CAPÍTULO 09


3. LA ACCIÓN DE LOS DOCE (9,1-17).

a) La misión (Lc/09/01-06)

1 Convocó a los doce y les dio poder y potestad sobre todos los demonios y para curar enfermedades. 2 Y los envió a predicar el reino de Dios y a curar.

Jesús convocó a los doce. Éstos forman juntos una unidad, reunida en torno a él. Jesús quiere extender su acción por medio de ellos. Por eso les transmite el poder y la potestad que él mismo posee (4,36). Los envió, como él mismo había sido enviado, a proclamar el reino de Dios y a curar enfermos, como señal de que el reino está próximo. Los apóstoles que lo han acompañado hasta ahora deben en adelante efectuar solos lo que él mismo ha hecho. La actividad de Jesús se amplía y se multiplica. Ahora se inicia ya la separación de los discípulos de su Maestro. Después de la exaltación de Jesús irán los apóstoles por el mundo, proclamarán el mensaje de Cristo y realizarán sus poderosas obras salvíficas.

3 Y les dijo: Nada toméis para el camino: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis cada uno dos túnicas.

Jesús da órdenes a los apóstoles. Con ellas les retira todo aquello a que no querría renunciar ningún caminante: bastón, alforja, provisiones, dinero, hasta vestidos para cambiarse. Dios, a cuyo servicio están, cuidará de ellos; su único pensamiento debe ser el de su misión. Cuando Jesús, al final de su actividad, los invite a mirar atrás al tiempo de su misión, reconocerán que no les ha faltado nada (22,35). Todavía no se ha producido la separación entre Jesús y el pueblo. Los apóstoles participan de la amable acogida que se dispensa a Jesús mismo (8,40.42).

4 En cualquier casa en que entréis, seguid alojados en ella, y sea de allí vuestra partida. 5 Y si algunos no os reciben, salid de la ciudad aquella y sacudid el polvo de vuestros pies, en testimonio contra ella.

Jesús da por supuesto que los apóstoles van por las casas y que en ellas desempeñan su misión. Una vez que los acogen en una casa, no deben cambiar a otra. El huésped que cambia con frecuencia de alojamiento perjudica y se perjudica. Jesús no quiere que sus apóstoles busquen la menor ventaja personal. Sólo debe preocuparles su misión. Ahora bien, la casa en que se hospeden ha de ser un centro de actividad. La palabra de Dios no conoce reposo. Ha impulsado a Jesús a llevar a término su obra, y así ha de impulsar también a los apóstoles.

Los apóstoles no deben perder tiempo con los que no los reciban. Deben abandonar tales ciudades y tratarlas como tratan los judíos a las ciudades paganas. Hay que romper toda relación con ellas. Los judíos solían sacudir eI polvo de los pies antes de abandonar tierra pagana y entrar en la tierra santa. La actividad de los apóstoles es juicio. Para las ciudades que los desechen han de ser testigos de cargo. Su actividad es inicio del tiempo final.

6 Partieron, pues, y recorrían todas las aldeas, anunciando el Evangelio y curando par doquier.

La actividad de los apóstoles consiste en proclamar la buena nueva. Los enfermos son curados, como señal de que ya se ha iniciado el tiempo de salvación. Lo que Jesús comenzó programáticamente, lo que obró en Galilea, es ahora llevado lejos por los apóstoles. De esta acción por el mundo hablará Lucas en particular. Éste es el marco en que se sitúa la acción salvífica. Los apóstoles recorren todas las aldeas. Jesús ha actuado en las ciudades, los apóstoles llenan con el mensaje de Jesús todas las aldeas y las casas. Todas las aldeas: era un trabajo poco menos que sistemático. La frase termina con la palabra «por doquier». La tierra entera se ve envuelta en la alborada del reino de Dios, llena de proclamación y de virtud salvífica. Por doquier: tal es el impulso de la palabra del reino de Dios.

b) Juicio de Herodes acerca de Jesús (Lc/09/07-09)

7 Oyó hablar de todos estos sucesos el tetrarca Herodes y andaba muy perplejo por causa de que unos decían: Es Juan, que ha resucitado de entre los muertos. 8 Y otros: Es Elías, que se ha aparecido. Y otros, en fin: Es algún profeta de los antiguos, que ha resucitado.

La fama de Jesús llega hasta la corte del tetrarca Herodes Antipas. ¿Quién es Jesús? Esta pregunta se la hacen el pueblo, los cortesanos y el mismo tetrarca. Esta pregunta deja perplejo y desconcertado a Herodes.

Los que rodeaban a Herodes obtienen varios informes. Las diferentes opiniones en el pueblo tienen un fondo común: Jesús es el profeta que se aguarda antes de los últimos tiempos. Sin embargo, a lo que parece, nadie se atrevía a afirmar que Dios había suscitado en él un nuevo pro£eta. Ha resucitado y ha vuelto a aparecer alguno de los antiguos profetas. La creencia popular piensa en un verdadero y maravilloso retorno del profeta con el mismo cuerpo que había tenido en su vida mortal. Se habla de Juan Bautista, cuya predicación había reanudado Jesús, se habla de alguno de los profetas de otros tiempos, finalmente de Elías, que -como se dice- no había muerto, sino únicamente había sido trasladado del mundo y cuyo retorno se aguarda al final de los tiempos.

9 Pero Herodes decía: A Juan lo decapité yo; entonces, ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas? y andaba deseoso de verlo.

Herodes no creía nada de lo que se decía de resurrección y de reanimación, ni de reaparición de alguien que hubiese sido trasladado. Los filósofos de Atenas se mofaban cuando Pablo les hablaba de la resurrección de los muertos: «Te oiremos hablar de esto en otra ocasión» (Act 17,32), y cuando ante el procurador Festo se defendió invocando la resurrección de Jesús, oyó esta respuesta: «Tú estás loco, Pablo; las muchas letras te han sorbido el seso» (Act 26,24). Herodes reflexionaba friamente: A Juan lo decapité yo. Así que ya no vive. El que ha muerto, muerto está.

Pero la pregunta está ahí: ¿Quién es Jesús? Las cosas inauditas que ha dicho y hecho reclaman explicación. ¿Cómo hallarla? Única esperanza: Herodes andaba deseoso de verlo, de presenciar alguno de sus milagros (23,8). Con la experiencia ocular espera poder formarse un juicio definitivo. Quiere ver sus obras, su persona, quiere hablar con él... ¿Basta todo esto para conocer a Jesús? Herodes quiere formarse un juicio sobre Jesús; interesarse interiormente por su reivindicación. El camino para llegar al conocimiento de Jesús no es el de la investigación experimental, sino el de la fe. Conocer los misterios del reino de Dios, entre los que se cuenta también el portador de salud, es un don de Dios.

c) Regreso de los apóstoles y primera multiplicación de los panes (Lc/09/10-17)

10 Regresaron los apóstoles y contaron a Jesús todo lo que habían hecho. Él los tomó consigo y se retiró a solas hacia una ciudad llamada Betsaida.

:¿Cómo terminó la actividad de Jesús incrementada por los apóstoles? Salió a la luz la pregunta acerca de Jesús. Produjo inquietud hasta en la corte. Los apóstoles regresan y refieren lo que han hecho. ¿Qué habían logrado? ¿Cómo terminó la actividad en Galilea? Jesús se retiró a solas con los apóstoles. Herodes representaba un peligro. Había mandado decapitar a Juan. La exposición de Lucas apunta hacia adelante, al proceso de Jesús. El pueblo no alcanzó el verdadero conocimiento de Jesús. La más intensa actividad no logró el resultado que se habría podido esperar. El fin fue el retiro a la soledad, al borde más extremo de la tierra de Israel, hacia Betania, ciudad al nordeste del lago de Genesaret. Jesús tomó consigo sólo a los apóstoles: estos representaban lo único que podía considerarse como un éxito.

11 Pero al darse cuenta de ello la gente, lo siguieron. Él los acogió y les hablaba del reino de Dios, al mismo tiempo que devolvía la salud a los que tenían necesidad de curación.

Hasta entonces había buscado Jesús al pueblo, personalmente o por medio de los apóstoles; ahora le busca el pueblo a él. Antes se decía que el pueblo le acogía, ahora acoge él al pueblo. Jesús no interrumpe su actividad. De nuevo habla del reino de Dios y de nuevo realiza curaciones. Sin embargo, se observa cierta reserva: curaba a los que tenían necesidad de curación. Pero todo sigue envuelto en la atmósfera luminosa de la infatigable bondad del Señor. Acogía amablemente al pueblo. Habla y cura sin cesar, infatigablemente, hasta el caer de la tarde, hasta que va declinando el día. Lo que hacía Jesús era también la primera instrucción sobre el modo como deben comportarse los apóstoles con el pueblo al que él busca.

12 Comenzaba ya a declinar el día, cuando se le acercaron los doce y le dijeron: Despide ya al pueblo, para que vayan a las aldeas y caseríos del contorno, a fin de que encuentren alojamiento y comida. pues aquí estamos en un lugar despoblado. 13 Él les respondió: Dadles vosotros de comer. Pero ellos replicaron. No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar alimentos para todo el pueblo. 14 Pues había unos cinco mil hombres. Dijo entonces a sus discípulos: Haced que se sienten por grupos de unos cincuenta cada uno. 15 Lo hicieron así y se sentaron todos.

Se trataba de proporcionar al pueblo en el desierto albergue y alimentos. Como solución de esta dificultad proponen los apóstoles: Despídelos. Se sienten responsables del pueblo. ¿Pero era la verdadera solución la que ellos proponían de alejarlos de Jesús? La verdadera solución sólo puede consistir en que el pueblo vaya a Jesús.

Jesús encarga a los apóstoles que se cuiden del pueblo. Dadles vosotros de comer. ¿Pero cómo? Cinco panes y dos peces para cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños... Había otra posibilidad: la de comprar la comida para aquella muchedumbre. ¿Pero cómo reunir los medios para ello? Los discípulos se reconocen incapaces de remediar la necesidad. No pueden hacer nada si no interviene el Señor. Sólo pueden reconocer su apuro. Pero esto era necesario, pues sólo a los pobres y a los débiles se da el reino de Dios.

Los discípulos tienen que contribuir a la comida milagrosa. Se les ordena que hagan que la gente se siente en grupos de a cincuenta. Jesús quiere preparar un banquete. A la sazón de la salida de Egipto estaba dividido el campamento israelita por miles, por centenas, por cincuentenas y decenas. «Moisés eligió entre todo el pueblo a hombres capaces, que puso sobre el pueblo como jefes de millar, de cincuentena y de decena» (Ex 18,25). La Regla de guerra, del mar Muerto, contiene la misma organización de los destacamentos militares en la guerra santa de los hijos de la luz. El banquete pascual que se acercaba exigía agrupaciones de comensales. Se despiertan reminiscencias del gran pasado del pueblo y también esperanzas para el futuro. La gran muchedumbre que se había puesto en movimiento, debido también a la predicación de los apóstoles, se reúne ahora y se organiza como comunidad del reino de Dios. Vuelven a repetirse los grandes tiempos del Éxodo; estamos ante los acontecimientos salvíficos de los últimos tiempos.

16 Tomó, pues, los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y los iba dando a los discípulos para que los sirviesen al pueblo. 17 Comieron todos hasta quedar saciados, y se recogieron, de lo que les sobró, doce canastos de pedazos.

Jesús actúa como padre de familia en medio de la gran comunidad que está sentada a la mesa. Como tal, tomó en sus manos los panes y los peces, los bendijo, y partió el pan. Con esta comida reúne como comunidad de comensales de los últimos tiempos a la comunidad aunada según el antiguo orden del campamento. Él mismo designó como banquete la comunidad en el reino de Dios (22,30). El evangelista pone de relieve los cuatro actos puestos por Jesús al comienzo de la comida, porque en la comida milagrosa se insinuaba ya la celebración eucarística de la antigua Iglesia con su ritual. Con la comida en el desierto se representa anticipadamente el tiempo de la salvación. Viene a ser realidad en el banquete que celebra el Señor con sus apóstoles y que tiene su consumación en el reino que se espera.

Jesús bendijo los panes. Según Lucas no pronunció la acción de gracias sobre el pan, como era costumbre entre los judíos, sino que lo bendijo. Así se atribuye a la bendición de Jesús la alimentación de los muchos con aquellos pocos panes. Los discípulos repartieron la comida. Otorgó a los discípulos el que presidieran. Jesús es el dador, los discípulos los distribuidores. Todo procede de Jesús; los apóstoles son los mediadores enviados por él. Proclaman la buena nueva, curan enfermos y sacian al pueblo...

Todos quedaron saciados. Los pedazos de pan restantes se recogieron en canastos como los que llevaban consigo los soldados romanos como ración alimenticia del día. Cada uno de los doce apóstoles recogió todavía un canasto lleno. La comida no es un alimento que escasamente sacia, sino un banquete abundantísimo. Se inicia la exuberancia del tiempo mesiánico. Jesús dio de comer a su pueblo como segundo Moisés -como un Moisés más grande- en el desierto. Con poder y amor preparó una comida y los apóstoles colaboraron con sus servicios.

Con esto alcanza su punto culminante la revelación en Galilea. Jesús es el portador de la salud de los últimos tiempos. ¿Pero fue reconocido como tal?

IV. EL MESÍAS SUFRIENTE (9,18-50).

1. MESÍAS Y SIERVO DE YAHVEH (9,18-27).

a) Confesión de Pedro (Lc/09/18-20)

18 Estaba él un día haciendo oración en un lugar aparte; y los discípulos estaban con él. Y les preguntó ¿Quién dicen las gentes que soy yo? 19 Ellos le respondieron: Unos, que Juan el Bautistas otros, que Elías, y otros, que algún profeta de los antiguos ha resucitado.

Jesús oraba en la soledad antes de situar a los discípulos ante grandes decisiones. Así lo hizo cuando la elección de los apóstoles (6,12), así lo hace también ahora que se dispone a iniciarlos en el misterio de su misión (9,18), así lo hará también antes de que asistan a la pasión y muerte de Jesús (22,32s). Cada uno de estos momentos tiene un sentido de formación de Iglesia. La Iglesia está incorporada a la oración de Jesús. La pregunta de Jesús quiere verificar el resultado de su actividad en Galilea y a la vez sentar las bases para la acción ulterior. La doctrina sobre el reino se concentra en su misión y en su posición en la historia salvífica. Los discípulos conocen también las opiniones del pueblo sobre Jesús, que habían llegado hasta la corte de Herodes. Los discípulos se las enumeran al Maestro. Jesús es tenido por el profeta de los últimos tiempos; representa el retorno de uno de los profetas que habían de preparar para el tiempo final.

20 Él les dijo: Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Pedro, dijo: El Mesías de Dios.

La actividad en Galilea dividió al pueblo y a los discípulos. A los discípulos se dieron a conocer los misterios del reino de Dios. Pudieron presenciar los grandes hechos de Jesús en los que se manifestaba su dominio sobre la naturaleza desencadenada, sobre los demonios y la muerte. Les fue dado cooperar en la milagrosa multiplicación de los panes. Jesús tiene derecho a esperar de ellos un juicio distinto del formulado por el pueblo. La pregunta que hizo Jesús a los apóstoles, se les había planteado con frecuencia: como pregunta que a ellos mismos se les había ofrecido ya en el asombro y en el sobrecogimiento, y en los títulos que le daban: Maestro, Señor, profeta. Hasta aquí han dejado hablar al pueblo. La pregunta que ahora se les dirige los sitúa ante una respuesta clara y decisiva. Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Pedro responde en nombre de los apóstoles. Su llamamiento representa en Lucas el comienzo de los llamamientos de discípulos. Pedro ocupa el primer lugar en la lista de los apóstoles; juntamente con Juan y Santiago, a los que es antepuesto, ha sido testigo de la resurrección de la hija de Jairo.

La confesión de Pedro designa a Jesús (literalmente) como ungido de Dios, que quiere decir también Cristo o Mesías. El título empalma con la predicción de Isaías: «El espíritu del Señor, Yahveh, descansa sobre mí, pues Yahveh me ha ungido. Y me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos...» (Is 61,1). Jesús es el portador del tiempo de la salud, provisto del espíritu de Dios, el que publica el año de perdón del Señor (Is 61,2).

h) Primer anuncio de la pasión (/Lc/09/21-22)

21 Pero él, con severa advertencia, les ordenó que a nadie dijeran esto. 22 EI Hijo del hombre -añadió- tiene que padecer mucho; será reprobado por los ancianos, por los sumos sacerdotes y los escribas, y ha de ser llevado a la muerte; pero al tercer día tiene que resucitar.

Jesús prohíbe severamente a los discípulos que comuniquen a nadie la confesión de Pedro. Es que ésta reclama todavía un complemento esencial: el Hijo del hombre... ha de ser llevado a la muerte. Jesús no insiste en el título que le ha otorgado Pedro: ungido de Dios. Habla más bien del Hijo del hombre, como él mismo se designa. Este Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, tiene que ser reprobado y llevado a la muerte. Aquí se oye el eco de oráculos proféticos sobre el siervo de Yahveh: «Tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores» (Is 53,4). «Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores..., ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada» (Is 53,3). «Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa cuando era arrancado de la tierra de los vivientes y muerto por las iniquidades de su pueblo» (Is 53,8). En este someterse a la pasión cumple él los designios de Dios expresados en la Sagrada Escritura; por esto debía suceder todo así. El profeta da su profundo significado a esta pasión y a esta muerte: es una pasión y una muerte expiatoria; el Hijo del hombre intercede por muchos, por todos (cf. Is 53,12). El tercer día resucitará. «Sacado de una vida de fatigas contempla la luz, sacia a muchísimos con su conocimiento. Por eso yo le daré por parte suya muchedumbres y recibirá muchedumbres por botín» (cf. Is 53,1 ls).

El comienzo de la actividad de Jesús en Galilea estaba presidido por el pasaje de la escritura relativo al salvador ungido por el Espíritu (Is 61,1); Pedro vuelve sobre esta profecía aplicada a Jesús. Pero Jesús la completa con Is 53, que habla del siervo de Yahveh que sufre y expía por los pecados de los hombres. La acción y la misión de Jesús se comprende por la palabra de Dios. Como Hijo de Dios es ambas cosas: Salvador de los últimos tiempos y siervo sufriente de Yahveh.

c) Seguir a Cristo en la pasión (Lc/09/23-27)

23 Decía luego a todos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue cada día con su cruz y sígame. 24 Pues quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la pondrá a salvo. 25 Porque ¿qué provecho saca un hombre ganando el mundo entero si se echa a perder o se daña a sí mismo?

El discípulo de Jesús va en pos de Jesús, sigue a Jesús. Puesto que él se somete a la pasión y a la muerte, también el discípulo tiene que estar dispuesto a seguir por amor de Jesús el camino de la pasión y de la muerte. Ser discípulo es seguirle en la pasión. Seguir a Jesús en la pasión consiste en negarse uno a sí mismo y cargar con la cruz. Dado que los discípulos siguen al Maestro que es entregado a la muerte, deben estar dispuestos a no conocerse ya a sí mismos, a decir un no a sí mismos y a su vida, a odiar su propia vida (14,26) y a cargar con la cruz como Jesús (*). Más aún, a dejarse clavar en la cruz, que entonces se consideraba como la manera más ignominiosa, más cruel y más horrorosa de morir. El seguimiento en la pasión exige prontitud para sufrir el martirio (6, 22).

Al decir que el discípulo ha de cargar con la cruz añade Lucas: cada día. El martirio es cosa que sucede una sola vez, mientras que el seguimiento de Jesús en la pasión debe reanudarse cada día. «Por muchas tribulaciones tenemos que pasar para entrar en el reino de Dios» (Act 14,22). El que se declara por Jesús, el que vive según su palabra y cumple la voluntad de Dios tal como él la proclamó, ha de tropezar con oposición desde fuera y desde dentro. Los hombres odiarán y escarnecerán a los discípulos por causa del Hijo del hombre (6,22). Hay que dar una negativa decidida a las preocupaciones excesivas, a la riqueza y al ansia de placeres, a fin de que no se ahogue la palabra de Dios (8,14).

Jesús da fuerzas para negarse a sí mismo y para cargar con la cruz. Con lo que parece echarse a perder a sí mismo se logra salvar la vida. Por el camino de la pasión y de la cruz entra Jesús en la gloria de la resurrección. También para los discípulos, después de seguir a Cristo en la pasión viene la gloria de la vida eterna. Una paradoja acuñada por Jesús. Quien pone a salvo la vida, la pierde; sacrificándola, se gana. Quien se aferra desesperadamente a la vida y no quiere perder nada de lo que hace la vida más bella y más aceptable, el que rechaza todo lo que le resulta desagradable, éste pierde la vida en el mundo futuro y la segura esperanza de salvación. Se salva, no el que quiere ponerse en salvo, sino el que practica la entrega; no se pone en salvo el que se apega nerviosamente al propio yo y a sus propios deseos, sino el que se da. No salva la vida y el propio yo el que lo protege con ansiedad, sino el que se entrega generosamente.

Con un cálculo muy sobrio, en cierto modo mercantil, invita Jesús a su seguimiento en la pasión. El que quiera seguir al siervo sufriente de Yahveh, a Jesús, debe estar pronto al martirio, a muchas tribulaciones, a perjudicarse a sí mismo. Tal seguimiento plantea una decisión. Por un lado está como ganancia la preservación de la vida terrena y la satisfacción del ansia de gozar, por el otro lado el logro de la vida eterna, verdadera satisfacción del ansia de vivir, en el reino de Dios. El que no quiera seguir al Cristo de la pasión, tampoco podrá entrar en el reino de Dios.

¿Cómo se ha de efectuar la elección? Lo decisivo es la salvación de uno mismo. ¿Qué provecho saca el hombre ganando el mundo entero, si se echa a perder a sí mismo? Lucas se sirve de dos expresiones: se echa a perder o se daña a sí mismo. También adapta estas palabras de Cristo a la vida cristiana de cada día. No todo lo que no puede conciliarse con seguir a Jesús y con su palabra, destruye la vida eterna; algunas cosas sólo la dañan. Aun lo que sólo la daña debe descartarse con serena ponderación.
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«Cargar con su cruz» lo entendió seguramente Lc en el sentido de que el discípulo debe estar dispuesto, como Jesús, a tomar sobre sí los oprobios, los dolores y la muerte que acompañan a la cruz. ¿Cómo se explica en labios de Jesús este «cargar con la cruz»? En la predicción de la pasión sólo habló de que le darían muerte. ¿Quería con las palabras dirigidas a los discípulos determinar más en concreto su muerte violenta como muerte en cruz? ¿O acaso no habló todavía de cruz, sino quizá de «yugo» (Mt 11,29), o de una señal de pertenencia (cf. Ez 9,4-6: tau, T), mientras que después de la muerte de Jesús, una vez entendidas mejor las cosas, se puso el término «cruz»? En todo caso, la antigua literatura judía no tiene ninguna locución que corresponda a las palabras de Jesús.
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26 Porque si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria, y la de su Padre, y la de los santos ángeles. 27 Os lo digo de verdad: Hay algunos de los aquí presentes que no experimentarán la muerte sin que vean el reino de Dios.

El Hijo del hombre vendrá en su gloria, y la de su Padre, y la de los santos ángeles. Vendrá como juez del universo. Jesús mismo es este Hijo del hombre que viene a juzgar. Estas palabras de Jesús sobre el Hijo del hombre asocian su anuncio de la pasión y su venida en la gloria de Dios, su Padre. Entonces, en el juicio, todo dependerá de si uno goza o no de la aprobación del Hijo del Hombre, de si el Hijo del hombre lo mira como suyo o más bien se avergüenza de él y lo repudia. El pensamiento en el Hijo del hombre que ha de venir y que es juez debe dar fuerzas para seguirlo en su camino con la cruz a cuestas. Ahora es Jesús un crucificado, un criminal, un paria, uno que se ve abandonado. Un ciudadano romano no podía ser crucificado; la cruz era el castigo de los infames, de los esclavos, de los desertores (*). Quien se declara por este Jesús y hace de su palabra el orden de su vida, cae como Jesús en el oprobio. El hombre se defiende contra la deshonra y la calumnia, por lo cual cae en la tentación de avergonzarse de Jesús y de sus palabras, de abandonarlo, de apartarse de él. Jesús quiere, con sus palabras conminatorias, poner en guardia contra la negación y la apostasía. Seguir a Cristo y reconocerlo cubierto de oprobios es lo que salvará en el juicio.

A las palabras conminatorias sigue, en discurso profético, una palabra de promesa de salvación. Jesús es el Hijo del hombre y trae el reino de Dios. El que se declare en favor de Jesús y de su palabra, verá y experimentará el reino de Dios. Esta promesa es tan cierta, que algunos de los que aquí están presentes no experimentarán la muerte sin que vean el reino de Dios. El reino de Dios está ya aquí (17,21). Con la proclamación de Jesús ha venido el reino. Sin embargo, todavía no es visible. Con todo, algunos de los discípulos presentes -Pedro, Santiago y Juan- verán en la montaña el reino de Dios en la gloria de Jesús transfigurado (**). Estos testigos que ven el reino de Dios en Jesús, son para nosotros garantes de que Jesús vendrá, visible para todos, en la gloria de Dios (Cf. 23,42; 2P 1.16ss).
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Juicio de CICERÓN sobre la crucifixión: «La pena más cruel e ignominiosa»(Verres v, 64,165); «el castigo más extremo y bajo de la esclavitud» (Verres v, 66,169).
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Esta antigua opinión, sostenida especialmente por los padres de la Iglesia, fue seguramente también la idea de los evangelistas, aunque es poco probable que fuera este el sentido primigenio. Lo que con esto quería decir Jesús, es cosa que ignoramos.
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2. MANIFESTACIÓN DEL MESÍAS SUFRIENTE (9,28-43).

a) Transfiguración de Jesús (Lc/09/28-36)

28 Unos ocho días después de estos discursos, tomó consigo a Pedro, a Juan y a Santiago, y subió al monte para orar.

La transfiguración se pone en relación con la confesión de Pedro y el subsiguiente anuncio de la pasión: ocho días después de estos discursos. La transfiguración representa y confirma lo que ha anunciado Jesús. El monte es el lugar de las epifanías de Dios. En el monte de Dios, Horeb, vio Moisés a Dios en la zarza ardiente (Ex 3). Israel vio el monte Sinaí completamente cubierto de humo porque el Señor había descendido a él en el fuego (Ex 19,18).

Para Lucas no tiene importancia dónde está situado el monte de la transfiguración ni cómo se llama. Lo que en cambio le importaba era decir que Jesús subió al monte para orar. Antes de recibir de los discípulos la confesión de Mesías y antes de comenzar la revelación de su pasión y muerte, había orado Jesús en la soledad. Ahora que va a hacerse visible aquello de que ha hablado, vuelve otra ver a orar. La proclamación y la manifestación de Jesús supone su oración, la comunión con el Padre. Aquello de que habla a los hombres lo trata primero con el Padre.

Los tres discípulos a los que toma consigo habían sido también testigos de la resurrección de la hija de Jairo. También serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos. Antes de que lo vean en su angustia mortal les hace el presente de contemplarlo como triunfador del poder de la muerte. Él tiene poder sobre la muerte de la muchacha; transfigurado, triunfa también de su propia muerte. Sólo elige tres, porque tres testigos son más que suficientes para la prueba de una verdad (Dt 19,15). Probablemente sólo toma a tres para que le acompañen al monte, porque la glorificación de Jesús debe ser un misterio de fe hasta su venida gloriosa, como también el resucitado sólo apareció a los testigos señalados de antemano por Dios (Act 10,41).

29 Y mientras estaba orando, el aspecto de su rostro se transformó, y su ropaje se volvió de una blancura deslumbrante.

El mundo divino se muestra en resplandores de luz. «Tú te cubres de luz como con un manto» (Sal 104,2; lTim 6,16). La gloria de Dios brilla como un relámpago y penetra entera la persona de Cristo, hasta sus vestiduras. Jesús se manifiesta como el Cristo de Dios, como ha de venir un día con el poder y el esplendor de un soberano. Lo que confesó Pedro se hace ahora visible.

Dios manifestó a Jesús, mientras éste oraba. Durante la oración vino el Espíritu sobre él en el bautismo. Orando muere, y ya comienza a brillar su gloria en la confesión del centurión. Del bautismo arranca un arco que, pasando por la transfiguración, se extiende hasta la resurrección. El camino de la gloria es la confesión de la propia nada en la oración, la cual se experimenta sobre todo en la muerte. En la oración se expresa la prontitud para la entrega a la voluntad de Dios, se sientan las bases para el don de la glorificación por Dios.

30 Y he aquí que dos hombres conversaban con él; eran Moisés y Elías, 31 que, aparecidos en gloria, hablaban de la muerte que había de sufrir él en Jerusalén.

El resplandor de la gloria de Dios envuelve también a los dos hombres que se aparecen y los muestra como figuras celestiales. Los evangelistas ven en ellos a Moisés y Elías. De los dos se decían que habían sido trasladados al cielo. Ambos son «profetas, poderosos en obras y en palabras», ambos fueron puestos en estrecha relación con la venida del Mesías: Elías fue preparador del camino del Mesías, Moisés fue su imagen y modelo según el dicho de los doctores de la ley: Como el primer redentor (Moisés), así el segundo (el Mesías). Ambos son figuras de la pasión. Los Hechos de los apóstoles presentan a Moisés como siervo de Dios incomprendido y repudiado (Act 7,17-44), Elías se queja ante Dios de que sus adversarios conspiran contra su vida (lRe 19,10). La imagen de Elías asoma ya en la resurrección del hijo de la viuda de Naím, la de Moisés en la multiplicación de los panes para dar de comer al pueblo en el desierto. Las dos grandes figuras del Antiguo Testamento brillan en el resplandor de la gloria de Dios, pero ambos tuvieron que pasar antes por el sufrimiento. En ellos se diseña el camino de Jesús: por la pasión a la gloria de Dios, por el destino del siervo de Dios al divino esplendor del Mesías. Las dos grandes figuras del Mesías hablaban de la muerte que había de sufrir él en Jerusalén. Ambos confirman el anuncio de la pasión y de la muerte. El sufrimiento y la muerte forman parte del designio trazado por Dios mismo, hacía mucho tiempo, en la Escritura, en la ley y en los profetas. Tenía que cumplirse en Jerusalén (Lc 9,51; 13,22; 17,11; 18,31; 19,11; 24,36-53; Hch 1,4-13): la muerte y la glorificación. Allí termina su camino y comienza su gloria. La muerte de Cristo en Jerusalén es el punto central de la historia salvífica. Hacia este punto miran los grandes hombres del tiempo anterior, hacia él mira también la Iglesia. La muerte de Jesús en Jerusalén es el comienzo del tiempo final; este, en efecto, lleva a perfección lo que había comenzado en la muerte.

32 Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño. Pero, una vez bien despiertos, vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que con él estaban. 33 Y cuando éstos se disponían a separarse de él, dijo Pedro a Jesús: ¡Maestro! ¡Qué bueno sería quedarnos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Esto dijo sin saber lo que decía.

¿Hay que ver conexiones entre el monte de la transfiguración y el monte de los Olivos, en el que la pasión comenzó? En ambos lugares están dormidos los tres discípulos y testigos elegidos, mientras Jesús ora. Cuando «se levantó de la oración, fue hacia sus discípulos y los encontró dormidos por causa de la tristeza» (22,45). En el monte de la transfiguración despiertan y perciben su gloria; en el monte de los Olivos son despertados por el Señor, y a continuación aparece ya el traidor (22,47). El camino de la gloria pasa por el sufrimiento, por la pasión. Sólo los que velan en oración comprenden este camino.

Pedro quiere retener la aparición en tres tiendas. Cuando Dios viene al hombre, habita en la tienda. Así sucedía en el desierto cuando Dios moraba con su pueblo en el tabernáculo de la Alianza, y así se dice también en forma figurada con respecto al tiempo final: «Aquí está la tienda de Dios con los hombres; y morará con ellos: y ellos serán sus pueblos, y Dios mismo con ellos estará» (Ap 21,3).

Pedro piensa que se ha iniciado ya el reino de Dios, que ha comenzado ya la era mesiánica, que Dios y sus santos habitan ya en su pueblo, por lo cual es conveniente que los tres discípulos estén allí. En efecto, ahora podían ellos construir las tiendas. ¡Cómo se reflejan en las representaciones humanas los grandes hechos salvíficos de Dios!

El apóstol no sabía lo que decía. Con Jesús ha aparecido la gloria mesiánica, pero sólo por pocos momentos. Todavía no se puede retener. Antes hay que andar el camino hasta Jerusalén, donde aguarda la muerte. Tampoco los discípulos pueden todavía retener la gloria, también a ellos les es necesario caminar: tienen que partir a través de la muerte. Esta ley se aplica, no sólo a los tres, sino a todos los discípulos a través del tiempo de la Iglesia. Todavía no podemos retener (Jn 20, 17), sino que debemos seguir caminando con constancia decidiéndonos una y otra vez por la palabra de Dios...

34 Mientras él hablaba así, se formó una nube que los envolvió, y quedaron aterrados cuando se vieron dentro de ella. 35 Y de la nube salió una voz que decía. Éste es mi Hijo, el elegido; escuchadlo.

La nube es señal de la presencia de Dios (Cf. 1,35; Ex 16,10; 19,9), que confiere gracia o que castiga. Acompaña al pueblo de Dios en su peregrinación por el desierto (Ex 14,20), envuelve al monte Sinaí cuando desciende Dios en la figura del fuego para manifestar su voluntad (Ex 19,16ss). Una nube llenó el templo cuando fue consagrado; en él se posa la gloria de Dios (IRe 8,10ss). El comienzo del tiempo final está acompañado de nubes (Sof 1,15; Ez 30,18; 34,12; Jl 2,2). La nube que en el monte de la transfiguración envuelve a Moisés y a Elías manifiesta la presencia de Dios, la gloria divina de Jesús, la anticipación del tiempo final. «Entonces aparecerá su gloria, y asimismo la nube, como se manifestó al tiempo de Moisés y cuando Salomón pidió que el templo fuese gloriosamente santificado» (2Mac 2,8). A los discípulos se ha dado a conocer el «futuro de Dios».

Sobre el monte de la transfiguración se alza un nuevo santuario. Dios establece en forma nueva su presencia entre los hombres, erige un nuevo templo. Ya no es el templo de Jerusalén el lugar de la manifestación y del culto de Dios, sino Jesús, al que apuntaba el Antiguo Testamento. Cristo, que pasando por la pasión y la muerte ha sido glorificado, es presencia, manifestación y centro del nuevo culto divino.

Desde esta nueva tienda de Dios entre los hombres da Dios mismo su revelación y con su palabra declara que Jesús es su Hijo, el elegido. En él se cumple lo que había profetizado Isaías acerca del siervo de Yahveh: «He aquí a mi siervo, a quien sostengo yo, mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él, y él dará la ley a las naciones» (Is 42,1). Los enemigos de Jesús se mofarán de él junto a la cruz diciendo: «Que se salve a sí mismo, si él es el ungido de Dios, el elegido» (23,35). La voz de los enemigos recusa la reivindicación mesiánica por causa de la pasión. Cristo es el elegido, no sólo en la pasión, ni tampoco sólo a pesar de la pasión, sino precisamente por la pasión. Dios lo ha elegido, lo ha hecho Hijo de Dios y ungido de Dios, porque él va a la gloria a través de la pasión y la muerte.

Escuchadlo. La voz de Dios repite lo que había dicho Moisés sobre el profeta venidero: «Un profeta os suscitará Dios, el Señor, de entre vuestros hermanos como a mí; lo escucharéis en todo lo que os hable. Todo el que no escuche a tal profeta será exterminado del pueblo» (Act 3,22s; Dt 18,15.19). La ley que promulga Jesús a los tres apóstoles en el monte de la transfiguración reza así: Por la pasión y la muerte, a la resurrección y a la gloria. Esta es la ley de Cristo, la ley de sus discípulos, la ley de la Iglesia, la ley de los sacramentos y de la vida cristiana.

36 Y al acabarse de oir la voz, encontraron a Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por entonces, a nadie refirieron nada de lo que habían visto.

La epifanía dura poco. Encontró a Jesús solo. Jesús, «siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,6s). Descendió del Padre a Nazaret, después de la epifanía del bautismo se dirigió al desierto, tras la gran revelación en Nazaret fue a Cafarnaúm... estaba solo, incomprendido...

Los discípulos, mientras estuvo Jesús con ellos, no hablaron a nadie de lo que habían visto. Ven el reino de Dios y sus misterios. Pero el mayor misterio es éste: que la gloria del reino se inicia con la muerte de Jesús, que el salvador da la salvación por el camino del sufrimiento.

¿Quien estaba maduro para soportar este misterio del reino de Dios?

b) Curación de un epiléptico (Lc/09/37-47a)

37 Al día siguiente, cuando bajaban del monte, le salió al encuentro una gran multitud. 38 Y de pronto, un hombre que estaba entre la multitud se puso a gritar: ¡Maestro, fíjate en mi hijo, por favor! Es mi único hijo. 39 Pero un espíritu se apodera de él, y de repente grita y lo agita con violentas convulsiones, haciéndole echar espumarajos, y cuando a duras penas se aparta de él, lo deja todo magullado. 40 He rogado a tus discípulos que lo arrojaran, pero no han sido capaces.

El monte es el lugar de la manifestación de Dios. Al pie de la montaña se halla la masa del pueblo. De Moisés se refiere: «Estuvo Moisés con el Señor cuarenta días y cuarenta noches, sin comer y sin beber, y escribió Yahveh en las tablas los diez mandamientos de la ley. Cuando bajó Moisés de la montaña del Sinaí traía en sus manos las dos tablas del testimonio, y no sabía que su faz se había hecho radiante desde que había estado hablando con Yahveh» (Éx 34,28s). Pero abajo, al pie de la montaña se entregaba a la idolatría. Jesús, un segundo Moisés.

De en medio de la multitud grita un padre a Jesús. Le llama maestro. Quiere que Jesús mire a su hijo. Era hijo único, como el hijo de la viuda de Naím (7,12), y como la hija de Jairo (8,42). Lucas, como médico, describe el estado del muchacho con conocimiento de causa y con especial interés). Los síntomas de la enfermedad muestran tres fases: El mal espíritu se apodera del muchacho (primera fase), inmediatamente grita por boca del muchacho, lo agita de una parte a otra y le hace echar espumarajos (segunda fase), finalmente lo echa al suelo, y el muchacho, después del ataque, está fatigado y magullado (tercera fase). Estos síntomas revelan epilepsia. El médico Lucas no cayó en la tentación de hacer en su evangelio investigaciones de ciencia medica. La enfermedad es atribuida a demonios. Lucas nos pone en la mano el Evangelio como Evangelio que proclama la salvación sin cuidarse de investigaciones médicas.

Se ha agravado el desamparo del padre y de su hijo, porque no habían hallado remedio ni siquiera donde lo habían esperado. Los apóstoles que no habían subido a la montaña, no habían podido hacer nada a pesar de la fuerza y poder de que estaban investidos. ¿Por qué?

41 Jesús respondió: ¡Oh generación incrédula y pervertida! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros y soportaros? Trae aquí a tu hijo.

La queja de Jesús reproduce la queja de Moisés: «Si (Dios) es la roca. Sus obras son perfectas. Todos sus caminos son justísimos. Es fidelísimo y no hay en él iniquidad. Es justo, es recto. Indignamente se portaron con él sus hijos, generación malvada y perversa» (Dt 32,4s). «¿Hasta cuándo voy a estar oyendo lo que contra mí murmura esta turba depravada, las quejas contra mí de los hijos de Israel?» (Núm 14,27). Jesús está bajo la impresión de la transfiguración. El Padre ha revelado su condición de Mesías, lo ha destacado entre todos como a Hijo de Dios elegido, ha hecho llamamiento a creer en su palabra. ¿Y con qué se encuentra ahora? Halla a los demonios con sus estragos, a los discípulos con su fe flaca, al pueblo incrédulo y torcido (Act 2,40). Jesús, en la gloria y poder de Dios, tiene en su mano el destino del hombre, y a la vez se queja de la sordera del pueblo. Él es Hijo y siervo sufriente de Dios. Su camino, al ser incomprendido, podría causarle «hastío» (Mc 14,33). Sin embargo, está dispuesto a mostrar misericordia. Trae aquí a tu hijo. Como Hijo elegido y ungido de Dios que es, quiere aportar salvación, quiere estar siempre disponible para remediar la miseria del pueblo.

42 Cuando éste se acercaba, el demonio lo tiró por tierra y lo agitó con violentas convulsiones. Entonces Jesús increpó al espíritu impuro y curó al muchacho; luego se lo devolvió a su padre. 43a Todos quedaron llenos de asombro ante el poder admirable de Dios.

El demonio es expulsado, la enfermedad curada, el padre aliviado. En la acción de Jesús se manifiesta la grandeza de Dios. En la montaña de la transfiguración se ha mostrado como un relámpago la majestad y la gloria de Dios; en la miseria de los hombres afligidos se muestra su omnipotencia. Los hombres llaman Maestro a Jesús y confiesan que él pone de manifiesto, hace visible la grandeza de Dios; el Padre en el cielo lo ha llamado elegido, Mesías, Hijo de Dios. En la montaña le rodean las grandes figuras de la historia antigua y los tres apóstoles elegidos; abajo, los discípulos de poca fe, la «generación incrédula y pervertida» de los hombres, el muchacho epiléptico, poseído por el demonio. Gran obra de Dios que envía al elegido, para que se interese por la miseria... El camino de la gloria conduce a Jesús por la miseria y el sufrimiento de los hombres, que él toma sobre sí.

3. LA VÍA DOLOROSA DEL MESÍAS (9,43b-50)

a) Segundo anuncio de la pasión (Lc/09/43b-45)

43b Mientras todos estaban maravillados de todas las cosas que hacía, dijo a sus discípulos: 44 Grabad bien en vuestros oídos las palabras que os voy a decir: El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los hombres.

Todos estaban maravillados de todas las cosas que hacía. Con esto se cierra la actividad en Galilea. Una vez más se cava una profunda zanja entre todos y los discípulos. Los discípulos no pueden dejarse arrastrar por las esperanzas del pueblo. No sucederán hechos todavía mayores, sino que tendrá lugar la entrega del Hijo del hombre en manos de los hombres; éstos harán con él lo que quieran. ¿Quién es el que lo entrega? Dios. Tal es su designio. A través de la admiración general mira Jesús a este designio de Dios. En esta profecía de la pasión no se dice nada de la resurrección.

45 Pero ellos no comprendían tales palabras; y eran tan obscuras para ellos, que no captaban su sentido, y sin embargo, les daba miedo de preguntarle acerca de ellas.

Las palabras de la profecía son claras, pero lo que quieren decir es misterioso y oscuro. El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres. El Mesías, que tiene todo poder, será entregado al capricho de los hombres. Dios lo ha dispuesto así. ¡EI Señor cargó sobre él (el siervo de Yahveh) la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,6). ¿Por qué ha de pasar por la pasión el camino de Jesús a la gloria? ¿Por qué ha de ser este el camino de sus discípulos y de su Iglesia? A los discípulos les daba miedo preguntarle acerca de estas palabras, porque en su interior se rebelaban contra la muerte de Jesús, pero sabían que Jesús reprobaba tales pensamientos (Mc 8,32).

Lucas inserta una explicación en la fuente de que toma estas palabras. Eran obscuras para ellos, de modo que no las comprendían. Dios había echado un velo sobre este misterio, de modo que no podían percatarse de él. Les descubrirá este misterio cuando resucite Jesús. En la mañana de pascua dirán los mensajeros de Dios: «No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de cómo os anunció, cuando estaba todavía en Galilea, que el Hijo del hombre había de ser entregado en manos de pecadores y había de ser crucificado, pero que al tercer día había de resucitar. Entonces... recordaron sus palabras» (24,6ss). La humillación de Jesús sólo se comprende por su glorificación. El gusto del sufrimiento sólo se halla cuando se ha gustado la glorificación.

b) Seguimiento de Cristo a la luz del anuncio de la pasión (/Lc/09/46-48)

46 Surgió entre ellos la cuestión acerca de quién sería el mayor de todos. 47 Entonces Jesús, penetrando los pensamientos de su corazón, tomó a un niño, lo puso junto a sí 48 y les dijo: Quien acoge a este niño en mi nombre, es a mí a quien acoge, y quien me acoge a mí, acoge a aquel que me envió, porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ése es grande.

El ansia de ser el mayor entre los otros, de dominarlos, de disponer de ellos, responde a una inclinación muy arraigada en el corazón del hombre, también en el de los discípulos. Estos no expresan lo que les preocupa interiormente; el ansia de dominar se tiene escondida o se disimula tras una máscara. Los dominadores de los pueblos se hacen llamar «bienhechores» (22,25). El hombre no quiere ser entregado en manos de los hombres, no quiere que puedan disponer de él, sino que quiere disponer de los otros y dominarlos. La suerte de Jesús contradice a los pensamientos del corazón humano, los discípulos del Hijo del hombre entregado en manos de los hombres tienen que modificar su modo de pensar y reformarlo conforme al espíritu de Cristo.

Jesús hace que se le acerque un niño pequeño, que recibe a su lado un puesto honorífico, es antepuesto y preferido a los discípulos. Todas las miradas se fijan en este niño. Jesús ha acogido con honor a este niño y formula la mayor promesa para el que acoja a un niño pequeño y le dedique sus servicios. El que quiera ser grande, debe ponerse al servicio de los más pequeños. Lo que hace grandes no es dominar, sino servir, servir a los pequeños, a los despreciados.

Al niño se le debe acoger en nombre de Jesús, en atención a él. Esto no es sólo acto de humanidad, sino también acto propio de quien es discípulo de Jesús. La humillación de uno mismo y el servicio propio de los discípulos de Jesús se efectúa a imitación de aquel que se humilló a sí mismo. El discípulo se entrega en manos de los hombres para que dispongan de él, porque Jesús fue entregado por Dios y él mismo se entregó.

Grandes cosas se prometen a quien sirva. El servicio prestado al niño es servicio prestado a Jesús, y el servicio prestado a Jesús es servicio prestado a Dios. Los pequeños, Jesús y Dios se ponen en una misma línea; a través del pequeño se mira a Jesús, a través de Jesús, a Dios. El servicio insignificante, obscuro, prestado a un niño es como el de quien acoge y alberga a Dios, y aporta las ventajas que concede Dios a quien le alberga a él mismo. El servicio a los más pequeños de la comunidad se convierte en servicio, en culto a Dios. Jesús, por el hecho de entregarse en manos de los hombres, realiza el culto querido por Dios...

Cuando Jesús es entregado en manos de los hombres, se efectúa esto a fin de que los pequeños, los débiles y los no redimidos sean acogidos y albergados por Dios. El que se apropia los sentimientos de Jesús, no sólo se entrega como siervo en manos de los hombres, sino que logra ser acogido por Jesús y halla albergue y comunidad con Dios. Ahora bien, la comunidad con Dios en Jesús es la Iglesia. «Él (Cristo) constituyó a unos apóstoles; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, para el perfeccionamiento del pueblo santo, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4,11s).

El que con su servicio al más humilde se constituye él mismo en el más humilde y bajo, ése es verdaderamente grande. El más pequeño entre todos vosotros, ése es grande. Jesús, el más grande, que fue entregado en manos de los hombres a fin de que dispusieran de él, trastorna todas las normas. Los pequeños vienen a ser los mayores, los humildes se convierten en señores, los dominadores se hacen esclavos. Esta revolución de los corazones tiene lugar en nombre de aquel que, siendo Hijo de Dios, fue entregado en manos de los hombres.

c) Uso del nombre de Jesús (Lc/09/49-50).

49 Entonces Juan, tomando la palabra, dijo: Maestro, hemos visto a uno que estaba expulsando demonios en tu nombre y queríamos impedírselo, porque no anda con nosotros. 50 Pero Jesús le contestó: No se lo impidáis, que quien no está contra vosotros, en favor vuestro está.

La respuesta de los discípulos a las palabras de Jesús sobre el servicio es la preocupación ambiciosa por los puestos elevados. Uno de los más allegados a Jesús, Juan, que con frecuencia es nombrado por Lucas juntamente con Pedro y constantemente es antepuesto a su hermano, tampoco entiende las palabras de Jesús acerca del hacerse pequeños. El seguimiento de Jesús, que se entrega en manos de los hombres para servirlos, hace tropezar con nuevas y nuevas sorpresas causadas por las mociones del corazón.

Entre los judíos había gentes que con oraciones expulsaban los demonios de los posesos (exorcistas). Como los discípulos tenían éxito expulsando demonios en nombre de Jesús, uno de aquellos exorcistas intentó expulsar demonios también en nombre de Jesús, aunque no pertenecía al grupo de los discípulos. La invocación del nombre de Jesús se demuestra eficaz aun fuera de la comunidad de los discípulos.

El exorcista extraño causa desazón a los discípulos. Consideran su propia posición como una elección que los coloca por encima de todos los demás. Lo que hace el extraño lo consideran como algo que merma su grandeza. Ellos quieren dominar, no servir. Se quejan al maestro: No anda con nosotros. Quienquiera que trabaje por Jesús y por su obra, no debe ser impedido, aunque no pertenezca al grupo. La elección no debe servir a la ambición y al egoísmo, sino a Jesús y al alivio de los afligidos. El que es elegido para seguir a Jesús, es elegido para servir.

El exorcista extraño no es adversario de los apóstoles, puesto que invoca el nombre de Jesús. Por eso se le debe considerar como aliado. No ambición, sino objetividad; no celo por la propia posición, sino promoción de la obra de Jesús: esto es lo que debe inspirar la actitud de los apóstoles. El servicio promueve la obra, la ambición la entorpece.

Jesús se sirve de un proverbio que se había hecho corriente desde la guerra civil de los romanos: «Te hemos oído decir que nosotros (los hombres de Pompeyo) tenemos por adversarios nuestros a todos los que no están con nosotros, y que tú (César) tienes por tuyos a todos los que no están contra ti.» Jesús da razón al dicho de César. El exorcista extraño procede como uno de los discípulos: en nombre de Jesús. Amplía el círculo a que se extiende la acción de los mismos. «En todo caso, como quiera que sea, por hipocresía o por sinceridad, Cristo es anunciado, y de esto me alegro» (Flp 1,18). ¿Cómo puede todavía haber aquí lugar para envidias?

Quien no está contra vosotros, en favor vuestro está. Esta frase de Lucas es algo diferente de la de Marcos: «Quien no está contra nosotros, en favor nuestro está.» Aquí está Jesús unido con los discípulos, en Lucas está separado. La meditación creyente acerca de Jesús se ha hecho más consciente de su elevada superioridad (*). ¿No tenemos necesidad de la doble configuración de la frase? ¿De la unión con Jesús y de la separación reverente? ¿De la proximidad confiada y de la distancia respetuosa?

La actividad de Jesús en Galilea ha llegado a su término. El breve relato acerca del exorcista extraño hace que asomen una vez más no pocas cosas de este período. Jesús es reconocido por el pueblo -incluso por el exorcista judío, que no es su discípulo- como salvador de los poderes demoníacos. El exorcismo, que se efectúa bajo la invocación de Dios, se verifica ahora en nombre de Jesús. Jesús actúa como profeta de Dios. Es más que profeta. Jesús es el Hijo de Dios y el siervo sufriente de Yahveh, que se pone al servicio de los hombres sin cuidarse de su propia honra. ¿Quién puede creer esto? Los apóstoles lo han reconocido como ungido de Dios, pero ¿pueden concebir que sea también el siervo sufriente de Yahveh? Todas las secciones de la actividad en Galilea se han cerrado con la misión apostólica. Tampoco esta sección se cierra de otra manera. La obra de los apóstoles es realizada por uno que no es de los de Jesús, pero que obra en su nombre. El mensaje y la obra de Jesús pugnan por hacer saltar todas las barreras y por poner a todos a su servicio.
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Se habla de una tendencia pedagógica en el evangelio de Lucas. Éste pasa por alto casi todos los pasajes de Mc que parecen perjudicar a la dignidad de Jesús: Mc 3,20s. (Jesús fuera de sí), Mc 13,32 (Jesús ignora el día de la parusía). También se omiten o se modifican los pasajes en que Jesús hace preguntas o recibe informaciones (compárese Mc 1,30 y Lc 4,38; Mc 3,3 y Lc 6,8; Mc 5,30-32 y Lc 8,45s; Mc 6,38 y Lc 9,13; Mc 9,33 y Lc 9,47). Tampoco habla Lucas de fuertes manifestaciones de sentimientos humanos: compárese Mc 1,41.43 y Lc 5,13; descripción de la agonía en el huerto de los Olivos, Mc 14,32-42 y Lc 22,40-46, etc. J. SCHMID, El Evangelio según san Lucas (Comentario de Ratisbona) Herder, Barcelona 1968, p. 30-31.
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Parte tercera

CAMINO DE JERUSALÉN 9,51-10,27

Jesús abandona Galilea y se pone en marcha hacia Jerusalén, donde sufrirá y será glorificado. En este camino se muestra Jesús como maestro profético, que a la vista de su muerte proclama su mensaje, que será confirmado por Dios mediante la resurrección. En tres pasajes se menciona principalmente el viaje a Jerusalén. Jesús toma la decisión irrevocable de ir a Jerusalén (9,51). Iba de ciudad en ciudad y de aldea en aldea, enseñando y encaminándose hacia Jerusalén (13,22). Mientras caminaba hacia Jerusalén, pasó por Galilea y Samaria (17,11). En Jerusalén se desarrolla la fase decisiva del hecho salvífico; la pasión y la resurrección están ligadas inseparablemente. Para expresar esta asociación usa Lucas el término «elevación» (9,51). Con los relatos del viaje (9,51-10,42; 13,22-35; 17,11-l9) van asociadas enseñanzas de Jesús (11,1-13,21; 14,1-17,10; 17,20-19,27), que por tener un marco general sin determinación de lugar ni de tiempo, poseen un significado permanente. En el camino hacia su meta muestra Jesús a sus discípulos «caminos de vida» (Act 2,28).

I. EL COMIENZO (9,51-13,21).

1. EL MAESTRO EN MARCHA, Y SUS DlSCíPULOS (9,51-9,62).

a) Recusación de alojamiento (Lc/09/51-56)

51 Y sucedió que, al cumplirse el tiempo de su elevación, tomó la decisión irrevocable de ir hacia Jerusalén.

Dios asignó a Jesús una medida determinada de días en la tierra. Esta medida se va cumpliendo con el flujo del tiempo. La vida de Jesús termina con su elevación (*). La palabra significa ascensión y muerte; precisamente esta ambigüedad es apropiada para expresar lo que aguarda a Jesús en Jerusalén: la pasión y la glorificación, sufrimientos y muerte, resurrección y ascensión. Jerusalén prepara a Jesús la muerte, pero, por designio de Dios, también la gloria.

Jesús tomó la decisión irrevocable de ir hacia Jerusalén. Nada puede apartarle de este camino de la muerte. «El Señor, Yahveh, me ha socorrido, y por eso no cedí ante la ignominia e hice mi rostro como de pedernal, sabiendo que no sería confundido» (Is 50,7). Jesús va hacia Jerusalén fortalecido con la fuerza de Dios, como fue fortalecido el profeta cuando le encargó Dios anunciar sus amenazas contra Jerusalén: «Tú, hijo de hombre, no los temas ni tengas miedo a sus palabras, aunque te sean cardos y zarzas y habites en medio de escorpiones. No temas sus palabras, no tengas miedo de su cara, porque son gente rebelde» (Ez 2,6). Jesús sabe también la glorificación que allí le aguarda. Sigue su camino con confianza.
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El término del original griego significa «elevación al cielo», conforme al verbo transitivo «elevar» (Act 1,2.11.22; Mc 16,19; 1Tim 3,16; Eclo 48,9; 49,14) y también la muerte (Salmos de Salomón 4,18); el término es equívoco a la manera de «glorificación» en Jn (cf., por ejemplo, 13,31).
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52 Y envió por delante unos mensajeros. Fueron éstos y entraron en una aldea de samaritanos, con el fin de prepararle alojamiento. 53 Pero no lo quisieron recibir, porque su aspecto era como de ir hacia Jerusalén.

Jesús va hacia Jerusalén como profeta y Mesías por medio del cual Dios visita misericordiosamente a su pueblo. Por eso se dice en estilo solemne: Envió por delante unos mensajeros, detrás de los cuales va él. Su expedición es camino hacia la gloria, el camino real de la cruz.

El camino más corto de Galilea a Jerusalén pasa por Samaría. Jesús escoge este camino y pone la mira en Jerusalén.

Los mensajeros tienen que prepararle alojamiento. Jesús va acompañado de un grupo bastante grande: con él iban los doce, muchas mujeres, cierto número de discípulos, entre los cuales elige los setenta.

Entre los samaritanos y los judíos existían tensiones religiosas y nacionales. Los samaritanos son descendientes de tribus asiáticas, que se asentaron allí cuando el reino del norte, Israel, fue conquistado por los asirios (722 a.C.), y de la población autóctona que se había quedado en el país. Habían adoptado la religión israelita de Yahveh, pero edificaron un templo propio sobre el monte Garizim y se distinguen de los judíos también en otras muchas cosas (cf. 2Re 17,24-41). Los judíos despreciaban a los samaritanos como pueblo semipagano y evitaban el trato con ellos (Jn 4,9). Entre ambos pueblos hubo repetidas veces fricciones. Cuando oyeron los samaritanos que Jesús se dirigía hacia Jerusalén, despertó la oposición y rehusaron el alojamiento a Jesús.

Al comienzo de su camino en este mundo, al comienzo de la actividad galilea en Nazaret, al comienzo del camino hacia Jerusalén «no había lugar para él en la posada». Los caminos de Jerusalén en este mundo terminarán cuando tenga que salir de la ciudad de Jerusalén para ser crucificado, pero esta salida será a la vez el comienzo de su gloria.

54 Cuando vieron esto los discípulos Santiago y Juan, le dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo para que los consuma? 55 Pero Jesús, volviéndose hacia ellos, los reprendió. 56 Y se fueron a otra aldea.

A Santiago y Juan exaspera la negativa dada a Jesús. Se acuerdan de que Elías pidió que bajara fuego del cielo sobre los que lo despreciaban y el fuego cayó del cielo y los consumió (2Re 1,10-14). Jesús es más que Elías (9,19.30). ¿No se debía castigar este desprecio de Jesús por la aldea samaritana? Están convencidos de que su maldición será escuchada inmediatamente por Dios, puesto que Jesús les ha conferido poder (9,5).

¿Puede Dios tolerar que el Mesías, el Santo de Dios, se vea expuesto al repudio y a la arbitrariedad de los hombres? Los discípulos muestran cuánto trabajo les cuesta entender al Mesías sufriente. De todos modos, preguntan a Jesús si han de formular la maldición. La oposición humana contra los sufrimientos del Mesías es vencida por la palabra de Jesús. Sólo ésta puede esclarecer y hacer soportable el misterio del repudio del Santo de Dios por los hombres.

Jesús reprende a los discípulos. El reproche se explica en algunos manuscritos con estas palabras añadidas: ¿No sabéis de qué espíritu sois? Los discípulos debían tener los sentimientos de Jesús. Él ha sido ungido para traer a los pobres la buena nueva, a los ciegos la vista... (4,18). El Hijo del hombre no ha venido para perder, sino para salvar (19,10). Los apóstoles son enviados para que salven, no para que destruyan; para que perdonen, no para que castiguen, para que rueguen por los enemigos en el espíritu de Jesús, no para que los maldigan (23,34).

Se fueron a otra aldea. No se dice si era una aldea samaritana o galilea. Lo decisivo no es el camino, sino la meta, no el repudio por parte de los hombres, sino la acogida por Dios, no el alojamiento en este mundo, sino la patria en Dios.

b) Llamamientos de discípulos (Lc/09/57-62)

57 Mientras ellos iban siguiendo adelante, uno le dijo por el camino: Te seguiré a dondequiera que vayas. 58 Y Jesús le contestó: Las zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.

Este desconocido elige por su cuenta su maestro, al igual que los discípulos de los rabinos. Su decisión de hacerse discípulo de Jesús en el momento en que éste se ve repudiado en su camino hacia Jerusalén, es incondicional y magnánima. Te seguiré a dondequiera que vayas. Ha entrevisto el elemento fundamental del seguimiento exigido por Jesús: la absoluta disponibilidad.

Jesús se encamina hacia su «elevación», hacia su muerte violenta. Es un repudiado, descartado por los hombres, sin hogar, un caminante que actúa sin reposo. El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. La condición de discípulo significa comunión de suertes con Jesús. Esto merece consideración. Para el hombre es duro carecer de patria y de hogar, no tener un albergue donde reposar tranquilo. Hasta los animales más inquietos, las zorras y las aves, tienen donde acogerse y lo buscan. «Ninguna zorra acaba al borde de su guarida», reza un proverbio judío.

El discípulo de Jesús debe estar dispuesto a peregrinar, a ser expulsado, a renunciar al abrigo del hogar.

59 A otro le dijo: Sígueme. Éste respondió: Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre. 60 Pero Jesús le replicó: Deja que los muertos entierren a sus muertos; pero tú, vete a anunciar el reino de Dios.

El llamamiento para ser discípulo viene de Jesús mismo. Esto es lo corriente. «Llamaba a los que quería» (Mc 3,14). «No me habéis elegido vosotros, sino que yo os elegí» (Jn 15,16). El que aquí es llamado está pronto, pero no inmediatamente. Quiere tan sólo acabar todavía lo que tiene entre manos: enterrar a su padre. Enterrar a los muertos es en Israel un deber riguroso. Hasta a los sacerdotes y levitas se les impone en el caso de sus parientes, aunque les estaba severamente prohibido contaminarse con un cadáver. Este deber dispensa de todos los preceptos que imponía la ley. Parece por tanto plenamente justificado el permiso que pide este hombre.

Sin embargo, Jesús no permite la dilación. Quiere que se le siga incondicionalmente. La respuesta parece falta de piedad, completamente ajena a los sentimientos, poco menos que impía para la religiosidad de los judíos. Jesús explica su negativa con una frase áspera y penetrante: Deja que los muertos entierren a sus muertos. El llamamiento a seguir a Jesús como discípulo lleva de la muerte a la vida. El que no es discípulo de Jesús, que no ha aceptado su mensaje del reino y de la vida eterna, está en la muerte. El que se ha adherido a Jesús ha pasado a la vida por su palabra del reino de Dios. Dos mundos que no tienen ya nada que ver entre sí.

El discípulo sólo tiene una cosa que hacer: Anunciar el reino de Dios. Esto está por encima de todo. La proclamación del reino precede a todo lo demás y no consiente dilación. Jesús está en camino; su misión de proclamar el reino de Dios no sufre verse postergada. Él tiene puesta la mira firmemente en la «elevación». La gloria que le espera lo dispensa de todas las obligaciones de la piedad. Más importante es anunciar la vida y resucitar a los muertos en el espíritu que enterrar a los muertos corporalmente.

61 También dijo otro: Te seguiré, Señor; pero permíteme que vaya primero a despedirme de los míos. 62 Pero Jesús le respondió: Ninguno que ha echado la mano al arado y mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.

También este tercero, como el primero, se ofrece espontáneamente como discípulo. Llama Señor a Jesús y se muestra dispuesto a reconocer el pleno derecho de Jesús a disponer de él; está pronto a seguirle incondicionalmente. El primer discípulo quiere seguir a Jesús a dondequiera que vaya, el segundo oye el llamamiento de la fuerza que resucita y reanima, el tercero reconoce a Jesús como Señor. El que quiera ser discípulo de Jesús debe ir tras él, debe estar poseído por el llamamiento creador de Dios y ponerse plenamente a disposición de Jesús.

También este tercero que está dispuesto a seguir a Jesús pide que se le haga una concesión. Quiere despedirse de los suyos. Pide lo que también Eliseo pidió a Elías: «Déjame ir a abrazar a mi padre y a mi madre, y te seguiré. Elías respondió: Vuélvete, pues ya ves lo que he hecho contigo. Alejóse de Elías, y cuando volvió cogió el par de bueyes y los ofreció en sacrificio; con el yugo y el arado de los bueyes coció la carne e invitó a comer al pueblo, y levantándose, siguió a Elías y se puso a su servicio» (lRe 19,20s). Jesús no exige más que lo que el profeta exigía a su discípulo. No le permite que vaya a despedirse. La proclamación de Dios no sufre «si» ni «pero», reclama desprendimiento de los familiares, despego hasta de lo que exige el corazón.

Al discípulo no sólo se le muestra de qué debe separarse, sino también adónde debe dirigirse. El discípulo debe entregarse completamente a la obra de Jesús, sin reservarse nada para sí. Con un proverbio se muestra gráficamente esta plena disponibilidad sin la menor restricción. El arado palestino es difícil de guiar, y todavía más en la tierra laborable en los alrededores del lago de Genesaret. La faena de arar exige plena entrega a la tarea. La proclamación del reino de Dios sólo puede ser confiada a aquel que por razón de la comunión de vida con Jesús se separa de la propia familia, se desprende de todo aquello a que antes estaba apegado su corazón y vive enteramente, sin dividirse, la obra de que se ha encargado. El reino de Dios plantea al hombre la exigencia de la entrega total del pensar y del querer, sin divisiones.

La plena sumisión al Señor es sumisión a la palabra del reino de Dios. A esta palabra sirve el Señor, a la misma sirve el discípulo del Señor. La palabra del reino encierra también la muerte y la gloria de Jesús. Quien vive para esta palabra, debe representarla en su vida y con ésta dar testimonio de la misma. En las tres sentencias de Jesús se exige una y otra vez que se renuncie a tener hogar en este mundo. El hogar ofrece dónde reclinar la cabeza, el hogar está improntado por la piedad con el padre y la madre, el hogar implica abrigo y protección de los que están en su casa. El discípulo de Cristo debe, como Jesús, despedirse, caminar, sin dilación ni interrupción, pues Jesús tiene puesta la mira en Jerusalén, donde le aguarda la muerte, pero también la gloria de Dios, donde uno se halla verdaderamente en su casa.

La docilidad y disponibilidad incondicional es la base del seguimiento exigido por Jesús. Ya no se entiende en función de la relación entre maestro y discípulo vigente entre los doctores de la ley. Aquí llama el Señor con omnímoda autoridad, autoridad que no tiene igual, autoridad que no poseyó ninguno de los profetas, sino únicamente aquel a quien Dios ha dado todo poder. En los discípulos ha de hacerse visible este Señor; con su seguimiento, su obediencia incondicional y su entrega total dan los discípulos testimonio de que Jesús es el anunciador del reino de Dios en los últimos tiempos. Porque el reino de Dios viene con Jesús, y Jesús con el reino de Dios. Lo que exige en concreto esta docilidad y disponibilidad incondicional, lo fija en los tres llamamientos la situación particular y el llamamiento de Dios.