La fe de un centurión

Fuente: Colección "Hablar con Dios" por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones  Palabra.Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre  

El Evangelio de Lucas (7, 1-10) nos narra que unos ancianos de los judíos llegaron con Jesús para interceder por un Centurión que tenía un criado enfermos, al  que estimaba mucho. Este gentil era muy apreciado por sus grandes virtudes; además era un hombre generoso que había costeado la  sinagoga de Cafarnaún. Los judíos le insisten a Jesús: merece que le concedas esto, aprecia a nuestro pueblo. Sobre todo sobresale por su fe humilde, pues cuando Jesús se acerca a su casa, envió una embajada al  Maestro para decirle: Señor, yo no soy digno que entres en mi casa, pero di una palabra y mi criado quedará sano.

Esta fe llena de humildad conquistó el corazón de Jesús: quedó admirado de él, y volviéndose a la multitud que le seguía, dijo: Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe. La humildad  es la primera condición para creer, para acercarnos a Cristo. San Agustín, al comentar este pasaje, asegura que fue la humildad la puerta por donde el Señor entró a posesionarse del que ya poseía (Sermón 46, 12).

Meditemos hoy cómo es nuestra fe y pidamos a Jesús que nos otorgue la gracia de crecer en ella, día a día. San Agustín enseñaba que tener fe es: "Credere Deo, credere Deum,  credere in eum" (Sermón 144). Es decir: creer a Dios que sale a nuestro encuentro y se da a conocer; creer todo lo que Dios dice y revela; y, por último, creer en Dios, amándole, confiar sin medida en Él. Progresar en la fe es crecer en estas facetas. La primera, que reside en el afán de conocer mejor a Dios, se concretará en la fidelidad a la verdad revelada por Dios, proclamada por la Iglesia, predicada y protegida por su Magisterio. Creer a Dios nos lleva a verle muy cerca de nuestro vivir diario, a tratarle diariamente en diálogo amoroso en la oración y en medio del trabajo, de alegrías y tristezas. Creer en Dios es la coronación y gozo de los otros dos: Es el amor que lleva consigo la fe verdadera.

La fe verdadera nos une a Cristo y nos da una seguridad que está por encima de toda circunstancia humana. Pero para tener esa fe necesitamos la fe del Centurión: sabernos nada ante Jesús; no desconfiar jamás de su auxilio, aunque alguna vez tarde en llegar o venga de distinto modo a como esperábamos.
San Agustín afirmaba que todos los dones de Dios pueden reducirse a éste: "Recibir la fe y perseverar en ella hasta el último instante de la vida"(Sobre el don de la perseverancia).

En Nuestra Madre encontramos esa unión profunda entre fe y humildad. Pidámosle que nos enseñe a crecer en ellas.