CAPÍTULO 13

b) Los acontecimientos invitan a la conversión (Lc/13/01-09)

1 En aquel tiempo se presentaron unos para anunciarle lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ellos ofrecían. 2 Él les respondió: ¿Pensáis que esos galileos, por haber sufrido semejante suerte, eran mas pecadores que todos los demás galileos? 3 Nada de eso -os lo digo yo-; pero, si no os convertís, todos pereceréis igualmente.

Mientras hablaba Jesús del significado de la hora presente como de un tiempo de decisión fijado por Dios, se presentaron algunos, probablemente galileos, que le refirieron cómo el procurador romano, Pilato, había mandado degollar a algunos galileos en el atrio del templo mientras ofrecían sacrificios. Acerca de este hecho no tenemos información fuera del relato evangélico. Sin embargo, no parece imposible en la historia de la administración de Pilato. Los galileos propendían a la lucha, sobre todo si estaban afiliados al partido de los celotas, que querían imponer con la fuerza un cambio político. Pilato era duro y cruel. La acción era tanto más horrorosa, por cuanto la sangre de los sacrificantes se había «mezclado» con la sangre de los sacrificios. La cruel ejecución de los galileos tuvo lugar en una fiesta de pascua; en efecto, debido al gran número de víctimas, los hombres mismos inmolaban los corderos, cuya sangre derramaban los sacerdotes sobre el altar. Las gentes estaban horrorizadas al ver derramada sangre humana, profanados los sacrificios, y a los romanos atentando incluso contra lo que estaba consagrado a Dios.

Las gentes refirieron a Jesús lo sucedido, seguramente porque pensaban que también él quedaría impresionado y hasta quizá podría intervenir. Se preguntaban por qué Dios había dejado matar a aquellos galileos mientras sacrificaban y creían que la explicación estaba en que eran pecadores y habían recibido el castigo que merecían sus pecados. Los judíos decían: No hay castigo sin culpa; las grandes catástrofes presuponen graves pecados. Jesús enfoca el acontecimiento referido a la luz de su predicación acerca del sentido del tiempo presente. Aquí no niega la conexión entre pecado y castigo. Lo que no es correcto es concluir de este hecho que aquellos galileos castigados hubieran sido más pecadores que los demás galileos. Todos son pecadores, todos son reos del castigo de Dios. Por eso todos tienen necesidad de convertirse y de hacer penitencia si quieren librarse de la condenación que les amenaza.

4 Y de aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? 5 Nada de eso -os lo digo yo-; pero, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.

Tampoco de esta desgracia tenemos noticias extraevangélicas. La muralla sur de Jerusalén corría hacia el este hasta la fuente de Siloé. Probablemente había allí un torreón de la muralla. Podemos conjeturar que este torreón se había derrumbado durante las obras de conducción de aguas ejecutadas por Pilato. Todavía se recordaba la catástrofe. En este suceso se trata de una desgracia que no se debió directamente a intervención humana. En tal caso era todavía más obvio pensar que se trataba de un castigo de Dios. Jesús no niega el carácter de castigo del accidente. Sin embargo, lo sucedido es un aviso y un llamamiento a la conversión. Los dieciocho habitantes de Jerusalén que habían sido víctimas de la catástrofe no eran más culpables que los demás habitantes de la ciudad.

Los acontecimientos de la época no son interpretados por Jesús políticamente, sino sólo en sentido religioso. Dado que Jesús está penetrado de la idea de que se ha iniciado el tiempo final, enjuicia el tiempo con normas propias de los tiempos finales. Lo que sucede en el tiempo es evocación del tiempo final, las catástrofes políticas y cósmicas son señales de la catástrofe del tiempo final. El tiempo final exige decisión, conversión, penitencia. Incluso todas las catástrofes que se producen en el tiempo son una llamada a entrar dentro de nosotros mismos, anuncian la necesidad de volverse a Dios. Es endurecimiento de los hombres el no convertirse a pesar de las pruebas. «El resto de la humanidad, los que no fueron exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos, de modo que no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera, que no pueden ver ni oír ni andar. Y no se convirtieron de sus asesinatos, ni de sus maleficios, ni de su fornicación, ni de sus robos» (Ap 9,20s).

6 Entonces les proponía esta parábola: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña; fue a buscar fruto en ella, pero no lo encontró. 7 Dijo, pues, el viñador: Ya hace tres años que estoy viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a estar ocupado inútilmente el terreno? 8 Dícele el viñador: Señor, déjala todavía este año; ya cavaré yo en derredor de ella y le echaré estiércol, 9 a ver si da fruto el año que viene; de lo contrario, entonces la cortarás.

En las viñas de Palestina se suelen plantar también árboles frutales. Su cuidado, al igual que el de las cepas, está confiado al viñador que está al servicio del dueño de la viña. Las viñas eran lugar propicio y preferido para las higueras; por eso se explica que el propietario de la viña espere frutos de la higuera. Sin embargo, tres años había esperado en vano. Hay que arrancar el árbol que absorbe inútilmente los humores de la tierra. Sin embargo, el hortelano quiere hacer todavía una última tentativa bondadosa, a su árbol preferido quiere tratarlo con preferencia. Si esta última prueba resulta inútil, entonces se podrá arrancar ese árbol que no da fruto.

También esta parábola está destinada a interpretar el tiempo de Jesús. Es el último plazo de gracia que el Hijo de Dios recaba de su Padre. La elección de la imagen evoca la acción de Dios en la historia de la salvación. Los profetas habían comparado ya a Israel con una viña. «La viña de Yahveh Sebaot es la casa de Israel, y los hombres de Judá son su plantío escogido» (Is 5,7). La historia de la salvación ha alcanzado ahora su meta. El tiempo final ha alboreado, el juicio amenaza, se ofrece la última posibilidad de conversión, la acción de Jesús es el último ruego dirigido a Dios para que tenga paciencia, es la última y fatigosa tentativa de salvación. El tiempo de Jesús es la última posibilidad de tomar decisión causada por el amor de Jesús. Su obra es intercesión por Israel y juntamente acción infatigable encaminada a conducir a Israel a la conversión.

Todo lo que tiene lugar en el tiempo de Jesús es iluminado por el hecho salvífico que se ha iniciado con Jesús; todo: los hechos políticos, las catástrofes históricas, la acción de Jesús. El tiempo final ha llegado. Es la oferta hecha por Dios para que se tome decisión, es invitación a la conversión y a la penitencia. Como Juan, también Jesús predica que hay que hacer penitencia, que no hay que dejarlo para más tarde, que hay que dar fruto con el cambio de vida y con las obras. Jesús va más lejos que Juan. Aunque sabe que el juicio se acerca y que va a caer sobre Jerusalén la sentencia de destrucción; sin embargo, interviene en favor de su pueblo, ofrece amor, sacrificio y vida por Israel, a fin de que todavía se salve. Jesús es intercesor en favor de Pedro (22,32) y de Israel (23,34).

c) Se inicia la era de salvación (Lc/13/10-21)

10 Un sábado, estaba él enseñando en una sinagoga. 11 Y precisamente había una mujer que desde hacía dieciocho años tenía una enfermedad por causa de un espíritu, y estaba toda encorvada, sin poder enderezarse en manera alguna. 12 Cuando la vio Jesús, la llamó junto a sí y le dijo: Mujer, ya estás libre de tu enfermedad; 13 y le impuso las manos. lnmediatamente se puso derecha, y daba gloria a Dios. 14 El jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dirigiéndose al pueblo, decía: Seis días hay a la semana para trabajar; venid, pues, en ellos para ser curados, pero no precisamente en sábado. 15 Pero el Señor le contestó: ¡Hipócritas! ¿Acaso cualquiera de vosotros, en sábado, no desata del pesebre su buey o su asno, para llevarlo a beber? 16 Pues entonces, a ésta, que es hija de Abraham, a la que Satán tenía atada desde hace dieciocho años, ¿no había que desatarla de esta atadura, aunque fuera en sábado? 17 Y mientras él decía esto, todos sus adversarios se sentían avergonzados; pero el pueblo entero se alegraba de todas las maravillas realizadas por él.

El tiempo de Jesús es un tiempo de decisión otorgado por Dios: comienzo de la eterna perdición, comienzo de la salvación eterna. La curación de la mujer encorvada es señal del alborear del tiempo de salvación. En pocos rasgos, pero con profundo sentido, se representa lo que significa el tiempo de Jesús. Delante de Jesús, la gran miseria: una mujer que lleva dieciocho años bajo el dominio del mal espíritu, enferma, encorvada, sin posibilidad de erguirse, completamente inclinada hacia la tierra, sin dirigir la mirada hacia arriba. Jesús se enfrenta con esta miseria: mira a la mujer lleno de compasión, la llama, le dirige su palabra, le impone las manos. Con esto se esboza todo lo que Jesús hacía siempre. La salvación alborea en esta mujer: ella se ve libre de las cadenas de Satán y de la enfermedad, se yergue y cobra alientos, se ve en libertad para glorificar a Dios. Lo que la primera aparición en la sinagoga había mostrado en forma programática, se cumplió también ahora: «Proclamar libertad a los cautivos y recuperación de la vista a los ciegos» (4,18). La salud está aquí.

Pero el jefe de la sinagoga no conoce las señales del tiempo. Es uno de esos hipócritas que saben interpretar correctamente las señales en la tierra y en el firmamento, pero se hacen refractarios al alborear del tiempo de salvación y por eso no interpretan tampoco debidamente las señales que se producen. Su interpretación de la ley, su aferrarse encarnizadamente a la tradición humana, su inaccesibilidad al amor y a la misericordia con una persona afligida le quita la posibilidad de comprender debidamente el tiempo. Los adversarios de Jesús acaban confundidos: ante el pueblo y todavía más en el juicio de Dios.

El nuevo sentido que da Jesús al sábado ilumina también el tiempo de salvación que él anuncia y aporta. La ley del reposo sabático se pone al servicio del hombre, en él se glorifica Dios mostrando misericordia a los hombres. El hombre vuelve a recuperar dignidad; no debe posponerse a los animales (al buey y al asno). Ahora se cumplen las grandes promesas que había hecho Dios a Abraham al comienzo de la historia de salvación. La mujer es tratada como hija de Abraham. Se quebranta el dominio de Satán, el hombre se ve libre de las cadenas que le habían echado Satán y su séquito: el pecado, la enfermedad y la muerte. Jesús redime de la pesada carga que había impuesto a los hombres la interpretación de la ley. Por eso dice también: Hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,28). El sábado se convierte en día de gozo para todo el pueblo. Es la fiesta de la conclusión de la obra de la creación, la glorificación de Dios en la consideración de lo que había sucedido. «Y vio Dios que era muy bueno todo cuanto había hecho» (Gén 1,31). La obra de la creación halla su consumación en la obra salvífica del tiempo final; en la acción salvífica de Jesús se ha dado al sábado su más profundo sentido. El pueblo entero se alegraba de todas las maravillas que se habían realizado en él. «Aún le queda al pueblo de Dios un reposo sabático. Porque el que entra en el reposo de Dios, también él descansa de sus obras, como Dios de las suyas propias» (Heb 4,9-11). Al final no se halla el juicio, sino la redención y salvación definitiva del hombre, a condición de que quiera hacerse accesible al amor de Dios.

18 Decía, pues: ¿A qué se parece el reino de Dios, y a qué lo compararé? 19 Se parece a un grano de mostaza que un hombre tomó y echó en su huerto; creció y se convirtió en árbol, y los pájaros del cielo anidaron en sus ramas. 20 Y nuevamente dijo: ¿A qué compararé el reino de Dios? 21 Se parece a un poco de levadura que una mujer tomó y mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó toda la masa.

La fórmula introductoria que dice que el reino de Dios se parece a un grano de mostaza... a un poco de levadura. quiere decir que con el reino de Dios sucede como con... Lo que se compara es el contraste entre la pequeñez de los comienzos y el grandioso final. El grano de mostaza es la más pequeña de todas las semillas en el mundo entero (Mc 4,31), del tamaño de una cabeza de alfiler. Si se echa en la tierra y crece, se hace como un árbol, tan grande que los pájaros pueden anidar en sus ramas. En el lago de Genesaret alcanza el arbusto de mostaza una altura de dos metros y medio a tres. Algo parecido se puede decir de la levadura. La mujer hacía cada mañana el pan para la familia. La víspera metía la levadura dentro de la masa. Muy poco, un puñado basta para gran cantidad de harina (3 medidas = 36,44 litros). Durante la noche fermenta toda la masa gracias a ese poco de levadura. Se compara el comienzo insignificante y oculto con el grandioso resultado final.

El reino de Dios se ha iniciado con la acción de Jesús. Jesús lo anuncia y lo aporta, lo promete a los discípulos. También los discípulos lo anuncian. La acción de Jesús muestra que el reino de Dios está presente: sus curaciones, sus expulsiones de demonios son señales del alborear del reino de Dios. Pero esto no sucede de modo que cada cual pueda decir: Aquí está el reino de Dios. Sólo lo descubre el que tiene la sabiduría de Dios. Sólo la fe es el camino para llegar a este conocimiento. El reino de Dios es todavía un misterio en el que no son iniciados todos, sino solamente los discípulos. Los discípulos deben todavía orar para que venga el reino (11,2). Los discípulos que tienen participación en el reino son todavía un pequeño rebaño (12,32). Como en el caso del grano de mostaza y de la levadura es pequeño el principio, pero con la seguridad de que el reino vendrá con gloria y grandeza. Brota de comienzos pequeños. Ahora sólo ha alcanzado a pocos, pero un día lo penetrará todo.

Jesús, con su predicación y su acción, trajo el reino de Dios. Su tiempo es tiempo de salud, aunque con un comienzo pequeño e imperceptible. Una día alcanzará el reino de Dios su gran desarrollo. La parábola no se refiere sólo al comienzo y al fin, sino también al tiempo intermedio. El grano de mostaza se desarrolla y se convierte en un gran árbol, la levadura está oculta en la masa hasta que todo llega a fermentar; no está inactiva. El período que va desde la entrada de Jesús en el cielo hasta su venida en gloria no está abandonado por la actividad del reino de Dios. El reino de Dios ha venido y todavía tiene que venir, está visible en la acción de Jesús y todavía está en camino, es real y todavía tiene que realizarse... Cierto es que la acción de Jesús es presencia del reino de Dios. Cierto también que la consumación ha de aguardarse todavía; en cambio, sobre el período intermedio entre el principio y el fin no se ha dicho nada claro, porque Jesús se fija ante todo en el principio y en el fin. Sin embargo, crece... No hay poder capaz de detenerlo.

Parte tercera

CAMINO DE JERUSALÉN (Continuación)

La vida itinerante de Jesús es renuncia. Así debe ser por disposición divina. Como tal, ha de ser modelo para los que le sigan, y muy en particular para sus discípulos. La primera sección del relato del viaje comenzó con el llamamiento a seguir a Jesús en su marcha hacia Jerusalén (9,51-62), la segunda muestra claramente adónde se va: a Jerusalén, a la ciudad de la glorificación de Jesús, pero también a la ciudad de su muerte. Quien quiera ser glorificado con él, debe estar también resuelto a tomar en serio su seguimiento como discípulo y a elegir. La tercera sección del relato del viaje conducirá cerca de Jerusalén: el reino de Dios está ya presente, el Hijo del hombre ha de venir. ¿Cuáles son las condiciones para que la venida no acabe en condenación, sino en salvación (17,11-19,27)? Lo que tiene lugar durante la marcha de Jesús hacia Jerusalén servirá de enseñanza a la Iglesia, que entra en la gloria mediante una labor itinerante de misión y pasando por persecuciones y sufrimientos. Se ponen en claro cuestiones actuales de la realidad de la Iglesia contemporánea de Lucas, y esto en función de Cristo. No son tratadas sistemáticamente, sino resueltas en escenas gráficas, para cuya composición posee Lucas un arte especial.

Il. EN EL CAMlNO (13,22-17,10).

1. HACIA JERUSALÉN (13,22-35).

a) La ciudad de la glorificación (Lc/13/22-30).

22 Y atravesaba ciudades y aldeas, enseñando y siguiendo su camino a Jerusalén.

Jesús está en camino. Su viaje es viaje de misión, su caminar es acción, su acción es enseñar (Cf.4,15.31; 5,3.17; 6,6; 13,10; 19,47; 20,1.21; 21,37; 23,5). Enseña que las promesas divinas de salvación, contenidas en la Escritura, se están cumpliendo ahora por medio de él (4,21); enseña el camino de Dios (20,21), la forma de vida que aguarda Dios de los hombres; enseña los caminos de salvación (Act 16,17), lo que es necesario para alcanzar la salvación eterna (cf. 13,23).

Expone su doctrina en ciudades y aldeas; a todos se ofrece la salvación que él anuncia. Todos son llamados a tomar una decisión, a optar por la voluntad de Dios o contra ella en este tiempo de salvación, que se inaugura. Los dos escritos de Lucas están llenos de una dinámica apostólica sin reposo, impuesta por la necesidad de la misión divina (13,33), la voluntad salvadora de Dios. Jesús, que camina de un lugar a otro, es modelo de los apóstoles itinerantes, su camino prepara el testimonio apostólico. De los apóstoles se dice: «Después de dar pleno testimonio y de predicar la palabra del Señor... iban evangelizando muchas aldeas de samaritanos» (Act 8,25). «Felipe se encontró en Azoto y de paso iba evangelizando todas las ciudades hasta llegar a Cesarea» (Act 8,40). Sobre todo Pablo es, según los Hechos de los apóstoles, el viajero infatigable. La aparición de Jesús en Israel indica la futura misión de la Iglesia y es su presupuesto histórico. La meta de la marcha de Jesús es Jerusalén (9,51). Allí le aguarda la «elevación»: pasión y glorificación, muerte y ascensión al cielo. El término de su peregrinación es el cielo; los apóstoles le miraban mientras «se iba» al cielo (Act 1,10). Lo que Jesús experimenta y enseña en su marcha indica a los discípulos el camino de la resurrección personal y de la salvación. Los apóstoles son «siervos del Dios Altísimo, que anuncian el camino de salvación» (Act 16,17). «Confirman los ánimos de los discípulos, exhortándolos a permanecer en la fe y diciéndoles que por muchas tribulaciones tenemos que pasar para entrar en el reino de Dios» (Act 14,22).

23 Uno le preguntó: Señor, ¿son pocos los que se salvan?

¿Quién se salva? ¿Quién va al cielo? ¿Quién entra en el reino de Dios? Estas son preguntas candentes que se presentan en el camino de la vida. ¿A quién no le escuece en el alma la cuestión de la salvación y de la salud? Uno le pregunta por el número de los que se salvan. ¿Son pocos? Aquel hombre se dirige a Jesús como al Señor. Para él es Jesús una autoridad destacada en cuestiones de la salvación al final de los tiempos. Le hacían estas preguntas: «¿Qué haría yo para heredar la vida eterna?» (18,18), «¿Cuándo vendrá el reino de Dios?» (17,20), «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?» (Act 1,6). Como Señor que es, dispone del reino, porque el Padre se lo ha confiado (22,28).

La doctrina de los fariseos dominante en la época de Jesús decía: «Todo Israel tiene participación en el mundo venidero» (Mishna, Sanhedrín 10,1) En otros círculos se pensaba en forma más pesimista: «Sólo a pocos traerá alivio el mundo venidero, a muchísimos, en cambio, fatiga» (4Esd 5,47). ¿Qué decir? Jesús no zanja la cuestión, no quiere zanjarla. ¿Por qué pregunta el hombre por el número? ¿No busca ocultamente seguridad en el número? Si todo Israel se ha de salvar, entonces está uno seguro. Si el número es pequeño, ¿para qué, pues, molestarse? Los números son un impedimento para lo que quiere Jesús con su predicación. Jesús llama a tomar partido por el actual ofrecimiento de Dios. Esto es lo que importa, no saber el número...

23b Él les contestó: 24 Esforzaos por entrar por la puerta estrecha; que muchos -os lo digo yo- intentarán entrar, pero no lo conseguirán.

La salvación al final de los tiempos se asemeja a un banquete que se celebra en una sala cuya puerta es estrecha. Hay que imaginársela muy estrecha. Con una imagen un tanto atrevida dice Jesús en una ocasión que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios (18,25). Delante de la puerta se produce gran aglomeración. Todos quieren entrar y participar en el banquete. Sólo el que emplea la fuerza puede abrirse paso entre la multitud apiñada. Sólo el que se impone las fatigas de una competición puede lograr entrar.

El deportista pone en juego en los últimos minutos todas las fuerzas que han de decidir la victoria. Para salvarse es necesario emplear todas las fuerzas. Jesús invita: Esforzaos. Los escritos apocalípticos, que por los días de Jesús hablaban mucho del tiempo final y de la gloria, contaban entre las mayores satisfacciones de los que iban por los caminos del Altísimo, «el haber combatido en dura pelea para sofocar la malicia ingénita, de modo que ésta no los lleve de la vida a la muerte» (4Esd 7,92). Jesús mismo combatió de esta manera en el huerto de los Olivos y poniendo en tensión todas sus fuerzas tomó en su mano el cáliz de la pasión y la muerte que le estaba reservada (22,44). Para llegar a su elevación al cielo tiene que pasar por esta tensión y por este forcejeo. E1 camino de la salvación es el seguimiento de Jesús por el camino de Getsemaní y del Calvario, por la aceptación de la muerte y por la muerte misma (9,57-62). De estos esfuerzos y de este combate escribe Pablo: «Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, para la que fuiste llamado y cuya profesión hiciste en una hermosa confesión ante muchos testigos» (ITim 6,12). Y otra vez: «He combatido el buen combate, he realizado plenamente la carrera, he guardado la fe. Y ahora está ya preparada para mí la corona de justicia, con la que me retribuirá en aquel día el Señor, el juez justo, y no sólo a mí, sino también a todos los que hayan mirado con amor su aparición» (/2Tm/04/07s).

La puerta estrecha sólo está abierta por cierto tiempo. Desde que Jesús anunció el tiempo de salvación, está abierta la puerta (4,21). El plazo vencerá cuando venga el Señor a juzgar. ¿Cuándo será esta hora? ¿Cuándo se cerrará la puerta? Nadie lo sabe. Aun cuando el tiempo se «extienda» hasta el fin, permanece incierto el momento en que se ha de cerrar la puerta. Se ha inaugurado el tiempo de salvación, ahora es el tiempo final. El llamamiento de Jesús impele a tomar una decisión, que no se puede diferir.

Muchos... no lo conseguirán. Los discípulos, a quienes el Padre ha tenido a bien dar el reino, son sólo un pequeño rebaño (12,32). «Es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella» (/Mt/07/14). Así pues, Jesús, con estas palabras, ¿indica, con todo, un número y resuelve la cuestión de aquel hombre innominado con el pesimismo del libro cuarto de Esdras? Jesús no quiere indicar ningún número; lo que sí quiere es poner en guardia, urgir, estimular a emplear todas las fuerzas, llamar a una decisión.

25 Después que el amo de casa se haya levantado a cerrar la puerta, vosotros os quedaréis fuera y comenzaréis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Pero él os responderá: No sé de dónde sois vosotros.

La situación ha cambiado. El amo de casa se ha levantado, el banquete comienza, se cierra la puerta. El que no haya entrado todavía tendrá que quedarse fuera. Los que están fuera llaman. Por un agujero de la puerta hablan con el amo de casa. Él había enseñado por sus calles. Ellos eran sus contemporáneos. El amo de casa es Jesús. Todo llamar y todo rogar (11,9s) resulta inútil. No se utilizó la puerta que estaba abierta. Se ha perdido definitivamente el «ahora» para entrar. La llamada de Jesús no consiente dilaciones; es la llamada del profeta que prepara para el tiempo final, es la llamada de última hora. Una vez que ha pasado el tiempo de salvación, sólo queda el juicio. El que no aceptó la salvación ofrecida, queda excluido y no es reconocido por Jesús, amo de la casa (cf. 12,9).

26 Entonces os pondréis a decir: Hemos comido y bebido en tu presencia, y en nuestras plazas enseñaste. 27 Pero él os repetirá: No sé de dónde sois; alejaos de mí todos los ejecutores de injusticia.

Los que quedan excluidos recuerdan al amo de la casa sus pasadas relaciones con él. Le recuerdan la comunidad de mesa: Hemos comido y bebido en tu presencia; le recuerdan la comunidad de maestro y discípulos: en nuestras plazas enseñaste. El Señor había entrado con ellos en la comunión del dar y recibir. Había vivido en su pueblo, había ejercido su actividad en medio de ellos. Todas las invocaciones de esta comunidad son ahora en vano. Su palabra no fue tomada en serio, no se procedió según la voluntad de Dios por él anunciada. Son ejecutores de injusticia.

Es voluntad de Dios que se oiga y se ponga en práctica el llamamiento de Jesús, que se siga su doctrina, que se acepte el ofrecimiento hecho por Dios por medio de él. No aprovecha el haber sido del mismo pueblo que Jesús, y ni siquiera el haber sido discípulo suyo, si no se pone en práctica lo que él proclama. «No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (/Mt/07/21).

No salva la comunidad de mesa con Jesús y el bautismo, ni el haber oído su palabra como discípulo, si todo esto no va unido con la obediencia de obra a las palabras de Jesús, con la decisión personal en su favor. Aunque nosotros, cristianos, tengamos comunidad de mesa con Jesús que mora entre nosotros, aunque oigamos su palabra en la liturgia y aunque comamos su carne y bebamos su sangre, todo esto no nos salva si no le obedecemos, si no cumplimos la voluntad de Dios anunciada por él, si no nos decidimos por él (cf. lCor 10,1-11).

28 Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios y vosotros echados fuera. 29 En cambio, habrá quienes vengan de oriente y de occidente, del norte y del sur, a ponerse a la mesa en el reino de Dios. 30 Porque mirad que hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos.

Allí, delante de la puerta cerrada, habrá llanto y rechinar de dientes. Es el conocido dolor de la desesperación, tantas veces expresado (Mt 8,12; 13,42.50 ;22,13; 24,51; 25,30). Los que se han quedado fuera, los que han sido excluidos, descubren que rechazaron a la ligera la gracia de Dios y que ahora están irremisiblemente perdidos. Lloran. El remordimiento desesperado sacude todo su ser, su alma y su cuerpo, les rechinan los dientes. Ellos mismos se atormentan pensando que no aprovecharon el momento oportuno ni pusieron en juego todas sus fuerzas para alcanzar la salvación ofrecida.

Su dolor y los reproches que se hacen son tanto mayores, por cuanto ven en los patriarcas y profetas la espléndida salvaci6n que también para ellos estaba preparada, que les estaba destinada especialmente, porque Abraham, Isaac y Jacob eran sus patriarcas e intercesores, porque ellos tenían la enseñanza de los profetas, que conduce a la salvación. «Lanzan gritos los pecadores cuando ven cómo resplandecen aquéllos (los justos)» (Henoc 108,15). Les es especialmente doloroso ver la recompensa que está reservada a los que creyeron en los testimonios del Altísimo (4Esd 7,83). Jesús habla de las suertes escatológicas en el estilo de la apocalíptica de la época, pero lo nuevo de su predicación está en que la decisión sobre salvación o perdición se pronuncia en razón del cumplimiento de su palabra, del seguimiento de Jesús, de la decisión personal en su favor.

Nadie puede culpar a Dios si no logra salvarse, pues hasta los gentiles pueden entrar en el reino de Dios. Ahora se cumple la predicción profética de la peregrinación escatológica a la montaña de Dios: «Yahveh Sebaot preparará a todos los pueblos, sobre este monte, un festín de vinos generosos, de manjares grasos y tiernos, de vinos selectos y clarificados..* Y destruirá a la muerte para siempre, y enjugará el Señor las lágrimas de todos los rostros, y alejará el oprobio de su pueblo, lejos de toda la tierra» (Is 25,6-8). Los que se hayan salvado cantarán el cántico de acción de gracias a que aluden las palabras del texto: De oriente y de occidente, del norte y del sur: «Alabad a Yahveh, porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Digan así los rescatados de Yahveh, los que él redimió de mano del enemigo, y los que reunió de entre las tierras de oriente y de occidente, del aquilón y del austro» (Sal 106,1-3).

Los últimos tiempos invierten las condiciones presentes: Hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos. Hay paganos que entrarán en el reino de Dios, y judíos que serán excluidos de él. Los judíos habían sido privilegiados en la historia de la salvación. Por sus antepasados habían recibido las promesas llenas de bendiciones de Dios, y por los profetas la palabra y la guía de Dios; pero esta posición privilegiada no basta para salvarlos. Los gentiles estaban privados de los privilegios del pueblo de Dios, pero son admitidos en la celebración del banquete que es imagen del reino de Dios. Se salva el que acepta el mensaje de Jesús, se decide por él y le sigue.

En el tiempo de salvación, que se ha inaugurado con Jesús, ofrece Dios a los judíos como a los gentiles la salvación, de la que se decide según la posición adoptada frente a Jesús. Su palabra exige esfuerzo y lucha, seguimiento en el camino de Jerusalén, donde le aguarda la muerte y la ascensión al cielo. ¿Serán sólo pocos los que se salven? Nadie puede hacer valer derecho alguno a la salvación, pero en Jesús ha ofrecido Dios la salvación a todos.

b) La ciudad de la muerte (Lc/13/31-35).

31 En aquel momento se le acercaron unos fariseos para decirle: Sal y vete de aquí, que Herodes quiere matarte.

Jesús pasaba por el territorio de Herodes Antipas (4 a.C.-39 d.C.), que comprendía Galilea y Perea (al este del Jordán). Los fariseos que se dirigen a Jesús parecen actuar por encargo de Herodes. Al tetrarca le inquieta la actividad de Jesús (9,7ss). Teme a él y teme el alboroto que puede suscitar en el pueblo. Por eso quiere verlo lejos de su tierra. Si proyectaba efectivamente matarlo, es cosa de que se puede dudar; en efecto, la ejecución del Bautista hubo que obtenerla de él con astucia (Mc 6,24-26) y todavía no pudo olvidarlo durante largo tiempo (9,9). Ni siquiera aprovechó la oportunidad legal de matar a Jesús (23,15). El mensaje llevado a Jesús parece haber sido solamente una «falsa alarma», un tiro al aire con el fin de echar del país al hombre molesto e inquietante. Que se tomara en consideración y se expresara la idea de matar a Jesús, proyecta luz sobre la situación en que él se halla. Jesús se encamina a Jerusalén, donde le aguarda la muerte.

32 Pero él les contestó: Id y decid a ese zorro: Yo expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día tendré terminada mi obra. 33 Sin embargo, hoy, mañana y pasado tengo que seguir mi camino, porque no cabe que un profeta pierda la vida fuera de Jerusalén.

El camino de Jesús no lo determinan los poderes de este mundo. Herodes interpreta la actividad de Jesús como peligro político y causa de desorden, por lo cual quiere alejarlo de su territorio sin hacer uso de la fuerza. Es un zorro, astuto y cobarde. Los zorros sólo salen de noche y secretamente para sus rapiñas; cuando la luz crea peligro, se esconden en sus madrigueras (Ez 43,4s). Quiere desentenderse de Jesús con ardides, sin tomar partido por él o contra él. Algunos fariseos están identificados con él. Jesús exige decisión.

Herodes presume de poder disponer de la vida de Jesús. Pero no son hombres los que determinan su acción, sino Dios. Con poder divino expulsa Jesús demonios y realiza curaciones. «Dios ungió a Jesús con Espíritu Santo y poder; Jesús pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Act 10,38). Quien es señor que domina a los malos espíritus y libra de las enfermedades no sucumbe a la malicia de un zorro, de un homúnculo como era Herodes. La vida y la acción de Jesús sólo dependen de la voluntad de Dios.

Hoy y mañana realiza Jesús curaciones y al tercer día habrá terminado. Poco tiempo le queda ya para obrar. Su palabra es una advertencia para los que le advierten a él, pues también los fariseos contribuirán a su muerte (6,11; 11,53). Jesús sabe que le aguarda la muerte. No esquiva su muerte, pues ésta es voluntad de Dios que debe cumplirse. Ni su muerte destruye su trabajo, sino que lo corona y lleva a término su obra (12,50; Jn 19,30). La Iglesia se propaga, pese a todas las resistencias; Pablo llega a Roma, meta de su misión, pese a la conspiración de todos los poderes (2Cor 11,23-33).

Con misteriosas palabras dice Jesús: hoy, mañana y al tercer día. En el profeta Oseas se hallan estas palabras: «Él nos dará vida a los dos días, y al tercero nos levantará y viviremos ante él» (Os 6,2). Proviene de un cántico de penitencia, que el profeta pone en boca de los dos pueblos hermanos, Efraím y Judá. En el infortunio nacional que ha pesado sobre ellos ve el profeta la mano de Dios que castiga, pero tiene también la firme seguridad de que Dios volverá a reanimar a los dos pueblos. Con sus misteriosas palabras parece Jesús aludir a este dicho del profeta y anunciar su resurrección (*). Su muerte, a la que sale al encuentro en Jerusalén, no es su fin; seguirá su revivificación y su glorificación. La palabra del profeta y la historia del pueblo de Dios aguardan este «tercer día» como día de la salvación. La marcha de Jesús hacia Jerusalén, donde le aguardan muerte y resurrección, cumple todas las promesas de la historia de nuestra salvación.

Dado que Jesús se reconoce como profeta, sabe también que le ha de tocar la suerte de los profetas (**). El profeta no puede perder la vida fuera de Jerusalén. Los judíos no son sólo «hijos de los profetas» (Ad 3,25), sino también hijos de los asesinos de los profetas (6,23; 11,47s). «¿A quién de entre los profetas no persiguieron vuestros padres? Hasta dieron muerte a los que preanunciaban la venida del Justo, de quien vosotros ahora os habéis hecho traidores y asesinos» (Ad 7,52). Una antigua queja se encierra en estas palabras de san Esteban. El profeta Jeremías formula contra su pueblo la queja: «La espada ha devorado a vuestros profetas como devora el león» (Jer 2,30). Nehemías reprocha a su pueblo: «Mataron a tus profetas, que los reprendían para convertirlos a ti» (Neh 9,26) (***). En Jerusalén se tocan las gracias de la proximidad de Dios y la obstinada rebelión contra la voluntad de Dios. El curso de la historia de la salud llega también a su término en el hecho de marchar Jesús hacia Jerusalén: la máxima gracia de la proximidad de Dios, la recusación hasta la ejecución de aquel en quien Dios visita a su pueblo (7,16).
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El tercer día es muy significativo en la historia de Israel: Ex 19, 10-11; Jos 1,11; Gén 22,4; Est 4,15-5,3; 13,8-15,15.
** Especialmente en Lucas aparece Jesús frecuentemente como profeta: 7, 16-39; 24,19; Act 3,22s; 7,37; cf. Jn 4,19; 6,14; 7,40; 9,17.
*** Cf.también Jer 26,20-23; 2Cró 24,21; 1R 19,10.14.

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34 ¡Jerusalén, Jerusalén, la que meta a los profetas y apedrea a los que fueron enviados a ella! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo sus alas! Pero vosotros no quisisteis. 35 Mirad que vuestra casa se quedará para vosotros. Pero yo os digo: Ya no me veréis hasta que llegue el momento en que digáis: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!

El profeta, Jesús mismo, ejecuta la lamentación sobre Jerusalén. Los enviados de Dios en los tiempos pretéritos ofrecieron de parte de Dios la salvación a esta ciudad, pero Jerusalén los mató y los apedreó como a blasfemos. La historia del repudio de Dios alcanza ahora su punto culminante. La palabra de Jesús es la última palabra de Dios, llamamiento a la decisión de los últimos tiempos.

Todo el amor de la acción salvadora de Dios en la historia está recogida en la misión y predicación de Jesús. En todo tiempo se había dejado oír ya en el Antiguo Testamento la palabra relativa al ave que cuida de sus polluelos y los protege, pero nunca con tanta ternura como en las palabras de Jesús. Dios «halló a su pueblo en tierra desierta, en región inculta, entre aullidos de soledad; lo rodeó y le enseñó, lo guardó como a la niña de sus ojos. Como el águila que incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así él extendió sus alas y los cogió, y los llevó sobre sus plumas» (/Dt/32/10s). «Como las aves que revolotean, así protegerá Yahveh Sebaot a Jerusalén, protegiendo, librando, preservando, salvando» (Is 31,5). «¡Cuán magnífica es, oh Yahveh, tu misericordia; ampáranse los hombres a la sombra de tus alas!» (Sal 3,8) (*).

Jesús quería recoger a los hijos de Jerusalén, a todo Israel, ponerlos bajo la protección de Dios, cobijarlos en su amor, conducirlos a la salvación. Pero la oferta de salvación de Dios bocha por Jesús fue desechada. Vosotros no quisisteis. Esta ciudad, confiando soberbiamente en lo que es y tiene, repudia al que quiere traerle una nueva palabra de Dios. Se siente segura. Dios no tiene ya más que pedirle. La historia del amor de Dios y la historia del pecado, en el que el hombre se afirma contra Dios, halla su término, que acaba en catástrofe, en la marcha de Jesús hacia Jerusalén (Mt 21,33-39).

Jerusalén sucumbirá por haberse sustraído al llamamiento y a la guía de los mensajeros de Dios. La ciudad es grande y espléndida porque Dios la había elegido para su morada Esto se ha consumado con Jesús, pues con Jesús ha aparecido la gloria de Dios en el templo (2,21-37). Pero cuando Jesús sea entregado a muerte en esta ciudad, descargará sobre ella la catástrofe. Se le retirará la protección y el cuidado de Dios, quedará entregada a sus propias gentes, y su fin será la destrucción. Se cumplen las palabras del profeta Jeremías: «He desamparado mi casa, he abandonado mi heredad, he entregado lo que más amaba en manos de enemigos» (/Jr/12/07). Las amenazas de ruina fulminadas por los profetas son asumidas y llevadas a cumplimiento por Jesús: «Yo exterminaré a Israel de la tierra que le he dado y echaré lejos de delante de mí esta casa, que he consagrado a mi nombre, e Israel será el sarcasmo y la burla de todos los pueblos. Y esta casa será una ruina, y cuantos pasen cerca de ella se quedarán pasmados y silbarán» (/1R/09/07s). El fin de Jesús en Jerusalén es también el fin de Jerusalén.

La muerte que aguarda a Jesús en Jerusalén no es su fin. Viene un tiempo en que será saludado con la bendición con que se saluda a los peregrinos al final de su peregrinación en la montaña del templo: Bendito el que viene en el nombre del Señor (Sal 118,[117],26). Jesús es el que viene, que viene por encargo de Dios que otorga la salvación, el Mesías. Jerusalén, la ciudad de la muerte, es también la ciudad de su glorificación. La muerte que allí se le prepara terminará en su exaltación, en su venida como Hijo del hombre con poder y gloria (cf. 22,69) (**).

El misterio de esta ciudad es el hecho de morar Dios en ella. Jerusalén ha sido condenada a la ruina, pero aún brilla un rayo de esperanza. Los habitantes de su ciudad dirán: Bendito el que viene en el nombre del Señor. Antes de que Jesús venga en gloria, Israel se convertirá y luego prestará homenaje a Jesús en su venida. «El encallecimiento ha sobrevenido a Israel parcialmente, hasta que la totalidad de los gentiles haya entrado. Y entonces todo Israel será salvo» (Rom 11,25s). La Iglesia perseguida no es una Iglesia amargada; no se retira al ghetto abandonando el mundo a sí mismo y a los poderes demoníacos, sino que «muriendo» actúa todavía, porque cree en la promesa de triunfo y de gloria hecha por Dios y en su voluntad salvadora.
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Cf. también Sal 17(16),8; 57(58),2; 61(60),5; 63(62),8; 91(90),4.
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El v. 35b es obscuro; algunos quieren referir la aclamación a la entrada de Jesús en Jerusalén antes de su pasión (19,38); pero parece que las palabras «Ya no me veréis hasta que llegue el momento en que digáis...» se deben referir a la muerte; en este caso la aclamación habrá de referirse a la segunda venida.