CAPÍTULO 23


1. ANTE PILATO (Lc/23/01-05)

1 Se levantó, pues, toda la asamblea en pleno, y lo llevaron ante Pilato. 2 Y comenzaron a acusarlo: Hemos encontrado a este hombre pervirtiendo a nuestro pueblo, prohibiendo pagar los tributos al César y diciendo que él es rey, el Mesías.

Según el estilo judío de Palestina, en los asuntos oficiales aparece siempre ante las autoridades romanas un contingente masivo de dignatarios. Se quiere hacer presión en Pilato. Algo análogo sucede a Pablo en Corinto: «Era entonces procónsul de Acaya, Galión. Y amotinados los judíos contra Pablo, lo condujeron al tribunal, diciendo: Este hombre anda incitando a todos a dar culto a Dios en forma contraria a la ley» (Act 18,12). La pasión de Cristo ha de levantar los ánimos de los cristianos: si son perseguidos como Jesús, no les sucede nada extraño.

En las grandes fiestas, el procurador, que reside en Cesarea marítima, va a Jerusalén y se aloja en el palacio de Herodes, en el ángulo nordeste de la ciudad (*). Allí parece haber sido conducido también Jesús. Al tribunal romano no le interesan cuestiones religiosas (Act 18,14s; 23,29; 25,18ss). Por esto, la acusación contra Jesús debe formularse políticamente, y las reivindicaciones religiosas de Jesús deben interpretarse también políticamente: su predicación ambulante se explica como subversión del pueblo, su reivindicación de mesianidad (Mesías, Cristo, ungido), como alta traición. Contra el emperador romano, que en Oriente es denominado rey. Con estos manejos nacionalistas que se echan en cara a Jesús, se le hace aparecer marcado con el sello de afiliado al movimiento de los zelotas. Por esta razón debe también, por motivos religiosos, oponerse a que se pague el tributo al César, aunque de palabra hubiera respondido en otro sentido a esta cuestión. Lo que Jesús había evitado constantemente, no se le toma en cuenta; se le echa en cara aquello a que se había opuesto. La acusación se basa en sofismas y en embustes. Como ahora «toda la asamblea» de los sanedritas incita al procurador contra Jesús, así también más tarde los manejos calumniosos de los judíos incrédulos inducirán a las autoridades a proceder judicialmente contra los cristianos. «Les judíos instigaron a las mujeres devotas y distinguidas y a los principales de la ciudad, y levantaron una persecución contra Pablo y Bernabé, arrojándolos de sus confines» (Act 13,50) (Cf. también Hch 14.19; 17, 5-8; 17,13; 18,12s; 24,1). La Iglesia carga con la suerte de Cristo, y esto le comunica alientos.
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Varían las opiniones acerca del lugar donde Jesús compareció ante el tribunal romano: en el palacio de Herodes o en la torre Antonia (donde comienza tradicionalmente la calle de la amargura).
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3 Entonces Pilato le preguntó: ¿Eres tú el rey de los judíos? Él contestó: Tú lo dices.

El procurador instituye un interrogatorio (23,14); de las tres acusaciones elige la fundamental: Jesús es rey. Pilato formula la pregunta como corresponde al procurador romano y como se la han insinuado los acusadores: en sentido político, secularizada. Se evita la palabra Mesías (ungido, Cristo). ¿Jesús, rey de los judíos ? ¿Rey en sentido político? ¿Rey en el sentido de los zelotas, que querían sacudir por la fuerza la dominación romana? Si Jesús formula la pretensión de ser rey político de los judíos, entonces, tarde o temprano, él y sus adeptos acabarán por rebelarse contra Roma y negarse a pagar los impuestos. Todos los que después de Jesús formularon pretensiones mesiánicas siguieron personalmente este camino o indujeron a seguirlo a sus adeptos. ¿Pero la pretensión mesiánica tiene sólo sentido político? Jesús esquiva dar una respuesta clara: Tú lo dices, no yo. Estas palabras quieren hacer reflexionar. El procurador romano piensa sólo políticamente, entiende el título de Cristo sólo en sentido político. En este sentido no es Jesús rey de los judíos. «Tú lo dices» no quiere negar totalmente el título de rey. Jesús es el ungido, el Cristo, el Mesías, es el rey, pero... en otro sentido. Entró en Jerusalén como rey mesiánico, montado sobre un asno. Viene a Jerusalén, pero no ocupa la ciudad, sino el templo. Ejerce su soberanía con autoridad, pero enseñando. En Lucas está insinuado lo que la defensa de Jesús formula explícitamente en Juan: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no fuera yo entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí... Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad» (Jn 18,36s).

4 Dijo luego Pilato a los sumos sacerdotes y al pueblo: Yo no encuentro delito alguno en este hombre. 5 Pero ellos insistían con más ahinco: Está amotinando al pueblo con la que enseña por toda judea, desde que comenzó por Galilea hasta llegar aquí.

Los principales acusadores de Jesús son los sumos sacerdotes, los sacerdotes influyentes del sanedrín; a ellos les siguen las gentes del pueblo, una masa que se había reunido para asistir al proceso. Pilato declara a Jesús inocente del delito de que se le acusa. Recela de la fidelidad de los judíos al emperador, y por el interrogatorio de Jesús comprende que son ajenas a él las miras políticas; se hizo sin duda cargo de la esfera religiosa, en la que tenía sus raíces la acusación (cf. Jn 18,38). No quiere mezclarse en asuntos y disputas religiosas (cf. Act 18,14s).

Se intensifica la presión sobre Pilato mediante la masa y con la tenaz repetición de las acusaciones. Con una técnica semejante se había ya una vez ablandado a Pilato y se le había forzado a ceder. Ahora se pone en primer término la subversión del pueblo. Se ha tocado directamente la esfera de poder del procurador y del Estado romano: Judea. Los intentos comenzaron en el foco de los disturbios políticos, en Galilea. Allí estalló también la revuelta de Judas el Galileo (6 d.C.). Entonces desempeñó un importante papel el censo de la población ordenado con vistas al pago de los impuestos (cf. Act 5,37). Jesús no es una figura anodina. Viene del país de los rebeldes. Fascina a las gentes por toda Palestina, hasta el territorio de la jurisdicción de Pilato. El éxito religioso de Jesús se presenta, con todos los medios, como éxito político, a fin de que se acabe con él.

2. ANTE HERODES (Lc/23/06-12)

6 Al oír esto Pilato, preguntó si aquel hombre era galileo, 7 y cuando se enteró de que pertenecía a la jurisdicción de Herodes, lo mandó a Herodes, que también estaba en Jerusalén por aquellos días.

Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, era príncipe vasallo de Roma y gozaba de autoridad judicial soberana. Jesús, que procedía de Galilea y que además había iniciado allí, por lo menos en parte, el «delito» que se le echaba en cara podía ser remitido al tribunal del señor de su región por el procurador de Judea. Entonces Herodes, por razón de la fiesta de pascua, se hallaba en Jerusalén. Solía alojarse en el palacio de los Asmoneos, al oeste del templo. Allá es remitido el acusado. La nueva vista de la causa daría lugar por lo menos a que se pronunciase un dictamen judicial o a que se fallase una sentencia decisiva (Act 25,13ss). Pilato quería desentenderse de aquel proceso molesto. Quizá esperaba también con este gesto de reconocimiento de Herodes reparar algunas provocaciones con que había ofendido al insignificante príncipe semita, que gozaba del favor del emperador. El Evangelio no investiga las razones políticas y psicológicas de esta medida, limitándose a señalarla por su significado en la historia de nuestra salvación. En tiempo de persecuciones oraba así a Dios la Iglesia de Jerusalén: «Señor, tú eres el que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos hay. Tú, el que en el Espíritu Santo, por boca de nuestro padre y siervo tuyo David, dijiste: ¿Por qué se amotinaron las naciones y los pueblos maquinaron cosas vanas? Se han juntado los reyes de la tierra y los príncipes se han confabulado contra el Señor y contra su ungido. Porque en verdad se confabularon en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y tribus de Israel, para hacer lo que tu mano y tu designio tenía predeterminado que sucediera. Ahora, pues, Señor, mira sus amenazas y concede a tus siervos anunciar con toda entereza tu palabra, alargando tu mano para que se hagan curaciones, señales y prodigios mediante el nombre de tu santo siervo Jesús» (Act 4,24-30). Herodes y Pilato, judíos y gentiles son culpables respecto a Jesús, Señor del mundo. Sin embargo, no pueden eliminar a Jesús, sino que tienen que cooperar para que Dios le dé el señorío del mundo. La Iglesia amenazada y perseguida cobra fuerzas de la pasión de Jesús. En el discurso escatológico se predice que los discípulos serán llevados por el nombre de Jesús ante reyes y gobernadores (21,12); Jesús pasó anteriormente por ello. La Iglesia perseguida lleva consigo la persecución de Jesús. Su martirio tiene su razón de ser en el designio de Dios por el que también se hace comprensible el martirio de Jesús. Los cristianos, los siervos de Dios, están asociados con el santo siervo de Dios, Jesús, el que Dios ungió; están asociados con él en la persecución y en la gloria.

8 Al ver Herodes a Jesús, se alegró mucho; porque desde hacía bastante tiempo estaba deseando verlo por lo que había oído acerca de él, y hasta esperaba verlo hacer algún milagro. 9 Hízole, pues, muchas preguntas; pero él nada le respondió.

El tetrarca de Galilea es caprichoso, condescendiente con jovialidad, religiosamente indiferente, hombre de mundo, amigo de construcciones fastuosas y de banquetes opíparos, un hombre que quiere vivir tranquilo, diplomático astuto que va en busca de sensación, algo así como son caracterizados los atenienses: «Los atenienses... no se ocupan en otra cosa que en decir u oír la última novedad» (Act 17,21). Herodes se alegra al ver a Jesús. Espera ver algún milagro del taumaturgo. Los prestidigitadores entretienen al público de la corte con sus juegos de manos. Jesús proporcionará a Herodes un cosquilleo divertido... Pablo experimentará algo parecido en el Areópago por parte de los filósofos epicúreos y estoicos: «Tú traes algo que suena extraño a nuestros oídos. Nos gustaría saber lo que esto quiere decir» (Act 17,19s). Los más santos designios de Dios se rebajan al nivel de sensaciones. También esto es persecución...

Jesús no responde con palabras ni con obras. Sus milagros son signos del reino de Dios que se inicia. Su palabra es mensaje profético que llama a la decisión de fe y sitúa ante la alternativa de salvación o ruina, de vida o muerte. El poder de hacer milagros y la palabra no se han dado a Jesús para su propia utilidad. Contra tal oferta del tentador se decidió también Jesús al comienzo de su actividad (4,1-13). Tampoco ahora cae en la tentación, ahora que se halla ante la decisión por la libertad o la condenación. Quien pide signos, por el mero gusto de ver, se marcha con las manos vacías (9,9; 8,19ss). Quien reclama signos no recibe otro que la predicación de conversión y penitencia (1 1,29ss).

El silencio de Jesús es señal del siervo de Yahveh «Como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores» (Is 53,7). El silencio es para los griegos signo de la divinidad: el silencio, símbolo de Dios. Bajo este silencio no se oculta la impotencia, que aguarda el día de la venganza, sino la callada obediencia a los designios de Dios.

10 Entre tanto, los sumos sacerdotes y las escribas estaban allí, acusándolo con vehemencia. 11 Entonces Herodes, con su escolta, después de tratarlo con desprecio y de burlarse de él, mandó ponerle una vestidura espléndida y lo devolvió a Pilato.

Los sanedritas de Jerusalén podían temer que el príncipe galileo interviniera en favor del galileo Jesús y desbaratara sus planes de acabar con él. El tetrarca gustaba ya de oír en otro tiempo al Bautista (Mc 6,20) y se había interesado por Jesús (9,9). Las acusaciones se hacen violentas. La fuerza persuasiva que falta se suple con tenacidad y obstinación. También la sesión ante Herodes se cierra con sentencia absolutoria. Jesús es más ridículo que peligroso, más un soñador ajeno a la realidad, que un rebelde político; candidato a la corona, pero no rey; un quijote, pero no un revolucionario. Herodes manda poner a Jesús una vestidura espléndida, una toga cándida. Jesús lleva ahora la vestidura de pretendiente. Es declarado candidato ridículo al trono, y como tal es ridiculizado.

La reivindicación de realeza de Jesús, que no se acredita con poder y esplendor regio (cf. Jn 18,36), como piensan los hombres, no se toma en serio, es ridiculizada, caricaturizada. Un pobre loco... Un idealista ajeno a la realidad... Escándalo para los judíos, locura para los gentiles... (/1Co/01/23).

12 Y aquel mismo día, Herodes y Pilato, que antes estaban enemistados entre sí, se hicieron amigos.

Pilato había hecho colocar escudos votivos en su palacio de Jerusalén. Los judíos veían en ello una provocadora profanación de la ciudad santa mediante signos paganos. Una embajada judía se presentó en Roma ante el emperador Tiberio con quejas contra Pilato. En esta embajada había tomado parte también Herodes Antipas. Esta pudo ser una razón de la enemistad. Remitiendo a Jesús al tribunal de Herodes reconoce Pilato públicamente la soberanía de Herodes y entabla así de nuevo relaciones normales con el tetrarca. El Evangelio ve en esta reconciliación aspectos de historia de la salud. Herodes y Pilato, judíos y paganos, se reúnen en Jerusalén contra el santo siervo de Yahveh, al que Dios ha ungido como Mesías. Judíos y paganos declaran su inocencia, pero al mismo tiempo se hacen culpables contra él. Comienza ya la gran obra de la unión, que se consuma cuando Jesús es exaltado y glorificado (cf. Is 49,7-13). Jesús «es nuestra paz» (Ef 2,14).

3. CONDENADO (Lc/23/15).

13 Entonces Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los jefes y al pueblo, 14 y les dijo: Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; pero ya véis que yo, tras haber hecho la investigación delante de vosotros, no encontré en él delito alguno de esos que le acusáis. 15 Ni tampoco Herodes, por lo cual nos lo ha devuelto. Por consiguiente, ya véis que no ha hecho nada que merezca la muerte. 16 Así que le daré un escarmiento y lo pondré en libertad.

La masa ante la cual celebra el proceso Pilato ha aumentado aún más. Pilato ha convocado a los sumos sacerdotes, a los jefes y al pueblo. En un principio estaba la entera asamblea de los sanedritas (y la guardia, 23-1), luego los sumos sacerdotes y el pueblo (2,4), ahora los sumos sacerdotes y los jefes (los ancianos o miembros restantes del sanedrín, descontando sacerdotes y el pueblo -pueblo de Dios-, que hasta ahora estaba del lado de Jesús. El entero pueblo judío tiene que habérselas con Jesús. Se halla ante su gran decisión histórica. Herodes y Pilato se confabulan con los gentiles y el pueblo de Israel para hacer lo que ha prefijado la mano de Dios y su poderoso designio.

Pilato proclama el resultado del proceso. La acusación se compendia en un punto: agitación del pueblo contra el Estado romano. La investigación ha conducido a la conclusión de que la acusación no está justificada. La vista de la causa se ha efectuado ante el pueblo con plena publicidad. Todos podían convencerse de que Pilato no había obrado ilegalmente. La sentencia de Pilato se ve confirmada también por la de Herodes. El veredicto reza así: Jesús no ha cometido ningún delito digno de muerte. La inculpabilidad política de Jesús indica que la causa que sostiene no va contra los intereses del Estado. La sentencia era de importancia fundamental para la Iglesia que se iba propagando en el imperio romano. El Estado romano conoce y reconoce lo inofensivo de la acción y del mensaje de Jesús. El juez conoce los sentimientos y la voluntad de los sumos sacerdotes y de la masa que los sigue. Se declara pronto a hacer una concesión. Antes de dejar en libertad a Jesús, será sometido a la pena de azotes (Mc 15,15). La flagelación se efectúa de una manera bárbara. Se despoja de los vestidos al reo, se lo ata a un poste o a una columna, o se lo tendía en el suelo, y luego era azotado por varios verdugos hasta que estos se cansaban, o colgaba la carne en jirones del cuerpo ensangrentado. Por lo regular acompañaba la flagelación a la crucifixión (Mc 15,15). Pilatos quiere ordenarla como castigo separado (Jn 19,1-5). Lucas evita la palabra «azotar», tampoco habla de la ejecución de este castigo. Tiene consideración con los romanos. Pilato sucumbe a la obstinación de la masa y se lanza así por un camino fatal. Se convierte en instrumento del sanedrín, que quiere acabar con Jesús. El sanedrín tiene mayor culpa que Pilato (Jn 19,11).

17 En cada fiesta tenía que soltarles un preso. 18 Pero ellos comenzaron a gritar todos en masa ¡Fuera con él! ¡Suéltanos a Barrabás! 19 A éste lo habían metido en la cárcel por un motín ocurrido en la ciudad y por un homicidio.

El procurador tenía que libertar un preso en la fiesta de la pascua. Esto se debía, sin duda, a un privilegio que los romanos habían otorgado a los judíos (*). La masa lanza el nombre de Barrabás en medio del proceso. Este hombre había combatido por la independencia, había amotinado al pueblo y en una revuelta había cometido un homicidio. Es culpable precisamente de eso de que los sanedritas acusan a Jesús. Sin embargo se pide la libertad del revoltoso y homicida y se exige que se elimine violentamente a Jesús. Después de la resurrección dirá Pedro a los judíos: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato, mientras éste se inclinaba a dejarlo en libertad. Vosotros, pues, negasteis al santo y al justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino» (/Hch/03/13s). Los marcados contrastes son tremendamente trágicos. El pueblo se decide contra el santo y justo en favor de un revoltoso sin escrúpulos; contra el autor de la vida que guía a la vida, en favor de uno que destruye la vida.
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Se puede discutir la autenticidad del v. 17; seguramente se tomaría de Mc 15,6, y se insertaría aquí para mejor inteligencia del hecho. Diversas indicaciones en el Talmud y en textos jurídicos paralelos confirman este uso transmitido en los Evangelios.
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20 Pilato, deseoso de poner en libertad a Jesús, les dirigió de nuevo la palabra. 21 Pero ellos seguían gritando: ¡Crucifícalo, crucifícalo! 22 Insistió Pilato por tercera vez. ¿Pues qué mal ha hecho éste? Yo no he encontrado en él ningún delito de muerte; así que le daré un escarmiento y lo pondré en libertad.

Desde la acusación de alta traición está la pena de muerte en el trasfondo del proceso, se reclama luego abiertamente (23,18), y al final se determina bajo la forma de crucifixión (23,21). En el derecho romano se consideraba la alta traición como delito capital y se castigaba según los casos con la cruz, con la entrega a las fieras en el circo o con la deportación a una isla. Los miembros dirigentes del consejo supremo de los judíos traman para Jesús la muerte en cruz. Hay que acabar absolutamente con él. El que muere crucificado pierde la vida, la honra, la existencia delante de Dios. La Escritura dice: «Es maldito el que está colgado» (Dt 21,23; cf. Gál 3,13).

Por tercera vez reconoce Pilato la inocencia de Jesús (23,4.13-16.22). Las declaraciones de inculpabilidad van in crescendo: la primera es el resultado de la investigación de Pilato, la segunda es además apoyada por Herodes, la tercera tiene lugar en presencia del rebelde y homicida. Así aparece un hombre que ha perpetrado eso por lo cual es acusado Jesús... ¿Pues qué mal ha hecho éste, Jesús? Ecce homo (Jn 19,5).

Cada vez que Pilato declara la inocencia e inculpabilidad de Jesús se endurece la actitud de la muchedumbre. Los sumos sacerdotes y el pueblo persisten en la resistencia (22,5), el pueblo entero grita (sin interrupción): ¡Crucifícalo! (22,18). Ininterrumpidamente gritan a lo que dice Pilato: ¡Crucifícalo, crucifícalo! Tres veces intenta Pilato ganarlos para su sentencia. Lo remite al tribunal de Herodes (22,7); quiere escarmentarlo (22,16); repite esta cruel solución de compromiso (22,22). No los jueces romanos, sino las multitudes de los judíos, que acusan a Jesús ante su tribunal, son las que empujan a la muerte a Jesús. Lucas no sitúa en el campo visual la débil condescendencia, la deficiencia e injusticia de Pilato, sino la creciente obstinación de los enemigos de Cristo. Ahora se colma la medida de la oposición a Dios. Dando una mirada retrospectiva a la historia del proceder de Dios con su pueblo, saca Esteban la siguiente conclusión en su discurso ante el consejo supremo: «¡Gentes de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre estáis resistiendo al Espíritu Santo. Como vuestros padres, igual vosotros. ¿A quién de entre los profetas no persiguieron vuestros padres? Hasta dieron muerte a los que preanunciaban la venida del Justo, de quien vosotros ahora os habéis hecho traidores y asesinos» (Act 7,51s).

23 Pero ellos insistían, pidiendo a grandes voces que fuera crucificado, y su griterío se hacía cada vez más violento.

Pilato sucumbe ante el griterío fanático de las masas. Los acusadores lo dominaban con su griterío; él sucumbió a sus fanáticas exigencias. Su griterío se impuso. El furioso gritar aparece casi despersonalizado. En este griterío confuso actúa el poder de las tinieblas. Tras la masa del pueblo y sus dirigentes combate el poder de las tinieblas contra el Señor de la gloria (22,53; cf. lCor 2,6ss).

24 Por fin, Pilato decretó que se ejecutara lo que ellos pedían. 25 Puso, pues, en libertad al que ellos reclamaban, al que había sido encarcelado por motín y homicidio, y a Jesús lo entregó al arbitrio de ellos.

Las palabras no contienen una sentencia expresa de muerte del juez Pilato. Indicios no faltan de que tal sentencia fue fallada de hecho. Pilato se sentó en el tribunal para dictar la sentencia (Jn 19,13). La tabla en que se notificaba la culpa indica que Jesús fue condenado por alta traición (23,38). La ejecución de la condena fue llevada a cabo por soldados romanos (23,47). ¿Por que se expresa Lucas de una manera tan velada: «Pilato lo entregó al arbitrio de ellos»? La voluntad de los judíos que estaban ante el tribunal de Pilato era que Jesús fuera crucificado. Pedro declara en su primer sermón el día de pentecostés: «Hombres de Israel, oíd estas palabras: a Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y señales que por él realizó Dios entre vosotros, como bien sabéis; a éste, entregado según el plan definido y el previo designio de Dios, vosotros, crucificándolo por manos de paganos, lo quitasteis de en medio» (Act 2,22s) (Cf. también Hch 2,36; 3,15; 5,30; 7,52; 13,27s; 1Ts 2,14ss). La culpa más profunda de la crucifixión de Jesús recae sobre los dirigentes judíos y el pueblo de Jerusalén, que con su griterío se prestó como instrumento al odio de aquéllos. No se puede hablar de culpa colectiva de todos los judíos. En la parábola de los viñadores malvados patentiza Jesús la culpa de los escribas y pontífices en su muerte (20,16.19). A los habitantes de Jerusalén se predice la destrucción de su ciudad, porque ésta no ha aceptado y reconocido la misericordiosa visita de Dios por medio de Jesús (19,43ss). La voluntad de los judíos que estaban delante de Pilato era que Jesús fuera crucificado. El procurador romano entrega a Jesús. Había hecho todo lo imaginable por establecer la inculpabilidad política de Jesús. La masa de pueblo judía, bajo la guía de los sanedritas, lo forzó con todos los medios a condescender. Pilato queda en gran manera descargado. Al evangelista, al hacer su exposición, no le interesa precisamente investigar la culpa por la ejecución de Jesús y repartirla equitativamente. Para la misión de la Iglesia era más importante poner a plena luz el testimonio del juez romano, a saber, que Jesús y su causa no son sospechosos políticamente ni peligrosos para el Estado. El Estado romano no tiene motivo alguno para perseguir a la Iglesia, puesto que por razón de su fundador no tiene veleidades ni aspiraciones de influencia política. Las autoridades romanas no deben dejarse influenciar y engañar por las calumnias judías contra los apóstoles de Cristo, propaladas por todas las ciudades del imperio romano, ni deben dar crédito a tales patrañas.

Para la Iglesia es siempre el proceso de Jesús un documento que le muestra cómo debe comportarse frente al Estado. Es también un documento por el que puede ver el Estado cómo ha de entender debidamente a la Iglesia. Lo que experimentó Jesús ante el tribunal de Pilato levanta los ánimos de la Iglesia cuando ésta se ve tratada por los poderosos y jueces de la tierra como Jesús fue tratado por Pilato. Para no implicarse en dificultades políticas se entrega a Jesús, como más tarde los procuradores romanos Félix y Festo estarán a punto de sacrificar a Pablo, entregándolo a sus fanáticos adversarios (Act 24, 25ss; 25,9). El tiempo de la Iglesia es esencialmente tiempo de pasión, cuyos aprietos y tentaciones sólo cesarán cuando venga el Hijo del hombre. El Señor conforta a su Iglesia, porque él fue el primero en experimentar el destino de ser condenado por alta traición y como causante de desórdenes, mientras que se dio libertad al verdadero reo de alta traición y homicida.

La resolución de condenarle a muerte, adoptada por los sanedritas, puede realizarse. La historia de cómo se realizó comenzó con la promesa de entregárselo hecha por Judas. Termina con las palabras «y a Jesús lo entregó (Pilato) al arbitrio de ellos». La palabra «entregar» caracteriza no sólo al principio y al fin del proceso de Jesús, sino a la pasión entera; según las actas judías de procesos y de martirios, se entrega al mártir en manos de los que han de atormentarlo y matarlo (Cf. también Hch 21,11; 28,17). La palabra «entregar» expresa, juntamente con el acontecimiento histórico, también su interpretación. La entrega no es sólo obra de hombres, sino en último término obra de Dios. El Señor lo entregó por nuestros pecados (Is 53,12). En la entrega de Jesús a la voluntad de los judíos se cumplió la propia voluntad de Dios revelada en la Escritura (24,26s) (Hch 2,23; 3,18; 13,27; 26,23). En el martirio no sólo se desencadena poder humano; se trata también de un drama salvífico divino.

IV. LA MUERTE DE JESÚS (23,26-56).

El camino de Jesús hacia la muerte y su muerte misma se presentan de tal modo que Jesús aparece ante la Iglesia como mártir. En el martirio se da conocimiento a la misión y la vida de Jesús. El triunfo del martirio se manifiesta ya antes de que Jesús haya expirado. La Iglesia perseguida experimenta con Jesús el poder en la impotencia de la muerte en el martirio.

1. VÍA DOLOROSA (Lc/23/26-32).

26 Cuando lo conducían, echaron mano de un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús.

Por lo regular, la sentencia se ejecutaba inmediatamente después de su promulgación. De la ejecución se encargaba la guardia del procurador cuando imponía Pilato un castigo militar. Lo conducían. Lucas no hace mención de los soldados romanos. Tampoco contó cómo se habían burlado de Jesús (Mc 15,16s). No son los romanos los que cargan con la culpa de los tormentos y de la ejecución de Jesús, por lo menos no cargan con la culpa principal (Jn 19,11). El camino del palacio de Herodes hasta el lugar de la ejecución fuera de las murallas de la ciudad (Mt 28,11; Jn 19,20) era de unos 300 metros. Pasaba por calles animadas, pues la pena de crucifixión debía servir de escarmiento. Jesús llevaba, como era corriente, el palo transversal de la cruz. El palo largo, el madero vertical, lo aguardaba, clavado en tierra, en el lugar de la ejecución. El evangelista no habla de todo lo que estaba implicado en este sencillo «lo conducían». Sólo pone de relieve lo que sirve para animar a los mártires cristianos.

En el camino echan mano de Simón de Cirene para que lleve la cruz de Jesús. Lucas elige un término civil en lugar del militar empleado por Marcos (15,21): «lo obligaron». Las tropas romanas de ocupación tienen derecho a enrolar a cualquiera para servicios públicos. Lucas tiene consideración con los romanos; la ejecución de Jesús no aparece como obra de los soldados romanos. Simón vuelve del campo, de su terreno que había comprado quizá para cavar un sepulcro. Era judío de la diáspora, que venía de Cirene -quizá para prepararse para la vida futura en la proximidad del templo; se creía, en efecto, que la resurrección de los muertos comenzaría en el monte de Sión. Simón lleva la cruz detrás de Jesús; con ello cumple lo que exige Jesús a sus discípulos: «El que quiere venir en pos de mí (ser mi discípulo), niéguese a sí mismo, cargue cada día con su cruz y sígame» (9,23). «Quien no lleve su cruz y viene tras de mí, no puede ser mi discípulo» (14,27). El sentido del martirio cristiano consiste en llevar cada uno su propia cruz juntamente con Cristo que lleva la cruz. También la cruz cotidiana, impuesta por la vida cristiana con los imperativos del día -la Iglesia es Iglesia perseguida- forma parte del llevar la cruz de Jesús.

27 Una gran muchedumbre de pueblo lo seguía, y también mujeres, las cuales iban llorando y lamentándose por él. 28 Vuelto Jesús hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad, más bien, por vosotras y por vuestros hijos. 29 Porque se acercan días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles! ¡Bienaventurados los senos que no engendraron y los pechos que no criaron! 30 Entonces se pondrán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Sepultadnos. 31 Porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué no se hará con el seco?

El «pueblo», el pueblo de Dios, vuelve a aparecer aquí, y también las mujeres que en los entierros judíos suelen encargarse de las lamentaciones por el difunto (8,52). El círculo de las plañideras y de los que se lamentan se amplía hasta convertirse en un duelo del pueblo, cuando se trata de la muerte de personalidades destacadas. Los judíos no permiten que se hagan lamentaciones en público por los que mueren en el patíbulo (Dt 21,22s). Jesús, sin embargo, es objeto de tales lamentaciones -las mujeres se golpeaban el pecho y lloraban- en el camino hacia el lugar de la ejecución. A él se le hacen como a maestro, profeta y rey de su pueblo. Las mujeres que se lamentan dan un testimonio valeroso de que Jesús no era un criminal. Hombres temerosos de Dios guardaron también gran luto por el mártir Esteban (Act 8,2).

A las mujeres que se lamentan habla Jesús como profeta, lleno de soberanía y de grandeza. Sus palabras están revestidas del lenguaje de los profetas de infortunio: «Hijas de Jerusalén» (Is 3,16), «Se acercan días» (Am 4,2), «Dirán a los montes: Caed sobre nosotros...» (Os 10,8). Jesús había actuado como profeta, y como profeta lleva a término su obra. Por parte de la ciudad que asesina a los profetas, sufre ahora el destino de muerte de todos los profetas (13,34). Jesús es fiel hasta el fin. La constancia y perseverancia es su grandeza, y también la grandeza de los cristianos, porque el tiempo de la Iglesia es tiempo de persecución (21,19).

El camino, la marcha de Jesús hacia la muerte es más que una lamentable catástrofe personal. No lloréis por mí. Su ejecución atrae sobre Jerusalén el castigo de Dios. Llorad por vosotras y por vuestros hijos. La ciudad, que en todo tiempo resistió a los profetas y les dio muerte, que con lo que ahora sucede colma la medida del empedernimiento, esta ciudad recibirá su castigo (11,50s; 13,34s; 19,11-27.41-44; 20,9-19; 21,20-24). Le sobrevendrán cosas intolerables. Lo que regularmente es la mayor felicidad, se convertirá en infortunio. Entonces se felicitará a las madres que no tengan hijos. La vida será tan insoportable que será preferida la muerte. El juicio y castigo de Jerusalén es el remate de una historia milenaria de infidelidad y rebeldía contra Dios. Es al mismo tiempo modelo y símbolo del juicio universal sobre todo lo malo, sobre todos los repudios de las ofertas de gracia hechas por Dios y sobre todos los poderes hostiles a Dios.

Jesús piensa, más que en su desgracia, en la triste suerte de Jerusalén y de sus habitantes. Llorad por vosotras y por vuestros hijos. Su palabra profética exhorta a la conversión y a la penitencia. La vista de la ciudad (19,41) y el contacto con sus habitantes, que tienen buenos sentimientos para con él, le impele a revelar el fin de esta ciudad y el amor que le tiene. Su camino a la cruz realiza todos los planes de Dios. Con la lamentación sobre Jerusalén entra él en la ciudad de su muerte y de su repudio y reprobación; en presencia de las mujeres que se lamentan y que deben llorar por la ciudad, la abandona para sufrir la muerte que ella le tiene preparada. No ha reconocido Jerusalén lo que había de proporcionarle la paz.

Lo grave de la hora se dibuja en la marcha misma de Jesús hacia la muerte. El juicio comienza por él, el Justo. Él es el Siervo de Dios, que en forma vicaria sufre por los muchos, pero con ello no queda sin vigor la sentencia sobre aquellos por quienes él sufre. Lo que sucede con Jesús es advertencia y llamamiento a la conversión.

Si el juicio de Dios le alcanza en forma tan dura a él, el inocente, ¿qué sucederá a aquellos que no carecen de culpa? Jesús se sirve de un proverbio: «Si el fuego ataca al leño verde, ¿qué han de hacer los que están secos?» El mártir que expía por los otros quiere sacudir los ánimos. De la Iglesia de los mártires dice Pedro: «Porque es ya el tiempo de que comience el juicio por la casa de Dios. Y si empieza por nosotros, ¿cuál será el final de los que se rebelan contra el Evangelio de Dios? Y si el justo a duras penas se salva, ¿dónde podrá presentarse el impío y pecador?» (/1P/04/17s).

32 Llevaban también a otros dos, que eran malhechores, para ejecutarlos con él.

Los romanos solían practicar a la vez diversas ejecuciones, cosa que no hubiera sido posible según la ley judía. Según Marcos, parece que los dos «malhechores» habían sido combatientes por la independencia; según Lucas no son criminales políticos, sino sencillamente malhechores, pecadores. Jesús es computado entre los criminales y los pecadores. En él se cumple lo que él mismo había dicho a sus discípulos antes de marchar al huerto de los Olivos, y lo que la Escritura había anunciado anticipadamente como su suerte fijada por Dios (22,37; Is 53,12). Jesús se encuadra entre los malhechores y carga con su castigo, como expiación per ellos. Los criminales están «con él», son sus discípulos...

2. EN EL CALVARIO (23,33-43).

a) Crucificado (Lc/23/33-34)

33 Cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, lo crucificaron allí a él y a los malhechores: uno a la derecha y otro a la izquierda. 34 Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Luego se repartieron sus vestidos echando suertes.

El lugar del suplicio lleva el nombre de Calvario, lugar de la Calavera; así se traduce el nombre hebreo de Gólgota (Jn 19,17). Este nombre caracteriza el lugar, con la designación de «cabeza» (en árabe ra's), frecuente en Oriente, como un altozano que sobresale ligeramente (un cabezo). Jesús lleva a término su misión en el patíbulo y allí la consuma. «Despreciado, desecho de los hombres» (Is 53,3).

:Allí lo crucificaron. Sobre la colina se hallaban algunos postes que llevaban en medio una tabla que sirviera de asiento, y arriba, sobre el sitio de la cabeza, una muesca para el palo transversal. Las manos de Jesús fueron clavadas en este palo (24,39; Jn 20,25). Este se elevó con su carga sobre el poste; luego se sujetaron el palo y los pies. La antigüedad sintió y calificó la muerte en cruz como «la más cruel y terrible de las penas de muerte» (Cicerón), como «la muerte más luctuosa de todas» (Flavio Josefo), como la «pena de muerte propia de esclavos» (Tácito). La cruz coloca a Jesús entre los criminales más infames. El que había entrado en Jerusalén como príncipe de la paz, termina en el patíbulo fuera de la ciudad de la paz, como perturbador del orden y de la paz. Es crucificado como el criminal más vulgar entre dos criminales. Precisamente por el hecho de ser Jesús computado entre los criminales en su calidad de mártir y Siervo de Dios, surge una esperanza luminosa: «Por eso yo le daré por parte suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por botín; por haberse entregado a la muerte y haber sido contado entre los pecadores» (Is 53,12). La imagen de Cristo levanta los ánimos de los cristianos cuando también ellos son ejecutados como criminales por el nombre de Jesús.

Jesús ruega por sus enemigos y por los que lo atormentan (*). Los tormentos y la injusticia no pueden retraerlo del amor. En su derrota sale victorioso. Lo que enseñó, lo vive. Él mismo predicó el amor a los enemigos: ahora él también ora por sus enemigos, como lo había exigido (6,35). Se mantiene fiel a su palabra, aun en las horas tenebrosas. Trata de hacer entrar dentro de sí a Judas en el momento mismo en que lo entrega; sana la oreja del criado herido, que había acudido para participar en su captura; ora por sus enemigos mientras lo crucifican. El Crucificado es la ilustración de la predicación de Jesús, arquetipo de vida cristiana, de oración y de sufrimiento. «Para esto fuisteis llamados. Porque también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (lPe 2,21).

Con su oración se constituye Jesús en abogado y sumo sacerdote (Heb 7,25; lJn 2,1) por sus «traidores y asesinos» (Act 7,52). Para obtener lo que va a implorar pone Jesús en juego toda la intimidad que lo une con Dios y a Dios con él, y que se expresa con la palabra Padre (abba, más bien «papá»). Además, excusa todavía lo que están haciendo los que lo atormentan y los que los apoyan, sus adversarios entre los judíos. «No saben lo que hacen.» Con esto no se niega la culpa. Si no hubiese habido culpa, habría estado de sobra la intercesión de Jesús. El proceso ha demostrado que sus adversarios no han escatimado mentiras ni odios, obstinación y presión sobre el juez, con objeto de lograr su intento. Pero ¿tienen plena conciencia de lo que significa su suplicio? Están crucificando a Cristo, al Hijo de Dios, al Hijo del hombre (22,66ss). Conocemos las palabras de Pedro, que censuró a los judíos de Jerusalén primeramente con estas palabras: Vosotros «disteis muerte al autor de la vida», pero inmediatamente añade: «Ahora bien, hermanos, yo sé que obrasteis por ignorancia, como asimismo vuestros jefes» (Act 3,15.17). Pablo concuerda con él en el discurso que pronunció ante los judíos en Antioquía de Pisidia: «Porque los habitantes de Jerusalén y sus jefes, al condenarlo, cumplieron, sin saberlo, las palabras de los profetas que se leen cada sábado» (Act 13,27). Tampoco Pedro y Pablo absolvieron a los judíos de toda culpa; en efecto, la ignorancia y el no reconocer no se limitan a la esfera del conocimiento, sino que tienen también que ver con la decisión de la voluntad. «EI no reconocer no es simplemente no estar uno orientado, lo cual, en cuanto tal, se puede excusar, sino que es también un delito sujeto a la ira de Dios y tiene necesidad de perdón.» Sin embargo, sólo después de la resurrección de Jesús es inexcusable el no haber creído en su mesianidad. Hasta entonces no tomó Dios en cuenta los «tiempos de la ignorancia», no los castigó como correspondía; ahora, después de la resurrección, se produce una mutación (Act 17,30). La oración del perdón y del amor a los enemigos ilumina los tiempos de persecución de la Iglesia. El protomártir Esteban, bajo las pedradas mortíferas, cae de rodillas y clama con fuerte voz: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Act 7,60). Se dirige al Cristo glorificado, al que Dios ha transmitido el poder de juzgar, y ora con su espíritu. Jesús es modelo y fortaleza de los mártires.

Jesús deja muy atrás a los mártires judíos. Sus figuras son veneradas. No puede uno menos de conmoverse al leer el martirio de los hermanos Macabeos y de su heroica madre (2Mac 7). ¿Cómo se comportan con sus enemigos? Amenazan al rey que los manda atormentar: «Pero tú no creas que quedarás impune por haber osado luchar contra Dios» (2Mac 7,19). Insultan a sus enemigos, los escarnecen y excitan su furor, los anatematizan y les anuncian terribles castigos (4Mac 9,15). Jesús perdona, excusa, ora por el perdón de sus adversarios.

Los judíos aguardan de los ajusticiados una confesión de culpabilidad. El ladrón arrepentido hizo tal confesión (23,41). Jesús es el Santo y Justo, pero carga con la culpa de todos, y ora por ellos, particularmente y en primer lugar por los que se han desmandado contra él. Antes de morir cumple toda justicia, la justicia que él mismo exigía; porque es misericordioso como es misericordioso el Padre que está en los cielos (cf. 6,36). Los vestidos y los pocos efectos de los ajusticiados, que eran crucificados desnudos, pertenecen a los verdugos. Para decidir lo que corresponde a cada uno, se echan suertes. El sorteo de las vestiduras de Jesús se refiere con las palabras del Salmo 22(21),19. El designio y plan salvífico de Dios quiere que Jesús muera en la mayor pobreza y deshonra. En el camino hacia su «elevación» habló Jesús con frecuencia e insistentemente de la pobreza y del hacerse pobre; ahora se le quita todo lo que posee, y el lo da de buena gana, porque así lo quiere Dios. Cuando entró Jesús en este mundo fue envuelto en pañales por María; antes de salir de la vida, son repartidos sus vestidos.

Todo lo que tenía se le ha quitado: la libertad con la crucifixión; la honra, al ser contado entre los criminales; los vestidos, como derecho de sus verdugos. Todo lo entregó para hacer bien a los que le odian. Sólo una cosa le ha quedado: el Padre, abba. Él quiere enriquecer a los pobres, como lo anuncia el Salmo de pasión que acaba de insinuarse: «De ti parten mis loores en la gran asamblea, ante los que te temen cumpliré yo mis promesas. Los pobres comerán hasta saciarse, los que buscan al Señor le alabarán: su corazón ha de vivir para siempre. Recordarán y volverán hacia el Señor todos los confines de la tierra: ante él se postrarán las familias todas de las gentes.

El reino es del Señor y él es el que domina en las naciones. Sólo a él han de adorar los satisfechos de la tierra, ante él se inclinarán los que bajan al polvo... Su descendencia ha de servirle, del Señor se cantará por las generaciones. A medida que vengan, dirán de su justicia, a las gentes que nazcan, lo que ha hecho» (Sal 22[21l,26-31).
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El v. 34 falta en toda una serie de antiguos e importantes manuscritos. La palabra parece haber resultado molesta para la polémica contra los judíos y su culpa en la muerte de Jesús (cf. 22,43s).
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b) Escarnecido (Lc/23/35-38)

35 El pueblo estaba allí mirando. Y también los jefes arrugaban la nariz, diciendo: Ha salvado a otros; pues que se salve a sí mismo, si él es el ungido de Dios, el elegido.

Se hace distinción entre el pueblo (pueblo de Dios) y sus jefes. El pueblo se ha quedado allí y está mirando. El pueblo lo había escuchado en el templo, nunca aparece activo en el proceso; ahora está otra vez presente. También el pueblo arrugaba la nariz, como los jefes. Lo que ve y experimenta bajo la cruz es superior a él. La muerte en cruz de Jesús es la gran prueba de la fe, que constantemente se debe intentar superar. ¿Puede este crucificado ser el salvador, el Mesías, si él mismo no se puede salvar? El pueblo no dice nada ni participa activamente en las burlas de Jesús, pero interiormente no acaba de vencer el escándalo que le ocasiona la muerte en cruz del Mesías. ¿No intervendrá Dios cuando se ve aniquilado su ungido, su elegido, cuando perece el mártir miserablemente? Los jefes del pueblo «arrugan la nariz», tuercen los labios, desprecian a Jesús y se creen legitimados para ello. Las mofas compendian lo que está contenido en los títulos de Jesús: salvador, ungido de Dios y Mesías (9,35), elegido, siervo de Dios (9,35; Is 42,1) e Hijo de Dios. Si Jesús es todo eso que dicen estos títulos y tiene el poder que en ellos se expresa, ahora es cuando tiene que demostrar este poder y salvarse... Con semejante tentación comenzó su obra (4,3), la misma se le ofrece en Nazaret, su ciudad paterna (4,23); la misma concluye también su camino por la tierra y se le plantea como objeto de decisión antes de ser glorificado. Que la impotencia haya de demostrar el poder de Jesús, es cosa que no se puede comprender. Este hecho paradójico sólo se comprende por la Escritura, y resuena en las palabras de la Escritura: «arrugan la nariz». «Pero yo soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desprecio del pueblo. Búrlanse de mí cuantos me ven, tuercen los labios y mueven la cabeza» (Sal 22 [21],8)

36 También se burlaban de él los soldados, que se acercaban para ofrecerle vinagre 37 y le decían: Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. 38 Había también sobre él una inscripción: Éste es el rey de los judíos.

También los soldados romanos -hasta aquí no ha hablado nunca de ellos el evangelista- se burlan de Jesús. Ofrecen vinagre al sediento. Aquí resuena en lontananza el Salmo: «En mi sed me abrevaron con vinagre» (Sal 69 [68], 22). Jesús se ve atormentado en su angustia.

El título de rey de los judíos ocupaba el centro del proceso. Este título es la culpa de Jesús. ¿Qué clase de rey es éste? Impotente y colgado de la cruz, un auténtico rey de los judíos, sometidos a los romanos. El rey de los judíos no puede salvarse: menos podrá salvar a su pueblo. El Mesías rey crucificado es escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (lCor 1,23).

Cuando los delincuentes se dirigen al lugar del suplicio, llevan colgada al cuello una tabla b]anca o se lleva ésta delante de ellos. En la tabla va escrita la culpa con grandes letras negras o rojas. También la inscripción en la tabla que se clavará sobre la cruz servirá para ridiculizar la realeza de Jesús. Ahí está éste, el crucificado... el rey de los judíos... Pilato y los soldados se burlan de Jesús como el sanedrín se burla de los judíos. Judíos y gentiles se confabulan para ridiculizar la realeza de Jesús. Las mofas contra Jesús alcanzan también a su Iglesia, a su pueblo, a sus testigos y mártires.

c) El ladrón arrepentido (Lc/23/39-43)

39 Uno de los malhechores crucificados lo insultaba ¿No eres tú el ungido? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros. 40 Pero, respondiendo el otro, lo reprendía y le decía: ¿Ni siquiera tú temes a Dios, tú que estás en el mismo suplicio? 41 Para nosotros, al fin y al cabo, esto es de justicia; pues estamos recibiendo lo merecido por nuestras fechorías. Pero éste nada malo ha hecho. 42 y añadía: ¡Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino! 43 Él le contestó: Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.

«En aquella noche (de la venida del Señor), dos estarán a la misma mesa: el uno será tomado, y el otro dejado» (17,34). Junto a la cruz de Jesús se diseña ya esta hora final. Los dos ladrones, que estaban crucificados con Jesús penden de la cruz como él -junto con Jesús-, y sin embargo es muy diferente el desenlace de su vida. Ambos están con él, pero uno sólo exteriormente, el otro también interiormente, con la fe. Ni siquiera el estar con él aprovecha, si falta la decisión personal en su favor (13,26s).

El uno toma parte en las burlas. Si Jesús fuese el Cristo, el ungido de Dios, el Mesías, se salvaría y salvaría a sus dos compañeros de suplicio. Exige que Jesús aporte la prueba de su mesianidad mediante la salvación. Sus palabras son una blasfemia, puesto que hacen befa de los planes salvíficos de Dios, que se realizan en Jesús. El otro malhechor sigue el camino de la fe, que comienza con el temor y veneración de Dios, se somete aI designio y a la sabiduría de Dios, en la que cree, y reconoce también al Crucificado como al Mesías. El que se convierte, reconoce su culpa y la justicia del castigo con que Dios lo visita. El ladrón arrepentido considera su crucifixión como castigo que ha merecido con sus fechorías. Llega a reconocer su culpa gracias a la mirada de Jesús, del que está convencido de que pende de la cruz injustamente. A él se le perdonan los pecados, porque da gloria a Dios, renuncia a justificarse, muriendo reconoce por justo el juicio de Dios, y acepta la muerte con obediencia a la voluntad de Dios y como compañero de Jesús.

Una penitencia y conversión constructiva suponen la confianza y seguridad de que Dios está dispuesto a perdonar. El ladrón arrepentido cifra su esperanza en Jesús. En el ve al salvador. Cree que el Padre da el reino a Jesús (*), porque sigue este camino de la cruz (22,29s). Jesús da el reino a los que hacen suyo su camino (22,29). El ladrón pone su destino futuro en manos de Jesús. En el Antiguo Testamento, quien se halla en grave aprieto y tentación invoca a Dios para que se acuerde de su acción salvífica, de su alianza que él otorga, de los patriarcas, a los que había hecho sus promesas (Gén 9,15; Ex 2,24; Sal 104,8; 110,5, etc.). El ladrón ora a Jesús pidiéndole que se acuerde de él. La súplica del ladrón es acogida por Jesús. El hoy con la promesa de salvación empieza en aquel mismo instante. Jesús, después de su muerte, penetra en el paraíso; el Padre le otorga el reino, el poder y la gloria (el banquete de 22,30). El ladrón arrepentido está con él. Dios otorga el paraíso a Jesús, y él lo da a los suyos. La promesa hecha al ladrón creyente y convertido sienta las bases de la participación en el paraíso de Jesús. Estar con él es el paraíso mismo. Esteban exclamará: «Señor Jesús, acoge mi espíritu» (Act 5,59), y Pablo: «Aspiro a irme y estar con Cristo» (Flp 1,23; cf. lTes 4,17).

Jesús es hasta la muerte el libertador y salvador de los pecadores. Como en casa del fariseo salió en defensa de la pecadora, ahora, cuando se promete al ladrón la salvación en la última hora, halla remate y coronamiento lo que Jesús contó en las parábolas (oveja perdida, hijo pródigo, dracma perdida), así como la bondadosa acogida que dispensó al jefe de los publicanos, Zaqueo. Lo más hondo de la misericordia divina se revela en la cruz de Cristo, que da la vida en forma vicaria por los muchos. En los relatos de martirios del judaísmo tardío se repite con frecuencia la observación de que un pagano convertido que participa en la suerte del mártir, recibe también participación en la recompensa del mártir. Jesús es Siervo de Dios y mártir.
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En lugar de las palabras «Cuando llegues a tu reino», se dan también otras lecciones «Cuando llegues (a reinar) en la gloria del rey», y «El día de tu salvación». Con el pensar de Lucas concuerda mejor que ninguna otra la variante que hemos adoptado en nuestra versión, pues Lucas considera el reino como realidad celestial. El paraíso o el mundo venidero es concebido en la teología rabínica como un lugar supraterrestre (4Esd 7,11).
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3. MUERE JESÚS (Lc/23/44-49) 

a) Señales divinas (23,44-45).

44 Era ya alrededor de la hora sexta, cuando quedó en tinieblas toda aquella tierra hasta la hora nona, 45 por haberse eclipsado el sol. Y el velo del templo se rasgó por medio.

El historiador Lucas, que quiere dar cifras exactas (3,23), opina que los datos tradicionales son imprecisos. La hora sexta es al mediodía, la hora nona es a las tres de la tarde. Durante estas tres horas quedó toda la tierra en tinieblas. Lucas trata de explicar esto: por haberse eclipsado el sol (*). Dios interviene en el acontecer del mundo. La muerte de Jesús es un acontecimiento que afecta a toda la tierra, a los hombres y al cosmos de los cuerpos celestes. Como el acontecimiento final de la venida del Hijo del hombre irá precedido de trastornos cósmicos, así también al morir Jesús muestra su participación el cosmos, representado por el sol, con su brillo y su fuerza vivificadora y ordenadora. Cuando Dios oscurezca el sol, será esto señal del juicio que se aproxima. También Jesús recuerda el juicio venidero a las mujeres que lloran y se lamentan (23,27S). En la muerte de Jesús quiere Dios inducir al mundo a la conversión (**).

El lugar santísimo, el sancta sanctorum del templo, estaba separado y dividido del santuario, del lugar santo, por un velo. Sólo una vez al año podía entrar allí el sumo sacerdote cuando celebraba el rito propio del día de la expiación. Por intervención de Dios, el velo del templo se rasga a la muerte de Jesús; el acceso al lugar santísimo, que estaba guardado, se abre, el lugar de la manifestación de Dios en el Antiguo Testamento queda profanado y Dios lo abandona; cesan el antiguo templo y sus instituciones. El mundo antiguo y la antigua economía de salvación desaparecen con la muerte de Jesús; surge una nueva economía de la salud y un nuevo orden del mundo.
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Hay manuscritos en que se lee, como en nuestro texto: «Por haberse eclipsado el sol», en lugar de la lección más corriente: «El sol se oscureció», o «dejó de brillar»; se trataba de prevenir el reparo hecho con frecuencia de que las tinieblas no podían deberse a un eclipse natural de sol.
** Según otra explicación, la creación de Dios se cubre de luto. Con frecuencia se tienen por legendarias aquellas tinieblas; también en este caso se da como explicación que se trataba de grabar la importancia salvífica de la muerte de Jesús, que la muerte de Jesús tiene dimensiones escatológicas y cósmicas.
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b) La muerte (23,46).

46 Entonces Jesús, clamando con voz potente, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró.

Quizá no sea completamente extraordinario el que algunas personas griten todavía fuerte inmediatamente antes de morir. En todo caso, los crucificados se acaban tras lento agotamiento y pérdida de la conciencia. La «voz potente» de Jesús en la cruz da qué pensar. ¿Es señal de que hasta el último momento tiene Jesús a su disposición una fuerza sobrehumana, de que entrega su vida voluntariamente? (Jn 10,17s).

Jesús concluye su vida con una oración. Jesús ora cuando en su vida se encuentran la muerte y la glorificación: en el bautismo (3,21), en la transfiguración (9,28), ahora, en el momento en que por la muerte va a entrar en la gloria. Las palabras de su oración las toma del gran libro de oraciones dado por Dios a su pueblo: los Salmos (Sal 30[31],6). Como siempre, introduce también estas palabras del Salmo con la invocación Padre (abba). El perseguido sin culpa confía su vida al poder de Dios, al amor del Padre. Jesús entrega al Padre el espíritu, que es portador de vida; se lo entrega totalmente. Éste pasa a la esfera de poder y de propiedad del Padre. Dios es un Dios fiel, de fiar, Padre; en sus manos y en su bondad paterna está bien asegurada su alma. Él no la pierde, sino que quiere guardarla y salvarla. Jesús acaba su vida con entrega, obediencia y confianza. Al poner Jesús su vida en manos de Dios, alaba a Dios como a quien se la ha dado y de quien de nuevo la ha de recìbir.

Los judíos recitan estas palabras como oración vespertina. A las tres de la tarde anuncian las trompetas del templo la hora de la oración vespertina. El Crucificado del Calvario la pronuncia con su pueblo. La dice con voz potente, como lo exigía la usanza piadosa. Probablemente pronunciaría Jesús esta oración vespertina desde los días de su infancia. La oración de la infancia es su oración de la muerte.

La primera palabra de la revelación de sí mismo y de la revelación de Dios fue una palabra acerca del Padre: «¿No sabíais que tenía que estar en la casa de mi Padre?» (2,49). La última palabra que pronuncia hace de nuevo mención del Padre, en cuyas manos encomienda su espíritu, porque él tiene que estar con el Padre.

El mártir san Esteban abandona este mundo con las palabras: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Act 7,59). La oración a Dios, al Padre, se ha convertido en él en una oración a Jesús. El Padre ha dado a Jesús todo poder. En él está la salvación. El mártir Esteban muere imitando al Señor maestro del martirio. Pedro escribe a los cristianos: «Que ninguno de vosotros tenga que sufrir por criminal, o por ladrón, o por malhechor, o por entrometido. Pero si es por cristiano, no se avergüence, sino dé gloria a Dios por este nombre... Así pues, también los que sufren según la voluntad de Dios, pónganse en manos del Creador fiel, practicando el bien» (lPe 4,15-19).

Después de la oración exhala Jesús el espíritu: muere. La fuerza vital abandona al cuerpo en la muerte. El yo propiamente dicho, el alma, sobrevive a la muerte. Las almas de los justos son guardadas por Dios en el paraíso para el día de la resurrección (23,43) (Cf. Mt 27,50; Jn 19,30).

c) Manifestación de la gloria (Lc/23/47-49).

47 Cuando el centurión vio lo sucedido, glorificaba a Dios, diciendo: Realmente, este hombre era un justo.

El centurión o capitán de la guardia que custodiaba a Jesús fue testigo del gran drama que se desarrollaba en el Calvario. Gritos de rabia y de dolor de las desgraciadas víctimas, maldiciones y explosiones de su desesperación dan un aspecto horroroso a la ejecución de la pena de la crucifixión. Jesús no maldice a sus verdugos, sino que pide perdón por ellos, no se desespera, sino que se encomienda confiadamente al Dios Padre, no maldice a los que se le burlan, sino que calla. Lo que aquí sucede supera las fuerzas humanas. El centurión está convencido de que aquí está actuando Dios. En Jesús obra Dios: el centurión glorifica a Dios. Cuando nació Jesús, glorificaron a Dios los pastores (2,20). El pueblo lo glorifica cuando Jesús se muestra poderoso en obras y en palabras (13,13; 17,15; 18,43). Al final de su vida se une también a este coro de glorificación de Dios la voz del centurión pagano. Se ha cumplido lo que a la entrada de Jesús en este mundo, como también a su entrada en Jerusalén, es proclamado por ángeles y hombres: Gloria a Dios en las alturas (2,14; 19,38). Dios se glorifica en Jesús. En su vida, en su acción y en su muerte se manifiesta el «Dios de la gloria» (Act 6,2), su omnipotencia y grandeza, su santidad y sabiduría.

El drama del Calvario demuestra al centurión que Jesús es inocente. Es un justo. Así lo llamó también la mujer de Pilato (Mt 27,19); de ello estaba convencido Pilato cuando decía: «Soy inocente de la sangre de este justo» (Mt 27,24). La antigua Iglesia percibió en estas palabras del centurión más que un testimonio de inculpabilidad; para ella, «el Justo» era un título del Mesías. Pablo recibe este encargo: «El Dios de nuestros padres te ha designado de antemano para conocer su voluntad, y ver al justo, y oír la palabra de su boca, porque le serás testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído» (Act 22,14s). Los profetas anunciaron la venida del Justo (Act 7,51s). Jeremías dice: «He aquí que vienen días en que yo suscitaré a David un vástago de justicia, que, como verdadero rey, reinará prudentemente, y hará derecho y justicia en la tierra» (Jer 23,5). El distintivo del tiempo mesiánico es la justicia. Es el Mesías quien cumple perfectamente la voluntad de Dios. Es el santo y justo (Act 3,13). La vista del Crucificado no retrae de la confesión del Mesías, sino que lleva a ella.

La confesión del centurión pagano es una acusación contra los judíos que no creyeron a Jesús. Esteban formula este reproche: «¡Gentes de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre estáis resistiendo al Espíritu Santo. Como vuestros padres, igual vosotros. ¿A quién de entre los profetas no persiguieron vuestros padres? Hasta dieron muerte a los que preanunciaban la venida del Justo, de quien vosotros ahora os habéis hecho traidores y asesinos» (Act 7,51s).

La muerte del mártir salva al que es condenado con él y hasta a su mismo verdugo. Los Hechos de los apóstoles asociaron muy estrechamente el nombre de Esteban y el de Saulo, «que estaba de acuerdo con aquella muerte» (Act 8,1). Ante el sanedrín se presentan contra Esteban iguales testigos falsos con igual acusación (Act 6,14) que en el proceso contra el Señor (Mc 14,56s). Palabras acerca de la gloria del Hijo del hombre se hallan en el relato de la pasión de los sinópticos (Mc 14,62s) igualmente que en el martirio de san Esteban (Act 7,55s). Esteban es arrojado fuera de la ciudad (Act 7,58), como el Señor y con el los creyentes (Mt 21,39; Lc 20,15; Jn 19,17; Heb 13,12s). En los mártires está viva la fuerza del martirio de Jesús, la gloria de Dios.

48 Y toda la multitud que se había reunido allí ante aquel espectáculo, al ver las cosas que habían pasado, regresaba golpeándose el pecho. 49 Todos sus conocidos y algunas mujeres que lo habían seguido desde Galilea estaban allí, mirando estas cosas desde lejos.

El martirio es un espectáculo. El relato está influido por el estilo de los relatos de martirios: «La multitud de la ciudad afluyó al triste espectáculo» (3Mac 5,24). Las multitudes se golpean el pecho en señal de dolor y de arrepentimiento (18,13). Las palabras del relato recuerdan a Zacarías: «Derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración, y alzarán sus ojos a mí; y a aquel a quien traspasaron, le llorarán como se llora al unigénito, y se lamentarán por él como se lamenta por el primogénito» (Zac 12,10). Esta figura admirable, a la que se ha llamado «mártir de Dios», es el arquetipo del buen pastor (Zac 11,4-14); es herido por la espada conforme al propio designio de Dios (Zac 13,7-9). Mas ahora sucede lo maravilloso: el abatido y traspasado por el pueblo (Zac 12,10) es ahora llorado por él con la más amarga lamentación. ¿Por qué esta lamentación fúnebre? Es arrepentimiento por la propia culpa en la muerte del mártir, y dolor por el infortunio que esta muerte acarreará sobre el pueblo de Dios (Zac 13,7-9). Esta lamentación fúnebre tiene lugar sobre un fondo luminoso; es fruto de la recepción de espíritu divino y comienzo de una vida renovada: «Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia» (Zac 13,1). Jesús, el Hijo de David ajusticiado por su pueblo conforme al designio divino, el buen pastor y rey de Israel, que al mismo tiempo es, en sentido muy particular, el único amado y el primogénito, es llorado por las multitudes de Jerusalén, porque se han hecho culpables de la muerte de Cristo. Para la lamentación fúnebre de las mujeres puso Jesús en el primer plano el juicio que amenaza a Jerusalén (23,28ss). En esta lamentación fúnebre de las multitudes de Jerusalén se anuncia ya la efusión del Espíritu. Con la proclamación de la muerte y de la resurrección después del envío del Espíritu habrá muchos que se convertirán (2,37s).

Todos los conocidos de Jesús se habían alejado de él cuando fue detenido y condenado... y Dios no salió en su defensa. Se cumple un dicho profético; como lo hace casi siempre, Lucas se limita a insinuarlo: «Has alejado de mí a mis conocidos, me has hecho para ellos abominable» (Sal 88 [87], 9). «Mis amigos y mis compañeros se alejan por mis llagas, y mis vecinos se quedan lejos» (Sal 38 [37], 12). Ahora están todavía lejos, pero allí se han situado y allí permanecen. Vuelven a hallarse con el Crucificado y gracias a él. El mártir los anima y los recoge.

También las mujeres que lo habían seguido desde Galilea, sus discípulos (8,2), se hallan allí para ver aquellas cosas. También ellas se sitúan allí y permanecen en pie. Los conocidos y las mujeres son testigos de su muerte, como habían sido testigos de su vida. Comienza a reunirse la Iglesia, como se lee en el cántico del Siervo doliente de Dios: «Librada su alma de los tormentos verá, y lo que verá colmará sus deseos. El Justo, mi siervo, justificará a muchos y cargará con las iniquidades de ellos» (Is 53,11s). El núcleo inicial de la Iglesia lo forman los once apóstoles, las mujeres (que lo habían seguido desde Galilea) y María, la madre de Jesús, y sus hermanos (los «conocidos») (Act 1,13s).

4. LA SEPULTURA (/Lc/23/50-56)

50 Un hombre llamado José, que era miembro del consejo, hombre bueno y recto 51 -éste no había dado su voto a lo decretado y ejecutado por los demás-, natural de Arimatea, ciudad de Judea, el cual esperaba el reino de Dios, 52 se presentó ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús; 53 y después de bajarlo de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo puso en un sepulcro excavado en piedra, donde nadie había sido puesto todavía.

El que es ajusticiado según el derecho romano, pierde los honores de la sepultura. Su cuerpo debe permanecer insepulto, hasta que, devorado por los animales y por las aves de rapiña, sólo queden de él los huesos. El que por su propia cuenta retira el cadáver de un ajusticiado, se hace punible. El derecho judío, en cambio, no tolera que el ajusticiado quede por la noche suspendido del leño: «Cuando uno que cometió un crimen digno de muerte sea muerto colgado de un madero, su cadáver no quedará en el madero durante la noche, no dejarás de enterrarle el día mismo, porque el ahorcado es maldición de Dios, y no has de manchar la tierra que Yahveh, tu Dios, te da en heredad» (Dt 21,22s). En estos casos prohíben los judíos incluso la lamentación fúnebre. Permiten el sepelio. Pero el ajusticiado se entierra en un terreno especial. Los pecadores no deben reposar al lado de los justos, a fin de que éstos no se vean afectados de deshonor. Las autoridades judías se encargan de que Jesús no quede colgado en la cruz (Jn 19,32). ¿Pero había de ser Jesús enterrado como un criminal en el cementerio de los criminales?

Alguien interviene inesperadamente. Un miembro del consejo, que quizá pertenecía al grupo de los ancianos (la nobleza laica), se cuida del cadáver de Jesús. A este hombre erige el Evangelio un monumento egregio. El hombre se llama José. La ciudad en que vive, o de la que procede, es Arimatea, una ciudad judía en la llanura costera (Ramatain junto a Lida). Es bueno y justo, un hombre generoso, en el que la palabra de Dios lleva fruto (cf. 8,15). Aguarda el advenimiento del reino de Dios; esta esperanza y este anhelo lo hace accesible y atento al mensaje de Jesús. No está convencido de la culpabilidad de Jesús que le achaca el sanedrín, por lo cual no da su aprobación a la resolución y el proceder del consejo.

De los dos que están crucificados con Jesús, le trae Dios un discípulo que está con él en el paraíso, de entre los soldados paganos un confesor, que glorifica su justicia como obra de Dios, del sanedrín que lo condena, un hombre que lo reconoce como portador del reino de Dios y que, cuando está pasando de la muerte a la gloria, le tributa reconocimiento y fe. Dios no pregunta por la procedencia de los que él llama. Dondequiera que halla una persona que con hermoso y buen corazón se abre a Dios, que no se cree justa sino que pone su confianza en la venida del reino de Dios, la acoge en la comunidad de los discípulos de Jesús, que es la comunidad de la salvación.

José tiene que procurarse de las autoridades romanas, de Pilato, el permiso para sepultar a Jesús. El derecho romano ordena que los ajusticiados por los romanos no sean sepultados sino con permiso de las autoridades competentes. Si José quiere obtener este permiso para dar sepultura a Jesús, tiene que superar dos dificultades: José no es pariente de Jesús, Jesús ha sido condenado por delito de lesa majestad. Pilato da el permiso, pues está convencido de la inocencia de Jesús, tanto más que un hombre del consejo supremo se presenta como su garante. El Evangelio piensa en sentido de historia de la salvación. No obstante las dificultades jurídicas, Jesús recibe una sepultura honorable, pues su glorificación comienza ya después de su muerte. Así se cumple el oráculo del profeta: «Dispuesta estaba entre los impíos su sepultura, mas con un rico tuvo parte después de su muerte» (Is 53,9) (*). El mártir es reconocido y glorificado. También a Esteban le dan sepultura hombres temerosos de Dios (probablemente judíos que admiran a Esteban) y celebran una gran lamentación fúnebre por él (Act 8,2).

Se cumple todo lo que exige una digna sepultura. El cadáver es descendido de la cruz (lavado: cf. Act 9,37), envuelto en lienzos y sepultado en un sepulcro cavado en la roca. Allí yace en una cámara sepulcral sobre un banco de piedra o en una cavidad practicada en la roca. En el sepulcro de Jesús no había sido puesto todavía nadie. Jesús entra en Jerusalén en una cabalgadura en la que no había montado nunca nadie (19,30). Al santo le compete reverencia; está extraído de la esfera profana y segregado de los pecadores (Heb 7,26). En la muerte y en la sepultura se le reconoce como el santo y justo, cosa que le habían negado los judíos al elegir a Barrabás (Act 3,14).

En la más antigua profesión de fe se halla también el artículo: Jesús fue sepultado. «Porque os he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y que al tercer día fue resucitado según las Escrituras» (lCor 15,3s). «Los habitantes de Jerusalén y sus jefes, al condenarlo, cumplieron, sin saberlo, las palabras de los profetas que se leen cada sábado; y sin encontrar causa alguna de muerte, pidieron a Pilato que lo quitara de enmedio. Cuando hubieron realizado todo lo que de él estaba escrito, bajándolo de la cruz, lo pusieron en un sepulcro» (Act 13,27ss). El sepelio confirma que estaba muerto. El sepulcro es fin y comienzo, monumento de la muerte y de la resurrección, de la humillación y de la exaltación.
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Así reza el versículo según el texto hebraico y según diferentes manuscritos griegos; otros traducen: «Y fue en la muerte igualado a los malhechores».
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54 Era el día de la parasceve y despuntaba ya el sábado. 55 Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea, siguieron de cerca y observaron el sepulcro y cómo quedaba colocado el cuerpo de Jesús; 56 luego regresaron para preparar sustancias aromáticas y perfumes. Pero guardaron el descanso del sábado según la ley.

El viernes es preparación para el sábado. Cuando se deposita el cadáver en el sepulcro, está terminando este día de preparación. Ya se anuncia el sábado. El lucero vespertino comienza a brillar, y en las casas se encienden las antorchas que anuncian el día de reposo para glorificación de Dios. Comienza a brillar luz sobre las tinieblas del viernes santo. Sobre el sepulcro de Jesús no se extiende una noche sin esperanza, sino que comienza a irradiar vida, luz y gloria. El viernes santo, el sábado del reposo en el sepulcro y el domingo de pascua forman una unidad en la celebración pascual cristiana. Las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea (8,2) y son junto a la cruz testigos de la muerte, son también testigos de la sepultura. Ven el sepulcro y observan cómo es depositado el cuerpo de Jesús. Serán también las primeras testigos después de la resurrección de Jesús. Aunque su testimonio sea tenido en menos por algunos, aunque sea rebajado y calificado de «delirio», de vanas habladurías (24,11; cf. Jn 4,42), sin embargo, también su testimonio merece toda consideración. Se está preparando la labor misionera de las mujeres.

Debido al reposo sabático, no se pueden ya tributar al amado difunto los honores del embalsamamiento. Sin embargo, se prepara ya todo lo necesario, a fin de cumplir el domingo muy de madrugada lo que antes no ha sido posible. El sábado que separa la muerte y la resurrección de Jesús es el gran día de reposo. Las mujeres se reposan, Jerusalén se reposa de su trabajo. El cadáver de Jesús reposa en el sepulcro, el alma de Jesús en las manos del Padre. «El séptimo día descansó Dios de cuanto había hecho» (Gén 2,2). Se ha hecho una profunda fisura en la historia de la salvación. Todo contiene la respiración antes de que comience lo nuevo. Todo está ya dispuesto y preparado para esto nuevo: las mujeres con sus ungüentos, las testigos del primer mensaje de la resurrección, el resplandor lleno de esperanza del sábado que no tendrá fin (Heb 4,1ss).