CAPÍTULO 16


5. HIJOS DE ESTE MUNDO (16,1-17-10).

El pecado no impide salvarse, supuesto que se efectúe la conversión ¿Cuáles son, pues, los obstáculos para salvarse? Esta sección parece dar la respuesta a esta pregunta. Se divide en dos subsecciones de análoga estructura: 16,1-18 y 16,19-17,10. Cada subsección comienza con un relato seguido de aplicaciones. La primera subsección se cierra con palabras dirigidas a los fariseos, que exigen un cumplimiento radical de la ley (16,14-18); la segunda termina con palabras dirigidas a los apóstoles relativas a la fe (17,5-10). El primero de los dos relatos muestra cómo puede el hombre servirse de sus bienes para la salvación, la segunda muestra cómo con los mismos puede acarrearse la ruina. En cada uno de los dos aparecen tres figuras. En la primera el terrateniente, el administrador y los deudores; en la segunda el rico, el pobre y Abraham. En la primera, el administrador da, y de esta manera se prepara un porvenir; en la segunda, el rico no da, y así se acarrea la ruina.

La propiedad y el hecho de tomar esposa impidieron a los invitados acudir al gran banquete a la hora señalada. El seguimiento radical de Jesús es renuncia a la propiedad y a la familia (14,25-34). Sin embargo, no a todos se exige este seguimiento radical. De todos modos, sin renunciar a algo es imposible ser verdadero discípulo de Cristo. Esta nueva sección doctrinal puede llevar por título: Hijos de este mundo (16,8), ya que se trata de la cuestión: ¿Cómo puede el discípulo de Jesús -cuyos pensamientos deben estar en lo alto, donde reina Cristo (Col 3,1)- defenderse contra los asaltos del mundo, que quiere apararlo totalmente? «Todo lo que hay en el mundo -los deseos de la carne, los deseos de los ojos y el alarde de la opulencia (la ilusión de creer que toda salvación depende solamente del hombre) no proviene del Padre, sino que procede del mundo» (IJn 2,16). A estas tres cosas se opone el orden en la administración de los propios bienes (los dos relatos con sus aplicaciones), la nueva ordenación de la ley del matrimonio (16,18), la humildad (17,10). Una composición análoga se halla también en Mateo (19,2-20). Allí tenemos el mismo problema, la misma manera de tratarlo y la misma conclusión: La salvación es don de Dios, al que el hombre no tiene derecho alguno, aun cuando haya cumplido con lo exterior; en ambos casos se emplea diferente material de tradición.

a) El administrador infiel (Lc/16/01-13)

1a Decía también a los discípulos:...

En presencia de los fariseos y de los escribas (15,2) se habla del gozo de Dios por el retorno y conversión de los pecadores. Los publicanos y los pecadores oyen esta buena nueva. Están presentes también muchos que marchan con Jesús. Ahora se dirige Jesús a los discípulos. a los que están resueltos a aceptar su palabra y a seguirla. También éstos tienen necesidad de instrucción que les ponga en claro lo que es necesario para alcanzar la gloria que se halla al final de la marcha.

1b Había un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue denunciado ante su dueño como malversador de sus bienes. 2 Lo llamó, pues, y le dijo: ¿Qué es lo que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu gestión, porque ya no podrás seguir administrando mis bienes.

El rico es terrateniente, probablemente extranjero. Explota sus bienes por medio de un administrador nativo, que está autorizado a obrar con gran margen de autonomía, pero que tiene que rendir cuentas al dueño. A este administrador lo han denunciado -con razón o sin ella- ante su señor como malversador de sus bienes. Para el señor es esta denuncia más que razón suficiente para pedirle cuentas al administrador. Hay que entregar documentos, recibos, facturas, pues entonces no se conocía una contabilidad en regla. Al mismo tiempo se notifica su cese al administrador. La pregunta que le dirige el dueño da claramente a entender que está muy disgustado y que ha decidido despedirlo. Al administrador se le presenta una situación nada halagüeña.

3 El administrador dijo entonces para sí: ¿Qué voy u hacer, ahora que mi señor me quita la administración? Para cavar, ya no tengo fuerzas; pedir limosna, me da vergüenza. 4 Ya sé lo que tengo que hacer, para que, cuando quede destituido de la administración, las gentes me reciban en sus casas.

El diálogo que entabla el administrador consigo mismo revela el apuro en que se halla. Ha perdido el buen nombre. No puede ni pensar en «una buena colocación». Para trabajos pesados le faltan ya las fuerzas, el decoro no le permite mendigar. Se pone a considerar como el que quería construir la torre y como el rey amenazado por una guerra. Decide «perdonar», y así le darán buen trato a él. ¿Qué hay que hacer para asegurarse el porvenir? La gran cuestión en la peregrinación de la vida.

Al administrador no le atormentan escrúpulos de conciencia. Todavía tiene en la mano la posibilidad de crearse amigos que le queden obligados, que le ofrezcan albergue. Todavía es administrador, que puede negociar con lo que se le había confiado. Sólo le preocupa salvar su existencia futura.

No pierde un minuto; el momento crítico impone una acción rápida. La proclamación del tiempo final pone el sello a la parábola.

5 Y llamando uno por uno a los deudores de su señor, preguntó al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? 6 Éste contestó: Cien medidas de aceite. Entonces le dijo él: Pues toma tu recibo, siéntate ahí y escribe en seguida que son cincuenta. 7 Después preguntó a otro: Y tú, ¿cuánto debes? Éste contestó: Cien medidas de trigo. Él le dice: Toma tu recibo y escribe que son ochenta.

Los deudores son mayoristas, que tienen facturas atrasadas. En la parábola sólo se presenta a dos deudores. El trigo y el aceite eran los principales productos de la tierra en Palestina. Cien medidas (bat, en el texto original) de aceite eran la cosecha de 140-160 olivos, una cantidad de unos 365 litros. Cien medidas (cor) de trigo se pueden cosechar poco más o menos en 42 hectáreas de tierra, es decir, unos 360 hectolitros. Al primero le rebaja el administrador el 50% de la deuda, al segundo el 20%. En cuanto al valor, la suma es bastante parecida, unos 500 denarios. El denario de plata era el jornal ordinario de un trabajador del campo (Mt 20,2-13). El estilo narrativo oriental tiene preferencia por los grandes números. Dado que el administrador quiere asegurarse un largo porvenir, no puede contentarse con poco, tiene que atreverse a mucho.

8 Y alabó el señor al administrador infiel, por haber obrado con tanta sensatez. Pues los hijos de este mundo son más sensatos en el trato con los suyos que los hijos de la luz.

¿Quién es el señor que alaba al administrador? ¿El terrateniente? ¿Será éste tan poco egoísta, será capaz de tanto humorismo que se permita alabar la sagacidad del administrador infiel? El señor es Jesús (7,6; 11,39). Ahora bien, ¿cómo puede Jesús alabar por su sagacidad a este estafador tan redomado y tan ladino? La narración no es una historia, sino una parábola, ¿Dónde está su quid, su moraleja?

El objeto de la alabanza no es la taimada pillería y la desvergüenza del estafador, sino la audacia y la resolución con que se saca partido del presente con vistas al futuro; no lo es el fraude en cuanto tal, sino la ponderada previsión para el futuro, mientras todavía hay tiempo. Al administrador se le llama administrador «infiel», administrador fraudulento, injusto, sin conciencia. Las parábolas tratan de despertar la atención, de forzar a plantearse problemas.

Es sensato el discípulo que cuenta con que el Señor ha de venir y ha de pedir cuentas (12,42-46), el que no vive sencillamente al día, sino que conoce el imperativo del momento, el que procede con valor y decisión a fin de poder triunfar al fin, el que perdona a fin de poderse asegurar el porvenir. La parábola es un llamamiento escatológico: sé prevenido, y en esta última hora piensa en tu futuro de1 tiempo final.

Como una acusación suenan las palabras de Jesús cuando declara: Los hijos de este mundo son más sensatos que los hijos de la luz. «Este mundo» está bajo la influencia y el dominio de Satán, príncipe (Jn 12,31) y dios de este mundo (2Cor 4,4). Los hijos de este mundo sólo se dejan guiar por los principios y los intereses de los hombres distanciados de Dios. No se preocupan de Dios y de su voluntad, ni de sus promesas y amenazas para el futuro. Para ellos la vida no tiene más objeto que este mundo. Se ponen bajo el influjo de Satán y constituyen su séquito y su reino. En cambio, los hijos de la luz se dejan guiar por la luz en su modo de pensar y de obrar. «Mientras tenéis luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz» (Jn 12,36). Luz es Dios (lJn 1,5), luz es Cristo (Jn 8,12), luz es la gloria de Dios (Mt 17,2). Los cristianos son hijos de la luz. «Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas» (lTes 5,5). «En otro tiempo erais tinieblas; mas ahora, luz en el Señor» (Ef S,8). El administrador infiel es un hijo de este mundo. Se deja guiar por el cuidado de su existencia terrena. Con valor, con resolución y sin escrúpulos aprovecha lo que le puede proporcionar ventaja para su vida de la tierra. Los hijos de la luz tienen ojos que ven lo que es la vida, el hombre, el mundo delante de Dios. En la fe en la palabra de Dios reconocen el mundo futuro que se descubre tras el presente, el reino de Dios con todas sus promesas, la vida eterna. En cambio, los hijos de la luz, comparados con los hijos de este mundo, son irresolutos y flojos en su acción cuando se trata de cuidar de su espléndido futuro. Jesús tiene razón de quejarse. No en todos los sentidos son los hijos de este mundo más sensatos que los hijos de la luz. Son más sensatos... en el trato con los suyos, con la generación que es la suya, en la esfera de los asuntos de la tierra, en la vida económica y de los negocios, dondequiera que se trate de procurarse una vida vivible. En una cosa no son sagaces: su mirada no se extiende más allá de lo de la tierra, no reconocen el mundo futuro. Sagaz, tal como lo entiende Cristo, sólo es aquel que no se sumerge de tal modo en la existencia terrena que olvide que se acerca el reino de Dios. Es sagaz «el criado a quien su señor, al volver, lo encuentra haciendo así» (es decir, dedicado fielmente a su servicio) (12,42ss).

9 Y yo os digo: mediante el Mamón injusto procuraos amigos, para que, cuando éste deje de existir, os reciban en las tiendas eternas.

El administrador infiel se aprovecha de los bienes que administra para hacerse amigos que se interesen por él cuando ya no pueda ser administrador. El discípulo de Cristo debe también, como el administrador, procurar, con sus bienes, ganar amigos que intervengan en su favor a la hora de la muerte, en la cual los bienes de la tierra pierden su valor (12,20). Gana amigos, con sus bienes, el que los emplea para hacer limosnas. «Vended vuestros bienes para darlos en limosna. Haceos de bolsas que no se desgastan, de un tesoro inagotable en los cielos, donde no hay ladrón que se acerque ni polilla que corroa» (12,33). Las limosnas y las obras de caridad son intercesores cerca de Dios, hacen al hombre digno de ver la faz de Dios y dan participación en el mundo futuro. Así se pensaba en el pueblo de Jesús.

La riqueza se llama Mammón («lo que es seguro y da seguridad») (*). Los hombres creen que con el dinero y los bienes pueden asegurar su existencia (12,15s). Pero la riqueza no cumple lo que promete. Jesús la llama «Mamón injusto» también (16,11). Con frecuencia su adquisición y su empleo van acompañados de injusticia. «Entre el comprar y el vender se hinca el pecado» (Eclo 27,2). Para adquirir las posesiones y para aumentarlas se perjudica al otro. El que confía en las posesiones se hace su esclavo y no puede ya servir a Dios (Mt 6,24), incurre en «injusticia», en pecado.

Dios recibe en las tiendas o tabernáculos eternos a los que practican el bien. «En casa del Padre celestial hay muchas moradas» (Jn 14,2). Cuando habla Jesús de la vida del más allá se expresa con frecuencia en el lenguaje de su ambiente, en el que también se decía: «Vi otra visión: las moradas de los justos y los lugares de reposo de los santos. Aquí vi yo con mis propios ojos sus moradas con sus ángeles justos y sus lugares de reposo con los santos, y éstos imploraban, intercedían y oraban por los hombres» (Henoc 39,4s).
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Cf. H. HAAG - A. VAN DEN BORN - S. DE AUSEJO, Diccionario de la Biblia Herder, Barcelona, 4, 1967, col. 1151s. Nota del traductor.
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10 El que es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y el que es infiel en lo poco, también lo es en lo mucho. 11 Si, pues, no habéis sido fieles en el Mamón injusto, ¿quién os confiará el verdadero bien? 12 Y si no habéis sido fieles en lo ajeno, ¿quién os dará lo nuestro?

Al administrador se le exige que sea fiel (12,42; lCor 4,2). El administrador de la parábola no era fiel, sino injusto. Despilfarró los bienes que le había confiado su señor y los utilizó para sus propios fines con perjuicio de su dueño. El Señor no alaba la infidelidad del administrador, como si tal proceder rufianesco fuera sensato. El que tiene posesiones no es en todo caso más que administrador, puesto que el propietario de nuestros bienes es Dios. Los bienes que nos han sido encomendados deben administrarse fielmente, conforme a la voluntad de Dios.

Los bienes de la tierra no son el don supremo que Dios nos confía. Es solamente lo poco, no mucho. Mucho es lo auténtico, en lo que podemos basarnos y apoyarnos, lo venidero, la participación en el reino de Dios, la vida nueva, eterna. Los bienes de la tierra son sólo poco; no pueden asegurar verdaderamente la vida. No pueden impedir la muerte (12,22-31), ni siquiera añadir lo más insignificante a la duración de la vida y a la estatura (12,25). Sólo al que sabe administrar debidamente lo poco, se le confía lo mucho. Si no sois fieles en lo pequeño, ¿quién os dará lo grande? (cf. Mt 25,21). Dios da los futuros bienes celestiales sólo al que administra fielmente los bienes de la tierra conforme a su voluntad. El Mamón es lo ajeno; el reino de Dios, la nueva vida, es lo nuestro (*)17. Nosotros los hombres, que sólo existimos una vez, no confiamos lo nuestro, a lo que está apegado nuestro corazón, y lo que nos es caro y precioso, a un hombre que ni siquiera sabe administrar lo extraño, que no tiene profunda relación con nosotros. Si Dios nos da su reino y participación en su vida, nos da de lo suyo, en lo que él mismo, para hablar de Dios en términos humanos, está interesado. El Mamón le es ajeno, no tiene con él ninguna relación personal. Si nosotros no administramos fielmente lo ajeno, ¿cómo nos confiará Dios lo nuestro, como él lo llama? Mediante la fidelidad en la administración de los bienes terrenos se prueba al discípulo, para ver si es apto para recibir los bienes del mundo futuro.
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Hay manuscritos en que se lee «lo mío», otros «lo vuestro»; lo mío es lo que pertenece a Jesús y lo que él da, el reino de Dios (22,28s); lo vuestro es también el reino de Dios, la vida eterna, que verdaderamente nos pertenece a nosotros, cuando Dios nos la da; estos dones son, en efecto, inamisibles (vida «eterna»).
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13 Ningún criado puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No podéis servir a Dios y a Mamón.

El discurso sobre el reino y el capital se cierra con una palabra de amonestación. El servicio de Dios y el culto a la riqueza son dos cosas incompatibles. Dios y las riquezas reclaman al hombre entero. cada uno por su lado. Dios quiere ser amado «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (10,27). Como muestra la experiencia, también la riqueza absorbe al hombre entero. Dinero, propiedad, ganancia encadenan al hombre, absorben sus fuerzas, lo dominan. ¿Cómo se puede conciliar tal servicio a dos señores, cada uno de los cuales exige entrega completa? ¿Puede un esclavo servir como esclavo a dos amos? Cada uno de los dos amos puede a cada momento exigir un servicio total. Nadie es capaz de prestar tal servicio simultáneo a dos señores. Las palabras de Jesús tienen por imposible un compromiso doble: servir a Dios y servir a Mamón; exigen una decisión; servir a Dios o servir a Mamón.

¿Qué elección se ha de hacer, qué decisión se ha de tomar? Dios es una realidad que no admite concurrencia. El que se halla ante la alternativa de decidirse por Dios o por el Mamón, debe decidir entre estas dos cosas: amar a Dios u odiarlo, despreciarlo o adherirse a él. Ahora bien, ¿quién querrá postergar a Dios, despreciarlo, odiarlo? Las palabras de Jesús invitan a reflexionar, causan inquietud, quitan la «bienaventuranza» de poseer. En el poseer hay peligro de que esto quite al hombre la libertad de seguir la llamada y la palabra de Dios: «Lo que cayó en zarzas son los que oyeron; pero con las preocupaciones y las riquezas y los placeres de la vida, se van ahogando y no llegan a madurar» (8,14).

Lo que Jesús dijo sobre la administración de los bienes y de las posesiones halla eco y explicación en las palabras de la primera carta a Timoteo: «A los ricos de este mundo, recomiéndales que no sean altivos, ni pongan su esperanza en cosa tan insegura como la riqueza, sino en Dios, que nos provee de todo espléndidamente para nuestra satisfacción; que practiquen el bien, que se hagan ricos en buenas obras, que sean generosos, dadivosos, atesorando así para sí mismos un buen capital para el futuro, hasta lograr la auténtica vida» (ITim 6,17ss).

b) Los fariseos aficionados al dinero (Lc/16/14-18)

14 Estaban oyendo todo esto los fariseos, que son aficionados al dinero, y se burlaban de él. 15 Pero él les dijo: Vosotros os presentáis como justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestro corazón; porque aquello que es alto entre los hombres, es abominación ante Dios.

Los fariseos pasaban por aficionados al dinero. Jesús les echa en cara que devoran las casas de las viudas (20,47). En la secta de Qumrán se los llama «gente embustera, que tiene puesta la mira en pasarlo bien y vivir en la abundancia». Del doctor de la ley Jokcanán (* 287) se ha transmitido esta sentencia: «Los miembros dependen del corazón, el corazón depende de la bolsa.» Entre los fariseos, la pobreza es mirada como una maldición. La riqueza es premio de la religiosidad, la pobreza es castigo por el pecado. «Riquezas, honra y (larga) vida son premio de la humildad y del temor de Yahveh» (Prov 22,4). Quien impugna la riqueza de los fariseos, pone también en duda su fidelidad a la ley y su moralidad. Jesús osa hacerlo y trastorna su doctrina. Él va de una parte a otra como pobre (8,1), predica la renuncia a las posesiones y declara bienaventurados a los pobres, mientras que lanza conminaciones -«¡ay de vosotros!»- contra los ricos. En favor de ellos hay una larga tradición. Se burlan de él y lo desprecian.

Los fariseos, aficionados al dinero, aseguran su vida mediante las riquezas, y su existencia delante de Dios mediante «obras de justicia»: no olvidan la ley y hacen buenas obras. Se tienen por justos y están convencidos de que también Dios aprueba este dictamen. Por sus riquezas reconocen que Dios confirma su parecer. Jesús, en cambio, desbarata este juicio y este modo de pensar, destruye su seguridad, reduce a escombros su construcción religiosa, tras la que se atrincheran. Dios mira al corazón, a las intenciones de que proceden las obras. No buscan a Dios, sino su honra, se buscan a sí mismos (Mt 16,1-18). Al que Dios hace justo, ese es justo en verdad. Ahora bien, Dios sólo hace justo al que es pequeño ante Dios. Lo que es alto entre los hombres, es abominación ante Dios, impuro y repugnante como un ídolo. «El hombre será humillado, abatidos los varones, y bajados los ojos altivos» (Is 15,5). Por Jesús invierte Dios el juicio de los fariseos: «Gloríese el hermano humilde en su exaltación, y el rico en su humillación, porque pasará como flor de heno» (Sant 1,9s). La primera bienaventuranza del sermón de la montaña resuena en estas palabras: «Bienaventurados los pobres» (6,20), «Bienaventurados los pobres en el espíritu» (Mt 5,3).

16 La ley y los profetas llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia el Evangelio del reino de Dios, y cada uno entra en él a viva fuerza. 17 Pero es más fácil que pasen el cielo y la tierra, que una tilde de la ley caiga.

Los fariseos se mofan de la novedad de la predicación de Jesús. No reconocen la hora de la historia de la salvación que ha sonado con él. El primer período de esta historia, el tiempo de la ley y de los profetas, el tiempo de la promesa, terminó con Juan Bautista. Ahora se proclama el reino de Dios como buena nueva y victoria. Ha llegado el tiempo de la realización; con Jesús está presente la salvación prometida. Jesús saca a la luz la nueva época (4,16ss).

Todos se esfuerzan por entrar en el reino de Dios y cada cual emplea todas sus fuerzas para salvarse. Aquí asoma de nuevo la imagen del combate (13,24). En el espíritu de su obra histórica ve Lucas cómo una gran muchedumbre de gentes aceptan la buena nueva y se esfuerzan por alcanzar la salvación pese a las angustias y a las persecuciones. Su evangelio muestra cómo el pueblo, los publicanos y los pecadores se lanzan por este camino que está abierto a todos, en oposición contra los dirigentes del pueblo. Los Hechos de los apóstoles estarán precisamente penetrados de la idea de que la hora de salvación ha sido comprendida y aprovechada por los gentiles, por todos y cada uno. El entusiasmo y el júbilo que resuena en este «cada uno» muestra que no hay barreras que cierren el camino de la salvación. Pero, con todo, no se debe silenciar que es necesario esforzarse por entrar, que sólo a viva fuerza se puede entrar en el reino de Dios. El radicalismo de Jesús tiene sentido porque se ha iniciado el tiempo decisivo. Nadie puede hurtar el cuerpo a la decisión por la doctrina de Jesús. Cada uno se ve en la necesidad de imponerse esfuerzos con resolución. También el fariseo, pese a que él se tiene por justo, debe obedecer al imperativo de esta sentencia.

Los fariseos se tienen por justos. Están convencidos de que conocen y observan exactamente la ley. ¿Está justificada esta idea que se forman de sí mismos? Su celo por la ley ¿no los autoriza a burlarse del radicalismo de Jesús? ¿Qué se les puede reprochar? El mundo del reino de Dios y su presencia por Jesús no abroga la ley. El cielo y la tierra, lo más permanente que conoce el hombre, pasarán antes de que cese la ley de Dios y pierda su vigor la voluntad de Dios contenida en ella. Era necesario repetir esto contra aquellos que, llenos de entusiasmo por el alborear de los tiempos nuevos, querían deshacerse de todas las ataduras.

Por el hecho de tomar Dios posesión de su reino, se cumple la voluntad de Dios contenida y expresada en la ley. Esta se realiza ahora tan radicalmente, que no se descuida el menor detalle (la tilde es el adorno más pequeño que acompaña a diferentes letras hebreas). En el reino de Dios se impone plenamente la voluntad de Dios, pero también se exigen los mayores esfuerzos para que se cumpla completamente. La mutación, el paso decisivo del tiempo de las promesas al tiempo de la realidad es también la mutación decisiva en la entrega a la voluntad de Dios. El hombre no puede conservar ni reservarse para sí la más pequeña parte de su ser: todo, hasta las profundidades de su personalidad (corazón) debe estar disponible para la voluntad de Dios.

La ley bien entendida se mantiene en vigor, es superada por Jesús y se incorpora a la gracia del reino de Dios, que actúa omnipotentemente. Por eso puede también decir Jesús: «Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20).

18 Todo el que despide a su mujer y se casa con otra, comete adulterio, y el que se casa con la despedida por su marido, comete adulterio.

La ley veterotestamentaria no se suprime, sino que la apremia el alborear del tiempo de la salud. La voluntad de Dios contenida en ella se hace valer sin concesiones a la flaqueza humana.

El Antiguo Testamento conoce la posibilidad del divorcio: «Si un hombre toma una mujer y llega a ser su marido, y ésta luego no le agrada, porque ha notado en ella algo de torpe, le escribirá el libelo de repudio, y poniéndoselo en la mano, la mandará a su casa» (Dt 24,1). Cuando existía el motivo de divorcio -algo torpe- y se había entregado el libelo de repudio, quedaban libres ambos, el hombre y la mujer, y ambos podían casarse de nuevo. Una escuela de doctores de la ley en tiempos de Jesús había interpretado tan ampliamente el motivo de divorcio, que por aquellos días todo matrimonio podía ser disuelto. En efecto, «un motivo cualquiera» era suficiente para el divorcio (cf. Mt 19,3).

Jesús, en cambio, proclama la indisolubilidad del matrimonio. Aunque se entregue el libelo de repudio, éste ha perdido su fuerza jurídica, y el matrimonio sigue existiendo. Por consiguiente, el nuevo matrimonio de los divorciados se equipara al adulterio. Ambos hombres incurren en culpa: el que toma una nueva esposa, y el que toma por esposa a la mujer divorciada. Ambos obran contra la santidad del matrimonio.

Los fariseos se tienen por justos porque observan la ley de Dios. Dios, sin embargo, exige una justicia que es mayor que la de los escribas y fariseos (Mt 5,20). Jesús les echa en cara que abandonan el precepto de Dios para conservar tradiciones de los hombres (Mc 7,8). Además, la ley del Antiguo Testamento no es la expresión acabada de la voluntad de Dios. Jesús es quien, al anunciar el reino de Dios, pone también de manifiesto la voluntad de la ley. Dado que ha sonado la hora escatológica, interviene Jesús, sin cuidarse de las condiciones y dificultades de este mundo, sin consideraciones con la flaqueza humana en relación con la voluntad de Dios, y presenta las exigencias de Dios en toda su integridad, exentas de todo compromiso.

El mensaje de Jesús va hasta la raíz de las exigencias de la ley. Él eliminó las concesiones a la flaqueza humana, como en el caso del juramento (Mt 5,33-37), y con más consecuencias en el caso del divorcio (Mt 5, 31s), y en la forma más tajante cuando se trata de no tomar represalias (Mt 5. 38-42) y del amor a los enemigos (Mt 5,43-48). De entre todos estos imperativos destaca Lucas únicamente la indisolubilidad del matrimonio. ¿Qué es lo que le mueve a ello? Los hombres que habían sido invitados al banquete no acudieron por causa de los bienes y de la mujer (14,20). Debido a la dureza de corazón de los judíos había tolerado Dios la disolución del matrimonio en el Antiguo Testamento (Mt 19,8). El apego a los bienes y el apego a la mujer son un obstáculo para la docilidad del corazón humano frente a la llamada de Dios. Esta docilidad se ha de lograr radicalmente gracias a la pobreza y a la virginidad (Mt 19,12.21). El estadio que precede al desprendimiento total de la propiedad y del matrimonio por razón del reino de Dios es la fiel administración de los bienes por medio de limosnas y la observancia de la indisolubilidad del matrimonio. Ambas cosas, el hacer el bien y el matrimonio indisoluble son distintivos de los discípulos de Jesús. Así entra el discípulo a viva fuerza en el reino de Dios. De esta manera debe cada día dar de nuevo prueba de sí mismo y optar por el llamamiento de Dios, nunca puede decir que lo ha hecho ya todo.

c) El rico epulón (Lc/16/19-31)

19 Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes. 20 A su puerta yacía un pobre, llamado Lázaro, lleno de llagas, 21 el cual deseaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico, y hasta los perros se acercaban para lamerle las llagas. 22 Sucedió, pues, que el pobre murió, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Pero murió también el rico, y fue sepultado. 23 Y en el abismo, estando en medio de tormentos, levantó los ojos y vio desde lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. 24 Entonces gritó: Padre Abraham, ten compasión de mí, y envía a Lázaro para que, mojando en agua la punta del dedo, venga a refrescarme la lengua; que estoy sufriendo horrores en estas llamas. 25 Pero Abraham le contestó: Hijo, acuérdate de que ya recibiste tus bienes en tu vida, mientras Lázaro, en cambio, los males; ahora, pues, él tiene aquí el consuelo, mientras tú el tormento. 26 Y además de todo esto, entre nosotros y vosotros ha quedado establecido un inmenso vacío, de suerte que los que quieren pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni tampoco atravesar de ahí a nosotros.

Se ha alcanzado ya la primera cima de la narración. Con una imagen de gran dramatismo se representa lo que significan las conminaciones lanzadas a los ricos que están hartos y que ríen, así como las bienaventuranzas de los desheredados, de los que tienen hambre y de los que lloran (6,20ss). Lo que aquí se relata es una amonestación a los ricos y un consuelo para los pobres. Para el rico cada día es una fiesta regocijada, un espléndido banquete. Todos los días se viste de fiEsta: la indumentaria exterior es de lana adornada de púrpura fenicia, la interior, de lino finísimo importado de Egipto a Palestina. Las comidas son de fiesta. Este rico puede permitirse aquello con que soñaba para el futuro el rico labrador: «Descansa, come, bebe, y pásalo bien» (12,19). El reverso de la medalla, la contrapartida, es el pobre. Cubierto de llagas está echado a la puerta que lleva al palacio del rico; allá es llevado todos los días. El hambre lo atormenta. En las casas acomodadas se utilizan en la comida las migajas para limpiarse las manos y luego se tiran debajo de la mesa. El pobre suspira por ellas con avidez, pero nadie se las da. Los perros medio salvajes que vagan por las calles le lamen las llagas, sin que el pobre hombre pueda impedirlo. El nombre del pobre es Lázaro, el-azar, que quiere decir: Dios ayuda. Es uno de esos pobres que llevan su miseria con paciencia y confianza en Dios, que sólo pueden soportar su existencia porque se fían de Dios; es uno de esos que en los salmos y en las palabras de los profetas son consolados con las promesas de Dios, de esos a quienes van dirigidas las bienaventuranzas del sermón de la montaña.

El rico vive como si no existiera Dios. Lo tiene todo. ¿Qué falta le hace Dios? No ve a Dios, no ve al pobre. Vive a sus anchas, nadando en el placer y en la abundancia. No está contra Dios, ni tampoco oprime al pobre. Únicamente está ciego para no ver a Dios, al pobre, «a Moisés y a los profetas». El relato hace hincapié en lo que viene después de la muerte. Ambos mueren, el rico y el pobre. Del pobre y del rico se dice la misma palabra: «murió»; esto es común a los dos. En la muerte son los dos iguales. Sigue el entierro. Todavía una última diferencia. El rico es sepultado con pompa y fasto. El entierro del pobre no se cuenta, ni se menciona, porque ni siquiera era digno de mención. Sin embargo, ha comenzado ya la gran mutación. Los ángeles se lo llevan. «Cuando un justo pasa de este mundo al otro, le salen al encuentro tres coros de ángeles puestos a su servicio.» Llevan al pobre al banquete celestial. Allí recibe un puesto honorífico a la derecha del padre de familia, Abraham (Mt 8,11). El rico va después de su muerte al mundo inferior (el hades), que aquí se entiende como lugar de castigo y de tormento. Los muertos se hallan en lugares diferentes, según que en su vida terrena cumplieran o no la voluntad de Dios. La existencia del hombre no se restringe a la vida de la tierra, sino que perdura todavía después de la muerte. La historia narrada traza las líneas que van del ahora al entonces, indicando lo que significa lo presente para el futuro. Hay todavía algo más que el bienestar de la vida de la tierra.

El rico se halla en el lugar del tormento, Lázaro sentado a la mesa del banquete celestial, en el seno de Abraham (se comía recostado), en el lugar de la felicidad y bienaventuranza. «Tras el juicio aparece el foso de los tormentos, y enfrente el lugar de refrigerio, se hace visible el horno del infierno, y enfrente la dicha del Edén (del Paraíso)», así se expresa el cuarto libro de Esdras (7,36). De un lugar al otro se pueden ver y hablar los unos con los otros. En el mundo inferior puede el rico levantar los ojos y ver a Abraham desde lejos. Según el libro mencionado, las almas de los réprobos se ven atormentadas porque observan cómo hay ángeles que en profundo silencio guardan las moradas de las otras almas (4Esd 7,85). Lo que dice Jesús en esta narración acerca de la vida de ultratumba se inspira en las ideas de su ambiente. No quiere decir que el otro mundo sea así en realidad. La historia del rico epulón no es una «guía de viaje» del más allá. Jesús utiliza las imágenes tradicionales para anunciar su doctrina de forma más gráfica y penetrante. El pobre está sentado a la mesa del banquete; el rico, lejos, está atormentado; el pobre goza del puesto de honor, el rico sufre una sed terrible, el pobre está harto, el rico ansía poder humedecer su lengua seca con un poco de agua. A los impíos les aguardan «sed y tormentos» (4Esd 8,59). El que sufrió en su vida terrena es consolado, el que gozó es atormentado. Esto suena como si en el más allá todo se redujera a un reajuste de las suertes de la tierra. Ahora bien, ¿por qué es atormentado el rico? ¿Sólo porque fue rico? ¿Por qué es dichoso el pobre? ¿Sólo porque fue pobre? La primera parte de la narración necesita ser completada. La primera cima reclama la segunda.

La suerte del rico en el más allá es desesperada. Los judíos estaban convencidos de que su padre Abraham podía con su intercesión librarlos incluso del infierno. «Los que caminan por el valle de lágrimas son los que en esa hora son juzgados en el Gehinnon (el infierno); luego viene nuestro padre Abraham, los hace subir y los acoge.» El rico avariento clama en su tormento a su padre Abraham. ¡En vano! Entre el lugar del tormento y el lugar de la bienaventuranza hay un foso infranqueable: no hay intercesión que salve, no se puede esperar cambio de morada. Está desbaratada toda esperanza.

27 El rico respondió: Ruégote siquiera, padre, que lo envíes a casa de mi padre -28 porque tengo cinco hermanos-, con el fin de prevenirlos, para que ellos no vengan también a este lugar de tormento. 29 Pero Abraham le replica: Ya tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen. 30 Él insistió: No, padre Abraham; si, en cambio, se presenta a ellos alguno de entre los muertos, se convertirán. 31 Pero Abraham le dijo: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, ni aunque resucite uno de entre los muertos se dejarán persuadir.

Ahora aparece claro por qué es atormentado el rico. Disfrutó de la riqueza, se sentía seguro, no tenía órgano para percibir la constancia y el consuelo que se nos da por la Escritura (Rom 15,4), era sordo a la palabra de Dios y a su llamamiento. La riqueza y la vida en la abundancia habían vuelto ciego al rico, ciego para no ver a Dios, ciego para no ver al pobre, ciego para la otra vida; lo hicieron refractario al otro mundo. A las bienaventuranzas de los que por su aflicción ponen su esperanza en Dios y por ello tienen el corazón abierto a Dios, siguen las bienaventuranzas de los que son accesibles a los hombres y a su miseria (cf. Mt 5,3-6; 5,7-10). Lázaro, que en su aflicción pone su esperanza en Dios, es admitido en el banquete del reino. La riqueza encierra peligros...

En Moisés y en los profetas, en la Sagrada Escritura, Dios nos dejó consignada su palabra, que quiere amonestarnos, apercibirnos, iluminarnos y guiarnos para que no vayamos a dar en el lugar de los tormentos. «Y tenemos así más confirmada la palabra profética, a la que hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que brilla en lugar oscuro, hasta que despunte el día y salga el lucero de la mañana en vuestro corazón» (2Pe 1,19). Esta palabra lleva a reformar los pensamientos conforme a los pensamientos de Dios, es el comienzo del retorno a Dios y a la penitencia. El contenido de la Escritura es Jesucristo, su muerte y su resurrección (24,27.46). El que oye la palabra de Jesús y la sigue es preservado de la suerte del rico, ya que el fruto del anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús es la penitencia y la conversión (Act 2,37s).

El que no escucha la Sagrada Escritura, tampoco se deja convencer aunque venga un mensajero del otro mundo. Incluso el mayor milagro, la resurrección de un muerto, sería en vano. Lázaro de Betania fue resucitado, y con ello se consumó el endurecimiento de los judíos hostiles a Cristo (Jn 11,46ss). Dios satisfizo el deseo del rico resucitando a Jesús de entre los muertos. En él dio a los doctores de la ley y a los fariseos la señal que exigían al igual que el rico: «Esta generación perversa y adúltera reclama una señal, pero no se le dará más señal que la del profeta Jonás. Porque así como estuvo Jonás en el vientre del monstruo marino tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre en las entrañas de la tierra tres días y tres noches» (Mt 12,39s).

El rico, que está en peligro de apoyarse en su riqueza y de fiarse de ella, tiene que cambiar de dirección y buscar la voluntad de Dios. Fruto genuino de tal cambio de dirección y de tal retorno a Dios es el amor al prójimo con obras (3,10s): «¿Sabéis qué ayuno quiero yo?, dice el Señor, Yahveh: Romper las ataduras de iniquidad, deshacer los haces opresores, dejar ir libres a los oprimidos y quebrantar todo yugo; partir tu pan con el hambriento, albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver tu rostro ante tu hermano» (Is 58,6s). La comunidad en la que pensaba ante todo Lucas tenía necesidad de la amonestación, como la consignó Santiago en una situación semejante: «Escuchad, hermanos míos queridos: ¿No escogió Dios a los pobres según el mundo, pero ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que le aman? ¡Y vosotros habéis afrentado al pobre!... Hablad y actuad como quienes han de ser juzgados por una ley de libertad. Pues habrá un juicio sin misericordia para quien no practicó misericordia» (Sant 2,5.6.12s).