CAPÍTULO 17


Lc/17/01-04

1 Luego dijo a sus discípulos: Es imposible que no haya escándalos. Pero ¡ay de aquel por quien vienen! 2 Más le convendría que le ataran alrededor del cuello una rueda de molino y lo arrojaran al mar, que escandalizar a uno solo de estos pequeñuelos. 3a ¡Tened, pues, cuidado de vosotros mismos!

En el Antiguo Testamento se sintió vivamente el problema de que al rico que no se cuida de la ley de Dios le va bien, mientras que el pobre que pone su esperanza en Dios lleva una existencia miserable. «Estaban ya deslizándose mis pies, casi me había resbalado. Porque miré con envidia a los impíos, viendo la prosperidad de los malos. Pues no hay para ellos dolores; su vientre está sano y pingüe... En vano, pues, he conservado limpio mi corazón y he lavado mis manos en la inocencia... Púseme a pensar para poder entender esto, pues era ciertamente cosa ardua a mis ojos; hasta que penetré en el secreto de Dios y puse atención a las postrimerías de éstos» (Sal 73). Tampoco en la antigua Iglesia fueron siempre tratados los pobres como los elegidos de Dios, como los alabados en la predicación del Evangelio (cf. Sant 2,5.12s). Pablo tuvo que escribir a la comunidad de Corinto: «Así pues, cuando os congregáis en común, eso no es comer la cena del Señor; pues cada cual se adelanta a comer su propia cena, y hay quien pasa hambre, y hay quien se embriaga... ¿Tenéis en tan poco las asambleas del Señor, que avergonzáis a los que no tienen?» (ICor 11,20-22). El rico sin piedad es un escándalo para los pobres. El discípulo de Jesús, el cristiano, debe ponerse en guardia para no dar escándalo.

El escándalo se siente como un poder personal, que pone obstáculos a la fe e induce a la apostasía. Los escándalos son hijos del demonio (Mt 13,38.41). El que se atiene firmemente a la fe en Cristo y cumple la voluntad de Dios proclamada por él, debe para ello resistir a los escándalos (Mt 7,23). Es imposible que no vengan los escándalos, pues forman parte del plan de Dios, por lo cual son necesarios (Mt 18,7). La predicación del Evangelio acarrea también escándalos. Sólo el tiempo de la consumación los desarraigará (Mt 13,41).

Los escándalos se sirven del hombre para lograr su fin. Vienen por él cuando él se les ofrece como instrumento. Sobre tal hombre se pronuncia el ¡ay! de conminaciones proféticas. Su fin es la perdición eterna. El delito de que se hace reo el que se constituye en instrumento del escándalo, es enormemente grande. Su gravedad se muestra en el castigo excogitado para el seductor: Debe ser arrojado al mar con una rueda de molino al cuello. La profundidad tenebrosa y sin fondo es una imagen del infierno. Hay que impedir que el escándalo se insinúe entre los hombres, hay que cortarle el camino.

Más conviene eliminar al escandaloso, que permitir que se escandalice a uno solo de los pequeñuelos. La salvación de estos pequeños está en peligro. Estos pequeños no son los niños, sino los pobres, los desheredados, los despreciados, tal como se los representa en la figura del pobre Lázaro. Precisamente a éstos ha elegido Dios y les ha preparado su reino (6,20ss). Ante Dios, cada uno de estos pequeños en particular tiene un valor supremo, puesto que su voluntad es que no se pierda ninguno de estos pequeños (Mt 18,14).

3b Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente perdónalo. 4 Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces vuelve hacia ti para decirte: Me arrepiento, lo has de perdonar.

¿Cómo se ha de restablecer y mantener la paz? Los discípulos son una comunidad de hermanos. Si tu hermano peca... Hermanos se llamaban los compatriotas y correligionarios judíos; este título pasó a los cristianos. Deben proceder como hermanos que tienen solicitud por la santificación de los hermanos. La comunidad fraterna de los discípulos no es una comunidad de santos exenta de faltas. Cuando peca el hermano, cuando peca contra el hermano, éste no debe permanecer impasible; se trata, en efecto, de la salvación del hermano. Lo primero que hay que hacer es reprenderlo. El que lo deja obrar a su talante sin preocuparse de su pecado, se hace culpable: «No odies en tu corazón a tu hermano, pero repréndelo para no cargarte tú por él con un pecado» (Lev 19,17). La palabra de amonestación inducirá al hermano a corregirse. Si éste reconoce su culpa y se convierte, entonces debe el hermano perdonar al hermano.

La comunidad de los discípulos se santifica cuando un hermano perdona al otro, le perdona una y otra vez a pesar de las recaídas, siete veces al día, siempre que haga falta, sin límite alguno. Si el discípulo perdona a su hermano, también Dios le perdonará a él su propia culpa (11,4). Con la solicitud de todos por la salvación del hermano y con el perdón de todas las ofensas personales y de todos los agravios experimentados viene a ser el pueblo de Dios un pueblo santo. También aquí, como en el caso del perdón de Dios, el arrepentimiento y conversión es la base de todo.

d) Bienaventurado el pobre (/Lc/17/05-10)

5 Los apóstoles dijeron al Señor: Auméntanos la fe. 6 Respondió el Señor: Si tenéis una fe del tamaño de un granito de mostaza, podéis decir a este sicómoro: Desarráigate y plántate en el mar, y os obedecerá.

¿Quién puede cumplir las exigencias radicales de Jesús? ¿Su exposición y superación de la ley? ¿La decisión radical en favor de Dios contra el asalto del Mamón? Una vez que Jesús, en otra ocasión, expuso sus exigencias radicales, dijeron sus oyentes: «¿y quién podrá salvarse?» Pero él explicó que lo que es imposible al hombre es posible a Dios (18,26). Ahora hablan los apóstoles. Han comprendido que a su fe hay que añadirle fe si han de cumplir lo que exige Jesús. Aguardan de Jesús la fuerza de cumplir lo que él les pide. Jesús anuncia la salvación y también sus condiciones, y da la fuerza para cumplirlas. Él es poderoso en obras y en palabras.

El don salvífico fundamental es la fe. Con la fe se domina lo más difícil; a la fe se ha prometido la salvación. El grano de mostaza es la más pequeña de todas las semillas (Mc 4,31). apenas tan grande como una cabeza de alfiler.

La fuerza de las raíces del sicómoro negro es tan grande que este árbol puede estar en pie en la tierra 600 años, pese a todas las inclemencias del tiempo. sin embargo, una sola palabra proferida con el mínimo de verdadera confianza en Dios podría hacer que tal árbol se arrancara y se transplantara al mar. Por mar se entiende aquí el lago de Genesaret. Dios da fuerza divina para cumplir los imperativos de Jesús, si el que sigue a Jesús cree que con él se ha inaugurado el tiempo de salvación y si pone toda su confianza en lo que él anuncia. Jesús anuncia el reino misericordioso de Dios.

Quien reconoce su propia pobreza e incapacidad mediante una confianza sin límites en la obra salvífica de Dios por Jesús, alcanza algo sobrehumano, la nueva vida. En él se glorifica Dios. Lázaro, el pobre mendigo que, con su nombre, anuncia la misericordia de Dios, descansa en el seno de Abraham. La fe da participación en la poderosa vida de Dios la cual no tiene límites. Si el discípulo ha de perdonar siete veces al días, esto es efecto de la infinita misericordia de su amor que perdona, representado por las parábolas relativas al amor de Dios, a los pecadores.

7 ¿Quién de vosotros que tenga un criado arando o guardando el ganado, le dirá al llegar éste del campo: Anda, ponte en seguida a la mesa, 8 y no le dirá más bien: Prepárame de cenar, y disponte a servirme hasta que yo coma y beba; que luego comerás y beberás tú? 9 ¿Acaso tiene que dar las gracias al criado, por haber hecho éste lo que se le mandó?

Al igual que este labrador procederían todos aquellos de los que habla Jesús. El criado trabaja en el campo, contratado por un año. Por ello tiene el labrador derecho a toda su capacidad de trabajo. El criado tiene que arar, cuidar del ganado y desempeñar en la casa todos los servicios, ocuparse de la cocina y de la mesa. Las exigencias del labrador, que por cierto es de los pequeños -sólo tiene un criado para todas las labores-, son irritantes. El criado ha trabajado en el campo, mientras el labrador se estaba en casa; el criado vuelve a casa fatigado, y el labrador está a la mesa y se deja servir por él; el criado tiene hambre tras una jornada de trabajo, pero tiene que aguardar hasta que haya comido su amo. El labrador no le da las gracias; hace sencillamente valer sus derechos. En efecto, el criado es eso, criado, y tiene que hacer lo que se le mande. Jesús no se pronuncia sobre esta situación social, irritante para nuestro modo de sentir; la toma sencillamente como imagen para una parábola.

10 Pues igualmente vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: Siervos inútiles somos; hemos hecho lo que teníamos que hacer.

La parábola no trata de ofrecer un retrato de Dios, sino únicamente hablar de la actitud del hombre ante Dios. El servicio de Dios es un servicio de criados. Dios da el encargo, el hombre tiene que cumplirlo. El deber pesa sobre el hombre como la responsabilidad civil sobre el deudor. Dios no le debe nada, él lo debe todo a Dios. Él no tiene exigencias que formular a Dios; Dios no le debe la menor recompensa, ni siquiera gratitud. Incluso si el criado ha hecho todo lo que se le había encargado, no ha hecho sino cumplir su deber. El criado es, en efecto, eso, criado, pobre criado, que no sirve para otra cosa sino para ser su criado, simple criado y nada más. El discurso profético de Jesús sostiene sin miramientos los derechos de Dios, aunque se ve rebajado casi hasta la nada aquel a quien afectan estos derechos. Así, el hombre viene a ser precisamente libre, vaciándose y dilatándose, para que Dios le otorgue los bienes del reino. Bienaventurados los pobres, pues de ellos es el reino de Dios.

Los doctores de la ley entre los fariseos conciben la relación entre Dios y el hombre como una relación contractual: yo doy para que tú des, prestación por prestación. Si se cumple la ley, si se hace lo que Dios tiene encargado, entonces debe Dios recompensa. La parábola de Jesús descarta tal mentalidad. Dios no debe nada, ni siquiera las gracias. El hombre no es sino un simple criado. En Lucas va dirigida la parábola a los apóstoles. Lo han dejado todo y han seguido a Jesús (5,11), han cumplido con sus exigencias radicales. ¿Pueden hacer valer su prestación? ¿Pueden invocar derechos ante Dios? Según san Mateo, san Pedro dirige a Jesús la pregunta: «Mira: nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué habrá, pues, para nosotros?» (Mt 19,27). Pedro aguarda su recompensa. Este pensar en la recompensa se descarta mediante la parábola de los trabajadores de la viña (Mt 20,1-16). La recompensa de Dios no corresponde a la prestación del hombre. Lo que nosotros llamamos recompensa es don de la bondad divina. Lucas cierra su composición relativa a las exigencias radicales de Jesús con esta parábola del pobre criado. Los apóstoles que lo han dejado todo sólo pueden decir: Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer. Son criados de Dios que erige su reino, otorga su misericordia proclamándola, hace visible por ellos su magnificencia. En este servicio no pasan ellos nunca de ser simples criados, que sólo hacen aquello a que están obligados. Pablo escribe: «Anunciar el Evangelio no es para mí motivo de gloria; es necesidad que pesa sobre mí. ¡Y ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (lCor 9,16). El cristiano que cree haberlo hecho todo, no tiene derecho a formular exigencias a Dios. La actitud que pinta Jesús conserva la paz en la comunidad, pese a todas las diferencias entre las personas (Rom 15,1-2).


III. ULTIMAS ETAPAS DEL VlAJE (17,11-19,27).

1. PERSPECTlVA DE LA GLORIFICACIÓN (17,11-18,8).

a) El samaritano agradecido (Lc/17/11-19)

11 Y mientras él iba de camino a Jerusalén, atravesaba por Samaria y Galilea.

Jesús va de camino; una vez más vuelve a recordarse la marcha (9,51; 13,22). La meta de la marcha es Jerusalén. El camino va por Samaría y Galilea. Jesús venía de Galilea, pasaba por Samaría y continuaba hacia Jerusalén. Sólo quien, como Lucas, mira hacia atrás al camino, puede escribir así: Por Samaría y Galilea. La marcha y la acción están tan dominadas por Jerusalén, que sólo desde aquí se puede ver el camino. Sólo en función de Jerusalén, donde aguarda la elevación de Jesús, puede comprenderse su camino, su marcha y su acción (*).

El relato había comenzado con un hecho acontecido en Samaría; otro hecho que trae a la memoria a Samaría inicia la última parte de la marcha. Samaría es el puente por el que la palabra de Dios va de Galilea a Jerusalén, y por el que va de Jerusalén a los gentiles. El encargo del Resucitado era de este tenor: «Seréis testigos míos en Jerusalén, y en toda Judea y Samaría, y hasta en los confines de la tierra» (Act 1,8). En el camino de Jesús está diseñado el camino de su Iglesia; su camino es fruto de los caminos de Jesús.
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Las palabras «por Samaria y Galilea» crean desde antiguo dificultades para su explicación, como lo muestran la tradición manuscrita y las tentativas de explicación. «Por Samaria y Galilea» se explica con frecuencia: «entre Samaria y Galilea», por la zona limítrofe de estas dos fajas de tierra (cf. Mc 10,1; Mt 19,1). Hay quien, haciendo historia, lo explica así: «Jesús, viniendo del oeste, caminaría algún tiempo siguiendo la línea divisoria entre Galilea y Samaría, para llegar al Jordán; río abajo iba el camino directo hacia Jerusalén» (F. ZEHRER).
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12 Y al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia, 13 y levantaron la voz, diciendo: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! 14 Cuando él los vio, les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.

También ahora va el camino de ciudad en ciudad y de aldea en aldea (13,22). La enfermedad y la miseria reúnen a los hombres y hacen olvidar los odios nacionales entre judíos y samaritanos (9,53; Jn 4,4-9). A los leprosos les estaba permitido entrar en aldeas, pero no en ciudades amuralladas, no digamos en la santa ciudad de Jerusalén. «El leproso, manchado de lepra, llevará rasgadas sus vestiduras, desnuda la cabeza, y cubrirá su barba, e irá clamando: ¡Inmundo, inmundo! Todo el tiempo que le dure la lepra será inmundo. Es inmundo y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada» (Lv 13,45s).

Jesús es llamado Maestro. Hasta ahora sólo le habían hablado así los apóstoles, subyugados por su poder (5,5; 9,49), llenos de asombro por su gloria (9,33), o cuando esperaban ayuda en su desamparo (8,24). A esta interpelación añaden los leprosos una invocación implorando misericordia.

Jesús es maestro de la ley, lleno de poder y de misericordia. En él ha amanecido el reino de Dios, que se revela en poder y misericordia a todos los hombres.

A los leprosos dirige Jesús la instrucción de cumplir la ley relativa a la purificación de la lepra, todavía antes de que hayan quedado limpios. «Esta será la ley del leproso para el día de su purificación» (Lv 14,2). En la obediencia a la ley, que les indica Jesús, hallarán salvación los leprosos. El que oye a Moisés y a los profetas, se salva (16,29). También el samaritano, que es un extraño para los judíos, halla la salvación por este camino. Por Jesús viene de los judíos al samaritano la salud (Jn 4,22).

15 Entonces uno de ellos, al verse curado, volvió atrás, glorificando a Dios a grandes voces, 16 y se postró ante los pies de Jesús, para darle las gracias. Precisamente éste era samaritano.

Probablemente se efectúa la curación mientras los leprosos estaban todavía en camino hacia el sacerdote. Uno de los curados regresa de inmediato. Glorifica a Dios alabándolo y dándole gracias. Dios actúa por Jesús. El curado pronuncia su alabanza de Dios delante de Jesús, postrándose a sus pies. Dios causa la salvación por Jesús. La gracia de Dios apareció en él. Esto se reconoce mediante la acción de gracias.

La proximidad de Dios causa profunda emoción. Quien experimenta la proximidad de Dios clama a grandes voces: los demonios (4,33; 8,28), el pueblo a la entrada de Jesús en Jerusalén (19,37), Jesús mismo al morir (23,23; cf. Hch 7,60). Igualmente se postra de hinojos ante Jesús quien rinde homenaje a Dios presente en él: el padre de la hija moribunda (8,41); el leproso que implora su curación (5,12). En Jesús se hace visible el poder y la misericordia de Dios. Jesús es la epifanía de Dios. En él está presente el reino de Dios.

El curado que vuelve a Jesús es un samaritano. Como el samaritano compasivo estaba en el camino del Evangelio y del reino de Dios con sus buenos servicios llenos de compasión, así también lo está este samaritano por medio de su gratitud. La sencillez y los nobles sentimientos humanos son un camino hacia la salvación si van unidos a la fe en la palabra de Jesús, en la que se encierran la ley y los profetas. La palabra da fruto si se acoge en un «corazón noble y generoso» (8,15). En el samaritano se diseña el camino del Evangelio hacia los paganos.

17 Y Jesús replicó: ¿Pues no han quedado limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? 18 ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero? 9 Luego le dijo: Levántate y vete; tu fe te ha salvado.

Jesús había esperado que volvieran todos y dieran gloria a Dios, por él. Por él vienen las gracias de Dios, por él se da gloria a Dios. «No hay salvación en otro hombre» (Hch 4,12). Sólo el extranjero regresa. El samaritano, que, como extranjero, no cuenta entre los hijos de Israel, no osa formular exigencias a Dios. Lo que recibe lo toma como presente de la gracia de Dios y da gracias. Los judíos no dan gracias porque son judíos y consideran como debidos los dones de Dios. Reciben del enviado de Dios lo que, según ellos, les corresponde. Les falta la actitud fundamental necesaria para recibir la salvación. En el extranjero se hallan actitudes que facilitan el acceso a ella: gratitud, alabanza, confesión de la propia pobreza delante de Dios. El camino de la salvación está abierto a todos, incluso a los extranjeros, a los pecadores, a los gentiles. Lo que salva es la fe, la decisión y entrega a la palabra de Jesús y a la acción salvífica de Dios a través de él.

b) La venida del reino de Dios y del Hijo del hombre (Lc/17/20-37)

Cuestiones relativas al tiempo final sirven de introducción a la segunda parte del relato del viaje (13,22ss). También las hallamos al comienzo de la tercera parte. En el camino hacia la meta asedian el corazón las preguntas relativas al fin. A los fariseos se les habla de la venida del reino de Dios (17,20-21), a los discípulos, de la venida del Hijo del hombre. El reino de Dios está ya presente, el Hijo del hombre tiene todavía que venir. Este discurso combina una serie de frases de la tradición especial del tercer evangelio con otras que se hallan también en Mt 24s. El discurso tiene una estructura fácil de reconocer: Introducción (v. 22), la venida del Hijo del hombre como acontecimiento que no puede pasar inadvertido (v. 23s), necesidad de que antes padezca el Hijo del hombre (v. 25), la manifestación del Hijo del hombre, que sorprenderá a la generación sumida en los asuntos terrenos (v. 2S30), exhortación a estar preparados (v. 31-33), división de los hombres en el momento del retorno (v. 34ss), conclusión (v. 37).

20 Preguntado por los fariseos cuándo había de llegar el reino de Dios, él contestó: El reino de Dios no ha de venir aparatosamente; 21 ni se dirá: Míralo aquí, o allí. Porque mirad: el reino de Dios ya está en medio de vosotros.

En el reino de Dios está reunido en una sola palabra todo lo que Israel aguarda para el futuro. Cuando Dios tome posesión de su reino, todo estará en regla. La pregunta de cuándo se verá satisfecha esta gran esperanza y expectación preocupaba a todos los ambientes: a los fariseos, a los apocalípticos y a los discípulos de Jesús (19,11; 21,7; Act 1,6). Desde los tiempos del profeta Daniel se habían establecido cómputos para escudriñar este misterioso cuándo. Setenta años hubo de vivir Israel en la cautividad de Babilonia (Jer 25,11; 29,10) antes de verse libre de ella, setenta semanas de años había ahora que aguardar la aparición del reino de Dios (Dan 9,2ss). Insurrecciones, guerras, pestes, hambres, carestías, trastornos del orden moral, catástrofes de la naturaleza se consideraban como señales del tiempo mesiánico; en efecto, el tiempo de salvación irá precedido de grandes tribulaciones (Dan 12,1); el nuevo tiempo nacerá del antiguo bajo «dolores de parto» (Mc 13,8). Jesús anuncia el reino de Dios; tiene que responder a la pregunta de cuándo vendrá. Su respuesta les deja desconcertados. La aproximación del reino de Dios no puede observarse. Viene de tal forma que nadie puede decir: «Míralo aquí» o «Míralo allí». Los vaticinios y los cálculos salen fallidos. El reino de Dios ya está en medio de vosotros, ya esta presente (*).

Que el reino de Dios ha aparecido ya, se muestra en la acción de Jesús. Jesús expulsa los demonios con el dedo de Dios (11,20). Satán ha quedado sin fuerza (10,18), porque ya se ha inaugurado la soberanía de Dios. La ley y los profetas llegaban hasta Juan, desde entonces se anuncia el reino de Dios como buena nueva de victoria (16,16; 4,21). Jesús satisface las esperanzas de Israel tocante al reino de Dios. Con Jesús se ha iniciado ya el tiempo de salvación prometido. ¿Qué se veía de él? ¿Cuáles de los grandes acontecimientos que se esperaban se han producido ya? ¿No son también éstas nuestras preguntas? Nosotros vivimos en el tiempo de salvación. El reino de Dios presente es «misterio» (Mc 4,11; Lc 8,10) que sólo se puede captar con la fe en la palabra de Jesús. Para el creyente está «visible» la presencia del reino de Dios en la acción del Espíritu Santo (24,49), al que Cristo exaltado envió a su Iglesia (Act 1,4).

La palabra de Jesús habla sólo de la presencia del reino de Dios en medio de sus contemporáneos, pero no de que él mismo lo trae, de que está presente en él. Jesús desempeña la función de profeta de la salvación de los últimos tiempos, de pregonero de la misma, que conoce el misterio del reino de Dios. Sin embargo, él es más que esto. Él expulsa los demonios con el dedo de Dios (11,20). Dios le ha dado su poder; por él reina Dios. Los fariseos debían quedarse pensativos al oír las palabras de Jesús.
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De Lc 17,21 se dan principalmente dos traducciones y explicaciones: 1) El reino de Dios está en vosotros, en vuestro interior (en el corazón); 2) el reino de Dios está entre vosotros, en medio de vosotros. La mayoría de los autores modernos optan con razón por esta segunda explicación, por ser la única conciliable con las demás aserciones de Jesús relativas al reino de Dios. Esta traducción se interpreta de dos maneras: a) Cuando aparezca el reino de Dios, vendrá de repente (de golpe), sin que anteriormente se note nada de su venida; b) el reino de Dios está ahora ya entre vosotros. Esta interpretación parece preferible, pues no se habla de la venida repentina y de golpe; la respuesta de Jesús a las preguntas trata de mostrar que no tiene razón de ser observar el momento de la aparición del reino de Dios, o calcularlo, y buscar el lugar en que ha de aparecer.
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22 Luego dijo a los discípulos: Tiempo llegará en que desearéis ver siquiera uno de los días del Hijo del hombre, y no lo veréis.

A los fariseos ha hablado Jesús del reino de Dios que ya está presente; a los discípulos les habla del Hijo del hombre, que ha de venir. Los discípulos son iniciados en el misterio que rodea al Hijo del hombre. Los días del Hijo del hombre se iniciarán cuando él aparezca en su esplendor regio (cf. 23,43), cuando se revele el poder divino que ha sido transmitido al Hijo del hombre (Dan 7,13), cuando se revele Cristo en su gloria como el elegido de Dios, cuando se acerque la redención (21,28). El Hijo del hombre es Jesús mismo (12,8s). Con su acción se ha inaugurado el reino de Dios, pero todavía se aguardan los «días del Hijo del hombre».

Tiempo llegará... Así hablan los profetas que anuncian ruina (Jr 32; 9,24; 16,14; 19,6; 23,5.7; Am 4,2 y passim). Jesús anuncia días de terror. La tribulación será tan grande que los discípulos mirarán con gran ansia hacia los días del Hijo del hombre y aguardarán ardientemente la venida del Mesías. Vivir uno solo de estos días les daría fuerza y consuelo; pero tienen que aguardar y perseverar con paciencia. El tiempo de la tribulación se extiende de la ascensión de Jesús a los cielos hasta su segunda manifestación. Los discípulos de Jesús andan desalentados con la cabeza baja (21,28); son perseguidos y duramente probados. Lo que en este tiempo de la Iglesia levanta los ánimos es la esperanza de la manifestación del Hijo del hombre.

La historia sagrada de Israel desemboca en el tiempo final. Este tiempo ha comenzado con Jesús; por él se ha cumplido el pasado, el fin ha comenzado ya a alborear. Sin embargo, todavía se aguarda la consumación definitiva. El reino de Dios ha llegado ya, pero al Hijo del hombre hay todavía que aguardarlo. El discípulo de Jesús vive en tensión entre lo que ya está presente y lo que todavía no se ha manifestado. Así pues, la vida de la Iglesia se desenvuelve entre realización y expectativa, entre posesión y esperanza, entre gozo y temor, «gozosos en la esperanza» (Rom 12,12).

23 Entonces os dirán: Míralo allí, míralo aquí; pero no vayáis ni corráis detrás. 24 Porque, como el relámpago fulgurante brilla de un extremo a otro del horizonte, así sucederá con el Hijo del hombre en su día.

En un tiempo tan atribulado es fácil prestar oído a todas las voces que anuncian redención. Surgen profetas e intérpretes de los signos. Anuncian que el Hijo del hombre y Salvador ya está aquí. Desde la Iglesia primitiva hasta nuestros tiempos no han faltado tales profetas, que anuncian ya como presente el final victorioso y beatificante que se acerca. Pero el discípulo de Jesús no debe dejarse engañar. Cuando venga el Hijo del hombre, el hecho no pasará inadvertido ni dejará lugar a duda. Este imponente acontecimiento es en sí mismo luz, que no podrá menos de verse. Cuando venga el Señor en su gloria, no hará falta que nadie se lo haga notar al otro. Todos verán y sabrán: Está aquí.

25 Sin embargo, primero es necesario que él padezca mucho y sea reprobado por esta generación.

Jesús camina hacia Jerusalén. Cuando llegue al término de su camino ¿establecerá poderosamente el reino de Dios y se revelará en gloria como el Hijo del hombre? Así habían creído los discípulos. «Cuando estaba ya cerca de Jerusalén, pensaban ellos que el reino de Dios iba a manifestarse inmediatamente» (19,11). Es designio y voluntad de Dios que Jesús llegue a la gloria pasando por la reprobación y la muerte. Tiene que sufrir mucho de parte de sus contemporáneos y ser condenado en juicio. El Hijo del hombre experimenta la suerte del siervo de Dios, que fue despreciado y abandonado por los hombres, varón de dolores y familiarizado con la enfermedad, como uno ante quien hay que cubrirse el rostro (Is 53,3ss). En el camino de Jesús se diseña también el camino de sus discípulos, el camino de la Iglesia. La Iglesia experimenta el sufrimiento y la tribulación, necesarios por designio divino, antes de alcanzar su gloria.

26 Y como ocurrió en los tiempos de Noé, así sucederá también en los días del Hijo del hombre: 27 comían y bebían, se casaban ellos y daban a ellas en matrimonio, hasta el día en que Noé entró en el arca, y llegó el diluvio, y acabó con todos. 28 Igualmente sucedió en los tiempos de Lot: comían y bebían, compraban y vendían, plantaban y edificaban; 29 pero, el día en que salió Lot de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre y acabó con todos. 30 Lo mismo sucederá el día en que el Hijo del hombre se manifieste.

Los días del Hijo del hombre comenzarán cuando el Hijo del hombre salga de su ocultamiento en el cielo (Col 3,3), se descubra y se manifieste (Cf. 1Co 1,7; 2Ts 1,7; 1P. 1,7.13). Entonces tendrá lugar la redención y la condenación, pues el Hijo del hombre es juez (*).

La venida del Hijo del hombre es una promesa confortante (17,22) y una amenaza inquietante. Todavía no se ve y se hace esperar. Así pues, no se cuenta todavía con ella en la vida, no hay por qué preocuparse ni molestarse. La vida sigue su curso normal, se satisfacen las necesidades suscitadas por el hambre, la sed y el instinto sexual, se practica lo que asegura la existencia: negocios, trabajo, construcción de viviendas. No se concibe lo serio de la situación que supone la repentina venida del Hijo del hombre; no se toma en consideración que viene a juzgar; que la vida futura depende de su decisión es cosa que no entra en los cálculos.

Dos acontecimientos de la historia sagrada descubren lo grave de esta situación: lo que sucedió a los contemporáneos de Noé y de Lot (Gén 6,11-13; 18,20ss). La generación del diluvio y los habitantes de Sodoma quedaron excluidos del mundo futuro (Dt 32,32; Is 1,10; Jr 23,14; Ez 16,45-59; 2P 2, 6s; Jd 7: tipos de los pecadores). No se dejaron mover a creer en el juicio venidero y a convertirse, por el testimonio de Noé, «predicador de justicia» (2Pe 2,7), y por «el justo Lot, que vivía entre ellos y día tras día se afligía en su alma justa por las malas obras que veía y oía». La sentencia cayó repentinamente sobre ellos. Un estribillo preñado de amenazas cierra la exhortación bíblica: «Y acabó con todos.» La catástrofe sobreviene por medio de fuego y agua. Estos dos elementos enseñan al hombre cuán poca consistencia tiene todo aquello en que se apoyan, cuán repentinamente se disipa lo que poseen. En ambos elementos se representa el juicio de Dios. «Al afirmar esto se les escapa que en otro tiempo hubo cielos y hubo tierra, salida del agua, que en medio del agua tomó consistencia por la palabra de Dios. Por ella, el mundo de entonces pereció en el diluvio. Pero los cielos y la tierra de ahora están guardados por la misma palabra, reservados para el fuego en el día del juicio y de la destrucción de los impíos» 2Pe 3,5-7).
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Mt 25,31-46. «La verdadera función escatológica del Hijo del hombre en su segunda venida es, como en los textos judíos tardíos, sobre todo en el Henoc etiópico, la de juzgar... La función de juez, que en el Nuevo Testamento se atribuye también con frecuencia a Dios, está directamente relacionada con la representación del Hijo del hombre» (O. CULLMANN).
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31 En aquel día, el que esté en la terraza y tenga en la casa sus cosas, no baje a recogerlas; e igualmente, el que esté en el campo, no vuelva hacia atrás. 32 Acordaos de la mujer de Lot. 33 El que pretenda conservar su vida, la perderá; y el que la pierda, la conservará.

¿Qué tendrá consistencia y valor aquel día, el día en que el Hijo del hombre aparezca en la gloria de su reino, en el que se ejecute el juicio sobre los hombres? Aun las cosas más imprescindibles habrán de abandonarse: los utensilios de la casa, los aperos e instrumentos para el cultivo del campo. Lo único importante y decisivo será en aquel día la venida del Señor. Todo se desvaloriza cuando se hace visible el verdadero valor, que consiste en poder salir airoso del juicio del Señor (21,36). Tal actitud escatológica debe marcar la vida entera del discípulo de Cristo. Sólo así se puede alcanzar la vida propiamente dicha, la vida en el reino de Dios, la salvación. Aquel cuyo corazón esté tan apegado a lo terreno, que no logre desprenderse resueltamente de ello, incurrirá en la perdición.

La mujer de Lot puede servir de escarmiento. Cierto que salió de la ciudad de Sodoma cuando sobrevino el castigo de Dios, pero, como seguía aficionada a lo que dejaba detrás, miró atrás y quedó petrificada, convertida en estatua de sal, como monumento «de un alma incrédula» (Sab 10,7). Sólo logra la verdadera vida quien está pronto a perder la vida terrena y el disfrute de esta vida cuando no hay otro medio de cumplir la palabra de Dios. La muerte engendra la vida. El Hijo del hombre tiene que padecer y ser reprobado antes de entrar en su gloria.

Aquel para quien la venida del Hijo del hombre haya de ser para su bien, para su salvación, debe estar animado de los mismos sentimientos que el discípulo que quiere seguir a Jesús. De éste se dice: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue cada día con su cruz y sígame. Pues quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la pondrá a salvo» (9,23s). Y luego: «Ninguno que ha echado la mano al arado y mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.» Seguir a Jesús en el tiempo de la Iglesia es tener puesta la mira en el Hijo del hombre que ha de venir. Esta manera de mirar al Hijo del hombre y de aguardarlo se inspira en el modo cómo los discípulos siguieron al Jesús histórico.

34 Yo os lo digo: en aquella noche, dos estarán a la misma mesa, el uno será tomado y el otro dejado; 35 dos mujeres estarán moliendo juntas: la una será tomada y la otra dejada.

Según la creencia judía, el Mesías vendrá en la noche pascual. Esta noche en que ha de venir aportará el juicio. Este comenzará con la separación de los justos y de los injustos (Mt 25,32). Los justos serán conducidos al Señor (1Tes 4,16s), los otros serán entregados a la perdición (Mt 13,48). La sentencia se pronuncia sobre todos, sobre hombres y mujeres; los sorprende en medio de su trabajo cotidiano. Dos hombres estarán sentados a la misma mesa, dos mujeres estarán moliendo juntas. La sentencia será muy diferente para ambos. ¿Qué es lo que determinará la sentencia? La vida del uno se pasa en comidas y cenas, la del otro en la espera de la venida del Hijo del hombre. Los unos están dormidos en su interior, los otros están en vela aguardando la gran promesa. Para unos la vida no va más allá del tiempo presente, otros tienen puesta la mira en una vida que comienza con la venida de Cristo. La decisión versa sobre la confesión de Jesús, sobre la obediencia a su palabra (13,26ss).

37 Entonces le preguntan: ¿Dónde, Señor? El les contestó: Donde esté el cadáver, allí también se reunirán los buitres.

La pregunta por el cuándo abre el discurso sobre el tiempo final, la pregunta por el dónde, lo cierra. Preguntas curiosas, superficiales, distraen de lo esencial. El reino de Dios está presente. Viene el Hijo del hombre. La promesa está ya cumplida, pero todavía no en forma acabada. ¿Qué se desprende de esto?

Los cadáveres atraen a los buitres. Esto lo saben todos. Como los buitres son atraídos por los cadáveres, así será atraído por los hombres pecadores el juicio que condena. Lo importante no es la pregunta por el lugar del juicio, sino la cuestión de la liberación del pecado, la cuestión de la conversión. Cuando Jesús anuncia el tiempo final, exhorta a la conversión y a la penitencia. Proclama el reino de Dios de la misericordia, a fin de que la venida del Hijo del hombre no redunde en perdición.