CAPÍTULO 21


CAPITULO APÉNDICE: APARICIÓN DEL RESUCITADO JUNTO AL LAGO DE GENESARET (Jn/21/01-25)

Todos los manuscritos que han llegado a nosotros contienen esta perícopa, por lo cual ha debido figurar en el evangelio de Juan en la forma que nos es conocida, desde los comienzos de su transmisión. Este apéndice joánico debió incorporarse al cuarto evangelio muy pronto, ya antes incluso de su difusión. Pues, no cabe duda alguna de que Jn 20,30s constituye la conclusión originaria de este evangelio. Después de ella ya no se espera nada más. Incluso la «conclusión segunda» (21,25) presenta una orientación distinta. Ya no es un resumen del contenido del evangelio, sino un floreo retórico bastante común, cuando afirma que, de querer describir los hechos todos de Jesús, en el mundo entero no cabrían los libros. Como se ve, esto no es más que un débil calco de conclusión primera. Con el capítulo apéndice enlaza toda una serie de cuestiones, que se refieren principalmente al origen y al autor del evangelio de Juan. ¿Quién redactó y agregó este capítulo apéndice: el propio evangelista u otra persona? ¿Se identifica o no el evangelista con el discípulo «a quien Jesús amaba»? Si ese discípulo amado se identifica a su vez con un Juan, ¿quién era este Juan?, ¿un apóstol del círculo de los doce («el hijo de Zebedeo»), otro discípulo de Jesús o un personaje diferente que no conocemos con más detalle?. Para lograr aquí ideas claras, hay que distinguir exactamente dos cuestiones, que tienen entre sí una independencia relativa: primera, la del problema literario en conexión con la cuestión del autor; ¿procede el capítulo apéndice del mismo autor que el evangelio, quienquiera los haya escrito? Segunda cuestión: el problema del discípulo amado. Hay que anotar ante todo que la solución del primer problema no aporta demasiado a la del segundo. Este ha de estudiarse aparte. De ahí que en la combinación de ambos problemas sean posibles muy distintos puntos de vista.

Al problema primero: ¿se debe el capítulo apéndice a la misma mano que el cuarto evangelio?, hemos de decir que hoy un gran número de exegetas es del parecer que el capítulo 21 no procede del mismo autor (o redactor) que el cuarto evangelio (c. 1-20). Una objeción capital a la identidad de autor radica en que, de ser así, el mismo autor habría cambiado la conclusión primera. A ello se suman las grandes diferencias relativas al lugar de las apariciones pascuales: en el c. 20 sería Jerusalén, en el c. 21, Galilea. Además el autor del apéndice se muestra realmente distante al escribir de personas y sucesos que ya habían aparecido en el evangelio. De lo cual parece desprenderse que el autor del apéndice ha conocido todo el evangelio de Juan, pero que se mantiene respecto del mismo en una relación externa. Hay, pues, toda una serie de razones para pensar que el evangelista de los c. 1-20 y el autor del apéndice (c. 21) son dos personas distintas. El problema segundo lo discutiremos más adelante.

La división del capítulo 21 es bastante clara. Contiene tres secciones: a) la aparición pascual (v. 1-14); b) Simón Pedro (v. 15-19); c) el discípulo amado (v. 20-24), y la segunda conclusión (v. 25).

En las tres secciones se utilizan evidentemente tradiciones de distinta procedencia. La observación de Schlatter «La nueva sección tiene su objeto en la llamada de los dos discípulos Pedro y Juan» contiene un detalle acertado, por cuanto que en esta composición se exponen, sobre todo, unas reflexiones sobre las relaciones de Pedro y del discípulo amado. El hecho de tales reflexiones, que desde luego suponen la muerte de ambos discípulos y que se apoyan en las informaciones relativas a la misma, indica que este texto nos sitúa ya en una época relativamente tardía del cristianismo primitivo, en que se meditaba sobre la tradición apostólica y sus circunstancias. Es la época en que se empieza a legitimar una tradición propia conectándola con un personaje más o menos conocido; procedimiento que se sirve frecuentemente de la pseudonimia (cf. asimismo las cartas deutero-paulinas, las cartas pastorales, la primera y segunda de Pedro). En este aspecto el capítulo apéndice dice también algo sobre la cuestión del autor, y más en concreto, sobre cuál era la concepción del autor del c. 21 sobre este tema.

a) La aparición pascual en Galilea (Jn/21/01-14)

1 Después de esto, Jesús se manifestó otra vez a los discípulos junto al mar de Tiberíades. Y se manifestó así. 2 Estaban juntos Simón Pedro, Tomás llamado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. 3 Simón Pedro les dice: «Voy a pescar.» Le dicen los otros: «También nosotros vamos contigo.» Salieron, pues, y subieron a la barca; pero aquella noche no pescaron nada. 4 Cuando estaba ya amaneciendo, se presentó Jesús en la orilla; los discípulos, sin embargo, no se daban cuenta de que era Jesús. 5 Díceles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?» Ellos le respondieron: «No.» 6 Entonces les dijo: «Echad la red a la parte derecha de la barca y encontraréis.» La echaron, y ya no podían sacarla por la gran cantidad de peces. 7 El discípulo aquel a quien amaba Jesús dice entonces a Pedro: «¡Es el Señor!» Al oír Simón Pedro: «Es el Señor», se ciñó la túnica exterior, pues estaba desnudo, y se echó al agua. 8 Los otros discípulos llegaron en la barca -pues no estaban distantes de la tierra sino unos doscientos codos- arrastrando la red con los peces. 9 Cuando descendieron a tierra, ven puestas unas brasas y un pescado encima de ellas, y pan. 10 Díceles Jesús. «Traed algunos peces de los que acabáis de pescar.» 11 Simón Pedro subió a la barca, sacó a tierra la red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes; con ser tantos, no se rompió la red. 12 Díceles Jesús: «Venid y almorzad.» Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Tú, quién eres?», porque bien sabían que era el Señor. 13 Va Jesús y toma el pan y se lo da, y de la misma manera, el pescado. 14 Esta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitado de entre los muertos.

Lo primero que relata el capítulo apéndice es otra aparición pascual, y ahora en Galilea: «Después de esto, Jesús se manifestó otra vez a los discípulos junto al mar de Tiberíades. Y se manifestó así...» (v. 1). A esto alude asimismo la observación final de que «ésta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitado de entre los muertos» (v. 14). Las dos observaciones que enmarcan el cuadro se deben al autor del apéndice, que ha acomodado su escrito al documento preexistente. Esto lo ha conseguido ciertamente sólo de un modo muy superficial; las contradicciones internas apenas han desaparecido con eso. Lo cual vale sobre todo para la misma aparición pascual, que según su relato tuvo lugar junto al lago de Galilea, mientras que el c. 20 concentra todas las apariciones en Jerusalén. Ello reviste tanta mayor importancia cuando que 21,1-14 representa de hecho una tradición más antigua de los relatos pascuales, olvidada o postergada a propósito. Además, tampoco se hace ninguna otra tentativa por explicar la permanencia de los discípulos en Galilea; el Evangelio de Juan no dice ni una palabra sobre la huida de los discípulos, en la línea en que lo hace Marcos. Que así se suponga simplemente como un hecho conocido, es indicio de una tradición más antigua que no está lejos de la tradición de Marcos y Mateo. Cómo se llegó en el entorno del cuarto evangelista a esa tradición, ya no podemos saberlo, aunque quizás no vaya errada la sospecha de que Juan en el c. 20 ha dejado intencionadamente de lado otras tradiciones que conocía. Con esta peculiar tradición galilaica enlazan muchas otras tradiciones y motivos. Ante todo la tradición de la pesca abundante (cf. Lc 5,1-11), aunque también la de Mc 1,16-20 con la llamada de los primeros discípulos. Es probable que la tradición más antigua de este relato consistiese en una historia vocacional, como la encontramos bajo la expresión más simple en Mc 1,16-20. Aquí se describe cómo Jesús llamó en su seguimiento a los hermanos Simón (Pedro) y Andrés, al igual que a los hijos de Zebedeo con estas palabras: «Seguidme y os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17). A partir de la metáfora pescadores de hombres puede haberse desarrollado la tradición de la pesca abundante, que en Lucas concluye con estas palabras: «Jesús dijo a Simón: "No tengas miedo; desde ahora serás pescador de hombres»» (Lc 5,10). También en otros pasajes son dignos de notarse los contactos entre la tradición joánica y la lucana, de forma que por ese camino la historia vocacional pudo haber sido conocida en el círculo de la tradición joánica. La conexión entre esa historia vocacional y la aparición de pascua es ciertamente secundaria.

Otro motivo es la conexión de pan y peces (v. 9), que recuerda la multiplicación milagrosa de los panes 171. Posiblemente se trata, sin embargo, del motivo de la aparición pascual en el marco de una comida (cf. también Lc 24,41). El autor ha recogido entre sí fragmentos tradicionales de muy diversa procedencia, rellenándolos después con motivos de la tradición joánica.

La historia viene introducida como un relato de aparición pascual, y desde luego que como perteneciente a la tradición de las apariciones pascuales en Galilea. El versículo 2 menciona a todo un grupo de discípulos, cuyos nombres son en parte conocidos por el evangelio de Juan: Simón Pedro, Tomás apellidado el Mellizo, Natanael de Caná de Galilea (cf. Jn 1,45-50); a los que se suman los dos hijos de Zebedeo, que fuera de aquí no aparecen en el cuarto evangelio, y otros dos discípulos innominados. El relato no sólo da por supuesta a todas luces la huida de los discípulos a Galilea después del viernes santo, sino que además da por hecho que ambos discípulos, Pedro y el discípulo amado, volvieron después de esa fecha a su antiguo oficio de pescadores. Pues, eso es desde luego lo que indica el anuncio de Pedro: «Voy a pescar.» Los otros discípulos le acompañan. El motivo del fracaso (cf. Lc 5,5) prepara la pesca abundante. De buena mañana Jesús está en la orilla, pero no le reconocen de inmediato. El relato pascual trabaja en este pasaje, como el relato de Emaús (Lc 24,25s), con el motivo del encuentro con un extraño.

El versículo 5 introduce la pesca milagrosa con la pregunta de Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis algo que comer?» Como los discípulos responden que no, Jesús les da la orden de echar la red «a la parte derecha de la barca», lo que probablemente tiene una significación simbólica que a nosotros ya nos escapa. Los discípulos ejecutan la orden y hacen una captura abundante, hasta el punto de que sólo con dificultad consiguen arrastrar la red a tierra. Es entonces cuando, por esa señal, el discípulo amado reconoce a Jesús: «¡Es el Señor!» (cf. 20,8). Y, de modo parecido a la carrera descrita en el relato de 20,1-10, también aquí se produce una cierta competición, por cuanto Pedro entra inmediatamente en acción, se ciñe la túnica exterior, que se había quitado para faenar, y se arroja al agua a fin de alcanzar lo más rápidamente posible a Jesús. Es ocioso buscar en el relato intento alguno de evocar correcta y realmente la escena, pues ¿cómo podía Pedro nadar con la larga túnica exterior? ¿o es que las aguas eran tan poco profundas que podía vadearlas andando? Por ello, sin duda, advierte el versículo 8 que la barca ya no estaba lejos de tierra. Las redes son arrastradas a la orilla.

Y sigue, en el versículo 9, otro rasgo curioso: en tierra, junto a Jesús, arde ya un fuego de carbón, y sobre las brasas hay un pescado y pan. ¿Tenemos aquí de nuevo un símbolo, quizá una alusión a la cena del Señor? Tal vez late una corrección o un planteamiento exacto de la pregunta formulada en el versículo 5: realmente el resucitado no necesita para nada de la ayuda de los discípulos; tampoco tiene necesidad de alimento, mientras que los discípulos sí lo necesitan. Y así, se ha de subrayar ciertamente la iniciativa de Jesús: como en la multiplicación milagrosa de los panes (6,1-15), Jesús es el anfitrión de los suyos. Los discípulos, también en el tiempo pospascual, siguen dependiendo de la palabra de Jesús. De ahí mismo su nueva orden de que le lleven peces. Pedro, como jefe del grupo de discípulos, saca a tierra la red, repleta como estaba de «ciento cincuenta y tres peces grandes». El número 153 puede recordar la abundancia extraordinaria, aunque también en el sentido de un éxito misionero extraordinario. Si el número encierra además un oculto sentido simbólico no hay por qué discutirlo más 172. En el milagro entra también el que la red no se rompiera, pese a la carga, lo que bien pudiera ser una alusión a la unidad de la Iglesia.

Como anfitrión, Jesús invita a los discípulos: «Venid y almorzad.» También se pone de relieve la cortedad de los discípulos frente al extraño, pese a que le conocían. Es probable que este rasgo haya desempeñado un papel en el relato que estaba a la base de la presente narración. Señala la diferencia entre el Jesús terreno y el resucitado: éste pertenece ya a la esfera divina y provoca en consecuencia un temor numinoso. Ahí apunta el giro «porque bien sabían que era el Señor». Y también ahí se expresa la pertenencia del resucitado al ámbito divino. Durante el refrigerio Jesús sigue actuando de huésped invitante: «Va Jesús y toma el pan y se lo da, y también el pescado» (cf. 6,11). Con la comida se cierra el relato pascual.

El autor, como se ve, está familiarizado con el contenido y los puntos de vista teológicos del cuarto evangelio. De él ha tomado algunos rasgos que eran importantes para su tercera narración pascual. En especial están tomados de la tradición joánica los motivos siguientes: el de la competición, en la carrera entre Pedro y el discípulo amado (Pedro debía encontrarse ya en la redacción más antigua de la historia, así como los hijos de Zebedeo) y también el interés que se pone en subrayar la función hospitalaria de Jesús. Los otros motivos tienen asimismo importancia teológica. La pesca milagrosa, en relación con la red que no se rompe, simboliza ciertamente la misión, y con ella la fundación de la Iglesia. Por el contrario, el motivo del banquete alude a la eucaristía o, en un sentido más amplio, al banquete habitual de la comunidad, en el que se experimentaba cada vez de nuevo la presencia del resucitado. El propósito peculiar del autor al recoger y transmitir esta narración, parece estar, sin duda, en que le proporcionaba un buen pretexto para replantear una vez más la cuestión de Pedro y el discípulo amado. Pues, todo parece indicar que ese discípulo no figuraba todavía en el documento base. Por ello, no podría identificársele con ninguno de los discípulos a los que se menciona explícitamente en otros pasajes. La historia pascual debió servir ante todo como enlace con las dos perícopas siguientes.
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171. Cf. 6,9: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces»; cf. además Mc 6,38; Mt 14,17; Lc 9,13; también Mt 15,34.
172.
NU/000153-PECES Cf. SAN AGUSTIN, Tratados sobre el evangelio de Juan 122,8: «Si a uno le añades dos, dan tres: y si a tres le sumas tres y cuatro son diez, y si después vas añadiendo los números siguientes hasta diecisiete, se llega al número antes dicho». Es decir: 1 + 2 + 3 + 4 etc. hasta 17 = 153. Conclusión: el número puede indicar la totalidad de los elegidos: «No quiere decir esto que sólo ciento cincuenta y tres justos han de resucitar a la vida eterna, sino todos los millares de santos que pertenecen a la gracia del Espíritu Santo (BAC 165, Madrid 1957, p. 739)
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b) Simón Pedro (/Jn/21/15-19)

15 Cuando terminaron de almorzar, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Respóndele: «Sí, Señor; tú sabes que te quiero» Él le contesta: «Apacienta mis corderos.» 16 Vuelve a preguntarle por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Respóndele: «Sí, Señor; tú sabes que te quiero.» Él le contesta: «Sé pastor de mis ovejas.» 17 Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro sintió pena cuando Jesús le dijo por tercera vez «¿me quieres?», y le respondió: «Señor, tú lo sabes todo; tú conoces bien que te quiero.» Dícele Jesús: «Apacienta mis ovejas. 18 De verdad te lo aseguro, cuando eras más joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras.» 19 Esto lo dijo para dar a entender con qué muerte había de glorificar a Dios. Y después de decir esto, le añade: «Sígueme.»

La perícopa segunda trata especialmente de Simón Pedro. Los versículos 15-17 refieren una triple pregunta de Jesús a Simón Pedro y una triple respuesta de éste, a cada una de las cuales sigue un encargo de Jesús. Los versículos 18-19 contienen una noticia sobre el futuro destino de Pedro.

Al igual que en los otros evangelios y en las cartas paulinas, también en el evangelio de Juan la figura de Simón Pedro tiene un papel destacado. Asimismo también en Juan es necesario distinguir entre el Pedro histórico y el simbólico o tipológico. Esto quiere decir que las afirmaciones hechas sobre Simón Pedro, suponen desde luego una gran relevancia para la Iglesia primitiva, y no pueden entenderse sin más como noticias históricas acerca de Pedro. Del Pedro histórico están más próximas, sin duda, las cartas paulinas (Gálatas y lCorintios), así como varias noticias de la tradición petrina de los sinópticos y de los Hechos de los apóstoles. La tradición joánica sobre Pedro es de fecha relativamente tardía, por lo que de cara al Pedro histórico hay que ser más bien escéptico. Pese a lo cual, no se excluye que esa tradición joánica contenga muchas noticias dignas de crédito.

¿Cómo ve el evangelio de Juan al personaje Pedro? En parangón con la tradición sinóptica a Pedro se le menciona pocas veces en el cuarto evangelio. Faltan sobre todo aquellos pasajes en los que Pedro aparece casi de una manera estereotipada como el portavoz del grupo de discípulos. La conexión del grupo Pedro, Santiago y Juan no se encuentra nunca en el cuarto evangelio. Cuando se habla de Pedro es siempre en un contexto importante. Según 1,40-42, Simón Pedro pertenece a los discípulos de primera hora, que procedían del círculo del Bautista y que por la palabra de éste se unieron a Jesús. Según 1,35-39, dos discípulos del Bautista escuchan el testimonio positivo de su maestro sobre Jesús: «Este es el Cordero de Dios», y siguen de inmediato a Jesús. El nombre de uno de esos discípulos queda en el anonimato, mientras que el otro era Andrés, el hermano de Simón Pedro (1,40). Encuentra a su hermano Simón y lo conduce hasta Jesús con estas palabras: «¡Hemos encontrado al Mesías!», a Jesús. Y Jesús «fijando en él su mirada, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Juan; pues, tú te llamarás Cefas, que significa Pedro»» (griego petros, 1,42). Así pues, «Simón, hijo de Juan (o «Simón, hijo de Jonás», como se dice en Mt 16,17) -que, como sabemos por 1,44, era de Betsaida, un lugar en la orilla septentrional del lago de Genesaret- recibió el nombre simbólico de Cefas Pedro («piedra» o «roca») ya en su primer encuentro con Jesús. Ahora bien, el relato joánico sobre la vocación de los discípulos presenta rasgos elaborados y no se puede considerar sin más como histórico. En la controversia actual se discute la cuestión de si Simón recibió el sobrenombre de Roca de labios del Jesús histórico o sólo lo obtuvo de la comunidad pospascual (cf. Mt 16,17s). Por lo demás, todos los evangelios atribuyen la imposición de ese sobrenombre al propio Jesús, lo que bien pudiera ser históricamente exacto (cf. también Mc 3,16: «Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro»; Lc 6,14).

El nombre símbolo Pedro o roca se convirtió desde muy pronto en algo así como el apellido fijo del nombre personal de Simón, y hasta lo sustituyó. Ese nombre no se entiende como descripción del carácter de Pedro, sino como indicativo de su función teológica entre el círculo de discípulos, que, según los testimonios neotestamentarios, no se la apropió él personalmente, sino que se la otorgó Jesús. Acerca de la importancia de Pedro después de pascua para la reunión de la comunidad de discípulos ya se ha dicho lo más relevante. El papel singular de Pedro lo reconocen los textos neotestamentarios, sin que nadie lo pusiera en tela de juicio en la Iglesia primitiva, ni siquiera Pablo. El evangelio de Juan no constituye aquí ninguna excepción.

En efecto, el cuarto evangelio refiere en 6,66-71 una confesión de Pedro, que tiene muchos elementos en común con la correspondiente confesión de Pedro sinóptica (Mc 8,27-30, par Mt 16,13-20; Lc 9,18-21). Como, tras el gran discurso sobre el pan (6,22-65) muchos discípulos se apartasen de Jesús, el Maestro preguntó a los doce: «¿Acaso también vosotros queréis iros?» Simón Pedro le contestó, haciéndose eco del grupo de discípulos: «Señor, ¿a quién vamos a ir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna! Y nosotros hemos creído y sabemos bien que tú eres el Santo de Dios» (6,68s). A Pedro «no se le discute el conocimiento y confesión de Jesús en aquella hora histórica, inicio de la firme tradición a que también el cuarto evangelista se sabe ligado, y testimonio importante de su imagen de Pedro».

Después Pedro ya no vuelve a entrar en escena hasta el lavatorio de los pies, donde empieza por negarse a admitir el servicio de Jesús, para pasar después al deseo arrebatado de que le lave hasta la cabeza (13,6-10). Aquí Pedro desempeña, sin duda, un papel típico, puesto que encarna una mala interpretación y su esclarecimiento. En 13, 24s, Pedro hace al discípulo amado la pregunta acerca del traidor; en 13,36-38 predice Jesús la negación de Pedro; según 18,10-11, Pedro golpea con la espada al siervo del sumo pontífice, Malco, cortándole la oreja derecha; en 18, 15-18.25-27 se relata de hecho la negación de Pedro, y en 20,1-10 su ida y carrera al sepulcro vacío en compañía del discípulo amado.

La cuestión acerca de las relaciones de Pedro con el discípulo amado se plantea por primera vez en 13,24s, con motivo de la pregunta de Pedro acerca de quién es el traidor. El discípulo amado hace en ese pasaje de mediador entre Pedro y Jesús. No se ve claro por qué no formula Pedro personalmente la pregunta al Maestro. Una razón bien podría estar en que el evangelista quiso mostrar ya en esa circunstancia la mayor proximidad del discípulo amado a Jesús, pues de hecho estaba recostado «sobre el pecho de Jesús». En la carrera de los dos discípulos hacia el sepulcro vacío no puede excluirse por completo el motivo de competición, aunque pueda predominar el motivo del testimonio. Así, la mayor disposición para creer parece estar de parte del discípulo amado. En todo caso el evangelio de Juan no regatea ni discute la importancia y significación de Pedro. La competición de la carrera no apunta en Juan contra la persona de Pedro y su jefatura, sino que se refiere más bien a la mayor proximidad (del discípulo amado) a Jesús.

Apacienta mis ovejas (v. 15-17). Directamente, después de la comida, Jesús habla a Simón Pedro en una forma notoriamente solemne. La solemnidad de la situación viene especialmente subrayada mediante la triple nominación plena de «Simón, hijo de Juan», que confiere a todo el pasaje un carácter oficial. El ritual es cada vez el mismo: 1) llamada y pregunta; 2) respuesta de Simón Pedro; 3) encargo que Jesús le hace. Las tres veces la pregunta de Jesús presenta este tenor: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas (más que a éstos)?» El interrogatorio versa sobre la vinculación personal e ilimitada de Pedro a Jesús. Dado que en este cuadro no aparece expresamente el nombre de Cefas, cabe suponer que para la tradición joánica el nombre símbolo de «roca» tenía el significado de amar a Jesús por completo, en el sentido de una suprema e inconmovible vinculación a él. Justamente ese amor a Jesús en una acepción firme y total aparece simultáneamente como la condición interna para el encargo inmediato. Por dos veces responde Pedro a esa pregunta: «Sí, Señor; tú sabes que te quiero.» Sólo la tercera vez se dice que «Pedro sintió pena cuando Jesús le dijo por tercera vez ¿me quieres?, y le respondió: «Señor, tú lo sabes todo; tú conoces bien que te quiero»» (v. 17b).

La exposición tradicional, que ve aquí una referencia a la triple negación de Pedro, podría ser atinada. La pena que Pedro sintió se explica muy bien como recuerdo de su negación de Jesús. Pedro está, pues, dispuesto a amarle y a vincularse incondicionalmente a él. La tradición joánica subraya así con singular énfasis que la función de «roca», asignada a Pedro, se funda en sus relaciones con Jesús, y no en ninguna otra cosa. Es ésta una diferencia respecto de Mateo, donde el símbolo «roca» adquiere en seguida un carácter eclesiológico: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). En Juan es el elemento cristológico el que ocupa claramente el centro de interés.

A la triple respuesta de Pedro sigue un triple encargo de Jesús: «Apacienta mis corderos», o «mis ovejas». En el plano metafórico esto quiere decir que, durante el tiempo que Jesús esté ausente, Pedro hará de pastor de las ovejas por encargo del propio Jesús. La manera de hablar y, por ende, también el sentido de esa afirmación se explican perfectamente bien, partiendo del discurso del pastor (10, 14-165, en que Jesús se califica a sí mismo de buen pastor y habla de mis ovejas. Tanto en el Antiguo Testamento como en el oriente antiguo la imagen del pastor tiene una amplia tradición. Aquí describe a Jesús como el guía y salvador mesiánico, que se entrega a la muerte por los suyos, fundando así el rebaño de la comunidad mesiánica de salvación. «Conoce» a los suyos; «da su vida por las ovejas», reúne a las ovejas del mundo entero «y habrá un solo rebaño y un solo pastor». También aquí son una vez más las relaciones de los creyentes con Jesús las que constituyen el rebaño. Para Juan la Iglesia tiene siempre un fundamento cristológico, nunca puramente sociológico ni puramente institucional. Hasta qué punto deban ser estrechas esas relaciones, lo muestra el giro «Yo conozco las mías, y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre» (10,14b,15a).

Se trata de unas relaciones únicas, que se fundamentan en las relaciones de Jesús con su Padre. Son éstas las que sostienen y constituyen la comunidad salvífica de Jesús, y representan algo insustituible. Por ello, hay que considerar atentamente que en la colación del oficio de pastor a Pedro siempre se habla de «mis ovejas», es decir, de las ovejas de Jesús. Pedro no pasa a ser el señor o dueño de las ovejas -ni pueden ni deben pertenecerle jamás, ni Pedro puede disponer de ellas a su antojo. Pedro es el pastor que está al cargo de las ovejas de Jesús. Con ello se delimitan claramente las fronteras del ministerio pastoral de Pedro.

¿Qué dice este texto y qué es lo que no dice? El texto habla, en efecto, de una posición especial de Pedro. En el plano del texto presente nos las habemos con la interpretación joánica de la figura de Pedro y de su función en la Iglesia primitiva. Hoy ya no se discute que aquí no se trata de unas palabras auténticas de Jesús a Pedro, sino de una creación de la tradición joánica. Tampoco la conocida palabra sobre la roca o piedra en Mateo (Mt 16, 17-19) es una palabra genuina de Jesús, sino una creación comunitaria relativamente tardía, que recibió sus últimos retoques del evangelista Mateo y que expresaba una concepción de la función de Pedro con fuertes matices judeocristianos. Tras la muerte y resurrección de Jesús, Pedro fue quien desempeñó las funciones de pastor del rebaño de Jesús. Esa es la imagen que se hizo de Pedro el círculo joánico. Es la función de un servicio pastoral vicario, que en modo alguno incluye dominio ni ambiciones de poder. En este sentido se puede hablar perfectamente de un ministerio de Pedro, aunque todavía no como una institución firme, sino en el sentido de una función dirigente que, vinculada a la persona de Pedro, aparece motivada y sostenida por su compromiso y fidelidad personales, por su inconmovible amor a Jesús. Sería difícil explicar cómo ese inconmovible amor a Jesús puede institucionalizarse.

Tampoco se dice una sola palabra en este texto sobre una sucesión de Pedro. Lo que sorprende tanto más cuanto que se habla a renglón seguido de su muerte. Se dice que Pedro fue llamado al servicio pastoral vicario en favor de las ovejas de Jesús; mas nada se dice sobre quién ocupará el lugar de Pedro, cuando éste falte, y ni siquiera si alguien deberá ocuparlo. En este punto todo queda más bien pendiente. Por eso resulta también imposible concluir de éste y otros pasajes neotestamentarios relativos a Pedro la existencia de un ministerio petrino, en el sentido del papado romano, de la primacía jurisdiccional y de la infalibilidad pontificia. La Iglesia primitiva difícilmente pudo pensar en un largo período de existencia a través de la historia y por ello tampoco creó un sistema jerárquico de cargos. De todos modos con el correr de la historia también debieron dejarse sentir nuevas necesidades, de conformidad con las cuales se desarrollaron asimismo nuevos cargos e instituciones, como el episcopado monárquico e incluso un primado como vértices que simboliza la unidad de la Iglesia. Habida cuenta de la continuidad histórica de la Iglesia, se buscó a todo ello una conexión retrospectiva.

Pero desde la época neotestamentaria apenas hubo textos ni reglas vinculantes que dieran una solución al problema de cómo habían surgido en concreto esos ministerios jerárquicos; al principio hubo abiertas muchas posibilidades. Desde el punto de vista histórico la evolución que se desarrolló de hecho resulta perfectamente comprensible. Lo que se me antoja falso es pretender darle un carácter absoluto: porque las cosas discurrieron así, también así tenían que suceder, y ya no pueden concebirse de manera distinta, y ni siquiera cabe la posibilidad del menor cambio. Como si la evolución fáctica hubiera sido también querida por Dios y el Espíritu Santo como la única posible. Bien al contrario, esa evolución no es de derecho divino, sino puramente de naturaleza humano-eclesiástica. La forma actual del ministerio de Pedro en la figura del papa romano no es la única forma posible e imaginable; cabe configurar de modo diferente ese ministerio de Pedro. Desde la perspectiva eclesiológica del evangelio de Juan, es perfectamente pensable una constitución democrática, fraterna y sinodal de la Iglesia. En el fondo, cualquier constitución eclesiástica es posible e imaginable, con tal que reconozca la dignidad y primacía absoluta de Jesús, el único buen pastor de sus ovejas.

Y te llevará a donde no quieras (v. 18-19). Esta perícopa tiene evidentemente un carácter de vaticinio, formulado después que el acontecimiento había tenido lugar. El acontecimiento no fue ni más ni menos que la muerte de Pedro. El vaticinio está formulado en un lenguaje metafórico, que contrapone juventud y ancianidad: el joven elige por sí mismo el camino de la vida, mientras que el anciano debe dejarse ceñir y guiar adonde no quiere. Esto puede haber sido una sentencia sapiencial, que el autor recoge aquí y declara mediante una aplicación a la muerte violenta de Pedro. Se trata de una de las poquísimas referencias del Nuevo Testamento a la muerte del apóstol en forma de martirio. El punto relevante es la violencia: serán otros los que dispongan de Pedro llevándole adonde él no querría ir.

Según la tradición, Pedro fue ejecutado en Roma hacia el año 64, durante la persecución de los cristianos por Nerón. La leyenda asegura que fue crucificado con la cabeza abajo. Realmente nunca nos sorprenderá lo bastante el que la muerte de los apóstoles y de los discípulos dirigentes haya dejado tan escaso rastro en los escritos neotestamentarios, y eso que tales escritos, especialmente los evangelios y los Hechos de los apóstoles, aparecieron poco después. Según parece, la Iglesia primitiva no estuvo demasiado familiarizada con aquellos varones. Ciertamente que ello no se debió a impiedad. El fundamento debió estar más bien en que a través de la fe en Jesucristo se había logrado un nuevo planteamiento de las realidades fundamentales humanas que son la vida y la muerte; planteamiento radicalmente distinto del que testifican en general las pompas fúnebres de la antigüedad. A ello se sumó sin duda el temor a la opinión pública. Si, como lo hace el evangelio de Juan, se certificaba la presencia de la nueva vida en la fe y el amor, también la muerte había quedado efectivamente reducida a la impotencia en su significación para la fe. Lo decisivo era que la causa de Jesús seguía adelante. Justamente por ello la última palabra que Jesús dirige a Pedro tiene una resonancia para todos los lectores: «Tú, sígueme.» La continuidad de un cristianismo vivo no depende en definitiva de las personas, los cargos o las instituciones, que sólo desempeñan una función subordinada de servicio. Depende ante todo y sobre todo del seguimiento de Jesús.

c) El discípulo amado (Jn/21/20-24). Segunda conclusión (Jn/21/25)

20 Volviéndose Pedro, ve que los iba siguiendo el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?» 21 Al verlo, pues, dice Pedro a Jesús: «Señor ¿y éste, qué?» 22 Respóndele Jesús: «Si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti, qué? Tú sígueme.» 23 Surgió entonces entre los hermanos este rumor: que el discípulo aquel no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino «Si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti, qué?» 24 Este es el discípulo que da fe de estas cosas y el que las escribió, y sabemos que su testimonio es verdadero. 25 Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si se escribieran una por una, creo que ni en todo el mundo cabrían los libros que habrían de escribirse.

DISCIPULO-AMADO La configuración de Pedro y el «discípulo amado» en este pasaje hay que ponérsela en cuenta sin duda alguna al autor del capítulo apéndice, que a su vez da la impresión de haber conocido de hecho a ese discípulo, y tener también la clave de aquellos lugares del cuarto evangelio en que se habla del mencionado discípulo.

Además del capítulo apéndice hay en conjunto tres pasajes en lo que aún se añaden algunas indicaciones complementarias. En /Jn/13/23-26 viene introducido por primera vez el discípulo con ocasión de la última cena: «Uno de los discípulos, aquel a quien Jesús amaba, estaba recostado en la mesa, junto al pecho de Jesús.» Ese calificativo «al que Jesús amaba» vuelve a encontrarse después en 19,26s y en 20,20. Nosotros simplificando hablamos del «discípulo amado». Según 19,26s fue el único discípulo que se halló bajo la cruz de Jesús y al que Jesús le encomendó a modo de testamento su madre, para que cuidara de ella. Parece que se le identifica también con el testigo presencial de 19,35, cuyo testimonio se presenta como absolutamente digno de fe y crédito. Según 20,2, el discípulo amado corre junto con Pedro al sepulcro de Jesús; se le designa en ese texto también como «el otro discípulo» (20,3.4.8), que llega hasta el sepulcro vacío y asimismo llega a la fe pascual antes que Pedro.

Otros pasajes, que a menudo se han relacionado con el discípulo amado son los siguientes: en 1,35-40, donde en virtud del testimonio de Juan Bautista dos discípulos suyos se unen a Jesús, sólo se menciona el nombre de uno, que es concretamente Andrés, silenciando el nombre del otro. En tiempos pasados se supuso frecuentemente que el innominado discípulo era el discípulo amado. En 18,15-16 se habla igualmente de «otro discípulo»: «Pedro y otro discípulo» siguen a Jesús hasta el palacio del sumo sacerdote. Ese «otro discípulo» era conocido del pontífice, y pudo por ello entrar sin dificultades en el patio de palacio. Más tarde vuelve e introduce consigo a Pedro. No hay certeza alguna de que estos pasajes tengan algo que ver con el «discípulo amado». La conexión se ha establecido sólo en base a la designación de «el otro», «otro discípulo», que aparece en dichos pasajes. La posibilidad de que en todos esos casos se trate de figuras literarias, que el evangelista habría introducido en el relato por motivos narrativos, hay de todos modos que tenerla en cuenta.

El único punto de partida seguro está, ante todo en el hecho de que el «discípulo amado» es un personaje del cuarto evangelio, que aparece en los contextos indicados. En 13,23-26 y 20-2-10 se presenta junto a Pedro; en los otros lugares, solo. Las razones literarias de su presencia podrían ser: una función de mediador, un propósito testamentario de Jesús, una función de testigo o incluso una mera intención simbolista. De hecho siempre ha contado con defensores la idea de que el «discípulo amado» era una realidad puramente simbólica. La cuestión está en saber si la figura del discípulo amado se agota con las funciones señaladas. La circunstancia de que aparezca repetidas veces al lado de Pedro y que evidentemente esté en una relación de mayor proximidad o confianza con Jesús, debe apoyarse en motivos precisos.

Esos motivos se hacen a todas luces más patentes, cuando se agrega el capítulo apéndice. Ya hemos visto que en 21,7 el discípulo amado ha sido incorporado en un segundo tiempo a una tradición más antigua. El autor debe haber tenido en ello un singular interés. Es el discípulo que antes reconoce a Jesús: «¡Es el Señor!» Y luego, en todo el relato, ya no se dice ni una sola palabra sobre él. El interés del autor podría haber estado en introducir la figura del discípulo amado en este relato, que para él tenía una importancia singular en la que originariamente el discípulo no tenía ningún papel. Tampoco en esa aparición pascual de Galilea podía faltar el discípulo amado. También aquí debía ser el primero en reconocer a Jesús.

El versículo 20 establece una relación inmediata con 13,23-26: «Volviéndose Pedro, ve que los iba siguiendo el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntado: "Señor, ¿quién es el que te va a entregar?"» El autor establece una identificación con ese pasaje: el discípulo es aquel de quien ya se ha hablado en el evangelio. En el pasaje presente «sigue a Jesús». Teniendo en cuenta sobre todo la última palabra de Jesús a Pedro «Tú sígueme», hay que entender la invitación en su sentido enfático y teológico; se trata del seguimiento de Jesús en sentido técnico en que lo conoce el Nuevo Testamento para indicar el verdadero discipulado de Jesús.

Así las cosas, habría que decir: mientras Pedro vuelve aún la cabeza y titubea, el discípulo amado se encuentra ya en el recto camino del seguimiento de Jesús. Es, pues, el verdadero discípulo suyo, ya que el seguimiento constituye la esencia del discipulado cristiano. Ahora bien, justamente en este pasaje se trasluce un singular interés por la persona de ese discípulo, que, bien podría ir más allá de una interpretación funcional, ya que Pedro inquiere acerca del destino futuro de ese discípulo: «Señor, ¿y éste, qué?» A lo que responde Jesús con palabras enigmáticas: «Si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti, qué? Tú sígueme» (v. 21-22).

La respuesta de Jesús, tal como aquí está formulada, tiene un tono de reconvención y autoridad. ¡El destino futuro del discípulo amado no le importa a Pedro para nada! Si la pregunta indaga el sentido del seguimiento, la respuesta que debe darse es evidentemente ésta: hay distintas maneras de seguir a Jesús. Una de esas maneras de seguimiento es la de Pedro, que, en razón de la violencia ajena, acabará con la muerte de martirio. Mas el otro, el discípulo amado, no está menos que Pedro en la vía del seguimiento de Jesús. Cuando Pedro se vuelve para mirarle, le ve siguiendo ya efectivamente a Jesús, por lo que nada más puede pedirse de él. Adónde los conducirá Jesús al uno y al otro, es algo que a Pedro no debe importarle, aun cuando el otro tal vez no sufra la muerte como mártir. Es perfectamente imaginable que el autor quisiera dar así una respuesta a una controversia. Pedro había sufrido el martirio como Jesús y seguramente como muchos otros discípulos. Y sin duda que con ello se había ganado un gran prestigio y veneración como seguidores radicales de Jesús, que habían llevado su cruz hasta la muerte. ¿No era, pues, la muerte de martirio la verdadera meta final, la corona victoriosa de una auténtica vida de discípulo? ¿Y cómo era que había discípulos de Jesús de la primera hora que habían alcanzado una gran longevidad sin sufrir la muerte de los mártires? O ¿cómo había cristianos en general que si estaban dispuestos a seguirle toda la vida, pero que no aspiraban abiertamente al martirio? La respuesta del autor es aquí decisiva: ambas maneras de seguimiento son adecuadas. Hay que dejar a Jesús que señale el camino a cada uno de los discípulos, pues lo que cuadra a unos no es adecuado para todos. La respuesta toma asimismo posición frente al problema que representaba el retraso de la parusía: «Si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva...», se refiere a la parusía. De quererlo, Jesús tiene el poder de dejar que el discípulo viva hasta la parusía. La palabra comporta evidentemente una exageración; pero pudo haber circulado alguna vez entre el círculo joánico como una frase acerca del discípulo amado. Cuanto más anciano se iba haciendo, tanto más pudo haberse rumoreado: ¡A éste lo reserva Jesús hasta su regreso! ¡Presenciará la parusía!

Como indica el versículo 20, la palabra dio ocasión a la creencia de que el discípulo amado no iba a morir nunca; un error que, por otra parte, sólo podía mantenerse mientras él viviera. Ahora se corrige la mala interpretación, pues entre tanto ¡el discípulo amado había muerto! Por esa razón se explica claramente: Jesús no dijo que no moriría, sino que sólo había planteado una posibilidad: Si yo quiero que permanezca hasta la parusía ¿qué te importa a ti? Ahora bien, las palabras y la rectificación de su mala interpretación difícilmente parecen ser simples figuras académicas y literarias. Si aquí se alude a la muerte del discípulo amado, bien podría contemplar el texto un contenido histórico real. El discípulo amado no es evidentemente una pura figura literaria; detrás de él parece ocultarse un personaje histórico.

Sigue ahora en el versículo 24 otra identificación final del discípulo amado con el autor: «Éste es el discípulo que da fe de estas cosas y el que las escribió, y sabemos que su testimonio es verdadero.» Ello quiere decir que para el autor del capítulo apéndice el discípulo amado es el testigo decisivo de la tradición joánica (cf. también 19, 35, texto al que aquí se alude implícitamente). Y él es asimismo el autor del evangelio. Desde esa perspectiva nuestro texto es el testimonio más antiguo y a la vez la más antigua interpretación del discípulo amado como testigo y autor del evangelio de Juan. Esto vale ciertamente sólo en el supuesto de que el autor del capítulo 21 no se identifica con el evangelista. Pero si esto es verosímil, entonces su testimonio es también el testimonio más antiguo sobre el evangelio de Juan y su autor. Se le puede considerar en tal caso con cierto derecho como el primer «editor» del evangelio de Juan. Con ello, sin embargo, se plantea la cuestión decisiva sobre la intención y la credibilidad del editor.

La intención y propósito del «editor» apunta, sin duda, a presentar al discípulo amado no como una figura ficticia y simbólica, sino como un personaje histórico, más aún como un testigo presencial y cual autor del evangelio. Con ello, sin embargo, no se excluye en forma definitiva que su propósito sea a la vez ficticio, que no se trate de una pseudonimia o de un común mimetismo. Ciertamente que no por ello habría que enjuiciar su proceder de un modo negativo, pues lo que le importaba, al igual que a los autores pseudónimos de las cartas paulinas y petrinas no auténticas, era el propósito de una tradición y continuidad apostólicas dispuestas como siempre.

El discípulo amado tiene ya esa función de testigo en el Evangelio. La prueba de una auténtica tradición apostólica pasa a ser a fines del siglo I un importante criterio de primitiva tradición cristiana. El «editor» ha adoptado ese propósito para el evangelio de Juan y lo ha utilizado para sus intenciones. Su tesis es ésta: el autor del evangelio es un discípulo auténtico, cuyo testimonio es verdadero. Pues, para él no es otro que el discípulo amado. Con ello recomienda también el evangelio de Juan a la gran Iglesia universal. De este modo respecto del evangelio de Juan el discípulo amado se convierte en el exponente decisivo de una auténtica y primitiva tradición cristiana sobre Jesús. Esto es, sin duda alguna, lo más fundado que cabe decir sobre este personaje.

¿Se identifica el discípulo amado con el evangelista (c. 1-20)? Según la afirmación del redactor se identifica desde luego. Eso no puede discutirse. Es «el discípulo que da fe de estas cosas y el que las escribió...» El texto tiene distintas posibilidades de explicación: el redactor lleva razón históricamente; o bien se trata de una ficción intencionada, o de un conocimiento insuficiente de la verdadera historia de la tradición; y cabe aún la posibilidad de entender testigo y autor en un sentido amplio.

Últimamente R. Schnackenburg ha vuelto a plantear la cuestión: «¿Cabe suponer un personaje histórico detrás del discípulo al que Jesús amaba, y de qué personaje puede tratarse?». «En el discípulo que Jesús amaba se trata de la autoridad en que se apoya el círculo joánico, un discípulo del Señor, que sin embargo no pertenecía a los doce. Sus discípulos y amigos tuvieron interés en relacionarlo con el círculo más íntimo de los discípulos de Jesús, porque su tradición y su interpretación de la revelación operada en Jesús y por Jesús eran el fundamento de su predicación y doctrina, la base de la idea que su comunidad o sus comunidades tenían de sí mismas. Para ellos era el portador fiable de la tradición, más aún que el predicador e intérprete iluminado del mensaje de Jesús, y por ello resultaba también el discípulo ideal del propio Jesús... En una época en que las comunidades se reclamaban cada vez más a sus autoridades apostólicas, tenían también interés en sus testigos y tradiciones más importantes. Por ello reunieron sus apuntes y comunicaciones orales, sus enseñanzas en interpretaciones, disponiéndolas según el plan de su maestro sin duda, en forma de un evangelio, que utilizaron para su comunidad y que además quería difundir por toda la Iglesia.»

No podemos decir honestamente mucho más acerca de todo este problema. Los portadores de la tradición apostólica fueron casi siempre anónimos en la segunda mitad del siglo I; conocemos a muy pocos por su nombre real; tal vez el único sea Lucas. Y con ello hemos de conformarnos para siempre.

Sola la persona de Jesucristo se demostraba como el fundamento permanente de la comunidad e identidad cristianas. Así lo atestiguan los sinópticos al igual que el evangelio de Juan, aunque cada uno de manera diferente. Sólo Jesucristo es la «luz verdadera» que ilumina a todos, tanto en el mundo como dentro de la comunidad, a todos cuantos creen en él y que, como Pedro, le aman más que todos.