CAPÍTULO 19
c) Flagelación y escarnios de Jesús (Jn/19/01-03)
1 Entonces Pilato tomó a Jesús y mandó que lo azotasen. 2 Luego los soldados le pusieron en la cabeza una corona que habían entretejido con espinas, y lo vistieron con un manto de púrpura; 3 y acercándose a él, le decían: «¡Salve, rey de los judíos!» Y le daban bofetadas.
A diferencia de los sinópticos, Juan ha incorporado esa escena al curso del proceso; quizá porque de ese modo podía obtener una gradación en el relato. El epicentro íntimo y objetivo se halla una vez más en el motivo de la realeza. También el elemento estilístico del cambio de papeles vuelve a emplearse aquí y a renglón seguido. Pilato manda azotar a Jesús, lo que solía ser muy frecuente en tales procesos. El sentido de tal medida estaba en que Pilato quiso congraciarse con los enemigos de Jesús hasta un cierto punto, esperando que así podría librar a Jesús de lo peor. Jurídicamente se trata a todas luces de una medida arbitraria, puesto que Pilato está persuadido de la inocencia de Jesús.
En la escena de los escarnios, Juan coincide sobre todo con Marcos (Mc 15,16-19; cf. Mt 17,27-30); no menciona la caña con que golpearon a Jesús. El manto de púrpura hay que entenderlo como un ornato regio, aunque desde luego en un tono de parodia: Jesús es investido y entronizado como rey para recibir la primera pleitesía. A este respecto dice Tomás de Aquino: «Le rindieron un falso honor al llamarle rey; con ello se burlaban de la acusación de los judíos que habían dicho de Jesús que se hacía pasar por rey de los judíos. Y por ello le rindieron un triple honor regio, aunque falso: primero, mediante una corona de burla; segundo, con el ropaje burlesco; tercero, con un saludo sarcástico. Pues entonces existía la costumbre, que aún hoy se conserva, de que quienes se acercaban al rey le saludasen. Le daban golpes para mostrar que no pasaba de ser una burla el que le tributasen tales honores» 90. Se trataba de una imitación pervertida del ritual regio, y aquí más en concreto de la investidura de coronación. Jesús recibe las insignias de su dignidad regia: una corona de espinas y un manto de púrpura y, al final, el primer homenaje de pleitesía: Ave, rex judaeorum! En una palabra: así aparecen la realeza de Jesús y sus pretensiones regias a los ojos del mundo.
d) «Ecce homo» (Jn/19/04-07)
4 Pilato salió de nuevo afuera y dice a los judíos: «Mirad; os lo traigo afuera para que sepáis que no encuentro en él ningún delito.» 5 Salió, pues, Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y les dice Pilato: «¡Aquí tenéis al hombre!» 6 Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, comenzaron a gritar: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» Pilato les contesta: «Tomadlo vosotros y crucificadlo; porque yo no encuentro delito en él.» 7 Respondiéronle los judíos: «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley debe morir, porque se declaró Hijo de Dios.»
Pilato conduce a Jesús ante la presencia de los judíos (v. 4). Según la exposición joánica resulta claro que, durante la elección entre Jesús y Barrabás, Jesús había permanecido dentro del pretorio. La conducción afuera, que tiene lugar ahora, está en estrecha conexión con la escena precedente: el rey así investido y entronizado comparece ahora ante el pueblo para recibir su primer homenaje, que es la aclamación popular. También esto formaba parte del ritual regio establecido, que Juan utiliza de un modo paradójico y casi hasta macabro. Hay que entender, pues, el lance en el sentido de una praesentatio, o de una epifanía regia conforme a derecho. Es aquí donde la paradoja alcanza su cumbre: nunca jamás tuvo un rey tal presentación ni fue saludado por su pueblo con gritos parecidos.
El acto viene introducido con las palabras del procurador: «Mirad; os lo traigo afuera...», que suscitan una expectación solemne. Proclaman la aparición de Jesús ante la multitud expectante. La finalidad de la comparecencia viene indicada con la segunda declaración de inculpabilidad por parte de Pilato. Sacando afuera a Jesús el procurador quiere mostrar que tiene al acusado por inocente. No tanto se trata de apelar a la compasión de la multitud, cuanto de proclamar la carencia de fundamento, que tiene la acusación. Pero presenta a Jesús- y el evangelista lo subraya intencionadamente- como un rey de burlas, inerme y castigado. En ningún momento de la acción se puede olvidar que aquel, que no era un Mesías político, no deja de ser el verdadero rey Mesías y el testigo de la verdad. Y aquí se llega a un nuevo punto culminante del dramatismo joánico.
El relato pide en este pasaje un acento solemne. E1 testigo de la verdad y legítimo rey de los judíos comparece ante el mundo. Lleva las insignias de un rey. Es «la caricatura de un rey» (R. Bultmann), pese a ser el verdadero rey del mundo. La escena tiene el carácter de una epifanía regia. Tampoco se ha olvidado la fórmula de presentación. Pilato presenta al rey con estas palabras: Ecce homo!, «¡Ved aquí al hombre!», que difícilmente pueden traducirse ni interpretarse. ¿Qué quieren decir? Cierto que no simplemente: Aquí tenéis a ese hombre. Hay que partir sin duda de la apariencia externa de Jesús, de la figura lastimosa en que comparece ante las miradas de sus enemigos. Tal vez haya que pensar aquí en Is 53, y sobre todo en 53,2s: «No tenía forma ni belleza para que nos fijáramos en él, ni aspecto para que le apreciáramos; despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores, familiarizado con la dolencia, como aquél ante quien se oculta el rostro, despreciado, de modo que no le hicimos caso.» «Y de hecho ese tal hombre es el que afirma ser el rey de la verdad. El ho logos sarx egeneto (= el Verbo se hizo carne) se ha hecho patente en sus consecuencias extremas» (Bultmann).
¿O hay tal vez una reminiscencia del título «Hijo del hombre»? Según la concepción del evangelista la fórmula Ecce homo tiene, sin género de duda, un sentido más profundo, y tal como aquí aparece debe evidentemente superar la fórmula regia. Ahora bien, un título superior al de Mesías sólo podía ser ante todo el título de Hijo del hombre. Y en tal caso habría que considerar también aquí la inversión paradójica: el Hijo del hombre y juez del mundo se identifica plena y totalmente con ese hombre indefenso, que comparece ante la multitud como un rey de escarnio. Entiéndalo quien pueda.
Y así como al rey recién coronado, al comparecer ante su puebla le llegaba la aclamación como un afectuoso saludo, así también aquí (v. 6) el rey es saludado, así también aquí es saludado por su pueblo, ¡pero cómo! «¡Crucifícalo, crucificalo!», gritan espontáneamente los judíos cuando le ven. No sólo están contra ese rey, también ese hombre les irrita; es decir, que demuestran así su inhumanidad. Con ello descubren asimismo cómo reacciona el hombre en pecado ante la realidad divina, tal como ésta le sale al encuentro en el hombre Jesús.
Pilato se muestra irritado por la violenta reacción de los judíos (v. 6b). Es evidente que no había contado con semejante oposición por parte de los judíos. Sólo así se explican sus palabras: «Tomadlo vosotros y crucificadlo», pues según 18,31s es evidente que no podía tratarse de una oferta en serio de Pilato a los judíos. Es cosa cierta, además, que Pilato tiene a Jesús por inocente, de ahí que desee evitar su condena. Por ello hay que entender la palabra como una reacción de disgusto: Tomadlo vosotros, y haced con él lo que queráis. La perplejidad y la irritación inducen al procurador a expresarse así.
Simultáneamente enlaza con ello una tercera declaración de inocencia. En 18,31-32 la respuesta de los judíos era aún hipócritamente cauta; pero ahora invocan abiertamente «la ley» (gr.: nomos, v. 7: «Nosotros tenemos una ley...») descubre una actitud que Bach, en su Pasión según san Juan, ha expresado con tal intensidad como para que quien la escucha no pueda ya olvidar lo que es «la ley».
Aflora así al primer plano el trasfondo de la acusación por parte judía. Que los judíos tenían «la ley» es cosa bien sabida para Juan; ellos se refieren a «su» ley (cf. 7, 29; 12,34; 18,28). Sin embargo, para Juan «la ley» pertenece al cosmos, no en principio, sino desde el momento en que alguien se remite a ella para justificar su toma de posición contra el revelador religioso. Y eso es lo que ocurre aquí: los judíos se refieren a la ley para justificar así sus exigencias de que muera Jesús. Y en la lógica de esa ley está el que «Debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios.» La ley impone la muerte al Hijo de Dios. Objetivamente se trata de los castigos contra los blasfemos. De todos modos ese apelar a la ley pone en claro una cosa: la piedad, tal como la entienden los judíos (el cosmos) desde su ley, y la revelación divina de Jesús están en una contradicción suprema. «Hijo de Dios» tiene aquí todo el sentido joánico.
e) Jesús y Pilato (/Jn/19/08-11)
8 Cuando Pilato oyó estas palabras se alarmó mucho más. 9 Y entrando otra vez en el pretorio, le dice a Jesús: «¿De dónde eres tú»? Pero Jesús no le dio respuesta alguna. 10 Dícele entonces Pilato: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y que tengo autoridad para crucificarte?» 11 Respondió Jesús: «Ninguna autoridad tendrías sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti mayor pecado tiene.» 12 Desde entonces Pilato intentaba soltarlo. Pero los judíos continuaron gritando: «Si sueltas a éste, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey se opone al César.»
El último argumento que esgrimen los judíos descubre por un instante los motivos por los que entablaron su proceso contra Jesús. A los ojos de Juan es el odio contra el revelador e Hijo de Dios, odio que justifican con la norma tradicional de vida, «la ley». Según Gál 3,13 (cf. 3,7-14), también Pablo es del parecer de que la muerte de Jesús en cruz la provocó en último término «la ley»; de tal modo que las instancias humanas actuaron en realidad de acuerdo con ese ordenamiento cuando entregaron a Jesús a la muerte. La reflexión está sin duda justificada, todo ordenamiento legal, que como tal adquiere carácter absoluto conduce irremediablemente a crueldades e injusticias, como lo enseña el conocido proverbio Summum ius, summa injuria («el derecho supremo es la suprema injusticia»). Cierto que en Juan ha de tenerse en cuenta que la oposición de la fe cristiana y la observancia religiosa de la ley es ya un hecho consumado.
En cualquier caso no es necesario suponer que nuestro autor haya «falseado» la historia. Si los saduceos, y a su cabeza los sumos sacerdotes, han sido las fuerzas impulsoras, no es menos cierto que se apoyaban en su interpretación rigurosa de la ley. El propio Josefo habla de la dureza de la jurisprudencia saducea. Invocan por consiguiente la ley dada por Dios para hacer que ajusticien al testigo humano de Dios. Esta alternativa de legalidad, por una parte, y humanidad, por otra, es típica, y se ha repetido en el curso de la historia. Cuando uno se apoya en Jesús, debería saber qué actitud debe adoptar en tales casos.
El argumento de la jerarquía no dejó de impresionar a Pilato, que «se alarmó mucho más» (v. 8). Esta es una nueva luz sobre la conducta del procurador; hasta ahora ya estaba condicionado por el miedo; el miedo estaba en la raíz misma de su indecisión; la causa no le resultó tranquilizadora desde el comienzo. Cuando hubo rehusado la busca de apoyo en la verdad manifiesta que se le brindaba, y lograr de ese modo una firmeza interna, reflexiva y libre, se adueñó de él el miedo acerca de sí mismo y de su propia existencia, incluso como procurador romano. La sensación de inseguridad le había invadido a Pilato ya desde su primer encuentro con Jesús; no había modo de entender adecuadamente a aquel acusado, sobre todo al no haber ningún hecho jurídico palpable. Esa impresión se agrava aún más con las palabras acerca del «Hijo de Dios», concepto que para el pagano Pilato está rodeado de una fuerza numinosa inquietante. Que Pilato se aproxime a Jesús y se sienta impulsado a comprenderle más de cerca -elemento éste que falta en la exposición sinóptica-, es algo perfectamente comprensible y significativo. Llegamos así a una segunda conversación entre Pilato y Jesús.
La primera pregunta del procurador (v. 9) está motivada por la palabra acerca del «Hijo de Dios». Y suena así: «¿De dónde eres tú?», y ha de entenderse como una pregunta que inquiere el origen personal de Jesús (y no, por ejemplo, su lugar de nacimiento). Pilato querría obtener una certeza que le permitiera conocer realmente a Jesús. De hecho, habitualmente creemos conocer a un hombre cuando tenemos una cierta idea sobre su origen o pasado. Pilato sólo puede preguntar así porque no quiere creer sino conseguir una seguridad intramundana. Pero ésa no se la puede proporcionar Jesús; en el fondo para su pregunta no hay más respuesta que la que Jesús ya le ha dado en su primera conversación (d. 18,36-37); pero ésa la ignora por completo Pilato. El procurador se siente, pues, desilusionado en su expectativa. Dado que no confía en la fuerza de la verdad, busca ahora su respaldo en la «verdad de la fuerza» (v. 10). Y se respalda en su exousia, en su «autoridad». La expresión designa ante todo los plenos poderes que uno tiene jurídicamente, y en segundo término la posibilidad de su ejercicio práctico aquí y ahora, en este caso concreto. Pilato se refiere, pues, a la facultad que tiene delegada como procurador del imperio romano, en la que espera encontrar seguridad y respaldo como en una instancia que está por encima de él y que al propio tiempo le sostiene: detrás de mí se encuentra el Estado romano, con todo su aparato administrativo, su «derecho» y también desde luego su poderío militar. Menciona en primer término su autoridad para dejarle libre -¡el funcionario romano ofrece la libertad al Hijo de Dios!-, y sólo después alude a la facultad de mandarle crucificar.
Ahora bien, Jesús tiene desde luego algo que decir a todo ello (v. 11). La respuesta de Jesús consta de dos partes: a) dice algo sobre las relaciones de poder en el caso presente; b) habla de la culpa y responsabilidad en este caso. Jesús otorga a Pilato que tiene efectivamente autoridad. Pero que en el presente caso pueda hacerla valer contra Jesús carece de fundamento en la naturaleza de esa autoridad como tal. Eso «se lo han dado de arriba». No se trata aquí -como se ha pensado en distintas ocasiones- de una fundamentación teológica de la autoridad estatal. No se puede entender esa afirmación en el sentido de las conocidas palabras: «Todo poder viene de arriba, de Dios», como se hizo durante siglos. Sino que se trata de señalar las fronteras de todo poder estatal. El funcionario romano, que es Pilato, viene aquí mejor instruido. Su papel en este caso no es tanto jurídico-estatal cuanto un papel histórico-salvífico. El posesor del poder estatal, que sabe de las competencias del ejercicio de su autoridad, se caracteriza por su ceguera frente al poder divino y la libertad del testigo de la verdad. No existe un poder «mundano» (y es «mundano» no solo el poder estatal, sino también el eclesiástico) para disponer de la revelación.
Con ello se esclarece también la parte segunda de la respuesta. Pilato no ha llegado por sí mismo a ese su papel y a tener autoridad sobre Jesús, sino que lo debe al designio salvador de Dios y al proceder de los judíos. Por ello, tampoco su conducta es propiamente una resistencia activa a la revelación, sino que es más bien una singular ceguera. En razón de lo cual dice Juan que la culpa de los judíos es «mayor». La afirmación «por eso, el que me ha entregado a ti mayor pecado tiene», refleja, ante todo, la reflexión del evangelista y de su tradición sobre el problema de la culpabilidad respecto de la ejecución de Jesús. En la Iglesia primitiva se planteó ciertamente la pregunta de ¿cómo se repartieron entonces las responsabilidades del crimen? ¿Quién fue el responsable principal de la muerte de Jesús? ¿Fueron sólo los judíos? ¿Solos los romanos? ¿Unos y otros por igual? ¿Concurrieron unos y otros, pero unos más y otros menos?.
Tras una inspección crítica de las fuentes la mejor respuesta que, en mi opinión, puede darse a esa pregunta, sería la siguiente: la suprema responsabilidad jurídica de la crucifixión de Jesús estuvo en manos romanas; y si en aquel proceso hubo un asesinato jurídico -que, visto objetivamente, bien podría haber sido así-, también el procurador romano tuvo en ello la responsabilidad decisiva. Él estaba obligado a mantener la ley y no debería haberse dejado influir al pronunciar la sentencia por la acusación. Pero de una corresponsabilidad, y por ende de una culpa moral, no se le puede eximir a la parte judía, y menos aun al estrato dirigente de los saduceos. Pues en aquella ocasión fue ese estrato el que tomó la iniciativa del prendimiento y entrega de Jesús a los romanos.
Por todo lo cual la fórmula joánica no es falsa, pero está demasiado poco diferenciada. Como quiera que sea, no se debería pasar por alto que Juan en modo alguno exime a Pilato de toda culpa y responsabilidad.
Si Juan dice que la culpa de los judíos es mayor, sugiere sin duda alguna la idea de que también Pilato tiene su parte en el crimen, aunque sea menor. Debemos leer de una manera diferenciada y reflexiva las afirmaciones del Nuevo Testamento, a menudo simplificadas. Poco aprovechan las explicaciones precipitadas. No constituye problema alguno el que en el pasado el bando cristiano se formase un juicio demasiado simplista respecto de los judíos; lo que fue muy pernicioso. Por ello, no habría que incurrir hoy en el error contrario y despachar todo lo que entonces se pudo recriminar a los judíos como si fuera simple apologética cristiana o una polémica antijudía. Si Jesús no hubiera sido el fundador del cristianismo, sino sólo un judío, como muchos otros de sus coetáneos, cabría admitir sin dificultad que en tiempos de Jesús también muchos otros judíos fueron maltratados por sus dirigentes aristócratas y entregados a los romanos. El estrato superior del judaísmo estaba en estrecha vinculación política con el poder romano. En aras de esa alianza cayeron muchas víctimas judías. Y entre ellas también Jesús de Nazaret. Sobre esa base debería ser posible una comprensión histórica en el sentido de un acercamiento de los puntos de vista.
f) Condena de Jesús (/Jn/19/12-16a)
12 Desde entonces Pilato intentaba soltarlo. Pero los judíos continuaron gritando: «Si sueltas a éste, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey se opone al César.» 13 Pilato, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús, y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado «lithostrotos», en hebreo «gabbata». 14 Era la «parasceve» de la pascua, y la hora alrededor de la sexta. Pilato dice a los judíos: «¡Aquí tenéis a vuestro rey!» 15 Pero ellos gritaron «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícalo!» Pilato les pregunta: «¿Pero voy a crucificar a vuestro rey?» Los pontífices respondieron: «No tenemos más rey que el César.» 16 Entonces, por fin, lo entregó a ellos para que fuera crucificado.
El versículo 12a habla de que Pilato, tras esta última conversación, estaba seriamente resuelto a dejar libre a Jesús, sin duda porque, en cierto modo, se le había hecho patente toda la problematicidad de la situación. Visto desde fuera, parece como si el estado de cosas siguiera totalmente sin decidir. Pero por la lógica interna del desarrollo ya está trazado de antemano el curso posterior de la historia.
Los judíos advierten la intención de Pilato y presionan con toda su fuerza para transformar toda la acusación en un instrumento político. En este sentido se sienten tan romanos como el mismísimo procurador y buscan presentarle el asunto como una deslealtad al César. Y le prenden justo por el punto en que muy poco antes creía haber encontrado su última seguridad, a saber en su autoridad oficial: «¡Si sueltas a éste, no eres amigo del César!» Aquí se trata probablemente del título político amicus Caesaris (= amigo del César). Esto es una presión masiva; semejante manipulación con la amenaza de acusar ante el César -en este caso incluso formulando el cargo de alta traición- parece que se dio con frecuencia. Blinzler piensa al respecto que era «una situación grotesca. El supremo funcionario imperial de Judea debe dejarse incriminar su escasa lealtad al César por los representantes de una nación, en la que alentaba como posiblemente en ninguna otra provincia el odio más apasionado contra la dominación forzosa de Roma».
Pilato debía contar con que los judíos llevarían a efecto su amenaza. Si incurría en la sospecha de no haber actuado con la suficiente energía contra un hombre políticamente peligroso, contra un «rey de los judíos», bien podría imputársele como un patrocinio de fuerzas políticas subversivas. En esas materias el emperador Tiberio era extremadamente suspicaz.
Pilato sabe ahora lo que está en juego: o condenar a Jesús o que se airee en Roma una acusación de alta traición contra él, lo que significaría el fin de su carrera política. Sin duda que hubiera sido necesaria una rectitud casi sobrehumana, una independencia interior de extraordinaria grandeza para que un hombre, emplazado en ese trance, hubiera opuesto resistencia. Y no hay duda de que eso era pedir demasiado a Pilato. Él es aquí el prisionero de su poder.
Pero también los judíos se ven empujados a las últimas consecuencias. Vuelven sobre su acusación: quien se declara rey está en oposición al César. Hasta el final sigue siendo determinante el motivo básico de «rey de los judíos». Sólo que ahora se echa de ver que el título de rey se ha identificado entre tanto con la persona de Jesús hasta tal punto que para deshacerse de él tienen que renunciar al título de Mesías. Y en primer término se ven forzados a generalizar: todo -así lo proclaman ellos- el que enarbola una pretensión mesiánica está en oposición al César, como rebelde de hecho es enemigo suyo. Por lo demás se trataba de un crimen de Estado, perfectamente delimitado en la antigua Roma. Ante esa amenaza de denuncia, Pilato tiene que transigir de buena o de mala gana. Abandona su última resistencia y vuelve a sacar fuera a Jesús, ante el tribunal, al que sube para dar validez oficial a la sentencia. No me parece convincente la idea -gramaticalmente posible- de traducir «le hizo sentar (a Jesús) en el tribunal», pues para Juan el trono desde el que Jesús domina y juzga es la cruz. Se trata aquí de la condena regular de Jesús (pro tribunal).
A fin de poner de relieve la importancia del momento en la historia de la salvación, Juan menciona el lugar, el día y la hora: el lugar se llamaba gabbata (en griego lithostrotos), que bien puede traducirse como «enlosado (con mármoles o con mosaicos)»; y se trataba probablemente del patio pavimentado de la fortaleza Antonia. El día era «la parasceve de la pascua», que apunta a la tipología pascual joánica: Jesús morirá como el verdadero cordero pascual. El dato cronológico «y la hora alrededor de la sexta»; es decir, hacia mediodía.
Pilato presenta una vez más a Jesús: «¡Aquí tenéis a vuestro rey!» La expresión y la escena recuerdan 19,5. Aunque cede de hecho, Pilato no puede evidentemente resignarse a tener que condenar a Jesús bajo presión por lo que en la fórmula late una ironía sangrante. ¿O se trata más bien de una última y medrosa tentativa por mover a los judíos a deponer su actitud? Como quiera que fuese, en el trasfondo de la escena late la idea de que esa última tentativa de Pilato, constituía también para los judíos la última posibilidad de una toma de posición frente a Jesús. Su reacción fue como la de aquel a quien se le toca un punto neurálgico: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícalo!» Ante lo cual formula Pilato su última pregunta: «¿Pero voy a crucificar a vuestro rey?»; donde no deja de sorprendernos el que Pilato hable en las últimas escenas enfáticamente de «vuestro rey», reforzando así el contraste.
Pero el abismo entre Jesús y los judíos se había hecho tan grande, que ya no quedaba posibilidad alguna de superarlo. Los judíos están dispuestos no sólo a renegar de Jesús, sino de su misma esperanza mesiánica: «¡No tenemos más rey que al César!» También este grito puede entenderse desde la situación política; la aristocracia y sus secuaces compartían entonces, sin duda alguna, el rechazo mesiánico político, entre otras razones -y no la última- porque esos posibles «reyes» judíos resultaban peligrosos para su propia posición de dominio. Una declaración de lealtad al César no resulta en absoluto impensable en la situación coetánea. Mas, para Juan, los acusadores no sólo se distancian de Jesús sino del ideal mesiánico en general.
Ahora Pilato ya no puede hacer nada, incluso por la situación interna: aunque sólo fuera por librarse a sí mismo del César. Y así concluye el proceso con estas palabras: «Entonces les entregó a Jesús para que fuera crucificado».
Consideración final sobre el proceso de Jesús En la historia que conocemos, y especialmente en la tradición europea, hay relatos procesales de tan extraordinaria importancia para nuestra propia comprensión histórica, que en modo alguno se pueden dejar de lado. Habría que mencionar el proceso de Sócrates en Atenas, el de Jesús, y en tiempos posteriores el proceso contra la pucelle Juana de Arco en Francia, sin olvidar los innumerables procesos contra los herejes, como el celebrado contra Juan de Hus en Constanza, y finalmente los modernos y espectaculares procesos ante el tribunal popular de los nazis en Berlín, etc. Curiosamente no existe todavía -a cuanto yo sé- ningún trabajo de historia que haya estudiado detenidamente el fenómeno de por qué tales procesos de mártires de la más diversa índole son tan importantes para toda nuestra manera de pensar y de vivir.
Cabe mencionar algunos rasgos típicos: por lo general se trata de personas a las que no se puede imputar ningún crimen concreto; las acusaciones carecen de fundamento y se apoyan tal vez en determinadas doctrinas o en cierta forma de vivir, que no encajaban o no se acomodaban en modo alguno al marco de las concepciones o formas de vida generales, sacudiéndolas en sus raíces más profundas. Pudo ser la libertad de pensamiento, como en el caso de Sócrates; o la libertad de la humanidad y del amor por convicción religiosa, como en el caso de Jesús. De tales actitudes derivan sacudidas, influencias profundas -y con mayor precisión el odio, el rechazo- por parte de los poderes dominantes, como la polis ateniense, los sumos sacerdotes y Pilato. Ello se entiende y explica perfectamente bien. Tales gentes eran radicales, no en sentido violento, sino por cuanto penetran hasta las raíces encubiertas de la vida, hasta sus verdaderas fuentes, y también, desde luego, hasta las causas de la corrupción dominante en su época respectiva. Su muerte se trueca en faro de esperanza para sus discípulos al tiempo que para las generaciones venideras. Para mí esos relatos procesales, empezando por la Apología de Sócrates y pasando por el proceso de Jesús hasta nuestros días, se cuentan entre los documentos más conmovedores; son algo así como los signos de la bondad de lo humano, en los que se puede reconocer la autenticidad y también el precio de la humanidad verdadera. Quien comparece y muere sin violencia, como testigo de la verdad, en una suprema libertad interior, esclarece por sí mismo en qué consiste el verdadero sentido de la existencia humana.
La exposición joánica del proceso de Jesús muestra justamente de forma persuasiva cómo se plantean las relaciones entre el poder social, eclesiástico- religioso y político, de una parte, y el poder sereno y libre de la verdad divina, de otra. Que la «iglesia» oficial judía de los sumos sacerdotes y el poder estatal hayan contribuido aquí por igual a la ruina de Jesús, es algo que evidentemente no ocurrió sólo entonces. La Iglesia oficial cristiana, una vez establecida y con el poder en las manos, actuó exactamente igual que sus antecesores sacerdotales judíos. Sin embargo, al entenderse a sí mismo el Jesús inerme como «rey» y ser escarnecido como un rey loco sin duda de un modo fiel a la realidad, hay algo que resalta de entre toda esa miseria e inhumanidad, sin eliminar lo más mínimo, algo indestructible y superior, que ninguna fuerza terrena puede conseguir y ni siquiera rozar: la verdadera imagen divina del hombre. El Ecce homo está justo en el centro. Es aquella fascinación o aquella promesa en razón de la cual es posible y bueno incluso el ser hombre y amar a los semejantes.
4. VIA CRUCIS Y CRUCIFIXIÓN DE JESÚS (Jn/19/16b-27)
Después de acabado el proceso ante Pilato con la consiguiente condena de Jesús, «lo entregó a ellos, para que fuera crucificado» (v. 16a). Y sigue ahora el relato sobre la ejecución de Jesús: «Tomaron, pues, a Jesús» (v. 16b). A primera vista no resulta perfectamente claro a quién se refiere Juan con el «a ellos», ni quién es el sujeto de «tomaron» en v. 16a y 16b, para que Jesús fuera crucificado. Según el versículo 16a sólo cabe entender realmente a los «judíos». Pilato cedió a la voluntad de éstos y condenó a Jesús a la muerte de cruz. Pero es totalmente imposible que los judíos se encargasen entonces de Jesús y que llevasen a término su ejecución. Primero, porque la crucifixión no era una pena judía sino romana; y, segundo, porque la ejecución de la pena no entraba en su competencia. Así pues, quienes se hicieron cargo de Jesús no pudieron ser otros que los soldados del pelotón ejecutor (cf. 19,23).
Probablemente Juan se ha expresado en este pasaje de un modo tan vago con el propósito de seguir incriminando aún más a los judíos. Por otra parte, se tiene la impresión de que en su relato subsiguiente de la crucifixión de Jesús, el cuarto evangelista ha omitido intencionadamente una serie de datos que se hallaban en la tradición anterior. Es evidente que su relato recorta a menudo un documento preexistente más amplio, evidenciando, como aquí, pasajes con suturas mal disimuladas. A fin de poder matizar mejor las peculiaridades del relato de la pasión ofrecido por Juan, vamos a presentar también aquí los paralelos sinópticos.
En un discurso, muy conocido y citado, dice ·Cicerón (Pro Rabirio 5,16), en un proceso político del año 63 a.C.: «Si, por fin, nos amenaza la muerte, queremos (al menos) morir en libertad, por lo que el verdugo, la velación de la cabeza y la simple palabra cruz no sólo deben desterrarse del cuerpo y de la vida de los ciudadanos romanos, sino incluso de sus mentes, ojos y oídos. Pues todas esas cosas son indignas de un ciudadano romano y de un hombre libre».
H.-W. Kuhn alude atinadamente al hecho de que, de ordinario, sólo se cita el fragmento de la cruz. Cierto que la palabra expresa todo el horror de una pena de muerte realizada por medio del verdugo, a diferencia evidentemente de la «muerte libre», que era el suicidio, y con ello suscita también desde luego el horror de la crucifixión. «Las frases citadas de Cicerón como abogado defensor y, también y no en último término, el juicio estético de un hombre que pertenecía a la clase ecuestre, la cual estaba rígidamente separada de la vasta masa del pueblo, incluso de los ciudadanos romanos, y que representaba a los grandes terratenientes, empleados y funcionarios del Estado... Es el primer orador de Roma el que aquí quiere mantener alejado al ciudadano romano de la crucifixión». Como quiera que sea, queda ahí patente el desprecio de la crucifixión; ésta era el servile supplicium, es decir, la pena de muerte típicamente romana, que estaba reservada a los esclavos y, en las provincias, a los verdaderos o supuestos rebeldes.
Marcos y la tradición sinóptica
(/Mc/15/20b-32 par /Mt/27/31c-44; /Lc/23/26-43).
En los v. 20b-21 refiere Marcos escuetamente la marcha hacia el lugar de la ejecución. A eso se suma la noticia de que obligaron a llevar la cruz detrás de Jesús a un hombre que regresaba casualmente del campo y que se llamaba Simón de Cirene. Es probable que ello se debiese al hecho de que Jesús se hallaba muy debilitado por la flagelación y demás tormentos. Marcos menciona asimismo los nombres de los hijos del tal Simón: se llamaban Alejandro y Rufo. Es un dato que hay que considerar como fidedigno, aunque no conste en ningún otro sitio. Mateo (27,31c-32) sigue de cerca a Marcos, si bien omite los nombres de los hijos del Cirineo. Lucas (23,26) da también la noticia del portador de la cruz, Simón de Cirene, aunque la ha estilizado a todas luces «en sentido edificante» cuando dice: «y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús». Simón se ha convertido aquí en símbolo del seguimiento de Jesús. Como auténtico discípulo carga con la cruz detrás de Jesús y le sigue en su via crucis.
Además de eso, Lucas ha introducido una larga perícopa en el relato del vía crucis (Lc 23,27-31). Según él, a Jesús le seguía una gran muchedumbre del pueblo, sobre todo de mujeres, que le plañían y lloraban. A tales mujeres les dijo Jesús: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad, más bien, por vosotras y por vuestros hijos. Porque se acercan días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles! ¡Bienaventurados los senos que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros y a los collados: Sepultadnos! Porque, si esto hacen en el leño verde, ¿qué no se hará en el seco?» Esta inserción podría deberse al evangelista Lucas, que relaciona en el presente pasaje el ajusticiamiento de Jesús con la destrucción de Jerusalén el año 70 d.C.100. La imagen de la leña verde y la seca quiere decir sin ninguna especie de duda: si tan mal se trata a un inocente, como lo es Jesús, que hasta se le crucifica, ¿qué pasará con quienes de hecho son culpables? Lucas piensa a todas luces en los dirigentes judíos, que fueron los responsables de la muerte de Jesús. Ha interpretado evidentemente la destrucción de Jerusalén como un castigo divino por la muerte de Jesús, interpretación que después se popularizó entre los cristianos. El historiador Eusebio dice al respecto: «Debía ocurrir que, precisamente en los días en que habían infligido el castigo al redentor y benefactor de todos y al ungido de Dios, fueran encerrados como en una cárcel y experimentasen de la justicia divina la ruina que les amenazaba». Hoy ya no podemos suscribir sin más esta manera de considerar las cosas.
Marcos menciona el lugar de la crucifixión de Jesús: Gólgota, que en castellano quiere decir «lugar de la calavera» o simplemente «calavera» (Mc 15,22; par Mt 27,33; Lc 23,33). «El nombre, según la interpretación del evangelista, debe referirse al arameo golgolta o gulgulta, «calavera». El nombre debió originarse «debido a que una formación rocosa y pelada recordaba una calavera». Como lugar de ejecuciones el Gólgota quedaba fuera de las murallas, «cerca de la ciudad» (19,20). «Estos datos los satisface la localización actual de la iglesia del Santo Sepulcro (Jerusalén), que se remonta a la época de Constantino, y en la que se muestra la colina de la cruz, de 4,50 m de altura, y situada a unos 40 m del sepulcro de Cristo. Que se trate del Gólgota histórico aparece como verosímil, aunque no totalmente cierto, a la investigación moderna».
Según Marcos (Mc 15,23; par Mt 27,34) a Jesús le ofrecieron de beber antes de crucificarle: «Le daban vino mezclado con mirra, pero él no lo aceptó.» En Mc 15,36 se vuelve a mencionar de nuevo a un soldado, que empapando una esponja en vinagre y pinchándola en una caña, se la daba a beber a Jesús crucificado. A este respecto hay que comparar el Sal 69,21-22:
«La vergüenza me parte el corazón, y es incurable; espero condolencia, y no la hay; algún consolador, y no lo encuentro. Por alimento me sirven el veneno, por bebida a mi sed, me dan vinagre.»
Sin duda que este versículo del salmo ha influido fuertemente en la estilización de la noticia. Lo cual no quiere decir que el episodio haya sido inventado sin más. Blinzler opina sobre este punto: «Una vez llegado al Gólgota, probablemente unas mujeres judías -pues de una costumbre judía se trataba-, y no los soldados romanos, ofrecieron a Jesús una bebida estupefaciente, a saber, vino mezclado con mirra. Pero él la rehusó (Mc 15,23); quería sufrir con plena conciencia los tormentos que se le avecinaban (cf. también Mc 14,25)». No deja de presentar dificultades el doble relato del mismo episodio.
De una forma simplicísima refiere Marcos el proceso de la crucifixión: «Luego lo crucificaron» (15,24a). E inmediatamente se reparten las vestiduras de Jesús: «...y se reparten sus vestidos, echando suertes sobre ellos, a ver qué le tocaba a cada uno» (v. 24b). También este versículo está influido por unas palabras del Salterio. En Sal 22,19 se dice: «Se reparten entre sí mis vestiduras y sobre mi manto echan suertes.»
«Según una antigua costumbre, las pertenencias de los ejecutados eran propiedad de los verdugos». Esto encaja bien, y los soldados debieron arrojarse sobre las pequeñas pertenencias de Jesús. Lo decisivo, no obstante, es también aquí la idea de considerar como cumplimiento de la Escritura un episodio trivial y accesorio como el reparto de los vestidos, y reflejarlo en consecuencia con el lenguaje de los Salmos.
Sigue luego en Mc 15,25 un dato cronológico: Jesús fue crucificado «a la hora tercera»; lo que equivale poco más o menos a las 9 de la mañana. Según el cuarto evangelio, Jesús habría sido condenado a muerte no antes de «alrededor de la hora sexta», es decir, hacia las 12 del mediodía; lo cual podría estar más cerca de la realidad histórica.
El relato prosigue: «Y encima estaba escrito el título de su causa: "El rey de los judíos" (Mc 15,26; par Mt 27, 37; Lc 23,38). En Marcos no está claro del todo dónde iba colocada la inscripción con la causa: ¿en la cruz, sobre la cabeza de Jesús? Así lo había entendido ya Mateo: «Y encima de su cabeza pusieron escrita su causa: Éste es Jesús, el rey de los judíos».» También Lucas lo ha entendido de manera similar. Como quiera que sea, la inscripción de la cruz presenta muchos enigmas. Blinzler, que en el presente pasaje muestra una fuerte tendencia armonizadora e historicista, opina: «La discusión de la historicidad del título de la cruz es una de las exageraciones de la crítica». Pero de hecho, fuera del dato neotestamentario referido a Jesús, en la literatura antigua no hay alusión alguna a la costumbre de poner por escrito en la cruz, sobre la cabeza de los delincuentes, la causa de su muerte; por lo cual, es mínima la probabilidad de que con Jesús las cosas hayan discurrido de otro modo. Por el contrario, está atestiguado con frecuencia el uso de que precedía a los condenados, camino del lugar de la ejecución, un portador llevando escrita una tablilla con la causa del reato. Por lo que ciertamente no puede ponerse en duda que Jesús fue condenado a muerte como «rey de los judíos»; es decir, como rebelde contra el Estado romano en el sentido de un mesianismo político. Y también puede ser correcto que a Jesús le haya precedido alguien llevando una tablilla con la causa: «El rey de los judíos.» Se puede, en cambio, dudar de que esa tablilla fuese colocada en la cruz sobre la cabeza de Jesús, así como que la inscripción estuviese redactada, como dice Juan, en las lenguas hebrea, latina y griega (19,20).
Marcos refiere que con Jesús fueron también crucificados dos ladrones o salteadores, colocados uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús (Mc 15,27 par; Mt 27,38; Lc 23,33b). El hecho como tal no es históricamente imposible. Mas no hay por qué entender necesariamente que se tratase de criminales, es decir, de ladrones o asesinos en el sentido penal corriente. Más bien pudo tratarse, como lo sugiere el vocablo griego (lestai), de zelotas, de miembros del movimiento liberador judío. Además, hay que contar también aquí con la influencia del lenguaje de la Escritura, y en concreto de Is 53 12, donde -dentro del cántico del Siervo paciente de Yahveh- se dice: «Por eso le daré las multitudes como parte suya, y con los poderosos repartirá el botín, porque entregó su vida a la muerte, y entre los delincuentes fue contado, pues llevó el pecado de muchos y por los delincuentes intercede.» La cita la aduce explícitamente Lucas (22,37). La Iglesia primitiva había visto esta conexión: por haber sido Jesús, el justo e inocente, ejecutado con dos criminales, a los ojos de la Iglesia se había cumplido esa palabra de la Escritura. En la historia de la pasión nos topamos una y otra vez con este fenómeno: la Iglesia primera halló en la Escritura las posibilidades lingüísticas para hablar de la pasión y muerte de Jesús y de allí las tomó. Nos topamos también por ello una y otra vez con la concepción de que la acogida de ese lenguaje habría inducido directamente a construir toda una serie de hechos partiendo de la «prueba escriturística». Porque en el Salterio, y especialmente en los Salmos 22 y 69, o en Is 53, ya venían indicadas las cosas, éstas habrían discurrido efectivamente tal como estaban vaticinadas. Pero esta concepción lo simplifica todo en exceso. Es verdad que en la práctica también existe ese procedimiento, de que una cita escriturística induzca a la libre invención de unos determinados acontecimientos de cara al «cumplimiento» de dicha Escritura. Ese fenómeno nos lo encontramos también en Juan. Mas tales casos son relativamente fáciles de descubrir. En general, sin embargo, hay que distinguir entre el acontecimiento fáctico y su comentario o narración ampliada; o, dicho brevemente, su estilización interpretativa.
En nuestro caso la dificultad esencial radica en que no proporciona prácticamente ninguna posibilidad directa de comparación. Históricamente puede que muchas cosas se hayan desarrollado como las cuenta Marcos; y aquí, al no haber argumentos decisivos en contra, bien podemos concluir que su relato es en cierto modo fiable.
La adopción del «lenguaje sagrado» de la Escritura sirvió desde el comienzo para la interpretación creyente de los hechos que habían ocurrido. No se quiso transmitir, sobre todo en la historia de la pasión, una historia trivial, sino más bien una «historia sagrada», una historia de la salvación. Con ello se transpone el acontecimiento a un «plano superior», a un plano lingüístico que, de antemano, busca la participación interna, la admiración de los oyentes o de los lectores. Sería equivocado entender esa estilización literaria directamente como una noticia histórica. Antes de emitir un juicio sobre la verosimilitud histórica, hay que tener en cuenta la peculiaridad del lenguaje que presentan los textos.
Cómo pudo desarrollarse con una finalidad edificante la escena de los dos «ladrones», lo muestra Lucas con sus pormenores complementarios (Lc 23,39-43). Según él, uno de los malhechores habría injuriado a Jesús, mientras que el otro reconocía y confesaba su propia culpa y llegaba a creer en Jesús, hasta el punto de rogarle: «Jesús, acuérdate de mí, cuando llegues a tu reino.» A lo que Jesús contestó: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.» Todo esto no es historia, sino predicación: hasta el malhechor creyente consigue su salvación por Jesús.
Mientras que Marcos hasta el presente no había más que cosido una noticia con otra, sigue ahora una detallada escena de escarnios contra Jesús (Mc 15,29-32, par; Mt 27, 49-53; Lc 23,35-36.39). También los escarnios constituyen un rasgo típico que aparece en los Salmos, y especialmente en las lamentaciones del justo perseguido: «Pero yo soy un gusano más que un hombre, vergüenza del humano, desprecio de las gentes. Todos los que me ven me hacen mofa, despegando los labios, moviendo la cabeza: Se dirige a Yahveh, que él le defienda; que le libere él, ya que le ama» (Sal 22,7-9; cf. también Sal 109,25: «A sus ojos yo soy una ignominia; al mirarme, menean la cabeza»). En la escena de los escarnios hay que contar con una vasta labor modeladora de los evangelistas. Es poco verosímil que las burlas contra Jesús hayan tenido lugar al pie de la cruz y en esa forma, por parte incluso de los sumos sacerdotes y de los letrados en la Escritura. Más bien cabe suponer que Marcos quiere rebatir en este pasaje las objeciones más frecuentes que se formulaba contra la nueva fe en Jesús Mesías, tal como era fácil que los discípulos se las encontraran después del viernes santo. Lo que ciertamente resulta sobremanera claro en este pasaje es el hecho de que los primeros seguidores de Jesús estuvieron perfectamente informados de la situación incómoda y ambigua en que se encontraban frente a la opinión pública judía, y más tarde frente a los gentiles, con su fe en el Crucificado.
En este sentido es significativo el empleo de la expresión «avergonzarse» conectada con la predicación cristiana. Así, por ejemplo, dice Pablo: «Porque no me avergüenzo del evangelio, ya que es poder de Dios para salvar a todo el que cree: tanto al judío, primeramente, como también al griego» (Rom 1,16). Sin querer uno se pregunta cómo Pablo llega a semejante formulación, si es que había quizá motivos para avergonzarse del evangelio. Los había, en efecto, y estaban en el contenido del propio evangelio, como «palabra de la cruz», como «necedad de la predicación». «Ahí están los judíos, por una parte, pidiendo señales; y los griegos, por otra, buscando sabiduría. Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (lCor 1,22s; cf. 1,18-25). De modo parecido se dice en Mc 8,38 par (Mt 16,27; Lc 9,26): «Porque si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él en la gloria de su Padre con los santos ángeles.» Uno se avergüenza de aquello que frente a otros, y sobre todo frente a la sociedad, le coloca bajo una luz problemática o le crea una inseguridad respecto a la propia función social. Al comienzo esa inseguridad social debió ir ligada al mensaje de la cruz. El lenguaje relativo al «avergonzarse» señala unos primeros tiempos en los que todavía se percibía, de modo claro, la contradicción entre el mensaje de la cruz y la sociedad judía o gentil. Con la creciente habituación, y desde luego sólo con la plena integración del cristianismo en la sociedad, el sentimiento de tal oposición fue desapareciendo cada vez más. En el propio Juan la oposición ya no se da con tanta acritud.
Por el contrario, la escena de los escarnios articula todavía la contradicción de un modo total: «¡Eh! Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.» O este otro insulto: «Ha salvado a otros, y no puede salvarse a sí mismo. ¡El Mesías, el rey de Israel: que baje ahora mismo de la cruz, para que veamos y creamos!» (Mc 15,29-32). El que cuelga de la cruz y no puede liberarse a sí propio ¿puede ser el Salvador de Israel? Cierto que un Mesías crucificado no encajaba en modo alguno con las concepciones mesiánicas tradicionales del judaísmo. Representa ya una rebaja en esa contradicción el que, según Lucas, uno de los ladrones rompa el círculo del repudio público, y confiese a Jesús como el «justo» del que él espera la salvación en la hora de la muerte. Mateo, por el contrario, mantiene íntegra esa contradicción al completar por su cuenta: «Tiene puesta su confianza en Dios, que Dios lo libre ahora, puesto que dijo: «Soy Hijo de Dios»» (Mt 27,43).
La exposición joanica. Una vez más salta a los ojos hasta qué punto en Juan la forma y manera de la exposición reiterativa puede convertirse en instrumento de la nueva interpretación. En el cuarto evangelio ya no hay sitio para el escarnio del crucificado, tal como podemos leerlo en Marcos. Eso no encaja ya con el concepto joánico del triunfo y glorificación de Jesús. Para Juan la cruz entra tan de lleno en la «exaltación del Hijo del hombre», que sólo puede ya expresar la oposición entre Jesús y sus enemigos incrédulos; por el contrario, los creyentes están tan por completo en el bando de Jesús que ya no sienten esa oposición. En la visión joánica la cruz no puede ya representar un skandalon o tropiezo, sino que es más bien la señal victoriosa de la fe.
No se pueden cerrar los ojos a los aspectos peligrosos que entraña esta concepción. Cierto que con su cuadro peculiar de la pasión, como historia del triunfo de Jesús, consigue Juan proyectar una nueva luz sobre determinados aspectos, que ponen de relieve con singular fuerza cómo la cruz es la revelación del amor divino. Pero al reducir la contradicción, el escándalo, los padecimientos efectivos, el chasco y fracaso de Jesús, el cuarto evangelista apoya una concepción que más tarde habría de dejarse sentir como políticamente perniciosa: la cruz pasa a ser una cruz gemmata, una cruz noble, dorada y sacralizada; más aún, una cruz fetichista, señal (y orden) de dominio y nobleza, de algo que se llama mundo cristiano. Jesús murió como alguien que pertenecía al mundo de los oprimidos, y al que se le contó entre los malhechores. ¡Y, oh paradoja, ahora se apoyan en él sobre todo los que dominan, para legitimar sus relaciones de poder espirituales y mundanas! Ahora se ha trastocado de múltiples formas la señal sagrada de la cruz, lo que hace que con demasiada frecuencia se prive a la cruz real de su contenido social.
a) La crucifixión (Jn/19/16b-18)
16b Tomaron, pues, a Jesús. 17 Y él, cargándose la cruz, salió hacia el lugar llamado de la Calavera, que en hebreo se dice Gólgota. 18 Allí lo crucificaron; y a otros dos con él, uno a un lado y otro a otro, y en medio Jesús.
El pelotón ejecutor se hace cargo de Jesús. Subraya Juan de manera explícita: «Cargándose la cruz (él personalmente), salió hacia el lugar llamado de la Calavera, que en hebreo se dice Gólgota» (v. 17). Evidentemente está interesado en mostrar que Jesús se mantuvo hasta el último instante en plena posesión de sus energías; por eso omite la figura del portador de la cruz, Simón de Cirene. La fórmula joánica más bien suena en este pasaje como una corrección intencionada de la narración sinóptica. Jesús queda «heroicizado».
En los datos sobre el lugar de la ejecución Juan vuelve a coincidir con la tradición sinóptica: el lugar «de la Calavera», el «Gólgota». El proceso de la crucifixión se narra con un mínimo de palabras: «Allí lo crucificaron; y a otros dos con él, uno a un lado, y otro a otro, y en medio Jesús». No se dan más detalles sobre los dos compañeros de suplicio; sólo al final vuelven a comparecer (Jn 19,32). No se sabe bien cuál pueda ser la significación de los dos concrucificados en el relato joánico. Aquí parece importante, sobre todo, el que Jesús cuelgue «en medio», en el centro de ambos, con lo cual se quiere subrayar su dignidad peculiar. En todo caso, el centro es el lugar de honor, por lo que se reserva a las personas más encumbradas. Si Jesús crucificado es «el rey de los judíos», sus dos compañeros de suplicio aparecen ya más bien como «los asistentes al trono de Jesús» en un sentido profundo; y por ello no se les llama ya ladrones.
b) El título de la cruz (Jn/19/19-22)
19 Pilato escribió también un letrero y lo puso encima de la cruz. En él estaba escrito: «Jesús, el nazareno, rey de los judíos.» 20 Este letrero lo leyeron muchos judíos, porque el lugar en que Jesús fue crucificado estaba cerca de la ciudad; estaba escrito en hebreo, en latín y en griego. 21 Y decían a Pilato los pontífices de los judíos: «No escribas rey de los judíos, sino que él dijo: "Soy rey de los judíos».» 22 Respondió Pilato: «Lo que he escrito, escrito está.»
Ya nos hemos referido al aspecto histórico del título o inscripción de la cruz. Su historicidad en el puro sentido fáctico puede ponerse justamente en duda. Por ello resulta tanto más importante su alcance simbólico, sobre todo en Juan. El cuarto evangelista conocía la tradición; pero una vez más la ha puesto al servicio de una finalidad teológica. El motivo regio, que ya había jugado un papel decisivo en el proceso ante Pilato, se recoge y desarrolla de nuevo en el presente pasaje.
En el núcleo de la tradición, según la cual había colocada una inscripción sobre la cabecera de la cruz con la causa de la condena: «rey de los judíos», Juan concuerda con los sinópticos. Sólo que el cuarto evangelista reinterpreta esa tradición a su modo al convertirla en el último objeto de discusión entre Pilato y los judíos; de tal forma que ni siquiera después de la ejecución se pusieron de acuerdo ambas partes acerca de aquel misterioso y «extraño» preso y ajusticiado. Aquel hombre los sigue persiguiendo. Si Marcos todavía hablaba de una aitía, es decir de una «causa» de muerte fijada por escrito, y en consecuencia de la sentencia capital reducida a su punto decisivo, Juan habla ahora de un titulus (griego titlos), o lo que es lo mismo, de una inscripción o superinscripción pública en sentido amplísimo, que había sido redactada en tres lenguas, a saber: hebreo, latín y griego. El propósito del evangelista está patente: para él se trata de las tres lenguas más habladas en toda la ecumene del mundo antiguo; son las lenguas de «todo el mundo», ante el que ahora comparece el crucificado como revelador y redentor. El mundo entero debe hacerse consciente de que Jesús ha sido condenado y ejecutado como «rey de los judíos», como Mesías. Y eso no es mera causalidad externa, sino que responde a la verdad en sentido profundo. Mediante la inserción del latín y del griego se subraya especialmente que aquel Jesús ya no pertenece sólo a los judíos, sino a la humanidad entera. Ese es el sentido del comentario joánico.
Cierto que a los judíos no les satisface la inscripción. Sus dirigentes protestan por ello ante el procurador. Su argumentación tiende a hacer de Jesús el único responsable de tal aserto. No debe, pues, decir «Este es el rey de los judíos», sino que Jesús se apropió o acomodó personalmente tal designación. También es posible que Juan hubiera querido mostrar cómo a los judíos les molestaba esa designación, porque ellos, ateniéndose al significado objetivo de la misma, seguirían estando siempre condicionados por Jesús. Y, finalmente, la inscripción de la cruz aparece en Juan cual proclamación de Jesús como rey ante la faz de todo el mundo: Regnavit a ligno Deus, se dice por ello en la antigua liturgia del Viernes Santo: Dios reinó desde el madero (de la cruz).
Pero en este punto Pilato se mantiene firme frente a los judíos. Ahora, una vez ejecutada la sentencia, vuelve a recobrar su seguridad y, mediante su sentencia lapidaria: «Lo que he escrito, escrito está», casi entra, según Juan, en la categoría de evangelista involuntario, que con su inscripción de la cruz introduce la pública proclama de Cristo crucificado en el vasto mundo cultural de entonces.
c) El reparto de los vestidos (Jn/19/23-24)
23 Luego los soldados, cuando crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos e hicieron cuatro partes, una para cada soldado; y además la túnica. Esta túnica era sin costura, tejida toda ella de una pieza de arriba abajo. 24 Dijéronse entonces los soldados: «No la rasguemos, sino vamos a echarla a suertes, a ver a quién le toca.» Así se cumplió la Escritura: «Repartieron mis vestidos entre sí, y sobre mi túnica echaron suertes» (Sal 22,19). Esto precisamente hicieron los soldados.
También aquí sintoniza Juan con la tradición sinóptica al narrar el reparto de la herencia de Jesús entre los soldados que formaban el pelotón ejecutor. Mas, para entender exactamente la interpretación joánica de la escena, hay que partir de la cita propia que hace como cumplimiento de la Escritura.
Mientras que la cita sólo resuena en los sinópticos, en Juan pasa a ser armazón y sostén de su relato. Así como en el relato de la entrada de Jesús en Jerusalén (Mc 11,110 y par), y sobre la base de una cita escriturística (Zac 9,9 = Mt 21,5), el asno mencionado en Mc se convierte en los dos animales de Mateo («encontraréis una burra atada, y un pollino con ella», Mt 21,2), así también en Juan la cita de la Escritura motiva que el reparto de los vestidos se divida en dos «rondas» distintas. Los soldados actúan del modo exacto que responde al versículo del salmo. Al primer hemistiquio responde la distribución de los vestidos; y al hemistiquio segundo, el sorteo. Así las cosas, resulta natural suponer que la «túnica sin costura» la haya inventado Juan sobre la base del pasaje escriturístico citado. Es posible que con este dato haya vinculado el evangelista un propósito especial, y que no resulten totalmente falsas las interpretaciones posteriores -que empiezan ya con los padres de la Iglesia- de la «túnica inconsútil» como símbolo de la unidad de la Iglesia.
Más claro se destaca sin duda en Juan el motivo del cumplimiento de la Escritura, que según su idea debe realizarse al pie de la letra. Precisamente en su relato de la crucifixión de Jesús se tiene la impresión de que todos los sucesos discurren al pie de la letra y sin estorbos, de acuerdo con un «plan» previsto por Dios y consignado en la Escritura.
Tampoco el evangelista deja de anotar los distintos sucesos, de modo que, en comparación con Marcos, da a su relato una ordenación precisa. «Esto (que es lo vaticinado por la Escritura) precisamente hicieron los soldados», se dice como conclusión de la escena.
d) Las mujeres al pie de la cruz (Jn/19/25)
25 Estando junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena.
Ya en este pasaje -y de nuevo en el sentido de la tradición (cf. Mc 15,40s; Mt 27,55s; Lc 23,49; cf. asimismo Lc 8,3)- se refiere Juan a las mujeres que estaban junto a la cruz. En la sección siguiente se vuelve a mencionar al «discípulo a quien él (Jesús) amaba». Respecto de qué mujeres estuvieron presentes en la crucifixión de Jesús, las tradiciones neotestamentarias no son uniformes.
En Mc 15,40-41 se dice: «Había además unas mujeres que miraban desde lejos, entre las cuales estaban también María Magdalena, María, la madre de Santiago el Menor y de José y Salomé, las cuales cuando él estaba en Galilea, lo seguían y le servían, y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén.» Mateo enlaza con Marcos, aunque introduciendo algunos cambios; le interesa establecer que habían sido «muchas mujeres» las que habían estado bajo la cruz; entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, así como la madre de los hijos de Zebedeo, con la cual se identifica la que Marcos llama «Salomé» (cf. también Mt 20,20). El tema aparece a su vez en Lucas con algunas diferencias: «Todos sus conocidos y algunas mujeres que lo habían seguido desde Galilea, estaban allí, mirando estas cosas desde lejos» (Lc 23,29). Los nombres de las mujeres de las que se trata según Ia redacción lucana, han sido ya mencionadas antes (Lc 8,1-3) en un escueto resumen sobre la actividad de Jesús en Galilea. Estas eran: «María, la llamada Magdalena (= la de Magdala), de la cual habían salido siete demonios; Juana, la mujer de Cuzá, administrador de Herodes; Susana y otras muchas, las cuales le servían con sus bienes.»
En todas estas listas de nombres sólo uno aparece siempre: el de María Magdalena. También la coincidencia entre Marcos y Mateo es lo bastante clara; los pocos cambios mateanos no aportan mucho. Después los caminos se diversifican por completo. Resulta congruente que algunas mujeres del círculo de Jesús estuvieran junto a la cruz; y entre ellas muy probablemente María de Magdala. Sólo Juan menciona también a María, madre de Jesús. Aunque ciertamente que esto ha sido acogido en la tradición (cf. el conocido himno Stabat Mater), la crítica histórica tiene aquí muchos reparos que oponer. Si Juan quiere mostrar que la muerte de Jesús acaeció de un modo «ordenado», su madre no podía faltar; también tenía que estar presente el «discípulo amado» de Jesús.
Asimismo puede rastrearse aquí la clara tendencia de Juan a eliminar rasgos molestos e incongruentes. La muerte de Jesús debe mantener un cierto «esplendor soberano». Además, las mujeres están bajo la cruz -a diferencia de los soldados- «como representantes de los creyentes».
e) El «testamento» de Jesús (Jn/19/26-27)
26 Cuando Jesús vio a su madre, y de pie junto a ella al discípulo a quien él amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» 27 Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquel momento el discípulo la acogió en su casa.
Difícilmente habrá un pasaje más discutido en la historia joánica de la pasión. Sobre ningún relato se ha cavilado tanto ni se han dado tantas interpretaciones como sobre este breve fragmento.
Será conveniente intentar comprender el relato desde su contexto más próximo en el Evangelio de Juan, renunciando a otras especulaciones. Para ello hay que partir del hecho de que ambos versículos no sólo constituyen la verdadera aportación específica de Juan en este contexto, sino que se trata además de una creación joánica. En apoyo de lo cual aduce Dauer las razones siguientes: a) los relatos sinópticos de la pasión nada saben de ninguna palabra de Jesús a ninguno de sus seguidores, y nada dicen sobre la presencia de la madre de Jesús o de cualquier discípulo junto a la cruz; b) los vaticinios de Jesús sobre la huida de los discípulos más bien hablan contra tal presencia de alguno de ellos en el Gólgota. Y a este respecto adquiere un peso singular el que también en Jn 16,32 se recoja una tradición sobre la desbandada general de los discípulos, por lo que el propio Juan incurre en una cierta contradicción. La escena entera hay que atribuirla al evangelista. Y sobre el particular opina Dauer: «Lo cual no quiere decir que Juan se la haya inventado caprichosamente. No cabe la menor duda de que Jesús se preocupó de su madre al ver lo crítica que se tornaba su situación. No es, pues, nada inverosímil que hubiera confiado su preocupación al discípulo que le era singularmente leal. Pero el evangelista cambia el lugar y tiempo de esa disposición, trasladándola a la escena de la crucifixión. Posiblemente se trata de una hipótesis atinada; pero sobre la que desde luego nada sabemos, y resulta muy problemático trabajar sobre ese supuesto.
Por lo demás, las dificultades y objeciones afectan, en general, a las interpretaciones mariológicas de este texto expuestas frecuentemente en años pasados y tendentes a establecer la posición singular de la madre de Jesús en el sentido de una mediación universal. En el evangelio de Juan se menciona sólo tres veces a la madre de Jesús: en las bodas de Caná (2,1-11); en 6,42, donde se dice «¿Acaso no es éste el hijo de José, cuyo padre y madre conocemos?»; finalmente, en nuestro texto. Sorprende que las tres veces Juan hable sólo de «su madre», sin mencionar nunca el nombre de «María». La manera de hablar es siempre muy genérica y estereotipada, hasta el punto que cabe preguntarse si el cuarto evangelista sabía algo concreto sobre la madre de Jesús. En caso afirmativo ciertamente que no nos lo ha trasmitido.
Añádese a esto que Juan, sobre todo en el relato de las bodas de Caná, establece una gran distancia, y hasta una extrañeza, entre Jesús y su madre. Aun cuando antes se daban rodeos para conceder esto, no debería haber duda alguna de que la respuesta de Jesús a la indicación de su madre: «No tienen vino», equivale a un áspero rechazo: «¿Qué nos va a ti y a mí, mujer? Aún no ha llegado mi hora.» El revelador Jesús y su madre no se mueven en un plano humano común. Tampoco en 6,42, donde se nombra a José, se da el nombre de María. En la escena de la cruz las relaciones aparecen algo más positivas, pues Jesús se preocupa de su madre momentos antes de morir. Aunque tampoco aquí desaparece en modo alguno la distancia, como lo atestigua el tratamiento de «mujer» (y no «madre»). Ahí parece apuntar el presente pasaje: «Las palabras de Jesús tienen el carácter de una última disposición, es decir, se trata en algún modo de la solicitud por los que se quedan, ya sea en un sentido material o figurado. Pero ¿cuál es aquí la preocupación dominante de Jesús, la de su madre o la del discípulo? El sentido más natural es sin duda el de que Jesús, como hijo en trance de separarse, toma precauciones en favor de su madre que sigue en el mundo».
Según Ex 20,12-23, era deber legal de un hijo ocuparse de su madre 115. Esa tarea ya no puede cumplirla ahora Jesús; de ahí que instituya al «discípulo a quien amaba» como sucesor y representante legal suyo. «Legalmente una mujer debía estar siempre confiada al cuidado de un pariente varón. Y ése fue el encargo que Jesús confió al discípulo que le estaba especialmente aficionado». En el trance de su partida Jesús quiere dejarlo todo perfectamente en orden. Esa es la interpretación que defendió ya Tomás de Aquino 117. También J.S. Bach la presenta en su pasión según san Juan:
«Se cuidó de todo en la última hora y aún pensó en su madre dándole un tutor. Hombre, obra con rectitud, ama a Dios y al hombre, muere sin ninguna pena y no te atormentes» (Coral, n.° 56).
La figura del «discípulo a quien amaba» Jesús tampoco se esclarece más con el presente pasaje. Lo único que se dice es que estaba junto a la cruz, revistiendo probablemente una función de testigo, a la que se alude de modo explícito en 19,35. Desde el punto de vista del texto parece en cierto modo muy natural que ese discípulo, singularmente amado de Jesús asuma también en el futuro el cuidado de la madre de Jesús.
Mas ¿no late al mismo tiempo en esta escena un sentido profundo y simbólico? R. Bultmann piensa al respecto: «Evidentemente esta escena, que frente a la tradición sinóptica no puede esgrimir ninguna pretensión de historicidad, tiene un sentido simbólico. La madre de Jesús, que permanece junto a la cruz, representa al judeocristianismo que ha superado el escándalo de la cruz. El cristianismo gentil, que representa el discípulo amado, recibe el encargo de honrarlo como a su madre, de la que procede, mientras que al cristianismo judío se le ordena entrar en la casa del cristianismo gentil, es decir, debe saber incorporarse a la gran comunidad eclesiástica. Y esas instrucciones descienden de la cruz, lo que vale tanto como decir que son instrucciones del Jesús exaltado, y su sentido es el mismo que el de sus palabras en la oración de 17,20s; la plegaria por los primeros discípulos y por quienes a través de su palabra llegarían a la fe...» 118. Sobre esta concepción se ha ejercitado merecidamente la crítica. Es atinada desde luego la afirmación de que en Juan hay que contar con un alcance simbólico de la escena; pero entonces será necesario elaborar ese simbolismo desde el conjunto de la teología joánica, sin que se le pueda introducir desde fuera como un episodio curioso. Schunmann observa: «No debería ser necesaria prueba alguna para demostrar que, en el evangelio espiritual de Juan, la última voz del crucificado, puesta tan de relieve, no sólo debe regular la solicitud terrena por María, sino que tiene además otro alcance; también los otros rasgos narrativos de la escena de la crucifixión desembocan en un sentido simbólico dentro del contexto inmediato». La interpretación del propio Schurmann suena así: «El discípulo, al que Jesús amaba, está al pie de la cruz como testigo de la tradición (autor) del Evangelio de Juan. En María son confiados a ese discípulo, y con él a su evangelio, todos cuantos esperan su salvación del Exaltado, los que desean acoger su palabra. Desde la cruz Jesús mismo declara en cierto modo ese Evangelio como «canónico » y obligatorio para la Iglesia. De esta forma el Exaltado establece desde la cruz y para todos los tiempos la unidad de los creyentes, que según Jn 17,20s se realiza mediante la transmisión de la palabra por obra de los discípulos encargados. Con esta última disposición, presentada con singular eficacia, Jesús sabe que está consumada (cf. 4,34; 19,28.30; cf. 5,36; 14,31) la obra, que el Padre le había encargado (17,4). La formación de la única Iglesia por la palabra es la coronación de la obra terrena de Jesús». Tal explicación se nos antoja al menos plausible, ya que arranca de las peculiaridades y tendencias joánicas. Resulta, no obstante, problemático que la idea de la unidad de la Iglesia pueda ocupar tan resueltamente el primer plano, idea que más bien parece expresada con la «túnica sin costura».
Habrá que partir del hecho de que ese «testamento de Jesús» supone ante todo la clara separación que tiene lugar entre Jesús y «los suyos». Jesús los deja en el mundo, y entre ellos a su propia madre y al «discípulo a quien amaba». Con ello cobran nueva fuerza, desde luego, todas las afirmaciones que de cara a su partida hizo Jesús en sus discursos de despedida sobre los que «seguían» en el mundo. En esta hora se cumple, por tanto, la palabra de Jesús: «Sin embargo, yo os digo la verdad: os conviene que me vaya» (Jn 16,7). Su muerte es la condición para la existencia de la comunidad de discípulos en el mundo, de tal modo que este «testamento de Jesús» podría muy bien ser la carta fundacional de la «Comunidad de Jesús según el sentir de Juan». En este pasaje hay que volver a considerar una vez más el comienzo de los discursos de despedida, el capítulo 13. Allí el lavatorio de los pies representaba una exposición anticipada de la muerte de Jesús como la muerte de amor hasta el extremo de 13,1 se coge en 19, 28ss: «Consciente Jesús de que todo quedaba ya cumplido...» Por lo mismo habrá que entender los v. 26s como expresión de dicho cumplimiento; ello quiere decir que, como levantado sobre la cruz, Jesús instituye la comunidad de «los suyos» al poner en mutua relación para el futuro, de forma simbólica y vicaria, a María y al discípulo «que él amaba». Aquí se muestra además el mandamiento del amor: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (13,34). Hoskyns dice por ello atinadamente: «Del sacrificio del Hijo de Dios procede la Iglesia, y la vinculación del discípulo amado y de la madre del Señor prefigura y proclama de antemano el amor de la Iglesia de Dios».
Echando todavía un vistazo desde este punto a la serie de escenas que se suceden en el relato joánico de la crucifixión de Jesús, parece posible reconocer su interna conexión teológica. Los versículos 16b-18 empiezan por referir el hecho y el lugar de la crucifixión de Jesús. Los versículos 19,22, con la disputa acerca de la inscripción de la cruz, establecen definitivamente, gracias a la negativa de Pilato a cambiar su tenor, a la faz del mundo la realeza de Jesús (cf. las tres lenguas) matizada a lo largo del proceso. El reparto de los vestidos (v. 23s) confirma por una parte (¡y con qué exactitud!) el cumplimiento de la Escritura, y por otra alude también a la unidad de la comunidad de Jesús. Finalmente, el fragmento textual de v. 25-27 describe la fundación de la comunidad de creyentes al pie de la cruz; esa comunidad de Jesús, simbolizada por María y el discípulo amado, queda obligada al mandamiento del amor «hasta el extremo» y del «amaos los unos a los otros».
5. LA MUERTE DE JESÚS (Jn/19/28-30)
La descripción de la muerte de Jesús, en Juan, corre lógicamente hacia la descripción de su final victorioso.
28 Después de esto, consciente Jesús de que todo quedaba ya cumplido, para que se cumpliera la Escritura dice: «Tengo sed.» 29 Había allí un jarro lleno de vinagre; pusieron, pues, en una caña de hisopo una esponja empapada en el vinagre y se la acercaron a la boca. 30 Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: «¡Todo se ha cumplido!» E inclinando la cabeza, entregó su espíritu.
La palabra clave teológica con que Juan describe la muerte de Jesús es el verbo «consumar» o «cumplir» (griego teleioun), que en este contexto aparece hasta tres veces. Jesús sabe, es «consciente» de que ahora todo se ha «cumplido». Estamos ante aquella ciencia del revelador acerca de su camino y de la tarea que debía llevar a término. El versículo 28 establece de forma lapidaria que esta tarea estaba terminada. Así que ahora sólo falta el cumplimiento de la Escritura: «Por alimento me sirven el veneno, por bebida a mi sed me dan vinagre» (Sal 69,22). Esas palabras escriturísticas y su cumplimiento los ha tomado Juan de la tradición (cf. Mc 15,36). Pero, al hablar también aquí de cumplir, señala que, con ese suceso, el cumplimiento de la Escritura toca a su final, que también ella «se cumple.»
Por lo demás, el cuadro de Juan difiere del de Marcos. Según /Mc/15/34-46: «Clamó Jesús con voz potente: Eloí, Eloí, lamá sabajzaní, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», grito que los circunstantes interpretaron mal imaginando que Jesús invocaba la ayuda de Elias. «Corrió entonces uno a empapar una esponja en vinagre, y poniéndola en la punta de una caña, le daba de beber diciendo: ¡Dejadlo! Vamos a ver si viene Elías a bajarlo» (cf. 27,46-49). Tanto Marcos como Mateo destacan más el hecho cruel y penoso de la muerte de Jesús. Esa muerte aparece introducida por «grandes tinieblas» a modo de una aflicción o un luto cósmico; lo pavoroso, que acontece con la muerte de Jesús, queda envuelto en noche profunda. Y a todo ello se suma el desamparo de Jesús por parte de Dios. Es pues falsa, al menos en la interpretación de Marcos, la idea expuesta a menudo -y derivada del hecho de que Jesús toma en sus labios los versículos introductorios del Salmo 22, que termina con una alabanza y acción de gracias (Sal 22,23-32)- de que no se trataría en modo alguno de una expresión del abandono divino, sino que Jesús contemplaría más bien lleno de confianza su próximo triunfo. Marcos ciertamente que no ha querido decir eso, como lo atestigua claramente la mala interpretación aneja: «Mira, está llamando a Elías ..», así como la observación: «Vamos a ver si viene Elias a bajarlo.» En Marcos no ocurre ningún milagro, como tampoco aparece ninguna transfiguración de la muerte de Jesús. Jesús muere lanzando un grito. Sólo después se suceden diversas señales, la rasgadura del velo del templo y la confesión del centurión: «Realmente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,38-39); señales que Mateo amplía (Mt 27,51-53). Al tener la muerte de Jesús una importancia escatológica, introduce también el cambio escatológico de eones y con él la resurrección general de los muertos. La exposición de Lucas sigue su propio camino poniendo de relieve la resignación de Jesús hasta el final. El tenor de la última palabra de Jesús fue éste, según Lucas: «Entonces Jesús, exclamando con voz potente, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y, dicho esto, expiró» (Lc 23,46).
Fácilmente pueden descubrirse las tendencias que presenta la interpretación posterior a Mc de la muerte de Jesús. Se puede hablar ya de una tendencia a transformarlo en héroe. En Marcos Jesús padece la muerte en el abandono de Dios y en la aflicción; acaba su vida con un grito inarticulado; lo que sin duda podría estar muy cerca de la verdad histórica. Lucas describe ya la muerte del varón justo y piadoso, la muerte del Salvador que hasta el último instante acoge a los pecadores y luego encomienda su alma a Dios. En Juan es la muerte del revelador, del testigo regio de la verdad, que hasta el último momento cumple su obra, obediente a la voluntad del Padre; esa muerte es la victoria escatológica sobre el cosmos y su príncipe. Con esta imagen ya no encaja en modo alguno el abandono de Dios. Aquí muere alguien que de hecho ha llevado a término su obra, incluso con las últimas recomendaciones, que imparte desde la cruz. Por eso, todo cuanto aquí ocurre debe ir nimbado del resplandor fulgurante de la consumación. De ahí que la última palabra de Jesús en el relato joánico sea lógicamente ésta: «Todo está cumplido.» Esa palabra es el sello y firma puestos a la obra de Jesús, a su revelación de Dios, que culmina en esa muerte como la consumación del amor.
6. EL COSTADO DE JESÚS, TRASPASADO (Jn/19/31-37)
31 Entonces los judíos, porque era la parasceve, para que los cuerpos no quedaran en la cruz el sábado -pues aquel sábado era día de gran solemnidad-, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. 32 Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y luego las del otro que había sido crucificado con él. 33 Pero, cuando llegaron a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, 34 sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y al momento salió sangre y agua. 35 Y el que lo vio ha dado testimonio de ello, y ese testimonio suyo es verdadero, pues él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. 36 Porque esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán hueso alguno.» 37 Y también otra Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron.»
El relato pertenece al acervo propio de Juan y es probable que tenga un «origen relativamente tardío». Aquí no hay conexión alguna con la tradición joánica. Hasta qué punto, sin embargo, se encuentran bajo el texto joánico determinadas tradiciones peculiares con noticias históricas, es algo que no se puede establecer con seguridad. No obstante la referencia a la execración de los colgados (Dt 21, 22s) se da también en Pablo (Gál 3,13), lo que bien podría aludir a una antigua polémica anticristiana. Tampoco la alusión a la autoridad del testigo presencial (v. 35) aporta demasiado, pues incluso en este relato el genuino propósito del evangelista está en el plano de la afirmación teológica. Esos propósitos teológicos son ciertamente los que conviene conocer bien. Al evangelista le interesa documentar la realidad de la muerte de Jesús. En segundo lugar parece que intenta una afirmación simbólica, que se refiere a la Iglesia. En tercer lugar se trata una vez más de comprobar el cumplimiento de la Escritura y, junto con ello, una tipología pascual. Las dos citas escriturísticas al final de la pieza constituyen la clave de todo el episodio. Incluso después de muerto Jesús, así empieza el relato, los judíos siguen empeñados en descargar sobre Jesús todo el rigor de la ley; y ello, evidentemente, porque de los colgados del madero se temía una contaminación de todo el país, especialmente en el supremo día festivo. Detrás se encontraba el texto legal: «Si un hombre ha cometido un delito digno de muerte, y ha de ser ajusticiado, le colgarás de un árbol; pero no permitirás que su cadáver pase la noche en el árbol, sino que sin falta lo enterrarás ese mismo día; pues un hombre colgado de un árbol es una maldición de Yahveh, y no has de mancillar la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar en herencia» (Dt 2t,22s). La prohibición se refería originariamente a los colgados o ahorcados, pero se amplió luego a los crucificados. Puede compararse con esto una noticia de Flavio Josefo que, con ocasión del homicidio del sumo sacerdote Anás y de un hombre, llamado Jesús, por obra de los idumeos, aliados en la guerra judía con los zelotas, dice así: «Cometieron su crimen hasta el extremo de que dejaron sin sepultar los cadáveres, aunque los judíos se preocupan en tal grado de enterrar a los muertos, que incluso bajan de la cruz y sepultan antes del ocaso los cadáveres de quienes son condenados a morir crucificados» 123. También en este pasaje se muestra Juan, como de ordinario, bien informado de las ideas y costumbres judías. Explica el proceder de los judíos mediante la referencia a la parasceve. Según su exposición lo era aquel viernes santo en un sentido doble: respecto del sábado que ya empezaba y respecto de la gran fiesta de pascua; por lo que se dice: «Aquel sábado era día de gran solemnidad.»
En consecuencia, los judíos ruegan a Pilato que se practique con todos los crucificados el crurifragium, el «quebrantamiento de las piernas»; tormento que sólo se podía infligir para acelerar la muerte, caso de que ésta no hubiera aún ocurrido, como lo indica claramente el texto. Pilato imparte la orden oportuna, que los soldados cumplen en los dos hombres crucificados con Jesús. «Pero, cuando se llegaron a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y al momento salió sangre y agua.» Sobre el dato opina Blinzler: «Llegaron, pues, unos soldados romanos y mataron a los dos ladrones, rompiéndoles los huesos de las piernas con una clava de hierro. Pero con Jesús se abstuvieron de hacerlo al comprobar que ya era difunto. Sin embargo, para estar más seguros de que no fuera bajado de la cruz con algún aliento de vida, uno de ellos le golpe6 el costado con su lanza. La salida de sangre y agua le demostr6 que, efectivamente, ya había acaecido la muerte». Estas reflexiones sólo afectan a una parte de la exposición. Lo que Juan ha pretendido con esta escena ha sido dar una «prueba» irrefragable de la muerte de Jesús.
Ciertamente que la lanzada la dan no tanto «para estar seguros de que Jesús estaba realmente muerto», cuanto «para que se cumpliera la Escritura», aunque esta idea pueda resultar pintoresca al lector moderno. En ella debe verse una acción simbólica, que como tal es imputable especialmente al evangelista. La aplicación -habitual desde los padres de la Iglesia- a los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, sigue contando con más posibilidades que la simple interpretación realista. Y ello, sobre todo, porque la herida del costado es también, según Juan, un importante atributo del Resucitado (cf. 20,20.25ss), o dicho de otro modo, es una señal de Cristo resucitado. «El evangelista se sirvió de una palabra muy estudiada, pues no dijo que perforó su costado, le hirió o algo parecido, sino que dice le golpeó, lo cual en cierto modo evoca la imagen de una herida abierta y sugiere, con la interpretación de los padres, la apertura de la puerta de vida de donde fluyen los sacramentos de la Iglesia, sin los cuales no es posible entrar en la vida verdadera. Aquella sangre fue derramada para el perdón de los pecados; aquel agua, que colma el cáliz saludable, asegura tanto el baño como la bebida» 126.
Se encuentra en este pasaje la referencia a un testigo: «Y el que lo vio ha dado testimonio de ello, y ese testimonio suyo es verdadero, pues él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis.» La referencia debe refrendar la fiabilidad del relato, y difícilmente cabe poner en duda que el evangelista quiere revocarse aquí a un fiador y a su testimonio concreto. Por lo demás, el concepto joánico de testigo no apunta sólo a la realidad externa y fáctica, sino que incluye también aquellos elementos que en definitiva sólo son accesibles a la fe. Se trata de una testificación cualificada, en la que no basta con haber «visto» como un acontecimiento de revelación, es decir, en su alcance teológico. Se trata de un testimonio creyente, que a su vez puede suscitar una nueva fe. En un sentido general hay que aceptar sin más que ese testimonio creyente se remonta al primer círculo de discípulos de Jesús, al que pudo haber pertenecido ese fiador del evangelista, que nosotros, desde luego, no conocemos por otros documentos. Hasta qué punto están en relación con esto las peculiaridades históricas es otro problema, en el que no podemos entrar.
Sigue todavía la referencia al cumplimiento de dos pasajes escriturísticos: «No le quebrantarán hueso alguno» se refiere a Ex 12,46, en que se dice del cordero pascual: «No quebraréis ninguno de sus huesos» 128. En la mente de Juan se tratará sin duda de una tipología pascual: Jesús es el nuevo, verdadero y escatológico cordero pascual, que para los cristianos sustituye el orden antiguo. Con él se impone un nuevo orden (la nueva alianza). Ya lo había dicho Pablo: «Echad fuera la levadura vieja, para que seáis masa nueva, lo mismo que sois panes ázimos. Porque ha sido inmolado nuestro cordero pascual: Cristo. Así pues, celebramos la fiesta, no con levadura vieja, ni con levadura de malicia y de perversidad, sino con ázimos de sinceridad y de verdad» (lCor 5,7-8). Que Cristo sea «nuestra pascua» difícilmente podría ser una idea especifica de Pablo; es una concepción de la tradición comunitaria prepaulina, con la que también puede estar relacionada la concepción joánica. La segunda fase bíblica suena así: «Mirarán al que traspasaron», que se refiere a un texto profético: «Y mirarán a aquel a quien traspasaron. Y harán duelo por él como se hace duelo por el hijo único, y llorarán amargamente por él como se llora amargamente por el primogénito» (Zac 12,10b). En Zacarías el «traspasado» es un personaje nimbado de misterio, cuya identificación resulta bastante discutible. Horst piensa sobre el particular: «Así pues, hay que ver conjuntamente la muerte de uno y la aniquilación de muchos, de los opresores, y habrá que valorar sin duda la muerte precedente de uno como la causa para la aniquilación de los enemigos... Habrá que pensar en la muerte sacrificial y expiatoria de un inocente para que salve de la opresión del enemigo..., y la alusión bien podría derivar de un mito escatológico, que no conocemos por otra parte». Para Juan ese «traspasado» es Jesús, al que ahora habrán de contemplar todos para su salvación (cf. también 3,14ss). Se le señala ya con el dedo, como resucitado que lleva las heridas como una marca permanente de su humanidad, de su pasión y de su muerte. Quien lo mira consigue salvación y vida; quien pasa de lejos incurre en el juicio. Así esta última escena junto a la cruz encaja por completo en el marco de la teología joánica de la elevación de Jesús. También el último acto de la pasión representa una suprema glorificación de Jesús; hasta los soldados que perforan el costado de Jesús con la lanza, sirven a un oculto designio divino, a saber: demostrar que ese crucificado es el salvador del mundo, el acceso a la salvación para todos.
7. SEPELIO DE JESÚS (Jn/19/38-42)
38 Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero secretamente, por miedo de los judíos pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato se lo permitió. Entonces fue y se llevó el cuerpo de Jesús. 39 Llegó también Nicodemo, aquel que al principio fue a buscar a Jesús de noche; traía una mezcla de mirra y áloe como de unas cien libras de peso. 40 Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos, con los aromas, según es costumbre de sepultar entre los judíos. 41 Había un huerto en el lugar donde fue crucificado Jesús, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que aún no había sido colocado nadie. 42 Y allí, por ser la parasceve de los judíos, colocaron a Jesús, ya que el sepulcro estaba cerca.
Los cuatro evangelistas refieren que Jesús, después de morir en la cruz, fue bajado de ella y sepultado (Mc 15, 42-47; Mt 27,57-61; Lc 23,50-56; Jn 19,38-42). Pese a la comprensibilidad no desfavorable, propia de esas historias de la deposición en el sepulcro, son grandes las dificultades que presentan tanto en el aspecto de la tradición como de la historia. Habrá, por consiguiente, que mostrarse muy cauto en sacar unas conclusiones históricas directas, aun cuando no pueda excluirse la posibilidad de una sepultura rápida. En el aspecto literario, hay que pensar que las historias del sepelio escritas por los evangelistas no deben interpretarse sin las subsiguientes historias pascuales; aquéllas preparan la aparición de éstas mediante una serie de rasgos peculiares. Para Juan esto significa, dado que, según su relato, el entierro de Jesús tiene efecto con todos los requisitos ordenados, incluida la unción del cadáver, lo cual representa a su vez una fuerte discrepancia con los sinópticos no superable, que también en él se desarrolla un motivo importante para la ida de las mujeres al sepulcro la mañana de pascua.
Acerca de los distintos rasgos peculiares advierte J. Blinzler: por la ley ordinaria los cadáveres de los ajusticiados pertenecían al Estado romano, que en la negativa de la inhumación veía un castigo o una deshonra suplementaria. La entrega de un ajusticiado para su sepultura sólo podía lograrse por la vía de un acto de gracia de la administración, que dependía del capricho del respectivo magistrado. Parece que fue sobre todo el emperador Augusto el que reguló tales ritos. El judaísmo atribuía el máximo valor a un enterramiento honroso, y a ser posible en un sepulcro familiar. A los ajusticiados se les negaba ese honor. Para ellos había establecidos dos lugares de enterramiento público, uno para lapidados y quemados, y otro para decapitados y ahorcados. Los pecadores no debían reposar junto a los piadosos, a fin de que éstos sufrieran deshonor.
El enterramiento de Jesús, tal como lo cuentan los evangelistas, parece haberse realizado en este marco común. La iniciativa no parece, por lo demás, que haya partido de los judíos según lo presenta Juan, porque de ser así, Jesús habría sido arrojado a la sepultura común de los criminales; José de Arimatea habría llegado demasiado tarde con su petición. Todo el relato es una inserción en tensión patente con la historia tradicional del enterramiento
Según el relato de Marcos (Mc 15,42-47) -que también aquí constituye la base de los otros dos sinópticos- la iniciativa de enterrar a Jesús partió de un hombre llamado José de Arimatea. Marcos lo describe como un «miembro ilustre del sanedrín, el cual esperaba el reino de Dios» (v. 43), que de una parte estaba cerca de Jesús y de su movimiento, y de otra como miembro del Sanedrín reunía también las condiciones para llegar a un acuerdo con el procurador. El personaje de José de Arimatea, firmemente anclado en las historias tradicionales, de la inhumación de Jesús, es un apoyo importante para atribuir a esa tradición un «núcleo histórico»; sobre todo tratándose de una persona a la que no volvemos a encontrar en ninguna otra parte, y que pertenecía a una clase social distinta de la que formaban los discípulos de Jesús. Según Marcos, la bajada del cadáver y su deposición en el sepulcro hubieron de realizarse a toda prisa. La tarde avanzaba y con la puesta del sol empezaba el sábado en que debía cesar todo tipo de actividad.
Por ello José de Arimatea acude apresuradamente a Pilato, el cual se extraña de que Jesús haya muerto tan pronto. Pilato se hace confirmar la muerte de Jesús por el centurión romano que había dirigido la ejecución, y entrega después el cadáver de Jesús. Acto seguido José compra una sábana, baja a Jesús de la cruz, envuelve el cadáver en el lienzo «y lo depositó en un sepulcro que estaba excavado en una roca; luego hizo rodar una piedra sobre la puerta del sepulcro» (v. 46). Para el ulterior desarrollo de la historia en Marcos es importante que la premura de tiempo no permita la unción del cadáver de Jesús, y también la observación final: «María Magdalena y María, la madre de José, estaban mirando dónde quedaba depositado» (v. 47). La mañana de pascua emprenderán la marcha hacia el sepulcro.
En Juan (19-38-42) no hay rastro alguno de la premura de tiempo, de la prisa, ni de las deficiencias consiguientes en la inhumación de Jesús. El entierro tiene efecto más bien con toda solemnidad y con toda la solicitud que merece el cadáver de Jesús. También aquí es José de Arimatea el que toma la iniciativa; Juan lo presenta como «discípulo de Jesús, pero secretamente, por miedo a los judíos». Pilato le entrega el cadáver de Jesús sin más detalles. Luego lo quita de la cruz.
Como segunda figura aparece en Juan, además, Nicodemo, «aquel que, al principio, fue a buscar a Jesús de noche» (alusión al c. 3: 3,1.4.9; cf. 7,50). También él pertenecía al estrato de los judíos acomodados, lo que se demuestra, entre otras cosas, por el hecho de traer «una mezcla de mirra y áloe como de unas cien libras de peso» para ungir al difunto. Juan quiere indicar con ello que nada faltó, que hubo abundancia de todo. Embalsamar los cadáveres no era habitual entre los judíos, a diferencia de lo que ocurría en Egipto, pero sí la unción con aceite, al que se mezclaban perfumes.
Así pues, el cadáver de Jesús fue ungido y perfumado, después lo envolvieron en lienzos «según es costumbre de sepultar entre los judíos» (cf. la resurrección de Lázaro en el c. 11, especialmente v. 44). Con este dato se quiere significar que Jesús tuvo una inhumación modélica según la costumbre judía. La sepultura de Jesús se describe en los v. 41-42, donde se deja sentir la inclinación del evangelista a presentar un cuadro lo más preciso posible.
Cerca
del lugar de la ejecución había un huerto, y en él un sepulcro nuevo, en el que
todavía no había sido depositado nadie: a la persona del hijo de Dios le
corresponde un honor especial incluso en la muerte. Allí fue llevado Jesús. La
alusión a la «parasceve de los judíos... ya que el sepulcro estaba cerca» es,
sin duda, reminiscencia velada de una tradición o documento anteriores, que como
Marcos hablaba de una inhumación apresurada. Pero de eso, como hemos visto, ya
no es mucho lo que podemos rastrear en Juan.
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89. Cf. también sobre este punto
5,41-47, especialmente eI v. 43; 10, 1.8.10.12.
90. TOMAS DE AQUINO, Comentario a Juan, n. 2373-2378.
100. Se trata sin duda de una formación analógica sobre Lc 21,20-24, en que el
tercer evangelista alude asimismo a la destrucción ya ocurrida de Jerusalén.
115. Cf también Pr 23 22; 30,17, Eclo 3,16, 4,10.
117. Comentario a Juan, n.° 2441.
118. BULTMANN, Johannes, p. 521.
123. JOSEFO, Bell. IV, 317-318. 126. AGUSTÍN, Tratados sobre el evangelio de
Juan 120,2 (BAC, Madrid 1957, p. 713).
128. Cf. también Núm 9,12; Sal 34 21 dice del «justo»: «Él (Yahveh) preserva sus
huesos, sin que alguno de entre ellos se fracture»; pero dicho texto no hace al
caso, según la versión griega de los Setenta.