CAPÍTULO 09


NOTA: El versículo 1 se encuentra al final del capítulo 8

c) La transfiguración de Jesús (Mc/09/02-08).

2 Seis días después toma Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, y los conduce a un monte alto, aparte, a ellos solos. Y se transfiguró delante de ellos, 3 de forma que sus vestidos se volvieron tan resplandecientes por su blancura, como ningún batanero en el mundo podría blanquearlos. 4 Entonces se les aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. 5 Tomando Pedro la palabra, dice a Jesús: «¡Rabbí! ¡Qué bueno sería quedarnos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» 6 Es que no sabía qué decir, porque estaban llenos de estupor. 7 Se formó entonces una nube que los envolvió, y de la nube salió una voz: «Este es mi Hijo amado; escuchadle.» 8 De pronto, miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.

La transfiguración de Jesús sobre un monte elevado, es, como el acontecimiento de después del bautismo y el paseo de Jesús sobre las aguas del lago, la historia de una teofanía que escapa a la consideración crítica de un historiador y que sólo descubre su sentido a la fe. Pero, dada la multitud de motivos que en ella resuenan y en razón de sus posibles relaciones, presenta grandes dificultades incluso para determinar de forma inequívoca ese sentido creyente. Sin duda alguna que la transfiguración de Jesús se narraba ya en la comunidad pospascual antes de que Marcos escribiese; él la ha tomado insertándola en su Evangelio con determinadas miras. Cada evangelista ha puesto su propio acento. Por lo que a Marcos se refiere, hemos de preguntarnos qué le ha inducido a colocarla en este lugar y presentarla de esta forma. ¿Acaso la voz divina pretende confirmar, corregir y ahondar la confesión de Pedro afirmando que Jesús no es el Mesías en sentido judío, sino el Hijo amado y único de Dios? ¿Hay que contemplar la dura enseñanza de que el Hijo del hombre debe padecer y morir a la luz esclarecedora de la resurrección y de la gloria celestial que esperan a Jesús? ¿Deben cobrar ánimo y fuerza los discípulos destinados al mismo camino doloroso de la cruz y la muerte por amor de Jesús? ¿Acaso la certeza de la inminente parusía (9,1) debe robustecer y hasta proclamar incluso un cumplimiento anticipado para los tres discípulos? Todas estas preguntas se justifican en cierto modo después de cuanto llevamos dicho. Si el sentido principal de toda la sección desde 8,31 tiende a la revelación del misterio de la muerte de Jesús, ahí debemos buscar la motivación del pensamiento del evangelista, cosa que nos confirmaría el diálogo sostenido por Jesús y sus discípulos «mientras iban bajando» (v. 9-13). Estos versículos finales no pertenecen en su tenor actual al relato de la tradición, sino que reflejan las ideas de la comunidad que Marcos ha recogido intencionadamente. Con ello se subraya una vez más el hecho y necesidad de la muerte del Hijo del hombre. Para el evangelista la importancia de la transfiguración sobre el monte radica en que empieza por desvelar el misterio mesiánico de Jesús a los tres discípulos, y que después de la resurrección (9,9) también podrá iluminárselo a toda la comunidad. Durante la misma vida terrena de Jesús, y precisamente en su camino hacia la pasión, la transfiguración descubre su gloria oculta, y lo hace de un modo que puede servir de exhortación, amonestación y consuelo para la comunidad.

El acontecimiento no está delimitado en el tiempo y el espacio, pese a que la indicación precisa de «seis días después» y la señalización del lugar como «un monte alto» pudieran dar esa impresión. Pues, los «seis días» no pueden contarse desde la conversación en Cesarea de Filipo, ya que entre ambos sucesos media la llamada, temporalmente imprecisa, del pueblo con los discípulos (8, 34). El monte Tabor, en Galilea, venerado tradicionalmente como el monte de la transfiguración, es desde luego un lugar maravilloso en el que hoy podemos imaginar perfectamente el acontecimiento teofánico, la revelación del mundo de Dios en medio de la realidad terrestre. El monte, que se alza de un modo impresionante (562 m) sobre una vasta llanura, conduce a los que ascienden a su cumbre, desde las bajezas de la vida y anhelos terrenos hasta la proximidad del cielo, a la soledad, luminosidad y apertura de horizontes que predisponen a semejante revelación del mundo celestial. Pero en tiempos de Jesús había tal vez hasta fortificaciones militares en aquel monte, y sólo a partir del siglo IV se centra la tradición en dicho monte Tabor. Es inútil buscar otros montes altos en el Norte; aquí se habla de un «monte alto», desde un punto de vista exclusivamente teológico. También en 3,13 sube Jesús «al monte» para llamar a sí a los hombres que se había elegido; y en 6,46 se reitera «al monte» para orar. La soledad del monte significaba en aquellos tiempos el alejamiento del resto de los hombres y la proximidad a Dios. Pero el «monte alto» y los «seis días» sugieren además que la tradición anterior a Marcos probablemente había tenido en cuenta ciertos motivos de la historia de Moisés. «Y la gloria del Señor se manifestó sobre el monte Sinaí, cubriéndolo con la nube durante seis días; y al séptimo llamó Dios a Moisés de en medio de la nube obscura» (Ex 24,16). También en la historia de Moisés hay un dato relacionado con la transfiguración y es que con la proximidad de Dios y de su gloria el rostro de Moisés se puso resplandeciente (Ex 34,29-35). Pero Marcos no habla de la faz luminosa; el primero que lo hace es Mateo, el cual subraya con mayor fuerza aún la tipología mosaica. Marcos describe la blancura de los vestidos de Jesús «tan resplandecientes por su blancura, como ningún batanero en el mundo podría blanquearlos»; lo cual constituye más bien un rasgo de las descripciones apocalípticas de la resurrección. Los justos y elegidos «serán revestidos de las vestiduras de gloria, y esto son los vestidos de la vida del Señor de los espíritus» (Henoc etiópico 62,16). También en el Apocalipsis de Juan los que han sido salvados llevan vestiduras blancas (7,9) y a los que hayan vencido en la batalla de la vida terrena se promete que serán revestidos de ropas blancas (3,5). La blancura resplandeciente es un símbolo de la gloria del cielo, del fulgor divino, que, por lo demás, no son capaces de contemplar los ojos terrenos. El totalmente otro del mundo transcendente divino se desvela, se hace visible por unos momentos; se trata de una teofanía. Para indicar este cambio de la figura y rostro de Jesús, emplea el evangelista un término -«se transfiguró»- que también se utilizaba en los cultos mistéricos para indicar la divinización del hombre consecuente a la consagración mistérica. Pero la transfiguración de Jesús no es un proceso que alcanza gradualmente su plenitud, no es un acontecimiento simbólico espectacular, sino la irrupción de la realidad divina escatológica, un acontecimiento operado por Dios, como indican la forma pasiva (literalmente «fue transfigurado») y la imagen del batanero. No es una revelación que el hombre pueda provocar y manipular a su antojo, sino una revelación que Dios otorga. Después aparecen dos personajes celestes, «Elías y Moisés», dos varones de Dios, bien conocidos en el Antiguo Testamento y en torno a los cuales giraban muchas ideas del judaísmo. ¿Cuál es su significado en esta escena? ¿Son simples acompañantes para hacer más impresionante el acontecimiento teofánico? Para eso también podían haber servido unos ángeles. Los dos varones de Dios han sido elegidos de un modo particular. ¿Son testigos en favor de Jesús? Pero resulta que sólo hablan con él, no con los discípulos. Su testimonio queda limitado a su aparición y a la importancia de sus personas. ¿Encarnan la ley y los profetas, como se ha pensado con frecuencia? Pero Elías no es un profeta escritor y, además, el orden que Marcos -y sólo él- ha escogido habla en contra de semejante interpretación. ¿Aparecen como precursores del Mesías? Pero si bien a Elías se le ha visto bajo esa función (cf. v. 11s), resulta muy dudoso que el judaísmo atribuyese entonces ese papel a Moisés. ¿Se les nombra por haber sido varones piadosos que fueron arrebatados hasta Dios sin pasar por la muerte corporal? Además de Henoc y Elías, de quienes lo testifica el Antiguo Testamento, el judaísmo atribuía también a Moisés semejante asunción al cielo. Si hablan con Jesús proclamando así su comunión con él, el dato tal vez podría significar que también Jesús pertenece a su grupo. Ciertamente que no será arrebatado al cielo sin pasar por la muerte corporal, pero sí que será resucitado después de su muerte. Seguramente que su función es la de señalar a Jesús como el más grande, el esperado que colma todas las esperanzas. A estos testigos mudos, pero elocuentes para oídos judíos, sigue el testimonio de Dios que declara a Jesús su Hijo amado y exhorta a los discípulos a que le escuchen. Es aquí donde el acontecimiento teofánico alcanza su cumbre más alta. Pero entre tanto hay una interpelación de Pedro. Este discípulo está tan fascinado por la maravillosa escena, que quiere levantar tres tiendas: una para Jesús, una para Moisés y otra para Elías. Querría invitar a aquellos personajes gloriosos a que se quedasen, porque querría asir la felicidad del momento aportando para ello su esfuerzo con el de sus compañeros.

Las tres «tiendas» recuerdan la fiesta de los tabernáculos, a la que iban vinculadas fuertes esperanzas mesiánicas y escatológicas; en la semana festiva se anticipaba el júbilo del tiempo de la salvación. Mas Pedro no desea levantar las tres tiendas para sí y sus compañeros, sino para Jesús y los personajes celestes. Es una réplica de su postura después del anuncio de la muerte de Jesús (8,32): allí conjuró al Maestro para que abandonase su camino y proyectos; aquí intenta convencer a los personajes glorificados para que prolonguen su permanencia. Marcos considera también este lenguaje como carente de sentido, y lo explica en razón del temor religioso que había invadido a los discípulos. La doble y contraria intervención de Pedro presenta para el evangelista una indudable trabazón interna. También ahora podría responderle Jesús: «No piensas a lo divino, sino a lo humano.» En este punto de la incomprensión humana, que también resultaba evidente para los lectores, interviene el mismo Dios. La nube que cae sobre los discípulos es el signo de la presencia divina (cf. Ex 24,15-18), de una presencia benéfica que es revelación, promesa y exhortación. La voz de Dios (cf. 1,11) revela a Jesús como a su Hijo amado, mayor que Elías y que Moisés, y diferente del Mesías esperado por los judíos. A diferencia también de la voz que se escuchó en el bautismo, esta vez la palabra no se dirige a Jesús sino a los discípulos, y para éstos se agrega este importante inciso: «Escuchadle.» El tenor literal recuerda la profecía de Moisés sobre el profeta que había de venir: «El Señor tu Dios te suscitará un profeta de tu nación y de entre tus hermanos, como yo; a él deberéis escuchar» (Dt 18,15); exhortación que viene refrendada poco después: «Mas el que no quisiere escuchar las palabras que hablará en mi nombre, experimentará mi venganza» (Dt 18,19). La alusión al Mesías profeta, que el propio Moisés había prometido, da a la aparición del legislador acentos nuevos. Mas para el evangelista esta exhortación tiene un sentido muy concreto: también las palabras, difíciles de comprender, que Jesús ha pronunciado acerca de su camino doloroso y del seguimiento de sus discípulos con la cruz, se presentan a los discípulos y a la comunidad posterior como palabras de Dios a las que es preciso obedecer. Inmediatamente después el acontecimiento celestial desaparece de la vista de los discípulos. Cuando miran en derredor no ven a nadie más que a Jesús... en su figura habitual. Ha vuelto para ellos a su proximidad terrestre. Esta repentina desaparición del fenómeno sobrenatural después de escucharse la voz de Dios tiene también un sentido profundo: el objetivo de la revelación se ha alcanzado, ha resonado la exhortación divina: «Escuchadle.» Como la revelación del cielo después del bautismo de Jesús, todo ello no ha sido sino un rayo de luz que llega de arriba y que por unos instantes iluminó las obscuridades terrenas. Lo que queda es la dura realidad terrena. Todavía no ha llegado el tiempo de la consumación y de la gloria; antes hay que recorrer el camino de los padecimientos y de la muerte. Junto con los discípulos, la comunidad recibe la enseñanza de que el Hijo del hombre debe padecer mucho, ser rechazado y muerto. En el horizonte brilla sólo, como una cinta de plata, la promesa de que después de tres días resucitará. Jesús es el Hijo amado de Dios que no permanece en la muerte, sino que está llamado a la gloria del cielo, a la culminación de su camino junto a Dios. ¿Cuál es, pues, para Marcos el provecho de este relato numinoso? Una revelación inicial del secreto mesiánico de Jesús, el desvelamiento de su gloria oculta pese a la presencia de la muerte; más aún: ¡es la justificación del camino fatídico de Jesús y la confirmación divina de sus palabras! Esto constituye a su vez una llamada a la comunidad para que no rechace la cruz de Jesús y le siga por su camino. Los tres discípulos son los testigos privilegiados de esta revelación, como serán más tarde los testigos de la agonía de Jesús en el monte de los Olivos (14,33s). Como la promesa de la venida del Hijo del hombre en la gloria (8,38), de la llegada del reino de Dios con poder (9,1), se encuentra al final de la serie de sentencias sobre el seguimiento de Jesús hasta la muerte, así la transfiguración en el monte no hace sino confirmar aquella promesa. Abre los ojos a la justificación de Jesús y a su investidura de poderes por parte de Dios, sin suprimir el anuncio de su pasión y muerte. Por ello se encuentra este relato en el centro de la vida de Jesús en la tierra, en agudo contraste con la profecía de su muerte. ¿Se trata de un episodio pospascual anticipado, como se ha pensado a menudo? No, porque la propia estructura es distinta. Después de los acontecimientos pascuales el Resucitado no se aparece a los discípulos rodeado de un fulgor supraterreno, ni llega acompañado de personajes del cielo. La tradición tampoco conoce ninguna aparición a tres discípulos. La voz de Dios, que confirma al Hijo y exhorta a los discípulos a escucharle, pertenece, como la voz del bautismo, al tiempo del ministerio de Jesús en este mundo, aunque sólo resulte inteligible a la luz de la pascua. Sólo después de los acontecimientos pascuales narró la comunidad la transfiguración del monte de este modo; pero, desde el punto de vista de la «historia de las formas» y de la «historia de la tradición», no cabe deducirla de la pascua. Tampoco es un episodio de parusía ni un acontecimiento referido directamente a la venida de Jesús en gloria. Pero en cuanto que ilumina la gloria pascual, lo hace también sin duda respecto a la venida de Jesús en gloria; para Marcos y su comunidad una y otra están estrechamente ligadas. La enseñanza permanente para la comunidad no es la de refugiarse anhelante en el mundo celestial, ni desear visiones que anticipen la felicidad del mundo futuro. El evangelista, de un modo harto evidente, pone en guardia frente a esta tentación al presentar la pretensión de Pedro como absurda y necia. Lo que la comunidad debe tener ante sus ojos es más bien la necesidad de seguir a Jesús por el camino de los sufrimientos y de la muerte. La mirada al transfigurado es sólo una incitación a creer en el crucificado y a seguirle; es sólo un estímulo a mantenerse fuerte en las penalidades y persecuciones. No es tiempo todavía de levantar unos pabellones en el cielo, sino de afrontar la lucha sobre la tierra. Pero todo se puede superar con la obediencia al Hijo amado de Dios que nos ha precedido en el camino que a través de los padecimientos y la muerte conduce hasta la gloria de Dios.

d) El diálogo al bajar del monte (Mc/09/09-13).

9 Y mientras iban bajando del monte, les prohibió referir a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. 10 Y ellos guardaron el secreto, aunque preguntándose a sí mismos qué era eso de «resucitar de entre los muertos». 11 Le propusieron, pues, esta cuestión: «¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?» 12 ÉI les contestó: «Elías, desde luego, ha de venir antes, para restablecerlo todo; pero ¿no está escrito acerca del Hijo del hombre que habrá de padecer mucho y ser menospreciado? 13 Pues bien; yo os lo aseguro: Elías ya vino, e hicieron con él cuanto se les antojó, conforme está escrito acerca de él.»

El diálogo que Jesús mantiene con los tres discípulos al bajar del monte presenta unos rasgos redaccionales más acusados aún que la misma perícopa de la transfiguración; con lo que nos permite también una penetración más profunda en el pensamiento del evangelista. La temática no está ligada directamente con la teofanía del monte, sino que vuelve a conectar con 8,31. Las palabras no advertidas por los discípulos en la profecía de Jesús sobre su muerte, respecto a la necesidad de que el Hijo del hombre resucitase después de tres días, vuelve ahora al primer plano. La orden de Jesús imponiendo silencio «hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos» (9,9), contribuye a ello suscitando de momento en los discípulos las reflexiones de qué querría decir lo de «resucitar de entre los muertos». Después esgrimen una objeción que reincide sobre la necesidad de los padecimientos y vilipendio del Hijo del hombre. La alusión a las esperanzas judías de que primero debía venir Elías, la relaciona sin duda el evangelista con la aparición del gran profeta en la transfiguración de Jesús. De haber estado la perícopa de la transfiguración íntimamente ligada con el diálogo que se desarrolla al bajar del monte, el lector cristiano tal vez se habría esperado que Jesús dijese: «Elías acaba de aparecer, con lo que esa esperanza se ha cumplido.» Pero la dogmática mesiánica del judaísmo se presentaba de otro modo: de acuerdo con Mal 3,23s se esperaba que el profeta Elías apareciera sobre la tierra antes del «día del Señor» estableciendo en Israel la paz y la unión del pueblo: «Y él reunirá el corazón de los padres con el corazón de los hijos, y el de los hijos con el de los padres.» La Biblia griega emplea ahí la expresión «restablecer», que Jesús emplea también en su respuesta. «El restablecimiento de todas las cosas» (cf. Act 3,21 y también 1,6), el establecimiento de la paz en Israel y el orden pacífico sobre la tierra era la función que el judaísmo atribuía al regresado Elías. Difícilmente puede Jesús haber confirmado esta esperanza conforme al texto griego. En este diálogo el evangelista ha tenido en cuenta las discusiones que habían surgido en la comunidad, como réplica al judaísmo sin duda, acerca de tales esperanzas sobre la venida y actividad de Elías. De ser así ¿cómo se compagina la necesidad impuesta por Dios a los padecimientos y muerte de Jesús, el Hijo del hombre? Penetramos así en las dificultades surgidas del duro hecho de la muerte en cruz de Jesús; lo que nos conviene también a nosotros, pues nos hemos habituado demasiado a este obscuro acontecimiento, realmente incomprensible para la fe en el Hijo de Dios. La orden de silencio a los tres discípulos -que Lucas no ha consignado- se acomoda tan poco a la situación histórica, como las precedentes órdenes de silencio. Pues, si la profecía de Jesús sobre su muerte -que estos tres discípulos y los otros habían escuchado- debía iluminarles este hecho obscuro y alentarles para emprender ellos mismos su camino doloroso, ¿por qué los tres testigos de la transfiguración no habían de hablar de la misma al menos a sus compañeros? Pero la alusión a la resurrección le interesa al evangelista por múltiples motivos: la transfiguración de Jesús anticipa su resurrección y, de hecho, sólo se comprende junto con ésta. La elección de estos tres discípulos como testigos de la resurrección de la hija de Jairo (5,37), de la transfiguración de Jesús y de su agonía en Getsemaní (14,33), está en relación con los misterios de la vida y ministerio terrenos de Jesús, que después de su resurrección no debían permanecer ocultos y que además proporcionaban una clave para la comprensión de su persona. El que opera en forma velada es el mismo Hijo de Dios dotado de plenos poderes, a quien corresponden la gloria y autoridad divinas, aunque todavía deba atravesar la noche obscura de la pasión. Al menos tres de los compañeros más antiguos y más íntimos de Jesús deberán atestiguarlo más tarde, cuando la comunidad ya pueda comprenderlo gracias a la resurrección de Jesús. Incluso en el momento en que los discípulos descienden del monte de la transfiguración, la palabra de Jesús acerca de la resurrección del Hijo del hombre de entre los muertos les está cerrada (*). La guardan en su pecho, pero discuten acerca de lo que pueda significar eso de «resucitar de entre los muertos». Aquí, a diferencia de 8,31, se ha introducido intencionadamente el «de entre los muertos» para expresar todavía con más fuerza la penetración real de Jesús en el reino de la muerte y su salida del mismo, su resurrección, por obra de Dios. Es la esperanza escatológica que el judaísmo alimentaba para el fin de los tiempos, y que debía cumplirse en Jesús, pero inmediatamente después de su muerte. Esta es precisamente la grande y asombrosa experiencia de la comunidad de los discípulos que inflamó su fe y alegría pascuales. Cuando el acontecimiento se realizó y los discípulos lo experimentaron mediante las apariciones del resucitado -y la confirmación del sepulcro vacío-, la «resurrección de entre los muertos», la resurrección de la muerte, por obra del poder divino, fue la afirmación que se les impuso a los discípulos y que les reveló la inteligencia del acontecimiento y toda su importancia: este resucitado es el signo de que Dios confirma y justifica a Jesús crucificado, de que con él irrumpe la era definitiva de la salvación, lleva la historia a su consumación y da a los hombres la certeza de su propia liberación. Tras las discusiones entre sí, los tres discípulos se acercan a Jesús con un problema. Los doctores judíos de la ley dicen que, según la Escritura, primero debe venir Elías. ¿Qué fuerza tiene este argumento si Jesús habla de la resurrección del Hijo del hombre sin referirse a la venida de Elías? Los discípulos han entendido, pues -y aquí se vislumbra el horizonte de después de pascua- que se trata de una afirmación relativa al tiempo de la salvación escatológica. Jesús empieza por ratificar la concepción judía que se apoyaba en la Escritura. Cabría esperar que hubiese añadido inmediatamente: «Mas yo os digo que Elías ha venido ya... » (así ordenará después Mateo el curso de las ideas). Pero, tras la ratificación de las ideas judías por parte de Jesús, Marcos presenta la objeción de un modo tajante: en tal caso ¿cómo se ha podido escribir sobre el Hijo del hombre que debía padecer mucho y ser despreciado? Presenta las dificultades de la comunidad cristiana en un lenguaje que aparece ya en la propia afirmación de Jesús (8,31). Después la comunidad escucha la respuesta de labios de Jesús: Elías ya ha venido y los hombres hicieron con él cuanto quisieron... Es evidente (evidencia que Mateo pone aún más de relieve mediante la observación aclaradora de 17,13) que aquí se está pensando en Juan Bautista. Para los cristianos él era realmente el precursor del Mesías Jesús y podía por ello vérsele en la función que el judaísmo atribuía a Elías, después de su segunda venida (cf. Mt 11,14; también Lc 1,17, aunque en forma menos explícita) (**). La interpretación cristiana va incluso más allá de la judía por cuanto que incorpora la muerte del Bautista en su función de precursor. El argumento fluye, pues así: Si incluso hubo de sufrir el precursor, que fue perseguido y asesinado por los hombres ¿cuánto más no habrá de sufrir aquél cuyo camino preparó Juan? Difícil resulta la adición «conforme está escrito acerca de él», pues no se encuentran esas palabras bíblicas sobre Elías. Se ha pensado en la persecución del Elías histórico por parte de la reina Jezabel (lRe 19,1-3); pero en nuestro pasaje se trata del Elías que ha de volver al fin de los tiempos. Tal vez el texto relativo al Elías histórico «quede aplicado tipológicamente al Bautista, que encontró su Jezabel en Herodías». Como quiera que sea, la Iglesia primitiva ha establecido un paralelismo y trabazón estrecha entre el destino del Bautista y el destino de Jesús, y ha considerado esa relación como querida por Dios y testificada en la Escritura. Se reconoce la controversia en torno al hecho obscuro de que las personas elegidas por Dios para promover la salvación deben recorrer el camino de los padecimientos y de la muerte. Hay otras palabras que hablan asimismo del repudio y persecución de los profetas (Mc 6,4 y par; Mt 5,12; 23,31.35.37; Act 7,52). Existía toda una tradición sobre las amargas experiencias de los hombres enviados por Dios, y a su luz entendió mejor la Iglesia primitiva el destino de Jesús y de sus propios mensajeros de la fe. Injusticias y persecuciones, padecimientos y muerte no han desaparecido tampoco en esta época del mundo. La palabra de que Dios «todo lo ha hecho perfectamente», (Mc 7,37) es una promesa que sólo encuentra su pleno cumplimiento en el mundo futuro. Una teología optimista de la creación pierde de vista la situación del mundo histórico. No todo ha sido aún restablecido; todavía la cruz es el signo de la existencia cristiana, todavía se impone a la Iglesia la necesidad de seguir a Jesús por el camino de los padecimientos y de la muerte. Eso es lo que Marcos ha dicho de manera inequívoca a su comunidad con la mirada puesta en el camino de Jesús y en el propio camino de ella.
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(*)
También aquí vuelve a influir el «secreto mesiánico»: durante e] tiempo del ministerio de Jesús en la tierra, los discípulos carecen de una verdadera comprensión de la persona de Jesús. Por ello los tres discípulos escogidos sólo podrán hablar de esto después de la resurrección de Jesús.
(**)
Los evangelistas han dado diversas respuestas al problema de si Juan Bautista debía considerarse como Elías. Marcos y Mateo lo han afirmado teniendo en cuenta su misión de precursor. Lucas sitúa al Bautista todavía en la era de los profetas abriendo la nueva era con el anuncio de la salvación por Jesús (16,16). En Juan se rechaza que el Bautista sea Elías mediante la pregunta sobre su ministerio mesiánico (1.21.25).
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e) Curación de un muchacho endemoniado (Mc/09/14-29).

14 Al volver a donde estaban los discípulos, los vieron rodeados de una gran multitud, y a unos escribas que discutían con ellos. 15 Toda aquella multitud, al verlo venir, quedó pasmada y corrió en seguida a saludarlo. 16 El les preguntó: «¿De qué estabais discutiendo con ellos?» 17 Y uno de la multitud le contestó: «Maestro, te he traído a mi hijo, que está poseído de un espíritu mudo; 18 y cuando se apodera de él, lo tira por tierra, y el niño echa espumarajos y rechina los dientes, y se queda rígido. Dije a tus discípulos que lo arrojaran, pero ellos no han podido.» 19 Entonces él responde: «¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo.» 20 Y se lo trajeron. Y apenas vio a Jesús inmediatamente el espíritu agitó al muchacho con violentas convulsiones, el cual, cayendo por tierra, se revolcaba echando espumarajos. 21 Jesús preguntó al padre: «¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto?» Él le respondió: «Desde la infancia; 22 y muchas veces también lo arroja al fuego y al agua, para hacerlo perecer. Pero, si tú puedes algo, ten compasión de nosotros y socórrenos.» 23 Replicó Jesús: «En cuanto a eso de si puedes, todo es posible para el que cree.» 24 Al momento, el padre del niño exclamó: «¡Creo! ¡Ayúdame tú en mi falta de fe!» 25 Viendo Jesús que aumentaba el concurso del pueblo, increpó al espíritu impuro, diciéndole: «Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: Sal de él y no vuelvas a entrar en él jamás.» 26 Y gritando y agitándolo con muchas convulsiones, salió de él. El joven quedó como muerto, tanto que muchos decían: «Ya murió.» 27 Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó, y el muchacho se puso en pie. 28 Cuando Jesús entró en casa, sus discípulos le preguntaban aparte: «¿Por qué nosotros no hemos podido arroJarlo?» 29 Y les contestó: «Esta clase de demonios sólo puede ser expulsada por la oración.»

El largo episodio, narrado de un modo gráfico y un tanto prolijo, lo ha puesto Marcos intencionadamente en este lugar de su Evangelio. Por su estilo pertenece a los grandes milagros de curación, y en parte sobre todo se relaciona con la curación del poseso de Gerasa (5,1-20): allí se trataba de locura furiosa, aquí de epilepsia. Estos extraños casos clínicos, que provocaban horror, se atribuían frecuentemente en aquel tiempo a posesión diabólica. Pero al evangelista no le interesa este relato antiguo como tal -en la segunda parte de su Evangelio no trae más episodios de curación, con la sola excepción del Bartimeo, el ciego de Jericó (10,46-52)-; le interesan las enseñanzas que de El se desprenden para la comunidad. Si expone la incapacidad de los discípulos para terminar con aquel caso de posesión diabólica y al final, en su conversación privada con Jesús, alude una vez más al problema, bien pueden esconderse detrás las dificultades y discusiones suscitadas en la comunidad acerca de cómo se había de administrar el carisma de la curación de enfermos y de expulsión de los demonios. Parece también que el evangelista elabora diversas tradiciones (*). La solución final, de que para casos especialmente difíciles es necesaria la oración, no se aviene con la amonestación a avivar la fe confiada en la fuerza de Dios, presente en Jesús. Pero en este contexto de su exposición algo que interesa decir sobre todo al evangelista es esto: el Hijo del hombre que se encamina hacia la muerte sigue siendo el que actúa con los plenos poderes de Dios, y en él debe alimentar la comunidad una fe inconmovible. No debe conformarse con la «generación incrédula», sino que en medio del mundo que la rodea debe hacer frente a los ataques contra la fe. Con Jesús y por Jesús la Iglesia supera las peores fuerzas del maligno. Los que bajaban del monte de la transfiguración se encuentran con una gran muchedumbre del pueblo y con los escribas que sostienen una disputa con los otros discípulos de Jesús... en agudo contraste. No se dice el motivo de la discusión; los doctores de la ley aparecen simplemente porque se trata de una disputa. Por lo que sigue podemos inferir que se hablaba sobre el poder para expulsar los demonios y sobre si Jesús podría curar aquel grave caso de posesión. El padre quería presentar su infortunado hijo a Jesús; pero se encontró sólo con los discípulos que nada pudieron hacer contra aquella enfermedad. La gente esperaba ahora a Jesús; pero al verle «quedó pasmada». La fuerte expresión griega indica un terror religioso, como el que invadió a las mujeres cuando vieron al ángel junto al sepulcro vacío (16,5s). El evangelista no pretende sugerir con ello que todavía se percibiese en el rostro de Jesús el resplandor de la transfiguración; se trata más bien de la impresión que la presencia de Jesús produce otras veces en el pueblo, y precisamente en los casos de expulsiones demoníacas (1,27; cf. 5,15). Corren, pues, a su encuentro y le saludan. Con esta escena, que él mismo ha elaborado, Marcos quiere preparar a los lectores para lo que sigue. El padre expone a Jesús la enfermedad de su hijo. El muchacho está poseído por un espíritu inmundo, que le invade repentinamente y le tira contra el suelo; la descripción de cómo el muchacho echa espuma, le crujen los dientes y acaba totalmente rígido y agotado, presenta un ataque de epilepsia. Al espíritu se le llama «mundo» -y «sordo» también, según el v. 25-, porque el mozo sólo podía hablar con grandes dificultades, y los síntomas de la enfermedad en el paciente se atribuían por entero al demonio. La conmoción de aquella gente, por el horror que le causaban tales manifestaciones, apunta aquí a la posibilidad de la expulsión o lanzamiento del demonio y en definitiva a la curación del muchacho. Los discípulos no lo consiguieron, y late también ahí un reproche contra Jesús. Jesús se queja contra la «generación incrédula», expresión que recuerda su respuesta a la petición incrédula de un signo por parte de los judíos: «Esta generación perversa y adúltera reclama una señal» (Mt 12, 39 y par Lc 11,29). Jesús condena la postura del pueblo como simple afán de milagros y como una acogida meramente externa que sólo busca ayuda para las necesidades materiales. La queja contra la generación incrédula e inconstante no ha cesado de resonar en boca de los profetas desde los tiempos de Moisés. Dios es un Dios fiel, pero «sus hijos, que él ha engendrado, han prevaricado contra él; una generación depravada y perversa» (9t 32,5). «Y dijo:* Yo esconderé de ellos mi rostro, y estaré mirando el fin que les espera; porque es una raza perversa, son hijos infieles» (Dt 32,20). Parece como si Jesús quisiera huir de los hombres, como si estuviera cansado; al igual que se quejaban los profetas y estaban cansados por tener que cumplir su misión divina en medio de un pueblo rebelde (cf. Jer 5,23; 9,1, etc.). El juicio pesimista de Jesús sobre sus coetáneos, sobre «esta generación» que no quiere convertirse (Mt 12,41s y par), que amontona sobre sí culpas y más culpas (Lc 11, 49ss), explica a la comunidad sus propias y tristes experiencias; pero es también una amonestación para ella a fin de que no se hunda en la misma actitud depravada y cerril. Pero Jesús, que se ve frente a esta mezquindad y obstinación humanas, no se deja arrastrar a la resignación, sino que permanece fiel a la misión que Dios le ha confiado de anunciar y realizar la salvación. No es más que un lamento humano el que se escapa de su corazón; sufre entre los hombres y, no obstante, se vuelve una vez más hacia ellos con amor y compasión... Es una llamada a los predicadores y a todos los creyentes a no capitular ante las contrariedades del mundo que les rodea y de su propio corazón. Jesús manda, pues, que le traigan al muchacho, que ante sus mismos ojos sufre un nuevo ataque. La pregunta de Jesús acerca del tiempo que padecía tales accesos permite al padre exponer una vez más lo grave del caso. Su hijo tiene este mal desde su infancia, y la epilepsia ha puesto con frecuencia en peligro la vida del muchacho que se lanzaba al fuego o al agua. Mateo ha relacionado por ello la enfermedad con el sonambulismo; para Marcos, en cambio, todo se debe a la maldad del demonio que quiere acabar con el muchacho. Frente a la violencia destructora del maligno, la fe no puede sino afianzarse más. Tras la queja contra la generación incrédula, la fe se convierte en el tema central. La observación del padre desesperanzado: «pero si tú puedes algo...» la recoge Jesús que advierte: «Todo es posible para el que cree.» En la súplica del hombre latía una duda acerca del poder de Jesús para liberar al muchacho de sus padecimientos. De acuerdo con ello, la respuesta de Jesús parece afirmar que El mismo quiere realizar la expulsión por la fuerza de la fe. ¿Actúa Jesús por su propia fe, carismáticamente fuerte? De suyo la idea de la fe de Jesús no es absurda, si se piensa en su sumisión humana a Dios, en su entrega a la tarea salvadora que Dios le ha confiado (cf. 6,5), en su conciencia profética. Pero esa fe no encaja en la imagen que el evangelista presenta de Cristo, sin que en ninguna otra parte se hable de la fe de Jesús. La sentencia «todo es posible para el que cree» es más bien una advertencia al padre del muchacho y a la comunidad cristiana (cf. 11,22s). El hombre lo ha entendido así, pues exclama inmediatamente: «¡Creo! ¡Ayúdame tú en mi falta de fe!»

FE/PEDIRLA: Son éstas unas frases existenciales del Evangelio, de singular actualidad para todo hombre y que habla a los creyentes precisamente en su situación. Este hombre tiene un deseo ardiente de creer, aunque es consciente de su debilidad; más aún, sabe que en él en cuanto hombre anida más bien la incredulidad y que la fe sólo puede ser un regalo del poder de Dios. Por ello su respuesta se convierte en una oración fervorosa. No existe fe alguna, aunque proceda de la gracia de Dios, que no conozca los quebrantos y desfallecimientos. Sólo Dios puede convertir la fe humana en una certeza indefectible e inconmovible. En la realidad de este mundo, en medio de lo enigmático de sus fenómenos, en las obscuridades de la pasión y de la maldad, en medio de la incredulidad de los otros hombres que impugnan la verdadera fe, ni siquiera el hombre creyente está a resguardo de la inseguridad y de la duda. En su posición existencial, al lado de la fe que mantiene y quiere mantener, siempre habitará también una buena parte de incredulidad. La llamada angustiosa de aquel hombre es también el grito del hombre moderno, el llanto y plegaria que brota de su corazón son también la oración del hombre creyente de nuestro tiempo. Una oración sincera que Dios escuchará, como Jesús se compadece de la necesidad de aquel padre profundamente atribulado. Al ver Jesús que la gente afluye y se agolpa en derredor realiza la expulsión sin pérdida de tiempo. Evidentemente quiere evitar un mayor alboroto. El acontecimiento viene presentado de modo parecido a los casos anteriores. A la voz poderosa de mando el demonio debe obedecer, aunque salga a regañadientes, con un grito agudo y entre violentas sacudidas del muchacho. Se consigna luego el resultado de todo ello: el paciente yace completamente exhausto, como muerto. Es curiosa la reacción de la multitud; la mayoría dice: Está muerto; nada de elogios clamorosos hacia la acción taumatúrgica (cf. 1,27). Esta reacción negativa sin duda que no le ha pasado por alto al evangelista: la gente no da muestras de mayor fe por esta maravillosa expulsión del demonio que, habida cuenta de la impotencia de los discípulos, debiera haberla impresionado más; sigue siendo la generación incrédula. Mas para los lectores creyentes el hecho es una confirmación de la grandeza y poder de Jesús. Su palabra de mando viene subrayada por un elocuente «yo»; a diferencia de los discípulos, Jesús ordena al espíritu inmundo en tono soberano que salga del muchacho y que no vuelva más. Cuando el demonio ha sido expulsado, Jesús toma por la mano al muchacho que yacía inerte -como hizo con la hija de Jairo, a la que despertó del sueño de la muerte (5,41)- y la hizo levantar. Se dice luego que el muchacho «se puso en pie», también al igual que respecto a la niña resucitada (5,42). De este modo quiso evidentemente el evangelista describir la curación al igual que la resurrección de un muerto... Para el lector avisado esto era una alusión al poder de Jesús sobre las fuerzas de la muerte. El diálogo, que sostienen después los discípulos con Jesús, es un indicio elocuente de que el evangelista aún quería dar una enseñanza particular a la comunidad. La «casa» y la anotación «aparte» son recursos estilísticos del evangelista para reclamar la escucha atenta de la comunidad a la respuesta de Jesús con la que concluye todo el relato (cf. 4,34; 7,17; 9,33; 10,10s; 13,3s). A la pregunta de los discípulos de porqué ellos no habían podido curar al muchacho poseso, responde Jesús: «Esta clase de demonios sólo puede ser expulsada por la oración.» Puesto que los lectores nada saben de una oración de Jesús en aquella circunstancia, la respuesta está claramente destinada a la comunidad. A la fe, a la que todo le es posible, debe seguir la oración que pone asedio al poder de Dios, no ciertamente como un medio para disponer de él, sino como una llamada humilde y apremiante que espera de Dios, con fe, lo que es humanamente imposible. El emparejamiento de la fe libre de dudas y de la oración consciente de ser escuchada se encuentra también en una pequeña colección de logia de Jesús, que Marcos ha reunido después de la maldición de la higuera (11,23ss). Aquel pasaje confirma que se trata de una fe carismática («capaz de trasladar montañas»), que los discípulos de Jesús deben conseguir a través de la oración. Prueba asimismo que no se trata -o al menos no sólo- de una indicación para el exorcismo de los demonios practicado con éxito, sino que en el fondo se trata de una enseñanza profunda de cómo la comunidad debe confiar únicamente en Dios en medio de las dificultades y tribulaciones. Justo cuando adquiere conciencia de la debilidad de su fe y de sus propios fallos, encontrará en la oración la fe adecuada. Visto así, la adición de un copista posterior «y por el ayuno» resulta una grave equivocación. Mas si se entiende el ayuno como expresión de la debilidad humana, como participación en los padecimientos de Jesús y, en consecuencia, como una oración más intensa, como una llamada de socorro más fervorosa a Dios, entonces también esta adición está justificada. Puede incluso avivar más aún la conciencia sobre el poder del maligno y sobre la necesidad del hombre creyente. Lo decisivo es la actitud fundamental que el hombre adopta frente a Dios: si quiere hacerse valer o si busca su refugio en el poder de Dios cuando le oprimen las tribulaciones y necesidades. En su amor misericordioso Dios no abandonará a los corazones atribulados: eso lo sabe la comunidad que contempla el camino de Jesús hacia la muerte y su resurrección.
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Muchos suponen que Marcos reelaboró dos historias milagrosas o que conocía la historia en dos formas: la primera centraba su interés en los discípulos (v. 14-19; cf. 28s); la segunda en el padre y en su postura de fe (v. 20-27).
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2. SEGUNDO ANUNCIO DE LA PASIÓN (9, 30-50). El segundo vaticinio de los padecimientos y muerte de Jesús señala una nueva sección, cuyo destino a la comunidad resulta aún más claro. La conversación con los discípulos «en la casa» (9,33) viene a establecer el marco para una especie de catecismo comunitario, que contiene algunas sentencias de Jesús, diversas por su contenido pero homogéneas por su destino a la comunidad. Los pequeños fragmentos están eslabonados mediante ciertas palabras nexo, procedimiento antiguo para recordar las sentencias de Jesús y transmitirlas a otros. Esta peculiar composición formada mediante palabras nexo (9,33-50), ciertamente anterior a Marcos, muestra cómo la comunidad recordaba «las palabras del Señor» (cf. Act 20,35) y las aplicaba a su propia situación. Mateo dispone en parte del mismo material -aunque utiliza una fuente más amplia de sentencias- para redactar una «regla de la comunidad», una instrucción sobre la conducta fraterna en la comunidad de los discípulos (c. 18). La última disposición es ciertamente obra del evangelista. A través de estas antiguas colecciones de sentencias y de su elaboración por parte de los evangelistas, logramos indirectamente ciertos atisbos sobre la vida de las primitivas comunidades cristianas y observamos cómo los predicadores y maestros -entre los que hay que contar también a los evangelistas- instruían y aconsejaban con palabras del Señor. Se podría estudiar la composición así formada, como un todo o en cada uno de sus elementos particulares; vamos a intentar un resumen con fines de meditación.

a) El segundo anuncio (Mc/09/30-32).

30 Habiendo salido de allí, atravesaban Galilea, y él no quería que lo supiera nadie; 31 porque iba enseñando a sus discípulos, diciéndoles: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres, y le darán muerte; pero, después de muerto, resucitará a los tres días.» 32 Pero ellos no comprendían tales palabras; y sin embargo, les daba miedo de preguntarle.

Con la frase introductoria quiere el evangelista hacer el tránsito de los fragmentos que acaba de presentar a un nuevo material de tradición y anunciar la marcha de Jesús hacia Jerusalén. Pues en los capítulos siguientes acentúa la impresión, de una manera planificada, de que Jesús está en camino hacia la ciudad santa. Según 10,1, llega a la región de Judea y al Este del Jordán; en 10,17 continúa su camino; en 10,32 ya se dice expresamente que la meta es Jerusalén; en 10,46 llega a Jericó; en 11-1 se aproxima a la capital a través de Betfagé y de Betania, y finalmente penetra en Jerusalén y en el templo (11,1). Los datos geográficos son poco precisos, a veces obscuros y hasta equívocos. Muchas piezas, como la instrucción a las turbas en 10,1, el diálogo con los fariseos en 10,2ss, la bendición de los niños en 10,13ss, no encajan en este cuadro; y el cambio de auditorio -el pueblo, los discípulos- confirma la impresión de que las perícopas más bien se han reunido desde unos puntos de vista teológicos. La subida a Jerusalén tiene un significado teológico porque allí debe cumplirse para Jesús el destino de muerte que Dios ha dispuesto sobre él. Los discípulos entran también en ese camino, «Jesús caminaba delante de ellos» (10,32); y la comunidad debe saber que todo esto se lo dice también a ella su Señor mientras se encamina hacia la cruz. Lo cual da a sus palabras una suma gravedad, especialmente si la comunidad debe reconocer en la incomprensión de los discípulos y en su actitud contraria al Espíritu su propia imagen.

Lucas ha dispuesto esta marcha de Jesús a Jerusalén, que el Señor emprende con plena conciencia y santa decisión (Lc 9,51), con una estructuración más vigorosa y mayor carga teológica, bajo la idea dominante de que en Jerusalén se ha cumplido el destino de los profetas y allí debe cumplirse también el del Mesías (cf. 13,32-35). En el texto presente Marcos hace pasar a Jesús por Galilea, la patria del Evangelio y el escenario de sus obras poderosas, sin detenerse y procurando a toda costa no ser reconocido. Es el abandono definitivo de los lugares en que desarrolló su actividad, la interrupción de su proclama de la salvación, porque ha sonado la hora de que el Hijo del hombre sea entregado y muerto. «Y él no quería que lo supiera nadie.» Nadie puede impedir la marcha de Jesús, nadie puede hacerle volver atrás. A diferencia de lo que ocurría cuando imponía las órdenes de silencio, aquí no oímos nada sobre que se difunda la fama de sus propósitos. Si en los últimos capítulos se vuelve a mencionar o a presentar al pueblo repetidas veces, ello se debe a otras razones expositivas.

Comparado con el primero, sorprende que en este segundo anuncio de la pasión no se mencione el «es necesario», reflejo de la disposición divina. En lugar de eso, se dice categóricamente: «será entregado». El obscuro suceso se ha convertido en una realidad y empieza ahora a verificarse. Jesús ha tomado una decisión y se pone inmediatamente en camino. Pero el misterio, humanamente incomprensible, persiste en toda su dureza opresiva: el Hijo del hombre «será entregado en manos de los hombres». En 8,31 se dijo que sería rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; es decir, por las autoridades teocráticas del judaísmo. Ahora la forma de expresión es todavía más radical: el Hijo del hombre, llamado por Dios a la gloria (8,38), es entregado a los hombres. El verbo griego no indica aquí expresamente la traición que llevó a cabo uno de los discípulos de Jesús -acción que describe el mismo verbo-, ni la simple entrega a un tribunal humano, sino algo más profundo y vasto: la entrega del Hijo del hombre a la violencia de los hombres... porque Dios lo permite y quiere. Eso es lo que indican la expresión semitizante «en manos de los hombres» y la forma pasiva. Es una fórmula preferida por la primitiva teología cristiana para expresar la muerte expiatoria que Dios dispuso para su Hijo. «Fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación» (/Rm/04/25). Entregado por Dios, Jesús se entrega personalmente a la muerte (cf. Rom 8,32; Gál 2,20; Ef 5,2). En estos textos late seguramente la idea de la muerte expiatoria y vicaria del siervo de Yahveh, del que se dice en Is 53,6: «El Señor le ha cargado sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros», y más adelante: «Su vida fue entregada a la muerte» (Is 53,12 según la versión de los LXX). En los anuncios de la pasión todavía no se encuentra el «por nosotros» o «por nuestros pecados»; estos anuncios gravitan por completo en torno a la idea del «rechazado y vilipendiado por los hombres», «entregado en manos de los hombres», lo que equivale a decir en manos de los pecadores (cf. Mc 14,41). La total impotencia del Hijo del hombre, el poder de la maldad humana sobre él, eso es lo que indica el «ser entregado», con alusión clara desde luego al cántico del siervo de Yahveh (cf. también 1Cor 11,23). Los hombres matarán al Hijo del hombre, pero cuando le hayan matado, Dios introducirá un cambio inmediato: le resucitará. La indicación temporal «a los tres días» expresa esta intervención inmediata de Dios (véase el comentario a 8,31). De nuevo los discípulos no comprenden absolutamente nada. Ya no contradicen a Jesús, ni siquiera se atreven a preguntarle, víctimas como son del terror y del pasmo. Sus palabras -el anuncio completo de la muerte por obra de los hombres y de la resurrección- es tan grande e incomprensible, que les invade el asombro, como les había ocurrido después del apaciguamiento de la tempestad (4,41). La palabra de Jesús es intangible, inevitable, como aquella otra que precedió a la negación de Pedro, y que este discípulo recordará amargamente después de su defección (14,72). La comunidad debe saber que Jesús la ha pronunciado refrendando el designio de Dios y descubriendo los pensamientos divinos. Según esta palabra, la muerte de Jesús es un recuerdo indeleble de la malicia de los hombres, y también del poder de Dios.

b) Discusión sobre el primer puesto (Mc/09/33-37).

33 Llegaron a Cafarnaúm. Y estando ya él en la casa, les preguntaba. «¿De qué veníais discutiendo en el camino?» 34 Pero ellos guardaban silencio; porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién era el mayor. 35 Y sentándose, llamó a los doce y les dijo: «El que quiera ser primero, que sea último de todos y servidor de todos.» 36 Luego tomó a un niño y lo puso delante de ellos y, abrazándolo, les dijo: 37 «Todo el que acoge a uno de estos niños en mi nombre, es a mí a quien acoge; y quien me acoge a mí, no me acoge a mí» sino a aquel que me envió.»

A pesar de la subida a Jerusalén (cf. v. 30), nos encontramos de nuevo en Cafarnaúm, al Norte de Galilea. Pero el evangelista ha creado este marco para su colección de sentencias, porque Cafarnaúm es la ciudad en que Jesús se halla «en casa» (cf. 2,1), es decir, en la casa de Simón y de Andrés (1,29). Aquí la idea es también ésta: Jesús, en el viaje que ha emprendido hacia el lugar de su pasión y muerte, vuelve una vez más a la «casa» e imparte a sus discípulos nuevas e importantes enseñanzas. La comunidad sabe que es ella también la destinataria de estas palabras de Jesús a los doce. De camino, mientras el pensamiento de Jesús se sumergía por completo en su pasión, los discípulos han discutido entre sí sobre quién era el mayor; tan lejos estaban del Maestro, tan poco habían comprendido lo que significaba el seguimiento de Jesús. Es el mismo contraste que media entre el primer anuncio de la pasión que hace Jesús y la oposición de Pedro (8,31ss). Todos los discípulos son presa de la ideología humana llegando incluso a disputarse el primer puesto. Pero Jesús -eso es lo que indica el evangelista con la pregunta que les dirige- los conoce, y ellos permanecen callados. También la observación inmediata de que se sentó -postura propia del maestro (cf. 4,1s; 13,3)- y llamó a los doce, es aportación redaccional del evangelista. Indica así que tiene algo especial que decir (cf. 6,7) a los representantes del pueblo de Dios (3,13ss). Los doce aparecen varias veces como sus campañeros en el camino que le lleva a la muerte (10,32; 11,11; 14,17). Jesús los introduce espiritualmente -y con ellos la comunidad- en ese camino. Se crea así el marco para las palabras que siguen, que el evangelista toma de la tradición.

La sentencia de que el discípulo de Jesús que aspire al primer puesto debe ser justamente el último y el servidor de todos, nos la transmiten los Evangelios en una quíntuple redacción; tan importante era para la Iglesia primitiva. En Marcos presenta aún otro tenor literal (grande-servidor, primero-esclavo de todos) después del anuncio tercero de la pasión, cuando los hijos de Zebedeo solicitan de Jesús los primeros puestos en su reino (10,43). Allí presenta un cierto clímax: todavía los discípulos no han aprendido nada, sino que se irritan por la pretensión de sus compañeros (10,41). El logion se repite en aquel pasaje -escogido también con particular intención- de una forma más explícita y fuerte, adquiriendo una motivación más grave al remitirse al ejemplo del Hijo del hombre que ha venido para servir y dar su vida en rescate (10,45). Mateo ha comentado la palabra a su manera (18, 14) (*), mientras que Lucas traslada la disputa sobre la primacía al lugar de la última cena (/Lc/22/24-27), con lo que la comunidad puede comprender mejor que esta ley del servicio mira a su propia vida, y muy concretamente a sus reuniones, al banquete del amor con el servicio de la mesa. En el pasaje que nos ocupa la sentencia no presenta una construcción totalmente regular. «Primero» y «último» ofrece el máximo contraste; pero todavía se añade, a modo de aclaración, «y servidor de todos». Este motivo del servicio aparece en todos los textos, exceptuando Lc 9,48c. La exigencia que Jesús presenta de este modo a cuantos quieran pertenecer a la comunidad de sus discípulos y pertenecerle a él, ataca en lo más profundo el afán de orgullo y poder en el hombre, y trastorna el orden que tantas veces prevalece entre los hombres (cf. 10,42).

Por provocante que pueda resultar la palabra de Jesús, no pretende desencadenar una revolución contra los gobernantes terrenos, sino crear un orden nuevo que refleje el dominio de Dios y permita entrever su reino venidero. Pues, Dios domina por medio de su amor misericordioso, y Jesús ejerce el poder que Dios le ha confiado mediante su servicio. La sociedad de los discípulos y la comunidad futura quedan puestas así bajo una nueva ley, que parece contradecir los hechos de la convivencia humana tal como los presenta a menudo la historia; pero que, sin embargo, constituye la auténtica liberación en la lucha incesante de los hombres entre sí, en la batalla de los intereses de grupo, en la guerra por el dominio y el poder. En las instituciones terrenas, en el Estado y en la sociedad no se impondrá semejante orden, o sólo de un modo incompleto. Los jefes de Estado como los primeros servidores del mismo y los ministros como encargados responsables del pueblo, pueden demostrar buena voluntad y hacer mucho bien; pero no pueden ejercer sus cargos del modo radicalmente servicial que piden las palabras de Jesús a sus discípulos. Es una admonición a la comunidad que, mediante su entrega suprema al servicio, debe mostrar su carácter ajeno al mundo y escatológico; cuanto más se aleje de la palabra y ejemplo de Jesús, menos reflejará ese carácter y con mayor fuerza se enredará en la forma humana de pensar y en su acomodación al «mundo presente» (Rom 12,2). En esa culpa incurre la Iglesia, y cualquier abuso del ministerio eclesiástico, cualquier afán de dominio sobre otros grupos, todo espíritu de contradicción y de arrogancia en sus filas no hacen sino hundirla más...

Jesús toma a un niño y le pone en medio de los discípulos; le abraza y le acaricia, detalle que Marcos también anota en la otra escena de niños, cuando Jesús los bendice (10,16). Es evidente que el evangelista ha asimilado ambas escenas. Lo que conocía por la tradición eran diversas palabras sobre los niños, que él ha dispuesto en sendas escenas, como mejor le ha parecido. A ello tal vez contribuyó también una temprana confusión de las palabras «pequeños» y «niños». Cabe suponer que en la sentencia del v. 37 originariamente no se hablaba de «uno de estos niños» sino de «uno de estos pequeños». Esta última expresión se encuentra en otras palabras de Jesús (Mt 10,42; Mc 9,42 par Mt 18,6; Lc 17,2; además de Mt 18,10.14) indicando a los sencillos discípulos de Jesús, que en la comunidad primitiva eran los predicadores cristianos (Mt 10,42; Mc 9,42 o los miembros de la comunidad (Mt 18,10). Frente al lenguaje denigrante y los ataques contra sus discípulos, Jesús toma la defensa de aquellos a quienes ha hecho partícipes de sus tareas; Jesús los consideraba como a enviados suyos, que según un antiguo axioma judío merecían exactamente el mismo honor que quien les enviaba. Los discípulos están en la línea de la misión de Jesús que, en último término, arranca de Dios; por ello, un ataque a los discípulos equivale a un ataque a Dios mismo. Ya en la tradición, latente en la antigua colección de sentencias que Marcos encontró recopilada, estos «pequeños» se habían convertido en «niños», y Marcos muy en su estilo habría rodeado esa sentencia con una escena infantil. Llama especialmente la atención en nuestro pasaje que un niño sea el representante de Jesús (v. 37b). Atendiendo al verdadero sentido, la escena presentaría una estrecha semejanza con la del juicio final en que Jesús se identifica con los atribulados y los que padecen necesidad (Mt 25,31-46). La Iglesia primitiva ha debido entenderlo así, siendo esto un testimonio en favor de cómo había juzgado la acogida de un niño indefenso y necesitado de protección. En el contexto actual, creado por Marcos, en que se pone a un niño ante los ojos de los discípulos, no como símbolo de la pequeñez y humildad cual ocurre en Mateo (18,3s), sino como objeto de sus cuidados, la sentencia adquiere un significado distinto. Jesús quiere y acaricia a dicho niño y se declara en favor suyo, cual si quisiera decir a los discípulos: Vosotros aspiráis al primer puesto, pero quien desea pertenecerme debe respetar lo pequeño e insignificante, pues, en un niño así encuentro yo al hombre mismo. Jesús es amigo de los hombres pequeños y despreciados, para quienes el niño es como un símbolo. En consecuencia, Jesús habría puesto aquí ante los ojos de los discípulos de un modo indirecto su propio ejemplo, su propia postura y sus sentimientos personales (de modo parecido a como lo hace en 10,45). El ejemplo es instructivo porque muestra cómo la Iglesia primitiva aceptó y meditó las palabras de Jesús y cómo las aplicó a su propia situación. Una palabra de Jesús, originariamente situada en otras circunstancias y con distinto propósito, ha sido ya reinterpretada en la tradición más antigua -leyendo «uno de estos niños» en lugar de «uno de estos pequeños»- y tomada después por el evangelista que la inserta en un contexto distinto. Siempre, sin embargo, el logion tiene un significado profundo que permanece cercano al espíritu de Jesús.
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Mateo habla a su comunidad de una forma nueva; para él el «reino de los cielos» tal vez está ya referido a la Iglesia, al menos en el sentido de que ella es la imagen presente y el campo de operaciones del reino futuro. Al niño se le presentó ya como símbolo del sentimiento humilde (v. 4).
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c) Uso del nombre de Jesús (Mc/09/38-41).

38 Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que estaba expulsando demonios en tu nombre -uno que no anda con nosotros-, y queríamos impedírselo, porque no andaba con nosotros.» 39 Pero Jesús dijo: «No se lo impidáis; pues no hay quien haga un milagro en mi nombre y pueda luego hablar mal de mí: 40 que quien no está contra nosotros, en favor nuestro está.» 41 «Quien os da de beber un vaso de agua a título de que pertenecéis a Cristo, os lo aseguro: no se quedará sin recompensa.»

En la serie de sentencias que Marcos ha encontrado es posible que siguiera inmediatamente la del v. 41 con la fórmula de enlace de «en mi nombre». También ideológicamente casa mejor con la hipótesis de «uno de estos pequeños» -en lugar de «niño» del texto actual-, pues, probablemente, la sentencia sobre el ofrecimiento de un vaso de agua mencionaba en su origen a «uno de estos pequeños» como objeto de tal cuidado, según puede inferirse de Mt 10,42. Con ello en la antigua serie de sentencias se daba una progresión: quien acoge con hospitalidad en su casa a «uno de estos pequeños», es decir, a un discípulo de Jesús, acoge al propio Jesús y, por lo mismo, a aquel que le ha enviado; pero incluso quien sólo le da a beber un vaso de agua, recibirá su recompensa. En la última sentencia Marcos ha reconocido atinadamente que se trata de los discípulos de Jesús, y lo ha señalado inmediatamente mediante el pronombre personal «os». Es posible que después se haya insertado aquí toda la escena del exorcista ajeno al grupo, al que Juan se refiere, y que procedería de una tradición particular. La fórmula introductoria del v. 38 delata la mano del evangelista, al tiempo que sorprende la interrupción de la serie de sentencias mediante la inesperada observación del discípulo. Al evangelista le gustan estos rasgos de vivacidad, como ya hemos visto en el marco por él creado -«en la casa»- y en la escena con el niño. La palabra nexo «en mi nombre» podría haberle movido a esta inserción. De todos modos también sería posible que ya la vieja colección de sentencias hubiese reunido varias sentencias de Jesús bajo esta expresión nexo. Con el exorcista desconocido Marcos ofrece una tradición propia (1). Juan, el hijo de Zebedeo, no es mencionado aquí al acaso o de un modo caprichoso. En una tradición peculiar de Lucas aparecen él y su hermano Santiago con rasgos de parecida impaciencia: querían que bajase fuego del cielo sobre una aldea samaritana que denegó la hospitalidad a Jesús y sus discípulos (Lc 9,54s). El suceso a que Juan se refiere no es impensable en tiempos de Jesús, pues sabemos por otras fuentes de exorcistas judíos que empleaban ciertas prácticas mágicas (2). Claramente se trasluce también cierto interés de la comunidad. Por los Hechos de los apóstoles sabemos que el samaritano Simón el Mago quería comprar, con dinero contante, al apóstol Pedro la facultad de hacer milagros (Act 8,18s). Semejante ideología mágica estaba muy extendida en aquel tiempo y es posible que se haya afianzado al margen del cristianismo naciente. Sorprende la expresión de que el exorcista extraño «no anda con nosotros» -literalmente «no nos sigue»-, pues en los Evangelios sólo se habla del seguimiento de Jesús. Así pensará después la comunidad sobre los sucesos de su tiempo. Pero la enseñanza, que Jesús imparte a sus discípulos, responde a su espíritu, como la reprimenda de Lc 9,55. Es una palabra de tolerancia y magnanimidad que apuntaba a la comunidad cristiana. A primera vista la razón que Jesús aduce suena a oportunista: quien se apropia algo de la fuerza de Jesús, luego no podrá hablar mal de él; con ello parece como si Jesús se preocupase de ganar partidarios y amigos. Pero esta argumentación «razonable» -Lucas la suprime- sólo debe llevar a la conciencia de los discípulos lo necio de su conducta. La argumentación culmina en una sentencia que interesaba a la comunidad: «Quien no está contra nosotros, en favor nuestro está.» Palabra de tolerancia en la que se manifiesta una amplitud de espíritu que se alza por encima de las ideologías de grupo. Pero, desde el punto de vista de la historia de la tradición, la frase constituye un enigma (3), pues que dice justamente lo contrario de otras palabras de Jesús, contenidas en la tradición de las sentencias que han conservado Mateo y Lucas: «Quien no está conmigo está contra mí, y quien conmigo no recoge, desparrama» (/Mt/12/30 = /Lc/11/23). En otro contexto, en el que Jesús habla de su batalla contra el mal, estas palabras tienen también su justificación y sentido perfecto. Es preciso afinar y reflexionar para ver estos aspectos contrarios del ministerio de Jesús. Mientras subsista este mundo histórico con sus manifestaciones perversas y a menudo «demoníacas», es necesaria la lucha contra el mal. Por otra parte, sin embargo, Jesús ha venido con amor y paciencia ilimitados a buscar el bien, doquiera se encuentre. Así descubrimos en la aparición de Jesús junto a unos rasgos combativos su esfuerzo por «salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). La postura que debemos adoptar en cada caso sólo podemos saberlo por las circunstancias y situaciones concretas; de todos modos las palabras de Mc 9,40 nos exhortan a que superemos la mezquindad humana y nos abramos a todos los hombres que defiendan una causa buena, aunque no estén inscritos en la comunidad de Cristo. La tolerancia de Jesús prohíbe toda cerrazón ortodoxa. Mateo ha pasado por alto la tradición del exorcista extraño al grupo de los discípulos, no por estrechez mental eclesiástica -véase en contra de tal hipótesis su cuadro del juicio final, 25,31-46-, sino porque habría tenido que abordar la cuestión de los taumaturgos de las propias filas, que obraban la maldad (7,22s; 13,41s). Es preciso, pues, meditar las palabras de Jesús en cada una de las situaciones. Mas, en caso de duda, debemos recordar que lo que a Jesús le interesa sobre todo es la unión de los hombres de buena voluntad. La exclusión sectaria, la retirada al ghetto eclesiástico, la mirada introvertida, son extrañas a su espíritu. ¿Quién es el hombre al que se le promete una recompensa hasta por el vaso de agua que ofrece a los discípulos de Jesús? Para Marcos y su comunidad en este contexto sólo puede ser alguien que está fuera, que está frente a Cristo y sus seguidores, aunque no de un modo hostil. Presta ese servicio por causa de Cristo. Marcos -o un copista anterior- lo ha explicado mediante el giro «a título de que pertenecéis a Cristo» -Jesús no ha podido hablar así-; pero la antigua fórmula semítica «a título de que...» apunta a una frase antigua, que Jesús podría haber pronunciado con ocasión, por ejemplo, del envío de los discípulos a misionar (cf. Mt 6,7-13; Lc 10,5-11). La Iglesia primitiva lo ha aplicado a su situación misionera, para la cual también Mateo lo aclara a su modo (10,42). Es una palabra que tiene en cuenta las dificultades de los discípulos, pero que también debe alentarlos. Existen hombres buenos que ayudan a los otros por motivos de humanidad, aunque no conozcan a Cristo; en el juicio esos hombres experimentarán la misericordia de Dios. Como en el caso del samaritano compasivo y en la escena del juicio final, Jesús alaba aquí un sentimiento humanitario que en ocasiones avergüenza a los cristianos. Es en esos hombres en los que piensa cuando dice: Quien no está contra nosotros, en favor nuestro está.
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1. El pasaje tal vez pueda aparecer como una formación de la comunidad, pues sólo dentro de la comunidad se podía hablar del ministerio «en nombre» de Jesús (v. 39) y del seguimiento «con nosotros». No obstante el episodio de Mc 9,16-20 conserva un recuerdo de que los discípulos también intentaron la expulsión de los demonios en ausencia de Jesús, y puesto que la fama de las obras de Jesús se extendía por todas partes, bien pudo un exorcista extraño haber intentado la empresa. La fórmula actualizada para la situación posterior de la comunidad no excluye un episodio histórico.
2. Es interesante la expulsión demoníaca de un cierto Eleazar, referida por FLAVIO JOSEFO (Antigüedades VIII, 46s): «Puso bajo la nariz del poseso un anillo, en el que iba metida una de las raíces que Salomón había recetado, hizo que el enfermo la oliese y así expulsó al espíritu malo por la nariz. El poseso se desplomó inmediatamente y Eleazar conjuró entonces al espíritu, por cuanto recitó el nombre de Salomón y las sentencias que él compuso, para que no volviera más a aquel hombre.» p. 139-150.
3. Podría tratarse de una forma proverbial de expresión. De Julio César se ha conservado esta sentencia: «Te oímos decir que tenemos por enemigos a todos cuantos no están con nosotros; pero tú consideraste partidarios tuyos a cuantos no están contra ti»; véase en E. KLOSTERMANN, Das Markusevangelium Tubinga 4, 1950, a propósito de este pasaje. Sentencias parecidas perviven en boca del pueblo; también Jesús se ha servido de tales refranes populares. Muchos intérpretes creen que se trata de un proverbio introducido posteriormente; pero responde al espíritu de Jesús.

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d) Palabras sobre el escándalo (Mc/09/42-48).

42 «Si alguno es ocasión de tropiezo para cualquiera de estos pequeños que creen, mejor sería para él que le ataran alrededor del cuello una rueda de molino de las que mueven los asnos, y fuera echado al mar. 43 Y si tu mano es para ti ocasión de tropiezo, córtatela; mejor es para ti entrar manco en la vida que, conservando las dos manos, ir a la gehenna, al fuego inextinguible. 45 Y si tu pie es para ti ocasión de tropiezo, córtatelo; mejor es para ti entrar cojo en la vida que, conservando los dos pies, ser arrojado a la gehenna. 47 Y si tu ojo es para ti ocasión de tropiezo, sácatelo; mejor es para ti entrar tuerto en el reino de Dios que, conservando los dos ojos, ser arrojado a la gehenna, 48 donde su gusano no muere y el fuego no se extingue».

La nueva unidad sentencial está formada mediante la palabra nexo a scandalon («tropiezo»). Enlaza con lo que antecede a través de la palabra nexo «pequeños»; el versículo 42 forma contraste con el v. 41: al anuncio de una recompensa por el buen comportamiento en favor de los «pequeños» (los discípulos), sigue ahora una terrible amenaza para cuantos den ocasión de tropiezo a «cualquiera de estos pequeños». El enlace está, pues, justificado desde el punto de vista del contenido; pero la nueva trilogía acerca de los miembros del cuerpo que ocasionan tropiezo sólo tiene una vinculación externa con esa sentencia. Con el «tropiezo» que cualquiera ocasiona a un discípulo de Jesús, se trata de una sacudida a la fe, de un poner en peligro la salvación de otro, cosa que atraen sobre el autor el castigo más severo en el tribunal divino; de ahí la imagen drástica del anegamiento en el mar. Con el tropiezo que procede de los miembros corporales, se piensa en las tentaciones de tipo moral que le vienen al hombre de su misma naturaleza y que debe superar radicalmente de raíz, mediante la «mutilación» de los miembros, a fin de no incurrir en la condenación. La palabra griega, que ha entrado en nuestra lengua bajo la forma de «escándalo», no tiene la resonancia sensacionalista que ha adquirido entre nosotros. No se trata de la conmoción que provoca en la opinión pública sino de un peligro interno que corre la persona a la que se escandaliza. El vocablo, cuyos orígenes no se han esclarecido plenamente, hace pensar en la caída ocasionada por un tropiezo o una trampa en el camino. En el contexto de la sagrada escritura, ese «tropiezo», cualquiera que sea su origen, representa un peligro para la salvación. En el entorno de Jesús había seguramente hombres que disuadían su seguimiento a los «pequeños», los discípulos sencillos, y querían destruir su fe y lealtad a Jesús. El Maestro ha observado lleno de cólera tales manejos y ha pronunciado esa terrible amenaza. La «piedra de molino de las que mueven los asnos» era una piedra notablemente grande que -a diferencia del molino de mano-, en el tipo de molino fijo, descansaba sobre otra piedra y tenía un agujero en el centro. Esa clase de molino se llamaba «molino de asno», o bien porque era movido por un asno o bien porque la piedra inferior se llamaba «asno» a causa de su forma. Para un hombre que extravía a los otros en la fe sería preferible, según la palabra de Jesús, que le colgasen al cuello una de esas grandes piedras y lo hundiesen en lo profundo del mar. Es una imagen muy conforme al lenguaje vigoroso de Jesús y cuyo sentido es éste: mejor es la muerte y el exterminio que robar la fe a otro. La forma de expresión recuerda las palabras de Jesús acerca del hombre que iba a traicionarle: «más le valiera a tal hombre no haber nacido» (Mc 14,21). No se trata de sentencias condenatorias inapelables, pero son palabras que pintan a la perfección la terrible realidad de un hecho. La imagen y el arcaísmo de la forma lingüística señalan su origen en el pensamiento judío y no permiten dudar de que bajo las mismas se esconde una palabra personal de Jesús. La comunidad ha acomodado la palabra a su situación y entiende, bajo aquéllos cuya fe sufrirá quebranto, a todos los creyentes que forman parte de la misma, y no o no exclusivamente a los niños, y de un modo muy especial a los mensajeros de la fe. La frase aclaratoria «que creen en mí» -y que falta en Lc 17,2- se debe seguramente al evangelista. Siempre será algo terriblemente grave poner en peligro y destruir la fe en el corazón de los hombres sencillos. En la tradición sentencial de Mateo y Lucas se agrega: «es imposible que no haya escándalos, ¡pero ay de aquel por quien vienen (los escándalos)!». Jesús contempla de un modo realista la situación del mundo; pero advierte a los seductores y está decidido a proteger a quienes creen en él. La fe de la gente sencilla -cf. los infantes de Mt 10,25- es un bien que ningún hombre puede robar sacrílegamente. En ningún caso hay que entender las palabras de Jesús como si uno no hubiese de reflexionar sobre la fe y solucionar sus problemas. Se piensa en los seductores malintencionados o irresponsables.

El grupo de sentencias relativas a los miembros del cuerpo que pueden convertirse en causa de ruina moral, muestra el carácter radical de las exigencias éticas de Jesús. Hablaba en serio cuando quería que se hiciese todo lo imaginable con tal de tener parte en el reino de Dios (cf. Lc 13,24). Cuando está de por medio el objetivo final no cabe indecisión alguna. En nuestro texto Jesús habla de «la vida» como el objetivo del hombre, que le proporciona la verdadera salvación, y después habla en el mismo sentido del «reino de Dios». El lenguaje es figurativo como lo demuestran las expresiones «entrar», «ser arrojado» y sobre todo la descripción del lugar de castigo. El «fuego» que «no se extingue» es una imagen como «el gusano» que «no muere»; en realidad se trata de dos imágenes incompatibles, pero que ya estaban unidas en un pasaje del Antiguo Testamento que se cita en este v. 48 (Is 66,24). Allí se trata de los hombres ajusticiados por Dios, cuyos cadáveres se amontonan en el valle de Hinnom, junto a Jerusalén. Yacen insepultos, expuestos a la corrupción -¡el gusano!- o al fuego aniquilador. Del valle de Hinnom, en hebreo gehinnom, que desde tiempos antiguos en Israel pasaba por ser el lugar del juicio, se ha derivado la expresión griega gehenna para indicar el infierno. Del lugar histórico de castigo se ha forjado ya en Is 66,24 el lugar de castigo escatológico; del fin temporal de los malvados, el tormento eterno. Conviene tener idea clara de este lenguaje figurado de la Biblia, a fin de no sacar falsas conclusiones respecto de la «condenación eterna». Las imágenes, que copistas posteriores introdujeron también después de la primera y segunda sentencias -los v. 44 y 46 que hemos suprimido en la traducción- no pretenden expresar otra cosa que el juicio condenatorio de Dios. No «entrar en la vida», en la vida eterna de Dios, no tener parte en su reino futuro, equivale para el hombre a fallar el objetivo transcendente que se le ha señalado, y esto es la pérdida más espantosa que puede sucederle a un hombre. Su vida terrena no tuvo sentido y con la muerte corporal cae para siempre en el absurdo, en la «muerte eterna», en la aniquilación de su humanidad que estaba destinada a la vida eterna. No se dice en qué consisten las tentaciones de la «mano», el «pie» y el «ojo». Basta saber que el hombre encuentra ocasiones de pecar en su propia constitución psicofísica. Los miembros externos sólo se consideran como ocasión de pecado. En otro pasaje dice Jesús que los malos pensamientos y deseos nacen de dentro, del corazón del hombre (Mc 7,21ss). En las palabras sobre los miembros corporales que son ocasión de pecado, se contiene la experiencia de que también en el hombre que aspira al bien surgen tentaciones que pueden llevarle a la caída en razón precisamente de su capacidad de ser tentado. Es una advertencia a no sobrevalorar las propias fuerzas y una amonestación a resistir inmediatamente y con decisión el ataque del mal. En el sermón de la montaña, Mateo ha relacionado el ojo que extravía y la mano que induce al pecado con el adulterio (5,29s). Muestra así cómo la Iglesia primitiva interpretaba de un modo concreto y aplicaba las palabras de Jesús. De manera similar cada cristiano debe preguntarse dónde están para él las posibles ocasiones de caída en el pecado y los peligros para su salvación. La palabra del Señor le invita a una renuncia radical a las seducciones del pecado y al corte inmediato, y a menudo doloroso, cuando está amenazada la salvación de toda su persona.

e) Palabras sobre la sal (Mc/09/49-50).

49 »Porque todos serán salados al fuego. 50 Buena es la sal; pero, si la sal se vuelve insípida, ¿con qué le devolveréis su sabor? Tened sal en vosotros, y estad unos con otros en paz.»

Tenemos aquí un nuevo grupo de sentencias, unido al anterior por la palabra nexo «fuego». Este elemento resulta enigmático en su brevedad dentro de lo que sigue, pero un análisis más detenido demuestra que esta palabra extraordinariamente vigorosa está empleada en un sentido distinto que en la imagen del infierno. Probablemente se piensa en el rito de los sacrificios: según la ley mosaica toda ofrenda sacrificial debía ser salada; por lo que la sal encarnaba la alianza con Dios (Lev 2,13). En la oblación incruenta el trigo molido se mezclaba con aceite e incienso y después se entregaba al fuego (Lev 2,14-16). También en los sacrificios expiatorios los animales eran rociados con sal antes de ser quemados (Ez 43,24). En la presente sentencia el recuerdo de estos ritos sacrificiales es sólo lejano y simbólico; no es la salazón lo que se entrega al fuego, sino que es el fuego mismo el que se convierte en «sal». Fuego y sal han pasado a ser palabras simbólicas. De ahí que no pueda establecerse con precisión el sentido del «fuego». Por lo general designa el juicio divino; pero, según Lc 12,49, Jesús ha venido a «echar fuego sobre la tierra», y esto parece estar en relación con la separación escatológica (cf. v. 51). El discípulo viene invitado a seguir a Jesús con su cruz (Mc 8,34), a perder su vida por amor de Jesús (8,35), a dejarse destruir como una ofrenda sacrificial. Sólo así podrá mostrarse como «sal», como alguien que tiene las disposiciones propias del discípulo. No escapará a la prueba de los más duros padecimientos y persecuciones, que llegan hasta la misma muerte. Tal parece ser. al menos para Marcos, el sentido de esta imagen. La frase inmediata sobre la sal tiene un paralelo en la tradición de los logia que han conservado Lucas y Mateo, pero en una forma distinta y más ampliada: la sal inútil es arrojada fuera. La redacción de Marcos habla sin duda de la sal que sirve para el condimento; si pierde su fuerza, si se hace «insípida» no hay forma de devolverle su fuerza específica. Si no se trata simplemente de expresar una imposibilidad bajo una forma de proverbio popular -químicamente la sal nunca puede perder su fuerza, cosa que ya sabían los antiguos-, hay que pensar en la sal obtenida de la naturaleza, por ejemplo del mar Muerto, que por la acumulación de impurezas se hace inútil para el condimento. No se especifica ninguna aplicación del proverbio. Mateo ha enlazado la palabra sobre la sal con la palabra sobre la luz, aplicando esta unidad sentencial directamente a la comunidad de los discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra... la luz del mundo...» (5,13-16). Que se hable a los discípulos -a todos los discípulos de Jesús que vendrían después- resulta evidente también en el contexto de Marcos; pero ¿qué se les quiere decir en concreto con la sentencia de la sal? Lucas trae la sentencia al final de una composición que invita al seguimiento radical, en conexión directa con otra palabra que reclama el abandono de todas las riquezas (14,34s). Entiende, pues, la palabra como expresión de las disposiciones propias del discípulo, e incluye la negación de sí mismo y las más duras renuncias. También en el grupo de sentencias de Marcos debería tener este sentido la palabra de la sal, si hemos interpretado debidamente el v. 49. La disposición del discípulo al sacrificio, el servicio personal y lleno de renunciamientos que asume sobre sí al disponerse a seguir a Jesús, es algo insoslayable y que con nada puede sustituirse. Otras interpretaciones de la sal, como equivalente a sabiduría o doctrina, hay que dejarlas de lado, aun cuando no se pueda establecer con certeza cómo entendió Jesús la sentencia originariamente. La última palabra sobre la sal, en que ésta se interpreta como algo que debe hallarse en los discípulos, y precisamente como una fuerza que habita dentro de ellos, puede confirmar la exposición que acabamos de hacer. La exhortación: «Tened sal en vosotros», tal vez sea la aplicación del proverbio. No hay que dejarse extraviar por la amonestación inmediata: «¡Y estad unos con otros en paz!», pues ha debido ser añadida por el evangelista a fin de redondear la serie de sentencias y volver así al principio, a la disputa entre los discípulos. Si los discípulos toman a pecho todo esto que se les ha dicho, deberán superar también la manía de discutir entre sí. Se trata de algo más: el seguimiento de Jesús que reclama todas las fuerzas, las pruebas del discípulo en el mundo ¿permiten que haya aún entre ellos celos y discusiones? Se trata de una palabra grave para todos los tiempos en los que la comunidad de Cristo debe afianzarse y cumplir su misión en un ambiente que piensa de distinta forma. Sólo la entrega suprema al servicio de Cristo y la armonía fraterna pueden hacerla fuerte en el camino de su seguimiento de Cristo.