CAPÍTULO 06
3. PALABRA DE AUTORIDAD (6,1-19).
a) Arrancar espigas en sábado (Lc/06/01-05)
1 Un sábado iba él atravesando un campo de mieses, y sus discípulos arrancaban espigas y, desgranándolas entre las manos, se las comían. 2 Algunos fariseos les dijeron: ¿Por qué hacéis lo que no está permitido en sábado?
Los pobres podían coger espigas de los campos si tenían hambre. «Si entras en la mies de tu prójimo, podrás coger unas espigas con la mano» (Dt 23,25). Las espigas se frotan y se desgranan con las manos, y luego se comen los granos que quedan. Algunos fariseos vieron esto y llamaron la atención a los discípulos. Según su interpretación de la ley, era esto infringir el reposo sabático. Coger espigas se contaba entre las faenas de la recolección, y éstas se incluían entre los veintinueve trabajos principales, que a su vez se subdividían en trabajos subalternos, todos los cuales infringían el reposo sabático. Si se trabaja en sábado inadvertidamente, entonces hay que advertir al transgresor que debe o£recer un sacrificio de expiación. En cambio, si el reposo sabático se infringe, pese a la presencia de testigos y a aviso previo, entonces la transgresión se paga con lapidación. En nuestro caso se dirige el aviso inmediatamente a los discípulos, pero en realidad se aplica a Jesús.
3 Entonces Jesús les respondió; ¿Es que ni siquiera habéis leído lo que hizo David, cuando tuvo hambre él y los que estaban con él: 4 que entró en la casa de Dios y, tomando los panes ofrecidos a Dios, los que sólo a los sacerdotes es lícito comer, comió de ellos y los repartió también entre sus compañeros?
La tradición de los conflictos sabáticos tenía la máxima importancia para las comunidades cristianas que comenzaban a celebrar el domingo como día de descanso en lugar del sábado. Esta transformación se había consumado ya cuando san Lucas escribía su Evangelio. Para él eran importantes los motivos en que se fundaba la nueva idea de la ley del sábado. Estos motivos muestran la autoridad de Jesús que con su palabra proclama la voluntad de Dios.
Jesús conoce el método dialéctico de las disputas en las escuelas judías y responde con una contrapregunta. Al hacerlo se remite a la Escritura (lSam 21,1-7), autoridad reconocida y suprema. Los panes «de la proposición», los panes ofrecidos a Dios, eran en número de doce y permanecían durante una semana sobre una mesa en el santuario del templo como oferta presentada a Dios. Nadie podía comerlos fuera de los sacerdotes, una vez terminada la semana. Sin embargo, David y sus compañeros los comieron una vez que tenían hambre y no había otro pan a su alcance. Con todo, nadie reprochó esto a David, ni el sacerdote Abimelec, que dio el pan a David, ni los escribas y doctores de la ley. Por consiguiente, la necesidad excusa la transgresión de la ley. Los discípulos no violan, por tanto, la ley al frotar y desgranar espigas el sábado porque tienen hambre. En la interpretación de la ley no se ha de atender sólo a la letra de la ley, sino a la voluntad de Dios. Ahora bien, Dios no dio la ley del culto para afligir a los hombres. La compasión con los hombres le importa más que la observancia de la ley cultual. El sábado no ha de impedir que se preste ayuda al necesitado. Dios quiere misericordia, no sacrificios (Mt 12,5-7).
5 Y añadió: Señor del sábado es el Hijo del hombre.
Jesús, en su calidad de Hijo del hombre, al que ha sido dado por Dios todo poder, tiene también el poder de disponer del reposo sabático y de su interpretación. Interviene en la esfera más sagrada de Dios, en el derecho de Dios a perdonar pecados, en el reposo sabático, que es figura del descanso de Dios después de la creación (Gén 2,2s), en el ámbito de su glorificación, en el culto divino... Hace uso de su autoridad para librar a los hombres de su aflicción. Dios deja que por medio de Jesús se intervenga en su esfera más sagrada, porque se ha iniciado el tiempo de salvación, que es tiempo de misericordia para los hombres. «En la tierra paz entre los hombres, objeto de su amor.»
b) Curación en sábado (Lc/06/06-11)
6 Otro sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y había allí un hombre cuya mano derecha estaba seca. 7 Los escribas y los fariseos lo espiaban para ver si lo curaba en sábado y encontrar de qué acusarlo.
Lucas procura dar datos exactos: era otro sábado; Jesús enseñaba en la sinagoga; la mano derecha estaba seca; los que lo observaban eran los fariseos y los escribas. Jesús actúa en una hora única en la historia de la salvación, en tiempo y lugar determinados, en circunstancias concretas. La mirada retrospectiva al punto medio de la historia de la salvación es decisiva para la vida cristiana. La vida de Jesús y su palabra histórica ordenan la vida y el tiempo de la Iglesia hasta su segunda manifestación.
La interpretaci6n farisea de la ley sólo permitía curar en sábado cuando había peligro inminente de muerte. La mano seca no representa un peligro inminente de muerte. ¿Qué hará Jesús al ver la aflicción de este hombre? Sus adversarios intensifican la hostilidad del comportamiento. En el primer conflicto sabático observan sólo como casualmente que los discípulos infringen la ley, ahora espían a Jesús para ver si pueden cogerle en infracción para llevarlo ante los tribunales. ¿Qué decisión tomará Jesús en esta situación en que se ve amenazado?
8 Pero él, que les conocía los pensamientos, dijo al hombre que tenia la mano seca. Levántate y ponte ahí en medio, y éste se levantó y se puso allí.
El enfermo está ahora en medio de ellos, como un acusado ante el tribunal, en espera de sentencia de absolución o de condenación. Aquí aparecerá un nuevo principio de interpretación de la ley: lo que ha de decidir no es ya la ley, sino el hombre afectado por la ley. Se sitúa en el centro al hombre, no la letra de la ley. En la cuestión del sábado se trata del hombre. de su salvación o de su ruina.
9 Entonces les dijo Jesús: Yo os voy a preguntar: ¿Es lícito en sábado hacer bien o hacer mal; salvar una vida o dejarla perder?
La cuestión se plantea en presencia del hombre que está en medio de todos con su dolencia y su ansia de curación. El caso particular es subordinado a una cuestión de principio: ¿Es lícito en sábado hacer bien o es necesario hacer mal? La omisión del bien es un mal.
¿Quién querrá decir que la ley del sábado prohíba que se haga el bien y exija que se haga el mal? El sábado es para los judíos, no sólo día de reposo, sino también día destinado a hacer bien y día de alegría. La comida de día de fiesta, el estudio de la ley y la práctica del bien lo convierten en día de fiesta y de alegría. Para viajeros necesitados había que tener comida preparada. ¿Habría que olvidar todo esto? Jesús vuelve a restablecer el verdadero sentido del sábado. Ha de ser un día en el que se disfrute y se proporcione alegría a los demás. Se realiza el sentido del sábado haciendo bien a personas que sufren, usando misericordia. «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6).
Jesús sitúa a sus adversarios ante esta alternativa: ¿Se ha de salvar una vida en sábado, o se ha de dejar que se pierda? El texto griego no habla de la vida, sino del alma, que es vida y algo más: vida consciente. El hombre que está en medio quiere vivir, vivir sano, no sólo vegetar, quiere sentir gozo de vivir. ¿Es esto posible a un hombre que tiene seca la mano derecha, que no puede trabajar y tiene que vivir de la ayuda ajena? El reposo sabático se explica por la comparación con el reposo de Dios una vez terminada la obra de la creación: «Acuérdate del día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo día es día de descanso, consagrado a Yahveh, tu Dios, y no harás en él trabajo alguno» (Éx 20,8ss). Pero el descanso de Dios no consiste en no hacer nada, sino en vivir la obra, en gozar de ella. -«Dios se gozó en su obra» (/Sal/104/31). El sábado es día en que se vive la vida, en que se goza de la obra, día de glorificación de Dios. ¿No se ha de restablecer mediante la curación este sentido más profundo del sábado? ¿En vez de la vida habría que elegir la ruina?
10 Y mirando en derredor a todos ellos, dijo al hombre: Extiende tu mano. Él lo hizo, y la mano se le quedó sana. 11 Pero ellos, llenos de furia, discutían entre sí qué podrían hacer contra Jesús.
La mirada de Jesús gira en su derredor. Alcanza a todos y a cada uno. Ni uno siquiera responde. No querían reconocer su error y su sinrazón ni podían sustraerse a la sabiduría de Jesús. La idea que tenían de Dios les dictaba la autoridad de la letra de la ley, mientras que Jesús proclamaba la voluntad de Dios. Jesús tiene una idea de Dios distinta de la suya. Su Dios es el Dios de la misericordia, el Dios que se acerca a los hombres; el Dios de ellos es el inaccesible, que está sencillamente por encima de los hombres. Se ha iniciado ya el apetecido y apacible año del Señor, y Dios visita a su pueblo por medio de Jesús.
La mano volvió a quedar sana. La restauración del universo forma parte del cuadro de los tiempos mesiánicos. Lo que ahora comienza será llevado a perfección. «El cielo debe retener (a Jesús) hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas de que habló Dios por boca de sus santos profetas desde antiguo» (Act 3,21). Mediante la curación muestra Jesús que le está permitido restaurar el sentido del sábado según la mente de Dios, ya que él mismo aporta la restauración de todas las cosas. El sábado es figura del gran reposo sabático de Dios (Heb 4,8ss), que se iniciará cuando sean restauradas todas las cosas y todo haya alcanzado su acabada perfección.
El odio impide pensar y reflexionar con lucidez. Los adversarios, ciegos de furia, quieren impedir la acción de Jesús. Discuten entre sí qué pueden hacer para acabar con Jesús. ¿Quién puede levantarse contra el poder y la fuerza del espíritu de Dios? Los adversarios, por no creer, caen en ceguera.
c) Vocación de los doce (Lc/06/12-19)
12 Por aquellos días, salió él hacia el monte para orar y pasó la noche en oración ante Dios.
El relato de las obras de poder de Jesús se cierra de nuevo con un llamamiento. Los adversarios quieren acabar con Jesús. Sin embargo, su obra ha de perdurar. Él mismo se cuida en estos días de que no perezca su obra, para lo cual elige a los doce apóstoles. Prepara la gran hora con oración a Dios. Ora en el monte, separado de los hombres, solitario, cerca de Dios. Su oración se prolonga toda la noche. Las tinieblas cubren el mundo, todo desaparece ante la grandeza de Dios. Dios ocupa el centro de su oración.
13 Cuando se hizo de día, llamó junto a sí a sus discípulos y escogió de entre ellos a doce, a los cuales dio el nombre de apóstoles:...
La oración lo ha unido con Dios. La voluntad de Dios es su voluntad. La elección con los apóstoles la lleva a cabo conforme a la voluntad de Dios. Entre el grupo de discípulos que le han seguido, elige a doce. El número de doce responde al número de los patriarcas del pueblo de la alianza del Antiguo Testamento. Aparece un nuevo pueblo de Dios.
Jesús los llama apóstoles, enviados. A ellos se les aplica el principio jurídico judío: El enviado de una persona es como ella misma (Jn 13,16). Los doce han de ser los representantes jurídicos y personales de Jesús.
La organización de la primitiva Iglesia cristiana se remonta a Jesús. Los miembros de la comunidad son los discípulos. Sobre ellos están los doce. El primer cuadro de la Iglesia lo traza Lucas con las palabras siguientes: «Entraron (en Jerusalén) y subieron a la habitación donde solían parar Pedro y Juan (sigue la lista de los apóstoles)... Todos ellos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Act 1,13s).
14 Simón, al que también llamó Pedro, Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, 15 Mateo, Tomás, Santiago de Alfeo, Simón llamado el Zelota, 16 Judas de Santiago y Judas Iscariote, el que fue traidor.
Las listas de los apóstoles (Mt 10,2-4; Mc 3,16-19; Hch 1,13) tienen rasgos comunes. Siempre va en cabeza Pedro, y Judas Iscariote, al fin. El primero, quinto y noveno lugar lo ocupan siempre los mismos nombres; Simón, Felipe y Santiago de Alfeo. Dentro de los grupos así formados se repiten siempre los mismos nombres, aunque en distinto orden. Parece ser que las listas quieren indicar cierta organización en el colegio apostólico; tres secciones, cada una de cuatro apóstoles.
La lista de Lucas está marcada por rasgos especiales. Pone en cabeza el grupo de los tres discípulos cuya elección ha narrado antes (5,1-11). Presenta a Andrés como hermano de Simón (Mt 10,2). Al otro Simón se le da el apelativo de Zelota, seguramente porque pertenecía al partido de los Zelotas, que profesaban un fanático nacionalismo judío y querían establecer por la fuerza el reino de Dios. En el tercer grupo se designa a Santiago como hijo de Alfeo. A Judas Iscariote (el hombre de Cariot) se le llama traidor. Poco se nos dice de la procedencia, carácter y precedentes de estos hombres. Lo más importante no son los datos biográficos, sino la elección y llamamiento por Jesús y su destino de ser los patriarcas del nuevo pueblo de Dios y los representantes de Jesús.
17 Cuando bajó con ellos, se detuvo en una explanada, donde había un grupo numeroso de discípulos suyos, y una gran multitud de pueblo, de toda Judea y Jerusalén, y del litoral de Tiro y de Sidón, 18 los cuales habían llegado allí para oírlo y quedar sanos de sus enfermedades; igualmente los atormentados por espíritus impuros quedaban curados. 19 Todo el pueblo quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que daba la salud a todos.
Como Moisés, también Jesús baja del monte, de la comunión con Dios, al pueblo. Dios está con él. En torno a Jesús están reunidos los apóstoles, los discípulos, el pueblo, tres círculos que se forman alrededor de Jesús. El centro lo forma Jesús, de él irradia fuerza, él está ungido con el Espíritu. Quien está en contacto con estos círculos, y por ellos con Jesús, recibe las bendiciones del tiempo de salvación.
El territorio del que acuden a Jesús las muchedumbres abarca toda la tierra de Judea, con Jerusalén por capital, y la zona costera de Tiro y Sidón. Estas regiones no se designan como zonas de misión en los Hechos de los apóstoles. Las comunidades cristianas de estas regiones las hace remontar Lucas a Jesús mismo. La noticia de la actividad de Jesús ha alcanzado ya a todo el país e influye más allá de los límites de Palestina.
En las profecías del Antiguo Testamento late la convicción de que Israel, Jerusalén y Sión son el soporte de la salud, al que todos los pueblos acuden para recibir ley e instrucción, luz y gloria de Dios. En Jesús se cumple la promesa. Él está ahí, y de él dimana poder de curación y de instrucción. En torno a él se reúnen los padres del nuevo pueblo, provistos del poder y del espíritu de Cristo; en torno a ellos los discípulos, tocados y llamados por la palabra de Jesús, finalmente las muchedumbres, que son curadas y reciben la salud si lo tocan. El Espíritu que lo ha ungido opera en todos los que se reúnen en su derredor. Es la imagen de la Iglesia.
II. PROFETA PODEROSO EN OBRAS Y PALABRAS (6,20-8,3)
La impresión que dejó Jesús la expresan los dos discípulos que se encuentran con el Resucitado en el camino de Emaús: «Jesús Nazareno... un hombre que fue profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo» (24,19).
1. LA NUEVA DOCTRINA (6,20-49).
También Lucas incorporó a su Evangelio, como Mateo, un discurso que se designa
como sermón de la montaña (*). La redacción de Lucas contiene apenas la tercera
parte de la redacción de Mateo; del análisis literario se desprende que la
redacción de Lucas no es sólo un extracto del sermón de la montaña de Mateo.
Ambas se remontan a una fuente común, ambos la pusieron al servicio de su
presentación del Evangelio. Aunque Mateo refiere cuidadosamente las palabras del
Maestro, sin embargo, asimila la palabra profética al discurso de un legislador.
Lucas conservó más pura la proclamación profética de Jesús. El curso de las
ideas es más sencillo en Lucas y presenta más cohesión. En general conserva la
forma originaria y así nos ofrece un fragmento precioso de la más antigua
tradición.
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* En la composición de su sermón de la
montaña (/Mt/05/17-48) muestra Mateo que la «justicia mayor» que se pide a los
discípulos consiste esencialmente en el amor, que halla su más acabada expresión
en el amor de los enemigos. En seis antítesis se hace resaltar la nueva
predicación de Jesús frente a la ley del Antiguo Testamento. Lc no habla ya de
diferencia entre la justicia causada por la ley y la justicia creada por Cristo;
al discípulo no se le dice ya que tiene que sobrepasar lo que se había dicho a
los antiguos y que su cumplimiento de la voluntad de Dios ha de ser más elevado
que la justicia de los fariseos. En la Iglesia emancipada de la ley judaica se
presenta el precepto del amor de Jesús como la ley de los discípulos sin más,
sin la menor polémica contra la ley del Antiguo Testamento. La pieza principal
del sermón de la montaña en Lc habla sólo del amor. Ahora bien, el precepto del
amor se presenta como amor de los enemigos. En esto se distingue la esencia del
amor, tal como lo entiende Jesús. Es posible que en esto quedara todavía algún
resto de la polémica; en efecto, en Mt se formula el imperativo del amor a los
enemigos como antítesis frente a la frase: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu
prójimo y odiarás a tu enemigo» (/Mt/05/43).
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a) Bienaventuranzas y conminaciones (Lc/06/20-26)
Jesús abarca a sus discípulos con su mirada. El discurso que va a dirigirles se aplica a los discípulos, a todos los que le siguen. Una hora solemne comienza, en la que se emite un anuncio profético. La salud se anuncia a los pobres, las conminaciones van dirigidas a los ricos. Cada una de estas dos estrofas se cierra con una bienaventuranza, que se aplica a los discípulos, o una conminación.
20 Y él, levantando los ojos hacia sus discípulos decía: Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino. de Dios. 21 Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
Los pobres, los hambrientos y los que lloran son los mismos: los pobres y los que sufren necesidad, que en la tierra son tenidos por los últimos. En efecto, el que es pobre no tiene nada con que saciar su hambre; el que es pobre, es impotente y ve cómo se halla indefenso y sin protección. Los pobres, los hambrientos y los que lloran, de quienes habla Jesús, no poseen bienes materiales y sufren miseria, pero esperan en Dios, confían a Dios su miseria y la reciben como la suerte que les es asignada por Dios.
Jesús les levanta los ánimos y les da su palabra de consuelo. Israel ha experimentado en su historia que Dios toma bajo su protección a los oprimidos y a los pobres, si ellos ponen en él su esperanza. En el tiempo de la opresión en Egipto y en la cautividad de Babilonia era Israel pobre y oprimido, y Dios se encargó de su pueblo. «Yahveh ha consolado a su pueblo, ha tenido compasión de sus males» (Is 49,13). Dios vuelve los ojos precisamente a los que son pobres y miserables. «Inclina, Yahveh, tus oídos y óyeme, porque estoy afligido y soy un menesteroso» (Sal 86,1). Este proceder de Dios continúa también en el tiempo de salvación anunciado por Jesús. A los pobres se anuncia y se trae la buena nueva (4,18). Pobreza, hambre, lágrimas por la miseria es un estado agobiante, y sin embargo, Jesús llama bienaventurados a los pobres: Bienaventurados vosotros. Los felicita, y con toda seriedad. En efecto, Dios les da lo más grande que él mismo ha prometido y que conoce la historia de la salvación: el reino de Dios. Cuando Dios tome posesión de su reino, todo estará en orden. Entonces serán saciados los hambrientos, no con manjares de la tierra, sino con una comida que aventajará a toda comida de la tierra. «Serán saciados con la contemplación de su gloria» (Sal 17,15). Los que lloran reirán, pues Dios consolará a todos los afligidos (Is 61,2). «Cuando restaure Yahveh la suerte de Sión, estaremos como quien sueña. Se llenará entonces de risas nuestra boca y de alegres cantares nuestra lengua. Dirán entonces las gentes: ¡Magníficamente ha obrado con estos Yahveh! ...Los que en llanto siembran, en júbilo cosechan» (Sal 126,1-6).
El reino de Dios se promete a los pobres, porque los pobres están abiertos a Dios, han puesto su esperanza en la hora en que Dios tomará posesión de su reino, porque pueden dirigir libremente la mirada a Dios, ya que no han sucumbido a la ilusión de los que piensan que con la propiedad y el bienestar todo está asegurado.
22 Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien y cuando os excluyan, os insulten y proscriban vuestro nombre como maldito por causa del Hijo del hombre. 23 Alegraos en aquel día y saltad de gozo; porque mirad: vuestra recompensa será grande en el cielo. Porque de la misma manera trataban los padres de ellos a los profetas.
La cuarta bienaventuranza va dirigida a los discípulos perseguidos. La comunidad de los discípulos se considera, al igual que Israel, como la comunidad de los pobres, es un pequeño rebaño (12,32), impotente, expuesto a la contradicción y a la persecución. Los discípulos confiesan que Jesús es el Hijo del hombre, al que Dios ha dado todo poder: el de perdonar los pecados, el de interpretar en forma nueva el reposo sabático contra la interpretación de los fariseos. Todo esto acarrea odio, exclusión de la comunidad de la sinagoga, ultrajes, ser borrados de la lista de la sinagoga (excomunión)... Odio, persecución, exclusión, muerte como un criminal: todo esto recae sobre Jesús, y por Jesús lo sufren también todos sus discípulos.
¿Es motivo de tristeza esta suerte de los discípulos? No. También a estos pobres, a estos que tienen hambre y lloran les grita Jesús: ¡Bienaventurados vosotros! Alegraos y saltad de gozo. Tal suerte de los discípulos es motivo de alegría. Vuestra recompensa es grande en el cielo. Al discípulo de Jesús, que experimenta la pobreza de los perseguidos, se le dará el reino de Dios con todos sus bienes.
El reino de Dios es un presente que depende de la libre disposición de Dios, es gracia. Pero es también gran recompensa. Dios pone condiciones para la admisión en su reino: fe en Jesús, adhesión a él, perseverancia y firmeza en la persecución, aceptación de la suerte que acompaña a la condición de discípulo. Sólo el que cumpla estas condiciones será agraciado por Dios con su reino.
Los discípulos siguen las huellas de los profetas. Como estos fueron perseguidos -porque como boca de Dios pronunciaban su palabra y la realizaban en la vida-, aunque también tienen participación en el reino de Dios (13,28), así también sufrirán persecución los discípulos. Si los discípulos que siguen a Jesús lo representan y son como su boca, son comparados con los profetas, entonces ¿quién es Jesús?
24 En cambio: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! 25 ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis repletos, porque habéis de tener hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque habéis de gemir y llorar!
Al anuncio de la salud, a las bienaventuranzas, siguen las conminaciones. Jesús echa mano de la proclamación profética (Is 5,8-23). Las conminaciones no son todavía condenación definitiva, del tiempo final, sino un aviso que quiere poner en guardia y llamar a la conversión y a la reflexión.
Los ricos, los que están repletos y los que ríen, son los que poseen los bienes de la tierra y pueden disfrutar de ellos. El que es rico puede saciar su hambre, tiene lo que desea con avidez, puede reír y estar alegre. Es que nada le falta. Sin embargo, Jesús les dirige la conminación ¡Ay de vosotros! Ante Jesús y su palabra, todas las cosas se invierten. El rico está en peligro por el hecho de ser rico. Cae en un estado de seguridad falaz y no busca el apoyo de su vida donde verdaderamente está, en Dios, sino donde no está, en la posesión de bienes de la tierra. «Guardaos muy bien de toda avidez: pues no por estar uno en la abundancia depende su vida de los bienes que posee» (12,15). Los pobres están abiertos a la buena nueva, al Evangelio del reino de Dios y hallan la salvación. Los ricos están sordos, cerrados a Dios y se encaminan a la ruina; porque, ¿qué es lo que les falta?
Los ricos no tienen nada más que esperar, puesto que ya se les ha pagado y liquidado lo que proporciona el reino de Dios: tienen consuelo, están repletos y ríen, porque sus deseos están satisfechos. Los pobres carecen de consuelo, tienen hambre y lloran; a ellos se les dará la recompensa cuando venga el reino de Dios. La cuenta entre Dios y los ricos está saldada, la cuenta entre Dios y los pobres está todavía abierta.
Abraham dice el rico epulón: «Hijo, acuérdate de que ya recibiste tus bienes en vida, mientras Lázaro, en cambio, los males; ahora, pues, él tiene aquí el consuelo, mientras tú el tormento» (/Lc/16/25). El ahora de la existencia presente se acerca a su fin; lo decisivo es lo que ha de venir, lo que Dios trae con poder y se inicia ya en la proclamación de Jesús. El ahora es fugaz e insignificante, el después es la magnitud que todo lo sobrepasa. ¿De qué aprovechará ser ricos cuando sobrevenga esta inversión de todas las cosas? La carta de Santiago explica la amonestación dirigida a los ricos: «Y ahora vosotros, los ricos, llorad a gritos por las calamidades que os van a sobrevenir. Vuestra riqueza está podrida; vuestros vestidos, consumidos por la polilla. Vuestro oro y vuestra plata, enmohecidos, y su moho servirá de testimonio contra vosotros, y como fuego consumirá vuestras carnes. Habéis atesorado para los días últimos. Mirad: el jornal de los obreros que segaron vuestros campos, y que les habéis escamoteado, está clamando, y los clamores de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis disfrutado en la tierra, os habéis entregado al placer; habéis cebado vuestros corazones para el día de la matanza» (/St/05/01-05).
26 ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! Porque de la misma manera trataban los padres de ellos a los falsos profetas.
El último «¡ay!» se aplica de nuevo a los discípulos, pero a los discípulos que escapan a la persecución y son acogidos por los hombres con hermosas palabras, con palabras de reconocimiento y de halago. Estos discípulos son ricos, no con riquezas y posesiones materiales, sino ricos de espíritu. Están asegurados humanamente, no están en peligro de perder la honra, el bienestar, la vida. Están, en cambio, en peligro de no poder ya, en cada momento, esperar de Dios su existencia. Tales discípulos están amenazados como los ricos.
Los verdaderos discípulos caminan sobre las huellas de los profetas y están expuestos al repudio y a la persecución por parte de los hombres. Los discípulos que no experimentan contradicción alguna tienen que ponerse en guardia. Están en peligro de seguir los pasos de los falsos profetas, que no suscitaban contradicción, que decían palabras halagüeñas y dejaban a los hombres en paz sin mencionarles el Santo de Israel (Cf. Is 30,9ss; Jer 23, 17ss.). ¿Pero cómo acabaron los falsos profetas?
Aunque uno sea discípulo, aunque crea y aunque viva en la Iglesia, debe tomar como llamadas dirigidas a él mismo las bienaventuranzas y las conminaciones, debe preguntarse si teme el «¡ay!» porque es de los que poseen, si oye con satisfacción el «bienaventurados» porque no posee, y debe constantemente efectuar la inversión que expresan estas breves exclamaciones. Son inversión de todos los valores, derrumbamiento de todas las fortalezas que el hombre se construye, «ocaso de los dioses», de todos los poderes en que confiamos y en que nos apoyamos. Las bienaventuranzas y los ayes conminatorios abren de un empujón la puerta del reino de Dios, en el que se halla lo que no pueden proporcionar los bienes del mundo y que sólo Dios dará cuando se posesione de su reino.
b) Amor a los enemigos (Lc/06/27-36)
La pieza principal del sermón de la montaña habla únicamente del amor. Éste no paga el mal con mal, sino el mal con bien (6,27-31), no es amor que espera ser correspondido (6,32-34), sino que es benéfico, está pronto a perdonar y da con alegría (6,35-38).
27 Pero yo os digo a vosotros, los que me estáis escuchando: Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odian; 28 bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian.
Los ricos a quienes van dirigidos los ayes y las amonestaciones no están presentes. Jesús se dirige de nuevo a los discípulos que le escuchan. A éstos habla con autoridad: Yo os digo a vosotros. Su palabra es anuncio de Dios, él habla como quien tiene autoridad, no como los escribas y los fariseos (Mt 7,28).
Jesús redujo la ley al cumplimiento de la voluntad de Dios, al precepto del amor: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (10,27). El camino hacia el amor de Dios con todo el corazón ha quedado despejado con las bienaventuranzas y las conminaciones. Pero ahora se habla del amor al prójimo.
También el Antiguo Testamento conoce el precepto del amor al prójimo: «Ama a tu pr6jimo como a ti mismo» (Lev 19,18). Jesús destaca este precepto de entre todos los demás y le da una importancia capital. Lo interpreta en forma nueva. El prójimo son todos, hasta los enemigos. De esta interpretación radical del amor del prójimo incluso como amor de los enemigos arranca en Lucas la ética del sermón de la montaña.
Por vuestros enemigos se entiende aquí los enemigos del grupo de los discípulos, los calumniadores, perseguidores, enemigos de cada uno de los discípulos. En éstos se piensa en particular. Jesús exige amor. ¿Puede haber un precepto del amor? ¿Puede imponerse la simpatía, pueden adquirirse sentimientos y afectos? El amor que prescribe Jesús consiste en hacer bien, en bendecir, en orar por los otros. Amor es vivir para otro, incluso para el que odia, maldice y maltrata.
El amor a los enemigos no consiste únicamente en perdonar el mal que se nos ha hecho. Aquí no se habla de perdonar; se da por supuesto. Los discípulos de Jesús hacen francamente todo lo que aprovecha al enemigo. El discípulo responde al odio con el bien, a la maldición con bendición, a los malos tratos con oración por el que maltrata. El que ama al enemigo, haciéndole bien no sólo se pone a sí mismo a su servicio, sino también a Dios, del cual implora lo que él mismo no es capaz de hacer. En el discípulo no debe haber ningún rincón de su ser que no esté penetrado del amor a su enemigo: la acción exterior, los deseos y las palabras, el corazón, en el que tiene su asiento la oración.
29 Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra, y a quien intenta quitarte el manto, no le impidas llevarse también la túnica. 30 Dale a todo el que te pida, y no reclames nada de quien intenta quitarte lo tuyo.
El amor al prójimo se hace difícil. Nosotros nos rebelamos contra la injusticia, queremos tomar venganza cuando se nos hace alguna injusticia, queremos tener a raya el mal pagando en la misma moneda: Como tú a mí, yo a ti, «ojo por ojo, y diente por diente» (cf. /Mt/05/38). Jesús exige que no se responda al mal con mal, sino que no se oponga resistencia al mal y se venza el mal con el bien. Estos principios se aplican al mal que se nos hace en la persona: al que te pegue en una mejilla..., y también a los perjuicios que se nos ocasionan en los bienes: a quien intenta quitarte el manto...
La generosidad del discípulo de Jesús no ha de conocer límites: Dale a todo el que te pida, sin consideración de nacionalidad, de comunidad de creencias, de posición personal, de dignidad: no te canses de dar. Jesús va todavía más lejos: No se ha de reclamar la propiedad que se nos quita con astucia y violencia. Quien sufre tales daños no ha de defenderse, no ha de tratar de recobrar lo propio. ¿Ha de convertirse la injusticia en derecho?
¿Podemos oir con calma esta exigencia de Jesús? ¿No se rebela algo en nuestro interior? ¿No se suscita en nosotros la resistencia porque la cosa nos inquieta? ¿No se sacrifica la personalidad con sus derechos? ¿No se abren de par en par las puertas a la irrupción del mal? ¿No se deja el campo libre al desarrollo de los bajos instintos de los hombres malvados?
Los ejemplos de Jesús nos suenan como algo tan sorprendente, tan paradójico, tan chocante, porque los hombres se atienen en sus relaciones a normas completamente diferentes. Ponen de manifiesto cuán contrario a Dios es el comportamiento del hombre cuando el reino de Dios no se ha posesionado de él y lo ha transformado. Nosotros creemos que el mal se desarraiga si le oponemos resistencia, si pagamos mal con mal. Jesús, en cambio, anuncia que el mal se vence con el bien; él trae el reino de Dios, y con la suma de todo el bien que en él se despliega se logra el triunfo del bien sobre el mal.
La manera como se expresa Jesús es gráfica, está llevada al extremo; es que quiere suscitar en nosotros inquietud, despertarnos, espolearnos, transformarnos. Los ejemplos son meros ejemplos: lo que importa es el comportamiento a que nos invita. No da lecciones acerca de deberes morales en las que se analicen todas las condiciones y todos los reparos, todo «si» y todo «pero». Con su palabra no quiere promulgar un nuevo código compuesto de cuatro artículos: Primero: Al que te pegue en tu mejilla... Segundo: A quien intente quitarte el manto....etcétera. Esto sería desconocer el sentido de las palabras de Jesús. Los ejemplos son realizaciones ejemplares de un comportamiento. Lo que él quiere es este comportamiento, quiere que el discípulo trate de realizarlo y de ponerlo en práctica en las múltiples circunstancias de la vida.
31 Y de la misma manera que queréis que os traten los hombres, tratadlos también vosotros a ellos.
¿Cómo se ha de poner en práctica el amor de los enemigos, qué debo hacer a mi prójimo? ¿Y también a mi enemigo? Maestros de sabiduría y maestros de la ley entre los judíos y entre los paganos formularon sobre este particular la regla áurea. El viejo Tobías da a su hijo esta instrucción: «Lo que no quieras para ti, no lo hagas a nadie» (/Tb/04/15). El doctor judío Hilel se expresa en términos parecidos: «Lo que no te agrada a ti, no lo hagas a tu prójimo; esto es toda la ley, todo lo demás es explicación.» En la sabiduría griega se conocía esta regla desde muy antiguo. Los estoicos la expresaron en esta forma: «Lo que no quieras que te hagan a ti, no lo hagas tú a nadie.» El hombre lleva constantemente consigo el código y la pauta de su comportamiento con los semejantes. Lo que uno desea y lo que uno necesita le enseña lo que ha de hacer. Jesús enuncia en nueva forma esta regla áurea: De la misma manera que queréis que os traten los hombres, tratadlos también vosotros a ellos. Los otros dan como regla que no se ha de hacer al prójimo nada que sea desagradable; Jesús da como regla que se ha de hacer el bien al prójimo, incluso al enemigo. Ahí está la gran diferencia: no sólo no hacer mal, sino hacer bien. El discípulo de Jesús no se ha de contentar con no hacer mal, sino que ha de hacer bien, todo el bien que él mismo desea para sí. El amor de nosotros mismos se hace ley y medida de nuestro amor al prójimo, amor que debe estar pronto a amar incluso al enemigo. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.»
32 Y si amáis a los que os aman, ¿qué gracia tenéis? Porque también los pecadores aman a quienes los aman. 33 Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ¿qué gracia tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. 34 Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis cobrar, ¿qué gracia tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores, para recibir de ellos lo correspondiente.
Los discípulos de Jesús deben cumplir la voluntad de Dios más radicalmente que todos los demás. No deben llevar ya una vida como la que llevan los pecadores. Son sal de la tierra, luz, ciudad sobre la montaña (Mt 5,13ss).
Su amor no debe por tanto ser únicamente un amor que espera ser correspondido. Si sólo amaran a aquellos de quienes reciben muestras de amor, no harían ventaja a los pecadores. Deben amar incluso cuando no se ven compensados y correspondidos por los hombres. Deben amar porque tal es la voluntad de Dios. «Cuando vayas a dar una limosna, que no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que tu limosna quede en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te dará la recompensa» (Mt 6,3s).
El amor se manifiesta haciendo bien, prestando... Donde surge una necesidad, allí está el que ama. El amor que exige Cristo es amor de obras: «Hijitos, no amemos de palabra ni con la lengua, sino de obra y de verdad» (lJn 3,18). El amor puede ser un precepto, porque es amor de obras. Puede desarrollarse en aquel que se mantiene abierto al otro y a su necesidad. Quien piensa en el otro, tiene fuerza para amar.
Jesús promete recompensa al amor. ¿Qué gracia tenéis? Dios reconoce las obras del hombre, da su gracia a aquel cuyas obras le son agradables.
35 Vosotros, en cambio, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada. Entonces será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo; que él es bueno aun con los desagradecidos y malvados.
Sin esperar nada. Éste es el distintivo del amor de los discípulos. Ni reconocimiento por parte de los hombres, ni alabanza, ni compensación. El amor no es cálculo. Brota de lo más íntimo de uno y se desarrolla. Incluso cuando el discípulo da prestado, no da para volver a recibir, sino sólo por deseo de ayudar. Dado que en el amor a los enemigos hay que renunciar a toda esperanza de correspondencia y de amor, por eso tal amor es el que mejor y más genuinamente representa el amor del discípulo de Jesús. Lo que mueve al discípulo a amar es sólo la voluntad de Dios, su reino, Jesús, el Maestro, y su palabra.
El discípulo que cumple el precepto de amar a los enemigos, recibe gran recompensa. Es llamado hijo del Altísimo. Este título recibió Jesús en la anunciación del ángel. «Éste será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (1,32). El que cumple el precepto de amar a los enemigos, tiene participación en la filiación y en el reino de Jesús.
La filiación divina no es sólo una esperanza para el fin de los tiempos; se da ya cuando se vive el amor a los enemigos. Con el amor desinteresado, que no se contenta con corresponder al amor, el discípulo se hace semejante a Dios mismo, porque Dios es bueno aun con los desagradecidos y malvados. Es hijo del Altísimo que con su amor infinito está por encima de toda la agitación de los hombres.
36 Sed misericordiosos, como misericordioso es vuestro Padre.
Es misericordioso quien se deja afectar por la miseria del hombre, el que está abierto a la necesidad ajena y presta ayuda donde halla a alguien oprimido por la carga.
Jesús anuncia que Dios es Padre misericordioso. El reino de Dios comienza con el anuncio del Evangelio a los pobres, de la liberación a los cautivos, de la vista a los ciegos, del alivio y libertad a los que están agobiados. Jesús, al que Dios envió para proclamar y aportar el tiempo de salvación, va por el país derramando beneficios. Perdona los pecados y se interesa por los pecadores, habla de la alegría del Padre celestial por los pecadores que en este tiempo de gracia vuelven a él (5,11-32) (*).
La misericordia del Padre enseña al discípulo lo que él mismo ha de hacer; Jesús exige lo que los judíos llamaban «imitación de Dios». «Como Dios viste a desnudos (Gén 3,21), viste tú también a desnudos. Como Dios visita a enfermos (Gén 18,1), visita tú también a enfermos... Como Dios es llamado misericordioso y clemente, sé tú también misericordioso y clemente y da a todos sin compensación... Como Dios es llamado bondadoso... sé tú también bondadoso».
El
amor tiene dos normas conforme a las cuales se puede apreciar y comprobar el
amor. El deseo del propio corazón (ama a tu prójimo como a ti mismo) y la
misericordia del Padre celestial. Las dos normas son una; en efecto, el
discípulo es hijo del Altísimo, imagen de Dios. Jesús vuelve a restaurar en el
hombre la imagen de Dios, porque anuncia el reinado del Altísimo, que es nuestro
Padre lleno de misericordia.
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* Cf. Lc 15,4-10; 7,36-47; 18,10-14;
19,1-10. En la invitación de Jesús a los pecadores y en su trato con ellos se
expresa fundamentalmente la misión de Jesús.
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c) No juzguéis (Lc/06/37-38)
37a No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados.
El comienzo del amor y de la misericordia con los hombres está en que no nos constituyamos en sus jueces. El que investiga si el otro merece misericordia y amor, si es o no «digno», peca ya contra el precepto del amor; en efecto, el amor da porque se compadece de la necesidad del otro.
La función del juez se desarrolla en dos actos: en juzgar y en condenar. De uno y otro nos disuade Jesús. Aquí no se trata del ejercicio de la potestad judicial en un complejo social, sino de juzgar con el pensamiento y con palabras cuando no se ha recibido tal encargo. Las palabras de Jesús no vedan el enjuiciamiento moral de la acción; lo que prohíben es que se declare culpable al que ha puesto la acción.
Jesús formuló el imperativo de la misericordia y del amor al prójimo. «Amad a vuestros enemigos.» «Sed misericordiosos.» De esto se pedirá cuenta en el juicio de Dios. El que se constituye en juez de los otros, provoca el juicio de Dios sobre sí mismo. Mi comportamiento con los otros será la norma del comportamiento de Dios conmigo.
37b Perdonad y seréis perdonados; 38a dad y se os dará; una buena medida apretada, bien rellena, rebosante, echarán en vuestro regazo.
La culpa y la transgresión que ha cometido el otro contra nosotros podría ser un obstáculo para el amor y la misericordia. Jesús indica dos maneras de superar el obstáculo: perdonar y dar. Cuando se perdona se derriban las barreras que se levantan entre el yo y el tú. Cuando se da, se tienden puentes.
Una vez más se formula el imperativo bajo la amenaza del juicio. Y seréis perdonados;... y se os dará. Dios adaptará su proceder judicial a nuestro comportamiento. El resultado del juicio se pone en nuestras manos. «Perdónanos nuestros pecados, pues también nosotros perdonamos a todo el que nos debe» (11,4).
Vendrá el día de la paga. Para el que haya dado será un día de abundantísima recolección. Dios es como un labrador que asigna magnánimamente la paga a sus trabajadores. Se medirá con la fanega. El labrador avaro llena la medida y pasa luego el rasero por encima para no dar más de lo que se había ajustado. El labrador magnánimo aprieta el trigo en la medida, la sacude, para que se llenen los huecos y se pueda echar todavía más y hasta añade algo hasta que rebose la medida. Dios se asemeja al labrador magnánimo. Es el más generoso pagador. Su recompensa no es el salario merecido, sino regalo de su generosidad. La idea de recompensa o de salario no debe inducir a rebajar lo infinito del amor de Dios. Lo que da Dios es infinitamente superior a la prestación. «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.»
38b Pues con la medida con que midáis seréis medidos.
Dios no tiene medida en dar, pero sólo da al que a su vez ha dado. Podemos también decir que Dios perdona sin medida ni tasa, pero sólo al que a su vez ha perdonado. Las palabras sobre el amor de los enemigos se pronuncian con vistas al juicio final. Pero no rematan en la justicia vindicativa de Dios, sino en lo desmesurado de su bondad. Todas las sentencias se pronuncian con el mismo ritmo, pero cuando se habla de dar, se encarece la promesa: Y se os dará una medida colmada. Así el centro de gravedad se desplaza de la severidad a la bondad de Dios, del juicio a la bendición, de la amenaza a la promesa, del temor a la esperanza.
En la conclusión vuelve a insinuarse la amonestación: medida por medida. El que da poco, recibirá poco; el que da con abundancia -todavía se percibe la imagen de la magnanimidad divina-, recibirá con abundancia. La misericordia infinita de Dios en el juicio no es una misericordia sin condiciones. El que dé y perdone a los hombres, recibirá abundantemente el don y el perdón de Dios; el que no dé ni perdone a los hombres, no puede esperar don ni perdón de Dios.
d) La verdadera religiosidad (Lc/06/39-49).
39a Les propuso también una parábola.
Con esta breve observación se introduce una nueva sección del discurso. Parábola es el título exacto, pues se refieren cinco breves parábolas. Con ellas se quiere hacer reflexionar. A lo que ya se ha dicho -al discurso profético (6,20-26) y al de exhortación (6,27-38)- se añade la predicación en parábolas. Los discípulos deben ser personas que aman, deben vivir para los otros. En el sermón de la montaña de san Mateo se caracteriza la misión de los discípulos con las imágenes: sal de la tierra, luz que ilumina a todos, ciudad sobre la montaña (Mt 5,16).
Allí aparece como algo innatural y reprobable que no se brille delante de los hombres a fin de que éstos vean las buenas obras y glorifiquen al Padre. También en el sermón de la montaña del Evangelio de Lucas se presupone tal fuerza luminosa de la vida de los discípulos. ¿Pero cómo han de estar pertrechados los discípulos para llevar a cabo esta obra apostólica? Deben ser buenos maestros (6,39-42), el ser y la palabra deben ser uno (6,43-45), la acción debe acompañar los sentimientos (6,46-49).
39b ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? 40 No hay discípulo que esté por encima del maestro; pues el perfectamente instruido será, a lo más, como su maestro.
Las palabras de Jesús sobre el guía ciego iban dirigidas contra los fariseos. Estos se presentaban como guías del pueblo en materia de religiosidad. Con cuidado meticuloso estudiaban la ley y trataban de observarla. Sin embargo, eran guías ciegos, pues estaban cerrados a la más grande revelación de Dios y se hacían inaccesibles a la palabra de Dios proclamada por Jesús. Los discípulos de Jesús vienen ahora a ocupar el puesto de estos guías ciegos. Las palabras de Jesús que se referían a los fariseos y a los escribas, se aplican también a los discípulos, si ellos mismos son ciegos.
El discípulo de Jesús ha de ser consciente de su responsabilidad. No puede ser ciego. ¿Cuándo, pues, no es ciego? Cuando está instruido como su maestro. El Maestro es Jesús. Es un maestro que no es superado por ningún discípulo: maestro singular y único. No hay discípulo que esté por encima del maestro. Este dicho se verifica en la escuela de los doctores de la ley, puesto que el maestro transmite lo que ha recibido, y el discípulo no tiene nada que hacer sino aceptar lo transmitido. El discípulo de Jesús transmite lo que ha recibido de Jesús. ¿Cómo estaría a la altura de la responsabilidad que tiene de los otros si no estuviera armado con la palabra de Jesús, si no se la hubiera apropiado?
41 ¿Por qué te pones a mirar la paja en el ojo de tu hermano, y no te fijas en la viga que en tu propio ojo tienes? 42 ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: Hermano, déjame que te saque la paja del ojo, cuando tú mismo no ves la viga que tienes en el tuyo. ¡Hipócrita Sácate primero la viga del ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano.
Para ser fiel a su misión debe el discípulo corregir a los que yerran y faltan, y ayudarlos a despojarse de sus faltas. Las palabras de Jesús presuponen la solicitud por los hermanos, por los que tienen la misma fe. San Mateo, al hablar del orden en la Iglesia, nos conservó unas palabras que prevén el proceso de tal corrección fraterna: «Si tu hermano comete un pecado, ve y repréndelo a solas tú con él...» (Mt 18, 15ss). La corrección entraña peligro. Un peligro es el de medir con una falsa medida. El amor propio desfigura la verdad. La imagen de la paja y la viga es un cuadro de vivos colores. Las más pequeñas faltas del otro se ven aumentadas, las mayores faltas propias se disminuyen. Sólo puede haber corrección cuando uno renuncia a tenerse por justo y a querer imponerse.
El segundo peligro de la corrección está en la hipocresía. El que corrige al otro da a entender con ello que quiere vencer el mal en el mundo. Pero si ni siquiera lo vence en sí mismo, entonces surge una lamentable discrepancia entre el interior y el exterior. Se emprende la lucha contra lo malo en el otro. Pero, ¿y en uno mismo? Sácate primero la viga del ojo. Comienza primero la corrección por ti mismo, con lo cual se sientan las bases para la corrección del otro.
En el discípulo de Jesús ha comenzado a influir el reino de Dios. Pero esto presupone conversión y arrepentimiento. El arrepentimiento reconoce la propia culpa y el propio pecado, comienza por condenar las deficiencias del propio corazón; así puede uno acercarse al hermano con paciencia, con perdón y generosidad.
43 Porque no hay árbol bueno que dé fruto podrido; ni tampoco árbol podrido que dé fruto bueno. 44 Cada árbol se conoce por su fruto; pues de los espinos no se cosechan higos, ni se vendimian uvas de un zarzal.
El peligro de la hipocresía sólo se vence si hay armonía entre los sentimientos interiores y la acción exterior. Las manifestaciones externas, las obras y las palabras, son buenas cuando es bueno el fondo interior del que provienen. Para los fariseos y los escribas es buena una acción si está en consonancia con la ley; Jesús, en cambio, la llama buena si procede de un interior bueno. El corazón, sede de los pensamientos, de los deseos y sentimientos, es la fuente de los buenos y malos pensamientos, palabras y obras, es el centro de la decisión moral. «De lo interior, del corazón de los hombres, proceden las malas intenciones, fornicaciones, robos, homicidios...» (Mc 7, 21ss). Ahora bien, ¿cuándo es bueno el corazón?
Las palabras y las acciones que proceden del hombre dan a conocer cuál es su estado interior. Descubren el corazón del hombre, como los frutos dan a conocer la naturaleza y la calidad de un árbol. Los espinos no producen higos...
45 El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo, de su mal tesoro saca lo malo. Pues del rebosar del corazón habla su boca.
Aquí cambia la imagen. El corazón, sede de las decisiones morales y religiosas del hombre, se puede comparar con un tesoro. Del núcleo de la personalidad, sede de las decisiones morales y religiosas depende que las palabras y las acciones sean buenas o malas, de que el hombre mismo sea bueno o malo. El discípulo de Jesús, que ha de ser luz para los otros, debe poseer un corazón al que rebose todo bien. Este rebosar se muestra en palabras y acciones. El buen orden de la conciencia es prerrequisito del cristiano apostólico.
Ahora bien, ¿cuándo es el corazón un arca, un tesoro que sólo contiene bien y del que sólo sale bien? ¿Cuándo es bueno el interior del hombre? ¿Cuándo está en orden su conciencia? Según el Evangelio, no por el mero hecho de manifestar el hombre su ser natural. Sólo cuando el hombre está completamente transformado por Jesús, el Maestro, es también bueno su corazón. Cuando la palabra de Jesús es asimilada por este corazón, cuando se han posesionado de él el reino de Dios y su justicia, entonces es el corazón un arca de la que rebosa el bien. Una vez más se formula como imperativo fundamental de Jesús el arrepentimiento, el retorno a Dios. El hombre bueno es el que mediante la conversión se pone en la debida relación con Dios. No es el arrepentimiento en cuanto tal el que hace al hombre interiormente bueno, sino Dios y su reino; sólo que el reino de Dios presupone que se retorne a Dios, que se aparte uno de la culpa, que se haga pequeño.
46 ¿Por qué me llamáis: ¡Señor, Señor!, y no hacéis lo que os digo?
Jesús hace el mayor hincapié en la intención con que se ha de producir la acción. Pero esto no quiere decir que no dé importancia a la acción exterior. Exige la acción como fruto de la intención.
Los discípulos lo invocan como Señor. Así llamaban a sus maestros los discípulos de los doctores de la ley. Para los discípulos que le seguían era Jesús el rabí, el maestro y doctor. Pero no es su Señor sólo en este sentido; para ellos es más. Por él habla Dios. El pueblo decía: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros» (7,16). Después de pascua predicó Pedro: «Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Act 2,36). «Señor» expresa lo más alto y más elevado en cuanto a dignidad. Quien leía la traducción griega del Antiguo Testamento hallaba el nombre de Dios, Yahveh, traducido por «Señor». Todo esto está implícito cuando se dice: ¡Señor, Señor! El Señor es el que pronuncia las palabras del sermón de la montaña.
El Señor tiene derecho de libre disposición, él manda, es juez. Su palabra tiene fuerza de ley divina. Ahora bien, sería la mayor contradicción llamar a Jesús Señor, reconocer su palabra y su voluntad y, sin embargo, no hacer nada. La pregunta de Jesús quiere despertar al oyente y hacerle reflexionar.
47 Os voy a decir a quién se parece todo el que viene a mí y oye mis palabras y las pone en práctica. 48 Se parece a un hombre que, al ponerse a construir una casa, cavó y ahondó, y puso los cimientos sobre la roca; cuando llegó la crecida, el torrente se precipitó contra aquella casa, pero no pudo derribarla, por estar bien construida. 49 En cambio, el que oye pero no practica, se parece a un hombre que se puso a construir una casa a flor de tierra, sin cimientos; cuando el torrente se precipitó contra ella, en seguida se derrumbó, y el desastre de aquella casa fue completo.
Para ser discípulo de veras, que es lo que conduce a la salvación, es necesario ir a Jesús, reconocer que es él quien decide y ser el discípulo que oye sus palabras, las acepta y las pone en práctica. En la vida de la Iglesia después de la exaltación de Cristo quiere esto decir: ser uno con Cristo sacramentalmente, aceptar con fe la palabra de Cristo, que pervive en la Iglesia, y vivir del sacramento y de la palabra.
Las dos parábolas las coloreó san Lucas conforme a la mentalidad de los griegos. Describió la construcción de manera diferente que san Mateo (Mt 7,24-27), que se limita a decir: «Construyó su casa sobre la roca»; «construyó su casa sobre la arena». Según san Lucas se cava cuidadosa y laboriosamente para echar los cimientos, o bien no se cava en absoluto y se construye la casa sobre la tierra, sin cimientos. La irrupción de la catástrofe es en Mateo auténticamente palestina: «Cayó la lluvia, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y batieron contra la casa aquella.» Lucas, en cambio, dice: «Cuando el torrente se precipitó...» También la palabra de Dios continúa encarnándose en la tradición; se amolda a los hombres, desciende a los hombres, para penetrar completamente en ellos y en el mundo en que viven.
Las parábolas y las palabras que las preceden no dejan la menor duda de que el sermón de la montaña debe ponerse en práctica. La salud o la perdición depende de que se practiquen o no las palabras de este discurso. Las palabras finales: El desastre de aquella casa fue completo, van más allá de la imagen para pasar a la realidad. El que oye las palabras, pero no las practica sufre gran catástrofe en el juicio final.
Atendiendo a estas palabras ¿habremos de decir que el sermón de la montaña sólo trata de hacernos comprender que somos pecadores perdidos? Cierto que se trata de esto, pero no sólo de esto. ¿Trataba sólo de trazar la imagen del hombre que ha experimentado el nuevo nacimiento del mundo porque se ha realizado plenamente el reinado de Dios? En el sermón de la montaña se tiene sin duda presente el reino de Dios. Comienza, en efecto, con la promesa de este reino y termina con el juicio. Las exigencias del sermón de la montaña (el hombre del amor, el hijo del Altísimo...) se realizarán plenamente cuando se realice plenamente el reino de Dios. Pero el sermón de la montaña se proclama como condición de la entrada en el reino de Dios. Con la venida de Jesús se ha iniciado en el mundo el reino de Dios, y el que va a Jesús, oye su palabra y la practica, tiene también participación en sus fuerzas. El que dice a Jesús: «¡Señor, Señor!», está bajo el reinado del Señor. pero no por ello se le dispensa de obrar. La constante actitud de retorno a Dios pone los cimientos par a una vida regida por las palabras del sermón de la montaña. Preserva de la hipocresía, que pone simplemente las palabras en la boca, pero no las realiza en uno mismo, crea el buen corazón del que pueden proceder las buenas obras, y mueve a poner en juego todas las fuerzas para cumplir la voluntad de Dios descubierta en la palabra. En un corazón abierto mediante la conversión a Dios hay lugar para el reino de Dios, se despliega el amor, mediante el cual el hombre vive para Dios y para los semejantes. La misericordia de Dios que se revela en su reino, penetra a este hombre, que así viene a ser hijo del Altísimo.