¿Dónde
está la diferencia?
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio A. Córdova
Lucas 17, 5-10
Dijeron los apóstoles al Señor; Auméntanos la fe. El Señor dijo: Si tuvierais
fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: Arráncate y
plántate en el mar, y os habría obedecido. ¿Quién de vosotros tiene un siervo
arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: Pasa al momento y
ponte a la mesa? ¿No le dirá más bien: Prepárame algo para cenar, y cíñete para
servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú? ¿Acaso
tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo
vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos
inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer.
Reflexión
¿Cuál es la diferencia entre un creyente y un ateo? ¿O qué distingue a una
persona religiosa de otra que es indiferente a la religión? Por supuesto que
muchas cosas. Pero yo creo que la diferencia más fundamental es, precisamente,
la fe. Es muy diferente creer y no creer, tener fe o vivir como si Dios no
existiera.
Muchas veces he preguntado a niños, jóvenes y adultos si es igual estar
bautizado o no, tener fe o no tenerla; y qué es lo que hace la diferencia. Y,
desafortunadamente, no siempre me lo han sabido decir. Yo estoy convencido de
que existe un abismo entre uno y otro. La persona bautizada ha recibido, además
de la purificación del pecado original y la filiación divina –que es un regalo
verdaderamente increíble— el don incomparable de la fe. Y la fe cambia
radicalmente la vida. Es como si un ciego de nacimiento comenzara a ver y
pudiera contemplar toda la belleza de esta maravillosa creación que Dios ha
hecho para nosotros. O como si un hombre encerrado en una cueva fuera, de
pronto, llevado a la cima de una elevada montaña para contemplar desde las
alturas todos los valles y el paisaje que se extiende delante de sus ojos.
Una persona con fe es tremendamente afortunada. Tiene en su mano la llave de la
felicidad y el secreto para vivir en paz, con alegría y serenidad todos los
momentos de su existencia, incluso los más difíciles e incomprensibles para
nuestra pobre naturaleza humana. Muchas veces he podido asistir y acompañar a
tantas personas en momentos terribles de dolor –ante la muerte de un ser querido
o ante desgracias inesperadas— y siempre me han dado mucho que pensar. Unos,
porque han sabido aceptar esos sufrimientos con una grandísima paz y serenidad,
y siempre me han edificado muchísimo; y los otros porque, en las mismas
circunstancias o ante situaciones menos dramáticas, se han rebelado contra Dios,
se han desesperado y perdido temporalmente la luz e incluso la razón de su misma
existencia....
¡De veras que la fe cambia radicalmente la vida! Y, por desgracia, en nuestro
mundo secularizado de hoy –sobre todo acá en Europa— es cada vez más frecuente
encontrar a gente que se declara agnóstica o que, siendo cristianos, viven una
fe muy superficial y subjetiva; o que, por el ambiente tan materialista que los
envuelve, parece como si Dios no existiese para ellos.
En el Evangelio de hoy, los discípulos le piden a nuestro Señor, a quemarropa:
“Señor, auméntanos la fe”. Seguramente, al lado de Cristo, ya habían aprendido
lo que era la fe, y la diferencia tan abismal entre una persona creyente y otra
incrédula. Jesús, antes de hacer cualquier milagro, ponía siempre la fe como
condición para realizarlo. Aquella mujer sirofenicia, a pesar de no pertenecer
al pueblo elegido, arrancó de Cristo la curación de su hijita gracias a su fe
humilde y perseverante. Y aquel centurión romano –que también era “pagano”—
logró de Jesús un milagro para uno de sus servidores enfermos, y nuestro Señor
quedó profundamente conmovido ante una fe tan maravillosa. Fue también la fe de
aquella mujer hemorroísa la que arrancó de Cristo su curación, después de doce
años enferma y tras haber gastado toda su fortuna en médicos. Gracias también a
la fe, Jairo consiguió que Jesús resucitara a su hijita muerta.
Todo el Evangelio está lleno de estos ejemplos. Y Cristo nos dice hoy algo muy
impresionante. Tal vez, a fuerza de escucharlo, ya nos hemos acostumbrado. Pero
fijémonos muy bien en sus palabras: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza,
dirías a esta morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, y os
obedecería”.
¿Cuántos de nosotros, que nos llamamos buenos cristianos –y que, seguramente lo
somos— hemos hecho algún milagro? O mejor: ¿cuántos milagros hemos realizado
hasta el día de hoy, gracias a nuestra fe en Cristo? Cristo cumple siempre su
palabra. Entonces, ¿dónde está el problema? Tal vez en que nuestra fe es tan,
tan pequeña que no llega ni siquiera al tamaño de un minúsculo granito de
mostaza... Y no me estoy refiriendo yo a milagros “espectaculares”. Cuando
Cristo habla de trasplantar moreras y de mover montañas, se refiere no tanto a
las montañas físicas, sino a las dificultades de la vida y a circunstancias
aparentemente insuperables. La fe, si es auténtica, es capaz de remover
obstáculos gigantescos.
En la segunda parte del Evangelio de hoy se nos presenta otro tema que, en
apariencia, no tiene nada que ver con esta primera parte. Nuestro Señor nos pone
el caso del criado que sirve a su amo en cuanto éste llega del campo. Y Jesús
pregunta a sus discípulos: “¿Acaso deberá estar agradecido con el criado porque
ha hecho lo mandado?”. La frase, aunque cierta, podría desconcertarnos un poco,
como si nuestro Señor nos estuviera diciendo que Dios no tiene por qué agradecer
nuestros servicios. Aparte de que no se ve mucha relación con el tema de la fe,
la afirmación parece un poco dura...
Pero vamos a explicarlo. Hay que decir, en primer lugar, que no tenemos que
aplicar esta frase a Dios, sino a nosotros. O sea, Jesús no nos está revelando
los sentimientos del Padre en relación con nosotros, sino que nos está indicando
cuáles deben ser nuestros sentimientos y actitudes personales en nuestras
relaciones con Dios. En otras palabras, nuestro Señor no se identifica con ese
amo de la parábola, que con razón nos resulta un poco chocante: un arrogante
señorón, mandón y orgulloso, que primero se interesa de sí mismo y luego de los
demás. En realidad, el amo tiene el derecho de comportarse así con el criado,
pero nos parece egoísta y pretencioso. Al menos, debería cuidar las buenas
formas de educación, también con su criado.
Pero hay que mirar las cosas en sentido inverso. Es decir, desde la perspectiva
del criado. Nosotros somos esos “siervos inútiles” del Evangelio. Y, cuando
hayamos hecho todo lo que nos está mandado, digamos como el siervo de la
parábola: “Somos unos siervos inútiles, y lo que teníamos que hacer, eso
hicimos”.
Somos nosotros los afortunados al haber sido llamados por Dios para su servicio.
Es una honra y un santo orgullo poder ser contados entre los servidores de Dios.
Y lo que necesitamos para cumplir bien con nuestro deber es, ante todo, una
grandísima humildad, disponibilidad, empeño generoso y docilidad para servir y
obedecer. Es un don gratuito el que hemos recibido de parte de Dios. ¡Y dichosos
nosotros si nos comportamos así! Además, es lo único lógico y sabio que podemos
hacer, siendo creaturas e hijos de un Padre tan generoso y tan bueno.
Esto, en definitiva, es también fe. No sólo es la capacidad para hacer milagros.
Fe es también saber obedecer y servir a Dios con humildad, sencillez, amor y
dedicación. La fe debe traducirse en obras. Si no –como nos dice el apóstol
Santiago— “es una fe muerta” (cfr. St 2, 14-26) . La fe debe ser activa y
operante para ser auténtica. Una fe amorosa hecha obediencia, humildad y
servicio fiel a Dios nuestro Señor.