CAPÍTULO 19
c) Zaqueo (Lc/19/01-10).
1 Entró en Jericó y atravesaba la ciudad. 2 Y había allí un hombre, llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos y muy rico, 3 el cual trataba de ver quién era Jesús, pero no podía por causa de la multitud, ya que él era pequeño de estatura. 4 Y echó a correr hacia delante y se subió a un sicómoro para ver a Jesús, pues tenía que pasar por allí.
Jesús va por la ciudad. Hay gran aglomeración. Un hombre de estatura pequeña, al que nadie hace sitio, se abre paso por entre la multitud. Echa a correr delante de la gente. Trepa a un sicómoro que se halla junto al camino. El hombrecillo se llama Zaqueo («Dios se ha acordado» = Zacarías). El hombre era jefe de publicanos. Tiene arrendados los impuestos de la aduana y del mercado y los recauda por medio de ayudantes. Jericó era ciudad aduanera lindante con la provincia de Arabia, era ciudad exportadora de bálsamo. En su calidad de publicano, era Zaqueo, para los judíos, pecador; como rico que era, presentaba también un «caso difícil» para el mensaje de Jesús (18,24).
En este hombre, que aparentemente sólo vive para el dinero, que ha prostituido su fidelidad al pueblo de Dios y su honor de pertenecerle, arde el deseo de ver a Jesús. El ciego quiere oír, el publicano quiere ver. Por la vista y por el oído llega la salvación al hombre. Los mensajeros del Bautista recibieron de Jesús el encargo: «Id a contar a Juan lo que habéis visto y oído» (7,22). Como el ciego tiene que superar el obstáculo de la multitud que acompaña a Jesús, así también el jefe de publicanos. El ciego grita, el publicano trepa al árbol, que tiene sus ramas extendidas. Zaqueo no se cuida de su dignidad, no teme el ridículo de su parapeto ni las miradas sarcásticas y hostiles de los que lo conocen. Entrar en contacto con Jesús le importa ante todo.
5 Cuando llegó Jesús a aquel sitio, miró hacia arriba y le dijo: Zaqueo, baja de prisa; porque conviene que hoy me quede en tu casa. 6 Bajó de prisa, y lo recibió en su casa muy contento.
Jesús, como profeta que es, conoce los corazones. Conoce también el deseo de Zaqueo. Mientras Jesús le mira hacia arriba, alborea para él el gran hoy de historia de la salvación. Hoy se cumple para él la Escritura que promete la buena nueva a los pobres y a los indigentes (4,18), hoy se le ha acercado el Salvador (2,11), hoy se encuentra en Jesús con la acción paradójica de Dios, que obtiene resultado allí donde humanamente no se esperaba (5,26).
El publicano es llamado por su nombre. Ahora se cumple en él lo que este nombre significa; Dios se acuerda de él y se compadece. Ha tomado bajo su amparo a su siervo, acordándose de su misericordia (1,55). En él se realiza lo que conviene, lo que ha sido decretado por la voluntad salvífica de Dios, que Jesús tiene que cumplir. Todo acontece con rapidez: la visita de Dios tiene que realizarse a su tiempo (1,39). La prisa, Jesús como huésped, la buena hospitalidad dispensada en casa del pecador, la alegría, la inesperada elección de Dios, el hacerse pequeño el grande... todo esto es indicio de lo que ha de aportar la subida a Jerusalén. Cuando Jesús sea «elevado», exaltado, se multiplicará lo que ahora tiene lugar en Jericó. Los apóstoles lo experimentarán constantemente en sus marchas apostólicas.
7 Al ver esto, todos murmuraban, comentando que había ido a hospedarse en casa de un pecador. 8 Pero Zaqueo se levantó y dijo al Señor: Mira, Señor; voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces más.
El judío piadoso no se sienta a la mesa con publicanos y pecadores públicos (15,2). Todos se escandalizan y murmuran (5,30; 15,2). Israel murmura en el desierto cuando Dios no responde a sus exigencias. La voluntad salvífica de Dios tropieza con incomprensión y murmuración. Jesús cumple la voluntad de Dios y pasa por encima de las murmuraciones de los hombres. «Bienaventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tropiezo» (7,23); conviene recordarlo, cuando él no procede como se había esperado.
El publicano captó el «hoy» del tiempo de la salvación, con su oferta divina (Dt 30,15-20), y se convirtió. Su sinceridad se manifiesta en su voluntad de cumplir radicalmente las prescripciones de la ley. No sólo restituyó el 120 % del valor que ha adquirido injustamente (Lev 5,20-26), sino que además piensa dar una compensación del cuádruplo (cf. Ex 21,37). Los doctores de la ley exigen que se dé también una cierta suma de dinero a los pobres si el arrepentimiento ha de mostrarse sincero. Ellos proponían un quinto del capital como primera prestación y la misma proporción de los ingresos anuales como prestación sucesiva (cf. Núm 5,6s). También esto tiene intención de cumplir el publicano. Esto ante todo, pues no consta si ha perjudicado a alguien con extorsión, que era el pecado de los publicanos. Como él ha oído interiormente el mensaje de la salvación, pone en práctica lo que exige la ley y todavía más. Como el amor de Dios le ha alcanzado en Jesús, rebasa él lo que exige la ley y lo que quiere la exposición de la ley. Dios santifica a su pueblo cuando Jesús se interesa por los pecadores.
9 Entonces le dijo Jesús: Hoy ha llegado la salvación a esta casa; pues también éste es hijo de Abraham. 10 Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.
Hoy ha llegado la salvación a la casa de Zaqueo. Lo que en el nacimiento de Jesús fue anunciado a los pastores, que entre la gente piadosa eran tenidos por pecadores, se realiza en el jefe de los publicanos por la palabra de Jesús. En efecto; allí se dijo: «Hoy os ha nacido un Salvador» (2,11). En el camino hacia Jerusalén se lleva a cabo lo que se había anunciado en el comienzo del tiempo de salvación. Al publicano no se le reconocía ya que era hijo de Abraham, pero su fe y su acogida por Jesús lo ha acreditado como verdadero hijo de Abraham. Él «espera contra toda esperanza» cuando le alcanza la oferta salvadora de Dios (Rom 4,18ss). La descendencia de Abraham es ampliada, de modo que tengan participación en las promesas de Abraham incluso los que no son de su sangre. La misión de Jesús se cumple mediante la acogida de los pecadores. Dios lo envió para que aportara salvación, no perdición; salud, no condenación; vida, no muerte. «Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores» (lTim 1,15). Por él se cumple lo que el profeta había anunciado acerca del tiempo de salvación: «Buscaré la oveja perdida, traeré la extraviada, vendaré la perniquebrada y curaré la enferma; guardaré y apacentaré con justicia las justas y robustas» (Ez 34,16). En Jesús sale Dios al encuentro a su pueblo como buen pastor: «Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reuniré» (Ez 34,11). Lo que se significó en las parábolas relativas al amor a los pecadores, se efectúa en la realidad de la vida. Jesús es el salvador de los que estaban perdidos.
En el relato de la conversión de Zaqueo están reunidas todas las palabras y conceptos preferidos del Evangelio de los pobres: hoy, salvación; para salvar lo que estaba perdido; pequeño, pecador, publicano; el «convenía» de la voluntad salvadora de Dios, la prisa, la acogida en la casa, la alegría. Gracia rebosante de Dios y buena voluntad rebosante del hombre se manifiestan en Jericó, ciudad sobre la que pesaba una antigua maldición (Jos 6,26), en casa del jefe de los publicanos y pecador, que es rico. Jericó es la ciudad de donde Jesús emprende la subida a Jerusalén, es como la puerta para la ciudad en la que aguarda la consumación de la historia de la salud, de la que proviene la salvación.
d) Parábola de las diez minas (Lc/19/11-27)
11 Mientras ellos escuchaban estas cosas, Jesús añadió una parábola, porque estaba ya cerca de Jerusalén y porque ellos pensaban que el reino de Dios iba a manifestarse inmediatamente.
Jesús
sube a Jerusalén en el tiempo de la fiesta de pascua. Grandes caravanas de
peregrinos afluyen para celebrar juntos en la ciudad santa la salvación de
Israel de la esclavitud de Egipto. Están despiertas todas las grandes esperanzas
de restauración del reino davídico. El ciego ha confesado a Jesús por Hijo de
David y Jesús no ha rechazado el título; ante Zaqueo se ha dado a conocer como
el Pastor mesiánico prometido. Después de la muerte de Jesús confiesan los
discípulos que habían esperado que había de redimir a Israel (24,21) y
restablecer el reino (cf. Act 1,6). En esta situación resulta comprensible la
pregunta: ¿Va a manifestarse inmediatamente el reino de Dios? Esta pregunta está
viva también en los primeros tiempos de la Iglesia. En algunos ambientes se
espera la pronta venida del Señor (*). Sin embargo, el Señor se hizo esperar. No
faltan burlones que dicen: «¿Dónde está la promesa de su parusía? Desde que
murieron los padres, todo sigue como desde el principio de la creación» (2Pe
3,4). La parábola de las minas pone freno a la entusiástica espera de la pronta
venida del Señor, y a la vez alimenta la esperanza escatológica.
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* 1Ts 4,15ss; 1Co 7,29ss.; 10, 11; Rm
13, 11s; Flp 4, 5; Ap 1,3; 3, 11, etc. Cf. LÉON-DUFOUR, Vocabulario de teología
bíblica, Herder, Barcelona 4, 1967, p. 582ss, art. Paz.
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12 Dijo, pues: Un hombre de familia noble se fue a un país lejano, para recibir la investidura del reino y volver luego. 13 Llamó a diez criados suyos, les dio diez minas y les dijo: Negociad hasta que yo vuelva. 14 Pero sus compatriotas lo aborrecían, y enviaron tras él una embajada que dijera: No queremos que sea éste nuestro rey.
Jericó, donde se cuenta la parábola, es ciudad de Arquelao. Conforme al testamento de Herodes, se habían de repartir su territorio sus tres hijos, Herodes Antipas, Filipo y Arquelao. Arquelao había de recibir la región de Judea con el título de rey. Sin embargo, tuvo que negociar para obtener este título del emperador romano Augusto. A este fin se dirigió a Roma. Una embajada de cincuenta judíos logró que no se cumpliera el deseo del soberano. Augusto le otorgó sólo el título de etnarca en espera de que hiciera méritos. La parábola parece inspirarse en la historia de la época. El hombre de familia noble que va a un país lejano, es Arquelao. En la parábola, el hombre de familia noble que pretende la corona hace referencia a Jesús, que está subiendo a Jerusalén. No va a recibir inmediatamente el reino, sino que primero tiene que ir a un país lejano, al cielo a través de la muerte; de allí volverá con poder y dignidad regia.
Para el tiempo de la ausencia, el pretendiente a la corona confía dinero a sus «criados», para que lo empleen en negocios. El número de diez de estos funcionarios parece que no tiene otra finalidad sino encarecer la dignidad del aristócrata. La mina que recibe cada uno, no es una cantidad extraordinaria; un jornalero podía ganarla en un trimestre. Los «criados» han de demostrar su fidelidad en lo poco (16,10). Mientras Jesús está ausente de los suyos, confía a sus discípulos la administración de sus bienes. «¿Quién es, pues, el administrador fiel y sensato, a quien el señor pondrá al frente de sus criados, para darles la ración de trigo a su debido tiempo?» (12,42). El tiempo que va de la ascensión de Jesús al cielo a su segunda manifestación en gloria, es tiempo de trabajo, tiempo de misión. Al pretendiente a la corona le odian sus conciudadanos; no quieren que sea su rey. En el tiempo de la ausencia de Cristo no descansan sus enemigos. Hacen todo lo posible para que no sea reconocida la realeza de Cristo. El tiempo de la Iglesia es tiempo de persecución, en la que se prueba la fidelidad y la perseverancia (17,22; 21,12ss). Jesús viene en el esplendor de la realeza, pero no viene «inmediatamente».
15 Cuando volvió, investido ya de la dignidad real, mandó llamar a aquellos criados a quienes había entregado el dinero, para saber cuánto había ganado cada uno.
El pretendiente tiene éxito en su viaje. Vuelve con el título de rey. Los criados son llamados para rendir cuentas. Hay que ver quiénes y cómo han negociado. Sólo se le puede confiar mucho al que ha dado buena prueba en lo poco (16,11). Jesús, a su retorno, exigirá cuentas de la administración (12,41ss).
16 Se presentó, pues, el primero, diciendo Señor, tu mina ha producido diez minas. 17 Muy bien, criado bueno, le dijo. Puesto que has sido fiel en lo poco, tendrás autoridad sobre diez ciudades. 18 Llegó el segundo, que dijo: Tu mina, señor, me ha producido cinco minas. 19 Díjole también a éste: También tú estarás al frente de cinco ciudades.
Sólo se presenta a tres de los diez criados. El arte de la narración no consiente que aparezcan los diez. Las parábolas quieren hacer impacto, no aburrir. Los dos primeros criados han negociado con éxito. Con modestia no hablan de su propio esfuerzo. Las minas han proporcionado la ganancia. «Dios es el que produce el crecimiento» (lCor 3,6s). La aprobación se refiere a la fidelidad en lo poco. Los criados reciben un encargo mayor, son puestos como gobernadores al frente de algunas ciudades, proporcionalmente a la ganancia que han reportado. Los discípulos que sean fieles en servir al Señor reinarán juntamente con Cristo (12,43; 22,30).
20 Llegó luego el otro, que dijo: Señor, aquí está tu mina, que tenía guardada en un pañuelo; 21 pues tenía miedo de ti, porque eres hombre severo: te llevas lo que no depositaste y cosechas lo que no sembraste. 22 Él le contesta: Criado malo, por tus propias palabras te juzgo. Sabías que yo soy hombre severo: que me llevo lo que no deposité y cosecho lo que no sembré. 23 ¿Por que, entonces, no pusiste mi dinero en el banco? Así yo, a mi vuelta, lo habría retirado con sus intereses.
El tercer criado no había emprendido nada con su dinero, lo había guardado y custodiado en un pañuelo como los que se llevan al cuello para protegerse contra el ardor del sol. Los amargos reproches contra su señor vienen de su mala conciencia. Se acusa al señor: se le trata de déspota cruel, de negociante avaro y rapaz, de egoísta sin consideraciones. Él tiene la culpa de que le faltaran ánimos al criado y de que el miedo lo paralizara. El criado quiere estar seguro y por eso no se arriesga. Quizá se trasluce aquí el sentido originario de la parábola, que quería alcanzar a los fariseos. Éstos sólo conciben a Dios como alguien que exige sin misericordia. Observan con ansiedad la letra de la ley, levantan una cerca alrededor de la ley, a fin de que no pueda ser violada; observan, pero no se arriesgan. Jesús, en cambio, concibe a Dios como el que da y el que ama. Exige más de lo que exige la ley, pero enseña que la justicia es don de Dios; que su reino lo exige todo, porque lo da todo
El pretendiente a la corona no se contenta con que le sea simplemente restituido el dinero confiado. Mantiene su encargo: Negociad. El criado perezoso no lo ha cumplido. Ha impedido incluso que el dinero mismo, sin trabajo por su parte, reportara ganancia en el banco. Lo que exige el Señor es fidelidad en la administración, valor para obrar, trabajo discreto. La auténtica actitud escatológica no es una espera inactiva, llena de temor. La espera del Señor que ha de venir, que ha de pedir cuentas, no paraliza, sino que estimula a la acción. Si paraliza, es que se ha entendido mal.
24 Y mandó a los que estaban presentes: Quitadle la mina y dádsela al que ya tiene diez. 25 Ellos le dijeron: Señor, que ya tiene diez minas. 26 Yo os digo que a todo el que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará.
Cuando viene el rey, celebra juicio. La mina que todavía tiene en la mano el mal criado, se le quita. En cambio se da al emprendedor, al animoso que más ha ganado. Esto sorprende, anima. La seguridad no está en guardar, sino en osar y en ganar. Tampoco en la vida de los discípulos hay capital en reposo, haberes inactivos. El que quiere conservar tranquilamente lo poseído, pierde incluso lo que posee.
27 En cuanto a aquellos enemigos míos que no querían que yo fuera su rey, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia.
El rey procede con sus enemigos como un soberano oriental, sin gracia ni misericordia. Cuando regresó Arquelao -aunque sin la dignidad que había esperado- se vengó sangrientamente de sus adversarios. Cristo obra a su retorno como juez. Al criado malo se le quita lo que tiene; los enemigos son aniquilados. El juicio responde al grado de la culpa (12,46-48). Una sentencia mucho más dura que la de los criados indo]entes se pronuncia contra los enemigos. La venida de Cristo está por encima de la vida, la acción, la persecución y las suertes de la Iglesia.
Parte cuarta
EN JERUSALÉN 19,28-21,38
I.ULTIMAS ACTlVIDADES DE JESÚS EN PUBLICO (19,28-48).
Jesús entra en Jerusalén como rey Mesías (19,28-40); pero como la ciudad rechaza la oferta salvífica de Dios, le predice su ruina (19,41-44). En la ciudad toma Jesús posesión del templo y lo constituye en centro de su actividad y del nuevo pueblo de Dios (19,45-48). Se echan los cimientos para la Iglesia primitiva en Jerusalén (cf. Act 2,41-47; 4,32-37).
1. ENTRADA TRIUNFAL (Lc/19/28-40) JERUSALEN/ENTRADA
28 Cuando acabó de decir estas cosas, caminaba delante, subiendo a Jerusalén.
Se disipa el equívoco acerca de lo que iba a suceder: La entrada en Jerusalén no erige todavía el esplendoroso reinado del Mesías. La marcha continúa. El profeta, «poderoso en obras y en palabras», camina en medio de sus discípulos, el Hijo de David se dirige a la fiesta de la redención de Israel. Muchos de los que caminan con él eran testigos de sus obras y de sus palabras. Todos están convencidos de que se acerca la hora en que se cumpla lo que se había prometido a Israel. Pero no se comprende cómo ha de suceder esto (18,34).
29 Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, 30 diciendo: Id a esa aldea que está enfrente, y, al entrar en ella, encontraréis atado un pollino, en el cual no se ha montado nunca nadie; desatadlo y traedlo. 31 Y si alguien os preguntara: ¿Por qué lo desatáis?, responderéis: Porque el Señor lo necesita. 32 Fueron, pues, los enviados y encontraron conforme Jesús les había indicado. 33 Mientras ellos estaban desatando el pollino, les preguntaron los dueños: ¿Por qué lo desatáis? 34 Ellos respondieron: Porque el Señor lo necesita.
Betfagé («casa de la higuera») estaba situada en la vertiente occidental del monte de los Olivos; Betania («casa de la tribulación») está sobre la vertiente sudoeste del mismo. Quien viaja de Jericó a Jerusalén llega primero a Betania, luego a Betfagé. Una vez más se mira el camino desde Jerusalén (17,11), el viaje se enjuicia en función de la meta; sólo así se puede comprender debidamente la marcha.
En Betfagé se someten los peregrinos a los ritos de la purificación, antes de hacer su entrada en la ciudad santa. Se preparan. También Jesús se prepara para su entrada en Jerusalén. Envía una pareja de discípulos como había enviado por parejas a sus precursores (10,1). Esta vez no habían de preparar su llegada con la palabra, sino trayendo lo que era necesario para su entrada triunfal como rey. E1 oficio de aquellos consiste siempre en preparar para la venida del Mesías.
Jesús tiene necesidad de una cabalgadura; ésta tiene que ser el pollino de una asna. Los guerreros montan a caballo; el asno es la cabalgadura de los pobres y de las gentes de paz. Aquí se cumple lo que había predicho el profeta Zacarías: «Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu rey, justo y salvador, montado en un asno, en un pollino hijo de asna. Extirpará los carros de guerra de Efraim y los caballos de Jerusalén, y será roto el arco de guerra, y promulgará a las gentes la paz, y se extenderá de mar a mar su señorío y desde el río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9s)(Cf. Mt 21,5; Zac 9,9; Jn 12,15; Is 40,9). Se elige un pollino porque todavía no ha servido a nadie. Como el animal sacrificado no debe usarse para ningún trabajo corriente, pues está reservado a Dios, así también la cabalgadura de Jesús, el rey Mesías, ha de ser un pollino en que todavía no haya montado nadie (Dt 21,3; Núm 19,2). Jesús sabe a ciencia cierta dónde se ha de hallar este pollino y dispone que le sea entregado por sus dueños. Tiene ciencia sobrehumana y señorío sobre los señores. En él se manifiestan santidad divina, saber divino y poder divino, y le acompañan en su camino incomprensible para los hombres.
35 Lo llevaron, pues, ante Jesús y echando encima del pollino sus mantos, hicieron que Jesús se montara en él. 36 Mientras él caminaba, las gentes extendían sus mantos por el camino.
Hicieron que se montara. Estas palabras usadas esta vez, y sólo esta, en el Nuevo Testamento, evocan un hecho memorable del Antiguo Testamento, en el que se usan las mismas palabras: «Cuando estuvieron en presencia del rey (el sacerdote Sadoc, el profeta Natán y Banayas, hijo de Joyada), el rey les dijo: Tomad con vosotros a los servidores de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi mula y bajadle a Gihón. Allí el sacerdote Sadoc y Natán, profeta, le ungirán rey de Israel, y tocaréis las trompetas, gritando: ¡Viva el rey Salomón! Después volveréis a subir tras él y se sentará en mi trono para que reine en mi lugar, pues a él le instituyo jefe de Israel y de Judá» (lRe 1,33-35). El ciego de Jericó proclamó a Jesús Hijo de David; como hijo real de David, como príncipe de la paz, entra Jesús en Jerusalén. También el hecho de extender los vestidos como una alfombra al paso de Jesús forma parte del ceremonial de la coronación de los reyes. Cuando Jehú fue aclamado rey «tomaron todos sus mantos y los pusieron debajo de él en las gradas, y, haciendo sonar las trompetas, gritaron: ¡Jehú, rey!» (2Re 9,13). Lo que hacen los discípulos responde al plan salvífico de Dios; tributan homenaje a Jesús como a rey Mesías.
37 Acercándose ya a la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios a grandes voces por todos los prodigios que habían visto, 38 y exclamaban: ¡Bendito el que viene, el rey, en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!
Quien desde Betania va acercándose a la pendiente del monte de los Olivos ve a Jerusalén delante de sí. A la vista de la magnificencia del templo y de la ciudad se llena de fe entusiástica la multitud que acompaña a Jesús. Del lado del monte de los Olivos es esperada la entrada del Mesías (Zac 14,4). El pueblo se acuerda de las obras de poder que había visto durante el tiempo de la actividad de Jesús, «cómo Dios lo ungió con Espíritu Santo y poder, y pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Act 10,38). Dios mismo ha visitado en Jesús a su pueblo, aportándole la salvación.
En una aclamación de homenaje se condensa todo lo que llena de alegría a la multitud. A los peregrinos que se dirigen al templo les gritan los sacerdotes desde el interior del santuario las palabras de bendición: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (Sal 118,26). Estas palabras de bendición se convierten en aclamación de homenaje a Jesús. Él es rey, al que Dios ha dado misión y poder. Dios lo ha bendecido, y el pueblo lo bendice, el pueblo que lo recibe como rey, lo saluda y lo acompaña a la ciudad real, Jerusalén. El rey Mesías entra en Jerusalén: se cumplen las promesas de Dios.
Ha alboreado una gran hora en la historia de la salvación. El pueblo que acompaña a Jesús se hace cargo de lo que tal hora entraña en sí. Su grito de aclamación lo expresa: ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas! Aquí resuena lo que los ángeles habían anunciado la noche de navidad (2,14). El rey Mesías, rey de paz, entra en Jerusalén y toma posesión del reino; esto es señal de que Dios procura la paz a los hombres y se glorifica como Dios. Por el momento hay paz y gloria en el cielo. Lo que sucede en el cielo tendrá efecto en la tierra. En efecto, se formula una oración que dice: «La paz reina en las alturas, quieras procurarnos paz a nosotros y a todo el pueblo de Israel.» La entrada de Jesús, rey de paz, en Jerusalén, no trae todavía el reino de la paz; primero tiene todavía que morir él y ser elevado al cielo. Cuando él vuelva a venir, vendrá la paz a la tierra (19,11). Se han reunido tres jalones de la historia de la salvación: El nacimiento del rey de la paz, su entrada en Jerusalén para la pasión y la glorificación, y su retorno para la erección definitiva del reino de Dios.
39 Algunos de los fariseos que estaban entre la multitud le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. 40 Pero él contestó: Yo os digo, que si éstos se callan, gritarán las piedras.
Entre la multitud que rinde homenaje a Jesús se hallan también fariseos. Antes habían puesto ya a Jesús en guardia contra Herodes (13,31), ahora vuelven a advertirlo. Lo que aquí se desarrolla es acción de alta política. ¿Qué va a decir la potencia romana de ocupación? Con mucho retintín lo llaman maestro; maestro con autoridad puede llamarse si quiere, pero también rey y Mesías. Le insinúan que mande guardar silencio. ¡Cuántas veces se lo impuso también él a sus discípulos! Pero ahora ha pasado ya el tiempo de callar. Dios quiere que se deje aclamar como rey Mesías.
Jesús aprueba la aclamación y la confesión por Mesías de sus discípulos, como en Jericó había aprobado el grito de socorro del ciego que lo aclamaba como Hijo de David. La confesión tiene que pronunciarse. Un proverbio, que es un eco del profeta Habacuc, confirma esta necesidad: «Chilla en el muro la piedra y le responde en el enmaderado la viga» (Hab 2,11). La frase suena a proverbio: Si se hace callar a sus discípulos porque la realeza de Jesús es rechazada por su pueblo, entonces las ruinas de Jerusalén destruida gritarán testimoniando que se ha rechazado injustamente la reivindicación mesiánica de Jesús. Jerusalén se convertirá en un montón de escombros, no porque sea peligrosa la confesión mesiánica, sino porque Jesús es rechazado como rey, no se reconoce la hora de la historia de la salvación y no se acepta la oferta salvífica de Dios.
2. LAMENTACIÓN SOBRE JERUSALÉN (Lc/19/41-44)
41 Cuando se acercó, al contemplar la ciudad, lloró por ella, 42 diciendo ¡Ah, si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ¡ay! queda oculto a tus ojos.
Jerusalén se ofrece a los ojos de Jesús en todo su esplendor. Jesús sabe que la ciudad será reprobada y destruida. Lo que dijo Dios a Jeremías se cumple ahora en Jesús: «Diles, pues, así (a los falsos profetas): Mis ojos lágrimas derraman día y noche sin cesar, pues la virgen hija de mi pueblo ha sido quebrantada con gran quebranto, herida con gravísima plaga» (Jer 14,17). Jesús llora por la ciudad.
El castigo viene sobre ella. Jesús no lo puede ya desviar. Ya sólo puede decir: Si hubieras comprendido lo que es para tu paz. Las lágrimas revelan su impotencia. Ha expulsado demonios, curado enfermos, resucitado muertos, convertido a publicanos y pecadores. En esta ciudad tropieza su poder con barreras y resistencias. Su llanto de impotencia encierra un profundo misterio. En la antigua Iglesia pareció a algunos tan enigmático y escandaloso para la fe en el poder de Cristo, que no querían tenerlo por verdadero. Dios oculta su poder en el amor y en la debilidad salvadora de Jesús. Toma tan en serio la libre decisión del hombre, que prefiere llorar de impotencia en Jesús antes que privar al hombre de su libertad. El llanto de Jesús es el último llamamiento a la conversión dirigido a la ciudad endurecida.
Este día de la entrada de Jesús como Mesías en Jerusalén pone término a la larga historia de la oferta de salvación por Dios a la ciudad. Lo que los profetas predijeron para Jerusalén, la «ciudad de paz». y lo que imploraron las oraciones del pueblo de Dios, había de ser otorgado ahora: la paz, la suspirada salud mesiánica (*). Pero Jerusalén tenía únicamente que reconocer que Jesús es el príncipe de la paz de los últimos tiempos enviado por Dios, como lo expresaron los discípulos en su aclamación, como lo reconocieron en Jericó el ciego y el jefe de los publicanos, Zaqueo. Jerusalén se niega a reconocerlo; mató a los profetas y apedreó a los que Dios había enviado (13,34). El pueblo de Jerusalén se cierra a la palabra de Dios: «Es gente sin consejo, no tienen conocimiento» (Dt 32,28).
La ciudad no acepta la oferta de paz hecha por Dios. En lugar de rendir tributo a Jesús como Mesías, lo reprobará y lo llevará a la cruz. Lo que significa esta hora de la entrada en Jerusalén, está oculta a sus ojos por Dios. La incredulidad de Jerusalén y su empedernido repudio de Jesús forma parte de lo que debe suceder por designio divino, al igual que su muerte. Pero esto no impide que la lamentación de Jesús sea auténtica lamentación y que la culpa de Jerusalén sea auténtica culpa. Jesús, en su llanto por Jerusalén, por la perdición de la ciudad, reconoce a Dios como Dios y le da razón. Cuando en su actividad de predicación vio que los sabios se hacían refractarios a sus palabras y que los pequeños creían, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre; así lo has querido tú» (10,21).
Jerusalén no reconoció a Jesús como Mesías, y por eso ha sido herida de ceguera
espiritual, que hace irrealizable el deseo de Jesús. La sentencia se ha fallado
ya. El plazo de gracia ha vencido, el castigo está en curso. Jesús sólo puede ya
decir: Si hubieras comprendido. Lo que Dios dijo en otro tiempo a Jeremías se
cumple también ahora: «Tú me dejaste a mí y me volviste la espalda; y yo voy a
extender contra ti mi mano y te abatiré sin duelo» (Jer 15,5).
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* La paz es un concepto central de la
predicación profética, en particular en las profecías de Jeremías y Ezequiel; es
un tema de la promesa salvífica del tiempo mesiánico (Is 57,19; 66,12; Jer 33,6;
Ez 34,25; 37,26). El Mesías, con el título de Príncipe de la paz, aporta la paz
perfecta y eterna (Is 9,7; 32,17s; Sal 72,7) El creyente implora la paz como don
de Dios (Is 26,]2; Sal 35,27; 85,9ss; 122,6ss). Cf LEON-DUFOUR, o.c., p 465ss
art Mesías, NT I.
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43 Porque días llegarán sobre ti, en que tus enemigos te cercarán de empalizadas, te sitiarán y te oprimirán por todas partes; 44 te arrasarán a ti y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por no haber conocido el tiempo en que fuiste visitada.
El profeta de infortunio tiene la palabra. Siniestramente se repite «y» hasta que la opresión se convierte en aniquilamiento. Los enemigos acampan delante de la ciudad, penetran en ella, los hombres perecen, no queda piedra sobre piedra en la ciudad. La soberbia ciudad queda extinguida. El tono profético de las palabras conminatorias es garantía de su irrevocabilidad (Cf.Is 29,3; Os 14,1; Nah 3,10; Sal 137 [136] 9).
Una vez más surge la pregunta sobre la razón de este castigo. Jerusalén no aceptó el tiempo decisivo de la visita misericordiosa de Dios, no reconoció culpablemente su desbordante bondad en concederle este tiempo: ni la conoció, ni la reconoció. El tiempo de salvación de Jesús, fue introducido con estas palabras: «Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ha venido a ver a su pueblo y a traerle el rescate... por las entrañas misericordiosas de nuestro Dios, por las cuales vendrá a vernos la aurora de lo alto (el Mesías), para iluminar a los que yacen en tinieblas y sombras de muerte, para enderezar nuestros pasos por la senda de la paz» (1,68-79). En el punto culminante de la actividad de Jesús en Galilea confiesa el pueblo que Dios lo ha visitado misericordiosamente (7,16). Jerusalén, en cambio, se hace refractaria al reconocimiento de esta visita misericordiosa de Dios, que se le otorgó con la entrada del príncipe de la paz. Jesús es signo y objeto de la decisión.
3. PURIFICACIÓN DEL TEMPLO (/Lc/19/45-48)
45 Y entrando en el templo, comenzó a expulsar a los vendedores, 46 diciéndoles: Escrito está: Mi casa será casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en guarida de ladrones.
Inmediatamente va Jesús al templo, que es la meta de su entrada en Jerusalén
(*). Lo que es Jerusalén, lo es por el templo de Sión. El templo, a su vez,
recibe su esplendor de la presencia de Dios (1R 8,10s 16). Jesús, con su
entrada, le da nuevo sentido. Ahora se cumple lo que dice el profeta Malaquías:
«Luego, en seguida, vendrá a su templo el Señor a quien buscáis y el ángel de la
alianza que deseáis» (Mal 3,1). Este día trae la sentencia: «Y ¿quién podrá
soportar el día de su venida? ¿Quién podrá mantenerse firme cuando aparezca?
Porque será como fuego del fundidor y como lejía del batanero» (Mal 3,2). Pero
el día aporta también la salvación: «Entonces agradará a Yahveh el sacrificio de
Judá y de Jerusalén, como en los días pasados y como en los años antiguos» (Mal
3,4). La purificación del templo se refiere con muy pocas palabras. No se
describe a Jesús con fuertes sentimientos. La poderosa acción profética resuena
también a través de las breves palabras: «Comenzó a expulsar a los vendedores.»
Bastaba con el comienzo... Los negocios desdicen de la casa de Dios. El templo
es casa de oración (Is 56,7); los vendedores, y tras ellos la autoridad judía,
que toleraba aquel tráfico y se lucraba con él, lo han convertido en una
«guarida de ladrones» (Jer 7,11). Jesús continúa la acción de los profetas, no
sólo de palabra, sino todavía más de obra. Se cumple lo que se espera del tiempo
mesiánico: «No habrá aquel día más mercader en la casa de Yahveh Sebaot» (Zac
14,21). El culto de Dios se restaura contra el culto de Mamón. Según Marcos, el
templo es llamado «casa de oración para todas las naciones» (Mc 11,17). Lucas no
escribe acerca de este destino mundial. El templo no será ya lugar de oración
para las naciones paganas, pero la Iglesia naciente de Jerusalén se reunirá allí
para la oración (Hch 2,46; 3,1; 5,20.21.25.42; 21,16). Para ella consagra Jesús
el templo con su presencia y su acción mesiánica, antes de que sea destruido. La
Iglesia de Jesús está ligada con Israel, el pueblo de Dios veterotestamentario.
La historia de la salvación se realiza en un proceso conducido por Dios a su
término.
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* Mc 11.11.15 son omitidos por Lucas;
así, según él, Jesús va al templo, pero no a la ciudad de Jerusalén.
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47a Todos los días estaba enseñando en el templo.
Jesús, que a los doce años se quedó en Jerusalén, fue hallado en el templo en medio de los doctores de la ley, oyéndolos y haciéndoles preguntas; todos los que lo oían, se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas (2,46s). Ahora enseña él mismo en el templo. Entonces se mostró su gran seguridad de sí: «¿No sabíais que tenía que estar en la casa de mi Padre?» (2,49); ahora actúa con la autoridad del Mesías e Hijo de Dios (20,44). Lo que Jesús comenzó en el templo, lo continuarán los apóstoles después de su ascensión al cielo; enseñarán en el templo (Hch 5,12; 5,20.25,42). Se tiende un arco de la ida del niño Jesús al templo a la entrada de Jesús como rey antes de su pasión y glorificación, y finalmente a la actividad docente de los apóstoles en el templo después de la venida del Espíritu Santo. Los grandes momentos de la Iglesia naciente son la encarnación, la muerte y glorificación, y la venida del Espíritu Santo. La infancia y la venida del Espíritu Santo deben considerarse en función de la muerte y la glorificación.
Antes de ser destruido el templo, logra su plenitud y su total esplendor. El Mesías enseña en él y congrega a su pueblo. En tanto el judaísmo no había repudiado definitivamente el Evangelio, el antiguo lugar del culto no perdió todavía todo enlace con el nuevo culto fundado por Jesús. Este enlace debía representar el puente entre el antiguo Israel y la Iglesia de los gentiles. Sin embargo, san Esteban, con su intervención en favor del culto espiritual, hizo presentir la desaparición del santuario construido por manos de hombres (Act 7,48ss). Pero sus palabras fueron consideradas como blas£emia, lo que dio lugar a su ejecución. Algunos años después, la ruina de Jerusalén selló el endurecimiento del judaísmo. Éste había excluido a los cristianos de sus filas y había roto así con la Iglesia.
47b Pero los sumos sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo intentaban acabar con él; 48 sin embargo, no encontraban cómo hacerlo, porque todo el pueblo estaba pendiente de sus labios.
Con la purificación del templo se acarreó Jesús la hostilidad de las autoridades religiosas del judaísmo. Los sumos sacerdotes y la aristocracia sacerdotal no estaban al margen del tráfico que se practicaba en la plaza del templo. El sumo sacerdote en funciones es presidente del consejo supremo o sanedrín, suprema autoridad del judaísmo. El sanedrín está constituido por la aristocracia sacerdotal, los doctores de la ley y los seglares conspicuos. Los dirigentes judíos traman la muerte de Jesús; también después de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles continuarán sus manejos para impedir que se vaya formando la Iglesia (Cf. Hch 4,1; 5,17).
El
pueblo, sin embargo, sigue adherido a Jesús, está pendiente de sus labios. La
gran masa («todo el pueblo») está de su lado. Escuchan la palabra de Jesús.
Cuando los apóstoles comiencen a edificar la Iglesia sucederá lo mismo. El
pueblo acudía junto a Pedro y Juan (Act 3,11); éstos hablan al pueblo (4,1); el
pueblo tenía en gran estima a la Iglesia naciente (5,13). En este pueblo se
diseña el verdadero pueblo de Dios de Israel, que está pronto a aceptar el
mensaje de Dios anunciado por Jesús. De este pueblo se formará el nuevo pueblo
de Dios de la Iglesia (*). Por temor al pueblo no osa el sanedrín proceder
abiertamente y con violencia contra Jesús (cf. Act 5,26). En Jesús, Señor de la
Iglesia naciente, ve la Iglesia su propio destino.
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* El original griego usa la palabra laos.
Es característica de los escritos lucanos. En éstos se usa con frecuencia para
designar a Israel como pueblo de Dios del Antiguo Testamento (por ejemplo: Lc
2,32; Hch 26,17.23; 28,27.28; Lc 19,47; 22,66; Hch 4,8.23; Lc 24,19). De ahí
pasa a la Iglesia de Cristo: en los Hechos (l5,14; 18,10) y en particular en los
escritos paulinos y en la literatura influida por ellos. La Iglesia «es el
verdadero laos, en medio del cual mora Dios, y que tiene acceso a él, porque es
santo en cuanto santificado por Cristo». Aquí se expresa con toda concisión una
certeza, que a la Iglesia con su patrimonio religioso, la liga tan sólidamente
con el Pueblo de Dios veterotestamentario, como la distingue de su estadio
precedente dejado atrás, por razón de la acción salvadora de Cristo. (STRATHMANN).