La conciencia, luz del alma
La luz que hay en nosotros no brota de nuestro interior, sino de Jesucristo. Yo soy –ha dicho Él- la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas (Juan 8, 12). Su luz esclarece nuestras conciencias y nos puede convertir en luz que ilumine la vida de los demás: vosotros sois la luz del mundo (Mateo 5, 14)
I. La conciencia es la luz del alma, de lo más profundo del ser del hombre, y,
si se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer todos los atropellos
posibles contra sí mismo y contra los demás. Jesús compara la función de la
conciencia a la del ojo en nuestra vida (Lucas 11, 34-35). Cuando el ojo está
sano se ven las cosas tal como son, sin deformaciones. Un ojo enfermo no ve o
deforma la realidad, engaña al propio sujeto, y la persona puede llegar a pensar
que los sucesos y las personas son como ella los ve con sus ojos enfermos. La
conciencia se puede deformar por no haber puesto los medios para alcanzar la
ciencia d a acerca de la fe, o bien por una mala voluntad dominada por la
soberbia, la sensualidad o la pereza. La Cuaresma es un tiempo muy oportuno para
pedirle al Señor que nos ayude a formarnos muy bien la conciencia y para que
examinemos si somos sinceros con nosotros mismos y en la dirección espiritual.
II. La luz que hay en nosotros no brota de nuestro
interior, sino de Jesucristo. Yo soy –ha dicho Él- la luz del mundo; el que me
sigue no anda en tinieblas (Juan 8, 12). Su luz esclarece nuestras conciencias:
más aún, nos puede convertir en luz que ilumine la vida de los demás: vosotros
sois la luz del mundo (Mateo 5, 14). Lo haremos con nuestra palabra y con
nuestro comportamiento, para lo cual tenemos necesidad de formarnos una
conciencia recta y delicada, que entienda con facilidad la voz de Dios en los
asuntos de la vida cotidiana. La ciencia moral d a y el esfuerzo por vivir las
virtudes cristianas (doctrina y vida) son los dos aspectos esenciales para la
formación de la conciencia. Nadie nos puede sustituir ni podemos delegar esta
grave responsabilidad.
III. Para el caminante que verdaderamente desea llegar a su destino lo
importante es tener claro el camino. Agradece las señales claras, aunque alguna
vez indiquen un sendero un poco más estrecho y dificultoso, y huirá de los
caminos que, aunque sean anchos y cómodos de andar, no conducen a ninguna
parte... o llevan a un precipicio. Necesitamos luz y claridad para nosotros y
para quienes están a nuestro lado. Es muy grande nuestra responsabilidad. El
cristiano está puesto por Dios como antorcha que ilumina a otros en su caminar
hacia Dios. Pidamos a Nuestra Señora que nos ayude a ser luz para los que nos
rodean con nuestra palabra y nuestro ejemplo.
Fuente: Colección "Hablar con Dios"
por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre