cara a la herencia de las posesiones agrarias. Ya en tiempos del Antiguo Testamento había quedado abolida semejante prescripción, en razón sobre todo de Lev 18,16; 20,21 (prohibición de las relaciones deshonestas con una cuñada). Más tarde volvió a practicarse el levirato, pero después desapareció. Probablemente ya en tiempos de Jesús sólo se trataba de un caso teórico; pero servía a los saduceos para atacar la resurrección de los muertos. Según las concepciones de la época se esperaban también en el mundo futuro intensas alegrías terrenas, ciertamente que como expresión sobre todo de la plenitud de bendiciones divinas. La felicidad conyugal y familiar se consideró siempre en Israel como una bendición de Dios, y así tropezamos con sentencias tan sorprendentes como estas: «Las mujeres parirán entonces cada día» (R. Gamaliel II, hacia el 90); «cada israelita tendrá entonces 600.000 hijos» (R. Eliezer, hacia el 150). Se concebía, pues, el mundo futuro de un modo análogo al mundo presente terreno, aun cuando había razones para una representación más espiritual. Sólo desde este presupuesto se comprende perfectamente la importancia radical y suprema de la respuesta de Jesús.

Al sarcasmo de los saduceos responde Jesús con toda seriedad: No conocen realmente la Escritura, no han penetrado en su pensamiento profundo, ni comprenden tampoco el poder de Dios que puede actuar de modo distinto a como supone la razón humana. Esto último se pone de manifiesto por cuanto Dios ha ordenado las cosas del mundo futuro de otra forma que las del mundo presente. La idea de la nueva creación, que también era familiar al judaísmo, la acepta Jesús y la lleva consecuentemente hasta el final. Afirma que en la resurrección ya no habrá relaciones sexuales y matrimoniales: los varones no se casarán y las mujeres no serán dadas en matrimonio. Con ello se dice que la «corporeidad» de los resucitados será completamente diferente de la terrena (cf. Pablo en /1Co/15/36-50). Estas importantes ideas las expone Jesús de un modo gráfico diciendo que «serán -unos y otras- como ángeles en los cielos». También aquí se une Jesús a la tradición judía. Según el libro de Henoc no se les dieron mujeres a los ángeles, «pues los seres espirituales del cielo tienen su morada en el cielo» (15,7). Según el Apocalipsis de Baruc, los justos resucitados habitarán en las alturas de aquel mundo, iguales a los ángeles y comparables a las estrellas (51,10). Por lo demás, según la idea de ese Apocalipsis, sólo poco a poco podrán adoptar todas las formas posibles que ellos deseen, desde la belleza a la majestad, de la luz al esplendor de la gloria, hasta superar a los ángeles en su gloria (51,12). En la alusión a los ángeles hay asimismo un ataque contra los saduceos que, según Act 23,8, también negaban la existencia de los ángeles y de los espíritus (afirmación no atestiguada en las fuentes judías). En el mismo pasaje Lucas emplea la expresión más fuerte de «iguales a los ángeles». En la historia de la teología esto ha llevado a una desvalorización de la sexualidad y del matrimonio; se ha visto el ideal en el estado asexuado y similar a los ángeles, luchando por realizar ese ideal lo más posible ya aquí en la tierra. Las consecuencias de tales ideas contrarias al matrimonio y al cuerpo, que fueron perniciosas para la moral cristiana del sexo y del matrimonio, perviven hasta en nuestros días. No puede darse una interpretación más equivocada de las palabras de Jesús; pues con la doctrina de la resurrección de los muertos se introduce precisamente la corporeidad en el acontecimiento de la redención reclamando una concepción unitaria del hombre que no puede prescindir de su sexualidad. Según la fórmula de Marcos sólo se trata de una comparación sobre la forma de existencia de los resucitados. Su peculiaridad excluye, por lo demás, cualquier función sexual, y por lo mismo la procreación. La multiplicación del género humano está limitada a la vida terrena, y sirve a su continuación. Según la ideología de entonces, y según el planteamiento de los saduceos, se trata únicamente de procurar descendencia. No entra en consideración el problema del amor matrimonial, del perfeccionamiento personal de los cónyuges. Si la teología moderna, partiendo del convencimiento de que el mundo futuro aportará la plena realización y perfección del orden creacional, saca la consecuencia de que tampoco el amor entre marido y mujer no desaparecerá en absoluto, sino que sólo será sublimado y esclarecido, no puede decirse que vaya contra las palabras de Jesús. Mas Jesús insiste resueltamente en el hecho de la resurrección de los muertos -o «de entre los muertos», es decir, desde el mundo de la muerte-, y lo fundamenta en una prueba escriturística particular. Se revoca al famoso pasaje en que Dios se acerca a Moisés en medio de la zarza que arde sin consumirse y en que le revela su nombre (Ex 3,1-6.13-15). Entonces Dios le dice: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.» Con frecuencia se han entendido las palabras de Jesús como que Dios es un Dios de vivos, y en consecuencia aquellos patriarcas deben de vivir aún y obtener algún día la vida plena, es decir, la resurrección. Pero esta argumentación no responde ciertamente al pensamiento de Jesús. Para los judíos Dios revelaba, con el argumento de que es el Dios de los patriarcas, su constancia y fidelidad, su lealtad a la alianza que había pactado con los patriarcas y a las promesas que les había hecho. Estas se referían a una descendencia numerosa y a ]a permanencia del pueblo (cf. Gén 17,7). Mas para los israelitas en una vida plena y total entra también la corporeidad; por ello, la promesa de Dios no puede cumplirse en una vida que termina con la muerte corporal. De la fidelidad divina a la alianza y de las promesas divinas de vida, deduce Jesús la resurrección final de los muertos. La doctrina de la resurrección de los muertos siempre suscitó dificultades entre los griegos cultos, que creían en la inmortalidad del alma y consideraban el cuerpo como una parte deleznable del hombre. En este punto fracasó Pablo con su discurso en el Areópago de Atenas (Act 17,32), entre los cristianos de Corinto, procedentes del gentilismo tuvo también que defender esta doctrina por otras razones. Hoy se arguye que la idea de que vuelvan a la vida millones y millones de hombres es absurda, que el cadáver putrefacto se disuelve por completo reintegrándose en el proceso circular de la naturaleza, etc. Según muchos teólogos, la resurrección de los muertos procedería de la apocalíptica judía y estaría vinculada a la imagen del mundo de entonces, por lo que sería una idea sin vigencia ya para nosotros. En todas estas objeciones, sin embargo, no se tiene en cuenta la afirmación fundamental de Jesús de que la resurrección de los muertos pertenece a un orden completamente distinto, a un mundo creado de nuevo, y que sobrepasa nuestras experiencias y representaciones. En este aspecto Jesús se ha opuesto a las concepciones judías generalizadas y ha purificado el contenido de la fe judía de las imaginaciones humanas. De querer representarnos hoy una vez más la resurrección de los muertos bajo una modalidad preponderantemente masiva, como un revivir de los cadáveres, como una supervivencia sobre la tierra, como un nuevo comienzo de la vida interrumpida por la muerte, reincidiríamos de hecho en las ideas apocalípticas judías. La fe en la futura resurrección de los muertos, para nosotros inimaginable, forma parte de la fe en la transcendencia de la existencia humana, que debe realizarse en Dios (cf. el comentario a Mc 8,35ss). Mas si tomamos esta fe en serio, entonces la incardinación del hombre entero, incluida su corporeidad, en la vida plena junto a Dios, no es sino consecuente y perfectamente lógica. Pues sólo cuando Dios nos acoge con todo nuestro ser humano y nos hace participes de su vida, es cuando la transcendencia afirmada por la fe deja de ser para nosotros un mundo distinto que nos es extraño, convirtiéndose en la realización de nuestro mundo, una realización que esperamos del poder, bondad y fidelidad divinos como el objetivo supremo de nuestra vida humana.
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Cf. P. BILLERBECK 1, p. 893ss. Rabbí Simay decía (hacia el 210): «No existe sección alguna (en la Escritura) en la que no se indique la reanimación de los muertos; sólo que nosotros no tenemos la fuerza para explicarla (en ese sentido)».
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e) El mandamiento principal (Mc/12/28-34).

28 Entonces se le acercó uno de los escribas que había estado oyéndolos discutir y había visto lo bien que les había respondido, y le preguntó: «¿Cuál es el mandamiento primero de todos?» 29 Respondió Jesús: «EI primero es: Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, 30 y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. 31 El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento alguno mayor que éstos.» 32 Entonces le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; con razón has dicho que Dios es el único y que no hay otro fuera de él; 33 y que amarlo con todo el corazón y con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale mucho más que todos los holocaustos y sacrificios.» 34 Entonces Jesús, viendo que había respondido con tanta sensatez, le dijo: «No estás tú lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevía ya a preguntarle más.

De nuevo procura Marcos enlazar la perícopa precedente con el nuevo diálogo. Un escriba, que por las circunstancias debía pertenecer a las filas de los fariseos, ha escuchado la polémica de Jesús con los saduceos, ha admirado su clara respuesta y está de acuerdo con el. Y así plantea a Jesús una cuestión de un tipo bien distinto. Se refiere al cumplimiento de la ley divina, del mejor modo posible, en la realidad de la vida cotidiana. Esta vez no se dice que Jesús haya sido sometido a prueba o que se pretenda sorprenderle en alguna palabra. Es un diálogo de escuela o doctrinal; sólo Mateo vuelve a convertirlo en una cuestión disputada con que los fariseos quieren tentar a Jesús (22,34s; cf. también Lc 10,25). La respuesta de Jesús, con la que el escriba se muestra plenamente de acuerdo y a la que aporta su reflexión, según Marcos, era de extraordinaria importancia para la Iglesia primitiva. El mandamiento del amor es el meollo de la ética cristiana y encuentra un eco muy fuerte en la paraklesis (o discursos de exhortación) de la Iglesia primitiva. Lucas trae la declaración de Jesús en otro contexto poniendo todo el acento en el cumplimiento del precepto del amor (/Lc/10/25-37). Es una resolución fundamental de Jesús, cuya importancia apenas puede sobrevalorarse, para la vida del hombre, para las relaciones entre religión y moralidad, para el comportamiento del individuo y de la humanidad toda. El problema del mandamiento máximo y compendio de todos interesaba muy particularmente al judaísmo. Pues desde que la religión judía fue evolucionando cada vez más hasta convertirse en una religión legalista, desde que los judíos veían su distintivo de pueblo de Dios principalmente en la tora que se les había dado, en la ley de Moisés sobre el Sinaí, que determinaba toda su vida, de un modo dichoso al par que agobiante, se había hecho inevitable el problema de cómo podían observarse los numerosos preceptos en la vida cotidiana y cómo se podía cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la salvación, a pesar de la debilidad humana. A través de la exposición farisaica de la ley de Moisés, que rodeaba a esa ley como una valla protectora, cada vez iban aumentando más los mandamientos y prohibiciones. Para entonces se contaban 613 mandamientos, entre los cuales 365 -tantas como los días del año- prohibiciones y 248 -según el supuesto número de miembros del cuerpo- prescripciones positivas. Se distinguía entre mandamientos grandes y pequeños, pesados y ligeros; pero la gente se preguntaba también cómo se podría resumir toda la tora en una breve sentencia. El célebre rabino Hilel, que vivió antes de Jesucristo, respondió así, según una tradición judía: «Lo que a ti te resulta molesto, no se lo hagas tú al prójimo; ahí está toda la ley, todo lo demás es interpretación.» El rabbí Akiba, que murió por su fe en la sublevación de Bar-Kochba -hacia el 135 d.C.-, señalaba el amor al prójimo; y Simlay -hacia el 250 d.C.-, la fe. La entrega a los semejantes para cumplir la voluntad de Dios contaba, pues, ya en el judaísmo con una tradición. Idea y obra de Jesús es la unión indisoluble entre amor a Dios y amor al prójimo. La pregunta del escriba «¿Cuál es el mandamiento primero de todos?», estaba planteada, pues, con toda seriedad y sin segundas intenciones. En ella resuena el interrogante angustioso de muchos contemporáneos de Jesús acerca del camino de la salvación, y con el que ya nos hemos encontrado a propósito del hombre rico (10,17). Interesante es también la petición de un discípulo al rabbí Eliezer (hacia el 100 d.C.) en su lecho de muerte: «Maestro, enséñanos los caminos de la vida, para que por ellos seamos dignos de la vida del mundo futuro.» Jesús responde con la misma seriedad, pero también con una seguridad soberana. Su respuesta está formada por citas bíblicas que en el Pentateuco aparecen separadas. La primera es el comienzo del shema, así llamado por la primera palabra: «¡Escucha!» (Dt 6,4s). Unido a otros dos pasajes bíblicos el shema había pasado a ser la profesión de fe judía, que se recitaba cada día mañana y tarde, ya en tiempos de Jesús, según una buena tradición. Era una confesión de fe monoteísta, pero que además obligaba a servir a ese Señor y amarle «con todo el corazón y con toda el alma». Estas apostillas, que hacen más comprometedor el amor a Dios, difieren en número -en el Antiguo Testamento eran tres los giros- y en forma entre los distintos evangelistas. Subrayan en conjunto la intensidad y totalidad del amor y no requieren, así lo parece, ninguna explicación particular. Pero la exégesis judía se ocupó de tales matizaciones, y es buena prueba de su voluntad de tomar en serio la llamada de Dios el hecho de que los explicase de la manera más concreta posible. Como la palabra hebrea correspondiente a «alma» puede también significar «vida», se incluyó hasta la exigencia de dar la vida por Dios. Así se refiere del ya mencionado rabbí Akiba que, cuando le llevaban al martirio y le arrancaban ya la carne a pedazos, era la hora del shema, y que se puso a recitarlo. Sus discípulos quisieron impedir este esfuerzo a su martirizado maestro, pero él les dijo: «A lo largo de toda mi vida me ha preocupado este versículo de con toda tu alma, si incluye también el alma (la vida); y ahora que me es posible ¿no iba a cumplirlo?»; el otro giro «con todas tus fuerzas» se aplicaba corrientemente a la hacienda, a las posesiones materiales.

Jesús califica el mandamiento del amor a Dios como el «primero»; pero le une inmediatamente, como segundo, el amor al prójimo, según Lev 19,18. No vamos a explicarlo aquí con más detalle. Según la concepción veterotestamentaria, el «prójimo» era el compañero de religión, aunque según Lev 19,34 se le equiparaba también al extranjero que tenía su residencia en la tierra de Israel. La exégesis rabínica limitó más tarde el precepto del amor a los israelitas y a los prosélitos propiamente dichos; pero no faltaron otras voces que reclamaban la ampliación del mandamiento del amor a todos los hombres. Según otros pasajes de los Evangelios, especialmente la parábola del samaritano compasivo (Lc 10,30-37), Jesús adoptó una postura universalista, y exigió aceptar a cualquier hombre necesitado, independientemente de su pertenencia al pueblo y religión que fuesen. Aquí no se expone esta interpretación del mandamiento del amor al prójimo; todo el interés recae en la conexión entre el amor de Dios y el amor al prójimo. «No hay mandamiento alguno mayor que éstos». De ese modo se equipara el amor al prójimo con el amor a Dios; es más, en el amor al prójimo es donde el amor de Dios tiene su campo de operaciones y donde consigue mantenerse. Según la consecuencia que saca el escriba, y que Jesús alaba, de que este doble amor está por encima de todos los holocaustos y sacrificios, y por lo mismo también sobre la adoración cúltica de Dios, habría que decir incluso que la realización del amor de Dios en el amor al prójimo constituye el verdadero núcleo de la resolución de Jesús. Por lo demás, no puede negarse un cierto enfrentamiento a la adoración cúltica y unilateral de Dios en las enseñanzas y gestos de Jesús. En la parábola del samaritano compasivo se vitupera a los representantes del culto del templo; en Mc 7,6s se censura el culto de labios afuera; y la purificación del templo muestra de modo gráfico la dura crítica de Jesús al culto que hasta entonces venía practicándose en el templo, mezclado con las debilidades humanas, y sus exigencias de un nuevo servicio moral a Dios. Mas del doble precepto del amor a Dios y al prójimo tampoco se puede deducir que el amor de Dios se agote en la mera filantropía (cf. el comentario al 12,41-44). La vinculación de ambos preceptos apenas está atestiguada en el judaísmo; así, escribe Filón de Alejandría: «Existen, por decirlo así, dos doctrinas fundamentales, a las que se subordinan las innumerables doctrinas y leyes particulares: en lo que a Dios se refiere, el mandamiento de la adoración divina y de la piedad; por lo que hace al hombre, el mandamiento del amor al prójimo y de la justicia» (Sobre los distintos mandamientos II, § 63). Pero la vinculación consecuente y la mutua subordinación del amor a Dios y al prójimo con la claridad y resolución con que Jesús las ha expuesto, son algo único. El escriba reflexiona sobre la respuesta de Jesús, reconoce su profunda verdad y saca la consecuencia de que este amor a Dios y este amor al prójimo es superior a todos los sacrificios del templo. Por ello obtiene la aprobación y elogio de Jesús: «No estás tú lejos del reino de Dios.» Como en otros lugares el reino de Dios aparece como una realidad introducida por Dios y ya inminente (1,15), aquí sólo se puede pensar en la participación de este escriba en el mismo. Se encuentra en el mejor camino para entrar de una vez en el reino de Dios. Mateo ha omitido este desenlace del diálogo, cosa comprensible en su planteamiento del mismo como disputa. Marcos evidencia una postura más ecuménica: a pesar de los frecuentes ataques contra los doctores de la ley (2,6; 3,22, etc.), a pesar de la advertencia a guardarse de los mismos, que también Marcos consigna (12,38s), hay algunos que se abren a la predicación de Jesús. La comunidad no debe cerrarles las puertas; hay que reconocer el bien doquiera que se encuentre. La observación final de que ya nadie osaba plantear más cuestiones a Jesús, no se refiere ya especialmente a esta última escena, sino que subraya más bien el fin de las disputas anteriores al tiempo que redaccionalmente introduce en la perícopa inmediata en que la pregunta parte del propio Jesús poniendo en evidencia a los escribas.

f) Filiación davídica del Mesías Mc/12/35-37a).

35 Tomando entonces Jesús la palabra, decía mientras enseñaba en el templo: «¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? 36 David mismo dijo, inspirado por el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies. 37a EI mismo David le llama "Señor"; entonces ¿a título de qué es hijo suyo?».

Jesús muestra su superioridad sobre los hombres rectores del judaísmo no sólo en las atinadas respuestas que da a las preguntas que le formulan, sino también en una pregunta que él mismo propone y a la que ellos deben una respuesta. Así ha entendido Marcos este final de las disputas; tal prolongación responde a la observación intermedia de que nadie osaba ya preguntarle. En todos estos diálogos el evangelista persigue, junto al contenido objetivo temático, una tendencia cristológica: Jesús se presenta como un maestro insuperable que da unas enseñanzas perennes a los judíos de su tiempo y -lo que es más importante- a la comunidad. También esta perícopa contiene una de esas doctrinas sumamente importante para la comunidad cristiana, pues se refiere a la persona misma de Jesús. En el contexto del Evangelio de Marcos apenas puede caber duda de cómo interpretó la Iglesia primitiva la pregunta que Jesús plantea sobre la filiación davídica del Mesías, y por consiguiente, cuál era la respuesta que ella le daba, pese a las diferencias de las citas bíblicas implícitas: para la Iglesia el Mesías que reconocía en Jesús era el Hijo de Dios. También el problema conexo- que en la exégesis había recibido diversas respuestas- de si le consideraba Hijo de David, hay que resolverlo seguramente en sentido positivo: genealógicamente la Iglesia aceptaba tal filiación, aunque no en el sentido de las esperanzas mesiánicas judías, según las cuales el Hijo de David se presentaría como rey y libertador político. Para ella el Mesías descendía del tronco de David y cumplía así la antigua profecía (2Sam 7,14, etc.), aunque su presencia y actuación no respondía a las esperanzas nacionalistas; más bien representaba una desilusión para las mismas y, desde luego, las superaba con mucho: como Hijo de David era al mismo tiempo el Hijo de Dios. El título «Hijo de Dios» no aparece, por lo demás, en nuestra perícopa. De acuerdo con la cita bíblica el Mesías viene designado como «Señor», y según el planteamiento de la cuestión, como Señor de David. La argumentación de Jesús no es difícil de entender: según la opinión judía más generalizada, que aquí se atribuye a los escribas (v. 35), el Mesías debía ser hijo de David. Después Jesús cita el versículo de un salmo que se aplicaba al Mesías, afirmando expresamente que lo había pronunciado David (v. 36). Se presupone, pues, el convencimiento judío de que los salmos habían sido compuestos por David. Ahora bien, en ese salmo Dios -el «Señor» que aparece en primer término- dice «a mi Señor», al Señor del poeta del salmo, es decir, de David: «Siéntate a mi diestra...» El Hijo de David viene, pues, designado como «Señor» por su padre, lo que no deja de ser un tratamiento sorprendente (v. 37). A juzgar por la forma podría tratarse de una cuestión de haggada, como solía decirse. En la misma se citaba un pasaje bíblico en apariencia contradictorio, contradicción que tras la conveniente exégesis aparecía infundada; los dos pasajes bíblicos son correctos, aunque relacionados de distinto modo. De todas formas aquí sólo se cita un texto bíblico; pero respecto del otro extremo de la cuestión, que el Mesías es Hijo de David, no se requería una cita explicita. La solución de la contradicción aparente está en que Jesús ciertamente había «nacido del linaje de David según la carne», pero fue «constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu santificador a partir de su resurrección de entre los muertos», como se decía en una fórmula antigua adoptada por Pablo (Rom 1,3s). El «sentarse a la diestra de Dios» se refiere por consiguiente a la entronización de Jesús al lado de Dios después de su resurrección. Sin duda que con ello surge la pregunta de si nuestra perícopa contiene una palabra histórica de Jesús delante del pueblo o sólo fue redactada dentro de la comunidad cristiana. Hay graves razones que apoyan esta segunda hipótesis: en Cesarea de Filipo Jesús prohibió a los discípulos que le designen como Mesías (8,30), y personalmente nunca se pronuncia sobre la fe mesiánica de los judíos. El texto bíblico citado, que es el Sal 110 (109) 1 -casi literalmente según la versión de los Setenta-, no se aduce en la literatura judía en un sentido mesiánico, pero desempeña un papel importante en la Iglesia primitiva (Act 2,34, lCor 15,25; Ef 1,20; Col 3,1; Heb 1,3.13, etc.). Toda la visión de la filiación davídica de Jesús, de su descendencia de la familia de David y de su entronización como Señor y Mesías responde pues plenamente a la cristología primera de la Iglesia primitiva, que bien podría haber sido también el lugar de origen de nuestra perícopa. Si nosotros suscribimos esta interpretación crítica, no por ello negamos su fundamento histórico en el ministerio de Jesús; ocurriría aquí como con muchos otros títulos cristológicos de los Evangelios: Jesús no se ha designado personalmente de ese modo, sino que más bien descubre y expresa de manera indirecta sus pretensiones; pero la comunidad postpascual esclareció después estas pretensiones de Jesús y las convirtió para los creyentes en una palabra que atribuye literalmente al propio Jesús. Esto no constituye nada ilícito ni improbable de la exposición de los Evangelios que aclaran la postura de Jesús para los creyentes. Sobre el fundamento de su fe, en la resurrección y constitución en poder de Jesús, la Iglesia primitiva se enfrenta al problema de cómo compaginar las esperanzas mesiánicas judías con los hechos de la vida de Jesús y con el hecho de la resurrección, decisivo para su fe, y cómo hacérselo comprender a los judíos. También para ella el Antiguo Testamento era palabra inspirada por Dios -cf. v. 36: «David, inspirado del Espíritu Santo»- y descubría su verdad a la luz del cumplimiento. Un buen argumento de que Jesús había exhibido unas pretensiones mesiánicas, aunque no en el sentido de la esperada filiación davídica de los judíos, lo constituía la escena ante el gran consejo (Mc 14,61s), pues esa pretensión fue el motivo -porque los judíos no la entendieron bien o no la expusieron debidamente- de que Jesús fuese entregado a los romanos y ejecutado por éstos como rey mesiánico y político. Pero al formular la confesión de Jesús ante el gran consejo (14,42), se puede reconocer una vez más la interpretación de la Iglesia primitiva, pues en ese pasaje se combinan los textos de Dan 7,13 con el mismo Sal 110,1. De este modo cabe reconocer en todas partes un fundamento que proporcionan la actitud y las palabras de Jesús, y al mismo tiempo una interpretación creyente de la Iglesia primitiva a la luz de la Escritura. Sobre este fenómeno importante para la reflexión de la fe, se nos aparece como en altorrelieve la cuestión, cristológicamente central, de la filiación davídica; el Jesús terrestre sólo puede ser comprendido desde el Señor resucitado.

g) Hay que guardarse de los escribas (Mc/12/37b-40).

37b Y el pueblo, muy numeroso, lo escuchaba con agrado. 38 En su enseñanza decía: «Guardaos de los escribas, que se complacen en pasearse con amplias vestiduras, acaparar los saludos en las plazas, 39 y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; 40 que devoran las casas de las viudas mientras fingen entregarse a largos rezos. Ésos tendrán condenación más severa.»

La transición del problema de la filiación davídica al discurso de exhortación es obra del evangelista. La observación de que las turbas escuchaban con gusto a Jesús podría también constituir el remate de la perícopa precedente, pues se espera una reacción a la pregunta formulada por Jesús. Pero los invitados a responder serían los escribas. En lugar de esto Marcos opone la actitud del pueblo a la de aquellos doctores de la ley que ya no aparecen más (cf. v. 34c). El detalle corresponde a la tendencia del evangelista de distinguir al pueblo de sus hombres rectores. Sólo éstos son los responsables del repudio y entrega de Jesús (cf. 11,32; 12,12; 14,1s). El pueblo reconoce a Jesús como maestro, y la comunidad debe aprender, como aquella multitud popular, a escuchar con gusto a Jesús y a prestar atención a la doctrina concerniente al mismo como Mesías y como Señor. Al final de estos discursos Jesús procede severamente con los escribas. También de la tradición que ha conservado Mateo, el cual compone todo un discurso de amenazas contra los escribas y fariseos (cap. 23), y de la que nos ofrece Lucas, quien en parte utiliza el mismo material en otro contexto, pero separando las palabras contra los fariseos de las dirigidas contra los escribas (11,39-52), resulta evidente que ya desde los primeros tiempos se habían reunido estas graves manifestaciones de Jesús contra aquellos hombres influyentes. No hay razón alguna para poner en duda que Jesús haya manifestado tales críticas repetidas veces, críticas que le granjearon un odio a muerte en dichos círculos. Marcos toma de esa tradición sólo unas cuantas palabras decisivas contra los escribas. Según otra fuente, Jesús les habría lanzado abiertamente a la cara palabras parecidas. Esto encaja con la imagen que sus contemporáneos se habían hecho de él como de un profeta (cf. 6,15; 8,28); era un defensor indomable de la causa de Dios contra los influyentes y poderosos de su pueblo. En nuestro texto se echa de ver cómo Marcos utilizó tales ataques de Jesús, al tiempo que los redactaba. Advierte al pueblo, que le oía gustosamente. a que se guarde de los escribas. Su conducta orgullosa y antisocial, descrita con cierta torpeza estilística, hace que se les mencione abiertamente. Jesús les reprocha en concreto la manera fastuosa de presentarse -se alude a una túnica suntuosa que los escribas llevaban como signo de su dignidad-, y después su afán de honores: ponen empeño en ser saludados en las plazas públicas y buscan los primeros puestos en las sinagogas y en los banquetes (cf. Lc 14,7). Pero el reproche de Jesús va más adelante: «Devoran las casas de las viudas»; es decir, se hacen pagar bien sus recomendaciones y consejos explotando sin escrúpulos la hacienda de las viudas. Muchos intérpretes piensan que se trata de que se hacían sustentar por las mujeres y que abusaban de su hospitalidad. El despojo y trato injusto de las viudas y los huérfanos son ya una queja y reproche frecuente en los antiguos profetas (cf. Is 1,17.23; 10,2; Jer 7,6; 22,3). Finalmente, Jesús fustiga su santidad aparente, porque mediante largas oraciones quieren ganar fama de gran religiosidad. Parecida crítica escuchamos también en el sermón de la montaña de Mateo (6,1-18). Jesús era un defensor incorruptible de los pobres y de los oprimidos, y un acusador implacable que desenmascaraba cualquier falsa piedad. Y, puesto que los escribas, como dirigentes del pueblo, estaban especialmente obligados a una conducta ejemplar, Jesús les amenaza con un juicio de Dios más severo. A esta crítica debe también someterse la comunidad de Cristo. Quien proclama las exigencias de Dios, quien quiere destacar mediante una vida santa, corre el mismo peligro de hipocresía y fracaso ético, especialmente en lo social. A quien mucho se le ha dado, Dios le pedirá también mucho, y a quien mucho se le ha confiado, tanto más se le exigirá (Lc 12,48).

h) La ofrenda de la viuda (Mc/12/41-44).

41 Estaba sentado frente al tesoro y observaba cómo la gente echaba en él monedas de cobre, y muchos ricos echaban mucho. 42 Llegó también una pobre viuda que echó dos monedas muy pequeñas, equivalentes a un cuarto de as. 43 Llamó entonces a sus discípulos junto a sí y les dijo: «Os aseguro que esta viuda pobre echó más que todos los demás en el tesoro. 44 Porque todos ellos echaron de lo que les sobraba; pero ésta, de su pobreza, echó todo cuanto poseía, todo lo que tenia para vivir.»

Este pequeño episodio presenta un profundo contraste con el precedente reproche a la piedad aparente de los escribas. La pobre viuda con su espíritu de sacrificio y su adoración práctica de Dios avergüenza a la gente de largas oraciones y de palabras altisonantes. Marcos ha insertado aquí esta historia, independiente sin duda en la tradición, a fin de poner un ejemplo ante los ojos de la comunidad, el nuevo templo de Dios. Mateo, a quien preocupaba más la disputa con los escribas, la ha omitido; pero Lucas, el evangelista «social», no la ha dejado escapar, siguiendo la pauta de Marcos. Dentro del recinto del templo, en el llamado atrio de las mujeres, se encontraba una sala -la cámara del tesoro- en la que había trece cepillos en forma de trompeta. Los recipientes servían para recoger las ofrendas con distintos fines, incluso para las ofrendas libres sin ninguna finalidad concreta. Los visitantes del templo no depositaban ellos mismos el dinero en los cepillos, como ocurre entre nosotros, sino que lo entregaban al sacerdote encargado, el cual lo depositaba en el arca correspondiente, según el deseo del donante. Esto explica cómo Jesús pudo advertir la ofrenda de la viuda. Ella indicó la cantidad y su destino al sacerdote y Jesús pudo oírlo. Por los detalles ella aportaba su modestísima cantidad como ofrenda libre sin objetivo concreto, para lo que estaba previsto el cepillo decimotercero. Con el dinero allí recogido se ofrecían los holocaustos; la mujer no quería, pues, sino hacer una obra en honor de Dios. Las ofrendas para ayuda de los pobres se depositaban en otro lugar o se recogían en un bote. La enseñanza que Jesús imparte a los discípulos, y con ellos a la comunidad posterior, es clara: la verdadera piedad es una entrega a Dios, un ponerse por completo a su disposición. Esta mujer no dio de lo superfluo, sino de su misma pobreza y de lo que le era necesario. Todo lo que tenía, tal vez -según la expresión griega- lo que necesitaba aquel día para su sustento, lo da sin reservas. Las dos monedillas judías más pequeñas indican que aún podía haberse quedado con algo, pero de hecho lo entregó todo a Dios y con ello a sí misma. Una persona así no puede por menos de mirar por las otras personas indigentes y, si es necesario, comparte con ellas hasta el último bocado. La mujer ama a Dios «con todas sus fuerzas», según la interpretación judía, es decir con toda su hacienda terrena, con todos sus bienes y posesiones (véase el comentario al mandamiento principal). Hay también testimonios extracristianos valorando al máximo la intención y el hecho, sin tener en cuenta el montante de la cantidad ni la grandeza externa de una acción. Lo específicamente cristiano se pone de manifiesto a la luz del mandamiento supremo: el hombre se da a sí mismo por amor, se ofrece a Dios en sacrificio, y por Dios también a los hombres. Es un bello testimonio del primitivo pensamiento cristiano que se haya conservado el recuerdo de un episodio tan insignificante, se haya seguido refiriendo y que Marcos haya elegido precisamente la escena como cierre de ministerio público de Jesús y de sus enseñanzas en el templo de Jerusalén.