CAPÍTULO 01


Introducción

EL EVANGELIO DE LA FE DE LA IGLESIA PRIMITIVA

«El Evangelio de Jesucristo», el mensaje de la salvación que Jesucristo ha traído a los hombres de parte de Dios (1,1), el anuncio salvador que debe ser anunciado a todos los pueblos del mundo (13,10), y cuyo «comienzo» quiere presentar Marcos -es la primera exposición de que nosotros disponemos- ha encontrado también una forma literaria especial; se ha convertido en el «Evangelio» escrito. Es algo distinto de un relato histórico, del «así sucedió»; y no es tampoco una descripción exacta de cómo transcurrió la «historia» de Jesucristo. La Iglesia primitiva sabe que en aquello que sucedió una vez se contiene la revelación definitiva -escatológica- de Dios, la última palabra de Dios a la humanidad en su frescor y fuerza originales; y esta convicción configura ya la forma de la exposición. Lo que Dios habló entonces a la humanidad por medio de su último enviado, su propio Hijo, lo que Dios realizó en él y para salvación nuestra, tiene una importancia insoslayable para el futuro terrestre del mundo hasta el fin de los tiempos (cf. 13, 13). Este mensaje salvífico debe penetrar en el oído de todos los oyentes a lo largo de todos los siglos de la historia terrena. Sólo quien es capaz de escuchar, (cf. 4,9) con atención interna y creyente y con una comprensión que Dios le concede, como un mensaje de salvación presente y que le afecta a él mismo, el anuncio de lo que ocurrió una vez, experimenta la fuerza impulsora y salvadora de esa palabra divina. La Iglesia primitiva ha comprendido el secreto de aquel mensaje original y no lo ha desfigurado interpretándolo como un documento histórico ni tampoco como un mito desligado de la historia. En el recuerdo de quienes fueron llamados a proclamarlo la Iglesia aprendió a conocerse a sí misma y su fundamento en la palabra y acción de Jesucristo. Para aquél que se incorporaba a esta comunidad creyente, las palabras y los hechos de Jesucristo se le convertían en promesas y consuelos de su propia vida; el camino y destino de Jesús, en luz y guía de su existencia personal; su muerte y resurrección, en promesa de salvación. Se sentía más profundamente incardinado en la comunión de aquéllos a quienes Jesús había llamado al principio, los había reunido en torno suyo y en la cena de despedida se los había unido indisolublemente. Con este sentido de fe leían los primeros lectores cristianos las tradiciones de este libro, que para ellos era más que un libro de memorias: era su catecismo, su libro de fe, la ley fundamental de su comunidad creyente y el hilo conductor de su vida cristiana en medio del mundo. La Iglesia naciente, que penetraba en una nueva edad -la que hoy llamamos nosotros «Iglesia antigua»- reconocía en este libro -al igual que en los otros «Evangelios» que se nos han conservado- el precioso compendio de la proclamación apostólica, apoyo y garantía de toda la realidad cristiana. Veía el libro como inspirado, como dictado por el Espíritu mismo de Dios, como la firma que poseía el sello de la verdad, y lo aceptó para siempre como depósito de la revelación de Jesucristo y como alocución permanente de Dios. Con ello lo elevaba de documento de fe vinculado al tiempo a manifiesto de fe que condicionaba su propia comprensión y camino. Escrito originariamente por Marcos, acompañante y discípulo de Pablo y de Pedro, para las comunidades cristianas de origen pagano, y más en concreto para las de Roma y regiones vecinas -probablemente entre el año 65 y el 70 d.C.-, este catecismo comunitario se convirtió en testimonio perenne de revelación, en norma de predicación y en preceptor de la Iglesia a través de los siglos. Con ello pasó a ser también el manual de fe y de vida para cada cristiano, cualquiera fuese el lugar histórico en que se encontrase. Nosotros, como miembros de esa Iglesia, debemos hoy leer y meditar así el Evangelio de Marcos en toda su múltiple importancia: como memorial siempre presente de cuanto ocurrió una vez en Jesús y por Jesús, como testimonio de sí mismo anunciado por la Iglesia primitiva en boca de su evangelista y como revelación divina que reclama nuestra fe y obediencia y que nos llega en nuestra propia situación histórica. A fin de valorar todos estos aspectos, la presente explicación del antiguo texto abandona un tanto la división y presentación tradicionales. Sin negar la relativa importancia del Evangelio de Marcos por lo que hace a la descripción de la vida y obra de Jesús de Nazaret, quisiera fijar la mirada con más intensidad de lo que suele ser habitual en la comprensión de la Iglesia primitiva, para la cual las perícopas aisladas y las grandes divisiones de la obra no sólo eran capítulos de la historia de Jesús, sino también y sobre todo enseñanzas para su fe y su vida. Para ello quisiera esta exposición traducir a la presente situación histórica y acercar a la comprensión del lector de hoy lo que se consignó por escrito para los lectores de entonces, aunque como Escritura revelada siempre válida y capaz de convencer. Todas estas funciones del Evangelio escrito se compenetran y destacan con fuerza cambiante. Será el lector reflexivo quien dé el último paso para aplicárselo a su situación personal. El comentario, en la medida que le sea posible dado lo limitado de su espacio, deberá descubrir la visión que la Iglesia primitiva y el evangelista tuvieron del gran acontecimiento de la salvación contenido en el Evangelio de Marcos, y ayudar al lector a salir al encuentro de Jesús, autor y objeto de este anuncio, y a escuchar la llamada de la Palabra divina.

INTRODUCCIÓN DE JESÚS A SU MINISTERIO DE SALVACIÓN (1,1-13)

1. EL TITULO (Mc/01/01).

1 Comienzo del Evangelio de Jesucristo.

La palabra «buena nueva» expresa adecuadamente el contenido y esencia de la predicación de Jesús. Es una «nueva» noticia o mensaje que Jesús presenta por encargo de Dios cuando «se ha cumplido d tiempo» (1,15), un mensaje «bueno» acerca de la voluntad definitiva de Dios que quiere la salvación y redención. En este sentido, Jesús es personalmente el mensajero de Dios, como se dice en Is 52,7, bajo la imagen del retorno de Dios a su ciudad y pueblo: «¡Oh cuán hermosos son sobre los montes los pies del mensajero de alegría, del que anuncia la paz, de aquél que predica la buena nueva, de aquél que pregona la salvación y dice a Sión: Tu Dios es rey!» Con Jesús se acerca (1,15) la soberanía regia de Dios e irrumpe el tiempo de salvación que culminará en el reino cósmico de Dios. La «buena nueva», proclamada por Jesús, significa la paz y la salvación de Dios para los hombres, la liberación de la esclavitud del pecado y de sus tenebrosas consecuencias, la redención de la servidumbre más profunda que tiene su sede en la misma intimidad del hombre; pero significa también la promesa de una existencia que sobrepuja a la muerte y la promesa de una transformación del mundo presente en la plena gloria divina. Es Jesús quien introduce esta obra redentora de Dios, en cuanto que trae el perdón divino para los pecadores (2,5), vuelve a reunirlos con Dios bajo el hecho simbólico de sentarlos consigo a la mesa (2,16), expulsa la enfermedad y la posesión diabólica, el dolor y la muerte, mediante la fuerza salvadora de Dios que se hace presente en él (cap. 5) y anuncia la llegada del reino de Dios (9,1). Su persona alcanza además un significado directo para la salvación del mundo: es él, el único, quien da la vida por muchos (10,45; 14,24) y se convierte con su transfiguración y resurrección en testigo y fiador de la gloria futura (9,2-7; 16,6s). De este modo para la Iglesia primitiva Jesús se convierte del anunciador en el anunciado, del mensajero de la buena nueva en su objeto y contenido esencial. Jesucristo, el Hijo de Dios -como añaden algunos manuscritos- es el centro de la buena nueva o Evangelio tal como lo entendió la Iglesia primitiva en su fe pascual. En Jesús tiene el Evangelio su «comienzo» y ya no cesará de ser anunciado en todo el mundo (14,9), tan cierto como que Jesús vive y que vendrá algún día como «el Hijo del hombre» en la gloria de su Padre y acompañado de los santos ángeles (8,38). A la luz de esta realidad sus palabras y obras salvíficas sobre la tierra cobran el valor de una revelación perenne y de una promesa escatológica. El Evangelio nos exhorta a convertirnos y a creer (1,15), a decidirnos por la doctrina de Jesús (8,38), a entender sus obras como signo de la gloria futura y a considerarle a él mismo como la epifanía de Dios en este mundo

2. JUAN EL BAUTISTA PREPARA EL CAMINO DEL MESÍAS (Mc/01/02-08).

2 Conforme está escrito en el profeta Isaias: «He aquí que yo envío ante ti mi mensajero, el cual preparará tu camino; 3 voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, haced rectas sus sendas», 4 se presentó Juan el Bautista en el desierto proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados. 5 Y acudían a él de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y él los bautizaba en el río Jordán, al confesar ellos sus pecados. 6 Llevaba Juan un vestido de pelo de camello con un ceñidor de cuero a la cintura, y se sustentaba de langostas y de miel silvestre. 7 Y predicaba así: «Tras de mí viene el que es más poderoso que yo, ante quien ni siquiera soy digno de postrarme para desatarle la correa de las sandalias. 8 Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo».

El tiempo de salvación que alumbra con Jesús empieza ya con la aparición de Juan el Bautista. Este gran predicador penitencial y preparador de caminos pertenece para Marcos al Evangelio y no se encuentra como el último de los profetas antes de iniciarse la nueva era, dado que en él se cumplen ya las promesas proféticas. La doble cita escriturística (Mal 3,1; Is 40,3) de los v. 2-3, aducida bajo el único nombre del profeta Isaías, contiene las funciones esenciales de Juan tal como las entendieron los primeros cristianos y tal como se destacan en el relato narrativo de los v. 4-8. El Bautista está visto con ojos enteramente cristianos y al servicio de Jesús, el Mesías que bautiza en el Espíritu, al tiempo que constituye un capítulo instructivo acerca de cómo la comunidad cristiana primitiva utilizaba la Escritura e interpretaba la historia. El «Señor» que en Isaías -y originariamente también en Juan, sin duda- se refería directamente a Dios, el cual vendrá a su pueblo como soberano y libertador definitivo por un camino real espacioso y llano, ese «Señor» es ahora Jesús, a quien el predicador Juan prepara el camino en el desierto. La salvación de Dios, Dios mismo, nos ha llegado con Jesús. De acuerdo con la palabra divina relativa a la época final, Juan el Bautista aparece en el desierto. Geográficamente se trata del valle inferior del Jordán, no lejos de Jericó y de la desembocadura del río en el mar Muerto; pero aquí la expresión tiene un sentido religioso. Según el empleo habitual de Marcos, el «desierto» no designa tanto un lugar de retiro y penitencia cuanto la proximidad de Dios (cf. el comentario a 1,13), al que desde luego tiene que «retirarse» quien busca a Dios, saliendo del tumulto de las ciudades y lugares frecuentados por los hombres. Allí aparece Juan como heraldo que «proclama», palabra que también se aplica a la actividad de Jesús (1,14.38, etc.), y cuya clara resonancia no se debería empañar con la expresión de «bautismo de penitencia». Pues, lo que se suele traducir por «penitencia» es más bien vuelta a Dios (conversión), retorno a la fuente de la vida y marcha hacia la verdadera alegría, todo lo cual constituye la primera respuesta al mensaje divino de salvación (1,13). No obstante, el «perdón de los pecados» es el comienzo de la salvación, la paz y la comunión con Dios. El clamor del Bautista encuentra amplio eco. Que toda la región de Judea acuda a él y que lleguen todos los habitantes de Jerusalén es un signo prometedor. Por boca del predicador del desierto convoca Dios a los hombres a los que Jesús podrá anunciar después el mensaje de salvación y con los que formará la comunidad de los salvados. Los que acuden a la llamada se dejan bautizar, es decir, se sumergen en el Jordán de la mano del Bautista y se someten al juicio benevolente de Dios en cuanto que confiesan sus pecados; era éste un rito especial y que practicaba una sola vez para escapar al juicio airado de Dios y pertenecer a la comunidad escatológica convocada por Dios. El bautismo de Juan no es más que una preparación, aunque al mismo tiempo constituye una imagen anticipada del bautismo cristiano, al que también hay que someterse con voluntad obediente para obtener el perdón y redención, y formar parte de la comunidad salvífica de Cristo. Con su bautismo Juan sigue preparando caminos y cumpliendo un encargo divino, que personalmente todavía no comprende en su sentido más profundo. Su llamada a la conversión, cuyo signo es el bautismo, sigue resonando y pasa a ser una exhortación a volverse en la fe, a seguir a Jesús y a incardinarse en su comunidad. La transcendencia de esta hora en la historia de la salvación queda subrayada por el porte y forma de vida proféticos de Juan. Su alimento y vestido son los de un habitante del desierto, sobrio y severo, invitando así a la renuncia a los bienes terrenos a fin de estar libre para Dios. Pero este rasgo ascético no es el más importante, sino que, a los ojos de Marcos, Juan encarna el Elías prometido al que se refiere la cita de Mal 3,1 (véase v. 2), según la misma interpretación judía (cf. Eclo 48,10; Mal 3,23). En Mt 11,10 aquel precursor se interpreta expresamente como Juan el Bautista, y en Mc 9,12s es el que lo ha de «restablecer» todo, según expresión de Mal 3,23, cuya venida se cumple con Juan Bautista; incluso con su destino de padecimientos y muerte el Bautista es el precursor del Hijo del hombre. Para el evangelista, pues, también su porte profético es un signo divino de que el Mesías está para llegar. El vestido del Bautista se describe con expresiones parecidas al de Elías. También el antiguo hombre de Dios llevaba un «manto de crines» y un «ceñidor de cuero» (2Re 1,8); Juan se cubre con un áspero vestido de pelos de camello, no como los hombres de mundo que llevan ropajes suaves y suntuosos (cf. Mt 11,8), y sólo posee un «ceñidor de cuero», sin ningún adorno como los solían tener los cinturones de los ricos, que les servían para llevar la bolsa del dinero. Su comida sencilla completa la imagen de la ausencia de necesidades que Juan brinda a los que se ponen en camino, a los mercaderes y soldados, a los ciudadanos ricos de Jerusalén y a los pobres campesinos. Dios es su parte, y la misión de Dios su única fuerza. La Iglesia antigua destacó aún más la tradición de Elías vinculando el lugar del bautismo de Juan -en la ribera oriental del Jordán- con el lugar del retiro de Elías construyendo una iglesia en honor del profeta sobre la colina a cuyo pie se veneraba la cueva del Bautista (*)3. Elías, a quien recuerdan otros relatos del ministerio de Jesús, y Juan que asume y completa su imagen coinciden en una serie de cosas: ambos son hombres de Dios de una piedad ruda, figuras de la historia de la salvación llamadas por Dios, testigos de Cristo desde la lejanía del Antiguo Testamento y desde la proximidad inmediata a su llegada a este mundo. Pero su vocación especifica la realiza Juan anunciando al que es más poderoso, que llega después que él. No hay duda de que se refiere al Mesías. A juzgar por lo que sabemos gracias a los otros dos sinópticos, Juan se lo representaba sobre todo como el ejecutor del juicio divino (cf. Mt 3,7-10). Marcos, sin embargo, entiende a ese «más poderoso» como al portador de la salvación que realiza aquello que el Bautista no podía hacer sino preparar a orillas del Jordán: el bautismo «con Espíritu Santo». Para Marcos, pues, Juan es el heraldo del Mesías; el evangelista emplea de nuevo la palabra clara de que «proclamaba». La grandeza de aquél, que viene después que él con los dones y fuerzas de la salvación, la expresa do modo gráfico el precursor subrayando su propia indignidad y pequeñez: ni siquiera se considera digno de desatarle la correa de los zapatos, un servicio de esclavo para el que había que inclinarse profundamente; no es una expresión servil, sino muy de varón que expresa el respeto profundo frente al que es mayor. La norma por la que se mide a sí mismo y al que viene después de él es la obra que Dios les ha encargado y asignado a uno y a otro. Juan sólo ha bautizado con agua, su bautismo no era más que una preparación al acontecimiento mesiánico, un disponer al pueblo de Dios; el «más poderoso» bautizará con Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el don de los últimos tiempos que purificará a los hombres, los santificará y unirá con Dios en una comunión permanente de modo muy distinto a como lo hacía el agua del Jordán; así lo había prometido el profeta Ezequiel: «Y derramaré sobre vosotros agua pura, y quedaréis purificados... Y os daré un corazón nuevo y pondré en medio de vosotros un espíritu nuevo... Pondré mi espíritu en vuestro interior y haré que guardéis mis preceptos... Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 3ó,25-29). Tales ideas, que también se vivían en la comunidad de Qumrán, han debido impulsar al Bautista en su espera de la salvación. Juan cree que aquél a quien él anuncia poseerá, administrará y comunicará esa fuerza del Espíritu divino. El evangelista y los lectores cristianos tal vez hayan pensado ya en el bautismo que ellos mismos habían recibido y en el que habían experimentado al Espíritu de Dios.
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El lugar en que Juan moraba y bautizaba estaba probablemente al este del Jordán en Wadi el Harrar; es el lugar que en Jn 1,28 e designa como «Betania», al otro lado del Jordán».
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3. BAUTISMO DE JESÚS (Mc/01/09-11).

9 Por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. 10 Y en el momento de salir del agua, vio los cielos abiertos y al Espíritu que, como una paloma, descendía sobre él. Y [vino] una voz de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado; en ti me he complacido.»

Todavía pende el velo del misterio sobre la persona de aquel a quien Juan anuncia; se pronuncia el nombre de Jesús de Nazaret e inmediatamente desaparecen todas las dudas: es él. Dios mismo se declara en favor suyo. El sentido del sobrio relato no es describir la consagración de Jesús como Mesías o explicar la formación de su conciencia mesiánica, sino el de proclamarle como el Mesías prometido que ha de bautizar con Espíritu al tiempo que mostrar el comienzo de su actividad a impulsos del mismo Espíritu. Para ello no tiene importancia alguna saber quién escuchó la voz de Dios -por primera vez en el Evangelio de Juan aparece el Bautista como «testigo» frente al pueblo, Jn 1,32ss-; basta con que el lector sepa que Dios proclama a este Jesús como su ungido. Marcos refiere el suceso que tuvo lugar al concluir el bautismo de Jesús y como una experiencia de éste: fue él quien vio rasgarse los cielos y descender sobre él al Espíritu; Dios le habla a él. «Tú eres mi Hijo...» Mas esto no puede ser una «vivencia» de Jesús; es una revelación divina. Al igual que el relato sobre Juan Bautista, es un informe sobre la acción salvadora de Dios y se convierte en el anuncio de la Iglesia primitiva sobre el misterio de Jesús: él es el ungido con el Espíritu, el Hijo amado de Dios. La primera frase sirve únicamente de introducción, y sólo lo que sigue, la escena después del bautismo de Jesús, constituye el núcleo de la proclamación de este relato. No se mencionan las circunstancias exactas por ser de interés secundario. Lo único importante es que Jesús desde Nazaret, en Galilea -desde lejos, pues antes sólo se había hablado de Judea y Jerusalén- «vino... y fue bautizado». Indicando su lugar de origen, Jesús viene presentado como un hombre concreto e histórico; no se trata de una figura mítica. Y es sobre este Jesús -«histórico»- sobre el que la voz de Dios pronuncia unas afirmaciones jamás oídas. Es la clara profesión de fe de la Iglesia primitiva: este Jesús histórico es el Hijo amado, el Hijo único de Dios. Todas las demás consideraciones de por qué se sometió al «bautismo de conversión para remisión de los pecados», quedan al margen, a diferencia de lo que ocurre en Mt 3,14s. Tal vez sólo en la inmersión en el Jordán y en la salida del agua late la indicación de un sentido más profundo: Quien se puso, humilde y obediente, a disposición del Bautista y se sometió al bautismo que recibía todo el pueblo, experimenta la confirmación divina. Indiscutiblemente es sirviendo, aunque estaba llamado a reinar, como recibe de Dios el sello de su ministerio mesiánico. La escena de la revelación propiamente dicha está presentada en el lenguaje simbólico del Antiguo Testamento. La apertura del cielo puede expresar la presencia de Dios trascendente en la acogida de la revelación por parte de los profetas (Ez 1,1); más aún, puede indicar la condescendencia misericordiosa de Dios para volver a anunciar a los hombres la paz y la salvación (cf. Lc 2,13ss). Pero la expresión «los cielos abiertos» alude más directamente a los suspiros y anhelos por la venida de Dios, consignados en Is 64,1: «¡Ah si rasgaras los cielos y descendieras...!» Este descenso de Dios se realiza ahora por cuanto el Espíritu desciende sobre Jesús. Al mismo tiempo es el signo del Ungido por excelencia, del Mesías, que poseerá en plenitud el Espíritu de Dios (Is 11,2; 61,1) También en el cántico del «Siervo de Yahveh» (Is 42,1) pone Dios su Espíritu sobre el Elegido, y esto tiene gran importancia para entender «la voz de los cielos». El símbolo de la paloma recuerda a Gén 1,2, en que el Espíritu de Dios «se cernía» sobre las aguas primitivas; pero recuerda también la shekhinah, la presencia divina gratificante, que se representaba en figura de paloma (*)4. De este modo se describe gráficamente el descenso del Espíritu a la par que la fuerza vivificante y salvadora de Dios, aunque también la protección divina. La voz de los cielos es la voz del mismo Dios y, por consiguiente, no se trata sólo de una bathqol -«hija de la voz»- como entendían los intérpretes judíos de la Biblia un dato revelado en su temor profundo ante la transcendencia divina. Dios se dirige directamente a quien está marcado y repleto de su Espíritu. «Tú eres mi Hijo»: así habla Dios en el Sal 2,7 al rey de Israel tomándole por hijo. Pero la referencia a esta «fórmula adopcionista» resulta problemática cuando se compara con las palabras siguientes: «amado; en ti me he complacido», pues recuerdan las palabras que Dios dirige al «Siervo de Yahveh»: «He aquí mi Siervo, mi escogido, en quien se complace mi alma» (Is 42,1), sobre todo cuando al final se dice: «En él he puesto mi Espíritu» Y siendo esto así, ¿por qué «mi Hijo» en lugar de «mi siervo»? ¿Subyace aquí una traducción distinta de la palabra griega país, que puede significar tanto «niño» como «siervo»? Pero difícilmente puede tratarse de un cambio casual; más bien tenemos aquí una interpretación cristiana consciente. Jesús es ambas cosas: el «siervo elegido» que cumple obediente el encargo de Dios desde el bautismo hasta su muerte expiatoria «por muchos» (d 10,45), y es al mismo tiempo el Hijo único y amado (cf. 12,6), en favor del cual Dios da también testimonio en la transfiguración sobre el monte (9,7). Así se dice intencionadamente «amado» en lugar de «elegido». Ni siquiera la figura admirable del «siervo de Yahveh» en los cantos del libro de Isaías era suficiente para comprender la esencia profunda del Mesías del Nuevo Testamento. Ese Mesías está en una relación inmediata y única con Dios, siendo a la vez el «siervo» obediente y el «Hijo» querido. Dios confirma al hombre Jesús como Mesías lleno del Espíritu; pero lo hace de un modo que deja entrever su misterio profundo, la hondura metafísica de su persona. Con este conocimiento debe el lector creyente escuchar y meditar el relato que sigue sobre la actividad de Jesús Sólo a la luz de esta revelación divina que aparece al comienzo se puede comprender el camino del Mesías Jesús, obediente aunque repleto de una gloria y fuerza íntimas. Aquí no se dice ni sugiere todavía nada acerca del camino doloroso y de la muerte expiatoria del «siervo de Yahveh». El bautismo de Jesús en el Jordán no apunta todavía al «bautismo de muerte» con el que Jesús había de ser «bautizado» al final (10,38). Pero como Siervo obediente y como Hijo amado deberá recorrer el camino que le conduzca hasta Dios. En esta hora histórica sólo se dice que está preparado para la llamada de Dios, para dejarse llevar por el Espíritu (1,12) y obedecer a lo que Dios disponga (8,31). En las palabras que dirige a su Hijo, Dios no habla directamente a la comunidad de salvación; será el ungido con el Espíritu y preparado para la obra mesiánica quien la reúna y forme por medio de la llamada a la fe y a su seguimiento. Mas por el hecho de que no recibió el Espíritu sólo para sí sino para bautizar consigo a los hombres (1,8), la comunidad queda ya incluida. La dotación del Espíritu de su Mesías se convierte en una llamada a prepararse para la acogida personal del Espíritu. La experiencia bautismal de Jesús continúa siendo algo especial y único; pero puede inducir a reflexionar acerca de lo que significa la recepción ulterior del bautismo en la Iglesia y la recepción del Espíritu que Cristo elevado al cielo ha hecho posible para los cristianos.
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A la paloma van vinculadas numerosas representaciones en el Oriente antiguo, en el Antiguo Testamento y en la tradición judía. Por ejemplo, la paloma es la imagen de Israel como esposa, del propio Yahvhe o de su presencia benevolente, la shekhinah.
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4. PERMANENCIA EN EL DESIERTO Y TENTACIÓN DE JESÚS (Mc/01/12-13).

12 Y en seguida el Espíritu lo impele al desierto. 13 Permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satán. Estaba entre animales salvajes, y los ángeles le servían.

Con un dinámico «en seguida», característico de su estilo, Marcos une la historia de la tentación con el acontecimiento del bautismo. El Espíritu, que acaba de descender sobre Jesús, le impele hacia el desierto. Como con una fuerza irresistible le conduce a la soledad, lejos de los hombres y a solas con Dios. La tentación por medio de Satán no aparece aquí -aunque sí en Mateo- como el objetivo de este rapto; la tentación tiene lugar con ocasión de su permanencia en el desierto, a lo largo de los «cuarenta días». Teniendo en cuenta la observación peculiar de Marcos «Estaba entre animales salvajes», parece que la permanencia en el lugar solitario tiene en el segundo Evangelio un sentido más amplio que en los otros dos sinópticos. La tentación por parte de Satán no es la única idea; la estancia en el desierto, la convivencia con las fieras y el servicio de los ángeles aparecen con igual relieve. De todos modos el «ser tentado» pertenece indisolublemente a este tiempo tranquilo y le da su sello. La sucesión de frases lapidarias da a entender, sin embargo, que todos los esfuerzos de Satán fueron infructuosos y que el hombre empujado por el Espíritu, al que secundaba, permaneció en paz y en comunión con Dios. Contemplemos la escena más de cerca. En Marcos el desierto es una y otra vez el lugar del encuentro con Dios. En el relato de Cafarnaúm, después de un día extenuante de actividad pública, Jesús se retira a un «lugar desierto» y «allí se quedó orando» (1,35; detalle que sólo se encuentra en Marcos). Según 6,31, invita a los discípulos a retirarse con él a un 1ugar solitario y reposarse un poco -de nuevo sólo en Marcos-, ciertamente que no sólo con miras al reposo externo sino para recuperar nuevas fuerzas en su compañía y en la tranquila comunicación con Dios. Finalmente, el «desierto» al que con tal ocasión le siguen las muchedumbres del pueblo a él y a los discípulos (6,35), adquiere un sentido más profundo: se convierte en el lugar de la multiplicación de los panes, y precisamente con la alusión entre líneas al tiempo de gracia de Israel en el desierto, según la exposición de Marcos, donde se reunió y formó la comunidad alimentada y dirigida por Dios. En el desierto se realiza la acción salvífica de Dios como en un lugar predestinado; de él parte también el Mesías, recibe de Dios instrucción y robustecimiento, reúne fuerzas para su camino y su obra. El «desierto», en el que lejos de los hombres y en un paisaje sobrio, duro y sin embargo grandioso, bajo un cielo radiante se está cerca de Dios, se convierte ya antes que el lago de Genesaret con sus riberas y elevaciones costeras del noroeste llenas de vida y actividad, se convierte, digo, antes que aquella franja de tierra amable y feliz, en la patria del Evangelio. Dios llama y actúa en el silencio y mueve la historia con las fuerzas que se recuperan a solas con él. NU/000040-dias-años: Pero el «desierto» es también el lugar de la decisión. Al igual que Israel fue tentado en el desierto, lo es también ahora por Satán aquel que está ungido con el Espíritu. Sólo que, mientras Israel sucumbió a la tentación, el «Siervo de Dios», el representante del antiguo pueblo elegido, el Hijo amado de Dios, sale victorioso. El número cuarenta es un antiguo número sagrado de la Biblia: durante cuarenta años fue probado Israel en el desierto (Dt 8,2s.15s); cuarenta días y cuarenta noches permaneció Moisés sobre el monte (Ex 24,18), oró y ayunó (Ex 34,28); cuarenta días y cuarenta noches caminó Elías hasta el monte divino del Horeb, fortalecido con el alimento que Dios le proporcionaba (1Re 19,8). Marcos no dice en qué consistió la prueba de Jesús, qué le propuso Satán ni cómo pretendió seducirle. El hecho como tal es realmente importante: también a lo largo de su ministerio público experimentará Jesús la oposición de las fuerzas del mal (cfr. 3,22-27), pero la quebrantará con la potestad que le ha sido dada (1,27), sin romper jamás su vinculación con el Padre (cf. 14, 36). Las continuas tentaciones de Satán, rival y enemigo de Dios (cf. 3,23.26), que ya en el período del desierto permiten adivinar el futuro, se dirigen ciertamente contra el Mesías y contra la obra de salvación que le ha sido encomendada, pero fracasan en la unión con Dios y en la dotación del Espíritu del Salvador fiel a su destino. Jesús estaba entre animales salvajes. ¿Se indica con ello la fuerza y victoria del luchador divino sobre los poderes salvajes y rebeldes? En relación con los ángeles tutelares, el Sal 91(90)11ss., recuerda que los ángeles guardan a quien está bajo la protección del Altísimo; «andarás sobre el áspid y la víbora, pisarás al león y al dragón». Pero la expresión griega expresa más bien la convivencia pacifica con los animales (*), y el «servicio» de los ángeles -al que inmediatamente se alude- apunta a la provisión de alimento y bebida (cf. 1Re 19,5ss). No se puede pensar en un dominio de Satán sobre los animales salvajes ni en sus recursos mágicos con fines corruptores; imaginar un cuadro paisajista del desierto y de su pavorosa soledad equivaldría a no tener en cuenta el sentido profundo del relato. Se trata más bien de que el Mesías, que vive en comunión con Dios, reencuentra la paz con los animales salvajes, peligrosos para el hombre. Bien puede resonar aquí el Salmo 91; pero no en el sentido de una victoria sobre los animales «malos», sino de una reconciliación con las criaturas de Dios. El pensamiento del «segundo Adán» que restablece la era paradisíaca no vuelve a aparecer en Marcos; mas para el tiempo mesiánico se esperaba una actitud pacífica de los animales (Is 11,6s), y el Mesías lleno del Espíritu de Dios (Is 11,2ss) experimenta en su lucha con Satán el cumplimiento de aquella promesa. Finalmente, son los propios mensajeros de Dios, los ángeles, los que sirven al Ungido del Señor. Mientras en Mateo, después del ayuno de Jesús y de la tentación diabólica de procurarse alimento poniendo a Dios a prueba, «se le acercaron los ángeles y le servían» (4,11), Marcos parece pensar sobre todo en la idea del alimento y bebida. Dios no permite que su Mesías carezca de lo necesario y sucumba; el Padre le proporciona lo necesario para vivir. Los ángeles son también la contrarréplica de Satán que busca la perdición y la muerte; los espíritus buenos están en oposición al ángel de las tinieblas que se ha rebelado contra Dios. Ciertamente que la protección y providencia divinas, que se ponen de manifiesto con la intervención de los ángeles, se aplican al elegido y al amado que debe llevar a término su obra de salvación; pero la escena se convierte también en promesa para cuantos seguirán a Jesús en su camino. La presentación que Marcos hace de la permanencia de Jesús en el desierto y de su tentación tiene un brillo propio dentro de su brevedad. Prevalecen los tonos luminosos: comunión con Dios, paz mesiánica, bendición divina sobre quien se deja conducir por el Espíritu de Dios, incluso cuando le pone en las tinieblas de la tribulación, en las pruebas de la fe y en peligros que amenazan su misma existencia. El Espíritu de Dios es más fuerte que el poder de las tinieblas.
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A propósito de esta pequeña observación, que sólo se encuentra en Marcos, se ha discutido y escrito mucho. Los últimos trabajos al respecto, llegan a la conclusión de que el tentador ha sido vencido para restablecer la paz en la creación universal de Dios.
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Parte primera

MENSAJE DE JESÚS; ECO ENTRE LOS HOMBRES (1,14 8,30)

Lo que el evangelista ha referido y anunciado hasta ahora pertenece ciertamente al Evangelio en cuanto mensaje divino de salvación, describe la aurora del tiempo de salvación con la aparición de Juan Bautista y la preparación de Jesús a su ministerio público de salvador; pero en realidad es sólo una introducción a la aparición personal de Jesús, a su predicación, enseñanza y actividad con obras poderosas, a su lucha contra las fuerzas que se le oponen y a la convocatoria de la comunidad de discípulos. El comienzo de esta actividad de protagonista viene señalado con las afirmaciones programáticas de 1,14s: es ahora cuando Jesús empieza a anunciar «el Evangelio de Dios», cuyo contenido esencial viene dado en las palabras siguientes. Pero ¿cómo se debe entender su presentación y división detalladas en los largos capítulos que median hasta la pasión? ¿Se propone el evangelista describir fielmente el proceso del ministerio de Jesús? ¿Hay, pues, que respetar sus datos geográficos y la secuencia de los relatos -hasta 14,1 faltan casi por completo las indicaciones cronológicas- esforzándose por ordenarlos en tal sentido? Así, se podrían establecer estas partes:

I. La gran actividad de Jesús en Galilea (1,14-6,6a). II. Jesús en constante movimiento hasta llegar a territorio pagano (6,6b-10,45). III. Viaje de Jesús a Jerusalén y su última actividad en la capital (10,46-13,37). IV. Pasión y resurrección (14,1-16,8).

No hay por qué negar un cierto interés del evangelista por los datos externos y concretamente locales; pero sólo es necesario prestar atención a ciertas secciones más redondeadas y dispuestas bajo unos aspectos teológico-sistemáticos, para darnos cuenta que ésa no es la intención predominante del evangelista: la colección de controversias en 2,1-3,6, al final de la cual ya escuchamos en boca de los enemigos de Jesús su propósito asesino (3,6); el capítulo de las parábolas (4,1-34); el discurso de 7,1-23 que trata de la nueva piedad y pureza interior; las grandes enseñanzas de 10,1-45; las disputas en Jerusalén 11,27-12,44 y el discurso escatológico del cap. 13 testifican en conjunto un interés más bien doctrinal con vistas a la comunidad. La línea histórico-geográfica se quiebra una y otra vez por otros puntos de vista, y es preciso admitir que el marco de los relatos las más de las veces no es más que externo y secundario. En realidad lo que interesa al evangelista es la visión de la Iglesia de su tiempo, lo perennemente válido que la Iglesia puede y debe aprender de palabra y de obra en el ministerio de Jesús. Marcos parece brindar esto principalmente en las piezas doctrinales, que desde luego tienen su fundamento histórico en la actividad de Jesús, pero que no siguen estrictamente el orden histórico, sino que están recopiladas intencionadamente de los discursos y hechos de Jesús. La acomodación a este propósito del evangelista explica los textos para nuestra situación de oyentes con mucha más fuerza que lo haría de leerlos nosotros como un relato histórico biográfico. Por ello, es útil intentar también una división adecuada. Un punto cardinal en la presentación del ministerio de Jesús debería proporcionárnoslo 8,31, cuando Jesús empieza a desvelar a sus discípulos el camino de su pasión y muerte. La precedente escena de Cesarea de Filipo (8,27-30) viene a constituir una especie de balance de su ministerio público hasta ese momento. Jesús ha querido ganarse al pueblo para su mensaje, pero los hombres no han comprendido el sentido de lo que él anunciaba y de lo que estaba aconteciendo en su ministerio («el misterio del reino de Dios», 4,11); dicho con otras palabras: la gente no comprendió el misterio de su persona. En esta situación de incomprensión e incredulidad, y según la disposición divina, Jesús tiene ahora que recorrer su camino hacia la cruz y a través de la cruz hasta la gloria a fin de llevar a cabo el plan salvífico de Dios. Así lo ve el evangelista y con su presentación brinda a las comunidades el fundamento de su profesión de fe en Jesús Mesías, que fue crucificado, resucitado y exaltado a salvador y Señor de todos cuantos abrazan la comunidad de fe. Por ello el evangelista vuelve sus ojos una y otra vez a la Iglesia posterior, cuya formación reconoce en la actividad terrena de Jesús y a la que quiere descubrir el sentido de la doctrina y actividad de Jesús realmente importante para la misma. El propósito eclesial del evangelista se ve a lo largo de la parte primera que se refiere al círculo de los discípulos y que ha colocado como las piedras miliarias siguientes:

1. La vocación de los discípulos (1,16-20), 2. La elección de los doce (3,13-19), 3. El envío de los doce (6,6b-13).

Por ello vamos a dividir la primera parte de acuerdo con estas perícopas. Parecidas piedras miliarias constituyen en la parte segunda los tres anuncios de la pasión (8,31; 9,31; 10,33) hasta que Jesús entra realmente en el camino de la muerte (10,46), que desde luego todavía deja espacio a su ministerio en Jerusalén, de nuevo con piezas doctrinales importantes para la comunidad. Ambas partes se corresponden como las dos caras de un folio: mensaje y actividad salvíficos de Jesús y el eco que encuentran en los hombres (1,14-8,30) y la actividad salvadora en el camino que lleva a la cruz y resurrección de Jesús (8,31-16,8). Con la subdivisión que debemos introducir en los mismos textos aún descubriremos algunas otras secciones.

I. VOCACIÓN DE LOS DISCÍPULOS Y MINISTERIO DE JESÚS (1,14-3,12).

No es casual el hecho de que se refiera la vocación de las dos parejas de hermanos junto al lago de Genesaret inmediatamente después de la proclama del mensaje salvador (1,14s); pero no sucedió así desde un punto de vista histórico. Difícilmente se trata del primer encuentro de Jesús con aquellos pescadores que habrían de convertirse en «pescadores de hombres» (cf. Jn 1,35-51); más bien se trata de un ejemplo de vocación al discipulado que tiene una importancia teológica. La llamada al seguimiento de Jesús se conecta de un modo intrínseco y necesario con las exigencias de conversión y de fe en el Evangelio (1,15); pero el grupo de discípulos tiene que estar presente desde el comienzo en la actividad salvadora de Jesús. Al Mesías le pertenece su comunidad; los primeros discípulos formarán la Iglesia posterior, por lo que ésta se encuentra representada por aquéllos en el misterio terrenal de Jesús, escucha sus palabras y le acompaña en sus acciones. Resulta así una primera sección que se prolonga hasta el segundo periodo del discipulado: la elección de los doce (3,13-19). Abarca el comienzo de la actividad pública de Jesús (1,14-45) y un capítulo sobre la potestad del Salvador enviado por Dios (2,1 3,12).

1. COMIENZOS DE LA ACTlVIDAD SALVADORA DE JESÚS (1,14-45).

El primer capitulo, que terminamos en Mc 1,45 ya que después empieza una nueva y especial composición -la colección de discusiones-, reúne la proclama de la salvación por Jesús (1,14s) con la vocación de los discípulos (1,16-20) y constituye una pieza introductoria esencial a la que sigue un relato de la presentación de Jesús en Cafarnaúm que, visto desde fuera, contiene un día del ministerio de Jesús, pero que oculta de hecho unos propósitos más profundos ya que pretende iluminar las doctrinas de Jesús con autoridad (la represión de los demonios y la curación de los enfermos), al tiempo que presentar la predicación como su máximo objetivo. Es lo que constituye la llamada «composición de Cafarnaúm» (1,21-39), de origen muy temprano. Sigue, finalmente, la curación de un leproso que es importante para «el secreto mesiánico de Jesús» en el Evangelio de Marcos, es decir, para el intentado encubrimiento de su mesianidad (1,40-45). Ya en este capítulo surge ante los ojos del lector con toda claridad la imagen de Cristo propia de Marcos destacando los rasgos característicos de la aparición y ministerio de Jesús.

a) El mensaje de salvación de Jesús (Mc/01/14-15).

14 Después de ser encarcelado Juan se fue Jesús a Galilea donde proclamaba el Evangelio de Dios 15 diciendo: «Se ha cumplido el tiempo; el reino de Dios está cerca; convertíos y creed el Evangelio.»

Parece que después del bautismo y tentación de Jesús pasó aún algún tiempo en que Juan el Bautista siguió predicando y bautizando (cf. Jn 1,19-34; 3,22-30); pero, según Marcos, Jesús inicia su actividad pública sólo cuando su precursor fue metido en la cárcel (cf. 6,17-29). No se presenta como Juan en las cercanías de Judea y Jerusalén, sino en Galilea su patria chica. A primera vista esto no es más que un dato que podría omitirse; pues, por las indicaciones locales que escuchamos en el relato posterior, fue el lago de Genesaret, y más concretamente la ribera occidental entonces con mayor intensidad de población en su parte norte -desde Magdala hasta Betsaida-, el centro de la actividad de Jesús. También en este sentido tiene el Evangelio un punto de partida terrestre perfectamente delimitado. Quien ha visto aquella hermosa franja de tierra, especialmente en primavera, comprende la economía de la acción divina. En este paisaje, con la superficie luminosa del lago, las suaves colinas y el cielo alto, encaja la alegre buena nueva de la salvación que Jesús anunció a los hombres sencillos y pobres en su mayoría. Aquí encontró también el Evangelio una patria terrena. Cuando en la segunda parte del Evangelio de Marcos Jesús parte para Jerusalén y sufre la muerte en aquel centro del judaísmo, la ciudad santa del antiguo pueblo de la alianza con Dios, con la distancia geográfica nos es dado rastrear también un contraste interno. El Evangelio es un mensaje nuevo que rompe las antiguas concepciones (cf. 2, 21s) y desencadena un movimiento que rebasa los límites del judaísmo tradicional. Después de la resurrección de Jesús los discípulos reciben la orden de regresar a Galilea para ver allí al Señor glorificado (16,7). Para el Evangelio, Galilea es como un símbolo. También Jesús se presenta como un «predicador», pues el «Evangelio de Dios» no llega de otro modo a los hombres. No es una doctrina -aunque Jesús enseñó después muchas cosas al pueblo en las sinagogas y al aire libre- al modo de la exposición escriturística que hacían los doctores judíos de la ley, ni menos aún como la exposición de un filósofo que se dirige a la razón e inteligencia de los oyentes. Se trata más bien de un mensaje que Dios mismo transmite a través de su portavoz en un determinado momento histórico y con un contenido preciso: «Se ha cumplido el tiempo; el reino de Dios está cerca». Cada palabra tiene aquí su importancia. El tiempo del cumplimiento evoca un tiempo de espera. Es el tiempo de salvación, prometida por los profetas, los portavoces de Dios en el Antiguo Testamento, el que ahora alumbra. La expresión griega empleada aquí para designar el «tiempo», significa el momento adecuado, el término establecido. Este instante en que Jesús se presenta como heraldo del mensaje divino de salvación, estaba previsto y decretado por Dios, y ahora se ha cumplido con vigencia permanente. A diferencia de la carta a los Gálatas («la plenitud del tiempo», 4,4) no se piensa tanto en los tiempos que ahora ya han pasado y se han «cumplido», cuanto en el acontecimiento que representa el comienzo de una nueva era: el tiempo de la culpa humana y de la có1era divina, el tiempo de la desgracia, ha pasado; ha comenzado el tiempo de la gracia y de la salvación.

RD/QUE-ES ¡Es el comienzo del tiempo último, que está bajo el amor y la luz de Dios (escatológico)! Que el «cumplimiento» no equivalga al «fin» se deduce de la palabra inmediata: el reino de Dios está cerca. La interpretación, según la cual el «reino de Dios» ya estaría presente de hecho, apenas es posible estando la expresión griega que significa «acercarse», «estar cerca» siempre bajo una forma temporal, de tal modo que tal proximidad constituye una realidad concreta y casi palpable. La idea sólo se puede entender teniendo en cuenta la cosa de la cual se afirma tal cercanía: el «reino de Dios». Es éste un concepto con una historia larga y de gran relieve. Para su comprensión es esencial el hecho de que Dios domina como rey. El reino de Dios o la «soberanía de Dios» o el «reinado» de Dios, como también puede traducirse, no es ninguna organización, ningún espacio delimitable, ninguna región que pueda señalarse, sino más bien un acontecimiento, la realización de una acción divina. Es verdad que Dios reina siempre de distintos modos: en la creación, en la historia, y principalmente en la dirección del pueblo de su alianza. Pero aquí se trata de algo más especial: se trata de la plena soberanía de Dios tal como la anunciaron y prometieron los profetas para el «fin de los tiempos». Cuando Jesús habla del reino de Dios sin explicaciones adicionales, está pensando en este reino divino plenamente realizado, que ha de anunciarse como el dominio victorioso de Dios sobre Israel y sobre todos los pueblos. ¿Afirma Jesús con ello el fin del mundo antiguo? El que Dios quiera realizar su soberanía de un modo incondicional ¿significa que debe desaparecer el mundo antiguo con sus penalidades y tinieblas, con el pecado y las necesidades del hombre? Es ésta una pregunta importante para la comprensión del mensaje de Jesús. Anuncia ciertamente la proximidad del reino de Dios, mas no una proximidad medible con el tiempo. Jesús no dice nada acerca de una inmediata transformación de las circunstancias mundanas hasta entonces vigentes. Y sin embargo para él resulta evidente que está por aparecer algo nuevo, que de ahora en adelante Dios va a asegurar a los hombres la salud y la salvación de un modo nuevo y especialísimo. Todo el ministerio de Jesús reflejará esta nueva postura de Dios, por medio de sus curaciones y expulsiones de demonios, el perdón de los pecados y la compasión por todos los hombres. De este modo se da ya en el ministerio de Jesús una presencia de la soberanía divina, una presencia de la salvación; ése es el misterio del ricino de Dios (4,11). El futuro se acerca a los hombres y les pregunta si entienden los signos. También en el retorno de los hombres, en el seguimiento de los discípulos, en la reunión de la comunidad de salvación se hace operante la soberanía de Dios. La proximidad puede descubrirse y por ello su reino se ha acercado, aunque todavía no aparezca cósmicamente. Este Evangelio de Dios, del que nadie queda excluido, ni siquiera los transgresores públicos de la ley, como los recaudadores de impuestos y prostitutas, y que se anuncia precisamente a los pobres y a quienes llevan una carga penosa, es una luz vivificante en medio de un mundo frío de odio y envidias, de malicia y violencia, es un rayo de esperanza que Jesús proyecta sobre los corazones oprimidos y desesperanzados. Pero si Dios otorga, también espera una respuesta. Su compasión no es debilidad, sino una llamada a una conducta semejante. Su amor exige un semejante amor a él personalmente lo mismo que a los semejantes (12,30s). Por eso, al anuncio beatificante de la voluntad salvadora de Dios sigue la exhortación a convertirse y a creer en el Evangelio.

CV/QUE-ES Conversión es mucho más que un «cambio de mente», aunque éste se presuponga. También «penitencia» es poco, si por penitencia se entiende la reparación de la injusticia, Las prácticas de renunciamiento y expiación, aun cuando todas esas cosas puedan también exigirse. De acuerdo con la imagen del Antiguo Testamento, «conversión» significa la vuelta atrás en el camino equivocado, o más claramente, el retorno a Dios de quien el hombre se había apartado. Los fallos morales, la maldad contra el prójimo, la injusticia y los vicios alejan de Dios al hombre, lo descarrían respecto de Dios. Entonces el hombre sólo se busca a sí mismo, quiere ser su propio señor colocándose en lugar de Dios. «¿Cómo podéis decir: Nosotros somos sabios...? Confundidos están los sabios, aterrados y presos, porque rechazaron la palabra del Señor, y ¿qué les aprovecha su propia sabiduría?», pregunta Jeremías (8,8s), el máximo profeta de la conversión en la antigua alianza. Hasta Juan Bautista los profetas han exigido siempre la «conversión» concentrándola en cada situación histórica. A menudo se trataba de volverse de la idolatría y de la corrupción moral como condición indispensable. Después exigían la penitencia y expiación por las infidelidades contra Dios; pero lo que les interesaba sobre todo era la renovación del corazón, la vuelta interna a Dios en pureza, humildad y confianza. Quien se convierte tiene que aprender de nuevo a entenderse como criatura de Dios y dejar que Dios disponga de él. Con Jesús esta exigencia de conversión a través del mensaje de salvación, que él anuncia en la hora escatológica, adquiere su aspecto peculiar. Va unida con la exigencia de creer el Evangelio. Quien quiera «convertirse» según el pensamiento de Jesús debe empezar por responder con un sentimiento íntimo de alegría a la oferta de salvación que Dios le hace, debe aceptar el mensaje de Jesús creyendo. En la fe late una conversión vigorosa; de la conversión en la fe brota todo lo demás. La deficiente disposición a convertirse, que Jesús reprocha a las ciudades de Galilea (Mt 11,21ss), es una fe defectuosa. Marcos no refiere ninguna de esas palabras proféticas de exhortación y amenaza en boca de Jesús; pero también en él los discípulos de Jesús predican la conversión cuando son enviados por el Maestro (6,12). La palabra programática del comienzo dice que la conversión es necesaria para poder creer y que la conversión se realiza mediante la fe en el Evangelio de Dios. Una y otra están ligadas mutuamente. En la conversión de la fe se cumple la vuelta incondicional hacia aquel a quien Jesús anuncia como el Dios de la salvación. Mas como Dios revela y otorga su salvación a través de la acción de Jesús, la fe se muestra también en la confianza en Jesús y en las fuerzas salvadoras que se hacen presentes en él (2,5; 5,34; 10,52). En Jesús, el creyente abraza el reino de Dios que se abre paso y toma parte en el mismo. La fe es más que un reconocimiento y aceptación de lo que Jesús anuncia y enseña. Es también confianza en el poder salvífico de Dios (9,23s), expulsión de toda duda y zozobra (11,23s), pleno convencimiento de la proximidad de Dios en la persona de Jesús (4,40). De este modo la fe en el Evangelio anunciado por Jesús (1,15) se transforma después de pascua en la fe en Jesús mismo, quien, como Señor exaltado a la diestra de Dios, posee todo el poder salvífico. Fe es liberación de la propia existencia mediante la entrega de sí mismo a Dios. Fe en el Evangelio es la confianza absoluta de que tal liberación está asegurada en el mensaje y persona de Jesús.

b) La vocación de los discípulos (Mc/01/16-20).

16 Caminando a lo largo del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que estaban echando las redes en el mar, pues eran pescadores, 17 Y Jesús les dijo: «Seguidme y os haré pescadores de hombres». 18 Ellos, inmediatamente, dejaron las redes y lo siguieron. 19 Pasando un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que remendaban las redes en la barca. 20 Los llamó en seguida. Y ellos, dejando en la barca a Zebedeo, su padre, con los jornaleros, se fueron en pos de él.

Jesús no se contenta con el anuncio general del mensaje de salvaci6n; Jesús pasa a la acción y llama a unos discípulos. Conversión y fe tienen que realizarse en el seguimiento de Jesús; ese seguimiento es la respuesta plena a la llamada de Jesús. La vocación de los cuatro primeros discípulos junto al lago de Genesaret no sólo contiene una escena de los comienzos del ministerio de Jesús; tiene también un carácter ejemplar y un significado teológico. Desde un punto de vista histórico no era el primer encuentro de Jesús con aquellas dos parejas de hermanos, que por su profesión humana eran pescadores. Por el Evangelio de Juan sabemos que Jesús ya los había conocido cuando eran discípulos del Bautista y que los primeros contactos habían tenido efecto en el lugar de Judea en que Juan bautizaba (cf. Jn 1,35-51). Lo que Marcos narra es el llamamiento definitivo a los discípulos en sentido pleno, y la presentación permite conocer todas las notas del proceso decisivo de quien entra en el seguimiento de Jesús. La acción parte de Jesús. Tres elementos esclarecen el suceso: la mirada de Jesús se clava sobre estos hombres y en seguida Jesús los llama a sí (v. 20a). La llamada del enviado de Dios es una llamada de Dios mismo; y es categórica, poderosa, penetrante. Cuando Dios llama no cabe ningún titubeo. Pero el contenido de la llamada es un requerimiento a ir detrás de Jesús. Literalmente éste es el primer sentido: el Maestro en sus caminos y peregrinaciones va delante de sus discípulos, ellos le siguen, se dejan conducir por él. Este seguimiento (v. 18), que en un sentido externo se dice también de las turbas populares, tiene en el discípulo un sentido espiritual más profundo: el discípulo entra en comunión de vida con el Maestro que desde ahora condiciona su vida e ideal, le da su doctrina c instrucciones, le señala incluso su camino en la tierra y le hace partícipe de sus tareas. El objetivo del llamamiento al discipulado se expresa simbólicamente con una palabra muy adecuada para aquellos pescadores: Os haré pescadores de hombres. La conexión con el que hasta entonces había sido el medio de vida para aquellos hombres no es casual ni rebuscada, más bien es una imagen gráfica que caracteriza la fuerza gráfica del lenguaje de Jesús. Estos hombres, llamados por Jesús a su seguimiento, deben cambiar la que hasta ahora ha sido su profesión por una superior: de ahora en adelante deben capturar con Jesús a los hombres, ganarlos para Dios y su reino. Se indica ahí el sentido primitivo del discipulado: una más estrecha unión con Jesús para compartir su propia vida y ayudarle en su predicación (cf. 6,7-13). El discípulo de Jesús debe estar preparado a asumir todas las consecuencias de este seguimiento, hasta llevar la cruz con Jesús y perder la propia vida por el Maestro (8,34s). En la Iglesia primitiva, cuando ya no era posible una comunión de vida, profesión y destino con Jesús en la tierra, sólo se conservó el sentido espiritual de «imitación de Jesús» y las relaciones del discípulo se extendieron a todos los creyentes. Todos cuantos profesaban la fe en Cristo debían imitar a su Señor, que ahora había sido exaltado en el cielo; sus palabras sobre la tierra conservaban su fuerza obligatoria y su comunidad lo sabía ciertamente aun sin la presencia corporal de Jesús. De este modo la Iglesia primitiva leía las palabras y exhortaciones de Jesús bajo una nueva luz, de una forma que le afectaban a ella y a cada uno de los cristianos. También la reacción de los primeros hombres llamados a ser discípulos adquiere una importancia permanente y actual. De nuevo hay aquí tres elementos esenciales: Simón y Andrés abandonan sus redes inmediatamente (v. 18), y después Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se separan de su padre y de los jornaleros para unirse a Jesús. Ante la llamada de Jesús y de Dios se exige una obediencia pronta e incondicional (véase también Lc 9, 59-62). Las dos parejas de hermanos abandonan el trabajo que habían practicado hasta entonces, y los hijos de Zebedeo también a su padre y con él a su familia. En su relato, completado con otra tradición («la pesca milagrosa»), Lucas dice que ellos «dejándolo todo, lo siguieron» (Lc 5,11). La llamada a seguir a Jesús exige fundamentalmente la renuncia a los bienes terrenos por causa del reino de Dios (Cf. Lc 14,33; Mc 10,21.29s; Mt 19,12c); aun cuando las circunstancias de la vida y las tareas en que el llamamiento encuentra a cada uno sean distintas. Mas el aspecto negativo de la renuncia queda eclipsado por el lado positivo: los discípulos deben ir detrás de Jesús, seguirlo. Es una distinción ser admitidos en estrecha comunión con el enviado y ungido de Dios. A pesar de las persecuciones y la muerte, su camino promete a todos sus seguidores la plenitud de vida y una recompensa cien veces mayor que todas las renuncias y privaciones (8,35s; 10,17.23ss.29s). Los discípulos en un sentido más estricto, los anunciadores del Evangelio, no sólo comparten la vida pobre del Señor sino también sus poderes y sus alegrías (cf. 6,7-13). De este modo aparece felizmente lo que es la llamada do Dios y el seguimiento. Los lectores deben ver en esta historia, además del primer éxito de Jesús, la incipiente convocatoria del pueblo de Dios, el primer paso hacia la formación de su comunidad. No es casual que estos discípulos vengan presentados con sus propios nombres; para los lectores no son unos desconocidos sino los adelantados del círculo de discípulos de Jesús. En la sección inmediata volverán a ser nombrados (1,28); son los primeros compañeros de Jesús, los que comparten su temprana y floreciente actividad, de la que más tarde podrán ser testigos. Al propio tiempo representan a los discípulos ulteriores que Jesús va ganando, aun cuando la ampliación del círculo de discípulos simplemente se sugiere más que se describe (2,15; 3,13). Los discípulos son los hombres de confianza de Jesús. Él les enseña acerca de su misión primordial, que es el anuncio del reino de Dios, y los protege contra los ataques judíos (2,18ss.23-28). Les explica en privado el sentido de las parábolas (4,34). A ellos se les ha confiado el misterio del reino de Dios, son los que le pertenecen a diferencia «los de fuera» (4,11). En ellos, en su vinculación con el Señor, en su proximidad y distancia, en su elección por parte de Dios y en su pequeñez y debilidad humanas, se reconocen a sí mismos los lectores creyentes. En la falta de comprensión de los discípulos (1,36; 4,10.13, etc.) los lectores se hacen conscientes de su insuficiencia, que no impide la donación de Jesús a los suyos (cf. 3,34s). De este modo, la llamada a seguir personalmente a Jesús se convierte en exhortación para sumarse, de una forma consciente, a la comunidad de discípulos del Maestro.

c) Un sábado en la sinagoga de CAFARNAÚN (Mc/01/21-28).

21 Llegan a CAFARNAÚN; y en seguida, apenas entraba en la sinagoga los sábados, se ponía a enseñar. Y se quedaban atónitos de su manera de enseñar, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. 23 En seguida había en aquella sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro que comenzó a gritar: 24 «¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Yo sé bien quién eres: ¡el Santo de Dios!» 25 Pero Jesús le increpó: «Enmudece y sal de este hombre.» 26 Entonces el espíritu impuro, agitándolo con violentas convulsiones y dando un gran alarido, salió de él. 27 Quedaron todos asombrados, tanto que se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Qué manera tan nueva de enseñar: con autoridad! Incluso manda a los espíritus impuros y ellos le obedecen.» 28 Y por todas partes se extendió en seguida su fama a todos los confines de Galilea.

La sección de CAFARNAÚN (1,21-39) es una vieja unidad tradicional que Marcos se encontró formada y que contiene desde luego unos datos históricos; pero que al mismo tiempo patentiza el propósito anunciador de la Iglesia primitiva. El lugar, del que hoy apenas restan unas ruinas (Tell Hum), quedaba en la ribera noroccidental del lago, 6 kilómetros al oeste de la desembocadura del Jordán. Era por entonces un lugar fronterizo de la región gobernada por Herodes Antipas, en la vía principal de Ptolemaida a Damasco, con un puesto aduanero y una guarnición militar. En los primeros tiempos Jesús desarrolló aquí una gran actividad viviendo en la casa de Simón y de Andrés (1,29), que vuelve a citarse más tarde (9,33; cf. 3,20; 7,17). Esto corrige un poco la imagen que nos hemos formado de la vida itinerante e inquieta de Jesús; CAFARNAÚN fue una especie de cuartel general al que volvía con frecuencia. Nuestra sección muestra, no obstante, cómo Jesús partió de aquel punto para anunciar el mensaje de salvación en los lugares circundantes (1,38). El propósito primordial de esta exposición tiende a caracterizar la actividad de Jesús, que pronto llamó la atención en todas partes atrayéndose a mucha gente. Con este ministerio se esclarece la imagen misma de Jesús, que anunciaba el reino de Dios, enseñaba con autoridad y ponía de manifiesto las fuerzas salvadoras de Dios con las expulsiones de demonios y las curaciones. La actividad salvadora de Jesús es el comienzo de una nueva era, la confirmación de su mensaje (1,15); pero es también una manifestación de sí mismo en las obras y así lo comprendió la Iglesia antigua con mirada retrospectiva. Jesús entra con los discípulos en CAFARNAÚN, «y en seguida» enseña los sábados en la sinagoga. Sin tardanza y consciente de su propósito, pone Jesús manos a la obra, como lo indica Marcos con su peculiar «y en seguida» (1,21.23.28.29, etc.). El evangelista habla a menudo de la enseñanza de Jesús, tarea en la que también intervienen los discípulos (6,30, sólo en Marcos), indicio de que la comunidad cristiana se sabía comprometida en el empeño. Mas todavía no sabemos nada del contenido de la doctrina, de la que Mateo y Lucas nos ofrecen un espléndido ejemplo en el sermón de la montaña. Marcos desarrolla la doctrina de Jesús más tarde en la predicación en parábolas (4,1s); pero aun entonces le interesa más el resultado, la fuerza que provoca la separación entre los oyentes. Lo que Jesús enseñaba entonces a su auditorio judío, probablemente una exposición de la ley, una nueva concepción de la voluntad divina, se mantiene hasta tal punto que caracteriza incluso la vida cristiana; pero esto también podrá verse más tarde (cf. 7,17-23; 10,145; 12,13-37). Para la aparición terrena de Jesús basta de momento la afirmación de que enseñaba con autoridad y no como los doctores de la ley. Estos se atenían a su tradición doctrinal, a la «tradición de los antepasados» (7,3), y no pocas veces abandonaban la voluntad de Dios por seguir las opiniones e interpretaciones humanas, como les reprochó Jesús (cf. 7,6-13). Jesús enseña con autoridad absoluta, presenta su propia exposición de la Escritura (10, 5-9), demostrándose con ello tan plenipotenciario de Dios como con las expulsiones de los demonios. Pues ambas cosas las hizo Jesús en la sinagoga de CAFARNAÚN; la doctrina en autoridad y la expulsión de un espíritu inmundo constituyen para Marcos una unidad, una prueba del poder de Jesús, ante el que «se quedaban atónitos los hombres» (v. 22) y experimentan un terror religioso (v. 27). Barruntan lo nuevo que aquí se está realizando. La poderosa palabra doctrinal y la poderosa palabra exorcista constituyen por igual un signo de la soberanía de Dios que se abre camino. Así se debe entender también el «en seguida» que introduce la expulsión de un espíritu inmundo, narrada según el modo de pensar de la época, como prueba del poder otorgado a Jesús. Un pobre hombre atormentado queda libre do un terrible padecimiento, que se atribuye a un «espíritu impuro». En algunos textos se establece una distinción entre enfermos y posesos (1,32; 3,10s; 6,13); en este segundo grupo se trata al menos de unas manifestaciones patológicas especialmente graves. Para el evangelista detrás de los espíritus impuros se esconde el poder del maligno, de Satán, contrario a Dios (cf. 3,22ss). El antagonista de Dios y de Jesús (1,13) pone en juego todas sus fuerzas para impedir la acción salvadora de Jesús y la irrupción del reino de Dios. Pero Jesús se sabe más fuerte que él (3,27) y reprime el poder de Satán. Ya la primera expulsión demoníaca, descrita detalladamente, pone de manifiesto el triunfo de Dios, la superioridad de Jesús. El diálogo entre Jesús y el espíritu inmundo -que también aboga en favor de sus semejantes- revela la lucha entre ambos contendientes. El demonio presiente al poderoso que quiere arrebatarle su «mansión», arrancarle su víctima humana, y se resiste a las palabras de conjuro. Los grandes alaridos y las preguntas insolentes pretenden rechazar el ataque del exorcista: «¿Qué tenemos que ver contigo?... ¿Has venido a acabar con nosotros?» La pronunciación del nombre -«Jesús Nazareno»-, la protesta solemne de «sé bien quién eres», el venerable título de «el Santo de Dios», no son profesiones de fe respetuosas ni súplicas disimuladas, sino magia nominal, intentos por adueñarse del poder del conjurador mediante su reconocimiento y la pronunciación a gritos de su nombre y título. En los antiguos relatos de expulsiones demoníacas -incluso judíos- el exorcista pasa al ataque e intenta con fórmulas de conjuro y medios mágicos enseñorearse del demonio y obligarle a abandonar al poseso. Sobre el fondo de tales concepciones los espectadores de entonces comprenden sin duda lo que hay de nuevo y peculiar en la acción de Jesús. Jesús renuncia a las palabras de encantamiento y a los medios mágicos y no presenta al espíritu inmundo más que una palabra de orden: «Enmudece y sal de este hombre.» Manda simplemente y los espíritus tienen que obedecerle (cf. v. 27). Esta palabra eficaz es un signo de la intervención de Dios. Aun cuando desde nuestra visión científica del mundo siempre se puede juzgar la expulsión de los demonios como una acomodación de Jesús a la inteligencia de sus oyentes, no deja de ser una proclama del poder otorgado a Jesús, un anuncio de las fuerzas salvíficas de Dios que están en marcha. Jesús, que realiza esto, se convierte para los hombres en este interrogante: ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que pasa aquí? Pero los lectores creyentes saben que, aunque a regañadientes y con mal fin, el espíritu inmundo dice la verdad: Jesús es «el Santo de Dios», expresión que señala la proximidad a Dios. No se trata de un título mesiánico conocido, sino de un nombre de dignidad que en boca del demonio tiene un sentido inconfundible. Con frecuencia se llama «santos» a los ángeles que están al servicio de Dios; también el sumo sacerdote Aarón, viene designado como «el santo del Señor» (Sal 106,16). La «santidad», tal como la entiende el Antiguo Testamento, lleva a una singular proximidad de Dios. Jesús, pues, como «el Santo de Dios» llega de parte de Dios y lleva en sí un ser y una fuerza divinos. La comunidad comprende el título honorífico como expresión de la mesianidad peculiar de Jesús, que no se deja abarcar en ninguno de los títulos habituales (cf. Jn 6,69). En Jesús late un misterio, el estremecimiento de lo que es distinto, el presentimiento de una peculiar cercanía a Dios.

d) Ulterior actividad en CAFARNAÚN y partida de allí (Mc/01/29-39).

29 En seguida, después de salir de la sinagoga, se fueron a la casa de Simón y de Andrés con Santiago y Juan. 30 La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y al momento le hablan de ella. 31 Él se acercó, la tomó de la mano y la levantó; se le quitó la fiebre, y ella le servía.

Después de su sensacional presentación en la sinagoga, Jesús se dirige a casa de Simón y de Andrés. Parece como si quisiera estarse allí tranquilo. Pero sus discípulos pronto se le acercan con una petición: la suegra de Simón padece una fiebre, y él no duda en curarla. Según los rabinos, ni siquiera las enfermedades graves debían suspender las prescripciones sabáticas. Pero Jesús toma a la enferma de la mano y la endereza. La mujer se levanta y presta a los hombres los servicios de la hospitalidad; señal de que la fiebre había desaparecido por completo. El breve relato sigue mostrando el frescor de una experiencia primitiva. Es la primera curación que Marcos relata y constituye una especie de puente a las que Jesús emprende después de la puesta del sol, es decir, después de pasado el sábado.

El primitivo relato intenta presentar ahora a Jesús como quien sana a los enfermos; también esto pertenece a su ministerio, aunque no constituya su objetivo principal, como indica la conclusión. Se puede establecer una valoración gradual: más importantes que las curaciones de cualquier tipo de dolencias son las expulsiones de demonios (v. 34b), pues éstas revelan de un modo más fehaciente que el dominio de Satán ha sido quebrantado y que el reino de Dios está llegando. Pero lo más importante es la predicación de Jesús, pues en ella se pone de manifiesto el objetivo de su misión (v. 38) y la llamada de Dios llega directamente a los hombres. Para Jesús las curaciones de enfermos se encuentran en el mismo plano: también ellas son un signo de la salvación que Dios reserva a los hombres; pero incluyen el peligro de que los hombres se queden sólo en lo externo y aspiren únicamente a verse libres de sus necesidades terrenas, sin ahondar en el sentido profundo del hecho y malinterpretando los fines salvíficos de Dios. Para Jesús es como una tentación dejarse arrastrar por la ola del entusiasmo popular. Por ello busca la soledad, como había hecho después de su bautismo, se ocupa en la oración y en su verdadera misión e interrumpe por un breve período su estancia en CAFARNAÚN (v. 35).

32 Llegada la tarde, después de ponerse el sol, le presentaban todos los enfermos y endemoniados. 33 Toda la ciudad se agolpaba ante la puerta. 34 Y curó a muchos pacientes de diversas enfermedades; arrojó también a muchos demonios, pero sin dejarles hablar, porque sabían quién era.

Las curaciones por la tarde, después de concluir el sábado, las presenta el v. 33 como una escena pintoresca. La gente, que sabe que Jesús está en casa de Simón, ha aguardado a que transcurriera el sábado a fin de no quebrantar las prescripciones sabáticas transportando las camillas. Y ahora cargan todos con sus enfermos y posesos atestando por completo el lugar que había delante de la casa. Jesús cura a muchos pacientes. Lo cual no se dice en sentido limitativo como pretendiendo imponer un tope a su poder taumatúrgico. Las muchas curaciones reflejan la grandeza de su asistencia; pero su sentido no está en eliminar todos los padecimientos terrenos. Las curaciones no pretenden ser más que un signo de la compasión de Dios; pero los hombres no lo entienden así y no hacen sino buscar nuevos remedios (v. 37). El evangelista menciona entusiasmado muchas otras expulsiones de demonios, pero agrega que Jesús no permitía hablar a los espíritus «porque sabían quién era». Jesús no quiere el testimonio de los demonios, precisamente porque es una voz demoníaca (cf. v. 25); son más bien los hombres quienes a través de las obras salvíficas de Dios deben reflexionar y comprender el sentido de la acción de Jesús. Todo suceso externo permanece en penumbra; se requiere la reflexión creyente para insertarlo en el contexto de los pensamientos divinos. La fe domina los significados de la historia.

35 Por la mañana muy temprano, antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto. Allí se quedó orando. 36 Simón y sus compañeros salieron a buscarlo; 37 y cuando lo encontraron, le dicen: «Todos te andan buscando.» 38 Él les responde: «Vámonos a otra parte, a las aldeas vecinas, para predicar también en ellas; pues para eso he venido». 39 Y se fue por toda Galilea predicando en las sinagogas y arrojando a los demonios.

Frente al éxito externo y a la riada de gente, el propio Jesús quiere poner en claro la misión recibida de su Padre, y a tal fin busca la soledad para orar. La hora temprana, cuando todavía es de noche, indica tal vez la lucha interior a la que Jesús no se sustrajo como hombre, como tampoco a la tentación por parte de Satán. Pero su unión con Dios se abre paso y se robustece en la oración y le permite encontrar el camino adecuado con una seguridad íntima. Cuando sus discípulos, pensando humanamente como los demás, o mejor sin pensar, sin la vigilancia interior de su Maestro, se llegan a él para hacerle volver, surge su decisión firme: «Vámonos a otra parte. a las aldeas vecinas para predicar también en ellas, pues para eso he venido.» Es ésta una de las frases que revelan la conciencia que Jesús tenía de su misión. Aun cuando la Iglesia primitiva haya podido interpretarlo desde su fe en Cristo formulándolo en unos contornos precisos, el afán predicador de Jesús, confirmado por su conducta y su peregrinar por Galilea, la voluntad de Jesús de llevar a todos sus compatriotas el mensaje divino de salvación, sin situarse él mismo en el centro, constituye un testimonio nada sospechoso de su espíritu. La Iglesia primitiva habría ciertamente subrayado con más fuerza sus hechos extraordinarios y su conciencia psicológica; pero lo que testifica es la entrega generosa de Jesús a la predicación, su fidelidad a la misión que Dios le había asignado. Sin duda que con ello Jesús se convierte en el gran modelo de sus predicadores que han recibido de su Señor la misma misión. El versículo final, pequeño sumario de la incipiente actividad de Jesús, refleja de un modo más tajante el pensamiento e interpretación del evangelista. Con la predicación y expulsión de los demonios Jesús prepara los caminos al inminente reino de Dios. De momento, y como en CAFARNAÚN, se contenta con predicar en las sinagogas, y actúa -eso quiere decir Marcos- como aquel sábado del que acaba de hablarnos (1,21-27). Pero ya no es sólo la fama de Jesús la que se extiende por los contornos de Galilea (v. 28), sino que es la fama misma de Dios la que llega por medio de Jesús a todas las aldeas galileas. El Evangelio entra en su carrera triunfal.

e) Curación de un leproso (Mc/01/40-45).

40 Llégase a él un leproso que, suplicándole y puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes dejarme limpio.» 41 Movido a compasión, extendió la mano, lo tocó y le dice: «Quiero; queda limpio.» 42 E inmediatamente desapareció de él la lepra y quedó limpio. 43 Luego lo despidió con esta severa advertencia: 44 «Cuidado con decirle nada a nadie. Eso sí: ve a presentarte al sacerdote y a ofrecer por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio.» 45 Pero él, apenas salió comenzó a pregonar a voces y a divulgar lo ocurrido, de manera que Jesús ya no podía presentarse en ciudad alguna, sino que se quedaba fuera de poblado, en lugares desiertos: y aun así acudían a él de todas partes.

Aprovechando otra tradición, Marcos agrega todavía un hecho que le parece encajar con este pasaje: la curación de un leproso. Desconocemos el lugar y el tiempo; la historia, que no resulta nada fácil de entender, debe hablar por sí misma. En opinión judía, el leproso era un «primogénito de la muerte» (véase Job 18,13). Los marcados con la lepra eran aislados y no podían acercarse a los otros; estaban sujetos a una larga enfermedad, a una muerte lenta, y hasta se los proscribía como pecadores, pues la lepra pasaba por ser el castigo de pecados graves. Las curaciones, que debían ser comprobadas por un sacerdote (v. 44), sólo se referían a aquellas enfermedades que por su parecido externo con la lepra, podían también incluirse en su grupo. De este modo el episodio aparece como el vértice de las curaciones que hasta ahora ha operado Jesús; mas ésta no debió ser la razón para incluirlo en este pasaje. Como hace suponer sobre todo el v. 45, el evangelista intenta transmitir a sus lectores cristianos unas impresiones más profundas acerca de la actividad de Jesús y de las realizaciones de su persona. Jesús no quiere ser conocido como taumaturgo; pero sus obras no dejan ninguna duda al respecto. El hombre curado quebranta la severa prohibición de Jesús, y la noticia de la curación milagrosa se extiende rápidamente. Jesús se oculta en lugares solitarios, pero las gentes se llegan a él de todas partes. Idéntica finalidad cabe reconocer en el relato condensado de 3,7-12. Acerca del llamado «secreto-mesiánico» en el Evangelio de Marcos, es decir, el propósito de Jesús de mantener oculta su mesianidad, se ha elucubrado y escrito mucho. La expresión no resulta muy feliz, pues a lo largo de toda la primera parte del Evangelio de Marcos no aparece ni una sola vez el problema acerca del Mesías, es decir, acerca del Mesías como rey teocrático, acerca del hijo de David en el sentido de la esperanza popular; el pueblo no parece pensar en esa idea. Marcos debió perseguir más bien una tendencia cristológica de cara a sus lectores cristianos: Jesús quiere ocultar su dignidad y divinidad y realizar su empresa misionera únicamente como siervo obediente de Dios; pese a lo cual, irradia de él una fuerza poderosa que arrastra hacia él a las multitudes. El evangelista, que cree como sus lectores en la gloria del Señor exaltado al cielo y que interpreta su filiación divina como el verdadero fundamento de la portentosa actividad terrestre de Jesús, quiere poner en claro que antes de su resurrección Jesús oculta de propósito su gloria y quiere seguir el camino de la humildad, los dolores y la cruz. Sobre la tierra Jesús se esfuerza denodadamente por evitar toda notoriedad en torno a su persona y actuar en exclusiva como heraldo del Evangelio. Así se explican muchas contradicciones aparentes: Jesús penetra en todas las aldeas de Galilea para proclamar (1,39), y sin embargo huye del asalto de las multitudes refugiándose en lugares solitarios (1,45). Cura al leproso y le encarga que se presente a un sacerdote «para que les sirva de testimonio» (v. 44), pese a lo cual le prohíbe severamente que hable de ello a nadie. Más tarde escapa con sus discípulos al lago (3,7); pero cuando las turbas le rodean vuelve a curar a muchos, aunque prohibiendo a los demonios que le den a conocer (3,10ss). Quiere congregar a los hombres, elige a los doce y los envía de dos en dos (6,7-13); después se retira con los discípulos (6,10s), mas vuelve a compadecerse del pueblo que le ha seguido hasta el desierto (6,34ss). En este cuadro lleno de tensiones no es que se interprete a posteriori la vida no mesiánica de Jesús a una luz mesiánica; sino que, con verosimilitud histórica, se describe la actitud completa de Jesús, única, sorprendente, incomprensible, presentándola a la comprensión creyente. Así de contradictorio pareció Jesús a sus coetáneos: como un vigoroso predicador divino, un taumaturgo, que sana a los enfermos, al que acudían los hombres tumultuariamente, pero que al mismo tiempo seguía siendo un hombre que mantenía incomprensiblemente una distancia real frente al pueblo y los demás hombres. El evangelista, sin embargo, explica a sus lectores, que creen en el Señor crucificado y resucitado, que así era como tenía que comportarse este Jesús en la tierra. Las fuerzas en él latentes tenían su fundamento en el misterio de su filiación divina, que sólo habría de desvelarse con su resurrección. Sobre la tierra debía seguir el camino del siervo obediente de Dios, camino que sólo a la luz de la resurrección alcanza su sentido. De este modo el «secreto mesiánico», o mejor dicho, el misterio del Hijo de Dios, sólo representa una interpretación creyente de los enigmas que la actitud y conducta terrestres de Jesús plantearon a sus contemporáneos. Cuando se lee desde este punto de vista la sorprendente, y en apariencia contradictoria, curación del leproso, se iluminan muchas oscuridades. Ante todo una escena que se comprende perfectamente como una historia de curación: un pobre hombre, un pobre paria víctima de la lepra, tiene el coraje de acercarse a Jesús e, hincándose de rodillas, suplicarle con gran confianza: «Si quieres, puedes dejarme limpio.» Y Jesús se compadece de su necesidad. Caso de preferir la lectura «enojado» (en vez de «movido a compasión») a causa de su dificultad y oscuridad (*)14, la ira de Jesús no habría que referirla al enfermo porque actúa en contra de la ley, sino al poder del maligno que le tenía entregado a la muerte. Pues, sin ningún cambio de acento perceptible, Jesús extiende su mano -gesto típico de curación, toca incluso al intocable y acoge su petición respondiendo exactamente con las mismas palabras: «Quiero, queda limpio.» A esta simple voz de mando sigue inmediatamente la curación. Sólo la posterior actitud de Jesús resuelve los enigmas: Jesús cura al enfermo de un modo enérgico y amenazador, le envía al sacerdote a fin de que le declare puro y ofrezca el sacrificio prescrito para tales casos. Se añade «para que les sirva de testimonio», tal vez no sólo para que el hombre se muestre curado ante los demás, sino también en el sentido del evangelista, es decir, para que sea un testimonio divino de cara a los incrédulos (cf. 6,11; 13,9). De ser así también aquí habría traspasado Marcos el terreno de la pura interpretación histórica. Toda la historia aparece fuertemente adaptada a los lectores futuros; impresión que confirma una vez más el v. 45. El leproso curado, que se convierte en predicador, no merece reproche alguno. Después de pascua podrá entenderse adecuadamente la acción de Jesús: el Señor da la salud y la vida a quien estaba condenado a muerte. Pero entonces se ocultaba Jesús de los hombres... pese a lo cual las gentes se agolpaban sobre él de todas partes. Era una luz que no podía permanecer oculta, pero los hombres no entendieron su fulgor. Todo esto tenía que ser así porque Jesús debía recorrer en obediencia su camino hacia la gloria a través de la oscuridad.
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La lección «enojado» (en vez de «movido a compasión») está representada por testigos occidentales; es ciertamente más difícil y por ello tal vez la original. De la «ira» de Jesús se habla también en 3,5. Con la ira de Jesús contra el poder del maligno se puede relacionar el «(profundo) estremecimiento» de que Jesús fue presa en la resurrección de Lázaro (Jn 11,33.38); es el mismo verbo que en Mc 1,43 indica la increpación de Jesús al hombre.
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