CAPÍTULO 3


3,1 Ved qué gran amor nos ha dado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios. ¡Y lo somos! Por esto el mundo no nos reconoce, porque no lo reconoce a él.

HIJO-D/IDEA-GASTADA: Este versículo se detiene todavía en el pensamiento de que «hemos nacido de Dios». Ahora, para expresarlo, se dice que somos «hijos de Dios». Pocos conceptos cristianos han quedado tan gastados como éste, por el lenguaje de la piedad, y se han visto desfigurados por una comprensión equivocada o minimizadora. Es necesario que tratemos de poner de nuevo al descubierto las dimensiones reales de este concepto. Y probablemente el autor tuvo ya que salir al paso de una interpretación equivocada y gnóstica pagana del concepto de «hijo de Dios».

«Haber nacido de Dios» y ser «hijo de Dios», según la comprensión joánica, no es algo que el hombre posea ya como criatura de Dios, sino que es un don absolutamente gratuito, un don que no se puede esperar ni cabe imaginar por parte del hombre. Tal vez lo que aquí se quiere decir con la expresión de «hijo de Dios», no aparece expresado con tanta claridad en ningún otro lugar como lo está en el prólogo del Evangelio de Juan: «A todos los que lo recibieron... les dio potestad de llegar a ser hijos de Dios» (/Jn/01/12). Para llegar a ser «hijo de Dios», es necesaria una «potestad» que ningún hombre tiene por sí mismo. Sólo puede tenerlo el Logos, el Hijo unigénito que está en el seno del Padre. Es muy significativo que el autor (a diferencia de Pablo) no aplique nunca a los cristianos, para decir que son «hijos» de Dios, la palabra griega que significa -por excelencia- «hijo» (uios). Esta palabra queda reservada para Cristo. Emplea otra palabra (teknon) para referirse a los cristianos. Con otros recursos que en el caso de Pablo, pero con el mismo énfasis, se nos hace ver aquí que la filiación única y singularísima de Cristo es el presupuesto necesario para que nosotros podamos ser «hijos (tekna) de Dios». Nosotros sólo podemos ser «hijos de Dios», sólo podemos «haber nacido de Dios», en cuanto participamos de la filiación del Hijo único. Puesto que «permanecemos en él» y cuando «permanecemos en él», no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que además lo somos. Estas escasas palabras que se añaden: "¡Y lo somos!», pueden ser un llamamiento más intenso a la reflexión acerca de lo que se nos ha dado: todo un estudio temático.

Pero el autor no orienta nuestra mirada solamente a lo que somos por gracia, sino que primordialmente la dirige hacia el que nos da esta gracia, este regalo, y hacia su amor. «Ved qué gran amor...» Un intenso ruego está brotando del fervor contenido de estas palabras: Sentimos cómo el autor quiere llevarnos a reflexionar sobre el amor que nos sustenta y eleva. Y esta reflexión sólo puede desembocar en gratitud.

En la segunda mitad del v. 1, se siente más aún la grandeza de lo que se nos ha dado graciosamente, al verlo sobre el trasfondo de la incomprensión por parte del "mundo»: «Por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él (a Cristo).» Quien acepta agradecido el hecho de que por el amor, incomprensiblemente grande, del Padre ha llegado a ser «hijo de Dios», ha de aceptar también con decisión la extrañeza que el «mundo» adopte frente a él (el «mundo» entendido en el sentido de 2,15-17, como el campo de fuerza del maligno, que se opone al amor). No es posible, al mismo tiempo, aceptar al amor obsequiado graciosamente por el Padre y al «amor al mundo» (2,15). El «mundo» no nos «conoce», no nos puede acoger en su comunión como si le perteneciéramos a él, como tampoco conoció a Jesús, y por tanto lo aborreció (véase Jn 15,-16,4).

2 Queridos míos, ahora somos hijos de Dios, y todavía no se ha manifestado qué seremos. Sabemos que, cuando se manifieste (lo que hemos de ser; o, cuando él se manifieste), seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es.

El motivo de la expectación de la salvación ha llegado aquí a su punto culminante. La magnitud de lo que se nos ha dado gratuitamente, no la alcanzaríamos, si ahora el horizonte no se ampliara inmensamente. El «haber nacido de Dios» y el ser «hijos de Dios», son cosas que traen consecuencias que todavía no pueden verse .

Esto significa que es inminente una transformación insospechada.

Ahora bien, según el v. 2b, ¿a quién seremos semejantes? ¿A Dios o a Cristo? Y por las palabras "porque lo veremos tal como es», ¿se está significando una visión de Dios o una visión de Cristo? Otra vez nos hallamos ante la dificultad que surge por expresiones que, aparentemente, son tan ambiguas. La cuestión está mal planteada y no responde al pensamiento joánico.

Utilicemos, en primer lugar, como comparación, el texto de Jn 17,24: «y así contemplen mi gloria». Jesús quiere que los suyos estén allá donde él está, es decir, junto al Padre (véase: Jn 14,2s: Jesús va a prepararles "moradas en casa del Padre»: he ahí una manera joánica de expresar que los discípulos han de «contemplar» al Padre. Pero, ¿por qué, entonces, la acentuación de la visión de Cristo en 17,24?

En un lugar de los discursos de despedida se expresa un principio que es central para la comprensión joánica de la mediación de Jesús (Jn 14,9): "EI que me ha visto a mí, ha visto al Padre.» 69 Este principio o ley del camino que conduce hacia el Padre, tiene aplicación también para la consumación: esta visión de 17,24 es la consumación de la visión de fe.

Hay que tener en cuenta, además, que los discípulos -según 17,24- han de contemplar la «gloria» de Jesús: el esplendor de su unión de amor con el Padre o el amor eterno del Padre, que envuelve a Jesús y lo hace una sola cosa con el Padre.

Pues bien, IJn 3,2 expresa exactamente la misma realidad objetiva que Jn 17,24. El hecho de que 1Jn no ponga en claro, de manera aparente o real, si se trata de una visión del Padre o de una visión de Jesús, procede quizás de que el principio de Jn 14,9 hace que para el autor no sea esencial la distinción precisa (tanto aquí como también en otros lugares). Sin embargo, el giro «tal como (él) es» habla en favor de que aquí se trate últimamente de una visión de Dios. Este giro se acomoda mejor a Dios, que todavía está completamente oculto, que a Cristo (véase IJn 4,12; y también Jn 1,18: «A Dios nadie lo ha visto jamás»).

Esta visión de Cristo y de Dios, en la consumación, es, por su esencia, más que un proceso intelectual. En efecto, esta visión nos trasformará. Objetivamente, el autor se acerca mucho al anuncio paulino de la «nueva creación» (cf. 2Corintios 5,17), aunque las imágenes y expresiones sean distintas.

Para el cristiano es esencial que sepa y esté embebido de que lo propio todavía no ha llegado. En el caso de Pablo, esta convicción se halla expresada en más lugares que en el caso de Juan. Pero nuestro lugar de la 1Jn no deja nada que desear en cuanto a claridad. No es inferior en nada al conocimiento paulino de que la consumación no ha llegado todavía.

Es típico cómo Pablo y Juan expresan este conocimiento de que todavía no ha llegado lo propio. Pablo utiliza más la categoría de la creación: la consumación es «nueva creación», y consiste -por cierto- en la resurrección de los muertos, en la resurrección para la gloria como participación en la gloria de la resurrecci6n de Cristo. Según la carta a los Romanos esperamos todavía la "adopción filial» (Rom 8,23). Juan utiliza más la categoría de la revelación: la consumación no consiste ya en creer, en la fe que la revelación suscita aquí en la tierra, sino que consiste en ver, en la reacción ante la revelación consumada. También Pablo utiliza la imagen de la visión (véase, por ejemplo, ICor 13,32); pero en él predomina la categoría de la creación.

Tanto en 2,22-24 como en 3,2, vemos que la comunión con Dios queda instaurada por la comunión con Cristo: en 2,22-24 por la confesión de fe en Cristo -por la comunión, en la fe, con Cristo-; en 3,2 por la comunión con Cristo por medio de la visión, por la visión de Cristo.

Todavía no se ha manifestado qué seremos. He ahí una de las frases que hay que retener. Si este signo no preside todos nuestros pensamientos y palabras sobre la filiación divina, entonces queda ésta desfigurada hasta tal punto, que se hace increíble. Para nosotros los cristianos es esencial, o -lo que es lo mismo- no podremos comprendernos a nosotros mismos como cristianos, si no sabemos y no estamos empapados de que lo mejor no ha llegado todavía, que nuestra existencia cristiana actual está abierta para un cumplimiento, frente al cual lo que ya poseemos, puede parecer desproporcionadamente pequeño.

No hay prejuicio que tan profundamente esté enraizado y que tanto dañe a la esperanza cristiana como la opinión de que la vida de la consumación, el llegar al descanso en la gloria, es cosa aburrida en comparación del apasionado compromiso que puede hacer tan preciosa esta vida actual. El pasaje de lJn 3,2, con su manera contenida de expresarse, explica -en contraste con esto- que lo futuro (lo que todavía no se ha manifestado) habrá de ser algo que, por su energía de fascinación, ha de eclipsar toda la vida embelesadora y palpitante que hay en la creación actual. Y lo expone así sencillamente, porque la riqueza de Dios en realidad, aun con este «verlo tal como es», no se agotará nunca. Ya que esta visión y «ser semejantes a él» será siempre algo incesantemente nuevo73.
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69. Véase el contexto: Jesús como eI camino y la verdad y la vida (14,6).
73. Una analogía, en la carta 1Jn, la tenemos seguramente en el "mandamiento antiguo», de 2,7s, que es incesantemente nuevo por la irradiación de la verdadera luz.
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3 Quien tiene esta esperanza en él, se santifica a si mismo, como santo es él.

Otra vez el pensamiento se convierte en llamamiento para nuestra vida concreta. El motivo más intenso para «santificarse a sí mismo» (= permanecer en Cristo) es esta «esperanza», y precisamente cuando la filiación divina se contempla en la dimensión en que la esperanza la arrebata y eleva hasta lo que «todavía no se ha manifestado». «Esta esperanza» es la esperanza en la grandeza de Dios, que es luz y amor. Porque incluso nuestra consumación, lo que nosotros esperamos, no se proyecta desde nosotros, sino desde Dios. Y esta esperanza puede y debe consolidar y animar la conducta (el «caminar») del cristiano. Quien tiene esta esperanza, se prepara a sí mismo, haciéndose igual (en lo que ahora es posible) al «santo» y al «justo», a Cristo. Y se hace semejante a él por medio de la guarda de sus mandamientos (2,3), haciendo de la conducta de Cristo la norma para su propia conducta (2,6). La linea de esta normalización alcanzará su punto culminante en 3,16 74.

Tal vez podamos comprender más claramente lo que se nos quiere decir en 3,3, si invertirnos la frase. Y lo mejor es ponerla en forma interrogativa: ¿Qué es lo que puede atrofiar la intensa fuerza impulsiva de esta esperanza? Sin esta esperanza, ¿puede darse la santificación, la práctica de la justicia? Una fe atrofiada, una fe que no esté abierta hacia esta esperanza, ¿será capaz de inspirar el «caminar en la luz», la vida cristiana, tal como está proyectada por Dios?

6 SEGUNDA EXPOSICIÓN SOBRE EL TEMA «CRISTO Y EL PECADO» (3,4-10).

La conexión de la nueva sección con lo que se ha dicho hasta ahora, la tenemos en los versículos 3,3 y 3,4, que son semejantes en cuanto a su forma, es decir, en cuanto al orden de la proposición: «Quien tiene esta esperanza... se santifica a sí mismo»; «Quien comete el pecado, practica también la maldad...»

La sección se halla presidida por dos motivos de la sección que hemos estado estudiando hasta ahora: el motivo del haber nacido de Dios (principalmente en la forma de 2,29, donde se estudia la cuestión de cómo se conoce que hemos nacido de Dios), y en segundo lugar el motivo del llamamiento a «permanecer en él» (en Cristo) Este llamamiento descansa en la promesa de salvación, en que su unción permanezca en nosotros. Es, al mismo tiempo, una exhortación a «practicar la justicia» y a «santificarse a sí mismo».

Tal vez ayudará a comprender la difícil secci6n de 2,4-10 el que tengamos bien presente la cuestión de cuál de los dos motivos determina más dicha sección.

Además, puede ser importante para la comprensión el tener en cuenta que esta sección, como otras secciones de la carta, constituyen una oposición a los herejes gnósticos. Así lo vemos claramente por el versículo 7: «Hijitos, que nadie os extravíe»; véase 2,26: «Os escribo estas cosas acerca de los que os inducen al error». Se actúa, pues, contra la doctrina y, seguramente también, contra la práctica de esos gnósticos. Ahora, lo que aquí, en 3,4-10 llama la atención, y lo que -por su extrañeza- centra sobre sí la mirada, es la doble afirmación de que el cristiano («quien permanece en Cristo», 3,6; "quien ha nacido de Dios», 3,9) no peca y no puede pecar. Aquí parece que hay una palmaria contradicción con 1,8 («si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos...»). San Agustín caracteriza de manera viva y plástica esta dificultad ante la que se encuentra el comentarista y el lector de la carta: «¿Qué hará el que se ve atenazado por los dos versículos de la misma carta?»75.

Haremos bien en tener bien presente, en cada versículo de esta sección, la dificultad principal para el comentario de 3,4-10. Tan sólo cuando hayamos resuelto la dificultad, podrá ser fecunda esta sección para la lectura de la Biblia.

La afirmación central y problemática sobre la carencia de pecado en el cristiano, es una afirmación que se hace dos veces: en primer lugar, en relación con el «permanecer en él" (en Cristo); y, en segundo lugar, en relación con lo de «haber nacido de Dios».

Ahora bien, Cristo no sólo ocupa un lugar central en el pensamiento del v. 6, sino también en el de los v. 5.7.8. Mientras que la idea de la filiación divina, que comienza de nuevo en el v. 9, aparece también en el v. 10.

Así que a esta secci6n, aunque en sí sea uniforme, podemos dividirla en dos subsecciones, a fin de abarcarla mejor con nuestra mirada. Estas dos subsecciones son los v. 4-8 y los v. 9-10.

a) Comunión con Cristo y «pecado»: «Quien permanece en Cristo, no peca» (3,4-8).

Los tres versículos 3,4.5.6 contienen sucesivamente las afirmaciones principales de esta subsección. El v. 4 habla sobre el pecado; el v. 5, sobre Cristo y sobre su obra dirigida contra el pecado, y el v. 6 contiene -en forma positiva y negativa- la afirmación central de que el cristiano (el que permanece en Cristo) no peca. Los versículos siguientes, 7 y 8, son una variación y ahondamiento de estos tres temas. Así corresponde a la estructura antitética de la sección, a sus ideas que se van sucediendo a través de afirmaciones opuestas.

Ahora, para el comentario, vamos a tomar como guía los tres versículos 3,4.5.6. Utilizaremos también los enunciados complementarios y de ahondamiento que se hacen en los dos v. 7.8.

4 Quien comete el pecado, practica también la maldad, y el pecado es la maldad.

El enunciado, a primera vista, parece extraño y superfluo. Ahora bien, el concepto de «maldad» (literalmente: «condición del que vive al margen de la ley») debía de tener un sonido muy determinado para los lectores de la carta. «Maldad» debió de ser para ellos una antítesis más clara de «santidad» («limpieza de pecados», 3,3) y «justicia» (2,29) que el concepto de «pecado». De hecho, el término de "maldad» (anomia) debió ser conocido corrientemente para ellos, por las descripciones que corrían del último tiempo antes del fin, del tiempo escatológico de la perdición. En estas descripciones, el término caracterizaba la lucha de Satanás y de su poder contra Dios y los escogidos. Por tanto, el autor quiere afirmar abiertamente: el «pecado» al que yo ahora me refiero, es la maldad satánica, la maldad de Satán contra Dios, esa maldad que se había predicho para la última hora, que es la hora en que actualmente vivimos (2,18). Parece que esta interpretación va bien encaminada, porque el v. 8 dice efectivamente: "EI que comete pecado, es del diablo.» Y. al final del v. 8, se dice que los pecados constituyen «obras del diablo».

¿Qué clase de pecados o qué pecado (en los v. 4 y 8 se utiliza el singular: «el pecado», como antítesis de la justicia) puede designarse así? Esta palabra «pecado» ¿tendrá quizás, también ella, un sonido que nosotros no captamos de antemano? En 1,8s se habla de pecado: de pecados que hasta los cristianos deben confesar. Y los cristianos que confiesan estos pecados, no caminan -evidentemente- en tinieblas sino en la luz (véase 1,7). Ahora bien, en la sección 1,6-2,11 se habla de este «caminar en las tinieblas». Y en 2,9ss vimos que dicho caminar era la antítesis crasa del amor fraterno, era el odio. Aquí, en 3,4ss, ¿se habla también quizás de estas tinieblas en el sentido más denso, en el sentido propio? En todo caso, aquí se caracteriza -más intensamente aún que en 2,13-17-, por la alusión a un poder maligno de carácter personal -la dimensión que en 1,5-2,11 se había esbozado con el concepto de «tinieblas».

¿Se trata quizás del pecado de los «anticristos» de 2,18ss, que niegan la mesianidad de Jesús? En 5,16s, se hace distinción entre un «pecado que lleva a la muerte» y un «pecado que no lleva a la muerte». Pues bien, ¿se trataría aquí -en 3,4ss- del «pecado que lleva a la muerte» (ese pecado del que se habla en 5,16s), mientras que en el caso del pecado que los cristianos confiesan, según 1,8s, se trataría del «pecado que no lleva a la muerte»?

5 Y sabéis que él se manifestó para quitar los pecados, y en él no hay pecado.

Cristo es la antítesis, lo opuesto al «pecado» («en él no hay pecado»), él es «justo» (v. 7). Esta oposición absoluta ha afectado también a la finalidad de su manifestación: Cristo se manifestó para quitar los pecados, es decir, para destruir las «obras del diablo» (v. 8b). Aquí tenemos la formulación negativa de la finalidad hacia la que estaba orientada la manifestación de Cristo. Pero la carta conoce, además, una formulación positiva de esta finalidad. Según 4,14, el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo. Y, por el contexto, se deduce allí que el envío -la misión- del Hijo revela el amor del Padre.

El pensamiento de 3,5a.8b ¿será que el Hijo de Dios «destruye» precisamente lo que está en oposición al amor del Padre? ¿Permitiría esto sacar una conclusión retrospectiva acerca de la índole de este pecado?

En el enunciado de 2,29, que es programático para nuestra sección, se habla de Cristo como del «justo» («si sabéis que él es justo. . . »). Lo que leemos en 3,5.7.8b, forma parte de un movimiento que orienta esta idea hacia la meta que el autor se ha señalado. No nos cansemos de esta repetición de ideas variantes sobre Cristo y su obra de salvación . Esa s ideas sólo llegan a impresionarnos, cuando logramos detenernos un poco en ellas para dirigir realmente la mirada de nuestro corazón hacia Jesús y hacia su obra. Entonces es cuando tales ideas cumplen plenamente la función debida, dentro de la marcha del pensamiento de la sección.

6 Quien permanece en él, no peca. Quien peca, no lo ha visto ni lo ha conocido.

Aquí hallamos la primera afirmación de las dos afirmaciones centrales que hay en la sección. La cuestión de qué es lo que se quiere decir con lo del "pecado»: ese pecado que el que permanece en Cristo no practica, esa cuestión se deja sentir aquí y en el v. 9 con el mayor apremio. Seguramente, perderemos el sentido de estas dos proposiciones, si entendemos la palabra "pecado» en nuestro sentido habitual (pecado = todo lo que va contra alguno de los mandamientos). Y entonces tenemos que debilitar el sentido del enunciado, como si la carta no quisiera decirnos realmente que el cristiano "no peca», sino que aquí se expresara con especial viveza la simple exigencia de evitar el pecado, o como si tales declaraciones hubieran podido ser realidad únicamente en la era ideal de los albores del cristianismo (¡si es que hubo jamás tal era ideal!). Pero el autor quiere decir exactamente lo que dice.

Dejemos las frases en su sorprendente carácter absoluto: quien permanece en Cristo (¿no se referirá con eso a cualquier cristiano?) no comete el pecado al que aquí se alude. Por tanto, no se afirma aquí la perogrullada de que el que guarda todos los mandamientos, no puede pecar -al mismo tiempo- contra esos mandamientos.

Esto se aplica también al v. 7b, que al parecer tiene la misma significación que el v. 6a: El que practica la justicia (es decir, el que -por la práctica de los mandamientos- permanece en Cristo) es "justo» (¿está libre del pecado simplemente o sólo de determinado pecado al que aquí se hace referencia?), como Cristo es justo.

Y la inversión del aserto acerca de la impecabilidad del cristiano, en el v. 6s, es -en el fondo- tan asombroso y problemático: "Quien peca, no lo ha visto ni lo ha conocido.» Esto quiere decir: esa persona no tiene ni fe en Cristo ni amor conocedor de Cristo. Ahora bien, ¿no es un hecho de experiencia el que, en una misma y sola persona, puedan darse al mismo tiempo, y se den de hecho, el pecado y la fe en Cristo, más aún, el amor a Cristo? La carta misma ¡lo presupone en 1,8s! ¿O no tiene razón san Agustín con su opinión (apenas defendida por los exegetas modernos, o no defendida de manera tan consecuente) de que aquí la carta se está refiriendo al pecado contra el amor?

Ahora bien, estas cuestiones y preguntas, que ya se plantearon con ocasión del v. 4, haremos bien en seguir planteándolas hasta el v. 9. Y aunque permanezcan abiertas, nosotros podemos y deberíamos plantear y responder ya a otra pregunta, que seguramente tiene la misma importancia (sobre todo, si queremos referir a nosotros mismos estas proposiciones acerca de la impecabilidad del cristiano): ¿Qué es lo que el autor pretende conseguir en sus lectores (y en nosotros), al hacer una afirmación que corre tanto peligro de ser entendida mal? No pretende, ciertamente, hacer el juego a los visionarios gnósticos, y corroborar la tentación de que no conozcamos nuestros pecados y de que nos imaginemos que estamos libres de pecados. El pasaje de 1Jn 1,8s muestra bien a las claras que el autor no piensa, ni de la manera más remota, en consolidar la presunción gnóstica de la carencia de pecado, en consolidarla con un dogma sobre la impecabilidad de lo s cristianos.

Lo mejor será preguntarnos, en seguida, cuál es el objetivo, la finalidad que se propone toda la carta. Porque a la luz del objetivo total es cuando aparecerá debidamente el sentido de nuestro pasaje. El lugar donde esa finalidad se nos ha mostrado, hasta ahora, de la manera más clara e impresionante, ha sido la séxtuple y gran interpelación de 2,12-14. En efecto, lo que el autor anuncia allí a sus lectores es que ellos poseen ya la remisión de los pecados, el conocimiento de Dios (es decir: la comunión con Dios) y la fuerza victoriosa, más aún, que ellos, por gracia (por el poder de Dios) han vencido ya al maligno78. La finalidad de lJn es suscitar y consolidar en los lectores la alegre certidumbre de su salvación, y la alegre confianza en la gracia de Dios, que les ha sido ya concedida (y que es perfectamente compatible con la incesante lucha contra el pecado). Este gran objetivo hallaremos aún con alguna frecuencia (en el hermoso pasaje de 3,19s). Sobre todo, 5,13 nos va a mostrar que la finalidad principal de la carta es comunicar a los lectores la certidumbre de que poseen vida eterna (es decir, la salvación). Porque allí comienza la sección final de la carta. Y cuando un autor quiere sintetizar en alguna parte la finalidad de su escrito, lo hace precisamente en tal lugar.

Se trata, como ya se trataba en 2,3.5, de la pregunta urgente, más aún, de la pregunta que a menudo es acuciante y angustiadora, de cómo el cristiano puede estar seguro de su salvación, de su comunión con Dios. La respuesta que el autor da aquí en los asertos sobre la impecabilidad del cristiano, ¿no estaría en la misma línea?

Pero acto seguido debemos preguntarnos en primer lugar sobre la afirmación, más extensa, acerca de la impecabilidad, que se hace en 3,9. Porque aquí nuestro problema se agudiza más aún, ya que el autor formula su tesis de manera aún más provocativa.
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78. "Habéis vencido" (2,13) se halla -en griego- en perfecto. Parece, pues, que se piensa en una victoria definitiva. Véase también más adelante. 3,14.
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b) «Haber nacido de Dios» y «pecado»: «Quien ha nacido de Dios no puede pecar» (3,9-10).

9 Quien ha nacido de Dios, no peca, porque el germen de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios.

El autor asocia ahora la idea del v. 6 con el motivo de "haber nacido de Dios», y la encarece hasta el punto de darle la formulación más chocante de que el que es hijo de Dios no puede pecar. ¿Cómo es posible esta intensificación? La segunda mitad del v. 9 no nos ofrece, aparentemente, sino una repetición de la proposición que hay que demostrar, y no añade nuevo contenido: «porque ha nacido de Dios». Ahora bien, en la primera mitad encontramos, en paralelismo con ello, una idea que -evidentemente- tiene el mismo significado, pero que es nueva: «... porque el germen de Dios permanece en él». Esta breve frase ¿nos pondrá quizás en la pista de lo que el texto quiere decir realmente?

Si la «unción», de que se habla en 2,20.27, pudimos interpretarla aplicándola al Espíritu Santo, este «germen» de que aquí se habla, ¿no podría ser también el Espíritu Santo? De hecho, tal afirmación la podemos dar no sólo como probable sino también como segura.

Si alguien se halla muy familiarizado con el mundo del pensamiento joánico y ha leído y releído -en pausada meditación- cada una de las frases de esta carta, verá que es obvio lo que acabamos de decir. Pero nosotros necesitamos las «muletas» de la exégesis comparada. Tendremos que examinar bien dónde hay proposiciones parecidas, en esta misma carta, compararlas y comprobar si tienen el mismo sentido. Y puesto que cada una de las afirmaciones paralelas se halla dentro de un contexto diferente y tiene acentos distintos, la comparación nos hará adquirir nuevos conocimientos.

El hecho de que el «germen» de Dios se refiere aquí al Espíritu Santo, nos lo sugiere ya la estructura idéntica del lugar paralelo 2,27: en ambos casos la «unción» o el «germen» «permanece» en los cristianos. En otros dos lugares paralelos más, que mencionan expresamente al Espíritu de Dios, ocurre lo mismo: en 3,24 y en 4,13 sabemos que permanecemos en Dios y que Dios permanece en nosotros. Y lo sabemos por una cosa: porque Dios nos ha dado su Espíritu, es decir (como parafrasearíamos obviamente) porque su Espíritu «permanece» en nosotros. Asimismo, una ojeada a Jn 3,6: «Lo que nace del Espíritu, espíritu es», nos ayudará a conocer que el nacer de Dios (= «el nacer de lo alto») es algo que se lleva a cabo por medio del Espíritu.

Precisamente esta afirmación de que el Espíritu es el «germen» de Dios, hace que sea más comprensible la expresión de que «hemos nacido de Dios». O más exactamente: nos introduce más hondamente en el misterio que en ella se enuncia. El término «germen» pertenece por completo al marco de la terminología de la generación: el «germen», con el que Dios engendra a sus hijos -concediéndoles graciosamente la fe y el bautismo-, es su Espíritu, el Espíritu de Dios. Pero el pensamiento joánico deja relegada por completo cualquier comparación biológica. Toda mala interpretación como si se tratara de una generación física, queda excluida ya por el hecho de que se dice que este «germen» «permanece». No se trata de una emanación, de un efluvio -concebido físicamente- del ser divino. En tal caso, este germen que emanase de la divinidad, se convertiría cada vez en hijo de Dios. No; este «germen» no se convierte, sino que sigue siendo lo que (sin imagen) es: el Espíritu mismo de Dios. No hay mezcla alguna con la materia, como supusieron los gnósticos de entonces o de época posterior. Y por eso, precisamente, es posible el llamamiento de «permaneced en él» (2,27). Por eso, precisamente, es posible que «quien ha nacido de Dios» tenga que confirmarlo además en su conducta.

Ahora bien, los paralelos con 3,9 nos llevan más lejos aún, principalmente el paralelo de 4,13: «En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu.» Esta proposición se halla entre los dos grandes enunciados acerca de Dios, que encontramos en el capítulo cuarto: «Dios es amor.» Cuanto más nos empapemos de las palabras de este capitulo cuarto, tanto más llegaremos a conocer que aquí está el centro oculto de toda la carta. La convicción de que Dios es amor se halla oculta detrás de todo lo que la carta dice. Así ocurre también aquí con lo de que el Espíritu es el «germen» de Dios. El Espíritu es, en 4,13, el Espíritu de Dios. Y precisamente en aquella sección se proclama que Dios es amor. Así que, aquí también, el autor tuvo que entender que el Espíritu que Dios nos ha dado es el Espíritu de amor. Si este conocimiento lo aplicamos a nuestro pasaje acerca del «germen» de Dios (3,9), éste recibirá, sorprendentemente, clarísima luz. Ahora podemos traducirlo así: «Quien ha nacido de Dios no peca, porque el amor de Dios -por medio del Espíritu de Dios- permanece en él.»

Si nos damos cuenta de la intensa influencia que la proposición central «Dios es amor» tiene ya sobre 3,4 y 3,10, entonces ello podrá ayudarnos mucho a comprender, si nos valemos de un recurso: sustituir en 3,9 la palabra «Dios» o "él» por la palabra "amor» (por la cual, obviamente, sólo entendemos el amor personal, el amor que es Dios mismo). Con ello no haremos más que lo que el autor mismo ha hecho en el capítulo cuarto (4,8.12.16). El texto de 3,9, parafraseado así, sería: "Quien ha nacido del "amor" (que es Dios mismo), no peca, es decir, no lucha contra este amor, porque en él permanece el germen del amor, que le ha convertido en hijo del amor. Más aún, él no puede pecar (con el pecado diabólico del odio, de rechazar al amor), precisamente porque ha "nacido" del amor divino.» El pecado de que aquí se habla, aparece claramente -por esta interpretación- como una repulsa al amor divino. Por consiguiente, el pecado no es, abstractamente, el obrar contra algún mandamiento divino, sino la contradicción contra la esencia misma de Dios que se revela.

Lo contrario del pecado no es pura y simplemente la justicia, sino el amor, que procede de Dios79.

Por consiguiente, los enunciados que a primera vista parecen tan extraños, de 3,6.9, están al servicio de la finalidad de la carta, finalidad que consiste en comunicar a los cristianos la alegre conciencia de su salvación, de su pertenencia a Cristo. No debemos desatender el hecho de que, en nuestros lugares paralelos de 3,24 y 4,13, se trata también de la cuestión de cómo conocemos nuestra salvación. En estas formulaciones, el autor tiene interés en mostrar que el cristiano está de parte de Dios y no de parte de Satán, y por cierto de una manera definitiva, en virtud de la vocación y gracia concedida por Dios.

La aparente contradicción entre los enunciados de impecabilidad, en 3,6.9, y el enunciado que leemos en 1,8s, de que el cristiano debe confesar su pecado, es una contradicción que ya no existe.

No está aquí en el horizonte el problema de si el cristiano, a pesar de todo, puede todavía caer, y qué ocurre entonces con él. ¿Por qué no está en el horizonte?

Precisamente por la finalidad de la carta, que es consolidar la seguridad de salvación. Que no se desatienden los peligros en que está el cristiano, lo vemos por los versículos 3,19ss. Pero estos peligros quedan integrados dentro de la perspectiva que hemos dicho.
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79 Los versículos 3,6.9 son -objetivamente- paralelos exactos con 2,3 y principalmente con 2,5; véase 4,12.
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10 En esto se manifiestan los hijos de Dios y los hijos del diablo: quien no practica la justicia, no es de Dios, y tampoco quien no ama a su hermano.

El v. 10 ofrece la confirmación definitiva de esta interpretación. Nos permite reconocer claramente que se trata de la cuestión de la certeza de la salvación.

El v. 10a («En esto se manifiestan los hijos de Dios y los hijos del diablo») muestra que aquí se trata de la respuesta a la pregunta: ¿Cómo reconoceremos nuestra salvación, nuestra vida eterna?

La confirmación propiamente tal de nuestra interpretación de 3,6.9 es la segunda mitad del v. 10: «Quien no practica la justicia, no es de Dios, y tampoco quien no ama a su hermano»80.

Asimismo, partiendo de esto, nos damos cuenta de que el v. 7 es también respuesta a la pregunta de cómo podemos tener la alegre seguridad de la salvación. La exclamación que tanto llama nuestra atención: «Hijitos, que nadie os extravíe», así como la frase que nos habla de algo en que se manifiestan los hijos de Dios y los hijos de Satán, en el v. 10a, señalan que ahora tenemos ya la norma para conocer la salud y la perdición. En el v. 10a se nos dice: A los hijos del diablo se los reconoce por el pecado. Y a los hijos de Dios se los reconoce porque no cometen pecado (es decir, no cometen el pecado contra el amor) 81.

En nuestra carta, podemos encontrar también toda una serie de ulteriores confirmaciones de esto mismo: muchas que únicamente se descubren como tales, después de una larga contemplación, pero también algunas que, por su tenor literal, corresponden ya obviamente a la interpretación que acabamos de dar de 3,6.9. Tan sólo vamos a mencionar ahora otra confirmación, que encontramos también en el capítulo 4: «Quien ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios» (4,7; véase principalmente también 4,8a).
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80. La conjunción "y" que aparece en la segunda mitad de este versículo debe entenderse absolutamente como explicativa o epexegética: porque, de lo contrario, el amor fraterno sería algo que vendría a añadirse a la práctica de la justicia. Ahora bien, esto no tendría sentido. Y mucho menos en esta carta, que de tal manera hace hincapié en el amor. Por otra parte, la conexión del v. 11 con el anterior: "Porque éste es el mensaje...", no resultaría coherente. Aquí, en el v. 10b, la falta de amor ¡es ya la antítesis del "haber nacido de Dios"!
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Para la meditación, sintetizaremos con miras al v. 4, la interpretación de 3,4-10. En el v. 4, la primera proposición de nuestra sección dice: «... el pecado es la maldad». El autor quiere decirnos con ello: El «pecado» al que en lo sucesivo me refiero, es la maldad diabólica, que se dirige precisamente contra el mandamiento de Cristo, mandamiento que lJn y el Evangelio de Jn califican siempre de el mandamiento por excelencia. Ese pecado es la negación del amor.

Por consiguiente, el autor quiere decirnos: En esta última hora (el tiempo decisivo de la salvación) la lucha no se cifra ya en torno a cosas periféricas, sino que ahora se concentra todo sobre lo supremo y más esencial. Por tanto, para Dios y para su Cristo lo que se trata ahora es de manifestarse como amor, es decir, de actuar como amor. Y, por tanto, para Satán lo que se trata es de no dejar que Dios pueda manifestarse en los suyos como amor: en los suyos, es decir, en la vida concreta, en el amor fraterno de los cristianos. Esto precisamente es la quintaesencia de la maldad diabólica, que se había predicho para los últimos tiempos.

En lo que se refiere al conjunto, habría que considerar y acentuar mucho más intensamente de lo que suele hacerse en los comentarios, hasta qué punto la «plasmación de la vida conforme a la voluntad de Dios» 82 es entendida concretamente como amor fraterno, y hasta qué punto el amor fraterno pertenece esencialmente al ser del cristiano 83.

Tan sólo en 3,9 si entendemos este versículo a partir de 4,8.16- parece a su justa luz lo que significa «haber nacido de Dios», ser hijo de Dios 84.

En lo que se refiere al hilo del pensamiento o a la unidad lógica de toda la carta, diremos que nuestro resultado con respecto a 3,4-10 significa lo siguiente: ahora conocemos la conexión íntima de dos de los temas principales de 1Jn. Y no sólo su conexión, sino también su íntima unidad: el tema «Cristo y el pecado» no es más que la faceta negativa del tema «el mandamiento del amor" (o, mejor dicho, digamos sencillamente: del tema de la agape, porque se trata de la revelación del amor divino).

Las indicaciones que se dan en 3,4-10 (la significación de las palabras «pecado» y «maldad»), que eran al principio difíciles de entender para nosotros, no fueron tan difíciles de captar para los primeros lectores de la carta, porque ellos tenían el conocimiento previo, que tan necesario es, de que todo hay que comprenderlo a partir de la verdad de que «Dios es amor». Es un conocimiento que nosotros sólo podemos adquirir por la exégesis de la carta en su totalidad y por la visión conjunta de los distintos enunciados que en ella se hacen. Pero que los primeros lectores conocían por la predicación oral del apóstol y de sus discípulos (el círculo joánico) 85
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81. El pasaje de IJn 3,10a es el paralelo joánico de aquella sentencia de los sinópticos "Por sus frutos Ios conoceréis» (Mt 7,16ss y principalmente Lc 6,43s).
82. Véase SCHNACKENBURG, 192.
83. Véase también la asociación intensa del amor con el ser de cristiano en Flp 2,6ss, en Ef (p. ej., 4,1-6) y en Mc 8,10.
84. SCHNACKENBURG, 288, desarrolla las tres facetas que constituyen el concepto joánico de filiación divina: "vocación eterna, realización sacramental y observancia moral». Por otra parte la conexión que se formula en el v. 11 con el anterior no resultaría coherente como presupuesto lógico. La interpretación de Schnackenburg, que en principio es correcta, puede ahondarse enormemente más, puede redondearse, hacerse más plena y, por tanto, más impresionante, si la interpretamos desde el punto de vista de la totalidad de la carta, y, por consiguiente, a partir de los enunciados acerca de Dios: de esos enunciados que constituyen su centro secreto.
85. Con respecto a los asertos de la impecabilidad que hallamos en la carta, véanse los lugares del Antiguo Testamento que hablan de que el justo es preservado del pecado: p. ej.: salmo 121(120) 3: "¡No deje él titubear tu pie!» (véase, a propósito de esto: 1Jn 2,10: "Y en él no hay tropiezo"; en el mismo Salmo, v. 7: "Te guarda el señor de todo mal..»; Salmo 91(90).

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7 SEGUNDA EXPOSICIÓN SOBRE EL TEMA «EL MANDAMIENTO DEL AMOR» (3,11 -24).

También esta sección, lo mismo que todas, está al servicio de la finalidad de consolidar la gozosa seguridad de la salvación. Más aún: lo que los versículos 3,4-10 nos decían sobre este asunto, se desarrolla ahora en cuanto a sus consecuencias, al mismo tiempo que se recalza bien en sus cimientos.

Panorama de la sección:

a) La exhortación a que «nos amemos los unos a los otros» (= de que a los «que han nacido de Dios» se les ha dado graciosamente el amor recíproco, y de que ellos deben ejercitarlo), 3,11.

b) El sombrío contraste del amor fraterno: el odio como homicidio (3,12.15); aquí se incluye, en los v. 13.14, una declaración sobre la seguridad de salvación que tienen los cristianos (los cuales, ciertamente, están seguros de que «han pasado de la muerte a la vida» [3,14] por la experiencia que tienen del odio por parte del «mundo» y en contraste con el «pecado» de este mundo).

El punto culminante de la sección y de todo el capítulo, desde el v. 4,1O constituyen las dos subsecciones c y d:

c) El amor fraterno como entrega de la vida (3,16-18).

d) La seguridad de que «Dios es mayor que nuestro corazón» (3,19-20; aquí pertenecen también los v. 3,21-22): orar con sinceridad y confianza.

e) Conclusión: doble aspecto del «mandamientos de Cristo. Cumplimiento del precepto y comunión con Dios (3,23-24).

El tránsito de 3,4-10 a 3,11ss, lo constituye principalmente el v. 10b, que contiene ya la palabra clave de «amar"; después, el título temático (v. 11) que enlaza con el v. 10b por un «porque" causal; luego, la subsección 3,12-15, que muestra concretamente por el ejemplo de Caín (v. 12) la maldad diabólica del pecado al que se hace referencia en 3,610, y que además muestra en el v. 15 la profunda dimensión diabólica del odio (del odio que todavía no se ha encarnado en el homicidio).

a) El mensaje de que nos amemos los unos a los otros (3,11).

11 Porque éste es el mensaje que oísteis desde el principio: que nos amemos los unos a los otros.

El «porqué» del comienzo de la cláusula muestra que hay que probar lo que se ha dicho en el v. 10 («quien no ama a su hermano, no es de Dios»). Pero, como también el v. 10 es una especie de síntesis de 3,4-9, hay que dar al mismo tiempo la prueba de toda la seoción 3,4-10, con su doctrina que suena a cosa tan inverosímil.

Esta doctrina sobre la impecabilidad del cristiano, o -mejor dicho- sobre la gozosa seguridad que el cristiano puede y debe tener, es una doctrina que se fundamenta en el contenido del mensaje cristiano. Está indisolublemente unida con el contenido de esa predicación y se halla incluida en él. Pero ¿hasta qué punto lo está? ¿Y cómo puede constituir, en general, una exigencia, un imperativo, un mensaje?

En 1,5 teníamos ya la misma locución: «Éste es el mensaje...» Su contenido: Dios es luz, por cuanto Dios es amor, y lo es por haber enviado a su Hijo (el mensaje de 1,5 recoge en sí el anuncio -«os anunciamos»- de 1,2s).

Evidentemente, el autor entiende el contenido de 3,11 con el mismo sentido de mensaje de gozoso triunfo que el de 1,5. Y de hecho se trata sencillamente de un mismo y único mensaje. El autor, en 3,11, podría haber repetido lo que había dicho en 1,5. Y, de hecho, «repite» este versículo, explicando sus consecuencias.

Por consiguiente, el mensaje de 1,5 guarda con el de 3,11 la relación de un indicativo para con el imperativo que de él se sigue. Este es el imperativo lanzado constantemente por el texto de 1,5. Por consiguiente, el mandamiento del amor puede designarse en 3,11 como mensaje, porque en él se contempla el mensaje acerca del amor divino en el aspecto de su carácter imperativo 86.

La predicación (o mensaje) de que debemos amarnos los unos a los otros, es la misma que la predicación de que Dios es luz; porque también esta última redacción del mensaje contiene en sí la exhortación a caminar en la luz (1,6ss), es decir: amar a los hermanos (2,9-11). De manera exactamente igual, la redacción de 3,11 (exhortación) presupone el enunciado (o contenido de fe) de que «Dios es luz» = «amor»; más aún, para 1Jn, incluye ya en sí dicho imperativo.

El mensaje moral y el mensaje dogmático coinciden, no son más que dos aspectos distintos de una misma y única predicación.
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86. El v. 11 puede traducirse también: "que nos amamos los unos a los otros»; la palabra griega agapomen puede ser tanto indicativo como subjuntivo. El contexto sugiere más el subjuntivo (en sentido imperativo o exhortativo). Pero bien podría ocurrir que el autor hubiera pretendido intencionadamente dar una doble significación a su frase: El "mensaje» consiste en que los cristianos, como "nacidos de Dios», no cometen pecado, practican la justicia, es decir se aman los unos a los otros. Por consiguiente, lo que los cristianos poseen como don gracioso de Dios, y lo que se deriva como consecuencia de ese don gracioso, serian cosas que estarían indisolublemente unidas en este "mensaje".
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b) Sombrío contraste del amor fraterno (3,12-15).

12 No como Caín, que era del Maligno y degolló a su hermano. ¿Y por qué lo degolló? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas...

14c El que no ama, permanece en la muerte. 15 Quien odia a su hermano es homicida. Y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna que permanezca en él.

La sección de los v. 12-15 consta de tres partes. Las partes primera y tercera (el contraste negativo del amor) incluyen la parte central, la cual se dirige directamente a los cristianos y habla de la oposición que hay entre ellos y el «mundo» y principalmente de la seguridad de salvación que los cristianos tienen. El v. 14 contiene una aportación importante para la interpretación de 3,6.9. Dedicaremos primeramente nuestra atención a su "marco», que se halla en los versículos 12 y 14c.15.

La conducta del cristiano ha de ser la antítesis exacta del comportamiento del primer homicida, Caín. Éste era «del Maligno», es decir, era -en el sentido del v. 10- un «hijo del diablo», vivía a impulsos de la ley del antagonista de Dios y «degolló a su hermano». Lo que el autor quiso darnos a entender al hablarnos del pecado, en 3,4-10, lo explica magníficamente por el ejemplo del primer homicida que hubo en la historia del género humano. Luego se atreve incluso a hacer la pregunta de por qué se cometió ese homicidio.

Pero ¿hasta qué punto puede ser una razón el que las obras de Caín fueran malas y las de su hermano justas? ¿Se presupone quizás que Caín tuviera envidia de las obras justas de su hermano o de que Dios aceptase complacido el sacrificio de Abel? La razón que el autor tiene en su mente, es más profunda. La razón no es la envidia, sino el polo opuesto del amor divino: el odio. En la conducta de Caín vemos quién pertenecía al reino de la luz, y quién al reino de las tinieblas. El autor "ve al mismo tiempo, en la conducta de Caín, el odio primordial que existe en el que se deja determinar por las tinieblas, contra el que se deja determinar por la luz».

Enlazamos inmediatamente con el v. 15 (o con los versículos 14c y 15). Porque lo que para nosotros significa el v. 12, eso lo sabemos únicamente por el v. 15. El v. 12, considerado en sí solo, podría conducir al fariseísmo. El cristiano podría imaginarse que, para él, el pecado de Caín no constituía ningún peligro. Pero el v. 15 nos muestra hasta qué punto el v. 12 afecta a cualquier cristiano. Este miembro que cierra el marco de los v. 13s ofrece la clave para comprender el pecado al que se hace referencia en el capítulo 3.

Si tan sólo se pensara en el homicidio en el sentido literal de la palabra (así podríamos pensar, si sólo leyéramos el v. 12), entonces un cristiano normal, un cristiano «decente», podría pensar: Esto no me concierne en absoluto a mí. Pero los versículos 14c y 15 destruyen toda posibilidad de adoptar tal actitud farisaica. Versículo 14c: La falta de amor es equiparada al odio. Porque el que permanece en el ámbito de la muerte (= en el ámbito de las tinieblas = en el reino del maligno, de Satán), ése, en completo paralelismo con el que "odia», de los v. 13 y 15, es designado aquí como «el que no ama». Podríamos pensar que «no amar» y "odiar» fueran distintos específicamente o por lo menos distintos en grado.

El autor podría utilizarlos aquí alternativamente -si esta concepción fuera correcta- sólo en cuanto, para él, existiese una transición invisible entre no amar y odiar. Pero esto sería decir muy poco. Al autor lo que le interesa es caracterizar cuándo se pertenece al ámbito de la muerte, y presentar la realidad objetiva del "pecado», el cual -encadenado al ámbito de la muerte- abarca también al «no amar». La carta, seguramente, quiere sugerir la convicción de que el «no amar» no es cosa que carezca de importancia, sino que en ello se está dando ya la apostasía.

Versículo 15: Lo opuesto de la acción de «amar» (que aquí es «odiar») se equipara al homicidio. Nos acordamos de aquellas palabras del Señor, en Mt 5,21s, que amenazan ya con el juicio divino por la ira y las palabras injuriosas dichas contra el hermano. No se afirma simplemente que la falta de amor sea un preámbulo para llegar más tarde al homicidio, sino que se pone bien de manifiesto la profunda dimensión diabólica del desinterés egoísta por el hermano 88
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88. Equiparar la falta de amor (o el odio) con el homicidio es un requisito importante para comprender el amor preceptuado por Cristo en el v. 16.
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13 No os extrañéis, hermanos, si el mundo os odia. 14 a. b. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos.

En el centro mismo de la sección, el autor no sitúa una advertencia contra la falta de amor y contra el odio, sino una nueva confirmación de la gozosa seguridad de salvación. Y todo ello, sobre el trasfondo del odio por parte del "mundo». Recibimos la impresión de que el autor quiere consolar a los cristianos, pero no tanto por sus propias debilidades, cuanto por la oposición y el odio que experimentan por parte del «mundo» 89,

Así como Abel, por sus «obras justas», fue odiado por aquel que era del Maligno: así ahora los cristianos se hallan en tajante oposición con el «mundo», que está en poder del Maligno. No deben extrañarse de ese odio. Porque, para la 1Jn, es obvio que la luz es aborrecida por las tinieblas, que los que aman con la energía de Dios, son odiados por los que niegan el amor.

Por tanto, según lJn 3,13, los cristianos son odiados por el «mundo», porque ellos «aman a los hermanos». Según el Evangelio de Juan (15,18ss), el mundo -en contraste con esto- odia a los cristianos, porque son discípulos de Jesús. En lo más profundo, estos motivos del odio, aparentemente distintos, son idénticos.

El amor por cuya causa se odia a los cristianos tiene que ser un comportamiento que se identifique con el seguimiento de Cristo. Para el autor, tiene que ser un amor tan radical y que parezca tan extraño al mundo, que pueda odiarse por ello a los cristianos, ya que los cristianos no fundamentan su simpatía y solidaridad humana sobre bases internas de este mundo, sino que la asocian con la cruz y con su ignominia, y con la exhortación a ir en seguimiento del Crucificado, que es el amor que se entrega. Ahora bien, hay algo que debería invitar al cristiano a un examen de conciencia: el odio del mundo contra los cristianos es únicamente «del diablo», cuando se dirige contra el mensaje y realidad del amor de la cruz, y no cuando se dirige contra los cristianos porque éstos no son fieles a dicho mensaje y obran contra él.

El sentido del v. 14 («Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos») lo comprenderemos mejor, si invertimos el orden de las cláusulas: «Puesto que amamos a los hermanos, sabemos que hemos pasado de la muerte (del ámbito de la muerte) a la vida (al ámbito de la vida).» 90

¿Quién pensaría hoy día, ni remotamente, en decir nada semejante? Ahora bien, el autor de nuestra carta ¿fue tan ingenuamente audaz, que no se dio cuenta de la inverosimilitud de esta afirmación? No hay más que una explicación: él pensó dar un sentido distinto a las palabras, del que tienen hoy día para nosotros, al oírlas así de improviso. Y, sobre todo, el autor -con toda seguridad- no las entendió como un enunciado sobre nuestras propias realizaciones y nuestra virtud. También esta proposición, contra lo que parece a primera vista, dice algo sobre Dios y sobre su actuación. No alcanzamos a comprender su sentido, si no lo completamos con otros lugares de la carta, de tal suerte que lleguemos a reconocerlo como un enunciado sobre Dios: Sabemos que Dios nos ha llevado de la muerte a la vida, porque él -por medio de su «germen»- nos ha hecho hijos del amor y ha suscitado en nosotros el amor fraterno, y porque ahora permanecemos firmes en el amor.

Seguramente que, así, ya no habrá nadie que se atreva a decir que esta proposición es ingenua y audaz. Pero ¿queda suprimida la dificultad que tenemos para aplicarnos esta frase a nosotros? ¿Es posible en nosotros y dentro de nosotros esa clarísima seguridad de fe que cree en la actuación de Dios?

Habría dos cosas que serían condición previa para poder hacer nuestra, sinceramente, esta proposición de 1Jn: en primer lugar, una fe en la grandeza y cercanía de Dios, que penetra todo lo que hay en nosotros y que de antemano da vigor y consistencia a tal afirmación. El autor se da cuenta de que su lector necesita sondear la grandeza de Dios, para poder experimentar por sí mismo las proposiciones que se hacen en su carta. Por eso, en las secciones siguientes (3,19, 4,4; 4,8.16), trata de los grandes enunciados sobre Dios, lo mismo que en 1,5 comenzó ya con uno de estos enunciados.

En segundo lugar, el que hayamos comenzado seria y decididamente a buscar y cumplir la voluntad de Dios (véase Jn 7,16s), o que (de una manera que sea sincera ante nosotros) hayamos comenzado a transmitir su amor a nuestros hermanos y hermanas, o más exactamente: que hayamos comenzado sinceramente a suprimir en nosotros nuestras resistencias egoístas contra la acción del amor divino, y que de este modo su amor -Dios mismo- vaya ganando espacio en nosotros. Cómo se transparenta esto, nos lo sugiere más adelante 1Jn 3,17.

Si queremos asimilarnos realmente la proposición del v. 14, y queremos hablar de veras tal y como la Escritura nos lo está poniendo en los labios: «... porque amamos a los hermanos», entonces Dios, sin que nosotros nos demos cuenta, nos irá impulsando progresivamente a la acción concreta del amor. Y quizás lo haga con mayor vigor de lo que las exhortaciones y exigencias directas podrían hacerlo (repitámoslo... si queremos seguir siendo o llegar a ser sinceros ante nosotros mismos o, más exactamente, ante Dios) 91.

Pero habría que discutir ahora una objeción: ¿No es pintar las cosas en un increíble -completamente increíble- contraste de blanco y negro el que la carta reduzca la diferencia entre cristianos y no cristianos a la diferencia entre el amor y el odio?, ¿que el amor aparezca sólo por parte de los cristianos, y el odio y la falta de amor aparezcan únicamente por parte del «mundo»? Seguramente, el autor de IJn quiere trazar frentes vivos y radicales. Pero no pretende describir la realidad histórica de la Iglesia y del mundo. Por eso, los miembros de la comunidad cristiana no están del lado del amor porque esto fuera mérito de ellos, sino porque Jesús los ha elegido (véase Jn 15,19). Incluso la afirmación, aparentemente orgullosa, de 3,14, no es justicia farisaica, sino confesión agradecida -en el sentido de 3,1a- del amor del Padre: ese amor incomprensiblemente grande.

Al escuchar estos textos joánicos, nos hallamos en incesante tentación de establecer una antítesis entre las personas que viven en la Iglesia y las personas que viven fuera de la Iglesia. Pero el autor de nuestra carta se refiere a un nivel de la realidad más profundo. La primera línea del frente pasa entre Dios y el Maligno, entre la luz y las tinieblas que se han apartado de la luz. Y por lo que se refiere a los hombres, quien se cierra a la luz del amor, se ha ido con el Maligno. A aquel a quien la elección divina ha llevado a la luz, a ése le alcanza también con ello el odio de las tinieblas.

Véase 3,1b: "Por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él (a Dios).» Este «no conocer» es sinónimo de «no amar» o de «odiar». El "mundo» rechaza a los cristianos porque no conoce a Dios, que es el amor que se manifiesta.

Los frentes, en el plano humano, no se identifican -ni siquiera para el pensamiento joánico- con las fronteras, observables externamente, entre los cristianos y los no cristianos. Así sería si el amor fraterno, para el pensamiento joánico, fuera de manera plenamente exclusiva el amor que se da dentro de la comunidad cristiana, reconocible externamente. A menudo se entienden así los enunciados de la carta 1Jn (y del Evangelio de Juan) acerca del amor fraterno. Pero, por principio, de raíz, este amor ha de entenderse en sentido universal, ya sea que el autor de la carta restrinja el círculo de los que deben amarse como hermanos (de una manera condicionada por la época, y que ya no debe ser imitada por nosotros) a los rniembros de la comunidad, ya sea que no lo restrinja. Pero, aun históricamente, las cosas no son tan sencillas: la carta ofrece suficientes indicios de que las líneas se entrecruzan, incluso desde el punto de vista del autor mismo. Por un lado, se interpela a la comunidad de los cristianos, que se caracteriza como el reino de la luz; por otro lado, vemos que el dualismo qumránico entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas (es decir, la viva distinción entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, tal como se halla en los escritos de Qumrán)92 queda trascendido y superado por el hecho de que la característica de los que están en la luz es -de manera sumamente radical- el amor comprendido como entrega. El autor de Juan tuvo que ver, lo mismo que el autor del Evangelio de san Mateo, que la línea divisoria no pasa sólo entre la Iglesia y el mundo sino que además cruza por medio de la comunidad (y quizás por medio de cada individuo) . Y el entrecruzamiento de las líneas aparece, de hecho, en el doble concepto del pecado encontrado en la carta.

Una solución podría ofrecerla el principio de la misión de la «comunidad» (koinonia), en el sentido de Jn 17,21.23: la unidad de los discípulos de Jesús conducirá al mundo hacia la fe. En el lenguaje de la carta, que no coincide completamente con el del Evangelio de Jn, este principio sería el siguiente: el amor, que procede de Dios, se irá difundiendo al ampliar sus círculos. El círculo, constituido de hecho y de manera reconocible por la comunidad, por la comunidad que confiesa la acción del amor divino, se halla en nuestra carta dentro del foco de la atención. Pero esto no significa que sea exclusivo en un sentido que hoy día ya no podemos aceptar.
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89. También IJn 3,12-15 está al servicio de la finalidad de consolidar la certidumbre de salvación, la gozosa seguridad de salvación. Por eso, incluso la alusibn al mundo que odia a los cristianos no es una razón en contra de esta plena seguridad y confianza, sino que la corrobora más todavía.
90. Por consiguiente, el objeto del saber, tanto aqui como en las otras fórmulas de la carta, es la comunión con Dios: "ser de la verdad», "conocerlo", ser hijos de Dios; y el amor fraterno es, como en 3,19, la razón del conocimiento o el medio conocitivo; véase ya 2,3.5.
91. Lo que hemos meditado acerca de este aserto especialmente inquietante y provocativo, se puede aplicar también a 2,29; 3,6.9 y a muchos otros lugares de la carta.
92. Véase, por ejemplo, I QS 1, 9-11 (Die Texte aus Qumran, editados por E. LOHSE. Darmstadt 1964): ...se reveló .. que había que amar a todos los hijos de la luz, a cada uno según su suerte en el consejo de Dios, pero que había que odiar a todos los hijos de las tinieblas, a cada uno según su endeudamiento en cuanto a la venganza de Dios...»; véase también la nota 31

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Para la meditación de 1 Jn 3 11

Debemos compenetrarnos con esta verdad: que el mensaje cristiano puede condensarse en esta frase exhortativa. ¿Será esto caer en el moralismo, que sólo se fija en la conducta moral, y que permanece indiferente al contenido de la fe? Indudablemente, no lo es. Contra tal sospecha está inmune el autor de la carta. Al emplear él una formulación que aparentemente es tan unilateral, tuvo que presuponer o, mejor dicho, pensar al mismo tiempo -y no pudo suceder de otra manera- en el núcleo mismo de la fe cristiana. Como el mensaje, 1Jn designa aquí un precepto de amor, un precepto que está acuñado por la acción salvadora de Dios en Cristo y que contiene implícitamente la verdad de que «Dios es amor». Esto aparece ya clarísimamente en 3,16: allí encontramos una versión cristológica del mandamiento del amor.

c) El amor fraterno como entrega de la vida (3,16-18).

16 En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. Y nosotros estamos obligados a dar la vida por los hermanos. 17 Si uno posee riquezas y ve a su llermano en necesidad, y le cierra sus entrañas, ¿cómo permanece en él el amor de Dios? 18 Hijitos, no amemos de palabra ni con la lengua, sino de obra y de verdad.

En el v. 14 se trataba del conocimiento de la salvación. Y el medio para este conocimiento era el amor. Aquí, en el v. 16, se trata del conocimiento del amor mismo: del amor de Dios y de nuestro amor. El mandamiento del amor recibe aquí una fundamentación cristológica. El autor habla, en primer lugar, del acto de amor de Cristo, del acto en el que se pone de manifiesto el amor de Dios. Pero no puede hablar de El, sin mostrar la consecuencia que de ese amor se desprende para nosotros: consecuencia que, precisamente, es el mandamiento del amor. Las dos partes del v. 16 deben verse en conexión mucho más intima de lo que aparece generalmente en las traducciones 93. La palabra griega (opheilomen) no significa simplemente «debemos», sino «estamos obligados» (véase ya anteriormente, 2,6). El mismo término lo hallamos en la perícopa del lavatorio de los pies, en Jn 13,14: "...también vosotros estáis obligados a lavaros los pies unos a otros». El pasaje de 1Jn 3,16 nos está recordando la redacción del mandamiento del amor que leemos en Jn 15,12s: «Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que éste: dar uno la propia vida por sus amigos.» Lo característico de 1Jn 3,16 con respecto a este lugar del Evangelio es: lo que en Jn 15,12s no hace más que alumbrarse, se expresa aquí directamente: el amor fraterno de los cristianos es entrega de la propia vida, según la norma de la entrega que Cristo hizo de su vida, aquí no se dice únicamente como en Jn 15,12s, que el amor fraterno debe regirse por la entrega que Jesús hizo de su vida, sino que se exige directamente que el cristiano dé la vida por su hermano. "Dar la vida» se convirtió sencillamente en expresión del amor fraterno de los cristianos. Y no se habla sólo, ni mucho menos, de estar dispuesto a entregar la vida, sino de esa entrega misma.

En qué sentido se entiende esto, lo muestra muy bien el contexto. Se nos dice a continuación inmediata, en el v. 17: «Si uno posee riquezas y ve a su hermano en necesidad, y le cierra sus entrañas, ¿cómo permanece en él el amor de Dios?» Por consiguiente, quien rehúsa dar ayuda práctica a su hermano que padece necesidad, cerrándole sus entrañas («y le cierra su corazón»: traducción de la «Biblia de Jerusalén»), ese tal deja de cumplir el precepto de dar su propia vida. Así que, invirtiendo las cosas, podemos afirmar: dar la vida por los hermanos significa abrirles el corazón. Pero ¡qué apertura tan grande de corazón tiene que ser!

En los versículos que preceden al v. 16, vimos ya el sombrío contraste del amor fraterno de los cristianos: el pecado del odio, el pecado que el diablo inspira a sus «hijos». La antítesis es clarísima en el v. 15, que precede inmediatamente: «Quien odia a su hermano es homicida. Y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna que permanezca en él.» Comparemos con este versículo el v. 16: el odio, que se digna como homicidio, es la antítesis del amor, el cual ¡es la entrega de la propia vida! Así como el que odia vive en la actualidad del homicida (que arrebata la vida al hermano): así el que ama vive en la actitud -más aún: en la realidad- de quien se sacrifica a sí mismo por la vida de los hermanos. El que odia se está haciendo a sí mismo semejante al que es «homicida desde el principio», del cual es «hijo». El que ama se parece a Jesús, que sacrifica su vida con su muerte de obediencia; y permanece «en Jesús».

Por consiguiente, el amor fraterno del cristiano es entrega de la vida, por cuanto en esa entrega vive y palpita la perfecta renuncia de Jesús a sí mismo (véase Jn 5,30). Todo lo que Jesús hizo era expresión de su obediencia al mandamiento del Padre de dar su vida. Y Jesús propone a sus discípulos como el único gran mandamiento precisamente el mandamiento del amor fraterno, para que ellos se identifiquen con la obediencia de él hacia el Padre. El amor fraterno, tal como Jesús lo quiere, es un abrir el corazón, que significa la muerte de la propia voluntad. Este amor fraterno no es posible por las propias fuerzas del hombre, sino que presupone ya la realidad efectiva y el vigor de la cruz.

Así, pues, el conocimiento del amor, en el sentido de la carta, no puede consistir únicamente en que sepamos del amor de Cristo, sino que ha de incluir también el conocimiento de nuestra propia obligación con respecto al amor fraterno (la obligación que tenemos de entregar la vida, según la norma de la entrega que Jesús hizo de su vida). De lo contrario, es decir, si nosotros no nos vemos afectados y arrastrados por este torrente del amor, no se podría decir -en el sentido en que lo dice la 1Jn- que hemos conocido el amor.

Por eso, el v. 17 puede concluir preguntando cómo puede permaneces el amor de Dios en aquel que cierra su corazón ante el hermano. Porque, en sentido joánico, no se «conoce» el amor de Dios sin que ese amor "permanezca» en nosotros.

Vemos, por tanto, que 3,16 es un lugar paralelo de 3,14 (y 3,11), donde se pretende decir objetivamente lo mismo. Pero los acentos son distintos. Y existen complementos que nosotros quizás echamos de menos en 3,14. En lo que a esta comprensión se refiere 3,16, hace que no sean posibles los equívocos en la interpretación de 3,14.
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93. Filológicamente es muy posible leer todo el v. 16 como una frase seguida. No habría más que borrar el signo de puntuación que se halia detrás de la mitad cristológica del versículo: "...en que él dio su vida por nosotros». En efecto, los signos de puntuación son adiciones de copistas posteriores, y no deben tenerse en cuenta necesariamente para la interpretación del texto.
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d) «Dios es mayor que nuestro corazón» (3,19-22).

19 En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón ante él, 20 aun cuando nuestro corazón nos reprenda, porque Dios es mayor que nuestro corazón y conoce todas las cosas.

En estos dos versículos se trata nuevamente de lo que constituye el gran tema del autor: el conocimiento de la comunión con Dios, es decir, el conocimiento de «que nosotros somos de la verdad [de la realidad divina]». Y se trata, por cierto, del conocimiento de nuestra comunión con Dios, a pesar de nuestros pecados. «Aun cuando nuestro corazón nos reprenda», sin duda, por los pecados que debemos confesar nosotros mismos, según 1,9. Por tanto, 3,19s es -en el fondo- una aportación más al tema «Cristo y el pecado». Y lo mismo que la primera y segunda exposición sobre este tema, tiene la finalidad de consolidar la gozosa seguridad de salvación que deben tener los cristianos. Más aún, lo que se quería dar a entender en las frases, al principio un poco enigmáticas, de 3,4-10, aparece aquí con claridad y queda cimentado en su dimensión más honda, en la idea misma de Dios.

Podemos tranquilizar nuestro corazón ante Dios, porque Dios «es mayor que nuestro corazón y conoce todas las cosas». ¿Qué quiere decírsenos con esto? ¿Que Dios, en su superioridad, tiene comprensión hacia nuestros pecados y no los toma tan en serio? Esto sería terrible desfiguración de la idea. Más aún, una interpretación errónea. La idea joánica es muy distinta: Dios es mayor que nuestro corazón, porque Dios es el amor. Dios conoce «todas las cosas»: no sólo la debilidad de nuestro corazón pequeño y apocado, sino también las acciones del amor que hacemos nosotros. Digámoslo de otra manera: Dios no sólo conoce nuestra debilidad, nuestros pecados, sino que precisamente porque su Espíritu «permanece» en nosotros, conoce también la acción santificadora y preservadora de este Espíritu en nosotros. Todo lo que antes nos resultaba consolador en esta proposición (lo de que Dios conoce también nuestra «buena voluntad» y nuestro deseo de amar), eso se conserva. Pero adquiere una dimensión más profunda, cuando lo integramos en el contexto joánico.

Dios es mayor que nuestro corazón. Esto significa aquí que no estamos abandonados a nuestras propias fuerzas, sino que el poder del amor de Dios nos llena y nos circunda. Por eso, lo que decide en última instancia no es el «conocimiento» y la «acusación» de nuestro corazón, sino el que Dios conozca «todas las cosas», al «conocernos» también a nosotros, es decir, al amarnos (véase Jn 10, 14s.27). «Dios es mayor», esta forma de comparativo de superioridad ha llegado a ser característica de toda genuina fe cristiana en Dios. La fe cristiana en Dios es fe en el Deus semper maior. El enunciado de que «Dios es mayor que nuestro corazón» está en la línea que conduce de la afirmación de 1,5 de que «Dios es luz» a la afirmación de 4,8.16 de que «Dios es amor» (véase también 4,4). Dios es «mayor», por cuanto es el amor incomprensible, que entrega a la muerte el Hijo para la salvación del mundo (4,9s.14). Y. así, la proposición de que «Dios es mayor...» incluye también la verdad de 1,7.9; 2,1s (que pretende consolar allí a los cristianos que confiesan sus propios pecados), la verdad de que Cristo es «expiación» por nuestros pecados.

En efecto, esta verdad se repite también en 3,5.8; por consiguiente, en el contexto amplio de nuestro versículo. Como Dios, que es luz y que es amor, y que revela su amor en la entrega del Hijo, es el Dios que se encuentra ante nosotros -según 3,19s-, un Dios que conoce «todas las cosas», que nos conoce a nosotros y nuestras debilidades que él quiere sanar, y que conoce la fuerza de gracia del amor que actúa en nosotros. El cristiano no peca, «porque Dios es mayor...»; he ahí la respuesta última a la pregunta acerca dd sentido de los difíciles enunciados de 3.6.9. En el texto de 1Jn 3,19s, sentimos hasta qué punto las exposiciones sobre «Cristo y el pecado» brotan de una genuina y realísima preocupación pastoral. El tema «Cristo y el pecado» no es, para el autor y para sus lectores, teología abstracta, sino que se trata de una verdadera situación de apuro en que se halla el cristiano. Se trata también, seguramente, de una crisis de fe: si el cristiano es tal y como él se experimenta a sí mismo (es decir, si el cristiano es pecador), entonces ¿cómo es posible que haya nacido de Dios? ¿No desaparece en ese caso la conciencia de estar en gracia?

Hoy día, la crisis de fe tiene quizás un sentido inverso al que tenía en tiempos de la carta: Entonces existía la conciencia de Dios. Partiendo de ahí se sentía la situación angustiosa del pecado. Y la referencia al «Dios mayor» significaba la salvación. Hoy día, habría que hablar primero del «Dios mayor». El hombre debería verse situado ante el Dios real. Y sólo entonces podría venir el conocimiento de la situación de pecado. Y sería fructífera la idea de consuelo que la carta nos proporciona. Pero también esto sería una simplificación: también el hombre de hoy día siente que las cosas no están bien en él. Y por el camino del amor activo puede él llegar y llegará al Dios real. Además, tampoco para el hombre de entonces resultaba una evidencia, ni mucho menos, la imagen de Dios que se nos ofrece en 1Jn.

21 Amados, si el corazón no reprende, tenemos confianza ante Dios, 22 y lo que pidamos, lo recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que es grato ante él.

«Confianza ante Dios»: he ahí la meta de 1Jn. Esta Carta no se diluye en una solidaridad humana inmanente al mundo. No en el sentido de que fuéramos a menospreciarla. No es poco el que los cristianos, que en este punto han fallado tanto, lleguen en primer lugar a la solidaridad humana: a la solidaridad humana que pueden alcanzar también los no cristianos. Pero el autor no se contentará jamás con ello. Porque sabe que esto no estaría conforme a la realidad de Dios y a su revelación. La frase acerca de la «confianza ante Dios» conduce a la frase acerca de que serán oídas las oraciones. Como en 5,13ss, una proposición que indica la finalidad del autor (allí: «Os escribo... para que sepáis que tenéis vida eterna»), está asociada con la promesa de que serán oídas las oraciones. Es una gran promesa, que se hace a quien guarda los mandamientos (los mandamientos en los que se expresa el único gran mandamiento del amor). Condición para que sean oídas las oraciones: el amor. Y lo que el amante pide a impulsos de su amor, eso se le concede. En Jn 14, 12ss, vemos que la fe en Jesús es condición para que sean oídas las oraciones. En Jn 15,7, lo es el «permanecer en Jesús». En último término se trata siempre de lo mismo. Porque, según Jn l5,9ss, el permanecer en Jesús, que es la vid, significa lo mismo que permanecer en su amor. Y esto, a su vez, es lo mismo que guardar sus mandamientos. Y por este guardar los mandamientos se entiende aqui también el mandamiento nuevo del amor.

Al final del v. 22 se dice: «...porque... hacemos lo que es grato ante él». También esta frase está al servicio de la exhortación. Y no debe entenderse como un echarse incensadas a sí mismo, con espíritu farisaico.

e) Conclusión: El cumplimiento del precepto y la comunión con Dios (primera vinculación entre los temas «fe» y «amor»), 3,23-24.

23 Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros conforme al mandamiento que nos dio. 24 Y el que guarda sus mandamientos, permanece en Dios y Dios en él. Y en esto conocemos que él permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado.

En el v. 23 se compendian la obligación de creer en Cristo y la obligación del amor fraterno, se compendian como el mandamiento de Dios no como los mandamientos de Dios, y tampoco como los dos únicos mandamientos de Dios que tengan importancia, sino como el mandamiento de Dios. ¿Cómo habrá que entenderlo? ¿Se han sintetizado aquí, de manera puramente formal, los dos mandamientos más importantes, para que se vea que no puede prescindirse de ninguno de ellos, que por consiguiente no basta el amor solo, como podría pensarse por muchas partes de nuestra carta? ¿O debemos tomar al pie de la letra la expresión que nos habla del mandamiento de Dios (de que la fe en Cristo y el amor fraterno constituyen, juntos, un solo mandamiento)? En el capítulo cuarto veremos con mayor claridad que por las reflexiones que hemos ido haciendo hasta ahora, que sólo la interpretación literal es la acertada. Recordemos tan sólo que 1Jn designa como el «mensaje», como el «anuncio», que los cristianos han recibido desde el principio, no sólo el contenido de la fe («Dios es luz», 1,5) sino también el mandamiento del amor. Así como la fe en la luz del amor de Dios, esa luz que se revela, y el mandamiento del amor fraterno no son más que dos aspectos del único mensaje: así también la exigencia de la fe y la exigencia del amor no son más que dos facetas del único precepto. Para la manera de pensar de la carta, la confesión de fe en el amor de Dios que se revela, es una confesión que no puede quedar sin su consecuencia lógica, que es el amor fraterno. Y, viceversa, el precepto del amor fraterno está connotando siempre su presupuesto, que es el amor del Padre, el amor que se manifiesta en la entrega del Hijo. ¿Está agotada ya, en toda su fecundidad para la teología y para la vida espiritual, la sugerencia de contemplar per modum uníus la fe y el amor como dos facetas del mandamiento único?

Es característica de los dos capítulos siguientes, el cuarto y el quinto, la asociación íntima de la fe y el amor en el único mandamiento. En estos dos capítulos, pues, va a estudiarse esencialmente la vinculación entre estos dos temas principales de la carta. En el v. 24a, se establece una estrecha conexión entre la guarda de los mandamientos y la comunión con Dios («permanece en Dios y Dios en él») 94.

El v. 24b responde de nuevo a la cuestión, que aflora más o menos pero que palpita en toda la carta, sobre qué es lo que nos hará reconocer nuestra comunión con Dios (es decir, que Dios permanezca en nosotros). La secuencia de las ideas es aquí distinta a la que hallamos en las llamadas «fórmulas de conocer» que hemos visto hasta ahora. En efecto, el objeto del conocimiento vuelve a ser la comunión con Dios o la comunión con Cristo. Pero el medio gnoseológico, el medio del conocimiento, es ahora la posesión del Espíritu. Vimos ya que el Espíritu, como «germen» de la filiación divina, es la fuerza y energía del amor. Así que la idea del v. 24b no está lejos, después de todo, de la idea de las otras «fórmulas de conocer»: el medio conocitivo es ahora la fuerza para amar. Y de hecho esta fuerza se reconoce por las acciones del amor. El v. 24b muestra más claramente de lo que se había hecho hasta ahora, que la comunión con Dios no podemos conocerla por nuestras acciones meritorias, sino por las obras del amor, porque estas obras son hechas por Dios, y porque Dios ha dado para ellas su Espíritu como fuerza. Del Espíritu de Dios se había hablado ya dos veces. Una de ellas, fue designado como «unción». Y la otra, como «germen». Aquí aparece por vez primera en esta carta, la palabra pneuma, «espíritu» (así como en el v. 23 aparece por vez primera el término «creer»). Con ello, el v. 23 es también una importante transición para lo que sigue. Porque en ello van a desempeñar un gran papel el término y la realidad del Espíritu.
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94. El plural "mandamientos» sugeriría aqui lo mismo que en otras partes se hace al concretizar el único mandamiento en distintas situaciones de la vida. Y difícilmente tendría relación con la dualidad de la fe y del amor.