CAPÍTULO 15


SEGUNDO DISCURSO DE DESPEDIDA (15,1-16,33)

Aun cuando el segundo discurso de despedida trata temas parecidos a los del primero, se puede comprobar un cambio de acento. El discurso primero había estudiado sobre todo la cuestión de las nuevas relaciones de la comunidad con Jesús, reflejando asimismo la importante distinción teológica entre la situación prepascual y la postpascual. En el discurso segundo de despedida, por el contrario, aparece la comunidad como tal en un primer plano mucho más destacado; aquí se formula explícitamente la temática eclesiológica. Sabemos así, ante todo, qué es la comunidad cristiana según Juan, cómo se define, cuál es su situación en el mundo y en qué se funda su esperanza.

1 LA VERDADERA VID (Jn/15/01-10)

1 «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. 2 Todo sarmiento unido a mí que no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más todavía. 3 Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado. 4 Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. 5 Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. 6 EI que no permanece en mí es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; y los reúnen y echan al fuego, y se queman. 7 Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis, y os será concedido. 8 Con esto será glorificado mi Padre: con que deis mucho fruto y así manifestaréis ser mis discípulos. 9 Como el Padre me amó, os amé también yo. Permaneced en mi amor. 10 Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo siempre he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.»

El segundo discurso de despedida empieza de inmediato con una alocución «Yo soy» ligada a una metáfora: «Yo soy la verdadera vid» 75. En este discurso se exponen las relaciones de los discípulos con Jesús, por lo que trata de la función y vida de la comunidad de discípulos.

Para la inteligencia del texto es fundamental el problema de la significación de la metáfora «vid». ¿De qué tradición la ha tomado Juan y qué ha querido expresar con dicha metáfora? 76. R. Borig ha analizado con particular agudeza los numerosos pasajes veterotestamentarios en que la vid aparece como imagen del pueblo de Israel77. Y ha demostrado ante todo que en la tradición del Antiguo Testamento está firmemente establecida la conexión de viña, vid y fecundidad, que también es típica del discurso figurado, sacando la misma conclusión desde otras averiguaciones 78: «El empleo de la metáfora en Jn 15,1ss puede derivarse claramente del AT, en la medida en que no está condicionada por el uso peculiar de Jn. Lo cual no debe excluir en absoluto la apertura a otras tradiciones. Como eslabón intermedio, entre el empleo metafórico veterotestamentario y judío de la viña o la vid y el discurso figurado de Juan sobre la «vid verdadera», hay que poner sin duda la parábola de los malos viñadores (Mc 12,1-12). Es verdad que en ese relato parabólico no hay ninguna identificación explícita entre la viña y Jesús. Pero en la redacción de Mc es evidente que la historia tiene un acento cristológico. Ciertamente el Hijo y heredero de la viña es muerto por los viñadores, pero Dios le glorifica.

Las palabras «Yo soy la vid verdadera» deben por ello entenderse ante todo como un discurso de revelación cristológica. El calificativo complementario «la verdadera» no ha de entenderse en primer término como una oposición entre la «verdadera» y otras que esgrimen, aunque sin fundamento, la misma pretensión, sino como designación de Jesús, que, como revelador de Dios, es «la verdad» 80. Como Hijo de Dios, Jesús se designa a sí mismo como «la vid en el sentido de que sólo el Hijo puede ser la vid». En esa radical superioridad late el acento de esa oposición: «Con la imagen metafórica de la vid y la noción cualitativa asociada a esta imagen, todas las demás realidades que pretenden análoga calificación deben ser desechadas; es decir, «con la imagen joánica de la vid Jesús se pone en el lugar que hasta ahora solía ocupar el pueblo de Israel». Esa explicación, según la cual la imagen judía de la vid como símbolo de Israel se aplica ahora a Jesús, y Jesús ocupa en consecuencia el lugar del antiguo Israel, responde por lo demás perfectamente bien a la teología joánica. Según Juan con la venida de Jesús ha llegado el fin del culto del templo israelita y el fin de la comunidad cultual perteneciente a ese templo (cf. 2,13-22; 4,21-26; 8,31-59).

Mas, desde el punto de vista de la historia de la salvación, la comunidad cristiana, como «nuevo Israel» no entra sin más ni más en el puesto del Israel antiguo, sino que es ante todo Jesús mismo, quien como Hijo y revelador de Dios, ocupa el lugar de Israel. Es él personalmente el que constituye el centro de la nueva comunidad salvífica. Así la imagen de la vid empieza por experimentar una concentración cristológica como requisito para la ampliación eclesiológica, que aparece después. Simultáneamente Juan logra de este modo establecer que la historia de la salvación se funde en Dios: el Padre, es decir, Dios, es en este discurso metafórico el viñador, que de conformidad con la comparación veterotestamentaria, habitualmente es también el dueño y señor de la viña.

En este texto se trata de la nueva (escatológica) comunidad de salvación, la Iglesia, fundada por Jesús, la «vid verdadera». Naturalmente en la exposición no hay que sobrepasar el discurso metafórico, ni deformarla en el sentido de una parábola sinóptica. Discurso figurado y razonamiento objetivo están a menudo en Juan tan apretadamente entrelazados que es necesario tomar el texto a la letra.

La introducción de los «sarmientos» (v. 2) llega un tanto precipitadamente. Pero que el texto pueda hablar de los mismos sin ninguna transición, muestra que en la representación de la «vid verdadera» se sobreentendían los sarmientos ya desde el comienzo. Responde a la mentalidad veterotestamentaria y judía el que con la vid y los sarmientos se conecte directamente el «dar fruto» 85. Más aún, el interés del viñador está en que su viña dé la cosecha más abundante posible. El concepto «dar fruto» se desprende directamente de la imagen, sin que el contexto proporcione ninguna aclaración complementaria. Se trata de «toda la cosecha» de una vida en comunión con Jesús y no sólo ni preferentemente del fruto misional (la idea misionera no aparece en el contexto del discurso de la vid). En el Antiguo Testamento se habla a menudo de que Israel, como viña de Yahveh, no dio el fruto esperado (por ej., Is 5,2.4). A ello se opondría aquí el hecho en sí de «dar fruto». Se trata sobre todo de «dar fruto» y de cómo conseguirlo.

En el desarrollo de la imagen del viñador se mencionan en particular dos actividades: la corta de los sarmientos infecundos y la poda (= limpieza) de los sarmientos buenos para que lleven aún más fruto. La imagen, que sólo se interrumpe por el giro «el que permanece en mí...», apunta como de paso al juicio divino, con el que también ha de contar la fe. Mas la alusión debe subrayar principalmente que en la comunidad de Jesús importa sobre todo lo demás el «dar fruto». Sin duda que si la comunidad, al igual que cada uno de los discípulos, dejan de vivir en la fe y el amor, deben contar con que serán «cortados». De otro modo sólo han de esperar la poda o limpieza.

El versículo 3 asegura que los discípulos ya están «limpios», y desde luego por la palabra de Jesús. «La pureza hay que entenderla en el marco de la imagen de la vid; es la disposición para dar fruto. No se piensa en la pureza moral o ritual». El encuentro con la palabra de Jesús, que pone al hombre en la decisión de creer, al conducir a la fe opera también esta limpieza o purificación, que hace posible el dar fruto. Aquí, una vez más, el don está al comienzo, la palabra de Jesús, de modo que el «dar fruto» no ha de entenderse como un logro humano. No obstante, de ese don brota también la llamada: «Permaneced en mí, y yo en vosotros» (v. 4). El verbo «permanecer» (griego menein), que a continuación presenta constantes variaciones, indica en Juan lo definitivo y duradero de la relación con Jesús fundada en la fe; una relación de mutua confianza y lealtad, que se desarrolla entre él y los suyos. La fórmula «permaneced en mí, y yo en vosotros», que define esa relación como una reciprocidad personal, es singularmente típica de Juan. En esa relación se funda que el creyente permanezca en él, y ese permanecer en Jesús es la condición indispensable para dar fruto. Hasta qué grado de intensidad haya de entenderse ese permanecer recíproco, lo indica el versículo 4b: sin la unión con la cepa es imposible que el sarmiento dé fruto; por sí mismo, por su propia fuerza y capacidad no puede absolutamente nada. Del mismo modo tampoco los discípulos pueden dar fruto, si no permanecen unidos a Jesús.

Y ahora sigue el punto culminante de todo el discurso: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (v. 5a). Se ha aludido al hecho de que el Jesús joánico no se designa simplemente como el tronco o la cepa, en oposición a los sarmientos, sino como la «vid», que comprende ya la totalidad de las ramas. Se entendería falsamente la imagen de querer referir la «vid» sólo a Jesús. Se trata más bien de una totalidad dada, que se funda desde luego en Jesús, pero que abarca también los sarmientos, de tal modo que desde este lado es clara asimismo la referencia a la comunidad. En todo caso hay una prioridad de Jesús absoluta e inconmovible: «porque, separados de mí, no podéis hacer nada» (v. 5c). Sola la unión con Jesús tiene la promesa del «mucho fruto», mientras que la separación de él comporta la infecundidad radical. Las contraposiciones «dar fruto» e infecundidad significan una salvación o desgracia definitivas, al igual que el permanecer en Jesús se entiende de un modo definitivo. Así lo indica el versículo 6 con el ejemplo de la extrema posibilidad negativa: quien no permanece en Jesús, y quiere vivir y obrar sin él, será «arrojado» (cf. Mt 5,13; 21,39), del mismo modo que los sarmientos cortados y secos se amontonan y queman. Es indiscutible que Juan recoge el lenguaje tradicional del juicio incorporándolo a su visión: la separación de Jesús, es decir, la incredulidad provoca ya el juicio. Echando una ojeada al discurso hasta este lugar (v. 1-6), destacan las siguientes líneas básicas. Se trata en este discurso metafórico de cómo se funda la comunidad. Jesús es personalmente la «vid verdadera», que ha ocupado el lugar del Israel antiguo y, se puede agregar, que con su obediencia al Padre constituye también el nuevo fundamento para todo el «dar fruto» de los creyentes. Con tal que uno se deje guiar por su palabra y crea, queda ya purificado e injertado en la fecundidad de la «vid». Con ello vienen a identificarse realmente el «dar fruto» y «permanecer en Jesús»: no hay fecundidad alguna sin permanecer en él, ni hay comunión alguna duradera con Jesús, que a la larga resulte infecunda. Sólo la separación de Jesús produce la infecundidad. Para formular la relación de la comunidad con Jesús, se sirve Juan de la fórmula «vosotros en mí y yo en vosotros» que abraza en sí los distintos elementos.

El versículo 7 aporta una idea nueva con la referencia a la oración. El «permanecer» se define ahora de modo que las palabras de Jesús permanecen en los creyentes. La fe va ligada a la palabra de Jesús, lo que incluye también la obediencia a esa palabra, el seguimiento. A la conformidad con la palabra de Jesús se le promete ahora que la oración será escuchada en todo su alcance. En ese contexto de oración, acuerdo con la palabra de Jesús y fecundidad, la oración no es ninguna acción mágica, sino más bien la incardinación al Espíritu y al obrar de Jesús, y en ese sentido participa de la certeza de ser escuchada. También la oración está relacionada con el dar fruto y aparece como la forma de meditación subordinada a la fecundidad.

Con el versículo 8 se cierra el razonamiento mediante la alusión a la glorificación del Padre. Como el Padre es glorificado por el Hijo y su destino (cf. 13,31s), así es también glorificado por el hecho de que los discípulos lleven fruto. En definitiva esa fecundidad se da, y con ella la realización de la vida cristiana, en unión con Jesús para mayor gloria de Dios, y también desde luego para la verdadera vida del hombre.

En los inmediatos versículos 9-10 se puede ver un nuevo giro del discurso de la vid, una «explicación más profunda del discurso metafórico», o también la introducción a la perícopa siguiente (v. 9-17). En todo caso esos versículos constituyen como un puente entre 15,1-8 y 15,11-17, puesto que representan una conexión real, y de ese modo exponen la trabazón interna de 15,1-17. Frente al discurso metafórico con su forma de expresión siempre oscilante y abierta reaparece ahora en primer plano un lenguaje referido a la realidad, que concreta lo dicho en el lenguaje metafórico y lo explica por la idea del amor entendida de un modo práctico. Jesús ha amado a los discípulos de una manera tan radical como el Padre «amó al Hijo» (v. 9). La forma de pasado (aoristo) alude al hecho de que en ese amor no se trata de una realidad pasada, sino más bien de una realidad permanentemente válida. Según 17,24, el Padre ama a Jesús «antes de la creación del mundo», es decir, desde siempre; no hay tiempo alguno en que el Padre no haya amado a Jesús. Ese amor eterno, permanente e imperecedero es el que Jesús promete también a los suyos. Constituye incluso parte y expresión de la realidad escatológica de la salvación. En esa medida el amor es también el objeto del que se trata en todo el discurso metafórico de la «vid verdadera».

Por ello la exhortación «permaneced en mí» puede transformarse al presente pasaje en esta otra: «permaneced en mi amor». El «dar fruto» no es por tanto otra cosa que la acción y dominio del amor. Con ello la idea de inmanencia («vosotros en mí, y yo en vosotros»)91 recibe su interpretación práctica y queda protegida contra una falsa exaltación mística. Pues, como afirma el versículo 10, permanecer en el amor de Jesús no es otra cosa que «guardar sus mandamientos», con lo que se indica el obrar del amor. El ejemplo lo constituye el propio Jesús:«Lo mismo que yo siempre he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.» ¿De qué manera ha guardado Jesús los mandamientos del Padre? No de otro modo que haciendo el camino de la cruz; es decir, dentro por completo de la linea del lavatorio de pies. Con ello la práctica ejemplar de Jesús se convierte en modelo de la práctica de los discípulos. Estos permanecen en su amor, cuando se orientan por Jesús y se mantienen fieles a su ejemplo.
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75. Acerca de la fórmula joánica «Yo soy», cf. el comentario a 14,6. 76. Siguiendo las huellas de E. SCHWEIZER (Ego eimi, p. 40ss. 69.79), ha sido sobre todo BULTMANN quien ha defendido la idea de que la vid del cap. 15 había que referirla al mito del árbol de la vida. Los apoyos más importantes en favor de esta hipótesis se encuentran en los llamados textos mandeos, una secta baptista, que todavía hoy existe en el curso inferior del Eufrates y del Tigris, y cuyos orígenes se remontan a los primeros tiempos del judaísmo y cristianismo. Su mitología religiosa presenta marcados rasgos gnósticos. «La vid es el árbol de la vida... El mito que sueña con un agua y un pan de vida, sueña también con un árbol de la vida. Pero lo que allí no es más que sueño es aquí realidad: ego eimi, de tal modo que, según Juan, Jesús habría dicho: Yo soy el verdadero árbol de la vida» (así BULTMANN, Johannes, p. 407s).
77. Por ejemplo, la famosa canción de la viña de Isaías (Is 5,1-7), o bien Jer 2,21: «Yo te había plantado como cepa escogida, toda ella de semilla genuina ¿Cómo, pues, para mí te has cambiado en sarmiento silvestre de viña bastarda? Cf. además, Ez 15,1-6; 19,10-14; Sal 80,9-15. 78. Según el relato del historiador judío FLAVIO JOSEFO, había en Jerusalén, sobre la puerta del templo propiamente dicho, el hekal, una vid de oro con sarmientos colgantes; Bellum Iudaicum v, 210; Antiquitates xv, 395. También TÁCITO, Historias v, 5, sabe al respecto que en el templo jerosolimitano había una vid de oro. «La vid, el racimo y el cáliz contaban entre los símbolos más antiguos empleados por los judíos. En la época del Nuevo Testamento se utilizaron muchos en sepulturas, osarios y monedas; ni siquiera faltan en las monedas de los procuradores, que se acomodaban así a las concepciones judías y aparecen asimismo en las monedas de la primera y la segunda sublevación. Más tarde tales símbolos florecen sobre todo en las sinagoga»: FLAVIO JOSEFO, Bellum Iudaicum II, 1, Darmstadt 1963. p 253s, nota 77. 80. Cf. 14,6. 85. Cf. por ej. Sal 1; pero también Mt 3,8.10; 7,16-20; 12,33. 91. Cf. el comentario a 14,3.
 

Meditación

Entre todos los conceptos teológicos probablemente no existe hoy ninguno que haya caído en tanto descrédito ni que comporte tantas dificultades, malas interpretaciones y antipatías emocionales como el concepto «Iglesia». Lo cual resulta tanto más sorprendente cuanto que al tema «Iglesia» se le ha consagrado en este siglo una enorme labor teológica, labor en que se han empleado las mejores fuerzas y que han encontrado cierta culminación en la constitución dogmática sobre la Iglesia, del concilio Vaticano II. El malestar afecta sobre todo a la Iglesia como institución, a la Iglesia jerárquica. Aquí no se trata de analizar el problema de las múltiples causas que han motivado ese cambio de opinión, sino de tomar el hecho como ocasión para preguntarnos en este pasaje por la idea joánica de Iglesia o mejor de comunidad. Es posible que una mirada a la concepción joánica nos ayude para poder ver y enjuiciar mejor las deficiencias actuales.

A tal fin hemos de tener en cuenta lo que sigue. Al tiempo en que se redactó el Evangelio de Juan aún no existía una gran institución eclesiástica perfectamente organizada y se estaba todavía muy lejos de una dirección centralista con el papa y la curia romana en el vértice más alto. En semejante desarrollo -sobre cuya justificación y necesidad no vamos a entrar aquí- no pudo pensar ninguno de los autores del Nuevo Testamento. «Iglesia» era, en primer término, la respectiva comunidad local, el grupo local de cristianos con sus reuniones regulares, como las describe claramente la carta primera a los Corintios (cf. 1Cor 14). C. Plinio el Joven, que por los años 110/112 era gobernador romano en Bitinia y encontró que en aquella región el cristianismo había ya adquirido una difusión considerable 92, proporciona en su famosa carta al emperador Trajano una visión interesante de espectador externo sobre la vida comunitaria cristiana. Y así escribe: «Pero ellos (los cristianos denunciados previamente ante el procurador) afirman que toda su culpa o su extravío había consistido en reunirse habitualmente un día determinado antes de salir el sol, cantar alabanzas alternadas a Cristo como a su dios y obligándose bajo juramento no a cualquier tipo de crimen, sino a no cometer ningún robo, asalto ni adulterio, a no traicionar la confianza, a empeñarse en no denegar el bien confiado. Tras cumplir esas acciones era habitual entre ellos separarse, para volver luego a reunirse en un banquete, aunque sencillo por completo e inocente; incluso esto lo habían celebrado previo permiso mío, con lo que yo les había prohibido la asistencia de heterías, de acuerdo con tus disposiciones»93. Sociológicamente considerada, esta imagen responde a la conducta de un grupo marginado en la sociedad oficial, que se separa de su entorno social, mientras que hacia dentro desarrolla una fuerte cohesión. La composición y estructura interna de aquellas primeras comunidades cristianas era extraordinariamente diversa. Todavía no existía una constitución jerárquica unitaria, de lo que son un claro testimonio los escritos joánicos del evangelio y las cartas. De todos modos las comunidades locales parece que desde muy pronto estuvieron en contacto e intercambio intenso. Había muchos lazos de unión que reforzaban el sentimiento de unidad. Por lo demás, las distintas comunidades eran autónomas, de tal modo que -desde una perspectiva histórica- no se puede hablar de una organización eclesiástica universal y unitaria con una autoridad central, como la que sigue desarrollándose progresivamente en el catolicismo romano occidental, y que habría sido la única forma posible de una dirección eclesiástica. A partir del Nuevo Testamento cabe pensar en otros tipos de constitución.

A esto se agrega que, según el estado actual de los estudios escriturísticos, ya no se puede sostener la doctrina tradicional de que el Jesús histórico haya fundado la Iglesia en un determinado momento dotándola en cierto modo de una especie de documento constitucional, en el que ya estarían establecidos todos los elementos esenciales de una estructura eclesiástica. A la formación de la comunidad sólo se llega después del viernes santo y de pascua. En ese proceso es además decisivo el que tuviera lugar invocando a Jesús y su predicación, en el «nombre de Jesús». Tanto las cartas paulinas como los evangelios certifican de distintas formas el hecho trascendental de que Jesús de Nazaret, el crucificado y resucitado, fuera tenido por todas las comunidades cristianas como la autoridad decisiva lo que se echa de ver sobre todo en los títulos honoríficos de Mesías (Cristo), Hijo del hombre, Hijo de Dios, Señor, etc. La comunidad se sabe ligada a Cristo por el Espíritu, y está totalmente persuadida de que en definitiva es el propio Señor, resucitado y elevado al cielo, el que rige la comunidad, hasta el punto de que las demás instancias humanas dirigentes pasan a un segundo plano.

Si unimos ambos elementos, a saber, la situación sociológica de la comunidad como grupo marginal en un entorno indiferente u hostil, y la convicción creyente, fundada en el evangelio, acerca de la presencia y de la autoridad siempre vigente de Jesucristo en la comunidad, comprenderemos mejor el trasfondo del discurso de revelación de la verdadera vid. Ese discurso se refiere originariamente a un pequeño grupo, a una insignificante comunidad local, sin que se pueda acomodar fácilmente a una gran organización eclesiástica. El discurso mantiene además con toda resolución el principio de que la comunidad o Iglesia sólo puede entenderse desde el propio Jesucristo y de que jamás puede ella separarse de ese fundamento histórico y teológico. Atendiendo a la metáfora, entre la vid y los sarmientos existe la unión más estrecha y vital, como lo expresa de manera insuperable la que llamamos fórmula de inmanencia: «Vosotros en mí y yo en vosotros» muestra además por completo el carácter íntimo y personal de esa comunión. Las autoridades eclesiásticas, los dirigentes comunitarios, no gozan de una fuerza de dirección absoluta en esa visión. Es más bien la comunidad la que aparece como el lugar en que se ventila sobre todo la autoridad de Jesús y su causa. Desde ahí adquieren también un sentido amplio las afirmaciones sobre «dar fruto». A la comunidad y a sus miembros se les promete fecundidad, lo que quiere decir asimismo éxito, sólo en la medida en que tienen el coraje de asumir la causa de Jesús y defenderla ante el mundo. Así como Jesús es el fundamento histórico y la autoridad permanentemente válida de su comunidad, así también el esfuerzo por el triunfo e irradiación del evangelio en el mundo y la sociedad es la tarea constante de la Iglesia. Ahí entra asimismo la distinción crítica, y, llegado el caso, la exclusión de cuanto en el curso de los siglos ha ido adquiriendo la Iglesia de poder, riquezas, prestigio público, etc., por motivos histórico-culturales de toda índole, pero que no pertenece al evangelio.

La reflexión crítica sobre el evangelio para volver a escuchar de nuevo sus promesas y exigencias en la hora actual y llegar así a la verdadera fecundidad, es un proceso que siempre resulta necesario para que pueda imponerle la causa de Jesús. En la medida en que la Iglesia abandona esa suprema tarea y se interesa por asegurar sus tradiciones y su posición de poder, en esa misma medida se convierte en sarmiento infecundo al que se corta y quema. La comunión permanente con Jesús es, pues, de hecho el requisito indispensable de toda auténtica cristiandad y de todo obrar cristiano. Como lo ha mostrado el texto, esa comunión no se puede entender como una garantía de salvación, porque está ligada a la palabra de Jesús y al acto de amor. Ambas realidades, la palabra de Jesús y el amor pasan a ser los criterios decisivos por los que deben regirse la Iglesia y su acción, a lo que deben colaborar todos los cristianos.
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92.«Asia Menor... fue la tierra cristiana por excelencia en el período preconstantiniano», en opinión de A. VON HARNACK. 93.C. PLINIO, Ep. x. 96, las hetairiai o hermandades privadas.
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2. Los AMlGOS DE JESÚS (Jn/15/11-17)

11 «Os he dicho estas cosas, para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea colmada. 12 Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. 13 Nadie tiene mayor amor que éste: dar uno la propia vida por sus amigos. 14 Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. 15 Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe qué hace su señor; os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer.

16 No me habéis elegido vosotros, sino que yo os elegí, y os he puesto para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto sea permanente para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, él os lo dé. 17 Esto os mando: que os améis los unos a los otros.»

La serie de afirmaciones, con escasa conexión, desarrolla el tema de la comunión de los discípulos con Jesús, recogido en el discurso de la verdadera vid, y califica a la comunidad como el círculo de los amigos de Jesús.

El versículo 11 empieza hablando de la «alegría» que Jesús quiere comunicar mediante su palabra a los discípulos. Al igual que el concepto de paz en 14,27s, así también la alegría ha de entenderse como un don escatológico 95, que se comunicará al creyente. Y, al igual que allí la paz se destaca llamándola «mi paz», del mismo modo se dice aquí: «Para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea colmada.» Con ello la alegría aparece como un don escatológico de Jesús: En 20,20 la alegría viene en consecuencia motivada por el encuentro con el resucitado, el Jesús siempre presente. Esa alegría tiene carácter pascual. A la existencia escatológica corresponde también un nuevo sentimiento deI hombre, y es la alegría, en una medida totalmente colmada, como una alegría infinita y sin límites, la que describe la exaltación y el entusiasmo del hombre al que, mediante el evangelio, se le ha hecho partícipe del supremo sentido de la vida, de la salvación. Alegría y júbilo eran también, según Act 2,46, una nota fundamental de las asambleas comunitarias; de lo que son testimonios elocuentes los himnos y cánticos del cristianismo primitivo. Así se dice en un cántico de las Odas de Salomón, la colección de himnos cristianos más antigua que se conserva, y que está cerca del Evangelio de Juan en el tiempo y en el contenido:

«Mi alegría es el Señor y a él corren mis pasos.
Ese mi camino es hermoso,
pues es para mí una ayuda hacia el Señor.
Se me dio a conocer sin celos en su magnanimidad,
pues su amabilidad empequeñeció su grandeza.
Se hizo como yo, para que yo pudiera abarcarle.
Y no me aterroricé al verle, porque él es mi gracia»
(Odas de Salomón 7,2-5)

El versículo 12 presenta el mandamiento del amor96 en la interpretación joánica del «amor mutuo». Lo que este pasaje aporta de nuevo es que en el versículo 13 se define en cierto modo la esencia del amor o más exactamente se esclarece mediante un ejemplo: «Nadie tiene mayor amor que éste: dar uno la propia vida por sus amigos.» Aquí aflora una típica formulación joánica: entregar su alma, su vida 97. Eso constituye la esencia del amor: comprometerse por los demás. La entrega de la vida por los amigos es sin duda la forma suprema de amor que cabe pensar. De hecho no se da un amor mayor, no se puede hacer más. Juan piensa ante todo en el ejemplo de Jesús. Él es, en efecto, el buen pastor que da su vida por las ovejas (10, 11.15), y eso con la libertad suprema, como allí se pone de relieve explícitamente: «Por esto el Padre me ama: porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo por mí mismo la doy; poder tengo para darla, y poder tengo para volverla a tomar. Tal es el mandato que recibí de mi Padre» (10,17s). Por lo que a Jesús se refiere, el giro «dar su vida por las ovejas» o «por los amigos», contiene la interpretación joánica de la muerte de Jesús, como muerte expiatoria y vicaria. Según él, esa muerte es la forma suprema del compromiso, contraído por amor, para la salvación del mundo: «tras haber amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (13,1). Y no es ciertamente que Jesús se haya comprometido por sus amigos porque éstos se lo hubieran merecido, y no le quedase otra solución; sino que la muerte de Jesús tiene para la comunidad una importancia decisiva. Porque Jesús muere por los suyos, éstos pasan a ser sus amigos.

En 10,17s se pone especialmente de relieve que Jesús puede disponer por completo de su vida como Hijo y revelador de Dios; no es posible arrebatársela en contra de su voluntad. Con ello destaca una vez más la libertad y voluntariedad absoluta de la muerte de Jesús; en todo y por ello Jesús es el Señor de sí mismo y de su destino. Si, pues, el compromiso de Jesús para la muerte no se debe a un desgarramiento interno o externo sino a una suprema superioridad y autenticidad del amor de Jesús a sus amigos. Con la entrega de su vida Jesús realiza de un modo radical su entrega a los demás. Por eso, en él forman un todo absoluto libertad y servicio, libertad y compromiso radical por los amigos; eso es lo que constituye, precisamente, la esencia del amor (agape). Se indica una vez más el sentido fundamental que tiene el ejemplo del lavatorio de pies al comienzo de los discursos de despedida. Síguese en consecuencia, que el amor de los discípulos consiste en la misma disposición (v. 14). Sólo cuando los discípulos cumplen el mandamiento de Jesús son también sus amigos.

Ahora bien los discípulos que son en efecto los amigos de Jesús y que han entrado por completo en su comunión (v. 15). «Siervo» o esclavo (griego doulos) indica en Israel no sólo -como en todo el mundo antiguo- al que pertenece al estado de esclavitud, sino que es también expresión de la sumisión del hombre a Dios. Ser un «siervo de Dios» constituye según el pensamiento veterotestamentario tal vez lo más alto que puede afirmarse de un hombre. De Moisés se dice en Ex 33,11: «Yahveh hablaba a Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigos, y ello como una excepción soberana (cf. Dt 34,10 en que se hace la misma afirmación, aunque falta el calificativo «amigo»; sólo a Abraham se le vuelve a aplicar en Is 41,8). El concepto de amistad no basta para indicar la distancia entre Dios y el hombre. Visto así constituye una inversión de valores el que, según Juan, Jesús llame amigos suyos a los discípulos; nombrar o llamar equivale aquí a constituirlos en amigos suyos. Ese nuevo estado de amigos de Jesús lo alcanzan los creyentes por el hecho de participar en la comunión divina. Gracias a Jesús, los discípulos -y ciertamente que todos sin excepción, sin que aquí se piense para nada en la distinción entre clérigos y laicos- se convierten en participantes de la revelación de Dios. Jesús les ha dado a conocer todo lo que ha oído del Padre. Ahora bien, como Hijo de Dios, es personalmente el contenido completo de la revelación y eso lo han conocido los discípulos. El punto más alto de la revelación es la entrega de la vida que Jesús hace por los suyos como la prueba suprema de amor. En la medida en que los discípulos se dejan prender por ese amor de Jesús, quedan transformados pasando a ser de esclavos o siervos, los amigos de Jesús. El versículo 16 expresa una vez más el mismo contenido recurriendo a la idea de elección. No han sido los discípulos quienes han escogido a Jesús como caudillo y héroe, sino justamente lo contrario: es Jesús el que, por su propia iniciativa y autoridad, ha elegido a los discípulos (cf. a este respecto el relato de su llamamiento, Jn 1,35-51). Como los sinópticos, también Juan mantiene la irreversibilidad de las relaciones entre Jesús y los discípulos. Respecto de los discípulos, Jesús no es simplemente el más humano que cabe imaginar, sino también el Señor, aquel por quien se realiza en el hombre la acción liberadora y electiva de Dios.

Con la elección por Jesús va unido al mismo tiempo un encargo, una determinación de dar fruto. Ese fruto debe «permanecer». Por el contexto cabría, sin más, añadir: pues de otro modo no se podría agregar «para la vida eterna». Pues el «permanecer» no es otra cosa que el estado adquirido por el hombre cuando se entrega a la acción del amor. Asimismo responde a la comunión divina, a la amistad de Jesús el que se asegure la plena acogida a la oración «en nombre de Jesús» (cf. com. a 14,12-14). Como amigos de Jesús los discípulos han entrado en el «ámbito vital» de él, de tal modo que también Dios lo pone todo a disposición suya. E1 nuevo círculo de amistad abierto por Jesús se convierte así en el marco de una nueva libertad e independencia en contacto con Dios.

En este contexto adquiere también su sentido la idea de elección. No se trata de un acto divino arbitrario, por lo que unos son elegidos y otros por el contrario excluidos y condenados; tal predestinación la ignora el Evangelio de Juan. Se trata más bien de la supremacía incondicional de la libertad y amor de Jesús frente a los creyentes. El reconocimiento de esa primacía es, por lo demás, condición indispensable. Con la referencia al mandamiento del amor (v. 17) se cierra el círculo ideológico.

A propósito de esta perícopa Bultmann anota la «unidad objetiva» entre fe y amor. «Como la palabra asegura a la fe el amor de Dios revelado en Jesús y como el amor sólo se recibe cuando, mediante él, el hombre se libera para amar, así la palabra sólo se escucha debidamente cuando el creyente como tal es el que ama». Con ello podría haberse alcanzado el núcleo de la afirmación joánica; se trata, en efecto, de la unidad formada por fe y amor. Sólo unidas ambas realidades se les promete la amistad de Jesús y entra en consideración el «permanecer»
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95. Cf. 16,20.21.22.24; 17,13; 20,20. 96. Cf. 13,34s.
97. Cf. 10,11.15.17.18; 13,37s; 1Jn 3,16; el giro refleja una construcción semítica.
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Meditación

Alegría, entusiasmo y júbilo pertenecen, en la tradición bíblica, al núcleo esencial de la experiencia religiosa. El encuentro con Dios, que crea la salvación y libera al hombre, expande alegría entre los hombres: «Pero el ángel les dijo: «No tengáis miedo. Porque mirad: os traigo una buena noticia que será de grande alegría para todo el pueblo. Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo Señor»» (Lc 2,10s). Así suena el alegre mensaje del ángel a los pastores acerca del nacimiento de Cristo. Cuando se anuncia y se experimenta la salvación, domina la alegría. La presencia de la salvación aparecida con Cristo es también lo que da sentido a las festividades cristianas del año eclesiástico. La alegría, el ánimo levantado, forman parte del día festivo.

Por lo demás, hay que admitir que hoy ni los cristianos ni las iglesias están ya a la cabeza por lo que se refiere a la difusión de la alegría, lo cual es sin duda un mal signo. Ciertamente que la alegría no se puede establecer por mandato, asemejándose más bien a una irrupción incontenible contra la que no cabe defensa; sino que nos invade y domina. O bien, considerada a largo plazo y en la vida cotidiana, tiene el carácter de una atmósfera amable, confortable y sin violencias. ¿Se debe quizá la falta de alegría en las iglesias a una falsa relación con el evangelio? Según el Nuevo Testamento, la alegría es efecto del amor experimentado o fruto del Espíritu, unida a la felicidad del dominio de Dios. Se comunica al hombre, en cuanto que le libera y despierta en él la capacidad de amar. El legalismo con sus tablas de mandamientos produce miedo; las prácticas opresivas fomentan un espíritu de esclavo y refuerzan las trabas y dificultad de acción. No habría que salir al paso de la objeción diciendo que se trata en primer término de la alegría espiritual e interna. En realidad también la alegría escatológica, espiritual, se adueña de todo el hombre y lo libera para una nueva conducta creadora.

La liberación del hombre para la alegría es un capítulo importante, al que la religión debería recurrir, si se dejase impregnar por el Espíritu del Evangelio de Jesús. Aquí probablemente se enfrentaría sin competencia posible a muchas otras ofertas, porque de hecho tiene para ofrecer un evangelio, un mensaje de alegría que llena al hombre todo y la vida entera. Ciertamente que los hombres alegres tienen iniciativas creadoras de todo tipo que llevan a término; pero no se dejan dominar y manipular fácilmente. Tal vez a ello se deba el que se haya puesto tan poco en práctica «una revolución de la alegría».

Cuando domina la alegría, fácilmente se llega a la amistad. ¡La Iglesia y la comunidad cristiana como el círculo de los «amigos de Jesús»! Sólo es necesario añadir los principios, y en seguida se echa de ver el enorme abismo que media entre esa concepción joánica y las iglesias dominantes. Tal vez existan hoy los pequeños grupos y círculos de amigos, en los que «Iglesia» todavía puede acercarse al máximo a las concepciones neotestamentarias. A uno se le ocurre pensar que en la historia de la Iglesia esa concepción joánica de «amigos de Jesús» no ha podido imponerse, pero que en todos los tiempos ha habido grupos cristianos que intentaron realizar ese objetivo, como los fraticelli medievales, los hermanos bohemios, las fraternidades pietistas y distintas congregaciones del siglo XIX. Entre tales grupos siempre se ha impuesto la idea de que, para su realización en el mundo, el cristianismo de la comunidad concreta y visible necesita de una forma comunitaria cuya estructura interna se acerque a los vínculos más libres de una gran familia, y que por lo mismo no sea jurídicamente tan rígida e intratable como a la larga parece ser la estructura de la gran Iglesia. Amor y amistad sólo pueden practicarse a largo plazo dentro de una cierta proximidad. Como quiera que sea, la interpretación clerical es una interpretación grosera de /Jn/15/15: «Ya no os llamaré siervos...» El texto se cantaba en la ordenación sacerdotal; lo que quería decir que sólo al sacerdote consagrado se le llamaba «amigo de Jesús», mientras que los laicos eran considerados como «siervos de Jesús». Para Juan todos los creyentes son «amigos de Jesús».

El texto -como vemos- entiende el amor según el ejemplo personal de Jesús, como entrega de la vida por los amigos; es decir, como un compromiso por los demás.

Ciertamente que también la fórmula puede entenderse mal, y buena muestra de ello podría ser la historia de la última guerra en que a menudo se exaltó la muerte heroica por la patria con las palabras de Jn 15,13. Sin embargo el tenor literal de la fórmula sigue siendo importante, como lo muestra la exposición de la carta primera de Juan: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. Y nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Si uno tiene bienes del mundo y ve a su hermano en necesidad, y le cierra sus entrañas, ¿cómo permanece en él el amor de Dios? Hijitos, no amemos de palabra ni con la lengua, sino de obra y de verdad» (lJn 3,16-18). Se trata aquí de la interpretación social más antigua de la ágape en el sentido de un comprometerse por los demás. Para nosotros es importante ver cómo ya el cristianismo primitivo dedujo del evangelio esa interpretación social, y ello en una comunidad que a primera vista más bien suscita una impresión espiritualista. Y es precisamente esa interpretación social concreta y práctica de la ágape, la que parece separar al círculo de comunidades joánicas del espiritualismo gnóstico. A eso se agrega hoy la escala mundial a que ha llegado la distinción entre «los que poseen los bienes de este mundo» y «los hermanos necesitados». En este caso la ayuda debe llegar más allá de la comunidad concreta, y en ciertas circunstancias habrá que considerar la necesidad de unos cambios de estructuras sociales. Si es preciso llegar a un compromiso duradero, eficaz y de ayuda en el mejor sentido a los pueblos subdesarrollados, también será necesario que los cristianos se familiaricen con el análisis crítico de la sociedad y con la idea de unos cambios de estructuras. Con el fin de estar preparadas para esas tareas y otras de parecida envergadura, las iglesias deberían liberarse con mayor resolución que hasta el presente de sus viejas concepciones burguesas. Tales concepciones constituyen un grave lastre que las comunidades joánicas de hacia el año 100 d.C. no hubieron de arrastrar. Entonces fueron ellas los grupos marginados, que carecían del reconocimiento social y político, lo que pudo favorecer el radicalismo de su compromiso en beneficio de los demás.

3. EL ODIO DEL MUNDO (15,18-16,4a)

El texto de 15,18-16,4a describe detenidamente la situación precaria de la comunidad en el mundo, que en concreto era la sociedad pagana y en parte también la judía de finales del siglo I y comienzos del siglo II. Esa situación se caracteriza por el rechazo y hasta por la persecución abierta por parte del entorno. Como quiera que sea, entre esa comunidad y el entorno en que tiene que vivir se abre una sima insuperable. En su calidad de pastor de almas, Juan se encuentra ante la tarea de proporcionar tales motivos que hagan posible la constancia y que incluso permitan presentarla como perfectamente lógica. Este texto puede dividirse de forma cómoda en tres secciones: 15,18-25 trata el aspecto fundamental y teológico de esa situación: en cuanto comunidad de Jesús, los discípulos tienen también que compartir su destino. La resistencia a la revelación no ha cesado con la cruz de Jesús; ahora se dirige contra la comunidad creyente, que mantiene el testimonio de la revelación y que se presenta frente al mundo. La perícopa 15,26s trae otra sentencia sobre el Paráclito, que se relaciona asimismo con la situación comunitaria. En tal situación la comunidad no sólo está llamada a dar testimonio de Cristo, sino que se halla especialmente capacitada para ello. 16,1-4a toma abiertamente posición frente al problema agudo de la exclusión de los cristianos de la comunidad judía.

a) La comunidad y el odio del mundo (Jn/15/18-25)

18 «Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. 19 Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por eso el mundo os odia. 20 Acordaos de las palabras que os dije: El esclavo no es mayor que su señor. Si a mi me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, guardarán también la vuestra. 21 Pero todo esto harán contra vosotros por causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió.25 Si yo no hubiera venido ni les hubiera hablado, pecado no tendrían; pero ahora no tienen excusa de su pecado. 23 EI que a mí me odia, también odia a mi Padre. 24 Si yo no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro realizó, pecado no tendrían; pero ahora, aunque las han visto, nos han odiado, tanto a mi como a mi Padre. 25 Pero esto es por que se cumpla lo que está escrito en su ley: "Me han odiado sin motivo".»

El giro del comienzo: «Si el mundo os odia, sabed...», etc. (v. 18) tiene, a todas luces, carácter de respuesta a una pregunta apremiante. Esa pregunta viene provocada por el estado de cosas que el texto describe como odio del mundo. Aquí, como en los pasajes inmediatos, «mundo» (griego, kosmos) designa el «mundo humano», que se muestra hostil al revelador de Dios y a su comunidad. En la pasión y cruz de Jesús esa hostilidad ha alcanzado su culminación más significativa. Mas también después de pascua hubieron de experimentar las comunidades que de su entorno no sólo no lograban el asentimiento, sino que desencadenaban además su persecución.

Desde los orígenes del cristianismo, la persecución con todos sus fenómenos concomitantes de suspicacia, mala comprensión, burlas, etc., forma parte de la imagen peculiar de esa nueva religión, como de los grandes ataques a los discípulos de Jesús, que no tenían conciencia de ningún crimen. Ya Pablo alude a esa realidad (cf. lTes 2,14-16; 2Cor lls23-33). También, según los sinópticos, a los discípulos de Jesús les aguardan el rechazo, el odio y la persecución 99. Sobre todo el discurso misional de Mateo (Mt 10,5-11,1) ofrece una serie de paralelismos con la sección que comentamos. La idea de un «paralelismo del destino de la comunidad con el del revelador» tiene un ancho fundamento en las más diversas tradiciones neotestamentarias, el rechazo de los cristianos por la sociedad fue además una dura realidad con la que hubieron de enfrentarse cada día. Desde la persecución neroniana del año 64 se sumó la amenaza constante de que también el representante del Estado romano adoptase una postura hostil contra los cristianos. La redacción del Evangelio de Juan coincide muy probablemente con la época inmediata posterior a la persecución domiciana (hacia el 95 d.C.), y pocos años después tuvo lugar el martirio de Ignacio, obispo de Antioquía (ha. 107/110 d.C.). Había, pues, bastantes motivos reales para afrontar el tema de la comunidad perseguida.

La exhortación a la comunidad empieza con un recuerdo lapidario; la invitación «sabed» invita a los oyentes a reflexionar sobre su situación fundamental y a pensar en aquel al que se han unido mediante la fe. El odio del mundo sale al paso a los discípulos, que probablemente no contaron con esa contingencia al abrazar la fe. Que la fe suscite odio y no amor es algo que de hecho puede confundir; tanto más cuanto que por la misma doctrina cristiana se está obligado al amor. A esto se suma el peligro, presente ya desde el comienzo, de que, frente a la amenaza de las persecuciones y dificultades, los cristianos capitulasen y apostatasen. Por eso en este pasaje empieza por ser tan apremiante el recuerdo de Jesús. Al encontrarse con el odio del mundo, la suerte de los discípulos no es otra que la del propio Jesús: Antes que a vosotros me han odiado a mí.

El versículo 19 trae una razón teológica del hecho: los discípulos ya no pertenecen al mundo. El giro joánico «ser del mundo» o «no ser del mundo» 102 tiene el sentido de una designación de origen; indica un «de dónde» preciso. La idea ahí latente es que el origen condiciona también la naturaleza, la índole, incluso la conducta de un hombre. Aquí se enfrentan dos posibilidades contrarias: la primera, venir de arriba, «ser de Dios», y la segunda, proceder de abajo «ser del mundo». El «ser de Dios» corresponde sobre todo al revelador aunque se amplía después a cuantos le pertenecen. «Ser del mundo», por el contrario, define en primer término la situación fáctica de todos los hombres que todavía no han encontrado la fe, para pasar después a designar sobre todo, y en un sentido negativo cualificado, la situación de quienes conscientemente han tomado partido contra el revelador y su mensaje.

Los discípulos «no son del mundo» han pasado ya «de la muerte a la vida» (5,24), con lo que se han despojado asimismo de la naturaleza mundana. Para el mundo ya no son «lo suyo» (griego, ho idion), sino que ahora pertenecen a Jesús. Él los ha hecho suyos mediante su elección. Porque ya no pertenecen al mundo, tampoco el mundo les demuestra su amor, habiendo perdido a sus ojos todo interés. Por su pertenencia a Jesús los discípulos han entrado en la tensa y radical oposición que media entre Dios y el mundo; Pablo llegaría a decir que «están crucificados con Jesús». Ello significa que, si bien ya «no son del mundo», sino que «han nacido de Dios», son hijos de Dios (1,12s), sin embargo han de vivir en el mundo, aunque en ningún caso puedan ya volver a entenderse desde el mundo, ni sentirse por completo en él como en su propia casa. El discípulo de Jesús no puede ya identificarse con el mundo. Y eso es justamente lo que el mundo no le perdonará: «Por eso el mundo os odia.»

Tal situación -así lo dice el versículo 20- está predeterminada por una palabra de Jesús. Se trata ante todo de una referencia a un pasaje anterior (13,16), en que ya se dijo: «El esclavo no es mayor que su señor.» Quizás el recuerdo precisamente de ese pasaje tenga una significación ulterior, pues se trata de una palabra, que aparece de modo similar en Mateo y en un contexto parecido: «Un discípulo no está por encima del maestro, ni un esclavo por encima de su señor. Ya es bastante que el discípulo llegue a ser como su maestro, y el esclavo como su señor. Si al señor de la casa lo llamaron Beelzebul ( = demonio) ¡cuánto más a los que viven con el!» (Mt 10,24s; cf. Lc 6,40). Esto hace suponer que en la tradición comunitaria de Juan había unas palabras del Señor, que pueden haber sonado de modo semejante: ¡No pueden irnos las cosas mejor de lo que fueron al Maestro! Es evidente que Mateo ha entendido la palabra de modo similar a Juan. La comunidad de destino de los discípulos es inseparable del de Jesús, tanto en el bien como en el mal. En el versículo 21 se describe con mayor detalle la conducta hostil del mundo, motivada por el odio a Jesús y por el desconocimiento de Dios. El mundo, en fin, tiene que conducirse así porque no conoce al Padre. El desconocimiento de Dios por parte del mundo y de sus representantes no es, sin embargo, una ignorancia que pueda eliminarse mediante una información complementaria, sino que, de acuerdo con el concepto bíblico de conocimiento, es el reconocimiento deficiente de Dios y de su revelador. Para la Biblia no cabe, frente a Dios, una postura neutral y «objetiva»; sino que el conocer o el desconocimiento implica siempre un tema de posición por parte del hombre. El desconocimiento de Dios como tal es culpable; no es otra cosa que la incredulidad, como se subraya en el versículo 22 103. Después que Jesús ha venido como revelador de Dios trayendo la revelación escatológica, el mundo es inexcusable. Su incredulidad es su pecado; y ello porque «se vuelve contra Jesús, que con sus palabras y obras ha demostrado ser el revelador».

Jesús ha sido el primero en padecer el odio del mundo. La hostilidad desencadenada contra él es al propio tiempo, según Juan, una hostilidad contra Dios (véase al respecto 8,31-59), pues que en la persona y en la palabra de Jesús era Dios mismo quien salía al encuentro del hombre (v. 23). El versículo 24 ha de entenderse como paralelo del v. 22, ya que en Juan las palabras y las obras de Jesús forman una unidad. Entre estas «obras que ningún otro realizó» deben incluirse las señales milagrosas. Los milagros hay que entenderlos como signos reveladores. Por tanto, el sentido viene a ser: pese a la acción del revelador en el mundo, su mensaje no ha sido acogido. Pese a lo que ha visto, el mundo persiste en su odio y, por consiguiente, también en su pecado.

Por lo demás, ese hecho no es casual. El versículo 25 dice que en tal conducta se ha cumplido un pasaje de la «ley», del Antiguo Testamento: «Me han odiado sin motivo» (Sal 35,19; 69,4). Esa cita escriturística no constituye una prueba estricta; expresa más bien la convicción de que en el destino de Jesús se ha cumplido la Escritura, se ha realizado el plan salvador de Dios. En este caso hasta el odio del mundo totalmente infundado contra Jesús, que no se puede entender lógicamente, tiene también su lugar y sentido dentro del plan de Dios. Más aún: opera la salvación del mundo.
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99.Cf. Mc 13,9-13 par Mt 24,9-14; Lc 21,12-19; Mt 5,11s par Lc 6,22s. 102.Cf.8,23; 15,19; 17,14.16; 18,36; 1Jn 2,16; 4,5. 103.Cf. también 12,37-50.
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b) El Paráclito y los discípulos como testigos de Jesús (Jn/15/26-27)

26 «Cuando venga el Paráclito, que desde el Padre os enviaré yo, el Espíritu de la verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí, 27 y vosotros también daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo.»

Juan trae otra sentencia sobre el Paráclito, el Espíritu (abogado o asistente), atribuyéndole una nueva función que hasta ahora no había sido descrita, a saber: la función de «dar testimonio» en favor de Jesús. Cabe también observar la unidad operacional entre el Padre y el Hijo: Jesús, desde el Padre, «envía» al Paráclito, y éste «proviene del Padre». Que se trata sobre todo del «testimonio» se desprende de la sentencia paralela: también la comunidad dará testimonio de Jesús. El testimonio del Paráclito y el de los discípulos corren paralelos en cierto modo. Se trata de un proceso singular: en el testimonio de los discípulos se manifiesta el testimonio del Espíritu. La idea del testimonio tiene un papel importante en el evangelio de Juan. La verdad de la revelación en definitiva sólo puede ser testificada. La conducta adecuada a esa verdad no consiste, como por ejemplo en el proceso cognoscitivo de las ciencias naturales, en una observación de un experimento, que puede repetirse frecuentemente a voluntad, sino en una toma de conocimiento comprometida y en una admiración existencial y personal. Así el propio Jesús en toda su existencia es el testigo de Dios y, por ende, de la verdad (cf. 18,37). Pero también los discípulos deben hacerse testigos de Jesús; la fe no se puede demostrar en sí misma, sino que siempre se transmite por el testimonio vivo. Al propio tiempo late ahí un elemento histórico como lo demuestran las palabras «...porque desde el principio estáis conmigo». Como testigos de Jesús contaban sobre todo en la Iglesia primitiva aquellos discípulos que «desde el principio», desde la primera aparición pública de Jesús estuvieron con él (cf. la introducción al evangelio de Lucas Lc 1,1-4; o bien Act 1,21-22: «Conviene, pues, que de entre los hombres que nos han acompañado todo el tiempo en que anduvo el Señor Jesús entre nosotros, a partir del bautismo de Juan... uno de éstos sea constituido con nosotros testigo de su resurrección.» El testimonio creyente de los discípulos de Jesús es también un testimonio histórico.

A esto se agrega otro elemento: precisamente frente al mundo, que persigue a la comunidad con su odio, aquélla está llamada de continuo a ser un testimonio, y un testimonio plenamente válido y público. El testigo, el mártir, pasó a ser un concepto específico del cristianismo. Para ese testimonio peligroso frente a un mundo hostil la comunidad necesita del Espíritu Paráclito. También con esta afirmación se adentra Juan en la vasta corriente de la primitiva tradición cristiana. Así se dice en Mc 13,9-11: «Mirad por vosotros mismos: os entregarán a los tribunales del sanedrín, seréis azotados en las sinagogas, y tendréis que comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos... Y cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de antemano de lo que habéis de decir, sino que aquello que se os dé en aquel momento, eso diréis. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo.» Es lícito, pues, pensar que también en 15,26 se trata en primer término del testimonio cristiano publico frente al mundo incrédulo. En ese testimonio colaborará el Espíritu y, al igual que en el testimonio divino de Jesús, se llegará a la división de los espíritus.