CAPÍTULO 04


2. LA DOCTRINA EN PARÁBOLAS (4,1-34).

La comunidad de Dios se congrega al reunirse en torno a Jesús, escuchar su palabra y cumplir la voluntad de Dios. Pero es éste un proceso que, habida cuenta de la experiencia personal de Jesús, encierra un profundo misterio. Muchas son las personas que se agolpan a su alrededor, pero sólo unas pocas comprenden lo que está sucediendo: la irrupción del reino de Dios en este mundo, el cumplimiento del tiempo de la salvación en el ministerio de Jesús. La mayor parte de la gente permanece «fuera», al margen de la inteligencia creyente, al margen de la verdadera comunidad de fe, que vive del conocimiento de la presencia de la salvación. Cuando Jesús enseña a la gente, no se trata sólo de unas enseñanzas que vale la pena meditarse; se trata de un acontecimiento con el que se realiza una segregación entre quienes oyen externamente y los que escuchan con fe, entre ciegos y personas que comprenden, entre obstinados y hombres abiertos a la llamada de Dios. El capítulo, que en Marcos representa el discurso más largo de cuantos pronunció Jesús durante su ministerio público, debe ofrecer sin duda el contenido esencial de la predicación de Jesús, el mensaje sobre el inminente reino de Dios (cf. 1,15). Mas no conserva de una forma meramente histórica la doctrina de Jesús, sino que pretende también mostrar los efectos que entonces produjo en el pueblo, su significado para el círculo de los discípulos y, sobre todo, su importancia para la comunidad posterior. A este objeto sirven las observaciones relativas al marco de la escena, que llevan al lector de la predicación abierta al pueblo junto al lago (v. 1-2) hasta la conversación privada entre Jesús y sus discípulos (v. 10), para volver a subrayar al final esta doble forma de la instrucción de Jesús (v. 33-34). Pero tampoco desde el punto de vista de la crítica literaria presenta el capítulo una unidad. En su estrato más antiguo constaba de las tres «parábolas del crecimiento»: la del sembrador (v. 3-9), la de la semilla que crece por sí sola (v. 26-29) y la del grano de mostaza (v. 30-32). En la Iglesia primitiva se añadió la explicación de la parábola del sembrador (v. 14-20), y el evangelista debió agregar los otros fragmentos, a saber: el sentido del discurso en parábolas (v. 10-12) y la colección de sentencias aisladas (v. 21-25). Así dio entrada a un viejo tesoro de sentencias, pero disponiéndolo y acomodándolo de tal modo que presentase una relación directa con la situación misionera de la comunidad. Ahora bien, esa posición eclesiástica sigue siendo fundamentalmente la misma para nosotros. En consecuencia, la composición creada por Marcos sigue hablándonos como a sus primeros lectores, y las palabras de Jesús en la interpretación del evangelista siguen resonando en el tiempo de la Iglesia que nosotros vivimos.

a) Parábola del sembrador (Mc/04/01-09).

1 Otra vez se puso a enseñar a la orilla del mar. Y se reúne en torno a él numerosísimo pueblo, de forma que tuvo que subirse a una barca, dentro del mar, y sentarse en ella, mientras todo el pueblo permanecía en tierra, junto al mar. 2 Y les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas. Y les iba diciendo en su enseñanza. 3 «Escuchad: Salió el sembrador a sembrar. 4 Y sucedió que, según iba sembrando, parte de la semilla cayó al borde del camino; y vinieron los pájaros y se la comieron. 5 Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde había poca tierra; brotó en seguida, porque la tierra no tenía profundidad; 6 pero, en cuanto salió el sol, se quemó; y como no había echado raíces, se secó. 7 Otro poco cayó entre zarzas; y como las zarzas también crecieron, lo ahogaron sin que pudiera dar fruto. 8 Y el resto cayó en tierra buena; fue creciendo y granando, hasta dar fruto que llegó: uno al treinta por uno, otro al sesenta y otro al ciento.» 9 Y añadía: «El que tenga oídos para oír, que oiga.»

El evangelista presta al discurso en parábolas de Jesús un marco impresionante. Cuando todos los hombres tienen que escuchar a Jesús se necesita un espacio amplio, para el que ya no bastan ni la «casa» ni las «sinagogas» (1,39). De ahí que marche al lago, y pronto se congrega «numerosísimo pueblo». La escena recuerda al relato compendiado de 3,7-11; pero mientras allí se nos ofrecen las curaciones de Jesús y las expulsiones de demonios, aquí toma la palabra para enseñar. Cuando se sienta en la barca y el pueblo escucha desde la orilla, aparece realmente como el Maestro, al igual que los maestros judíos de la ley enseñaban sentados; pero, a diferencia de éstos, no tiene a su alrededor un pequeño círculo de alumnos, sino a todo el pueblo congregado. También el discurso en parábolas pertenece a la tradición doctrinal judía; mas por lo que respecta a las «parábolas del crecimiento», que Jesús narra aquí, no existe nada parecido en la tradición de parábolas judías. Jesús tiene algo nuevo y propio que decir. Aquello de que habla en parábolas es algo que acontece en su ministerio y al narrarlas él se convierte en un acontecimiento. Las turbas populares representan aquí a todos los hombres a los que llega la palabra de Dios a través de la revelación promulgada por Jesús. Lo que Jesús expone en parábolas les afecta a todos, es una llamada a todos. Pero al propio tiempo refleja su conducta que Dios ha incluido también en sus planes. Es un discurso total y plenamente «existencial», que se afinca en la realidad, un discurso operante y eficaz, podríamos decir que «un acontecimiento verbal». Y, sin embargo, es también doctrina, doctrina especialmente para la comunidad posterior que de este modo aprende a comprender la aparición y actividad de Jesús y en sus palabras encuentra la comprensión de si misma. Esta inteligencia que sólo es accesible a la fe, la subraya el evangelista a través de las instrucciones privadas que los discípulos recibieron de Jesús (v. 10.34b), aun cuando éstos en su situación histórica y con sus facultades humanas no comprendiesen entonces todavía el sentido de las parábolas (v. 13). Pero lo que ellos comprendieron después de la resurrección de Jesús tiene que ser anunciado ahora abiertamente (cf. v. 21s) para provecho de los creyentes y ruina de los incrédulos (cf. v. 24s). De este modo sigue actuando en la predicación de la Iglesia el acontecimiento que Jesús describe e impulsa con sus parábolas. Sólo bajo esta pluralidad de facetas podemos comprender el propósito de este capítulo: exposición de aquello que era el discurso parabólico de Jesús, de lo que quería y lograba ser una doctrina para la Iglesia primitiva y su visión de sí misma, y, finalmente, una palabra directa a todos aquellos que escuchan de nuevo las palabras de Jesús y las meditan. Prescindamos de momento de la interpretación de la Iglesia primitiva, fuertemente alegorista y moralizante, ¡que después se ofrecerá a los discípulos! (v. 14-20). Jesús narra un suceso cotidiano: un labrador que se encamina hacia el suelo descarnado y pedregoso de la región montañosa de Galilea y esparce su semilla de cereales. En la operación se pierde mucha semilla, bien porque cae en el camino, en terreno rocoso o entre las espinas. Sólo una pequeña parte -eso es lo que indican los cuatro casos- encuentra terreno fértil y lleva fruto abundante y colmado. Como entonces en Palestina sólo se araba la tierra después de la siembra enterrando al tiempo la semilla, podemos explicarnos la distinta suerte de la semilla lanzada. Lo que cuenta Jesús no es, pues, nada desacostumbrado; mediante un proceso tomado de la naturaleza y de la vida humana, y que es familiar a los oyentes, Jesús quiere exponerles un acontecimiento espiritual más profundo. Debe haber algo que tenga relación con el reino de Dios, al menos para la comprensión del evangelista que ve el núcleo esclarecedor en la palabra: «A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios» (v. 11). También las otras parábolas hablan con claridad creciente del reino de Dios (cf. v. 26 y 30). Mas ¿cuál es el sentido particular de esta parábola relativo al mensaje del reino de Dios? Empecemos por lo más seguro: con «el misterio del reino de Dios» Jesús sólo puede referirse a la presencia de ese Reino en su ministerio. La parábola describe, pues, algo que está ocurriendo en ese mismo momento. Los lectores lo saben por lo que se les ha expuesto hasta ahora: el reino de Dios es anunciado, su fuerza se descubre de palabra y de obra, pero también tropieza con algunas resistencias, con el poder de Satán y las calumnias de los hombres (cf. 3,20-30). Tal como Jesús presenta la semilla del sembrador, la atención del oyente se centra en el destino del grano tirado. Difícilmente se pierde en los detalles de cómo y por qué se pierde tanta semilla. Los tres primeros grupos presentan simplemente el hecho de que es mucha la siembra estropeada; pero este fracaso se compensa por el abundante rendimiento del último grupo. Toda la fuerza del relato descansa en esta cosecha. Por eso concluye la parábola infundiendo una alegre confianza. Eso es precisamente lo que parece buscar Jesús: proporcionar la certeza de que la predicación triunfará, pese a todas las oposiciones, de que el comienzo promete el cumplimiento. Podría pensarse que Jesús sólo quiere exponer en general la fuerza de la palabra de Dios, la eficacia de su predicación. Pero lo que él anuncia es el inminente reino de Dios, que irrumpe ya por medio de su anuncio. De este modo la parábola dice ya algo acerca de ese reino de Dios: se halla ahora en su estadio inicial, choca con dificultades, en muchos hombres no encuentra la fe o al menos una fe estable; mas pese a todo ello, está viniendo de un modo incontenible y alguna vez aparecerá en toda su gloria. Nada se dice de cuándo y cómo llega el reino de Dios; basta la certeza de que llegará alguna vez el fruto abundante y una cosecha gloriosa. ¿Piensa Jesús en el mismo «sembrador»? De ser así, lo hace sólo de un modo velado; en la parábola al sembrador sólo se le menciona al principio, la mirada se concentra exclusivamente en la semilla. Ello responde a la predicación de Jesús quien con su palabra y sus hechos sólo pretende establecer el reino de Dios y poner de relieve la acción de Dios; pero la parábola permanece abierta para los predicadores posteriores que asumen su actividad. La Iglesia primitiva comprende que con su predicación misionera prolonga el anuncio de Jesús (cf. v. 14, «la palabra»). La palabra de Dios es poderosa y fecunda, el reino de Dios está llegando de un modo irresistible. Por el hecho de ser anunciado se brinda ya a los hombres; éstos sólo necesitan escuchar y creer. Por ello late también en la parábola una apelación urgente a abrirse a la palabra de salvación, aquí y ahora, en el momento de la siembra. La palabra final, con una nueva fórmula introductoria, era ciertamente una exhortación habitual en Jesús, pero que aquí encuentra su lugar más adecuado: «¡Quien tenga oídos para oír, que oiga!» El objeto de la parábola no es la escucha adecuada, pero abre el sentido de la misma: cultivar la confianza en el reino de Dios anunciado y en su fuerza, alimentar la esperanza en su consumación, en su llegada gloriosa.

b) Sentido del lenguaje en parábolas (Mc/04/10-12).

10 Cuando se quedó a solas, los que le rodeaban, juntamente con los doce, le preguntaban a propósito de las parábolas. 11 Y él les contestaba: «A vosotros se os ha concedido el misterio del reino de Dios: pero a ellos, a los de fuera, todo se les dice en parábolas, 12 para que: viendo, vean, pero no perciban; y oyendo, oigan, pero no entiendan; no sea que se conviertan y sean perdonados» (Is 6,9s).

Este fragmento intermedio, destinado exclusivamente a la particular instrucción de los allegados a Jesús, mira al lenguaje de la parábola como tal y se pregunta por su sentido. Aunque hasta ahora Jesús sólo ha narrado una parábola, le preguntan por las parábolas; es decir, por el significado que tienen en general y al mismo tiempo por la razón de que emplee tal lenguaje (cf. Mt 13,10). Aquí evidentemente la comunidad posterior pregunta por el sentido de las instrucciones «privadas» a los discípulos de la comunidad que deben interpretar las palabras de Jesús (cf. 4,34; 7,37; 9,28.33; 10,10; 13,3). Así se explica también el giro impreciso: «los que le rodeaban, juntamente con los doce». En general, son los doce los que reciben estas explicaciones más detalladas; pero se menciona con razón a «los que le rodeaban», porque representan a los creyentes posteriores, en oposición a los que son extraños, «los de fuera» (v. 11). La mirada se extiende, por encima del estrecho círculo de los discípulos, a todos aquellos que pertenecen a Jesús (cf. 3,34s). La misma palabra que emplea aquí el evangelista para las «parábolas», tiene probablemente en su origen un sentido más amplio. «Todo» les sucede a los que están fuera en «enigmas», todo se les convierte en problemas difíciles e incomprensibles. La expresión puede tener también este sentido (Cf. 7.17; Eclo 47,17; 4Esd 4,3, etc.). Toda la predicación de Jesús, incluida su actividad, se trueca en un enigma para los de fuera, porque no pueden verla ni entenderla con ojos creyentes 33. El «misterio», que corresponde a ese «en enigma», puede desvelarse o puede permanecer oculto. El misterio del reino de Dios, que le es «dado» a los discípulos creyentes, se acerca a ellos en el ministerio de Jesús. El reino de Dios es ya una realidad; la semilla está sembrada, las fuerzas han empezado a actuar. En la palabra y obra de Jesús ya se puede rastrear lo nuevo; lo que anuncia se está ya realizando: curaciones como signo de la salvación, expulsiones de demonios como prueba de la fuerza divina, perdón de los pecadores como expresión de la misericordia de Dios. Quien tiene ojos creyentes puede ver todo esto (cf. Lc 10,23ss; Mt 13,16s). Recordamos otra palabra de Jesús, la de su «exclamación de júbilo»: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a gente sencilla» (Mt 11,25 = Lc 10,21). También aquí se enfrentan dos grupos de hombres: los humanamente sabios y prudentes para los que permanece oculto, y la gente sencilla, es decir, los pequeños e incultos, a quienes Dios mismo se lo revela internamente. Sólo en la fe sencilla se puede comprender el misterio del reino de Dios. En la práctica, sin embargo, sólo unos pocos hombres han comprendido este misterio; ese conocimiento se oculta tras la ruda palabra de Jesús. Los «de fuera», para quienes todo el ministerio de Jesús se convierte en un enigma, son todos los incrédulos sin inteligencia, y para la comunidad posterior también los que se cierran a su predicación misionera. Que la llamada de Dios no encuentre eco en tantas personas sigue siendo para los creyentes un hecho oscuro y oprimente, que sólo puede comprenderse a la luz del plan divino de salvación, a la luz de la Escritura. La cita bíblica, tomada del capítulo 6 del libro de Isaías, de la visión vocacional del profeta, ha llamado la atención de la Iglesia primitiva en distintas ocasiones. Lucas la trae al final de los Hechos de los Apóstoles (28, 26s), tras el largo esfuerzo por la conversión del pueblo judío; Juan, al echar una mirada retrospectiva al ministerio público de Jesús (12,40). Según Marcos, la exclusión de los que están fuera, tiene lugar de un modo premeditado: «para que viendo, vean, pero no perciban...» Suena como un endurecimiento pavoroso, querido por Dios. Pero se trata de una cita: Jesús se refiere a la voluntad de Dios tal como viene expresada en la Sagrada Escritura. Nosotros debemos considerar la cita teniendo en cuenta las circunstancias del pasaje del que está tomada. Cuando ocurre la vocación del profeta, el pueblo se ha alejado e Isaías tiene que anunciar el castigo de Dios a ese pueblo rebelde: deberá obcecarse y endurecerse hasta la aniquilación sobreviviendo sólo un resto santo. Del mismo modo, el endurecimiento de los hombres que se cierran a la predicación de Jesús no deja de ser culpable (cf. Mt 13, 13: «porque viendo no ven...»), y tal vez también no es más que un castigo temporal (cf. Rom 11,7ss). Aun así, ese designio de Dios no deja de ser bastante duro; pero ya no resulta incomprensible dentro de la economía de la historia de la salvación. La grave palabra de Jesús no se atenúa ni debilita. La última frase, que sólo aparece en Marcos, probablemente tiende a reforzar aún más el «designio endurecedor». Nada se dice sobre la posibilidad de una conversión ulterior, de un perdón definitivo; tal posibilidad ni se sugiere ni se excluye. Es una exhortación a no dejar pasar la hora de la salvación; pero no es motivo para la desesperación. Esta palabra, que sin duda se les dijo más tarde a lo s discípulos que habían permanecido fieles, la ha introducido el evangelista en el discurso de las parábolas a fin de precisar, a lo que parece, el objetivo de las parábolas. Compárese el pasaje con la observación del v. 33 -según la cual, Jesús anunciaba la palabra de Dios con muchas parábolas semejantes conforme a la capacidad de los oyentes- y se verá cómo el evangelista refleja, pese a todo, la convicción de que objetivo primero de las parábolas no es el endurecimiento. Hay que admitir, más bien, que con tal «objetivo» quería proclamar el efecto del lenguaje parabólico, de suyo abierto a la comprensión. Es un efecto crítico, puesto que solicita y provoca a creyentes e incrédulos.

Las parábolas son más que una doctrina, son un acontecimiento en que se deciden la fe y la incredulidad. Confirman aquello que se narra en las mismas. La incredulidad con la que tropieza el anuncio del reino de Dios, es una fuerza oscura que Dios hunde todavía más en las tinieblas. A pesar de ella, Dios sabe imponer su soberanía y establecer su reino. Esto es lo que debe aprender la comunidad creyente: hasta las fuerzas contrarias a la acción divina están previstas y permitidas por Dios e incluso son impulsadas por él en la orientación que les es propia, porque sin ellas y contra ellas sabe alcanzar sus objetivos con el ejército de los creyentes. Pertenecer a ese ejército es una gracia que el hombre sólo puede agradecer. Pero también el creyente tiene que penetrar cada vez más en el «misterio del reino de Dios y convencerse cada vez más de la presencia de la salvación que se le brinda en Cristo».

c) Aplicación de la parábola del sembrador (Mc/04/13-20).

13 Y añade aún: «¿No entendéis esta parábola? Pues ¿cómo vais a comprender las demás? 14 El sembrador va sembrando la palabra. 15 Unos están al borde del camino; en ellos se ha sembrado la palabra; pero, apenas la oyen, viene Satán y se lleva la palabra que fue sembrada en ellos. 16 Hay otros. igualmente, que recibieron la semilla en terreno pedregoso; éstos, al oír la palabra, de momento la reciben con alegría; 17 pero no echa raíces en ellos, porque son hombres de un primer impulso; y, apenas sobreviene la tribulación o la persecución por causa de la palabra, al momento fallan. 18 Otros hay que reciben la semilla entre zarzas; éstos son los que oyeron la palabra; 19 pero sobrevienen luego las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y toda suerte de malos deseos, y ahogan la palabra, y no da fruto. 20 Finalmente, otros hay que reciben la semilla en tierra buena; son los que oyen la palabra y la aceptan en su corazón y dan fruto al treinta por uno, al sesenta, o al ciento.»

Esta explicación de la parábola del sembrador dada a los discípulos es en realidad una primitiva aplicación de la Iglesia a quienes se convierten a la fe y a su posición en el mundo. Puede reconocerse así en la formulación lingüística y en las circunstancias señaladas: tribulación y persecución, los afanes del siglo... El punto de vista original -la siembra y la cosecha- se ha desplazado realmente a los hombres aludidos: ellos son ahora «los sembrados» y los que han sido colocados en las condiciones de esta época del mundo. Son incluso «el suelo» en que ha sido lanzada la semilla (v. 15). El desenfoque y superposición de las dos imágenes se explican por el deseo de hablar con más fuerza a los oyentes y de amonestarles a producir fruto. La parenesis misma es impresionante. Los hombres que están «al borde del camino», a quienes Satán roba la semilla de la palabra, pueden ser aquellos a los que los enemigos de la fe arrancan la fe germinal. Otros llevan más bien en sí mismos la causa de su apostasía: no tienen hondura ni consistencia (el suelo pedregoso). Se exaltan momentáneamente, pero no conservan la fe ante las tribulaciones y persecuciones. No han comprendido el sentido de la religión de la cruz, la llamada al seguimiento de Cristo; brotan así los deseos falaces que «ahogan» la vida interior. Las «preocupaciones del mundo», la lucha por la existencia, las privaciones y desengaños de la vida producen el mismo efecto deletéreo que las riquezas y los deseos desordenados. El bienestar hace que los hombres se sientan satisfechos y contentos de sí mismo, les engaña acerca de su verdadera situación y no les deja ya pensar en Dios ni en su verdadera salvación (cf. Lc 12,16-20: el rico insensato). Pero la exposición no se detiene en este aspecto negativo y descorazonador. Dios no ha sembrado su semilla inútilmente. Cuando su palabra cae en buena tierra produce fruto abundante y colmado. Esta es una apelación alentadora a cuantos se han convertido a la fe al mismo tiempo que un consuelo frente a la negativa y apostasía de muchos. La palabra de Dios no se vuelve a él de vacío, sin haber cumplido lo que Dios quiere y sin llevar a cabo aquello para lo que ha sido enviada (Is 55, 8-11). El marco misionero -«el sembrador va sembrando la palabra»- sugiere una nueva aplicación: los predicadores cristianos, los que asumen y continúan el trabajo de sementera de Cristo, merecen consideración y consuelo por su actividad. Los fracasos no desaparecen; en la parábola tres cuartas partes de la semilla esparcida se pierden, sólo una cuarta parte encuentra terreno bueno. Esto no se ha pensado ciertamente bajo el prisma del cálculo; pero alude al misterio del gobierno divino. Dios consigue su propósito en contra de todas las resistencias y al final recoge una cosecha abundante. En él no cuentan las mismas reglas que entre los hombres; se da una paradoja de fortaleza divina en la debilidad (cf. 1Cor 1,25). De este modo, la aplicación que la Iglesia primitiva hizo de la parábola del sembrador se aleja evidentemente del sentido original que tenía en boca de Jesús. El punto de mira se ha desplazado de la revelación a la exhortación. Retrocede el pensamiento de la llegada del reino de Dios que ya está presente, pasando al primer plano el estímulo moral a producir fruto. Aunque se debe presuponer el conocimiento del mensaje de Jesús (1,15). El Reino de Dios se hace realidad tanto en la proclama de Jesús como en la predicación de la Iglesia primitiva; aquí como allí ese reino ejerce una función crítica entre los oyentes. También en la fecundidad moral de los creyentes se anuncia el reino y en la fidelidad inconmovible de la comunidad se hace más firme y consciente la esperanza del reino futuro. Quien se esfuerza, como miembro vivo de la comunidad, en dar frutos de fe y de amor, experimenta en ella el «misterio del reino de Dios» (4,11s) y la eficacia de las fuerzas salvadoras de Dios que están en acción.

d) Grupo de sentencias (Mc/04/21-25).

21 Decíales también: «¿Acaso se enciende una lámpara para ponerla debajo de un almud o debajo de la cama? ¿No será más bien para colocarla sobre el candelero? 22 Porque nada hay oculto que no haya de manifestarse, y nada secreto que no haya de salir a la luz. 23 El que tenga oídos para oír, que oiga.» 24 Decíales igualmente: «Atended bien a lo que oís. Con la medida con que midáis, seréis medidos, y con creces. 25 Porque al que tiene, se le dará; y al que no tiene, aun aquello que tiene se le quitará.»

El grupo inserto aquí comprende cuatro sentencias independientes que el evangelista ha entretejido para darles unidad de sentido. El método lo han utilizado con frecuencia los evangelistas; recibieron palabras de Jesús, que llevaban su sello y reconocidas por todos como tales, y formaron con ellas unas determinadas unidades. De este modo las palabras alcanzaban un sentido particular, que a menudo es diverso en los distintos evangelistas. Las sentencias aquí presentadas las ha elegido Marcos teniendo en cuenta su capítulo de las parábolas. Lo que Jesús ha dicho a los discípulos sobre «el misterio del Reino de Dios» (v. 11) y sobre la siembra de la palabra de Dios (v. 13-20), debe prolongarse en estas sentencias y aplicarse a la predicación. Hay dos grupos que están mutuamente relacionados mediante la exhortación a escuchar (v. 23). La sentencia sobre la «escucha», que exhorta a prestar atención, cierra el primer grupo aplicable a los predicadores; y la sentencia que reclama atención a lo que se oye (24a}, introduce el segundo grupo, aplicable a todos los oyentes de la predicación. También se podría decir que el primer grupo de sentencias (v. 21 s) continúa el tema del «misterio del reino de Dios» traduciéndolo a la situación de la comunidad pospascual; en tanto que el segundo grupo de sentencias (v. 24s) enlaza con la parenesis de los v. 13-20 dando instrucciones y razones para una escucha fructuosa. Pero veamos con más detalle cada una de las sentencias. La imagen, fácilmente comprensible, de la lámpara que se pone sobre el candelero, alude a la predicación del reino de Dios (*). También Jesús ha predicado y enseñado en público; pero la mayor parte del pueblo se endureció en la incomprensión y la incredulidad, sólo el estrecho círculo de los discípulos recibió con fe sus palabras y Dios les abrió «el misterio del reino de Dios». Pero el Evangelio debe predicarse en todo el mundo (13,10; 14,9); los discípulos deben llevar esa luz al mundo entero. En la palabra de la predicación se hace presente y eficaz el reino de Dios. La fe debe tener una fuerza misionera. Una comunidad que se circunscribe a su círculo es como aquel que pone una lámpara debajo del almud o de la cama. Si era voluntad de Dios confiar el misterio de su reino sólo a unos pocos durante el ministerio de Jesús, y si la predicación de Jesús al principio sólo se dirigió al pueblo de Israel, ahora el Evangelio tiene que ser anunciado a todos los pueblos (13,10). Es una lámpara que debe iluminar a todos los hombres. Así enlaza perfectamente la sentencia siguiente relativa a lo oculto y secreto que debe ser pregonado. Esta sentencia de sentido genérico (**) se aplica aquí al acontecimiento de la predicación. Marcos subraya el sentido íntimo y la orientación del acontecimiento que ahora permanece oculto; eso que ahora está oculto deberá manifestarse y lo que está secreto tiene que darse a conocer. También el misterio de la persona y de la obra de Jesús, el misterio del reino de Dios, tiene que revelarse a los hombres después de pascua. Hay ahí una vigorosa llamada a los predicadores y a la comunidad, llamada que se acentúa todavía más con la exhortación: «El que tenga oídos para oír, que oiga.» Toda la comunidad debe prestar oído atento y comprender el encargo que tiene de actuar en el mundo. Llevar una existencia escondida es contrario a la voluntad de Dios. La Iglesia no debe nunca encerrarse en un ghetto ni convertirse en una secta clandestina. Debe ser un signo de Dios en el mundo y dar testimonio de la acción divina (cf. Mt 5,13-16). Y así se llega también a la recta escucha. De los predicadores la atención se centra en los oyentes: «Atended bien a lo que oís.» En este contexto la sentencia acerca de la medida señala la dosis de atención prestada. Ciertamente que la imagen encaja mejor con la advertencia relativa al juicio del hermano (Mt 7,1), o con la exhortación a dar generosamente (Lc 6,38); pero la continuación en Marcos: «y con creces» (v. 24), pone de manifiesto la mente del evangelista: quien da cabida a la palabra de Dios y deja que se desarrolle, obtendrá una ganancia abundante. Hay que recibir el mensaje de Dios con ánimo bien dispuesto y abrirle el corazón de par en par para que pueda producir fruto. «La palabra de Dios habite entre vosotros con toda su riqueza» (Col 3,16). «Atended» no indica simplemente una actitud receptiva, sino que exige además una participación personal, la voluntad de aplicarse lo oído y de hacerlo fructificar para la propia vida. Quien presta atención a lo que se le anuncia y lo siente en sí mismo como revelación y exigencia divinas, sacará de ello provecho y ganancia crecientes. Dios mismo le aumentará el tesoro de su fe y le colmará con sus dones internos. Esto es, en definitiva, lo que quiere subrayar la última sentencia que, aislada y tomada literalmente resulta muy difícil de entender. En los otros dos sinópticos encontramos esta frase -¿un proverbio sacado de la experiencia?- en el contexto de la parábola de los talentos y de las minas, respectivamente (Mt 25,29; Lc 19,26), recibiendo su explicación del hecho narrado. En Marcos resulta comprensible si se piensa en el oyente: a quien ya posee un tesoro de fe y amor, de buena disposición y energía para llevar a la práctica la vida cristiana, aún se le otorgarán nuevos dones mediante la escucha adecuada de la palabra de Dios. Pero quien no posee nada de esto se verá incluso privado de la fe aceptada externamente y al final se encontrará con las manos vacías. Una vez más se pone así de relieve la función crítica de la palabra de Dios, capaz de llevar a una fe más madura o a la incredulidad. Todo el grupo de sentencias es una pequeña pieza doctrinal sobre la predicación y la fe. Prolonga la teología de la palabra que ya había sido expuesta en la interpretación de la parábola (v. 13-20). La palabra de Dios contiene en sí misma una gran energía; pero hay que recibirla también con ánimo bien dispuesto, mantenerla en la vida y protegerla de influencias perniciosas. Es una fuerza vital, a la que se debe dar amplia cabida. Es entonces cuando da sus frutos en cada hombre particular, en la comunidad y en el mundo entero.
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En Lc 11,33 probablemente se piensa en el mismo Jesús, habida cuenta de las precedentes sentencias acerca de la «lámpara sobre el candelero»; en Mt 5.15 se aplica a la comunidad de discípulos, de los que antes se ha dicho: «Vosotros sois la luz del mundo». Se trata de distintas aplicaciones de la metáfora, que sin embargo están emparentadas: con la proclamación del Evangelio Jesús mismo es llevado al mundo como luz, y la comunidad proclamadora se convierte a su vez en una luz o señal para el mundo. Marcos -y el pasaje paralelo de Lc 8,16- debió conservar el sentido original.
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Se encuentra una vez más en un «doble» de Mt 10,26 y Lc 12,2, con un sentido distinto en ambos pasajes. Mateo subraya sobre todo la relación escatológica, que seguramente era el sentido original (¿el juicio?). Lucas piensa en los pensamientos y sentimientos del predicador que saldrán a la luz: por ello, se deben proclamar a los cuatro vientos con toda libertad.
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e) La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc/04/26-29).

26 Dijo además: «El reino de Dios viene a ser esto: Un hombre arroja la semilla en la tierra. 27 Y ya duerma o ya vele, de noche o de día, la semilla germina y va creciendo sin que él sepa cómo. 28 La tierra, por sí misma, produce primero la hierba, luego la espiga, y por último el trigo bien granado en la espiga. 29 Y cuando el fruto está a punto, en seguida aquel hombre manda meter la hoz, parque ha llegado el tiempo de la siega.»

Narra el evangelista ahora una segunda parábola sobre el reino de Dios, que trata también de semilla, crecimiento y cosecha. Sólo se encuentra en Marcos; Lucas se contenta con la parábola del sembrador y las sentencias vinculadas; Mateo trae en este lugar la parábola de la cizaña entre el trigo, y ciertamente que no sin un propósito concreto (*). Marcos quiere esclarecer el mensaje del reino de Dios que irrumpe. Y ahora dirige su atención al tiempo que media entre la sementera y la recolección. Podría decirse que en las tres parábolas del capítulo 4 de Marcos el acento va desplazándose de la sementera (parábola del sembrador), al período intermedio (la semilla que crece) y al tiempo final (el grano de mostaza). Aunque los tres aspectos están presentes en cada una de ellas, pues siembra, maduración y cosecha no se pueden separar. La parábola narra un proceso evidente, conocido de todos los oyentes y que nadie discutía. Jesús quiere enseñar algo concreto sobre el reino de Dios y exhortar a los oyentes a una actitud adecuada a la acción de Dios en esta hora. Pero ¿cuál es la lección particular de esta parábola? Después de la siembra el campesino aguarda paciente y confiado que llegue el tiempo de la recolección. La tierra lleva fruto por sí sola. Llega indefectiblemente el tiempo de la siega y entonces el campesino puede recoger el fruto. Se ha pensado que Jesús se consideraba aquí a sí mismo como el labrador y que expresaba su confianza de que su predicación no resultase inútil. No hay que excluir esta idea; pero Jesús quiere sobre todo dar aliento a los oyentes con esta parábola. Deben saber que la sementera se ha llevado a cabo con éxito, que las fuerzas de Dios siguen operando, aunque ocultas y desarrollándose de una forma callada. Todavía no ha llegado la cosecha, pero su llegada es segura. En este tiempo conviene esperar pacientes y tranquilos y confiar en el poder de Dios. No serán la propia actividad e inquietud las que consigan el objetivo; el reino de Dios no lo establecen los hombres por sus propias fuerzas. Por importante que sea la predicación, la acción de Dios sigue siendo lo más importante. Mas, a pesar de la tranquilidad de la espera, la mirada se dirige a la cosecha. Tan pronto como el fruto lo permite, el labrador mete la hoz. Las últimas palabras son una cita de Joel 4,13 y tienen su centro de gravedad en el anuncio jubiloso de «¡Ha llegado el tiempo de la siega!» Así tiene que estar preparada la comunidad para recoger la cosecha de Dios al fin de los tiempos. Jesús quería afianzar en su tiempo la confianza en Dios y en su obra: el reino de Dios llega ciertamente y está cerca. Llega por la fuerza de Dios y va creciendo calladamente, «por sí solo», sin que se advierta su crecimiento. En el tiempo pospascual de la comunidad la idea volverá a ser actual de una manera nueva. La comunidad, que ya ha desplegado una predicación misionera, pero se ve asediada de fracasos y dificultades, tiene que poner en manos de Dios el desarrollo ulterior de una manera tranquila y confiada, paciente y firme y dirigir su mirada hacia el futuro. La espera inminente que invade a la comunidad (cf. 9,1; 13,30) y que se refleja en la parábola de la higuera (13,28s), se sitúa así en la perspectiva adecuada: lo decisivo no es la proximidad temporal, sino la proximidad siempre operante de Dios, que conoce el día y la hora (13,32). La parábola exige de nosotros una actitud fundamental parecida: confianza creyente en Dios, que opera en silencio y hace madurar su semilla y una serenidad que saca paz y fuerza de ese conocimiento.
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Mateo dirige la mirada a la época del crecimiento de modo particular a la comunidad en el mundo, todavía amenazada de peligros e influencias perniciosas. Hasta en ella existen miembros indignos que no responden a su vocación; al final serán arrojados del reino del Hijo del hombre todos los que cometen la maldad (13,41s; cf. también 7,22s; 22,11ss)
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f) Parábola del grano de mostaza (Mc/04/30-34).

30 Y proseguía diciendo: «¿A qué compararemos el reino de Dios o con qué parábola lo describiremos? 31 Es como el grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que sobre la tierra existen; 32 pero, una vez, sembrado, se pone a crecer y sube más alto que todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes, que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra.» 33 Y con muchas parábolas así les proponía el mensaje, según que lo podían recibir. 34 Y sin parábolas no les hablaba. Pero, a solas, se lo explicaba todo a sus propios discípulos.

La última de estas parábolas relativas al crecimiento del reino de Dios empieza con una introducción detallada. La doble pregunta puede indicar lo difícil que resulta explicar a los oyentes la verdad y realidad del reino de Dios. Como sucede siempre en estas parábolas, el reino de Dios no debe identificarse sin más ni más con la imagen elegida -en este caso con el grano de mostaza-, sino que debe ilustrarse por el proceso general. Del minúsculo grano de mostaza crece un arbusto vigoroso, lo que constituye un proceso sorprendente. La parábola tiende a poner de relieve este crecimiento desde unos comienzos insignificantes hasta el máximo desarrollo. El grano de mostaza, proverbialmente pequeño (cf. Lc 17,6 = Mt 17,20), contiene en sí la fuerza para desarrollar un gran tronco y echar ramas a cuya sombra anidan los pájaros. A diferencia de lo que ocurre en la parábola de la semilla que crece por sí sola, aquí no se describe cada uno de los estadios del crecimiento, sino que la mirada se dirige al sorprendente resultado final. No otra cosa pretende exponer también la parábola de la levadura que en su origen debió formar una parábola paralela a la del grano de mostaza (Lc 13,18-21; Mt 13,31-33). El espléndido resultado final viene también indicado mediante «los pájaros del cielo», imagen bien conocida ya del Antiguo Testamento (Cf. Dan 4,9.11.18; Ez 17,23; 31,6). La vivienda de las aves a la sombra o entre las ramas del árbol es como un símbolo del reino de Dios; que acoge a muchos pueblos y se convierte para ellos en su hogar. No hay que aplicar inmediatamente esta parábola al crecimiento y expansión de la Iglesia. El reino de Dios opera ciertamente sobre la tierra y dentro de la Iglesia; pero no es una realidad visible como la Iglesia ni presenta su firme organización. Tampoco está sometido a ninguna evolución terrena, como lo está la Iglesia en el curso de la historia. No se desarrolla a través de factores naturales, mediante los planes y acción de los hombres, sino que crece gracias a las fuerzas ocultas de Dios. Por ello, la doble parábola del grano de mostaza y de la levadura no pretende describir algo así como la eficacia intensiva y extensiva de la Iglesia, sino dejar constancia de la llegada del reino cósmico de Dios. El pensamiento de una expansión triunfal de la Iglesia o de nuestra capacidad para construir el reino de Dios, es un engaño peligroso y hasta la misma historia terrena lo contradice. Jesús piensa exclusivamente en las prodigiosas fuerzas divinas y en el incontrovertible resultado final de Dios. Con esta visión reveladora la parábola del grano de mostaza actúa como un poderoso aguijón alentando una fe inquebrantable y una esperanza que no puede engañarse. En contra de todas las apariencias exteriores el reino de Dios seguirá desarrollándose y al final obtendrá la victoria. Eso es también lo que quiere decir el evangelista a su comunidad. A pesar de su profundo interés misionero, el evangelista no cede a la tentación de alimentar sus esperanzas de un futuro terreno. Sabe, sin duda que, antes del fin, el Evangelio será anunciado a todos los pueblos (13,10); pero sabe también que antes de la venida del Hijo del hombre han de llegar muchas persecuciones, tentaciones y grandes angustias (13,5-23). También para nosotros es sumamente importante esta mirada al triunfo final de Dios. Cierra así el evangelista este capítulo de parábolas, de las que sólo intenta presentar una selección. «Con muchas parábolas así» hablaba Jesús al pueblo. Para Marcos esto no es simplemente doctrina o instrucción, sino proclama que mete en los oídos la palabra de Dios. Se trata de una expresión acuñada ya en el lenguaje misionero y en la catequesis de la Iglesia primitiva (cf. v. 14s) (*). La palabra de Dios contiene una fuerza salvadora, pero se trueca en juicio para quienes la escuchan y no creen. En la palabra de la predicación se les brinda a los hombres el reino de Dios, y en el escuchar con fe y obediencia o con endurecimiento e incredulidad deciden los oyentes su salvación o su ruina. Teniendo en cuenta la sentencia del v. 11s, sorprende que el evangelista continúe: «según que lo podían recibir.» Tal vez el evangelista ha tomado esta observación de la tradición, testificando así que en un principio las parábolas no ocultaban sino que hacían patente el sentido de las palabras de Jesús. Pero la frase puede también poner de manifiesto la función crítica del lenguaje en parábolas: no todos podían escuchar del mismo modo. Al emplear las parábolas Jesús tiene en cuenta la capacidad de comprensión de los oyentes al tiempo que la sensibilidad de su fe. Así se comprende la última observación: «Pero, a solas, lo explicaba todo a sus discípulos.» Porque creen y se mantienen fieles a él, los adentra en la inteligencia más profunda del acontecimiento, en «el misterio del reino de Dios». De este modo, sin embargo, también la comunidad queda invitada a una escucha y comprensión adecuadas. Quien reflexiona con fe sobre las parábolas obtiene luz sobre el acontecimiento enigmático que se desarrolla en el mundo, sobre la eficacia oculta de Dios tanto entonces como hoy. Entendido así, el v. 34 que cierra la perícopa se convierte asimismo en una enseñanza más profunda acerca de la revelación. Tal revelación se presenta siempre bajo un cierto velo -«Y sin parábolas no les hablaba»-, al tiempo que se descubre a los creyentes bien dispuestos: «A solas se lo explicaba todo.» La revelación divina encierra algunas obscuridades, aunque tiene la luz suficiente; es una alocución de Dios que reclama la respuesta y decisión del hombre. Su verdad no aparece en la superficie, sino que se oculta en las profundidades, como la sabiduría y la fuerza de Dios.
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La Iglesia primitiva ha desarrollado una teología de la «palabra de Dios». La palabra de la predicación no es palabra humana, sino palabra de Dios (1Tes 2,13). Aunque se reciba entre tribulaciones externas, se realiza con la alegría del Espíritu Santo (1Tes 1,6). El predicador sufre persecuciones por causa de esa palabra; pero «la palabra de Dios no está encadenada» (2Tm 2,9). Crece, se desarrolla, se fortalece (Act 6,7; 12,24; 19,20) y lleva fruto (Col 1,6) Es «la palabra de la verdad» (Ef 1,13; Col 1,5), con la que «nos engendró» el Padre (Sant 1,18; cf. 1P 1,23); es la «palabra de vida» (Flp 2,16)
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3. GRANDES PRODIGIOS Y REPUDIO EN NAZARET (4,35-6,6a).

El mensaje y doctrina de Jesús se confirman con sus grandes obras prodigiosas, no en el sentido de una «prueba» de que están presentes en él las fuerzas del reino de Dios, sino como signos que hacen patentes esas fuerzas a cuantos las contemplan con ojos creyentes. Lo que más tarde aclarará expresamente Juan, el cuarto evangelista, mediante su concepto de los «signos» y su exposición simbólica y teológica de los grandes hechos de Jesús, viene sugerido de forma indirecta en la exposición de Marcos. La comunidad creyente, que ha entendido la doctrina de Jesús en parábolas, que ha comprendido «el misterio del reino de Dios», recibe ahora una instrucción palmaria de cómo en la acción de Jesús se oculta y al mismo tiempo se manifiesta al exterior el poder salvífico de Dios. Desde el comienzo se anunciaba el reino de Dios y simultáneamente se podía reconocer su presencia y eficacia, sobre todo en las expulsiones de los demonios (cf. 1,27.39; 3,15). No se puede pasar por alto la proximidad y conexión de los prodigios narrados a continuación con las expulsiones demoníacas (1,23-27.34; 3,11) Y las curaciones (1,29-31.40-45) referidas anteriormente. El apaciguamiento de la tempestad (4,35-41) viene presentado como un exorcismo cósmico que atañe a la naturaleza. El poseso de la región de Gerasa (5,1-20) es un caso potenciado de la destrucción de las fuerzas demoníacas. La mujer con flujo de sangre (5,25-34) ofrece un ejemplo patente de «la fuerza que de él había salido» (5,30) y que actuaba al simple contacto con Jesús (cf. 3,10). Finalmente, la resurrección de la hija de Jairo (5,35-43) es un gran signo, el máximo en este contexto, de la virtud vivificante de Jesús que puede sacar hasta del reino de los muertos. Realmente, Jesús pone de manifiesto la fuerza de Dios en la expulsión de los demonios, y la salvación divina en las curaciones. Mas, para ver la fuerza salvadora de Dios que irrumpe en Jesús y para comprender su alcance, es necesaria la fe. El tema de la fe orientada a la revelación que Jesús hace de sí mismo con hechos portentosos aparece en esta sección con mayor fuerza que hasta ahora. En la tempestad del lago, los discípulos, y con ellos la comunidad posterior, reciben una seria lección sobre la necesidad de la fe y una muestra de lo que la fe significa en este mundo alejado de Dios. La hemorroisa se convierte en un ejemplo luminoso de postura de fe firme y sencilla. De cara a la muerte, Jesús exhorta a Jairo: «No temas, sólo ten fe» (5,36). Los hombres incrédulos, por el contrario, tiemblan ante el poder de Dios que se revela, alejan a Jesús de su presencia (5,17) y hasta se burlan de él (5,40). Pero el ejemplo más amargo de incredulidad se encuentra al final: la patria incrédula de Jesús le rechaza, el Señor no puede hacer allí milagro alguno y se admira de la incredulidad de aquella gente (6,5S). Esto es una advertencia valiosísima para cuantos están cerca de Jesús y piensan conocerle. La división, establecida en el capítulo de las parábolas entre los de cerca y «los de fuera» (4,10S), sigue vigente. Como la palabra de Jesús ejerce una función crítica, también la ejerce su ministerio en obras. En él se diferencian los espíritus, por el se consuman la salvación y el juicio. De este modo Jesús se convierte en acontecimiento al par que en problema para los hombres: «¿Quién es éste?» (4,41). Se piensa conocerle, pero no se le conoce (6,3). El incrédulo se escandaliza en él (6,3), Y hasta la misma fe difícilmente llega a la plena inteligencia. El Jesús terreno es un misterio, mas tampoco quiere provocar el sensacionalismo (cf. 5, 37-43). Sólo sus acompañantes más cercanos (5,37), que después de los acontecimientos pascuales convierten su espanto y asombro (4,41; 5,42) en fe y en testimonio creyente, podrán explicar el misterio de su persona a una comunidad creyente, aunque tal vez combatida en su fe. Así es cómo en esta sección la comunidad está representada por los doce que Jesús se ha elegido (3,13), al tiempo que alentada por su mensaje de que Jesús es el Señor por encima de todas las potencias contrarias a Dios, de que Jesús es el Hijo del Dios altísimo (5,7).

a) La tempestad calmada (Mc/04/35-41).

35 Aquel mismo día, al atardecer, les dice: «Vamos a pasar a la otra orilla.» 36 Y ellos, despidiendo al pueblo, se llevan a Jesús, tal como estaba, en la barca; también le acompañaban otras barcas. 37 De pronto se levanta una fuerte borrasca; las olas saltaban sobre la barca, de manera que ésta ya estaba a punto de anegarse. 38 Mientras tanto, él seguía durmiendo en la popa sobre un cabezal. Ellos lo despiertan y le dicen: «Maestro, ¿es que no te importa que nos hundamos?» 39 Entonces él se levantó, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla! ¡Enmudece!» El viento cesó y sobrevino una gran calma. 40 Luego les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» 41 Quedaron sumamente atemorizados y se preguntaban unos a otros: «¿Pero quién es éste, que hasta el viento y la mar le obedecen?»

El evangelista conecta estrechamente este relato con el marco de la predicación en parábolas: es la tarde del mismo día y Jesús aparece todavía en la barca a la que había subido a causa del concurso de gente (4,1). Aunque nos hallamos todavía en el mismo capítulo de las parábolas, debe prevalecer la impresión de que aquí se trata de un suceso inmediato. El hecho pertenece al arte narrativo. Sea como fuere, la ocasión y circunstancias son secundarias. Después ya no se vuelve a mencionar a las barcas que le acompañaban; tal vez tenían que actuar como testigos del acontecimiento milagroso. El capítulo 5 parece conectarse directamente, pues los discípulos alcanzan el país de los gerasenos, en la ribera oriental (5,1); pero no se vuelve a considerar que ya debía haber obscurecido. En el marco artificial de un relato continuado lo que interesa conservar es la experiencia única de los discípulos, lo cual posee una importancia duradera y profunda para la comunidad. Ésta reconoce a Jesús como soberano de la tempestad y del mar, con un poder que provoca el estremecimiento ante su persona y, como los discípulos, la comunidad está invitada a una fe sin temores, a la plena confianza en su Señor. El poder de Jesús, aquí experimentado, sólo se reconoce en el sentido intentado por el evangelista, cuando entendemos con él el conjuro de la tempestad y la palabra de mando al mar con una expulsión demoníaca. La palabra griega que se emplea para «increpar» o reducir violentamente al viento, aparece también en los exorcismos (1,25; 9,25). En Marcos -a diferencia de Mateo y Lucas- se distingue evidentemente entre el demonio de la tempestad y el del mar. A cada palabra de mando de Jesús corresponde un efecto particular: «y se calmó el viento y sobrevino una gran bonanza», dos resultados maravillosos, pues de otro modo las olas no se hubiesen serenado tan rápidamente. La explicación natural de que esas tempestades violentas se levantan repentinamente en el lago de Genesaret y pasan con la misma rapidez, es insuficiente tratándose de pescadores experimentados, como eran los discípulos de Jesús, y que de eso debían saber bastante. En la descripción resuena una experiencia peculiar: primero una angustia de muerte (v. 38) y, después de hecha la calma, otro «temor», que es el pasmo ante quien ha realizado todo aquello con unas breves palabras de mando. También esta reacción de los discípulos se describe de modo parecido a la del pueblo después de las primeras expulsiones de demonios (1,27). El poder de Jesús sobre el viento y el mar le muestra como soberano vencedor de las potencias demoníacas. Mas las fuerzas divinas presentes en Jesús no hay que verlas fuera de su aparición. Jesús se presenta por completo como un hombre: después de un día agotador de predicar en el lago a las enormes multitudes de pueblo, Jesús se duerme sobre el duro cojín en que suelen sentarse los remeros y ni siquiera despierta con el estruendo de la tempestad y de las olas embravecidas. Los discípulos le despiertan, e inmediatamente se comporta de un modo que no tiene igual. El motivo de la salvación de un peligro marítimo es antiguo -historia de Jonás y diversas narraciones tanto judías como paganas-; pero siempre el que salva es Dios o es la oración de hombres piadosos la que aporta la ayuda. Aquí alguien actúa en nombre de Dios y sólo pronuncia una palabra de mando. ¿Quién es éste? El poder de Jesús es algo único; pero en cierto modo está oculto y sólo se revela en epifanías secretas. Todo el relato es tanto una experiencia como una instrucción de los discípulos. En Mateo la última palabra de asombro la pronuncian los hombres; en Marcos son siempre los discípulos. El peligro de muerte les hizo olvidar de quién tenían en medio de ellos; las fuerzas a las que se veían entregados sobrepujaron su fe. Así lo expresa abiertamente la palabra de reproche de Jesús: son miedosos y cobardes. Una vez más es Marcos el que lo subraya con mayor fuerza que ningún otro evangelista mediante la doble pregunta. Para él desfalleció por completo la fe de los discípulos, mientras que Mateo habla de «hombres de poca fe». La fe no es todavía aquí una fe reflexiva en Jesús, el Cristo e Hijo de Dios, sino la fuerza elemental de una confianza creyente. Hay que mantenerla frente a todos los asaltos de las potencias enemigas de Dios. Es el requisito esencial para comprender el mensaje de Jesús sobre el reino de Dios. Mas con la última pregunta se sugiere también al lector que tiene que haber una fe en Jesús, Hijo de Dios. Así se piensa también en la comunidad. Para ella el relato pasa a ser una exhortación apremiante a mantener una fe inquebrantable en medio de su existencia en el mundo. Cierto que para ella la nave sacudida por la tempestad del lago no es todavía el símbolo de la Iglesia como lo será más tarde para los santos padres y para los pensadores piadosos de todos los siglos; todavía no vuelve su mirada al largo proceso histórico en que la Iglesia se ha visto agitada y desarbolada. Pero ya sabe de persecuciones y tribulaciones (c. 13) y su fe se ve combatida, pese a la proximidad del Señor. Necesita una fe carismáticamente fuerte (11,23). La aparente debilidad del Señor, que se encamina hacia el abandono y la oscuridad de la muerte en cruz, sólo puede sostenerla a ella con la fe en su poder oculto, con la fe en su resurrección. Con esa fe tampoco ella sucumbirá.