CAPÍTULO 10


3. TERCER ANUNCIO DE LA PASIÓN (10,1-45).

Después del discurso a los discípulos, que se convierte en un discurso de exhortación a la comunidad posterior, se advierte una cesura. Prosigue la marcha hacia Jerusalén alcanzando la región de Judea al este del Jordán (10,1); pero las formas literarias cambian. Las perícopas inmediatas son más amplias y tratan problemas importantes para la vida de la comunidad: indisolubilidad del matrimonio, estima de los niños, postura frente a las posesiones y riquezas. Sigue luego el tercer anuncio de la pasión, en el que se encierra una enseñanza a los discípulos que prohíbe el afán de dominio y que establece el orden del servicio en favor de la comunidad. Después de las secciones precedentes, esperaríamos el último y más detallado anuncio de la pasión al comienzo de estas perícopas evidentemente homogéneas; pero el evangelista ha debido posponerlo con un determinado propósito. Los grandes e importantes temas para la vida comunitaria prolongan perfectamente la cadena de sentencias de 9,33-50, porque en todo caso, y en forma de alocución a los discípulos (cf. 10,10-12.23-31), se dirigen a la comunidad posterior, a la nueva familia de Jesús (cf. 10,30) y le proporcionan instrucciones concretas para su vida en el mundo, instrucciones que permiten deducir con bastante claridad la dureza y carácter radical de las exigencias de Jesús. La perícopa de los hijos de Zebedeo (10,35-45) sigue, no obstante, inmediatamente al último vaticinio de Jesús sobre su camino de dolores y muerte, de modo parecido a como la discusión de los discípulos sobre el primer puesto había seguido al anuncio segundo de los padecimientos del Maestro. Así, este vaticinio de la pasión de Jesús, que ya preanuncia de un modo más preciso el doloroso acontecimiento propiamente dicho, ha sido insertado de manera consciente en medio de las instrucciones a la comunidad confiriendo una unidad interna a esta sección.

a) Indisolubilidad del matrimonio (Mc/10/01-12).

1 Y partiendo de allí, viene a la región de Judea y al otro lado del Jordán; y de nuevo se reúnen en torno a él las muchedumbres y, como de costumbre, se puso a enseñarles. 2 Se acercan a él también unos fariseos y, para tentarlo, le preguntaban si es lícito al marido despedir a su mujer. 3 Pero él les respondió: «¿Qué es lo que Moisés os mandó?» 4 Ellos contestaron: «Moisés permitió redactar la carta de repudio para despedirla.» 5 Entonces les replicó Jesús: «Mirando a la dureza de vuestro corazón os escribió Moisés ese precepto. 6 Pero desde el principio de la creación: Varón y hembra los hizo; 7 por eso mismo dejará el hombre a su padre y a su madre, 8 Y serán los dos una sola carne; de manera que ya no son dos, sino una sola carne. 9 Por consiguiente, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.» 10 Ya en casa, nuevamente los discípulos le preguntaban sobre lo mismo. 11 Y les dice: «El que despide a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquélla; 12 y si ella misma despide a su marido y se casa con otro, comete adulterio.»

La anotación geográfica del evangelista es imprecisa y probablemente tiene más bien un valor teológico: Jesús llega a Judea, es decir a las proximidades de Jerusalén. «Al otro lado del Jordán» o ribera oriental, podría indicar la ruta de la marcha; por aquel camino y cruzando por los vados cercanos a Jericó habría alcanzado Jesús esta ciudad, que se menciona en 10,46. En el fondo tal vez late una noticia antigua, pero que Marcos ha introducido sólo de un modo complementario. Sus miras teológicas se traslucen también en la observación de que iban con él grandes muchedumbres y que enseñaba en su modo habitual. Esto choca con 9,30 y sobre todo con la situación de viaje. Pero el pueblo tiene aquí la misma función que en 8,34, a saber, la de llamar la atención de la comunidad reunida, y la enseñanza de Jesús subraya la importancia de las palabras que pronuncia a continuación. Tampoco la inesperada presencia de los fariseos debe plantear las cuestiones de su posible procedencia y de porqué le proponen precisamente este problema de camino. Son los antagonistas que dan mayor peso a su decisión. El problema mismo resulta sorprendente, puesto que la ley mosaica le da una solución clara: cualquier judío casado podía repudiar a su mujer mediante la entrega de una carta de repudio; en el judaísmo sólo se discutía sobre los motivos que hacían posible semejante repudio (*). La aclaración que hace el evangelista de que le preguntaban «para tentarlo», quiere subrayar su mala intención (cf. 8,11; 12,15). Toda la introducción está proyectada desde el punto de vista de la comunidad que tenía el máximo interés en este problema y que, en base a la decisión de Jesús, se había separado de la práctica judía y pagana, cf.d. v. 10-12. En la contestación de Jesús sorprende que hable de que Moisés «os mandó», en tanto sus interlocutores dicen «permitió». En Mt 19 las cosas discurren de modo distinto. Marcos está más cerca de la intención original de la norma veterotestamentaria que representaba una cierta protección para la mujer repudiada, pues mediante el documento conservaba su honra y su libertad. De este modo la frase «mirando la dureza de vuestro corazón» no se interpreta como una concesión a la debilidad de los judíos, sino como un testimonio de reproche contra ellos, porque eran incapaces de cumplir la voluntad originaria de Dios. Sólo los fariseos lo interpretan como una prueba de la benevolencia divina. Jesús se remonta al relato del Génesis que para él expresa claramente la voluntad decidida de Dios, antes de la promulgación de la ley mosaica. De los dos pasajes bíblicos de Gén 1,27 y 2,24, se sigue que con la creación del varón y de la mujer iba vinculada la voluntad de Dios de que la pareja humana se convirtiese en una unidad indisoluble. Uno y otra han abandonado la comunidad familiar anterior, que en las circunstancias del hombre antiguo le rodeaba y le brindaba una mayor protección que hoy, se han unido entre sí y forman ya algo inseparable. El proceso ideológico se apoya en el tenor literal del texto bíblico: con la creación de los dos sexos Dios ha querido esta unión, tan estrecha que de ahora en adelante varón y mujer forman una sola carne. El acento descansa en el «una sola», no en la «carne». Jesús lo subraya con su conclusión: en el matrimonio al marido y a la mujer hay que seguir considerándolos como una unidad. Dios mismo aparece como fundador del matrimonio -cosa que también pensaban muchos judíos incluso de cara a los matrimonios concretos-, por ello el hombre no puede ya romper esta unidad. La argumentación de Jesús, fundada en la Escritura, no resulta nada singular a la luz del Documento de Damasco, que forma parte de la literatura qumraniana, pues también ese reducido grupo del judaísmo consideraba el relato de la creación como una prohibición del repetido matrimonio (4,21; cf. 5,1ss). Hoy debemos buscar el sentido de la decisión de Jesús dentro del horizonte judío de su tiempo. Hay una condena tajante del connubio plural propiciado por el apetito sexual o de una poligamia sucesiva, condena que se funda en el orden de la creación, de la disposición natural de ambos sexos. Se reconoce la personalidad del hombre que permite ver en la comunidad conyugal no sólo la liberación del instinto sexual, sino la vinculación de una persona a otra, la realización personal del hombre en el encuentro y comunión con el cónyuge. Es notable que en un tiempo y ambiente en que la mujer era considerada por lo general -incluso en el judaísmo- como un ser inferior y sometido al varón, la Biblia nos dé a conocer la dignidad humana según las miras de Dios; el hombre, sea varón o mujer, ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gén 1,27). De este modo el matrimonio se eleva a una comunión personal, que cuanto más se realiza con mayor facilidad supera las dificultades y tensiones originadas por el instinto sexual. La expresión «carne» no debe inducirnos a pensar que la unión sexual sea el elemento primero y principal; pues, en hebreo esa palabra significa ante todo al hombre en su completa realidad, aunque en el matrimonio ciertamente que la unión carnal -también como expresión de esa totalidad y entrega absoluta- cuenta también. La hostilidad al cuerpo y al instinto es ajena al judaísmo. La disolución de la sociedad conyugal la califica Jesús simple y llanamente de «adulterio», ruptura de la comunión entre dos, que Dios quiso desde el comienzo. No sin razón hablamos también nosotros de la «alianza matrimonial»; las relaciones de Dios con Israel como el pueblo de su alianza las presentan los profetas bajo la imagen de un matrimonio (especialmente Oseas 1-3). Ahora bien alianza es una vinculación personal, firme y obligatoria que debe ser permanente. La obligatoriedad perpetua, mientras dure la vida, no es así una imposición agobiante, sino una decisión libre y liberadora, que es posible al hombre desde su constitución personal y que refleja su dignidad. Cómo la Iglesia haya aceptado y expuesto esta decisión de Jesús, nos lo muestra el diálogo entre Jesús y sus discípulos que Marcos ha añadido para sus lectores. Los discípulos vuelven a preguntar al Maestro sobre el tema «en la casa» (cf. el comentario a 9,33) y obtienen una información, que transmite a los destinatarios cristianos de Marcos, procedentes del paganismo, una palabra de Jesús a sus coetáneos judíos. El derecho matrimonial judío facilitaba -hasta en los menores detalles- sólo al varón la iniciativa de disolución de su matrimonio, precisamente mediante la entrega de la carta de repudio. Las fórmulas de la fuente de los logia (Lc 16,18; Mt 5,32) lo revelan claramente. Marcos, en cambio, elige en 10,11s -al menos según la lectura que merece la preferencia- una forma de expresión que prevé para la mujer la misma posibilidad que para el marido en orden a intentar la separación, lo cual se debe al derecho matrimonial romano. De lo cual se deduce, sin embargo, que Marcos quiere inculcar a sus lectores étnicocristianos cómo la resolución de Jesús les obliga al mantenimiento real y estricto de la prohibición del divorcio. Esta concreta exposición «legal» la confirma también Pablo en sus instrucciones a la comunidad de Corinto. A los cristianos casados les ordena, no él sino «el Señor», que la mujer no se separe de su marido y que el marido no despida a su mujer. Añade además que si una mujer se ha separado, no vuelva a casarse o que se reconcilie con su marido (1Cor 7,10s). El cristianismo primitivo conoció, pues, ya una «separación de mesa y lecho» sin disolución del matrimonio; práctica que no está atestiguada por lo que respecta al mundo judío y pagano. Se ha combatido esta interpretación que la Iglesia primitiva dio a la solución radical de Jesús. Originariamente Jesús habría declarado adulterio la separación matrimonial, a fin de poner de relieve la seriedad y grandeza del matrimonio. Habría rechazado la práctica separatoria frecuente entre los judíos, pero sin pretender dar un ordenamiento legal. Pero las comunidades, que vivían en las circunstancias concretas de este mundo, necesitaban unas instrucciones precisas, y así se habría llegado a la interpretación que la Iglesia católica ha mantenido hasta hoy. Una prohibición absoluta de separación en caso de un matrimonio válidamente contraído la rechazan tanto las Iglesias ortodoxas como las reformadas. Para ello se remiten a la «cláusula de fornicación», contenida en Mt 5,32 y 19,9, cuya interpretación se discute todavía hoy, incluso entre los exegetas católicos, o se apela a la superación radical del legalismo por parte de Jesús. También en el orden de la nueva alianza puede fracasar un matrimonio por la debilidad y culpa de los hombres, caso en que la prolongación externa de un matrimonio fracasado puede llevar a nuevas culpas. El problema se ha complicado extraordinaria- mente por lo que respecta al carácter de las enseñanzas morales de Jesús como al cambio de las circunstancias sociales de nuestro tiempo, y no podemos estudiarlo aquí con más detenimiento. Pero hay algo sobre lo que no cabe duda alguna: con la mirada puesta en la voluntad originaria de Dios creador, Jesús quiso inculcar a los casados la máxima responsabilidad moral y que no disolviesen su matrimonio; la Iglesia primitiva, por su parte, tomó muy en serio esta llamada obligatoria. La exposición de la resolución de Jesús planteó ya entonces problemas y sigue preocupando todavía a la Iglesia. En medio de la realidad de este mundo una interpretación complaciente con las apetencias humanas llevaría fácilmente a una práctica muy parecida a la que Jesús condenó en sus contemporáneos judíos; mas tampoco el manejo puramente legal y jurista de su resolución respondería a sus intenciones. Hoy nos encontramos en esa dificultad que, habida cuenta de la situación angustiosa de muchos matrimonios, se convierte en una auténtica calamidad. La Iglesia de nuestro tiempo tiene que repensar todo el complicado problema con un sentido de responsabilidad delante de su Señor, con la mirada puesta en la salvación de los hombres y con confianza en el Espíritu Santo. Para nosotros esto se convierte en un deseo apremiante de oración.
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Se trataba de una explicación de Dt 24,1 «un motivo vergonzoso (o desagradable)» La tendencia más rígida -la del viejo maestro Shammay- refería el texto únicamente a hechos inmorales (adulterio); la más condescendiente -que era la de la escuela de Hilel- lo aplicaba a todas las razones posibles, hasta al hecho de haber dejado quemarse la comida (Mishna).
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b) Jesús y los niños (Mc/10/13-16).

13 Le presentaban unos niños para que los tocara; pero los discípulos los reprendieron. 14 Cuando Jesús lo vio, lo llevó muy a mal y les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis; pues el reino de Dios es de los que son como ellos. 15 Os aseguro que quien no recibe como un niño el reino de Dios no entrará en él.» 16 Y él los abrazaba y los bendecía poniendo las manos sobre ellos.

Tampoco en esta perícopa cabe preguntarse por la situación histórica. Difícilmente se llevaba a los niños pequeños, de los que aquí se trata sin duda, en los viajes de peregrinación a Jerusalén. El episodio debería haber ocurrido en alguna estación del viaje; pero no se da ninguna indicación geográfica. Los discípulos, que quieren proteger a Jesús de la gran concurrencia -¿o se escandalizan por el deseo de un contacto mágico de Jesús (cf. 5,27-31)?- sólo vienen presentados para dar mayor relieve a las palabras y posturas de Jesús. El conjunto no constituye una escena idílica tendente a subrayar la condescendencia de Jesús con los hombres y con los niños sino una importante solución de principios para la comunidad. Se le indica cómo debe comportarse frente a los niños; tal vez había también que resolver el problema de si los niños debían ser bautizados en edad temprana. A juzgar por los tres logia de Jesús, que la tradición ha conservado acerca de los niños, no cabe dudar de su postura netamente positiva en favor de los niños. De estos logia sobre los niños (véase el comentario a Mc 9.31 en que originariamente los «pequeños» indicaban ciertamente a los discípulos de Jesús), la sentencia: «Quien no recibe como un niño el reino de Dios, no entrará en él», presenta el carácter más primitivo y la mejor testificación, aun cuando su redacción y posición en el texto difieran. Marcos -y Lucas tras sus huellas- trae la sentencia en la escena de la bendición de los niños; Mateo, en la disputa de los discípulos por el primer puesto (18,3), y por lo que respecta a Juan se sospecha una acomodación de la forma y sentido que aparece en la conversación con Nicodemo (3,3.5). Tal vez incluso la auténtica palabra de Jesús, que la Iglesia primitiva poseía, aproximadamente sonaba así: «Si no os hacéis como niños no podréis entrar en el reino de Dios.» En el Evangelio copto de Tomás se encuentra este giro: «Jesús vio a unos (niños) pequeños mamando. Y dijo a sus discípulos: Estos pequeños lactantes se asemejan a los que entran en el Reino de Dios (logion 22), ciertamente que con un sentido gnóstico. La otra sentencia: «El Reino de Dios es de los que son como ellos», fundamenta la amonestación de Jesús: «Dejad que los niños vengan a mí.» Recuerda la fórmula de las bendiciones (cf. Mt 5,3.10) y promete a los niños la participación en el futuro reino de Dios, lo mismo que a los pobres, a los humildes, a los perseguidos. El marco de la bendición de los los niños produce el mismo efecto artístico que en el problema de la indisolubilidad del matrimonio. Lo que primero se transmitió fueron unas palabras de Jesús que tenían un carácter normativo para la Iglesia primitiva; de las que se podían seguir nuevas consecuencias para su vida y aplicarse a los nuevos problemas que surgían. Pese a todo lo cual, una bendición de los niños es perfectamente posible en el ministerio terrestre de Jesús, como se demostrará. Jesús ha señalado la actitud infantil como ejemplar para cuantos anhelan el reino de Dios. ¿Qué pretende indicar con ello? Ante todo debemos liberarnos de la idea de que con ello se exprese la inocencia del niño. Ya la misma antigüedad pagana habló sobre el particular menos de lo que se esperaría; este pensamiento es extraño al Antiguo Testamento, mientras que el judaísmo tardío desarrolla diversas concepciones. Por una parte, el niño no está obligado todavía a la observancia de la ley -hasta los 13 años de edad, aunque ya antes había que ejercitarlo en su cumplimiento-; por otra, ya desde su concepción o nacimiento tiene el «impulso malo». Ciertamente que Jesús no se refiere a la actitud moral del niño, aunque una interpretación predominantemente psicológica apenas hace justicia a su palabra. Mateo ciertamente que en su contexto de la disputa de los discípulos por el primer puesto, cuando Jesús pone en medio de ellos a un niño, inserta a modo de aclaración: «Por consiguiente, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos»; pero esto es una interpretación personal suya que apunta hacia aquella otra sentencia: «El que se ensalza será humillado» (Mt 23,12; cf. Lc 14,11; 18,14), un logion itinerante que en el fondo se refiere a la futura exaltación por parte de Dios. Una actitud de humildad del niño resulta problemática; por el contrario, lo que es indiscutible es su pequeñez, su escasa importancia -al menos en la estimación de los mayores-, su minoría en el sentido de que no tiene desarrolladas sus facultades espirituales, de la cual habla también Pablo (1Cor 13,11; 14,20; d. 3,1). Compárese con otras palabras de Jesús, por ejemplo con las que pronuncia acerca de la «gente sencilla» (Mt 11,25) o de los «pequeños» (Mc 9,42; Mt 18,10), y se comprenderá fácilmente que el niño se ha convertido en un símbolo de los hombres sencillos que acogen las palabras de Jesús con fe. Tal vez haya que decir de un modo más concreto aún: el niño llama: Abba!, a su padre con espontaneidad y confianza infantiles, y esto es precisamente lo que deben aprender los que desean entrar en el reino de Dios. En tal caso, Jesús habría sacado estas palabras directamente de sus relaciones personales con Dios, exigiendo una actitud que él mismo había vivido antes. Así se comprende también el amor de Jesús a los niños: ellos tenían algo de la espontaneidad y franqueza, de la confianza y abandono que resultan imprescindibles para nuestras relaciones con Dios y para la acogida del mensaje de Jesús. ¿Por qué, entonces, no podía poner él a un niño en medio de los discípulos y haber abrazado y bendecido a los niños que le presentaban? Marcos utiliza en ambos pasajes la misma expresión cariñosa (9,36 y 10,16), señal de que considera las dos escenas estrechamente vinculadas. Tal vez la escena originaria sea la del niño puesto en medio, y la otra de la bendición de los niños se haya montado después; podría indicarlo así la palabra en singular. Pero también es posible el caso contrario, y nada impide incluso aceptar como un episodio histórico una bendición de los niños mediante la imposición de manos. Tal costumbre la tenemos atestiguada en el judaísmo: «Los niños se presentan a su padre, los discípulos a su maestro, con el ruego de que ore por ellos y los bendiga. La imposición de manos sirve para la transmisión de la bendición.» En Jerusalén, los niños, que habían ayunado con los mayores, eran presentados a los escribas a fin de que éstos los bendijeran y orasen por ellos. Pero si las palabras de Mc 10,15 -cualquiera que sea su tenor original- tienen perfecto sentido en boca de Jesús, más tarde la Iglesia primitiva, o el evangelista, ha asignado a la escena un significado particular. A este respecto es instructivo el v. 14; Jesús desea que no se impida a los niños acercarse a él, pues que a ellos les pertenece el reino de Dios. Él les promete la salvación, forman parte de la comunidad de los salvados. Sobre la participación de los niños en el mundo futuro, incluso la de los niños de padres paganos que vivían en tierra de Israel, ya se había pronunciado el judaísmo; según una opinión los niños pequeños no serían resucitados sino que dormirían un sueño eterno. La Iglesia primitiva, en cambio, de la respuesta de Jesús debió sacar la consecuencia de que también los niños pequeños son miembros de la comunidad, con pleno derecho y que alcanzarán el reino de Dios igual que los cristianos adultos. En ese sentido habla también la práctica de acoger a toda la familia y a sociedades domésticas enteras en la comunidad cristiana. El asunto podía tener especial importancia para los matrimonios mixtos entre paganos y cristianos; Pablo considera a los hijos de éstos como «santos» (1Cor 7,14). BAU/NIÑOS: Se ha pensado asimismo que tras el texto late el problema del bautismo de los niños. La fórmula «¿qué lo impide?» pertenecía al rito bautismal (cf. Act 8,36; 10,47; 11,17), y de la palabra de Jesús a los discípulos se habría deducido que no se debía impedir el bautismo de los niños pequeños. Esto, sin embargo, no se puede asegurar con toda certeza. A nosotros nos basta saber que la Iglesia primitiva quería solucionar sus problemas a la luz de la conducta de Jesús. Si ella reconocía a los niños como miembros, con pleno derecho, de sus comunidades y llegó a una gran estimación de los niños partiendo de una palabra de Jesús, todo ello resulta también orientador para nosotros. Una actitud infantil frente a Dios, la acogida del reino de Dios «como un niño», es decir, la aceptación del mensaje de Jesús con fe y obediencia, la entrega a los niños que son los herederos del reino de Dios, el tomar en serio su llamamiento a la salvación, la incorporación a la vida comunitaria y la oración por los niños a quienes Jesús ha querido, todo ello constituye una permanente exhortación para nosotros.

c) Postura frente a las riquezas (Mc/10/17-22).

17 Cuando salió de camino, corrió hacia él uno que, arrodillándose ante él, le preguntaba: «Maestro bueno, ¿qué haría yo para heredar vida eterna?» 18 Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino uno, Dios. 19 Ya conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre.» 20 Él le replicó: «Maestro, todas esas cosas las he cumplido desde mi juventud.» 21 Jesús entonces, lo miró, sintió afecto por él y le dijo: «Una cosa te falta todavía: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, que así tendrás un tesoro en el cielo; ven luego y sígueme.» 22 Ante estas palabras, al joven se le anubló el semblante y se fue lleno de tristeza, pues poseía muchos bienes.

Es evidente que en estos versículos el evangelista quiere decir algo a la comunidad acerca de la postura frente a las posesiones, frente a las riquezas y la pobreza. Para ello ha reunido varios fragmentos que la tradición atribuye a Jesús formando con ellos una composición mayor, en la que pueden reconocerse tres partes: 1ª, el encuentro de Jesús con un hombre rico (v. 17-22); 2ª, el diálogo de Jesús con sus discípulos acerca del impedimento que representan las riquezas para alcanzar el reino de Dios (v. 23-27), y 3ª, la pregunta de Pedro sobre la recompensa del seguimiento en pobreza y la respuesta de Jesús (v. 28-31). El material de la tradición es de distinto tipo, pero objetivamente le confiere unidad el tema de las riquezas y de la renuncia a los bienes terrenales. Es importante advertir que la respuesta de Jesús en los fragmentos primero y tercero se refiere directamente a la idea de seguir a Jesús. De este modo se prolonga para la comunidad el tema del seguimiento con la cruz (8,34). Esta exhortación comprende también la actitud que ha de adoptar la comunidad frente a los bienes terrenos y constituye la piedra de toque para saber si cumple las exigencias radicales de Jesús. En el caso del hombre rico la comunidad aprende lo peligrosa que es la fuerza de las riquezas incluso para los hombres serios y esforzados, lección que acentúan las palabras de Jesús a los discípulos. Pero, al final, el ejemplo de los discípulos más allegados a Jesús, que todo lo han dejado por su amor, es una exhortación a emprender el mismo camino de pobreza. El encuentro de Jesús con el joven rico -que así se le llama según Mateo 19,20- ha preocupado mucho a los expositores, principalmente por lo que atañe al problema de los consejos evangélicos. Frente al camino de los mandamientos, que a todos obliga, ¿no se señala aquí un camino «superior» y que han elegido Ios miembros de las órdenes monásticas con su voto de pobreza personal? ¿Se refiere esta perícopa al cristiano ordinario en general, que vive en el mundo y que por lo mismo no puede renunciar a todos sus bienes y posesiones? Esto sería una falsa interpretación. Por mucho que se valore la decisión de los anacoretas y monjes que más tarde llevarían a la práctica la palabra de Jesús de un modo literal, hay que decir sin embargo que la Iglesia primitiva no sacó esa consecuencia. La comunidad de bienes en la Iglesia de Jerusalén fue un fenómeno transitorio, que para nosotros tampoco resulta perfectamente claro. Como en todas las perícopas precedentes, Marcos quiere dirigirse a toda la comunidad y a cada uno de los cristianos. El inmediato diálogo de Jesús con sus discípulos evidencia esta orientación general: Jesús advierte del poder de las riquezas que pone en peligro la salvación. El ejemplo del hombre rico que, por causa de sus riquezas, se negó a seguir a Jesús, ilustra ese peligro que acecha a todos los hombres desde sus posesiones. En ese sentido tiene un alcance típico; pero considerando su caso concreto, hay que tener en cuenta la situación personal del hombre. La exégesis, que establece una diferencia tajante entre la observancia de los mandamientos de la ley y el seguimiento de Jesús sacando de esa distinción unas consecuencias radicales, induce a varios errores. Aquí no hay fundamento para una moral doble ni para una distinción entre precepto y consejo. Precisamente la redacción de Marcos lo demuestra con toda claridad frente al relato de Mateo que puede inducir más fácilmente a una falsa interpretación. Al hombre rico Jesús sólo le propone una exigencia: la de seguirle a El renunciando a todos sus bienes. A la observancia de los mandamientos agrega expresamente: una cosa te falta aún; por lo que no deja a su arbitrio la llamada al seguimiento. Para aquel hombre, en su situación concreta, no bastaba haber guardado los mandamientos desde su mocedad; para ser discípulo de Jesús tenía que hacer todavía algo más: repartir sus posesiones entre los pobres, porque tales posesiones le impedían el servicio incondicional a Dios. La intención de Jesús apunta a ganarse a aquel hombre para su seguimiento, y la comunidad debe aprender lo que exige dicho seguimiento. Analicemos la escena con más detalle. Este tipo de hombre exaltado y propenso a las exageraciones, que encuentra a Jesús de camino, presenta un contraste notorio con la reserva y sobriedad de Jesús. El hombre se le acerca, se arrodilla y le saluda con el título de «Maestro bueno». Jesús le replica secamente: Sólo uno es bueno, Dios. La frase se explica por la situación. Las elucubraciones de si Jesús se tenía por un pecador, están fuera de lugar. De todos modos Mateo ya había reflexionado sobre esta forma del saludo y de la respuesta. Y lo cambia así: «Maestro, ¿qué haría yo de bueno para ganar la vida eterna?», y Jesús le replica: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno?» Pero las reflexiones dogmáticas son innecesarias si leemos la palabra en su contexto. Jesús rechaza semejante adulación. Pero admite la pregunta del hombre, que buscaba honradamente, como aquel doctor de la ley que pregunta a Jesús por el mandamiento supremo de la ley (12,28). En el judaísmo de entonces no eran pocos los hombres a quienes inquietaba el problema de qué era lo primero que debían hacer para tener parte en la vida eterna, en «la vida del mundo futuro». La pregunta del joven rico va, pues, en la misma dirección que la del letrado. Jesús se muestra reservado y recita sobriamente, casi rutinariamente, los preceptos del decálogo. Si recuerda sólo los mandamientos de la «segunda tabla», los que miran a las relaciones con el prójimo, ello se explica por la pregunta relativa al obrar, la realización práctica de la voluntad divina. En ese terreno Jesús coincide con las aspiraciones del judaísmo. Aunque deja de lado las obras de la adoración divina, siempre late su exigencia de demostrar el amor divino mediante el amor al prójimo (cf. 12,33s). Es curioso el orden en que aparecen los mandamientos, pues la honra de los progenitores -el «cuarto mandamiento»- sólo se menciona al final, después del «No defraudarás». Tal vez la mirada se dirige ya a las riquezas del hombre; en tono ascendente Jesús menciona al final los preceptos especialmente importantes para un hombre acomodado. ¿Se refiere el «No defraudarás» a la retención del justo salario (cf. Dt 24,14; Eclo 4,1; Sant 5,4)? Por otra parte, en ciertas circunstancias y mediante el voto del korban, un judío podía sustraerse a la obligación de atender a sus padres (cf. 7,10-13). Así las cosas, Jesús pone ante el hombre el espejo de la conciencia rozando ya el punto que para él es crítico. Pero el hombre resiste esa prueba, y puede responder tranquilamente que todo eso lo ha observado desde su mocedad. Sólo ahora se vuelve Jesús de lleno al que le pregunta; le mira cara a cara y se complace en él: «Sintió afecto por él.» Clava entonces su exigencia en el corazón de aquel hombre: «Una cosa te falta todavía: anda vende cuanto tienes...» Cuando Jesús llama a seguirle, toma de lleno la iniciativa, toca al hombre en su punto más débil, porque Dios quiere a todo el hombre. Es el mismo tono radical que resuena en las palabras con que exhorta a seguirle con la cruz, pero aquí se dirige concretamente a ese hombre en su situación particular. Esta presión a adoptar una resolución total y pronta, por la que un hombre se liga a Jesús y por él se entrega al servicio de Dios, se advierte claramente en numerosas sentencias relativas al tema (cf. Mc 1,16-20; Lc 9,57-62; 14,26), y forma parte de las peculiares relaciones del discípulo, tal como Jesús las ha establecido. Se trata de las circunstancias originarias y personales con que se encontraban los hombres a quienes Jesús llamó. Pero la Iglesia primitiva ha trasladado ese seguir a Jesús, que en realidad sólo era posible en vida de él y que iba ligado a su presencia en la tierra, al tiempo posterior a los acontecimientos pascuales, y de las exigencias de Jesús a cada uno de aquellos hombres ha elaborado la llamada permanente a todos los que creen en él. No todos tienen que dejar su hacienda, como no todos deben dar su vida por Jesús y por el Evangelio; pero todos deben escuchar la llamada del Señor que presiona al máximo y a cada uno de distinta forma. Si se quiere entender esto como consejo, habrá que explicar que para un hombre determinado puede ser un precepto. La distinción entre «consejo» y «precepto» sólo tiene sentido en cuanto decisiones como la renuncia total a los bienes personales nunca podrán exigirse a todos los creyentes. En el caso presente el hombre rico se sustrae a las exigencias de Jesús; se marcha apenado porque tiene muchos bienes. Nada se dice sobre la pérdida de su salvación; el Nuevo Testamento se abstiene siempre de expresar tales juicios condenatorios. En la intención dei evangelista lo que cuenta es presentar un ejemplo aleccionador a la comunidad. En descargo de aquel rico puede decirse que en el judaísmo nunca desapareció la concepción del Antiguo Testamento, según la cual las riquezas eran una bendición de Dios, aun cuando en algunas épocas y en ciertos círculos también se había visto la pobreza como un camino hacia Dios y se había considerado a «los pobres» en una relación peculiar con Dios (cf. la primera bienaventuranza). Pero en nuestro caso no tiene excusa el hombre que se aparta de Jesús; su tristeza -«lleno de tristeza»- delata su resistencia, y su aflicción es una señal de que no puede separarse de sus tesoros.

d) Las riquezas, impedimento para entrar en el reino (Mc/10/23-27).

23 Y mirando Jesús en torno suyo, dice a sus discípulos: «¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!» 24 Los discípulos quedaron asombrados ante tales palabras. Pero Jesús, replicando de nuevo, les dice: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! 25 Más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios.» 26 Ellos se asombraron todavía más y decían entre sí: «¿Y quién podrá salvarse?» 27 Fijando en ellos su mirada, dice Jesús: «Para los hombres, imposible; pero no para Dios, pues para Dios todo es posible.»

El caso particular viene enjuiciado ahora con vistas a la comunidad. Marcos emplea como un recurso estilístico el gesto de volverse Jesús hacia los discípulos; también en 3,34 mira Jesús en derredor y pronuncia una palabra de particular importancia para la comunidad. La sentencia, que Marcos introduce de este modo, probablemente sonaba así en el relato tradicional: «Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas; más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios.» Este dicho de Jesús tomado de la tradición, lo ha ampliado y comentado el evangelista bajo la forma de un diálogo con los discípulos. Mediante la aparición de éstos se pone de relieve la transcendencia y gravedad impresionante de la sentencia. Se llega con ello a una repetición (v. 24b) que apenas puede tener otro sentido que recalcar al dicho. La reflexión complementaria «¿quién podrá salvarse?» es tal vez una aclaración del evangelista -cuyo estilo y modos refleja la redacción- para la comunidad, que seguía discutiendo la dura sentencia de Jesús. Pero la respuesta a la medrosa pregunta acerca de la salvación, la indicación de que todo es posible a Dios, responde perfectamente al espíritu de Jesús y encuentra confirmación en otras palabras suyas (cf. 11,23s; Mt 19,11). La sentencia central de cuán difícilmente los hombres ricos, los acaudalados, entran en el reino de Dios, refleja algo del realismo con que Jesús observaba y valoraba a los hombres; pero también algo de las exigencias radicales que él les presentaba en nombre de Dios. El tema de las riquezas y del bienestar, que ejercen una influencia perniciosa sobre el hombre, penetra toda su predicación. «No podéis servir a Dios y a Mammón» (Mt 6,24; Lc 16,13); Dios reclama a su servicio al hombre entero, porque hay que pertenecerle de una manera total e indivisa. Ahora bien, las riquezas inducen a olvidarse de Dios, a confiar en los bienes conseguidos (Lc 12,16-20) y a despreciar a los pobres que nos rodean (cf. Lc 16,19ss). El dinero hace codiciosos, orgullosos y duros (cf. Lc 16,14); a menudo la injusticia va unida al dinero (cf. Lc 16,9). Son sin duda ideas que alentaban también en el judaísmo; pero Jesús las presenta con suprema claridad y agudeza bajo la llamada de la hora escatológica en que Dios establece su soberanía. La propiedad y las riquezas como tales no equivalen a injusticia y robo; pero en muchos «la seducción de las riquezas ahoga la palabra (de Dios)» (Mt 13,22), y constituye una amenaza para la salvación cuando alguien «atesora riquezas para sí, pero no se hace rico ante Dios» (Lc 12,21); así comentaba la Iglesia primitiva. Las palabras de Jesús se completan con su conducta, que no condenó a todos los hombres acaudalados. Abiertamente es alabado el jefe de aduanas, Zaqueo, que abrumado por la amabilidad de Jesús que va a hospedarse a su casa, le promete de modo solemne: «Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces más» (Lc 19,8). Las limosnas no son pequeños dones de lo que nos sobra, sino verdaderas contribuciones de lo que se tiene para ayudar a los pobres de un modo eficaz. Los discípulos, habituados como estaban a considerar a los hombres ricos de entonces -entre los que se contaban no pocos fariseos- como personas piadosas, quedan perplejos ante las duras palabras de Jesús. Marcos utiliza a menudo tales expresiones de asombro refiriéndose a los discípulos, en las que siempre late un cierto pasmo ante la grandeza y exigencia divinas. De hecho, aquí se les manifiesta algo de la alienidad e incomprensibilidad de Dios, se enfrentan aquí con el mensaje paradójico de Jesús, que declara dichosos a los pobres, a los atribulados, a los hambrientos, porque de ellos es el reino de Dios. Pero Jesús no retira nada de sus duras pretensiones, aunque se vuelva a ellos con una expresión cariñosa («hijos»). El texto más breve del v. 24b -véase la traducción- es seguramente el original frente a la redacción más larga que aparece en varios manuscritos que insertan «para aquellos que confían en sus riquezas»; pero dentro del contexto apenas tiene un sentido diferente. De todos modos hay una sentencia que declara terminantemente lo difícil que es la entrada en el reino de Dios: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha; que muchos -os lo digo yo- intentarán entrar, pero no lo conseguirán» (Lc 13,24). La imagen está emparentada con la del ojo de la aguja, aunque muestra también que no se puede establecer una imposibilidad absoluta. Jesús sólo quiere indicar la dificultad y exhortar al máximo esfuerzo. La imagen del camello y el ojo de la aguja no hay que desfigurarla en sus elementos gráficos, como si en el griego se hubiesen intercambiado los vocablos «camello» y «cabo, maroma» o imaginando que el «ojo de la aguja» señalase una pequeña puerta de Jerusalén, contigua a la puerta principal y amplia. La sabiduría proverbial de los orientales gusta de las hipérboles, es decir de la exageración intencionada, y Jesús se ha servido a menudo de esas imágenes fuertes. ¿Quién toma literalmente la «paja en el ojo del hermano» y la «viga en el ojo propio»? Una expresión rabínica posterior suena así: «¿Eres tú acaso de Pumbedita, donde se hace pasar a un elefante por el ojo de una aguja?» Como la fe puede «mover montañas» (1Cor 13,3; cf. Mc 11,23), así ningún rico puede entrar en el reino de Dios. La imagen pone de realce esa dificultad, mas no pretende establecer una imposibilidad absoluta. La dureza de estas palabras de Jesús ha dado mucho que hacer a la Iglesia primitiva. Esto se refleja en el pasmo y sobresalto de los discípulos y en su pregunta «¿y quién podrá salvarse?». En Mateo los discípulos reaccionan sacudidos también por la condena del divorcio que hace Jesús: «Si tal es la situación del hombre con respecto a la mujer, no conviene casarse» (Mt 19,10). Pero en nuestro texto la pregunta es más profunda, expresando la preocupación por obtener la salvación. De hecho expresa el problema fundamental de las radicales exigencias éticas de Jesús (sermón de la montaña): ¿Es posible llevarlas a la práctica? La respuesta de Jesús brota de las profundidades de su pensamiento anclado en Dios. Esa respuesta revela que él no pretende traer ante todo y sobre todo una nueva moral, sino un mensaje religioso: Dios está empeñado con su amor misericordioso en dar al hombre la salvación, aunque de tal modo que también espera del hombre la generosa respuesta del amor. El hombre que ha comprendido ese amor de Dios ya no pregunta por la medida y límites de lo que se le pide; quiere amar a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas, y demostrarlo con el amor a sus hermanos los hombres. Sabe que se halla seguro en el amor de Dios, y no obstante ese amor le solicita constantemente a hacer siempre algo más. En esa actitud sale de sí mismo y deja incluso de preocuparse por su propia salvación. Hay una inquietud saludable por responder a las exigencias de Dios y, no obstante, domina la certeza de que Dios quiere nuestra salvación. Pues Dios es mayor y conoce nuestro corazón (1Jn 3,20); es fiel y bondadoso para perdonarnos nuestros pecados (1Jn 1,9). De este modo ya la Iglesia primitiva intenta resolver la tensión entre la promesa de salvación y las exigencias morales, aunque sin suprimirla. La sentencia de que todo es posible a Dios se encuentra ya en el Antiguo Testamento. Es la que sostiene la promesa a Abraham de que una mujer entrada en años aún puede concebir un hijo (Gén 18,14). A esa misma palabra, que se cumple de modo parecido en Isabel, la madre de Juan Bautista, se remite el ángel Gabriel, cuando explica a María la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo (Lc 1,37). Pese a lo cual, la acción de Dios, que supera las posibilidades humanas, no es una acción mágica y caprichosa, sino que está siempre en el contexto de sus planes salvíficos. Al final de su disputa con Dios, Job reconoce que ha hablado indiscretamente delante de Dios, a quien nada le resulta imposible (Job 4,2s). Dios es siempre superior, su acción es prodigiosa para el hombre, y sus prodigios son prodigios de amor. En nuestro pasaje la palabra apunta también a la acción salvadora de Dios, que es incomprensible para el hombre. En las obscuridades de la historia terrena, Dios coopera secretamente a nuestra salvación; sólo cabe confiar y dejarse conducir por Dios. En la inseguridad de los caminos humanos existe la certeza de que conseguiremos nuestro fin último. Es una palabra de consuelo para el creyente que se esfuerza con honradez por obedecer las exigencias obligatorias de Dios.

e) Seguir a Jesús en pobreza, y su recompensa (Mc/10/28-31).

28 Pedro se puso a decirle: «Pues mira: nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.» 29 Respondió Jesús: «Os lo aseguro: nadie que haya dejado, por mí y por el Evangelio, casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o campos, 30 dejará de recibir cien veces más ahora, en este mundo, en casas, y hermanos, y hermanas, y madres, e hijos, y campos, con persecuciones: y en el mundo venidero, vida eterna. 31 Pues muchos primeros serán últimos, y los últimos primeros.»

La observación de Pedro, en nombre de los discípulos, de que lo han dejado todo por amor de Jesús, está en vigoroso contraste con la actitud del hombre rico que se había negado a seguir a Jesús. De este modo, al tema del peligro de las riquezas sigue ahora el tema de la pobreza apostólica. El portavoz de los discípulos no pregunta por la recompensa, al menos en Marcos -en Mateo las cosas suceden de distinto modo-; la impresión de que Pedro ha hecho esta pregunta sólo procede de la respuesta de Jesús. El evangelista quiere centrar la atención en esta sentencia de Jesús, que la comunidad había conservado al igual que la palabra sobre los ricos. Según la tradición -más antigua- de la fuente de los logia, Jesús prometió una vez al círculo de sus discípulos más allegados, a los doce, una recompensa especial, aun cuando no se pueda señalar con precisión el tenor literal de la misma. La palabra original hablaba de un «sentarse sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» -o para regirlas- (cf. Mt 19,28; Lc 22,30). En Marcos la promesa empieza por dirigirse a todos cuantos lo hayan dejado todo por amor de Jesús y del Evangelio («nadie... dejará de recibir»); habla, por tanto, a toda la comunidad o a quienes en ella han renunciado a los bienes materiales y a la comunión familiar por causa de Jesús. El propio Marcos ha recibido la palabra por tradición, como lo demuestran algunos rasgos que son incuestionablemente suyos: 1) el doble giro «por mí y por el Evangelio» (cf. 8,35); 2) la observación restrictiva «con persecuciones»; 3) tal vez la repetida enumeración del v. 30, que los otros evangelistas suprimen. Por el contrario, la distinción entre «ahora, en este mundo» y «en el mundo venidero» -distinción que falta en Mateo- ha debido penetrar en la palabra originaria de Jesús antes de la elaboración de Marcos. Fuera de este pasaje Marcos no habla nunca del mundo presente y futuro; aunque tampoco Jesús, a lo que podemos colegir, ha empleado esta forma de lenguaje. Sus promesas se refieren siempre al objetivo escatológico: el reino de Dios o la vida eterna. Originariamente, pues, la recompensa de «cien veces más» debía significar la misma vida eterna; pero ya antes de Marcos la comunidad había reinterpretado la palabra de Jesús y hablado de una recompensa preliminar, en este mundo; recompensa que veía en el hecho de que los discípulos de Cristo que habían renunciado a la casa, la familia y posesiones encuentra una nueva familia y hogar en la comunidad. Marcos ha aceptado esta interpretación y la ha subrayado a su manera. El fundamento para ello se le brindaba en la escena de 3,34s: Jesús mira a los que están sentados a su alrededor y los llama su madre y sus hermanos, señalando como parientes suyos a cuantos cumplen la voluntad de Dios. La respuesta a Pedro desarrolla esas mismas ideas: todos cuantos están ligados a Jesús, a su palabra y enseñanzas saben que reciben más de lo que han perdido y se saben protegidos en la comunidad. No pocas veces los vínculos con los parientes carnales, incluso con los miembros más cercanos de la familia, se rompen sin querer y de forma dolorosa por la aceptación de la fe cristiana (cf. 13,12s; Lc 12,52s). Seguir a Jesús exige en ciertas circunstancias abandonar a los parientes más próximos (Lc 14,26 y par) inmediatamente y para siempre (cf. Lc 9,61s). Los creyentes se consuelan con la nueva familia que encuentran en la comunidad. Pero en el curso de la exposición de Marcos, en el contexto del seguimiento con la cruz la palabra dirigida a Pedro no sólo se considera un consuelo sino también una nueva invitación. Los discípulos de entonces, en cuyo nombre habla Pedro, se convierten en modelo de los discípulos de Cristo que vendrán después. Marcos rebaja incluso la recompensa terrena del seguimiento mediante el inciso «con persecuciones». Aunque los creyentes puedan hallar una cierta compensación en los muchos «hermanos, y hermanas, y madres, e hijos», así como en la solicitud por sus necesidades materiales, que experimentan en el seno de la comunidad; deben saber, sin embargo, que ahora es todavía el tiempo de las persecuciones, de los padecimientos, del seguimiento con la cruz. La verdadera «recompensa» está aún por llegarles; es la vida eterna que han de esperar en el mundo venidero. Sólo entonces llegará el gran cambio: muchos que en la tierra habían desempeñado los cargos más importantes, serán entonces los últimos; y otros, que habían estado en la sombra, ocuparán los lugares de honor. En esta última frase -que en Lc 13,30 y en Mateo 20,16 aparece en otro contexto- podría también reflejarse el mismo propósito del evangelista: recordar a la comunidad que en su constitución terrena ha de soportar con Jesús el arrinconamiento y el oprobio. Es una de las sentencias cortantes y paradójicas (cf. 8,35) que encierran una afirmación fundamental de Jesús, pero que están formuladas de un modo tan genérico que han podido insertarse en diversos contextos (logia itinerantes). Pero este motivo de la recompensa ¿no es indigno y casi insoportable? ¿No se fomenta con él la actitud de quien acepta sacrificios y renuncias terrenos a fin de obtener la mayor recompensa celestial posible, la «felicidad eterna»? ¿Y no lleva esto a la fuga del mundo y al enquistamiento de ghetto de las comunidades, como fuente de las frecuentes renuncias de la Iglesia que se sustrae así a sus obligaciones en el mundo, a la acción social y a las protestas necesarias contra la opresión de ciertos grupos en la sociedad? ¡Pensemos en Sudamérica! De hecho no se pueden negar tales peligros y muchas culpas históricas de la Iglesia hay que atribuirlas a esa forma de pensar. También las palabras de Jesús están expuestas a una falsa interpretación. Mas si pensamos en la intención original quedan excluidos los afanes de recompensa. Jesús ha empleado precisamente la imagen de un premio cien veces mayor para alentar a la renuncia de los bienes terrenos por atender a la llamada del Evangelio. Quiere precisamente liberar a sus discípulos del afán egoísta del dinero y de las posesiones a fin de que se confíen por completo a Dios; deben administrar los bienes terrenos de acuerdo con la voluntad de Dios, y eso quiere decir en favor de los pobres y necesitados. Con ello no adquieren ningún derecho frente a Dios, sino que deben esperar simplemente como un don de Dios todo aquello a lo que ellos renunciaron. La idea judía de la recompensa queda transformada y hasta repudiada en la predicación de Jesús. En su pensamiento quedan excluidos el afán de una recompensa siempre mayor, la insistencia en las propias realizaciones. Jesús suscribe las ideas judías ya en 10,21: «así tendrás un tesoro en el cielo», pero las supera en cuanto se remite a la libertad y grandeza de Dios. Dios no se deja extorsionar, mas tampoco superar en su bondad. Aquel que se lo da todo, recibirá de él mucho más (cf. Lc 6,38). Quien persigue la recompensa, cuenta con ella y sólo piensa en lo que el bien le puede producir, ése todavía no se ha entregado de lleno a Dios.

C/COMPENSACIONES: También el asentamiento en la comunidad como en la propia casa encierra sus peligros. Quien en la comunión de los hermanos y hermanas de fe busca una compensación efectiva por aquello a lo que ha renunciado o perdido, no comprende realmente la llamada a seguir a Cristo con la cruz. Jesús se ha separado de sus discípulos más cercanos para morir solo y abandonado por todos los hombres. La comunidad no es en primer término un lugar de refugio para los solitarios, sino un lugar de reunión para todos los que por amor de Jesús renuncian a sus propios deseos y quieren servir a los demás hombres. No es un rincón de reposo al margen del mundo, sino un lugar de alistamiento para salir al mundo. Y como tal debe también equipar y fortalecer a los creyentes, debe infundirles la seguridad de que a su lado hay personas que tienen los mismos sentimientos, que marchan por el mismo camino y que quieren cumplir el mismo encargo de Jesús en el mundo. Una comunidad, que vive en medio de angustias y persecuciones, tiene necesidad de esta seguridad y de este consuelo (cf. 1Pe 5,9); por ello ciertamente que la Iglesia primitiva no interpretó mal a su Señor cuando, al lado de las exigencias increíbles de Jesús supo reconocer siempre su constante bondad.

f) El tercer anuncio (Mc/10/32-34).

32 Iban de camino subiendo a Jerusalén. Jesús caminaba delante de ellos; ellos estaban asombrados, y los que le seguían, llenos de miedo. Y tomando de nuevo consigo a los doce, se puso a indicarles lo que luego le había de suceder: 33 «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, 34 y se burlarán de él y le escupirán, lo azotaran y lo matarán; pero a los tres días resucitará.»

Deliberadamente introduce aquí Marcos el tercero y más largo anuncio de la pasión de Jesús. Ese anuncio confiere un acento especial al diálogo sobre la pobreza al tiempo que es una magnífica introducción a la perícopa siguiente sobre el dominio y el servicio; es también el contrapunto de todos los problemas y diálogos que resuenan en esta sección. La comunidad sólo podrá comprender las decisiones y exigencias de Jesús, si es consciente del camino de muerte que recorre su Señor, y que él ha emprendido con resolución absoluta, sabiendo muy bien lo que iba a encontrarse. Este renovado anuncio de su pasión, detallada en sus aspectos más humillantes, muestra claramente que Jesús se halla muy cerca de la consumación de su muerte. La observación de que continúa la subida hacia Jerusalén representa en 10,1 y 10,17, de algún modo, una reanudación del relato y mantiene la unidad del relato del viaje. Nuevo es el detalle de que Jesús los precedía (se piensa en los discípulos). Si los discípulos «estaban asombrados» por ello; es decir, si ateniéndonos al valor del verbo griego, son presa de un temor religioso (cf. 1,27; 10,24), ello quiere significar que este «caminar delante» de Jesús tiene un sentido particular. Habrá que entenderlo de modo similar a la frase que Lucas pone al comienzo de todo el viaje: «Tomó la decisión irrevocable de ir hacia Jerusalén» (Lc 9,51). Con una resolución inflexible Jesús sube a la ciudad santa, a la Jerusalén situada en un lugar elevado, aunque sabe que aquél es el lugar en que va a cumplirse su destino de forma pavorosa. Se menciona una vez más a los que «le seguían» -cosa que omiten algunos manuscritos-, entre quienes hay que contar al resto de la gente que le acompañaba (cf. 10,1), aunque de nuevo se distingue expresamente a «los doce». Estas puntualizaciones no están hechas al azar. Los que «le seguían» están referidos con particular intención a los lectores, a los miembros todos de la comunidad... Estaban «llenos de miedo», cosa que no se comprende muy bien referido a la situación histórica del pasaje; pero el evangelista está pensando en los creyentes a quienes aterran los padecimientos y oprobios. No en vano ha introducido en 10,30 «con persecuciones». Los discípulos, que están asombrados por la resolución de Jesús que se les adelanta, prestan relieve a la imagen de Cristo, quienes le siguen representan la situación y postura de la comunidad. El conjunto constituye una imagen atinada del pueblo peregrinante de Dios, que sigue a su Señor con actitud irresoluta, titubeante y hasta miedosa, pero que aun así va precedido por «el promotor y consumador de la fe» (Heb 12,2). A los doce, y sólo a ellos, les descubre Jesús las cosas que le están reservadas, porque sólo ellos deben ser introducidos en el misterio de su pasión (cf. 8,31). Comparándolo con los anuncios precedentes, sorprende que se señalen en éste las distintas etapas: judíos, gentiles y tormentos del proceso. Ahora no se trata tanto de una instrucción (8,31; 9,31) cuanto de un descubrimiento de aquello que sucedió de hecho y que se expondrá detalladamente en el relato de la pasión (c. 14 y 15). Justamente con ese conocimiento, se adelanta impávido Jesús a sus acompañantes. Las cosas que van a sobrevenirle se presentan aquí en su desarrollo histórico: el proceso ante el gran consejo que desemboca en la sentencia de muerte y en la entrega a los «gentiles», es decir, los romanos; siguen luego los padecimientos oprobiosos que Jesús habrá de soportar: los escarnios y los esputos, imagen del supremo desprecio, la flagelación y finalmente la muerte violenta. Verdad es que las burlas al rey de los judíos por parte de los soldados romanos, entre las que se alude expresamente a los esputos (15,16-20), aparece en la profecía de Jesús antes de la flagelación (15,15); pero ello se debe a que para Marcos la flagelación está estrechamente ligada a la crucifixión (cf. Ia forma de expresión en 15,15). Podría extrañar que no se mencione también el tipo de muerte, es decir, la crucifixión, como el oprobio más grave -la muerte de los esclavos y los malhechores-, como ocurre en Mt 20,19. Pero fuera de la historia de la pasión, la Iglesia primitiva lo evita, probablemente porque en su predicación muerte y resurrección se corresponden (cf. lCor 15,3s). La referencia a la resurrección tampoco falta aquí -como en los anuncios anteriores de la pasión-, y la apostilla «a los tres días» indica el cambio rápido introducido por Dios (cf. el comentario a 8,31). Lo único que el evangelista no señala esta vez es la reacción de los discípulos; parece como si su resistencia (8,32) se fuera debilitando y se abstuvieran de cualquier pregunta (cf. 9,32) ante el claro vaticinio de Jesús. Su voluntad resuelta de aceptar la pasión y su clara presciencia deben impresionar a los lectores. Llama la atención sobre el lenguaje especial de este último anuncio el doble empleo del verbo «entregar». También en el griego se trata de un mismo verbo. Cabría preguntar si la entrega a los sumos sacerdotes y a los escribas en este cuadro anticipado y detallado de la pasión de Jesús no se refiere a la traición de Judas. En el texto griego vuelve a emplearse el mismo vocablo (cf. 14,101 1.18.21). Con ello aún se harían más densas las tinieblas del destino que espera a Jesús; uno de sus más íntimos compañeros, uno de los que se sientan con él a la mesa, le va a traicionar (14,20s). Pero la forma pasiva de «será entregado» permite también entenderlo como en 9,31: en estas palabras late la voluntad de Dios que permite esta «entrega», esta impotencia y humillación del Hijo del hombre. Los tres significados del verbo griego -«traicionar», «someter a juicio», «entregar» en un sentido teológico-, coinciden y son muy adecuados para indicar el doble juego de la malicia pérfida y la acción violenta de los hombres con la incomprensible paciencia de Dios, bajo la que se esconde su plan salvífico. Las tinieblas de la pasión se hacen cada vez más densas a medida que el pensamiento penetra mejor en los oprobios y tormentos que los hombres maquinan y Dios permite, pero el Hijo del hombre ha entrado en lo más profundo de sus tenebrosidades (cf. 15,34).

g) La petición de los hijos de Zebedeo (Mc/10/35-45).

35 Entonces se le acercan Santiago y Juan, los dos hijos de Zebedeo, para decirle: «Maestro, quisiéramos que nos hicieras lo que te vamos a pedir.» 36 Él les preguntó: «¿Qué queréis que os haga?» 37 Ellos le contestaron: «Concédenos que nos sentemos, en tu gloria, el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda.» 38 Pero Jesús les replicó: «No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo voy a beber o de ser bautizados con el bautismo que yo voy a recibir?» 39 Ellos respondieron: «Sí que lo somos.» Pero Jesús les dijo: «Cierto; beberéis el cáliz que yo voy a beber y seréis bautizados con el bautismo que yo voy a recibir. 40 Pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo; eso es para aquellos a quienes está preparado.» 41 Cuando lo oyeron los otros diez, comenzaron a indignarse contra Santiago y Juan. 42 Pero Jesús los llamó junto a sí y les dijo: «Ya sabéis que los que son tenidos por jefes de las naciones las rigen con despotismo, y que sus grandes abusan de su autoridad sobre ellas. 43 Pero no ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera ser grande entre vosotros, sea servidor vuestro, 44 y el que quiera ser entre vosotros primero, sea esclavo de todos; 45 pues aun el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos.»

La perícopa de los dos hijos de Zebedeo, que aparece en violento contraste con el último y más detallado anuncio de la pasión de Jesús, presenta una gran semejanza con la discusión de los discípulos por el primer puesto, después del segundo anuncio de la pasión (9,33-37). También Santiago y Juan aspiran a la preeminencia, queriendo ocupar los primeros puestos a derecha e izquierda de Jesús cuando sea entronizado como soberano. Y de nuevo surge una disputa entre los discípulos; los otros diez se irritan -cosa humanamente comprensible- por esta pretensión de los dos hijos del pescador. El relato se presenta como una escena histórica, aunque analizado con más detalle tiene las características de una composición literaria. Pues, las palabras de dominio y servicio, el enfrentamiento de los violentos gobernantes terrenos con los discípulos, a quienes se les impone servir, se encuentran en Lucas con otro tenor literal a propósito de la discusión de los discípulos en la última cena (Lc 22,24-27). Marcos ha transmitido el diálogo de Jesús con los hijos de Zebedeo, en el que se contiene un recuerdo histórico, uniéndolo a las sentencias de los v. 43-44, independientes en la tradición; Mateo le sigue en este ordenamiento. La libertad de la primitiva redacción cristiana se pone también de manifiesto en el hecho de que Mateo no introduce la petición por boca de los dos hermanos, sino por boca de su madre; evidentemente para dejar en mejor lugar a ambos apóstoles. También la última sentencia del v. 45, que presenta al mismo Jesús como modelo de servicio hasta la entrega de la propia vida, la ha elegido probablemente Marcos en esta forma como conclusión del relato. En Lucas, Jesús habla de que se encuentra a la mesa, en medio de sus discípulos, como el que sirve (22,27); tradición que, en el relato joánico del lavatorio de los pies, adquiere una forma todavía más gráfica (Jn 13,3-10). Como en muchas otras ocasiones, también en nuestra perícopa se evidencia que lo más importante para la Iglesia primitiva era la tradición de las palabras. Ha conservado firmemente las palabras de Jesús, las ha meditado y aplicado a su situación, y los evangelistas subrayan esta intención con su redacción respectiva. La norma fundamental del servicio, que Jesús establece para la comunidad de los discípulos, es el núcleo consistente de la tradición, y la palabra viene confirmada por los hechos, las exigencias por el ejemplo insuperable. La petición de los hijos de Zebedeo refleja la orientación todavía terrena de sus esperanzas y de la mayor parte de los discípulos. Un rasgo curioso es la forma astuta con que traman su petición; primero quisieran obtener una especie de carta en blanco para su deseo todavía silenciado. Mas Jesús les obliga a quitarse la máscara. Su deseo de sentarse a derecha e izquierda de Jesús «en tu gloria», apenas puede entenderse si no se supone que esperaban un reino mesiánico sobre la tierra. De todos modos, la Iglesia primitiva ha referido «en tu gloria» al reino de Jesús, transcendente y escatológico (d. 8,38). La petición de estos discípulos, que fueron los primeros llamados (1,19s) y los preferidos de Jesús (cf. 5,37; 9,2), permite echar una mirada a sus esperanzas mesiánicas en vida de Jesús. Estaban todavía poco iluminadas y probablemente presas en la imagen habitual de los judíos de aquel tiempo, para quienes el Mesías -el Hijo de David- iba a establecer un reino terreno. La misma idea mesiánica suponíamos también en Pedro a propósito de la escena de Cesarea de Filipo (8,29s). La respuesta de Jesús -algo menos tajante que la palabra dirigida a Pedro (8,33)- descubre la mentalidad puramente humana de los discípulos. No han comprendido que en el seguimiento de Jesús les está señalado el camino de los dolores y la muerte, antes que puedan estar con Jesús «en su gloria». Les recuerda su propio camino: tiene que beber un cáliz y ser bautizado con un bautismo; dos imágenes que descubren su sentido a la luz del Antiguo Testamento. A menudo se habla del cáliz de la cólera o del vértigo que Dios da a beber a su pueblo infiel de Israel o a los pueblos orgullosos del mundo. «Levántate, Jerusalén, tú que has bebido de la mano del Señor la copa de su ira; hasta el fondo has bebido la copa que causa vértigo» (Is 51,17). «Toma de mi mano esta copa del vino de mi furor, y darás de beber de ella a todas las gentes a quienes te envío» (Jer 25,15). Es un cáliz de aflicción y de amargura (Ez 23,33); todos los impíos de la tierra habrán de beber de él (Sal 75,9). No es, pues, simplemente el «cáliz amargo del dolor», sino una imagen de la còlera y del juicio de Dios. Si Jesús aplica esta imagen a su propia pasión (Mc 14,36 y par), bien puede sugerir la idea de que asume sobre sí el juicio de Dios y que quiere soportar las penalidades externas por amor de los hombres. También la imagen del bautismo indica una extrema necesidad, un sumergirse en las olas de la tribulación: «todos tus torbellinos y olas todas ya han pasado sobre mí» (Sal 42,8; d. 69,2s). Se puede hablar de un bautismo de muerte, aunque las imágenes no apunten inequívocamente a la muerte física. Cuán lejos están los discípulos de los pensamientos de Jesús lo pone de manifiesto su respuesta de confianza en sí mismo: «Sí que lo somos (capaces).» Están dispuestos a soportar las más duras pruebas y padecimientos a cambio de compartir la soberanía con su Señor, y para ello confían en sus propias fuerzas. Todavía no han comprendido que es necesario dejarse conducir por Dios y que nada cuenta el orgullo humano frente a los embates más violentos. El deseo de dominio y poder es un estorbo para seguir a Jesús en su camino. Por ello, les dice Jesús claramente que beberán como él el cáliz y experimentarán el mismo bautismo; pero esto no justifica ninguna pretensión a los puestos de honor. Esta respuesta suena como una profecía sobre el destino futuro de los hermanos, y se ha concluido que Jesús les vaticina su martirio. De hecho Santiago sufrió esa suerte bien pronto (Act 12,1s); en cuanto a Juan faltan noticias precisas, aunque se aduce el presente pasaje en favor de sus tempranos martirio y muerte. El problema no deja de tener importancia por lo que respecta a quien ha sido el autor del cuarto Evangelio, aunque no es tan decisivo como antes se pensaba. Lo que Marcos quiere decir a su comunidad es algo distinto: Dios dispone del hombre que se forja grandes planes, y obligación del discípulo es someterse a la disposición divina. La distribución de los puestos de honor y dominio en el futuro reino de Dios está, como el futuro todo, exclusivamente en las manos de Dios. La breve frase «eso es para quien está preparado» requiere una mayor consideración. El concepto de «estar preparado» para las cosas futuras procede del lenguaje apocalíptico. Se encuentra a menudo aun dentro del Nuevo Testamento (Mt 25,34.41; cf. Mt 22,4.8; 1Cor 2,9) y quiere indicar que Dios en sus planes ha ordenado con antelación las realidades escatológicas; más aún: que la salvación y la condenación las establece él de forma insoslayable (Rom 9,23). Pero en este lenguaje apocalíptico se le dice al hombre que no debe inquietarse por ello. Si las ideas sólo girasen en torno a la recompensa, el reino y la gloria venideros, sería una recaída en el falso pensamiento apocalíptico. Más bien se invita al discípulo de Cristo a actuar en la hora presente; el futuro empieza para él en sus actos y padecimientos sobre la tierra. Lo que Dios nos ha preparado debe espolearnos al amor (cf. 1Cor 2,9), al esfuerzo moral. Dios ha dispuesto de antemano las obras que nosotros debemos realizar personalmente (cf. Ef 2,10). A los dos discípulos que aspiran a la soberanía, y a todos cuantos quieran seguirle, Jesús les responde que deben dejar de lado las aspiraciones de poder y confiarse por completo a las disposiciones divinas como hace él. Las palabras sobre los poderosos señores del mundo, tal vez con un cierto eco de ironía -«los que son tenidos por jefes»- en aquel momento histórico aludía muy particularmente a los reyes déspotas y a los príncipes vasallos de Roma, de quienes los judíos tenían una experiencia bastante exacta bajo los gobernantes de la casa de Herodes. La frase está formulada de un modo circunspecto: se pavonean de su poder y subyugan a los pueblos; sus grandes y sus funcionarios obran a imitación suya en cuanto que abusan de sus poderes. Lucas acentúa aún más el contraste entre el ser y parecer: se hacen incluso llamar «bienhechores» (22,25), recuerdo del culto a los soberanos con sus agasajos y frases grandilocuentes. Pero idéntico espectáculo se repite en todas las latitudes en que los hombres aspiran al poder y ejercen el dominio de una manera egoísta; esta inclinación está profundamente arraigada en el corazón humano y lo corrompe al igual que las riquezas. Jesús no es un politico revolucionario, pero quiere provocar la revolución interna en sus discípulos. Les prescribe una ley fundamental que no sólo prohíbe semejante afán de dominio sino que da a su comunidad como tal un sello completamente distinto. Sociológicamente considerados, los discípulos constituyen en el mundo un grupo de hombres, pero sometidos a la soberanía de Dios; grupo para el que vale la sentencia paradójica: el que se exalta será humillado (por Dios), y el que se humilla será exaltado. Esta idea, que fluye del mensaje de Jesús (cf. Mt 18,4; 23,12; Lc 14,11; 18,14), se esconde también bajo la exhortación ha «hacerse servidor y esclavo». La soberanía de Dios, bajo la que todos están por igual, y la solicitud divina por los oprimidos, los pobres y los despreciados -solicitud que Jesús ha mostrado en su predicación y en su conducta toda-, exigen esa nueva actitud fundamental en la comunidad de sus discípulos. La sentencia, que ha adoptado diversas formas en la tradición, y que ya hemos meditado a propósito de la discusión de los discípulos por el primer puesto (9,35), aparece aquí en la forma expresiva del paralelismo de sentencias y en marcado contraste con lo que ocurre generalmente en las sociedades humanas. Con ello se da a la comunidad una palabra de orientación, pero que también debe realizarse de un modo concreto en el camino; palabra que vale tanto para las relaciones mutuas de los hermanos entre sí («servidor vuestro») como para la constitución de la co munidad en general. No es posible decir si Marcos ha pensado también en algunos oficios particulares de la comunidad, como lo hace claramente Lucas (22,26: «el que manda»). Las palabras que acerca del servicio especialísimo de Jesús hasta la entrega de su propia vida, que cierran la perícopa, merece nuestra consideración por muchos aspectos: hablan del Hijo del hombre, de la misión de Jesús y de su muerte expiatoria. En ella se ha condensado y formulado toda la cristología antigua, pero de manera que no desfigura el pensamiento y conducta de Jesús. Pese a sus plenos poderes, no fue un dominador, sino un servidor en medio de los hombres; ni siquiera dentro del círculo de sus discípulos ha actuado como Señor. Un discípulo de los rabinos, que quisiera aprender las prescripciones de la ley y las reglas para la exposición de la Escritura a los pies de un doctor de la ley al tiempo que desease llevar una vida de conformidad con la ley, venía también obligado al servicio personal de su maestro. Semejante pretensión no la exhibió nunca Jesús, y además, en la última reunión con sus discípulos, ejerció un servicio, casi en forma demostrativa, que no correspondía al señor de la casa (cf. Lc 22,27; Jn 13,13s). No es improbable que con ello quisiera dar una muestra de su amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1). La Iglesia primitiva tenía perfecto derecho a considerar los padecimientos de Jesús hasta su muerte, que aceptó por obediencia a Dios, como el máximo servicio en favor de los hombres. Si esta entrega de Jesús se ha interpretado en unión con las palabras del cáliz (Mc 14,24) como una muerte expiatoria y vicaria, no por ello se ha falseado la intención de Jesús. Bajo la palabra del rescate o redención por muchos se encuentra sin duda una alusión a la idea del siervo de Yahveh que sufre y expía, según el texto de Is 53. De aquel personaje único se dice: «Ofreció su vida como sacrificio de expiación» (53,10); «mi siervo justificará a muchos y cargará sobre sí los pecados de ellos» (v. 11), «ha entregado su vida a la muerte, y ha sido confundido con los facinerosos, y ha tomado sobre sí los pecados de todos y ha rogado por los transgresores» (v. 12). La expresión «rescate» parece interpretar la idea de sacrificio expiatorio por el que un israelita quedaba libre de su culpa. Pero el Hijo del hombre pone su vida, se entrega a la muertc «por muchos», para procurarles vida y salvación. Este «por muchos» se ha interpretado ya en sentido universal en el mismo poema del siervo de Yahveh; no sólo en favor del pueblo de Israel como ocurre en la teología judía del martirio del tiempo de los Macabeos, sino en favor de todos los pueblos. «Muchos» o «los muchos» significa en el lenguaje usual judío, la pluralidad, la multitud en cuanto contrapuesta a uno. Es la idea de la sustitución: uno representa a los muchos, es decir a todos, ocupa su lugar e intercede en favor de ellos. Así aparece ya en las fórmulas de predicación más antiguas que han llegado hasta nosotros: «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras...» (1Cor 15,3), sin que se hable expresamente de rescate. No hay que forzar la idea del «rescate», ni preguntar a quién se ha pagado ese rescate, ni entenderlo como contrato, exigencia de justicia o medida de castigo. De otro modo, se llegaría a concepciones tan insostenibles como la de Dios insistiendo en la satisfacción y exigiendo que un inocente muera por los culpables. Se trata más bien de una suprema entrega personal, en cuanto que Jesús se entrega a la muerte por amor a nosotros, Dios nos demuestra su amor supremo y nos acoge amorosamente en este uno que es su Hijo. Pablo vuelve a desarrollar la imagen del rescate -que también en él no es más que una imagen- de otra forma: Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley (Gál 3,13; 4,5) utilizando al mismo tiempo la metáfora paralela de la «manumisión» por parte de Dios: «Habéis sido comprados a precio»; es decir, sois libres y pertenecéis a Dios (lCor 6,20; 7,23) (*). Es precisamente como conclusión y cima de la sentencia sobre el servicio donde la imagen del rescate adquiere su justa perspectiva: la muerte de Jesús es su acción más grande, puesta de un modo consciente, con la que corona su vida de servicio en favor de los otros. La Iglesia primitiva ha recordado esta actitud de Jesús principalmente en la celebración de la eucaristía, cuando escuchaba que Jesús con su sangre derramada «por muchos» quería sellar la alianza perfecta y definitiva de Dios con la humanidad (cf. 14,24). Pero comprendió también, como lo prueba la palabra que comentamos, la obligación que de ahí se le derivaba: asi como Dios ha aceptado el sacrificio de su Hijo, del mismo modo todos cuantos hemos entrado en esta alianza con Dios debemos estar prontos al mismo servicio en el seguimiento de Jesús.
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REDENCION/QUE-ES El pensamiento de la «redención» de todos los hombres por Jesucristo se expresa también en el Nuevo Testamento de otro modo: se le puede considerar «autor de la vida» (Act 3.15) «salvador, (Act 5.31). «autor de la salvación» (Heb 2 10; cf. 12,2) por cuanto nos ha precedido y ha hecho posible el camino que conduce a la salvación. Tal vez esta idea responde mejor a nuestra postura espiritual; lo importante es que Jesús no sólo aparece como modelo, sino que se le ha visto en el significado insustituible que tiene para todos los hombres. En este uno ha recibido Dios a la humanidad y le ha prometido la salvacion (cf. Act. 4. 12).

Il. JESÚS EN JERUSALÉN (10,46-13,37). Con 10,46 Jesús alcanza Jericó, la ciudad en que los peregrinos que llegaban por el camino del Este (cf. 10,1) cruzaban el Jordán y entraban en la antigua vía hacia Jerusalén (cf. Lc 10,30). La curación del ciego Bartimeo, un antiguo relato firmemente localizado en Jericó, pertenece ya por su carácter a la nueva sección que trata de la entrada de Jesús en Jerusalén y de su último ministerio en la capital. Esta sección permite establecer tres subsecciones: 1) las obras simbólicas, de alcance mesiánico: curación del ciego Bartimeo, entrada bajo las aclamaciones del pueblo, purificación del templo y maldición de la higuera; 2) diálogos y discusiones de Jesús con distintos grupos en la capital judía; 3) vaticinio sobre la destrucción de Jerusalén y gran discurso escatológico. Todo esto lo ha reelaborado el evangelista conforme a un plan. Los acontecimientos que ocurren en la entrada de Jesús en Jerusalén evidencian la atmósfera tensa y cargada que se respira en la vieja ciudad santa. El propio Jesús da a conocer su dignidad mesiánica mediante una serie de acciones simbólicas; al mismo tiempo se afirma la resolución de sus enemigos para eliminarle. Situación que se esclarece todavía más con las disputas entre Jesús y los representantes más destacados del judaísmo. De todos modos, estos diálogos tienen aún otro sentido: la de dar una explicación a la comunidad sobre los importantes problemas ante los que Jesús ha tomado posiciones. Con ello cae el telón sobre la actividad pública de Jesús. Sigue aún una instrucción privada a los discípulos sobre el destino de Jerusalén y sobre el tiempo futuro, que aparece bajo el signo del fin; es el tiempo en que vive la comunidad de Marcos. Es la comunidad la que recibe instrucciones sobre su conducta en las tribulaciones que habrá de padecer con las persecuciones y sufrimientos externos, aunque también internamente por obra de seductores y diversas tentaciones. Es una enseñanza escatológica que se imparte a la comunidad para su vida en este tiempo, siempre malo, del mundo, aunque en definitiva no se trata de instruirla sino más bien de exhortarla y alentarla a mantener la actitud adecuada. El material de tradición reunido en esta sección no está ordenado, como en ocasiones precedentes, de un modo cronológico. Cierto que la entrada de Jesús en Jerusalén pertenece a su vida y ministerio anterior a la pascua de la muerte; pero como Marcos y los otros dos sinópticos sólo hablan de una entrada de Jesús en la Ciudad Santa -aunque Jesús acudió repetidas veces a la capital (cf. el Evangelio de Juan y otros indicios de los mismos en Lc 13,34 y en los otros dos sinópticos)-, muchos de estos debates se han reunido en esta sección, aunque probablemente tuvieron lugar antes en la misma ciudad de Jerusalén. El evangelista ha hecho una selección consciente, siempre con la mirada puesta en el objetivo de su exposición y en las necesidades de la comunidad. También ha elaborado teológicamente algunos detalles concretos del material, de tal modo que ya no podemos reconstruir de un modo claro los episodios históricos, como la entrada y purificación del templo, por citar un ejemplo. Pero la visión creyente da a la exposición una profundidad de pensamiento, que echaríamos de menos en un relato puramente objetivo. La agudización dramática del conflicto con los círculos dirigentes judíos, la rápida evolución de aquellos últimos días en Jerusalén que conduce a la prisión y ejecución de Jesús, no cabe ponerlas en duda; pero no es posible seguir el curso exacto de los sucesos. Por el contrario, da la impresión de que estos días están repletos de acontecimientos sumamente graves para el tiempo futuro; literariamente se observa asimismo un reiterado aplazamiento de gran efecto hasta que los episodios de la pasión irrumpen y se desarrollan de forma incontenible.

1. OBRAS SIMBÓLICAS DE ALCANCE MESIÁNICO (10,46-11,25).

Lo que sorprende en estas perícopas, que externamente presentan una estrecha trabazón, es la repetida actividad de Jesús con una fin bien preciso. En la mente del evangelista esto empieza ya con la curación del ciego de Jericó: Jesús no impide la invocación a voz en grito de «Hijo de David», sino que da la vista a este hombre que cree y que le sigue con fe. En la preparación de la entrada en Jerusalén Jesús da de antemano a los discípulos unas instrucciones clarividentes, elige con toda intención un borriquillo sobre el que nadie había aún montado y se deja acompañar por las multitudes del pueblo. El comportamiento de la muchedumbre, especialmente sus gritos de aclamación, subrayan la transparencia mesiánica de la escena de la entrada. Al dirigirse al templo maldice una higuera que no lleva fruto, gesto aparentemente absurdo puesto que no era tiempo de higos, pero que constituye una acción simbólica al modo de las de los profetas. Después expulsa a los mercaderes del atrio del templo, demostración que tiene también un sentido más profundo. Finalmente, con ocasión de la higuera que entre tanto se ha secado, da a los discípulos unas instrucciones sobre la fe firme, la oración consciente de ser escuchada y el perdón fraterno. Jesús y el pueblo, los discípulos y los enemigos aparecen en escena y desarrollan sus respectivos papeles; pero todo lo domina la figura de Jesús, que actúa con una majestad hasta entonces desconocida; pese a lo cual se ve rodeado por la malicia y el odio de sus enemigos y por los obscuros nubarrones de los acontecimientos inminentes. El propio Jesús ve acercarse su pasión y marcha decidido a su encuentro; los discípulos viven unos signos que sólo comprenderán más tarde y escuchan unas palabras cuyo pleno significado sólo descubrirán en las circunstancias y tribulaciones de la comunidad.

a) Curación del ciego de Jericó (Mc/10/46-52).

46 Llegan, pues, a Jericó. Y al salir él de Jericó, con sus discípulos y numeroso pueblo, el hijo de Timeo, Bartimeo, mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. 47 Cuando oyó que era Jesús de Nazaret, comenzó a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» 48 Muchos lo reprendían para que se callara; pero él gritaba todavía más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» 49 Jesús entonces se detuvo y dijo: «Llamadlo.» Llaman, pues, al ciego, diciéndole: «¡Animo! levántate, que te llama.» 50 Éste tiró entonces su manto y, dando saltos, llegó ante Jesús. 51 Jesús se dirigió a él preguntándole: «¿Qué quieres que te haga?» El ciego le respondió: «¡Rabbuní, que yo vea!» 52 Jesús le dijo: «Vete; tu fe te ha salvado.» Y al momento recobró la vista y lo iba siguiendo por el camino.

Las curaciones de ciegos desempeñan un papel especial ya en la tradición más antigua (cf. 8,22-26). Las muchas enfermedades oculares del Oriente tenían entonces pocas perspectivas de curación, y el destino de los pacientes era duro. Por lo general no les quedaba otra salida que la mendicación (cf. Jn 9,8), a lo que se sumaba la angustia interior derivada de semejante situación, de una vida en constantes tinieblas. De este modo los ciegos aparecen como los representantes de la miseria y desesperanza humanas. Sin duda que el relato del ciego-Bartimeo contiene una tradición antigua. El nombre, que es una formación aramea con el nombre del padre -bar Timai-, no tiene ningún significado simbólico; también la fórmula de saludo Rabbuni («maestro», v. 51b; cf. Jn 20,16) es una antigua forma aramea. Tampoco tiene especial interés la localización del suceso en Jericó, la «ciudad de las palmeras» al Norte del mar Muerto, uno de los establecimientos humanos más antiguos de Palestina, con la que en los Evangelios sólo se conecta la tradición particular lucana del jefe de aduanas Zaqueo (Lc 19,1-10). Fuera de esto sólo se menciona a Jericó en la parábola del samaritano compasivo (Lc 10,30). Marcos refiere esta curación -la única en la segunda parte de su libro- no porque haya tenido lugar en la última estación del viaje de Jesús a Jerusalén, ni siquiera para demostrar la no menguada fuerza curativa o la no disminuida misericordia de Jesús. Esta curación está narrada de distinto modo que la de Betsaida (8,22-26). Escuchamos los grandes gritos del mendigo en el camino, en los que resuena por dos veces la invocación «Hijo de David». Fuera del diálogo sobre la filiación davídica del Mesías en Mc 12,35-37, es la única vez que encontramos en el Evangelio de Marcos esta designación judía del Mesías... y Jesús la permite. Muchas personas de entre la multitud del pueblo reprendían al hombre, pero Jesús manda que se lo acerquen. Alaba su fe -«tu fe te ha salvado»- con las mismas palabras que había dirigido a la mujer de fe sencilla que sufría un flujo de sangre (5,34). El ciego sanado no se marcha sin más ni más sino que sigue a Jesús en su camino. Considerando estos matices narrativos, puestos por el evangelista, es precisamente como descubrimos el sentido de la curación del ciego en este pasaje. Las turbas populares, cosa que ya sabían los lectores mucho antes, acompañan a Jesús, pero sin una fe profunda, ciegas por lo que respecta a su misión. El ciego Bartimeo, por el contrario, cree en él como Hijo de David y como Mesías, de manera firme e inconmovible, aunque las gentes se lo recriminan. Su fe está todavía tan poco iluminada como la de aquella mujer del pueblo que tocó la fimbria del vestido de Jesús; pero cree en la bondad y en el poder de Jesús en quien se le acerca la ayuda de Dios. Esa fe supera la perspicacia de los doctores de la ley (cf. 12,35-37) al igual que la torpeza de la multitud. El ciego se ha formado su propia idea sobre el «Nazareno» (cf. 1,24), su procedencia no le crea ningún obstáculo (cf. 6,1-6) y le habla lleno de confianza. Un hombre así de confiado puede haberse convertido en discípulo de Jesús y aceptado la posterior confesión de fe de la comunidad en Jesús, pero no, le sigue inmediatamente, y más tarde quizá perteneció de hecho a la comunidad, como aquel Simón de Cirene que ayudó a Jesús a llevar la cruz (15,21). Para los lectores cristianos el ciego pasa a ser el modelo del creyente y discípulo que ante nada retrocede y que sigue a Jesús en su camino de muerte. Mas para Marcos tiene también importancia especial la conducta de Jesús: ¡Es sorprendente que no rechace el título de Mesías y ni siquiera el título de «Hijo de David», más peligroso políticamente! Pero una vez emprendido el camino de la muerte y cuando se acerca el fin en que debe cumplirse el designio divino, pueden caer las barreras y puede desvelarse el misterio mesiánico. La falsa interpretación de un libertador político no impedirá por lo demás que Jesús sea ejecutado como tal; eso no sólo no impide sino que da cumplimiento a los planes secretos de Dios: la muerte de Jesús a mano de los hombres le convierte por voluntad divina en verdadero portador de la salvación. Jesús es el Mesías, aunque en un sentido distinto del que los judíos esperaban. Evidentemente hay una línea que va desde la invocación del ciego de Jericó a las aclamaciones del pueblo con motivo de la entrada en Jerusalén: «¡Bendito sea el reino, que ya llega, de nuestro padre David!» (11,10). Ese reino llega, pero de forma diferente de como lo esperaba el pueblo: como el reino de Dios que abraza a todos los pueblos, a «los muchos» por quienes es derramada la sangre de Jesús (14,24; cf. 10,45). Es un reino de paz, como lo testifica a los sabios la entrada real y pacífica de Jesús en Jerusalén sobre un pollino. Jesús permite al ciego Bartimeo y a la multitud que le acompañen en la entrada. La curación era sólo un signo de la fe salvadora. Así como la fe ha curado al ciego, le ha «salvado» con ayuda de Jesús, así también la fe, que conduce a la unión con Jesús y a su seguimiento por el camino de la muerte, proporciona la verdadera salvación, la redención definitiva.